​El Museo Universal​ (1857)
Francisco Salinas
 de Carlos Rubio

Nota: Se han modernizado algunos acentos.


FRANCISCO SALINAS.

Como las mujeres que han pasado de la edad de las esperanzas, España se consuela de sus males presentes con sus gloriosos recuerdos. No es esto decir que nuestra patria no tenga esperanza, Dios me libre de hacerla tal injuria; pero el mismo doctor Pangloss si levantase la cabeza de su sepulcro y la mirara detenidamente, dudo yo mucho que se atreviera a decir: la España del siglo XIX es la mejor España posible, y como el porvenir es incierto, aun creo que hace perfectamente en esperarle volviendo los ojos al pasado, que bien la pueden envidiar algunas naciones que la miran con desdén.

Quizá en este mismo afecto que profesamos a los tiempos antiguos influya no poco aquello de que

siempre a nuestro parecer; cualquiera tiempo pasado, fue mejor;

quizá todos los siglos, pueden compararse a decoraciones de teatro, que vistas de cerca espantan cuanto agradan de lejos; quizá los más bellos no son tampoco los más felices, y aun en los que nos parecen más felices y más bellos podríamos, si a ellos nos fuese dado trasladarnos, encontrarnos tantas cosas malas desconocidas que por evitarlas nos reconciliariamos con el presente; pero asi y todo, no puede negarse que nuestro pasado tiene grandes glorias, y que aun en él contariamos algunas mas, si perezosos hasta en nuestro orgullo, no hubiéramos dejado que los extranjeros recogiesen y se apropiasen tantos de nuestros laureles.

España constantemente ha inventado y abandonado sus invenciones. Los estranjeros las han recogido, desarrollado, dado forma y perfeccionado, y España les ha aplaudido y admirado en vez de decirles como el fabulista:

« gracias al que nos trajo las gallinas, »

Al mismo tiempo sea por lo mucho que les debe, que los servicios cuando son demasiado grandes y numerosos producen naturalmente la ingratitud, sea por la pereza antes citada, España ha sido frecuentemente muy ingrata con sus hijos, y aun tratándose de aquellos cuyas obras ó inventos ha conservado con orgullo, ha olvidado desdeñosamente sus personas, semejante a aquellas coqueta? que se engalanan con los presentes y olvidan a los adoradores a quienes los deben.

Preguntad a mi amigo Cruzada y él os dirá cuánto trabajo le cuesta cada busto que añade a su galeria de hombres célebres, cuantas pesquisas tiene que hacer para hallar cada retrato; preguntad por las sepulturas de nuestros primeros autores y nadie os sabrá dar razón de ellas. Esto mismo sucede con sus biografías, hay algunas en que para hacerlas bien habría que emplear años enteros de trabajo.

¿Y por qué no se emplean? dirá alguno. Porque...

Muchos años hace que Horacio dijo que los autores debian guardar en su escritorio las obras nueve años antes de publicarlas; todos aprobaron este precepto aunque muy pocos le obedecieron, hasta que al fin Enrique Heine ha esclamado en nuestros días.—El precepto es incompleto: el señor Horacio debió haberle acompañado de una receta para que los escritores pudieran pasar nueve años sin comer.

Sirva esto de contestación a la anterior pregunta, y entremos en materia que ya es hora.

Todo lo que llevo dicho hasta aquí sirve, sino para disculpar, para esplicar a lo menos, la falta de datos que puedo ofrecer al público acerca de la vida de don Francisco Salinas, de quien dice Weiss que ha sido acaso el mejor organista que ha existido.

La música es precisamente una de las artes en que más ha brillado la inspiración española y cuya gloria sin embargo hemos dejado oscurecerse en el olvido más profundo. España es acaso tan rica en música como en literatura; aun se cantan en la capilla sistina magnificos trozos compuestos por Perez tres siglos ha; en Valencia aun podemos oír la música de Comes que tiene la misma fecha, y Monteverde fue uno de los creadores de la ópera italiana. Los archivos de nuestras catedrales guardan verdaderos tesoros de música religiosa, que es digámoslo asi nuestra música erudita, y dificilmente se hallará una nación cuyos cantos populares rivalicen con los nuestros. Es más, cuando las demás naciones aun no conocían los pentagramas ni la clave, nosotros las usábamos ya como puede probarse por un manuscrito de las Cántinas de don Alonso el Sabio anotado de mano del mismo rey, que conserva el cabildo de Toledo.

Pero nuestra música erudita era religiosa como ya he dicho, y no salió jamás de las catedrales; quedáronse aquellas abandonadas y sus órganos enmudecieron. La música popular no ha sido bien estudiada aun, y por Dios, que nada perderían los que se dedicasen seriamente a su estudio, pues acaso solo de él son producto más de la mitad de las bellezas de Roberto el diablo, esa obra maestra del genio que parece haber hallado el medio de reunir en una sola fórmula las poesías de dos grandes pueblos, España y Alemania, la poesía del día y de la noche, del corazón y de la inteligencia.

En una de esas catedrales abandonadas, a fines del siglo XVIII, la edad de oro de nuestra música, hacía resonar las trompetas del órgano un famoso maestro, ciego como Beethoven [sic], y cuyo nombre era Francisco Salinas. Habiendo nacido en Burgos (se ignora el año) de familia honrada y noble, perdió la vista siendo aun niño; continuó no obstante sus estudios, para los cuales mostraba ya excelentes disposiciones, y en breve se hizo dueño de las lenguas latina y griega que, sobre todo la primera, llegó a escribir con admirable corrección. También se instruyó en las matemáticas y en seguida pasó a Italia donde estudió la música y permaneció cerca de veinte años agregado a la iglesia de San Pancracio de Rocca Scalegna, en el reino de Nápoles, siendo muy distinguido por los príncipes y pontífices de aquel tiempo. De regreso a España, entró de maestro de música en la Universidad de Salamanca, donde había una cátedra de este arte desde el tiempo de su restaurador Alonso X, y allí contrajo estrecha amistad con Fray Luis de León que le dedicó la siguiente oda incluida en la colección de sus poesías.

A FRANCISCO SALINAS.

     El aire se serena
Y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
La música estremada
Por vuestra sabia mano gobernada;

   A cuyo son divino
El alma, que en olvido está sumida,
Torna a cobrar el tino
Y memoria perdida
De su origen primera esclarecida.

   Y como se conoce
En suerte y pensamiento se mejora,
El oro desconoce
Que el vulgo vil adora,
La belleza caduca engañadora.

   Traspasa el aire todo
Hasta llegar a la más alta esfera,
Y oye allí otro modo
De no perecedera
Música que es la fuente y la primera.

   Y como está compuesta
De números acordes luego envia,
Consonante respuesta
Y entre ambas a porfia
Se mezcla una dulcisima armonia.

   Aqui la alma navega
Por un mar de dulzura y finalmente,
En él ansi se anega
Que ningun accidente
Estrado ó peregrino oye y siente.

  ¡Oh desmayo dichoso!
¡Oh muerte que das vida! ¡oh dulce olvido!
Durase en tu reposo,
Sin ser restituido
Jamás aqueste bajo y vil sentido.

  A este bien os llamo,
Gloria del apolineo sacro coro
Amigo a quien amo
Sobre todo tesoro,
Que todo lo visible es triste lloro.

   ¡Oh! suene de continuo
Salinas, vuestro son en mis oidos,
Por quien al bien divino
Despiertan los sentidos
Quedando a lo demás adormecido.

Allí compuso también, antes de 1575, su erudita obra sobre la música impresa en 1592. Está escrita en latín y dividida en siete libros. El primero de estos, trata de la música en general, a la cual tomando la definición de Aristides (scientia autem est cujus cognitio firma est et ad omni errore prorsus aliena) coloca en la categoría de las ciencias, por fundarse en las matemáticas que no solo son una ciencia, sino la más exacta de todas; da la definición de la música y sus divisiones, separándose de las antiguas teorías y concediendo que los jueces primeros de la armonía son los sentidos; levanta sobre ellos sin embargo la razón como juez supremo, y presenta en fin los principios elementales, deteniéndose a esplanar la teoría de la tabla ó mesa de Pitágoras.

Dedica el segundo libro al estudio del sonido que dice es en música lo que el punto en geometría, y esplana también su teoría acerca de los tonos y las consonancias.

En el tercero, habla del género (cuya definición toma de Tolomeo) y sus divisiones. El cuarto, trata de las especies. El quinto, del ritmo. El sesto, de los metros. Y el sétimo y último, de los versos.

Estos tres últimos libros, son interesantes, no solo para los músicos, sino tambien para los poetas.

No me es posible, profano como soy al arte, hacer un juicio crítico de esta obra, pero personas muy competentes la tributan los mayores elogios. El historiador de Thou dice, que se tenía por superior al esfuerzo de un hombre. Resalta desde luego en ella una erudición no común, gran lógica en las deducciones, gran ingenio analítico en las divisiones y sobre todo mucha claridad en la exposición de las teorías. El latín es fácil y sencillo como conviene a una obra didáctica en que la gala y brillantez de la dicción pudiera llegar a ser un defecto, sin embargo el estilo de Salinas, no carece de bellas frases. Podríamos decir que es un estilo no pobre, sino modesto.

Salinas murió por los años de 1590.

Nicolás Antonio, Ambrosio de Morales, Augusto Tuano, Scoto y Caldeira y otros muchos, le han tributado grandes elogios, pero de todos ellos solo me ha parecido conveniente trasladar aquí la oda de Fray Luis de León, porque además de probar el entusiasmo que producía este organista, es una obra literaria en que, sino tanto como en otras, brilla siempre aquel estro poético que mereció el renombre de Horacio español al poeta de la vida del campo, la profecía del Tajo, la Ascensión y la noche serena.

Carlos Rubio.