Franciscanos y jesuítas

Tradiciones peruanas: Cuarta serie (1894)
de Ricardo Palma
Franciscanos y jesuítas


Dice la historia que dominicos, franciscanos y mercedarios anduvieron al morro durante un cuarto de siglo, disputándose la antigüedad en el Perú.

Los dominicos sostenían que a ellos les correspondía tal honor, no sólo porque tal dijo fray Reginaldo Pedraza, que vino al Perú junto con fray Vicente Valverde, sino porque el marqués Pizarro así lo reconoció cuando fundara la cofradía de la Vera Cruz.

Los mercedarios argüían que habiendo sido el padre Antonio Bravo quien celebró en Lima la primera misa, claro era como el agua que a ellos tocaba la antigüedad, y que si Pizarro no había querido reconocerlo así, su voto no pesaba en la balanza; pues cometió tamaña injusticia por vengarse de los hijos de Nolasco, que no pertenecieron a su parcialidad, sino a la de Almagro el Viejo.

En cuanto a los franciscanos, no hacían más que sonreír, y sin armar alboroto enseñaban a los fieles una bula pontificia que les otorgaba la tan reñida antigüedad, atendiendo a que fray Marcos de Niza, sacerdote seráfico, se encontró en Cajamarca cuando la captura de Atahualpa y contribuyó a su conversión al cristianismo. Y pues lo dijo el Papa, que no puede engañarse ni engañarnos, punto en boca y san se acabó.

Al fin cansáronse dominicos, mercedarios y franciscanos de tan pueril quisquilla, y echando tierra sobre ella, se confabularon para impedir que otras religiones fundasen convento en Lima. Los primeros con quienes tuvieron que romper lanzas fueron los agustinos; pero ¡con buenos gallos se las habían! Los discípulos del santo obispo de Hipona se ampararon de tales padrinos y diéronse tan buenas trazas y manejaron las cosas al pespunte y con tanta reserva, que todo fue para ellos soplar y hacer lunetas. Los adversarios, no hallando por dónde hincarles diente, tuvieron que tragar saliva y resignarse.

En 1568, año en que hubo poste de langostas, nos cayeron como llovidos de las nubes los jesuitas, que apoyados por el virrey y por los agustinos y combatidos por la demás frailería, empezaron a levantar templo, y pian piano se adueñaron de las conciencias y de grandes riquezas temporales.

La rivalidad entre dominicos y jesuitas era de antigua data en el orbe cristiano, y muchos libros se escribieron por ambas partes en pro y en contra de la manera como los dominicos definían la Concepción de María. La guerra de epigramas era también sostenida con habilidad. Los dominicos compusieron este epigramático juego de palabras:

Si cum jesuitis itis, nunquam cum Jesu itis: al que contestaron los hijos de San Ignacio de Loyola con un ingeniosísimo retruécano:

Si cum dominicanis canis, nunquam cum Domino canis.

Cuentan que el padre Esteban Dávila (que fue uno de los cinco enviados por San Francisco de Borja, tercer general de la Compañía, para fundar convento en Lima bajo la dirección del padre Ruiz de Portillo) tenía una de dimes y diretes con fray Diego Angulo, comendador de la Merced y sucesor del famoso fray Miguel Orenes en su tercer período de mando. El comendador Angulo tenía el cabello de un rubio azafranado, y fijándose en esta circunstancia, le dijo el jesuita:

-Rubicundus erat Judas.

A lo que el mercedario contestó sin retardo:

-Et de societate Jesu.

Agudísima respuesta que dejó aliquebrado al padre Dávila.

En cuanto a la enemistad de franciscanos y jesuitas en América, la causa era que ambas órdenes aspiraban al predominio en la reducción de infieles y establecimiento de misiones.

De repente se vio con sorpresa que «matón y gato comían en un plato»; o lo que es lo mismo, que jesuitas y franciscanos se pusieron a partir de un confite, y que se visitaban y había entre ellos comercio de finezas y cortesías, a la par que alianza ofensiva y defensiva contra las otras comunidades. Mucho, muchísimo he rebuscado en cronistas y papeles viejos la causa de tan súbito cambio, y cuando ya desesperanzado de saberla hablé anoche sobre el particular con mi amigo don Adeodato de la Mentirola, aquel que de historia patria sabe cómo y dónde el diablo perdió el poncho, el buen señor soltó el trapo a reír diciéndome:

-¡Hombre, en qué poca agua se ahoga usted! Pues sobre el punto en cuestión, oiga lo que me contó mi abuela, que Dios haya entre santos.

-¿Es cuento o sucedido histórico?

-Llámelo usted como quiera; pero ello ha de ser verdad, que mi abuela no supo inventar ni mentir, que no era la bendita señora de la pasta de que se hacen hogaño periodistas y ministros.

Armé un cigarrillo, repantigueme en la butaca y fui todo oídos para no perder sílaba del relato que van ustedes a conocer.

Érase que se era, que en buena hora sea; el bien que se venga a pesar de Menga, y si viene el mal, sea para la manceba del abad; frío y calentura para la moza del cura, y gota coral para el rufo tal por cual, como diz que dio comienzo Avellaneda o el mejicano Alarcón a un libro que, valgan verdades, no he tenido coraje para leer, que allá por los años 1615 existía a la entrada de un pueblecito, en la jurisdicción de Huamanga, una doña Pacomia, vieja tan vieja que pasar podía por contemporánea de las cosquillas, la cual vieja ejercía los importantísimos y socorridos cargos de tambera (léase dueña de posada), bruja y (con perdón sea dicho) zurcidora de voluntades.

Hacíanla compañía sus hijas, cuatro mozas de regular ver y mediano palpar, hembras de muy equívoca honestidad, y tan entendidas como la que las llevó en el vientre en preparar filtros amorosos con grasa de culebra, sangre de chivo, sesos de lechuza, enjundia de sapo y zumo de cebollas estrujadas a la hora que la luna entra en conjunción. Para decirlo todo, sépase que las mozuelas eran para los mozalbetes del villorrio cuatro pilitas de agua bendita... envenenada.

Las tales pécoras pasaban sus ratos de ocio tan alegremente como era posible pasarlos en un lugarejo de la sierra cantando yaravíes y bailando cachua al son de un pésimo rabel, tocado por un indio viejo, sacristán de la parroquia y compadre de doña Pacomia.

Hallábanse así entretenidas a la caída de una tarde de verano en la sala de la posada, cuando llegaron al corredor o panecillo, caballeros en guapas mulas tucumanas, dos frailes y un lego franciscanos, salidos de Lima con destino al convento del Cuzco.

La vieja, que en este momento se ocupaba en clavetear con alfileres un muñequito de trapo dentro del cual había puesto a guisa de alma un trozo de rabo de lagartija, abandonó tan interesante faena, y después de guardar el maniquí bajo una olla de la cocina, salió presurosa a recibir a los huéspedes.

-Apéense sus reverencias, que en esta su casa, aunque me esté mal el decirlo, serán tratados como obispos.

-Dios le pague, hermanita, la caridad -contestó el lego.

Desmontaron los frailes, y las muchachas cesaron el jaleo, revelando en un mohín nada mono el disgusto que las causaba verse interrumpidas en el jolgorio.

Notolo el más caracterizado de los franciscanos y las dijo:

-Prosigan, hijitas, sin acholarse por nosotros, que no a turbar tan honesta diversión somos venidos.

-Pues con permiso de su paternidad -contestó la más ladina de las hembras-, siga la cuerda, ño Cotagaita.

Y las cuatro aprendices de brujería y malas artes continuaron cachuando con mucho desparpajo, mientras Pacomia atendía a los huéspedes con algunos matecillos de gloriado bien cargadito.

Como aderezado por la bruja, pronto empezó a hacerles efecto el gloriadito. Sus paternidades reverendas sintieron calorcillo en la sangre, los pies les bailaban solos, y la cabeza se les alborotó por completo. Uno de ellos, no pudiendo resistir más al maligno tentador que con el licor se le metiera en el cuerpo, lanzose entre las mozas y cogió pareja diciendo:

-¡Ea, muchachas! También el santo rey David echaba una cana al aire, que en el danzar no hay peligro si la intención no es libidinosa.

El otro franciscano, por no ser menos que su compañero, se entusiasmó también y echose a bailar gritando:

-¡Escobille, padre maestro, escobille como yo!

El lego, que voluntariamente se había dado de alta en la banda de música, tamborileaba sobre la puerta.

De pronto advirtió éste que tres jinetes se dirigían a la posada. Reconociolos y dio aviso a sus superiores que abandonaran en el acto las parejas, y raspahilando se escondieron en otra habitación.

Los nuevos huéspedes eran tres padres de la Compañía de Jesús que, como los franciscanos, iban también camino del Cuzco. A fuer de corteses dijeron a las bailarinas que no eran venidos a aguar la fiesta y que podían continuar, mientras ellos en un rinconcito de la sala leían su breviario.

Ellas no eran sordas para hacerse repetir la autorización, y siguió la cachua sin que los padres alzasen ojo del libro.

Entretanto doña Pacomia hacía beber a los jesuitas del mismo brebaje que administrara a los franciscanos, y tan sabroso hubieron de encontrarlo que menudearon tragos hasta perder los estribos del juicio y tomar pareja. Y tanto y tanto se entusiasmaron los hijos de Loyola, que al poner fin a un cachete, exclamaron en coro:

-¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús!

Cuando los franciscanos oyeron grito tan subversivo, se les sulfuró la bilis y resolvieron echarlo todo a doce si volvía a repetirse.

-Santo y bueno es vivar a Dios Hijo -se dijeron-. Pero qué, ¿San Francisco es nadie? ¿No es también persona? Estos jesuitas son unos egoístas de marca, y es imposible que transija con ellos un buen franciscano que tenga sangre en el ojo.

Por desgracia, o por fortuna, bailose otro cachete, y al repetir los jesuitas su acostumbrada exclamación de «¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús!», agotose la humildad y paciencia de los franciscanos que, abandonando el escondite, se lanzaron en mitad del corro, gritando como poseídos «¡Y el Seráfico también! ¡Y el Seráfico también!».

Y aquí tiene usted, mi amigo, el cómo y el porqué jesuitas y franciscanos echaron pelillos al agua y se unieron como uña y dedo; pues cuando se desvaneció en sus cerebros el gloriado de la bruja, entraren en cuentas con la conciencia y sacaron en limpio que les convenía dejarse de rivalidades y ser grandes amigotes, única manera de impedir que alguna de las partes contrincantes soltase lengua, llegando así a imponerse el mundo de que, como humanos, habían tenido su cuartito de hora de fragilidad.