Franceses, un esfuerzo más si quereis ser republicanos :3

La moral

Las costumbres después de haber demostrado que el teísmo no conviene de ninguna manera a un Gobierno republicano, me parece necesario probar que las costumbres francesas no le convienen aún más. Este artículo es tanto más más esencial cuanto que son las costumbres que van a servir de motivos a las leyes que se va a promulgar. Francés, se les enciende demasiado para no sentir que un nuevo Gobierno va a requerir nuevas costumbres; es imposible que el ciudadano de un Estado libre se conduzca como el esclavo de un rey déspota; estas diferencias de sus intereses, por sus deberes, de sus relaciones el uno con el otro, determinando esencialmente una manera muy otro de implicarse en el mundo; una muchedumbre de pequeños errores, pequeños delitos sociales, dados por muy esencial bajo el Gobierno de reyes, quiénes debían exigir sobre todo teniendo en cuenta que tenían más necesidad de imponer frenos para volverse respetables o inaccesibles a sus temas, van a convertirse en nulos aquí; otros delitos, conocidos bajo los nombres de régicide o sacrilegio, bajo un Gobierno que no conoce ya ni a reyes ni religión, deben destruirse así mismo en un Estado republicano. Concediendo la libertad de conciencia y la de la prensa, piense, ciudadanos, que muy poco a cerca, se debe conceder el de actuar, y que excepto lo que choca directamente las bases del Gobierno, ustedes permanece él no sabría menos crímenes que deben castigarse, porque, en el hecho, ha muy las pocas acciones criminales en una sociedad cuya libertad e igualdad hacen las bases, y que a pesar bien y examinar bien las cosas, sólo hay de verdad criminal lo que rechaza la ley; ya que la naturaleza, dictándonos también de los defectos y virtudes, debido a nuestra organización, o más filosóficamente aún, debido a la necesidad que tiene del uno u otro, lo que nos inspira se volvería una medida muy dudosa para regular con precisión lo que es bueno o lo que está mal.

Pero, para desarrollar mejor mis ideas sobre un objeto tan esencial, vamos a clasificar las distintas acciones de la vida del hombre quien se acordaba hasta ahora nombrar criminales, y los mediremos a continuación a los verdaderos deberes de un republicano. Se consideraron siempre los deberes del hombre bajo los tres distintos siguientes informes:

1. Los que su conciencia y su credulidad le imponen hacia el Ser supremo;

2. Aquéllos que se ve obligado a llenar con sus hermanos;

3. Por fin los que sólo tienen relación con él.

La certeza donde debemos ser que ningún dios se mezcló nosotros y que, criaturas requeridas de la naturaleza, como las plantas y los animales, estamos aquí porque era imposible que no hubieran, esta certeza destruye seguramente, como se lo ve, muy la primera parte de estos deberes, quiero decir el del cual nos creemos falsamente responsables hacia el divinidad; con ellos desaparecen todos los delitos religiosos, todos los conocidos bajo los nombres vagos e indefinidos de impiété, por sacrilegio, por blasphème, por ateísmo, etc., todos los los, en una palabra, que Atenas castiga con tanto injusticia en Alcibiade y Francia en la desafortunado Barra. Si hay algo de extravagante en el mundo, es ver hombres, quiénes no conocen a su dios y lo que puede exigir este dios que según sus ideas limitadas, querer sin embargo decidir sobre la naturaleza con lo que satisface o con lo que se enfada este ridículo fantasma de su imaginación. No debería pues no permitirse indiferentemente todos los cultos que yo querría que se se limitara; desearía que se era libre reirse o burlarse de todos; que hombres, reunidos en un templo cualquiera para alegar el Eterno a su manera, se veían como actores sobre un teatro, al juego del cual se permite a cada uno ir a reir. Si no ven las religiones bajo este informe, reanudarán la seriedad que los vuelve importante, protegerán pronto las opiniones, y no se se habrá disputado antes sobre las religiones que rebattra para las religiones [5]; la igualdad destruida por la preferencia o la protección concedida al una ellas desaparecerá pronto del Gobierno, y de la teocracia reconstruida reaparecerá pronto la aristocracia. No podría demasiado pues repetirlo: más dioses, Francés, más dioses, si no quieren que su desastroso imperio les vuelve a sumergirse pronto en todos los horrores del despotismo; pero sólo en ustedes burlándose que los destruirán; todos los peligros que arrastran a su consecuencia reaparecerán inmediatamente en muchedumbre si hay del humor o la importancia. No invierten no sus ídolos en cólera: pulverizan -les jugando, y la opinión caerá de sí mismo.

En aquí suficientemente, lo espero, para para demostrar que no deben promulgarle ninguna ley contra los delitos religiosos, porque que ofende una quimera no ofende nada, y que estaría de la última inconsistencia castigar el que outragent o que desprecia un culto nada del cual les demuestra con evidencia la prioridad sobre otros; sería necesariamente adoptar un partido e influir sobre por lo tanto la balanza de la igualdad, primera ley de su nuevo Gobierno. Pasemos a los segundos deberes del hombre, los que lo vinculan a su similares; esta clase es la más ancha seguramente. La moral cristiana, demasiado ola sobre los informes del hombre con su similares, coloque bases tan plenas de sofismas que nos es imposible admitirlos, porque, cuando se quieren construir principios, es necesario bien guardarse darles sofismas para bases. Nos dice, esta absurdidad moral, gustar nuestro próximo como nosotros-mismos. Nada no sería indudablemente ya sublime si fuera posible que lo que es falso pudiera nunca llevar los caracteres de la belleza. No se trata de gustar su similares como sí mismo, puesto que eso está contra todas las leyes de la naturaleza, y que su solo órgano debe dirigir todas las acciones de nuestra vida; sólo hay que gustar nuestro similares como hermanos, como amigos quienes la naturaleza nos da, y con que debemos vivir tanto más en un Estado republicano que la desaparición de las distancias debe necesariamente estrechar los vínculos.

Que la humanidad, la fraternidad, la beneficencia nos prescriben según eso nuestros deberes recíprocos, y llenan individualmente -les con el simple grado de energía que tenemos sobre este punto dado la naturaleza, sin echar la culpa y sobre todo sin castigar aquéllos que, más fríos o más atrabiliarios, no prueban en estos vínculos, sin embargo tan referentes, todas las suavidades que el otros allí encuentran; ya que, se convendrá, sería aquí una absurdidad palpable que de querer prescribir leyes universales; este método sería tan ridículo que el de un general del ejército de tierra que querría que todos sus soldados fueran vêtus de una ropa hecha sobre la misma medida; es una injusticia espantosa que de exigir que hombres de caracteres desiguales se doblan a leyes iguales: lo que va al uno no va no al otro. Convengo que no se pueden hacer tantas leyes que hay de hombres; pero las leyes pueden ser tan suaves, en tan reducido número, que todos los hombres, de algún carácter que sean, puedan allí fácilmente doblarse. Aún exigiría que este reducido número de leyes barril de especie que deben poderse lo adaptarse fácilmente a a todos los distintos caracteres; el espíritu de el que los dirigiría sería afectar más o menos, debido al individuo quien sería necesario alcanzar. Se demuestra que él allí a tal virtud cuya práctica es imposible a algunos hombres, como él allí a tal remedio que no podría convenir a tal temperamento.

Ahora bien, ¡qué será la cima de su injusticia si afectan de la ley los a los cuales es imposible doblarse a la ley! ¿La iniquidad que cometerían en eso no sería igual a la de la cual se volverían culpables si quieran forzar a un ciego a distinguir los colores? De estos primeros principios se deriva, se lo siente, la necesidad de hacer leyes suaves, y sobre todo de destruir para nunca la atrocidad de la pena de muerte, porque la ley que atenta a la vida de un hombre es impracticable, injusto, inadmisible. No es, así como lo diré próximamente, que no hay un infinito de caso donde, sin outrager la naturaleza (y es lo que demostraré), los hombres no hayan recibido de esta madre común la entera libertad de atentar a la vida uno, pero es que es imposible que la ley pueda obtener el mismo privilegio, porque la ley, fría por sí mismo, no podría ser accesible a las pasiones que pueden legitimar en el hombre la cruel acción del asesinato; el hombre recibe de la naturaleza las impresiones que pueden hacerle perdonar esta acción, y la ley, al contrario, siempre en oposición a la naturaleza y no recibiendo nada ella, no puede autorizarse a permitirse las mismas divergencias: no teniendo los mismos motivos, es imposible que tenga los mismos derechos. Aquí de estas distinciones sabias y delicadas que escapan a mucha gente, porque muy la poca gente reflexiona; pero se acogerán de la gente informada a quien los dirijo, e influirán, lo espero, sobre el nuevo Código que nosotros se prepara. La segunda razón para la cual se debe destruir la pena de muerte, es que nunca no ha reprimido el crimen, puesto que se lo comete cada día a los pies del andamio. Se debe suprimir este dolor, en una palabra, porque no hay no de más malo cálculo que el de hacer morir un hombre para haber matado otro, puesto que resulta obviamente de este método que en vez de un hombre menor, en aquí muy de un golpe dos, y que no hay que verdugos o imbéciles a los cuales una tal aritmético pueda ser familiar.

En cualquier caso por fin, los delitos que podemos cometer hacia nuestros hermanos se reducen a cuatro principales: la calumnia, el vuelo, los delitos que, causados por la impureza, pueden alcanzar desagradablemente los otros, y el asesinato. Todas estas acciones, consideradas como capitales en un Gobierno monárquico, ¿son tan graves en un Estado republicano?

Es lo que vamos a analizar con la antorcha de filosofía, ya que es a su sola luz que tal examen debe emprenderse. Que no se me grava no de ser un innovador peligroso; que no se diga que hay del riesgo que embotar, como lo harán quizá estos escritos, el remordimiento en el alma de los malhechores; que hay el mayor mal a aumentar por la suavidad de mi moral la inclinación que estos mismos malhechores tienen a los crímenes: certifico aquí formalmente no tener ningunos de estas vistas perversas; expongo las ideas que desde la edad del juicio se definieron con mi y al chorro de las cuales el infame despotismo de los tiranos se había opuesto tanto de siglos. Tanto peor para los que estas grandes ideas corromperían, tanto peor para los que sólo saben entender el mal en opiniones filosóficas, ¡susceptibles de corromperse a todo! ¿Quién sabe si no gangrèneraient quizá a las lecturas de Sénèque y Carpintero de carros? No es no suyos que hablo: sólo me dirijo a gente capaz de entenderme, y aquéllos me leerán sin peligro. Reconozco con la más extrema franquicia que nunca he creído que la calumnia era un mal, y sobre todo en un Gobierno como el nuestro, dónde todos los hombres, más vinculados, más acercada, tienen obviamente un mayor interés en conocerse bien. De dos cosas una: o la calumnia se refiere a un hombre verdaderamente perverso, o cae sobre un ser virtuoso. Se convendrá que en el primer caso se vuelve alrededor indiferente que se diga un poco más de mal de un hombre conocido para hacer mucho; quizá incluso entonces el mal que no existe encenderá sobre el que es, y he aquí el malhechor mejor conocido. Si reina, supongo, una influencia malsana en Hannover, pero que no deba correr de otros riesgos, exponiéndome a esta inclemencia del aire, que de ganar un acceso de fiebre, podrá saber mala voluntad al hombre quien, para impedirme que fuera, ¿lo habría dicho que se se moría a partir de llegando? No, seguramente; ya que, asustándome por un gran mal, lo impidió que probara un pequeño. ¿La calumnia se refiere al contrario a un hombre virtuoso? que no se alarma: que se muestra, y todo el veneno del calumniador volverá a caer pronto sobre sí mismo. La calumnia, para tal gente, sólo es un escrutinio épuratoire del que su virtud sólo saldrá más brillante. Él allí incluso aquí del beneficio para la masa de las virtudes de la República; ya que este hombre virtuoso y sensible, cosido de injusticia que acaba de probar, se aplicará a hacer mejor aún; querrá superar esta calumnia cuyos se creía al refugio, y sus bonitas acciones sólo adquirirán un grado de energía el más. Así pues, en el primer caso, el calumniador habrá producido bastante de buenos efectos, agrandando los defectos del hombre peligroso; en el segundo, habrá producido de excelentes, obligando la virtud a ofrecerse nosotros muy entera.

Ahora bien, pido ahora bajo qué informe el calumniador podrá ustedes parecer a temer, ¿en un Gobierno sobre todo dónde es tan esencial conocer los malévolos y aumentar la energía de las órdenes? Que se se guarda bien pues pronunciar ningún dolor contra la calumnia; consideremos -la bajo el doble informe de un lámpara y de un estimulante, y en todos los casos como algo de muy útil. El legislador, que todas las ideas deben ser grandes como la obra a la cual se aplica, debe nunca estudiar el efecto del delito que sólo afecta individualmente; es su efecto en masa que debe examinar; y cuando observará de este modo los efectos que resultan de la calumnia, lo desafío de encontrar nada de castigable; desafío que pueda colocar alguna sombra de la justicia a la ley que lo castigaría; se convierte en al contrario el hombre lo más exacta y más justo, si la favorece o la recompensa.

El vuelo es el segundo de los delitos morales cuyo examen nos propusimos. Si recorremos la antigüedad, veremos el vuelo permitido, recompensado en todas las Repúblicas de Grecia; Esparta o Lacédémone lo favorecía abiertamente; algún otro pueblo lo observó como una virtud belicosa; es cierto que mantiene el valor, la fuerza, la dirección, todas las virtudes, en una palabra, útiles a un Gobierno republicano, y por lo tanto al nuestro. Me atreveré a pedir, sin parcialidad ahora, si el vuelo, el que efecto es igualar las riquezas, es un gran mal en un Gobierno cuyo objetivo es la igualdad.

No, seguramente; ya que, si mantiene la igualdad por una parte, del otro vuelve más exacto a conservar su bien. Había un pueblo que castigaba no al ladrón, pero aquél que se había dejado volar, con el fin de ensen�arle a ocupar sus propiedades. Esto nos conduce a reflexiones más anchas. A Dios sólo agrade quiera atacar o destruir aquí el juramento del respeto de las propiedades, que acaba de pronunciar la nación; ¿pero me permitirá algunas ideas sobre la injusticia de este juramento? ¿Cuál es el espíritu de un juramento pronunciado por todos los individuos de una nación? No es mantener una perfecta igualdad entre los ciudadanos, ¿someterlos también a la ley protectora de las propiedades de todos? Ahora bien, les pregunto ahora si es bien justa, la ley que pide a el que no tenga nada de respetar el que tiene todo. ¿Cuáles son los elementos del pacto social? ¿No consiste en ceder un poco de su libertad y sus propiedades para asegurar y mantener lo que se conserva del uno y del otro? Se sientan todas las leyes sobre estas bases; son los motivos de los castigos infligidos a el que abusa de su libertad.

Autorizan así mismo las imposiciones; lo que supone que un ciudadano se récrie no cuando se los exige él, es que sabe que por medio de lo que da, él se conserva lo que le permanece; pero, una vez más, ¿de qué derecho el que no tiene nada se conectará bajo un pacto que sólo protege el que tiene todo? Si hicieron un acto de equidad conservando, por su juramento, las propiedades del rico, ¿no hicieron una injusticia exigiendo este juramento del “conservador” que no tiene nada? ¿Qué interés éste tiene a su juramento? ¿Y por qué quieren que prometa una cosa solamente favorable a el que lo difiere tanto lo por sus riquezas? No es nada indudablemente de más injusto: un juramento debe tener un efecto igual sobre todos los individuos que lo pronuncian; es imposible que pueda conectar el que no tiene ningún interés por su mantenimiento, porque no sería ya entonces el pacto de un pueblo libre: sería el arma del fuerte sobre el escaso, contra cuál éste debería rebelarse sin cesar; ahora bien es lo que llega en el juramento del respeto de las propiedades que acaba de exigir la nación; el rico hay el pobre, el rico solo tiene interés por el juramento que pronuncia el pobre con tanto inconsideración que no ve que por medio de este juramento, extorqué a su buena fe, se compromete a hacer una cosa que no se puede hacer frente él.

Convencidos, así como deben serlo, de este bárbaro desigualdad, no empeoran pues su injusticia castigando aquél que no tiene nada de atrever a ocultar algo a el que tiene todo: su no equitativo juramento le da más derecho que nunca. Obligándolo al perjurio por este juramento absurdo para él, legitiman todos los crímenes donde lo llevará este perjurio; no les corresponde pues más castigar esto de los cuales fueron la causa. No diré aún más para hacer sentir la crueldad horrible que hay que castigar los ladrones. Imite la ley sabia del pueblo de la que acabo de hablar; castigue el hombre descuidan bastante para dejarse volar, pero no pronuncian ninguna especie de dolor contra el que vuela; piense que su juramento lo autoriza a esta acción y que no haya hecho, allí suministrándose, que seguir el primero y más sabio de los movimientos de la naturaleza, el de conservar su propia existencia, no importa a costa de que. Los delitos que debemos examinar en esta segunda clase de los deberes del hombre hacia su similares consisten en las acciones que puede hacer emprender el libertinage, entre cuáles se distinguen especialmente, como más attentatoires para que cada uno debe a los otros, la prostitución, el adulterio, el incesto, la violación y la sodomía.

No debemos ciertamente dudar un momento que todo lo que se llama crímenes morales, es decir, todas las acciones de la especie de las que acabamos de citar, no sea perfectamente indiferente en un Gobierno cuyo único deber consiste en conservar, por el medio que pueda ser, la forma esencial a su mantenimiento: he aquí la única moral de un Gobierno republicano. Ahora bien, puesto que siempre se opone por los déspotas que lo rodean, no se podría imaginar razonablemente que sus medios conservadores pudieran ser medios morales; ya que sólo se conservará por la guerra, y nada no es menos moral que la guerra. Ahora, pregunto cómo se llegará a demostrar que en un Estado inmoral por sus obligaciones, sea esencial que los individuos sean morales. Digo más: es bueno que no lo sean. Los legisladores de Grecia habían sentido perfectamente la importante necesidad de gangrener los miembros para que, su disolución moral que influye sobre la útil a la máquina, resultara la insurrección siempre indispensable en un Gobierno quien, perfectamente feliz como el Gobierno republicano, debe necesariamente excitar el odio y los celos de todo lo que lo rodea.

La insurrección, pensaban estos sabios legisladores, no es no un estado moral; debe ser con todo el estado permanente de una República; sería pues tan absurdo que peligroso de exigir que los ellos mismos que deben mantener el perpetuo choque inmoral de la máquina fueran de los seres muy morales, porque el estado moral de un hombre es un estado de paz y paz, al lugar que su estado inmoral es un estado de movimiento perpetuo que se ella acerca de la insurrección necesaria, en cuál él es necesario que el republicano tenga siempre al Gobierno incluido ha miembro. Enumeremos ahora y comenzamos por analizar el pudor, este movimiento pusillanime, contradictorio al afecto impuro. Si estaba en las intenciones de la naturaleza que el hombre era púdico, indudablemente no lo habría hecho nacer desnuda; un infinito de pueblo, menos deteriorada que nosotros por la civilización, van desnudos y no prueban ninguna vergüenza; no es necesario dudar que el uso de vestirse no haya tenido para única base y la inclemencia del aire y la coquetería de las mujeres; sintieron que perderían pronto todos los efectos del deseo si los prevenían, en vez de dejarles nacer; concibieron que, la naturaleza por otra parte que no las crea sin defectos, se garantizarían bien mejor todos los medios de agradar disfrazando estos defectos por ornamentos; así el pudor, lejos ser una virtud, no fue pues ya que uno de primeros efectos de la corrupción, que uno de los primeros medios de la coquetería de las mujeres.

Lycurgo y Solon, bien enterados de que los resultados del impudeur tienen al ciudadano en el estado inmoral esencial a las leyes del Gobierno republicano, obligaron las jóvenes muchachas a mostrarse desnudas en el teatro. Roma imitó pronto este ejemplo: se bailaba desnudo a los juegos de Flora; la mayor parte de los misterios paganos se celebraban así; la desnudez pasó incluso para virtud en algún pueblo. En cualquier caso, del impudeur nacen inclinaciones lujuriosas; lo que resulta de estas inclinaciones compone los supuestos crímenes que nosotros analiza y cuya prostitución es el primer efecto. Ahora que volvimos de nuevo sobre todo eso de la muchedumbre de errores religiosos que los cautivaban y que, más acercada de la naturaleza por la cantidad de prejuicios que acabamos de destruir, sólo escuchamos su voz, bien garantizados que, si había del crimen a algo, esto habría más bien que resistir a las inclinaciones que nos inspira que a combatirlos, convencidos que, la lujuria que es una consecuencia de estas inclinaciones, se trata bien menos de apagar esta pasión en nosotros que de regular los medios de satisfacer en paz. Debemos pues procurar poner del orden en esta parte, a establecer toda la seguridad necesaria para que el ciudadano, que la necesidad se acerca a objetos de lujuria, pueda suministrarse con estos objetos a todo lo que sus pasiones él prescriben, sin nunca conectase por nada, porque no es ninguna pasión en el hombre que necesite más toda la extensión de la libertad que aquélla. Distintos sitios sanos, extensos, propiamente amueblados y seguros en todos los puntos, se crearán en las ciudades; allí, todos los sexos, todas las edades, se ofrecerán todas las criaturas a los caprichos de los libertinos que vendrán a gozar, y la más entera subordinación será la norma de los individuos presentados; la más ligera denegación será castigada inmediatamente arbitrariamente por el que lo habrá probado.

Debo aún explicar esto, medirlo a las costumbres republicanas; prometí por todas partes la misma lógica, tendré palabra. Si, como acabo de decirlo próximamente, ninguna pasión no necesita ya toda la extensión de la libertad que aquélla, ninguna seguramente no es tan despótico; allí el hombre gusta a controlar, a obedecese, a rodearse con esclavos obligados a satisfacerlo; ahora bien, siempre que no den al hombre el medio secreto de exhalar la dosis de despotismo que la naturaleza puso en el fondo de su corazón, se rechazará para ejercerlo sobre los objetos que lo rodearán, perturbará al Gobierno. Permita, si quieren evitar este peligro, un libre desarrollo a estos deseos tiránicos que, a pesar suyo, lo atormentan sin cesar; contento de haber podido ejercer su pequeña soberanía en medio del harem de icoglans o sultanes que sus cuidados y su dinero le someten, saldrá satisface y sin ningún deseo de perturbar a un Gobierno que le garantiza también complacientemente todos los medios de su concupiscencia. Ejerza, al contrario, métodos diferentes, imponga sobre estos objetos de la lujuria pública los ridículos obstáculos antes inventados por la tiranía ministerial y por el lubricité de nuestros Sardanapales [7]: el hombre, pronto agriado contra su Gobierno, pronto celoso del despotismo que les ve ejercer completamente solo, sacud el yugo que le imponen y, cansancio de su manera de regularlo, cambiará como acaba de hacerlo.

Vea como los legisladores griegos, bien penetrados de estas ideas, trataban el vicio a Lacédémone, en Atenas; enivraient el ciudadano, bien lejos prohibírselo; ninguna clase de lubricité se le defendía, y Socrate, declarado por el oráculo más sabio de los filósofos de la tierra, pasando indiferentemente brazos de Aspasie en los de Alcibiade, no era menos la gloria de Grecia. Voy a ir más lejos, y algunos contrarios que sean mis ideas a nuestros hábitos actuales, como mi objeto es probar que debemos presionarnos cambiar estos hábitos si queremos conservar al Gobierno adoptado, voy a intentar convencerles de que la prostitución de las mujeres conocidas bajo el nombre de honestos no es más peligrosa que la de los hombres, y que no solamente debemos asociarlos a las lujurias ejercidas en las casas que establezco, pero que hasta debemos crear para ellas, dónde sus caprichos y las necesidades de su temperamento, bien diferentemente ardiente que el nuestro, puedan así mismo satisfacerse con todos los sexos. ¿De qué derecho pretenden en primer lugar que las mujeres deben ser excluidas del ciego oferta que la naturaleza les prescribe a los caprichos hombres? ¿y a continuación por otro qué derecho pretenden controlarlos a un continence imposible a la su física y absolutamente inútil a su honor? Voy a tratar separadamente una y otros de estas cuestiones. Es cierto que, en el estado de naturaleza, las mujeres nacen vulgivagues, es decir, gozando de las ventajas de los otros animales hembras y perteneciendo, como ellas y sin ninguna excepción, a todos los varones; tales fueron, sin duda alguna, y las primeras leyes de la naturaleza y las únicas instituciones de primeras reuniones que los hombres hicieron. El interés, el egoísmo y el amor deterioraron estas primeras vistas tan simples y tan naturales; se creyó enriquecerse tomando a una mujer, y con ella el bien de su familia; he aquí los dos primeros sentimientos que acabo de indicar satisfechos; más a menudo aún se retiró a esta mujer, y se se se ligó; he aquí el segundo motivo en acción y, en todos los casos, la injusticia. Nunca un acto de posesión no puede ejercerse sobre un ser libre; es tan injusto poseer exclusivamente a una mujer que lo es poseer esclavos; todos los hombres nacieron libres todos son iguales en derecho: no pierden nunca vista estos principios; no pueden pues darle nunca, según eso, de derecho legitima a un sexo de apoderarse exclusivamente del otro, y nunca uno de estos sexos o una de estas clases no puede poseer otro arbitrariamente. Una mujer propia, en la pureza de las leyes de la naturaleza, no puede abogar por, por motivo de la denegación que hace a el que la desea, el amor que tiene por otro, porque este motivo se vuelve uno de exclusión, y que ningún hombre puede ser excluido de la posesión de una mujer, puesto que queda claro que pertenece definitivamente a todos los hombres. El acto de posesión no puede ejercerse sino sobre un edificio o sobre un animal; nunca no puede serlo sobre un individuo que se nos asemeja, y todos los vínculos que pueden conectar a una mujer a un hombre, de tal especie que puedan los suponer, son tan injustos que quiméricos. Si se vuelve pues innegable que recibimos de la naturaleza el derecho a expresar nuestros deseos indiferentemente a todas las mujeres, lo pasa a ser así como nosotros tiene el de obligarlo a someterse a nuestros deseos, no exclusivamente, me opondría, pero momentaneamente [8]. Es innegable que tenemos el derecho a expedir leyes que los obligan a ceder a los fuegos de el que las desea; la violencia misma que es uno de los efectos de este derecho, podemos emplearlo legalmente. ¡Eh! la naturaleza no probó que teníamos este derecho, ¿separándonos la fuerza necesario para a someterlos a nuestros deseos? En vano las mujeres deben hacer hablar, para su defensa, o el pudor o su compromiso en pro de otros hombres; estos medios quiméricos son nulos; vimos más arriba cuánto el pudor era un sentimiento artificial y despreciable. El amor, que se puede llamar la locura del alma, no tiene más títulos para legitimar su constancia; no satisfaciendo que a dos individuos, el ser gustado y serlo cariñoso, no puede servir a la felicidad de los otros, y es para la felicidad de todos, y no para una felicidad egoísta y privilegiada, que se dieron a las mujeres.

Todos los hombres tienen pues un derecho de disfrute igual sobre todas las mujeres; no hay ningún hombre, pues, que según las leyes de la naturaleza, pueda crearse sobre una mujer un derecho único y personal. La ley que los obligará a prostituirse, mientras lo queramos, a las casas de vicio de las que acaba de ser cuestión, y que habrá si se niegan, quién los castigará si hay, es pues una ley del la más equitativa, y contra que ningún motivo legítimo o justo podría reclamar. Un hombre que querrá gozar de una mujer o de una muchacha cualquiera podrá pues, si las leyes que promulgan son justas, hacerlo sumar encontrarse en una de las casas de las que hablé; y allí, bajo la protección de las matronas de este templo de Venus, se le suministrará para satisfacer, con tanta humildad que de oferta, todos los caprichos que le agradará pasar con ella, algún bizarrerie o alguna irregularidad que puedan ser, porque no es ningún que esté en la naturaleza, ningún que esté reconocido por ella. No se trataría ya aquí que de fijar la edad; ahora bien afirmo que no se lo puede sin obstruir la libertad de el que desea el disfrute de una muchacha de tal o cual edad. El que tiene el derecho a comer el fruto de un árbol puede indudablemente recogerlo maduro o verde siguiente las inspiraciones de su gusto.

Pero, se opondrá, ha una edad donde los métodos del hombre perjudicarán definitivamente a la salud de la muchacha. Esta consideración está sin ningún valor; en cuanto me conceden el derecho de propiedad sobre el disfrute, este derecho es independiente de los efectos producidos por el disfrute; de este momento se vuelve igual que este disfrute sea ventajoso o nocivo al objeto que debe someterse. Ya no probó que era legal obligar la voluntad de una mujer sobre este objeto, y que tan pronto como inspiraba el deseo del disfrute, debía someterse a este disfrute, ¿prescindiendo de todo sentimiento egoísta? Sucede lo mismo con su salud. En cuanto los respetos que se tendrían por esta consideración se destruiría o debilitaría el disfrute de el que lo desea, y que tiene el derecho a apropiárselo, esta consideración de edad se vuelve nula, porque no se trata de ninguna manera aquí de lo que puede probar el objeto condenado por la naturaleza y por la ley a la satisfacción momentánea de los deseos del otro; no es, en este examen, que de lo que conviene a el que desea. Restableceremos la balanza. Sí, la restableceremos, lo debemos seguramente; estas mujeres quienes acabamos de controlar así cruelmente, debemos indiscutiblemente compensarlos, y es lo que va a formar la respuesta a la segunda cuestión que me propuse.

Si admitimos, como acabamos de hacerlo, que todas las mujeres deben ser sometidas a nuestros deseos, indudablemente podemos permitirles así mismo satisfacer ampliamente todos los suyos; nuestras leyes deben favorecer al respecto su temperamento ardiente, y es absurdo haber colocado forzadamente su honor y su virtud en la antinatural resistencia a las inclinaciones que recibieron con más y mejor profusión que nosotros; esta injusticia de nuestras costumbres es tanto más escandalosa cuanto que estamos de acuerdo a la vez a volverlos escasos a través de seducción y a castigarlos a continuación de lo que ceden a todos los esfuerzos que hicimos para causarles la caída. Se graba toda la absurdidad de nuestras costumbres, este me parece, en esta no equitativa atrocidad, y esto sola exposición debería hacernos sentir la extrema necesidad que tenemos de cambiarlos por los los más puros. Digo pues que las mujeres, recibiendo inclinaciones bien más violentas que nosotros a los placeres de la lujuria, podrán allí suministrarse mientras lo querrán, absolutamente retiradas de todos los vínculos del hymen, de todos los falsos prejuicios del pudor, absolutamente vueltas en el estado de naturaleza; quiero que las leyes les permiten suministrarse a tantos hombres quienes bien les parecerá; quiero que el disfrute de todos los sexos y de todas las partes de su cuerpo les esté permitido como a los hombres; y, bajo la cláusula especial de suministrarse así mismo a todos los los que lo desearán, es necesario que tengan la libertad de gozar también de todos los aquéllos que creerán dignos de satisfacerlos.

¿Cuáles son, pregunto, los peligros de esta licencia? ¿Niños que no tendrán padres? ¡Eh! que importa en una República donde todos los individuos no deben tener a otra madre que la patria, ¿dónde todos los los que nacen son todos los niños de la patria? ¡Ah! cuánto lo gustará mejor los que, nunca no conociendo que ella, ¡sabrán a partir de naciendo que sólo ella que deben esperarlo todo! No se imaginan de hacer a buenos republicanos mientras aislarán en sus familias a los niños que sólo deben pertenecer a la República. Dando allí solamente a algunos individuos la dosis de afecto que deben distribuir sobre todos sus hermanos, adoptan inevitablemente los prejuicios a menudo peligrosos de estos individuos; sus opiniones, sus ideas se aíslan, se particularizan y todas las virtudes de un estadista les resultan absolutamente imposible. Abandonando por fin su todo corazón a los que los hicieron nacer, no encuentran ya en este corazón ningún afecto para la que debe hacerlos vivir, hacerlos conocer e ilustrarlos, ¡como si estos segundos beneficios no eran más importantes que los primeros! Si hay el mayor inconveniente a dejar niños chupar así en sus familias intereses a menudo bien diferentes de los de la patria, hay pues la mayor ventaja que separarlos; no lo están naturalmente por los medios que propongo, puesto que destruyendo absolutamente todos los vínculos del hymen, no nace más otras frutas de los placeres de la mujer que de los niños a los cuales el conocimiento de su padre está absolutamente prohibido, y con eso los medios ya de no pertenecer que a una misma familia, en vez de ser, así como lo deben, ¿solamente los niños de la patria?

Habrá pues casas destinadas al libertinage de las mujeres y, como las de los hombres, bajo la protección del Gobierno; allí, su se proporcionarán todos los individuos de los unos y el otro sexo que podrán desear, y más frecuentarán estas casas, más se les considerará. No hay nada de si bárbaro y de tan ridículo que de ligar el honor y la virtud de las mujeres a la resistencia que ponen a deseos que recibieron de la naturaleza y que recalientan sin cesar los que tienen la crueldad de echarlos la culpa. A partir de la edad más blanda [9], una muchacha retirada de los vínculos paternales, ya nada a conservar para el hymen (absolutamente que no suprime por los sabios leyes quienes deseo), sobre el prejuicio que conecta antes su sexo, podrá pues suministrarse a todo lo que le dictará su temperamento en las casas establecidas a este respecto; se recibirá con respeto, satisfecha con profusión y, de vuelta en la sociedad, habrá hablar también públicamente de los placeres que habrá probado que lo hace hoy de un baile o de un paseo. Sexo encantador, serán libres; gozarán como los hombres de todos los placeres cuya naturaleza les hace un deber; ustedes no obligarán sobre ningún. ¿La más divina parte de la humanidad debe pues recibir hierros del otro? ¡Ah! rompen -les, la naturaleza lo quiere; no tengan más otro freno que el de sus inclinaciones, otras leyes que sus solos deseos, de otra moral que la de la naturaleza; no languidecen más mucho tiempo en estos prejuicios crueles que criticaban sus encantos y cautivaban los impulsos divinos de sus corazones [10]; son libres como nosotros, y la carrera de los combates de Venus se les abre como nosotros; no temen más absurdidades reproches; se destruyen la pedantería y la superstición; no se les verá enrojecer más de sus encantadoras divergencias; coronadas con mirtos y con rosas, el aprecio que concebiremos ustedes no estará ya que debido a la mayor amplitud que les estarán permitidos darles. Lo que acaba de decirse debería eximirnos seguramente examinar el adulterio; fichas allí sin embargo un vistazo, algún nadie que esté después de las leyes que establezco. ¡Qué a no era ridículo considerarlo como criminal en nuestras antiguas instituciones! Si había algo de absurdidad en el mundo, era bien seguramente la eternidad de los vínculos maritales; no era necesario, este me parece, que examinar o que sentir toda la pesadez de estos vínculos para dejar de ver como un crimen la acción que los reducía; la naturaleza, como lo dijimos próximamente, dotando las mujeres de un temperamento más ardiente, de una sensibilidad más profunda que hizo individuos del otro sexo, era para ellas, seguramente, que el yugo de un hymen eterno era más pesado. Mujeres blandas y abarcadas del fuego del amor, compensan mantiene que sin temor; convencen que no puede existir ningún mal a seguir los impulsos de la naturaleza, que no es para un único hombre que las creó, pero para agradar indiferentemente a todos. Que ningún freno les detiene. Imite el republicanos de Grecia; nunca los legisladores que les dieron leyes no se imaginaron de hacerles un crimen del adulterio, y casi todos autorizaron el desorden de las mujeres. Thomas Morus prueba, en su Utopía, que es ventajoso a las mujeres suministrarse al vicio, y las ideas de este gran hombre no eran sueños todavía [11]. En los Tártaros, más una mujer se prostituía, más se honraba; llevaba públicamente al cuello las marcas de su impudicité, y no se consideraba no el que no no se decoraba. Al Pégu, las propias familias suministran a sus mujeres o a sus hijas a los extranjeros hay: se los alquila a tanto al día, ¡tan caballos y coches! Volúmenes por fin no bastarían a demostrar que nunca la lujuria no se dio por criminal en ningún del pueblo sabio de la tierra. Todos los filósofos saben que sólo a los impostores cristianos que debemos haberla creado en crimen. Los sacerdotes tenían bien su motivo, prohibiéndonos la lujuria: esta recomendación, reservándoles el conocimiento y la absolución de estos pecados secretos, su daba un increíble imperio sobre las mujeres y les abría una carrera de lubricité cuya amplitud no tenía no terminales. Se sabe cómo aprovecharon, y como abusarían aún si su crédito no se perdía sin recurso. ¿El inceste es más peligroso? No, seguramente; extiende los vínculos de las familias y vuelve por lo tanto más activo el amor de los ciudadanos para la patria; nos es dictado por las primeras leyes de la naturaleza, lo probamos, y el disfrute de los objetos que nos pertenecen nos pareció cada vez más delicioso. Las primeras instituciones favorecen el inceste; se lo encuentra en el origen de las sociedades; se consagra en todas las religiones; todas las leyes lo favorecieron. Si recorremos el universo, encontraremos el inceste establecido por todas partes. Los negros de la Costa de la Pimienta y RíoGabón prostituyen a sus mujeres a sus propios niños; el mayor de los hilos, al reino de Juda, debe casarse la mujer de su padre; el pueblo de Chile duerme indiferentemente con sus hermanas, sus hijas, y casan a menudo a la vez la madre y la muchacha. Me atrevo a asegurar, en una palabra, que el inceste debería ser la ley de todo Gobierno incluida la fraternidad hace la base. Cómo hombres. razonables pudieron llevar la absurdidad en el punto creer que el disfrute de su madre, ¡su hermana o su hija podría nunca convertirse en criminal! No es, se lo pido, ¿un abominable prejuicio a que el que parece hacer un crimen a un hombre de considerar más para su disfrute el objeto incluido el sentimiento de la naturaleza ella se acerca aún más? Valdría tanto decir que se nos defiende de gustar demasiado los individuos que la naturaleza nos ordena de gustar mejor, ¡y que más nos da de inclinaciones para un objeto más nos pide al mismo tiempo de alejarnosotros! Estas contrariedades son absurdas: sólo hay pueblo imbécil por la superstición que pueda creerlos o adoptarlos. La comunidad de las mujeres que establezco que implican necesariamente el inceste, queda la poca cosa por decir sobre un supuesto delito cuya nulidad demasiado se demuestra para entorpecerse aún más; y vamos a pasar a la violación que parece ser al primer vistazo, de todas las divergencias del libertinage, aquél cuya lesión mejor se establece, debido a la ofensa que parece hacer. Es con todo cierto que la violación, acción tan rara y tan difícil a probar, hecho menos culpa al próximo que el vuelo, puesto que éste invade la propiedad que otro se limita a deteriorar. Que oponer lo que tendrán por otra parte al violador si les responde que en realidad, el mal que cometió es bien mediocre, ¿puesto que sólo tiene hace colocar un poco más pronto el objeto cuyos abusó en el mismo estado donde el habría puesto pronto el hymen o el amor? Pero la sodomía, pero este pretendido crimen, quién atrajo el fuego del cielo sobre las ciudades que se dedicaban allí, no es no un extravío monstruoso, ¿el que castigo no podría ser bastante fuerte? Es seguramente bien doloroso para nosotros tener que acusar a nuestros antepasados los asesinatos judiciales que se atrevieron a permitirse a este respecto. ¿Es posible ser bastante cruel para atrever a condenar a muerte a un infeliz individuo cuyo todo crimen es no tener los mismos gustos que ustedes? Se estremece cuando se piensa que no hace aún cuarenta años que la absurdidad de los legisladores era aún allí.

Confortan, ciudadanos; tales absurdidades no llegarán ya: la sabiduría de sus legisladores les responde. Enteramente aclarado sobre esta debilidad de algunos hombres, se siente bien hoy que tal error no puede ser criminal, y que la naturaleza no podría haber puesto de fluido que pasa en nuestros riñones una bastante grande importancia se courroucer sobre el camino que nos agrada hacer tomar a este licor. ¿Cuál es el único crimen que pueda existir aquí? Indudablemente no es colocarse en tal o cual lugar, a menos que se quisiera mantener que todas las partes del cuerpo no se parecen no, y que es de puras y de manchadas; pero, como es imposible avanzar tales absurdidades, el único pretendido delito sólo podría consistir aquí en la pérdida de la semilla. Ahora bien, ¿pregunto si es probable que esta semilla sea tanto preciosa a los ojos de la naturaleza que resulte imposible de de perderla sin crimen? ¿Procedería todos los días a estas pérdidas si eso fuera? Y sólo es autorizarlos de permitirlos en los sueños, ¿en el acto del disfrute de una mujer grande? ¿Es posible imaginar que la naturaleza nos diera la posibilidad de un crimen que lo outragerait? ¿Es posible que esté de acuerdo para que los hombres destruyen sus placeres y pasan a ser por allí más fuertes que ella? Es inaudito en qué pozo sin fondo de absurdidades se se lanza cuando se abandona, para razonar, ¡las ayudas de la antorcha de la razón! Consideran pues como bien asegurados que es tan simple gozar de una mujer de una manera que otro, que es absolutamente indiferente gozar de una muchacha o de un muchacho, y que tan pronto como es constante que no puede existir en nosotros otras inclinaciones que los que tenemos de la naturaleza, es demasiado sabia y demasiado consiguiente para haber puesto en nosotros que puedan nunca ofenderlo.

El de la sodomía es el resultado de la organización, y no contribuimos para nada a esta organización. Niños de la edad más blanda anuncian este gusto, y no se corrigen nunca. A veces es el fruto de la saciedad; pero, en ese caso incluso, ¿pertenece menos a la naturaleza? Bajo todos los informes, ha su obra, y, en todos los casos, lo que inspira debe ser respetada por los hombres. Si, por un censo exacto, se venía a probar que este gusto afecta más infinitamente que otro, que los placeres que resultan son mucho más vivos, y que debido a eso sus sectateurs son mil de veces más numerosos que sus enemigos, no sería posible concluir mientras que, lejos de outrager la naturaleza, este defecto serviría sus vistas, ¿y que tiene menos bien a la progenitura quien no tenemos la locura de creerlo? Ahora bien, recorriendo el universo, ¡que de pueblo no ven despreciar a las mujeres! Es que sólo se sirven absolutamente para para tener el niño necesario para a sustituirlos. La práctica que los hombres tienen de vivir juntos en las Repúblicas volverá siempre este defecto más frecuente, pero no es peligroso ciertamente. ¿Los legisladores de Grecia lo habrían introducido en su República si lo hubieran creído tal? Bien lejos de allí, lo creían necesario para un pueblo belicoso. Plutarque nosotros habla con entusiasmo del batallón de los amantes y gustados; solos defendieron mucho tiempo la libertad de Grecia. Este defecto reinó en la asociación de los compañeros de armas; la cementó; más grandes fue propensos.

La América entera, cuando se la descubrió, se encontró poblada de gente de este gusto. A la Luisiana, en Illinois, indios, vêtus en mujeres, se prostituían como cortesanas. Los negros de Benguelé mantienen públicamente hombres; casi no se pueblan hoy todos los serrallos de Argel ya que jóvenes muchachos. No se se limitaba a tolerar, se pedía en Tebas el amor de los muchachos; el filósofo de Chéronée lo prescribió para ablandar las costumbres de la joven gente. Sabemos hasta qué punto reinó en Roma: se encontraban lugares públicos, dónde jóvenes muchachos se prostituían bajo la ropa de muchachas y jóvenes muchachas bajo el de muchachos. Marcial, Catulle, Tibulle, Horace y Virgile escribían a hombres como a sus maestras, y leemos por fin en Plutarque [12] que las mujeres no deben tener ninguna parte al amor de los hombres. El Amasiens de la isla de Creta retiraban antes a jóvenes muchachos con las más singulares ceremonias. Cuando les gustaba uno, comunicaban a los padres el día dónde el raptor quería retirarlo; el joven hombre hacía alguna resistencia si su amante no le agradara; en el caso contrario, iba con él, y el seductor lo devolvía a su familia tan pronto como quien se había servido; ya que, en esta pasión como en la de las mujeres, se tiene siempre demasiado, en cuanto se tiene bastante. Strabon nos dice que, en esta misma isla, sólo con muchachos que se llenaban los serrallos: se los prostituía públicamente. Se quiere a una última autoridad, ¿hecha para probar cuánto este defecto es útil en una República? Escuchemos a Jérôme el Péripatéticien. El amor de los muchachos, nos dice, se extendió en toda Grecia, porque daba valor y fuerza, y que servía para expulsar a los tiranos; las conspiraciones se formaban entre los amantes, y se dejaban más bien torturar que de revelar sus cómplices; el patriotismo sacrificaba así muy a la prosperidad del Estado; se era cierto que estas conexiones consolidaban la República, déclamait contra las mujeres, y era una debilidad reservada al despotismo que de dedicarse a tales criaturas. Siempre la pederastia fue el defecto del pueblo belicoso. César se nos entera de que se dedicaban a los Galos extraordinariamente. Las guerras que tenían que sostener las Repúblicas, separando los dos sexos, propagaron este defecto, y, cuando se reconocieron consecuencias tan útiles al Estado, la religión lo consagró pronto. Se sabe que los Romanos santificaron los amores de Jupiter y Ganymède. Sextus Empiricus nos garantiza que esta imaginación se pedía en los Persas. Por fin las mujeres celosas y despreciadas ofrecieron a su Mari prestarles el mismo servicio que recibían jóvenes muchachos; algunos lo intentaron y volvieron de nuevo a sus antiguas prácticas, no encontrando la ilusión posible. Los Turcos, muy propensos a esta depravación que Mahomet consagró en su Corán, aseguran sin embargo que una muy joven virgen pueda bastante sustituir bien a un muchacho, y raramente los suyo se convierten en mujeres antes de que de pasar por esta prueba. Sixte-Quint y Sánchez permitieron este vicio; este último emprendió incluso de probar que era útil a la propagación, y que un niño creado después de este curso previo se convertía en infinitamente mejor constituido. Por fin las mujeres se compensaron entre ellas. Esta imaginación seguramente no tiene más inconvenientes que otro, porque el resultado no es más que la negativa a crear, y que los medios de los que tienen el gusto de la población son bastante potentes para que los adversarios no hay nunca dañar. Los Griegos apoyaban así mismo este extravío de las mujeres en razones de Estado. Se desprendía que, se suficiente entre ellas, sus comunicaciones con los hombres eran menos frecuentes y que no perjudicaban no así a los asuntos de la República. Lucien se nos entera qué progreso hizo esta licencia, y no está sin interés que lo vemos en Sapho. No es, en una palabra, ninguna clase de peligro en todas estas manías: se llevaran incluso más lejos, llegaran hasta acariciar monstruos y a animales, así como nos lo ensena el ejemplo de vario pueblo, no habría en todas estas sandeces el más pequeño inconveniente, porque la corrupción de las costumbres, a menudo muy útil en un Gobierno, no podría allí dañar bajo ningún informe, y debemos esperar de nuestros legisladores bastante sabiduría, bastante prudencia, para para ser bien seguros que ninguna ley emanará ellos para la represión de estas miserias que, teniendo absolutamente a la organización, no podrían nunca no volver ya culpable aquél es propenso que no lo es el individuo que la naturaleza creó falsifica.

Ya no nos queda más que el asesinato por examinar en la segunda clase de los delitos del hombre hacia su similar, y pasaremos a continuación a sus deberes hacia sí mismo. De todas las ofensas que el hombre puede hacer a su similar, el asesinato es, incuestionablemente, lo más cruel de todas puesto que le retira el solo aunque haya recibido de la naturaleza, el solo cuya pérdida sea irreparable. Varias cuestiones sin embargo se presentan aquí, prescindiendo de la culpa que el asesinato causa a el que se convierte en la víctima.

1. Esta acción, habida cuenta de las únicas leyes de la naturaleza, ¿es de verdad criminal?

2. ¿El está relativamente a las leyes de la política?

3. ¿Es nocivo a la sociedad?

4. ¿Cómo debe considerarse en un Gobierno republicano?

5. ¿Por fin el asesinato debe ser reprimido por el asesinato?

Vamos a examinar separadamente cada una de estas cuestiones: el objeto es bastante esencial para que se se nos permita detenernos; se encontrarán quizá nuestras ideas un poco fuertes: ¿qu'est-ce-que eso hace? ¿No adquirieron el derecho decirlo de todo? Desarrollemos a los hombres grandes verdades: los esperan nosotros; ha de tiempo que el error desaparezca, es necesario que su venda cae junto a el de los reyes. ¿El asesinato es un crimen a los ojos de la naturaleza? Tal es la primera cuestión planteada.

Vamos seguramente a humillar aquí el orgullo del hombre, bajándolo a la fila de todas las demás producciones de la naturaleza, pero el filósofo no acaricia no las pequeñas vanidades humanas; siempre ardiente a proseguir la verdad, la aclara bajo los tontos prejuzgados del amor propio, el alcanzado, lo desarrolla y lo muestra audazmente a la tierra asombrada. Qu'est-ce-que el hombre, y qué hay entra él y las otras plantas, ¿entre él y todos los demás animales de la naturaleza? Ninguna indudablemente. Fortuitamente colocado como ellos, sobre este globo, nació como ellos; se propaga, crecimiento y disminuye como ellos; llega como ellos a la vejez y tumba como ellos en la nada después del término que la naturaleza asigna a cada especie de animales, debido a la construcción de sus órganos. Si las aproximaciones son tanto exactas que resulte absolutamente imposible al ojo inspector del filósofo de percibir ninguna desemejanza, habrá pues entonces todo tanto mal a matar a un animal que un hombre, o muy también poco al uno que al otro, y en los prejuicios de nuestro orgullo se encontrará solamente la distancia; pero nada no es desgraciadamente absurdo como los prejuicios del orgullo. Presionemos sin embargo la cuestión. No pueden discrepar con que no sea igual destruir un hombre o un animal; pero la destrucción de todo animal que vitaliciamente no es definitivamente un mal, ¿como lo creían los pythagoriciens y como lo creen aún los habitantes de las orillas del Ganges? Antes de responder a esto, recordemos en primer lugar a los lectores que no examinamos la cuestión que relativamente a la naturaleza; lo preveremos a continuación con relación a los hombres.

Ahora bien, pido de qué precio pueden ser a la naturaleza de los individuos que no le cuestan ni el menor dolor ni el menor cuidado. El obrero sólo considera su obra debido al trabajo que le cuesta, tiempo que emplea a crearlo. Ahora bien, ¿el hombre cuesta a la naturaleza? Y, en suponiendo que le cuesta, ¿le cuesta más que un mono o que un elefante? Voy más lejos: ¿cuáles son las materias generadoras de la naturaleza? ¿de qué constan los seres que vienen a la vida? ¿Los tres elementos que los forman no resultan de la primitiva destrucción de los otros cuerpos? Si todos los individuos eran eternos, ¿no resultaría imposible a la naturaleza de crear nuevos? Si la eternidad de los seres es imposible a la naturaleza, su destrucción se vuelve pues una de sus leyes. Ahora bien, si las destrucciones le son tanto útiles que no pueda absolutamente prescindir, y si no puede llegar a sus creaciones sin dibujar en estas masas de destrucción sino le prepara la muerte, de este momento la idea de destrucción que ligamos a la muerte no será pues ya real; no habrá más destrucción constatada; lo que llamamos el final del animal que vitaliciamente no será más un final real, pero una simple transmutación, el que es la base movimiento perpetuo, verdadera gasolina de la materia y que todos los filósofos modernos admiten como una de sus primeras leyes. La muerte, según estos principios irrefutables, no es pues ya que un cambio de forma, que un paso imperceptible de una existencia a otra, y he aquí lo que Pythagore llamaba el métempsycose.

Estas verdades una vez admitidas, pregunto si se podrá nunca avanzar que la destrucción sea un crimen. Intencionalmente de conservar sus absurdidades prejuzgadas, ¿se atreverán a decirme que la transmutación es una destrucción? No, seguramente; ya que sería necesario para eso probar un momento de inacción en la materia, un momento de descanso. Ahora bien, descubrirán nunca este momento. Pequeños animales se forman al momento que el gran animal perdió la respiración, y la vida de estos pequeños animales sólo es uno de los efectos necesarios y determinados por el sueño momentáneo del grande. ¿Se atreverán a decir ahora que uno agrada mejor a la naturaleza que otro? Sería necesario probar para eso una cosa imposible: es que la forma larga o cuadrada es más útil, más agradable a la naturaleza que la forma oblonga o triangular; sería necesario probar que, habida cuenta de los planes sublimes de la naturaleza, un perezoso que se ceba en la inacción y en la indolencia es más útil que el caballo, el que servicio es tan esencial, o que el buey, el que cuerpo es tan precioso que no es ninguna parte que sirva; sería necesario decir que la serpiente venenosa es más necesaria que el perro fiel. Ahora bien, al igual que estos sistemas son insoportables, es necesario pues estar de acuerdo absolutamente a admitir la imposibilidad donde somos destruir las obras de la naturaleza, esperado que la única cosa que hacemos, suministrándonos a la destrucción, no es que operar una variación en las formas, pero que no puede apagar la vida, y pasa a ser entonces sobre las fuerzas humanas de probar que pueda existir ningún crimen en la supuesta destrucción de una criatura, por alguna edad, por algún sexo, de alguna especie que lo suponían.

Conducidos más antes de aún por la serie de nuestras consecuencias, quiénes nacen todas uno de los otros, será necesario convenir por fin que, lejos dañar, a la naturaleza, la acción que cometen, variando las formas de sus distintas obras, es ventajosa para ella puesto que le proporcionan por esta acción la materia prima de sus reconstrucciones, el que trabajo se le volvería impracticable si no destruyan. ¡Eh! deje -la hacer, se les dice. Indudablemente, es necesario dejarla hacer, pero son sus impulsos que sigue el hombre cuando se suministra al homicidio; es la naturaleza que se lo aconseja, y el hombre que destruye su similar está a la naturaleza lo que le es la peste o el hambre, también enviadas por su mano, cuál se sirve de todos los medios posibles para obtener antes esta materia prima de destrucción, absolutamente esencial a sus obras. Dignémosnos encender un momento nuestro alma de la santa antorcha de filosofía: otra qué voz que la de la naturaleza nos sugiere los odios personales, las venganzas, las guerras, ¿en una palabra todos estos motivos de asesinatos perpetuos? Ahora bien, si nos los aconseja, tiene pues necesidad. Cómo pues pueden, según eso, suponernos culpables hacia ella, ¿en cuanto no hacemos más que seguir sus vistas? Pero en aquí más que es necesario para convencer a cualquier lector encendido que él es imposible que el asesinato pueda nunca outrager la naturaleza. ¿Es un crimen en política? Atrevámosnos a reconocer, al contrario, que no es desgraciadamente que uno de los más grandes resortes de la política.

¿No está a través de asesinatos que Roma se convirtió en la maestra del mundo? ¿No está a través de asesinatos que Francia es libre hoy? Es inútil informar aquí que no se habla que de los asesinatos causados por la guerra, y no de las atrocidades cometidas por los facciosos y los desorganizadores; aquéllos dedicados al exécration público, no tienen necesidad que recordarse para excitar nunca al horror y la indignación generales. Qué ciencia humana tiene más que mantenerse por el asesinato que aquélla que no tiende que a equivocarse, ¿quién sólo tiene por objetivo el aumento de una nación a costa otro? Las guerras, únicas frutas de este bárbaro político, son otra cosa que los medios cuyos se alimenta, que se consolida, ¿que ella se étaie? y qu'est-ce-que la guerra, ¿si no la ciencia de destruir? Extraña ceguera del hombre, quién enseña públicamente al arte de matar, quién recompensa el hay mejor y que castiga el que, para una causa particular, ¡se es deshace de su enemigo! ¿No es tiempo de volver de nuevo sobre errores tan crueles? Por fin, ¿el asesinato es un crimen contra la sociedad? ¿Quién pudo nunca imaginarlo razonablemente? ¡Ah! ¿importa lo que a esta numerosa sociedad que haya entre ella un miembro más o de menor? Sus leyes, sus costumbres, ¿se viciarán sus hábitos? ¿Nunca la muerte de un individuo influyó sobre la masa general? Y después de la pérdida de la mayor batalla, ¿qué dice? después de la extinción de la mitad del mundo, por su totalidad, si se quiere, ¿el reducido número de seres que podría sobrevivir probaría la menor alteración material? ¡Desgraciadamente! no.

La naturaleza entera no probaría aún más, y el tonto orgullo del hombre, quién cree que se hace todo para él, bien se asombraría, después de la destrucción total de la raza humana, si veía que nada no varía en la naturaleza y que no se retrasa sino el curso de los astros. Prosigamos. ¿Cómo el asesinato debe verse en un Estado belicoso y republicano? Habría mayor peligro indudablemente, o de lanzar del descrédito sobre esta acción, o de castigarlo. El orgullo del republicano pide un poco de ferocidad; si se ablanda, si su energía se pierde, se subyugará pronto. Una muy singular reflexión se presenta aquí, pero, como es verdadera a pesar de su atrevimiento, la diré. Una nación que comienza a controlarse en la República sólo se mantendrá por virtudes, porque, para llegar a lo sumo, es necesario comenzar siempre por el menos; pero una nación ya vieja y corrompida que, valerosamente, sacud el yugo de su Gobierno monárquico para adoptar a un republicano, no se mantendrá que por muchos crímenes; ya que ya está en el crimen, y si quisiera pasar del crimen a la virtud, es decir, de un estado violento en un estado suave, caería en una inercia cuya su ruina determinada sería pronto el resultado. ¿Qué ocurriría con el árbol que trasplantarían de un terreno lleno de vigor en un llano arenoso y seco? Se supeditan tanto todas las ideas intelectuales a la física de la naturaleza que las comparaciones proporcionadas por la agricultura nos equivocarán nunca en moral.

El más independientes de los hombres, el acercada de la naturaleza, los salvajes se suministran diariamente con impunidad al asesinato. Esparta, a Lacédémone, se iba a la caza de los ilotes como vamos a Francia a la de las perdices. El pueblo más libre es los que lo acogen aún más. A Mindanao, el que quiere cometer un asesinato es elevado a la fila del valientes: se lo decora inmediatamente de un turbante; en el Caraguos, es necesario haber matado a siete hombres para obtener los honores de este peinado; los habitantes de Borneo creen que todos los aquéllos que ponen a muerte los servirán cuando no serán ya; los devotos españoles deseo incluso hacían a San Jaime de Galicia de matar a doce Americanos al día; en el reino de Tangut, se elige a un joven hombre muy y vigoroso quien está permitido, en algunos días del año, matar todo lo que encuentra. ¿Era un pueblo más amigo del asesinato que los Judíos? Se lo ve bajo todas las formas, a todas las páginas de su historia. El emperador y los mandarines de China adoptan de vez en cuando medidas para hacer rebelar al pueblo, con el fin de obtener de estas maniobras el derecho a hacer una horrible matanza. Que este pueblo suave y afeminado se libere del yugo de sus tiranos, los pegará a su vez con mucho más razón, y el asesinato, siempre adoptado, siempre necesario, no habrá hecho que cambiar a víctimas; era la felicidad de las unas, se volverá la felicidad de los otros.

Un infinito de naciones toleran los asesinatos públicos: se permiten enteramente en Génova, en Venecia, en Nápoles y en toda Albania; a Kacha, sobre el río de San Dominó, los fatales, bajo un traje conocido y reconocido, deguellan a sus órdenes y bajo sus ojos el individuo quien les indican; los Indios toman del opio para fomentarse al asesinato; precipitándose a continuación en medio de las calles, destrozan todo lo que encuentran; viajeros ingleses encontraron esta manía a Batavia. Qué pueblo fue a la vez mayor y más cruel que los Romanos, ¿y qué nación conservó más mucho tiempo su esplendor y su libertad? El espectáculo de los gladiadores apoyó su valor; se volvía belicosa por la práctica de hacerse un juego del asesinato. Doce o quince ciento víctimas diarias llenaban la arena del circo, y allí, las mujeres, más crueles que los hombres, se atrevían a exigir que muriéndoselos cayeran con gracia y se dibujaran aún bajo las convulsiones de la muerte. Los Romanos pasaron de allí al placer de ver enanos degollarse ante ellos; y cuando el culto cristiano, infectando la tierra, vino a convencer a los hombres que había dificultades a matarse, tiranos pueblo inmediatamente conectaron a este, y los héroes del mundo se convirtieron en pronto los juguetes. Por todas partes por fin se creyó con razón que el fatal, es decir, el hombre que obstruía su sensibilidad al punto matar su similar y hacer frente a la venganza pública o particular, por todas partes, dice, se creyó que tal hombre no podía ser sino muy valiente, y por lo tanto muy precioso en un Gobierno belicoso o republicano.

Recorrerán naciones que, más salvajes aún, no se satisficieron que immolant de los niños, y a menudo los suyo, veremos estas acciones, universalmente adoptadas, formar incluso a veces parte de las leyes. Varias tribus salvajes matan a sus niños tan pronto como nacen. Las madres, sobre los bordes del río Orinoco, en la persuasión donde eran que sus hijas sólo nacían para para ser infelices, puesto que su destino era convertirse en las esposas del salvajes de esta región, quiénes no podían sufrir las mujeres, los immolaient tan pronto como les habían dado el día. En el Trapobane y en el reino de Sopit, todos los niños deformes immolés por los padres mismos. Las mujeres de Madagascar exponían a los animales salvajes los de sus niños nacidos algunos días de la semana. En las Repúblicas de Grecia, se examinaban cuidadosamente a todos los niños que llegaban del mundo, y si no se les encontrara conformados para poder defender un día la República, inmediatamente immolés: allí no se juzgaba que era esencial crear casas ricamente dotadas para conservar esta barata espuma de la naturaleza humana [13].

Hasta la translación de la sede del imperio, todos los Romanos que no querían alimentar a sus niños los lanzaban al servicio de vías y obras. Los antiguos legisladores no tenían ningún escrúpulo de sacrificar a los niños a la muerte, y nunca ningunos de sus códigos reprimieron los derechos que un padre se creyeron siempre sobre su familia. Aristote aconsejaba el fracaso; y estas antigüedades republicanos, llenados con entusiasmo, de calor para la patria, no hacían caso de este commisération individual que se encuentra entre las naciones modernas; le gustaba menos a sus niños, pero le gustaba mejor su país. En todas las ciudades de China, se encuentra cada mañana una increíble cantidad de niños abandonados en las calles; un volquete los retira a la punta del día, y se los lanza a un hoyo; a menudo las propias parteras quitan a las madres, obstruyendo inmediatamente sus frutas en cubas de agua exuberante o lanzándolos el río. Pekín, se los pone en pequeñas canastas de junco que se abandonan sobre los canales; se espuma cada día estos canales, y lo celebra viajero Duhalde evalúa en más del treinta miles el número diario que se retira a cada investigación. No se puede negar sino no sea extraordinariamente necesario, extremadamente político de poner una presa a la población en un Gobierno republicano; por vistas absolutamente contrarias, es necesario fomentarlo en una monarquía; allí, los tiranos que no son ricos que debido al número de sus esclavos, indudablemente necesitan hombres; pero la abundancia de esta población, no dudan, no, es un defecto real en un Gobierno republicano.

No es necesario con todo degollarlo para reducirlo, como lo decían nuestros modernos decenviros: sólo se trata de no dejarle los medios de extenderse más allá de los bernes que su felicidad él prescribe. Guardan de multiplicar demasiado a un pueblo cuyo cada ser es soberano y estén bien seguro que las revoluciones sólo son nunca los efectos más que de una población demasiado numerosa. Si para el esplendor del Estado conceden a su belicosos derecho a destruir hombres, para la conservación de este mismo Estado, conceda así mismo a cada individuo de suministrarse mientras lo querrá, puesto que lo puede sin outrager la naturaleza, al derecho a deshacerse de los niños quienes no puede alimentar o quienes el Gobierno no puede extraer ninguna ayuda; conceden -lui así mismo de deshacerse, de sus riesgos y peligros, de todos los enemigos que pueden dañarle, porque el resultado de todas estas acciones, absolutamente nulas en ellas mismas, será tener a su población en un estado moderado, y nunca bastante numerosa para trastornar a su Gobierno. Deje decir a los monárquicos que un Estado sólo es grande debido a su extrema población: este Estado será siempre pobre si su población excede sus medios de vivir, y será siempre floreciente si, contenido en justos terminales, puede adulter de su lo superfluo. ¿No podan el árbol cuándo él tienen demasiadas ramas? y, para conservar el tronco, ¿no están cortados los ramos? Todo sistema que se descarta de estos principios es una extravagancia cuyos abusos nos conducirían pronto a la inversión total del edificio que acabamos de elevar con tanto dolor. Pero no es cuando hace al hombre que es necesario destruirlo con el fin de disminuir la población: es injusto abreviar los días de un individuo bien conformado; no lo es, lo digo, impedir llegar a la vida un ser que ciertamente será inútil del mundo.

La raza humana debe purificarse a partir de la cuna; es lo que preven poder nunca ser útiles a la sociedad que él son necesario restar de su seno; he aquí los únicos medios razonables de reducir a una población cuya excesiva amplitud es, así como acabamos de probarlo, lo más peligroso de los abusos. Es hora de resumirse. ¿El asesinato debe ser reprimido por el asesinato? No, seguramente. No imponen nunca al fatal de otro dolor que aquélla que puede incurrir en por la venganza de los amigos o de la familia de aquél que mató. Les concedo su gracia, decía Luis XV a Charolais, quién acababa de matar a un hombre para divertirse, pero la doy también a el que lo matará. Todas las bases de la ley contra los fatales se encuentran en esta palabra sublime [14]. En una palabra, el asesinato es un horror, pero un horror a menudo necesario, nunca criminal, esencial a tolerar en un Estado republicano. Hice ver que el universo entero había dado el ejemplo; ¿pero es necesario considerarlo como una acción hecha castigarse de muerte? Los que responderán al dilema siguiente habrán satisfecho la cuestión: ¿El asesinato es un crimen o el no es? Si no es uno, ¿por qué hacer leyes que lo castigan? Y si es uno, ¿por qué bárbaro y estúpida inconsistencia lo castigarán por un crimen similar?

Nos queda por hablar de los deberes del hombre hacia sí mismo. Como el filósofo sólo adopta estos deberes tanto como ellos tienden a su placer o a su conservación, es muy inútil él recomendar la práctica, más inútil aún de imponerle dolores si hay. El único delito que el hombre pueda cometer en esta clase es el suicidio. No me divertiré no aquí a probar el imbécillité de la gente que crea esta acción en crimen: devuelvo a la famosa carta de Rousseau los que podrían tener aún algunas dudas sobre eso. Casi todos los antiguos Gobiernos autorizaban el suicidio por la política y por la religión. Los Atenienses exponían al Aréopage las razones que tenían de matarse: se apuñalaban a continuación. Todas las Repúblicas de Grecia toleraron el suicidio; entraba en el plan de los legisladores; se se mataba en público, y se hacía de su muerte un espectáculo de aparato. La República de Roma fomentó el suicidio: las dedicaciones tan famosas para la patria no eran más que suicidios. Cuando los Galos tomaron Roma, los más famosos senadores se sacrificaron a la muerte; reanudando este mismo espíritu, adoptamos las mismas virtudes. Un soldado se mató, durante la campaña de 92, de pena de no poder seguir a sus camaradas al asunto de Jemmapes.

Inmediatamente colocados a la altura de estos orgullosos republicanos, excederemos pronto sus virtudes: es el Gobierno que hace al hombre. Una tan larga práctica del despotismo había irritado completamente nuestro valor; dépravé nuestras costumbres: reaparecemos; se va pronto a ver de qué acciones sublimes son capaces la ingeniería, el carácter francés, cuando es libre; sostengamos, al precio de nuestras fortunas y nuestras vidas, esta libertad que nos cuesta ya a tanto víctimas; no lamentan ninguna si llegamos al objetivo; ellas mismas se son muy sacrificado voluntariamente; no vuelven su sangre inútil; pero de la unión… de la unión, o perderemos el fruto de todas nuestros dolores; sentemos excelentes leyes sobre las victorias que acabamos de adquirir; nuestros primeros legisladores, aún esclavos del déspota quienes por fin cortamos, no lo habían dado que de las dignas leyes de este tirano, que encensaient aún: rehagamos su obra, pensemos que es para republicanos y para filósofos que vamos por fin a trabajar; que nuestras leyes sean suaves como el pueblo quien deben regular. Ofreciendo aquí, como acabo de hacerlo, la nada, la indiferencia de un infinito de acciones que nuestros antepasados, seducidos por una falsa religión, observaban como criminales, reduzco nuestro trabajo a muy poco. Hagamos pocas leyes, pero que sean buenas. No se trata de multiplicar los frenos: sólo hay que dar a aquél que se emplea una calidad indestructible. Que las leyes que promulgamos sólo tengan por objetivo la paz del ciudadano, su felicidad y el resplandor de la República.

Pero, después de haber expulsado el enemigo de sus tierras, Francés, no querría que el calor de propagar sus principios les implicara más lejos; sólo con el hierro y el fuego podrán llevarlos al fin del universo. Antes de realizar estas Resoluciones, recuerdan el infeliz éxito de las Cruzadas. Cuando el enemigo estará del otro lado del Rin, creen -moi, guarde sus fronteras y permanece en ustedes; restablezca su comercio, vuelva a dar de la energía y las salidas a sus manufacturas; hechas refleurir sus artes, fomente la agricultura, en caso necesario en un Gobierno como el vuestro y cuyo espíritu debe ser poder proporcionar a todo el mundo sin necesitar nadie; deje los tronos de Europa aplastarse de ellos mismos: su ejemplo, su prosperidad los aplastarán pronto, sin que tengan que mezclarse.

Invencible en su interior y modelo de todo el pueblo por su policía y sus buenas leyes, no habrá un Gobierno en el mundo que no trate de imitarlo, ni uno sólo que no se honre de su alianza; pero si, por el inútil honor de llevar sus principios lejos, abandona el cuidado de su propia felicidad, el despotismo, que no descansa, reaparecerá, disensiones internas le rasgarán, habrá agotado sus finanzas y sus compras, y todo eso para volver de nuevo a besar los hierros que imponen los tiranos que os habrán subyugado durante vuestra ausencia. Todo lo que desean puede hacerse sin que haya necesidad de dejar sus hogares; que otro pueblo les vea felices, y correrán a la felicidad por la misma carretera que ellos habrán trazado.



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