Fragmentos póstumos
En la sala de la señorita Celina...
editarEn la sala de la señorita Celina –en casa dicen que debe tener como cuarenta años, pero que está muy conservada– casi todas las cosas son blancas y negras. Las sillas, los sillones, el sofá, el piano y una mesa, están vestidos de un género blanco muy grueso; y cuando terminan esas polleras blancas, se ven debajo las patas negras de todas las cosas. Las teclas del piano también son blancas y negras; las blancas son todas igualitas, pero las negras están en grupos de a dos y de a tres. La tecla blanca que está a la izquierda del grupo de las negras es el do. Y después siguen todas seguiditas do re mi fa sol la si hasta llegar al otro do, que da la casualidad que viene a quedar a la izquierda también del otro grupo de dos teclas negras. Celina, mi maestra de piano, también tiene la cara blanca, muy empolvada, y el pelo muy negro peinado todo redondito alrededor de la cabeza y que parece un budín quemado. ¡Si ella me oyera! Y todavía, cuando ella llega de la calle, viene con un vestido todo negro y se pone encima un guardapolvo todo blanco. Arriba de la mesa hay una estatua de mujer pero nada más que del pecho para arriba, es de mármol y no se parece nada a la maestra. La de mármol tiene al costado de la cabeza una flor que es también de mármol. Pero lo que la maestra tiene en la cabeza casi siempre es una jaqueca bárbara y siempre se está quejando. Y le cuenta a mamá a la hora que le vino y una cantidad de cosas que maldito lo que a mí me importan. Pero encima de las teclas hay una cosa que no es ni blanca ni negra: son mis manos, las de un niño que ya va a cumplir diez años, y que están moradas por el frío.
[En el cine]
editarEn una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui al cine. La linterna del acomodador alumbraba mis pasos y hacía brillar mis zapatos, que a cada instante estaban a punto de pisarlo. Él se detenía bruscamente para ofrecerme asiento y le parecía raro que a mí me gustara sentarme tan adelante. Mientras tanto yo pensaba: “Él no sabe que yo tocaba el piano en los cines cuando era joven y me acostumbré a mirar la película al pie de la pantalla. –Como quien dice: tomar leche al pie de la vaca”. Apenas me senté, vi en la tela una mujer que perdía dinero en la mesa de un casino. Pero cuando pude distinguir algo en la oscuridad de la sala, me encontré cerca de dos niños. Esto me intranquilizó: generalmente los niños conversan, se mueven mucho o hacen vibrar el asiento con un temblor del pie; entonces yo no puedo entregar los ojos a la pantalla. Estuve esperando que los niños me molestaran; no lo hicieron; pero yo quise sacarme esa preocupación y me cambié de lugar. –Además de estar adelante, me gusta sentarme solo y un poco a la izquierda de la tela–. Cuando volví a ver la mujer que perdía dinero, ella estaba en un hotel y el gerente le advertía que debía abandonar sus habitaciones a la mañana siguiente. Esa noche ella entró en una de sus piezas con pasos lentos. Su belleza venía bien con su desesperación y con su cuerpo flojo, que movía entre un vestido de fiesta. Yo le tomé simpatía, me puse un poco dentro de su piel y me imaginé el roce del vestido en la lentitud de sus pasos. Ella tenía pensamientos de desdicha y todo su cuerpo parecía abandonado a la desgracia. Yo hubiera querido que aquella mujer aprovechara la última noche en aquel hotel lujoso. Ella debía aislar esas horas y gozar de todo lo que después podría recordar en plena miseria: tendría que proveerse de felicidad como los camellos comen y beben para muchos días del desierto.
A mí me había quedado en la sangre todo el lujo y los pasos lentos de aquella película; y al salir del cine, no sólo caminaba lentamente y se me erizaba la piel al imaginarme que cruzaba mundos de grandeza, sino que evitaba tropezar con la gente y trataba de que mis pasos no tuvieran ninguna detención brusca y no me despertaran de aquel sentimiento de las cosas. Si algún pequeño accidente me obligaba a poner atención en él, yo tenía la actitud de una condescendencia disimulada y en seguida volvía a tomar el ritmo de mi vida, que era desconocida para toda la gente que salía conmigo, pero que tenía que ver con lo que terminaba de ocurrir en la pantalla.
Esa noche me duró mucho el efecto del cine.
No debo tener eso que llaman imaginación
editarNo debo tener eso que llaman imaginación. Pero creo que ni la necesito. Porque me ha tocado una vida surtida. Para mí la palabra “surtido” tiene estos reflejos: me veo, siendo muy joven, entrar en un boliche con la intención de comprar caramelos para una muchacha; como “todavía” no sé los gustos de ella, le digo al bolichero: “Deme un real de caramelos surtidos”. Entonces me dan un paquete –a veces no tienen paquete y me los envuelven en papel de estraza, que le quedan dos grandes orejas retorcidas y es un verdadero papelón–, bueno, me dan caramelos surtidos, es decir, de distinto gusto y que responden a distinta forma, color, tamaño y calidad. Casualmente una muchacha me contó que un paisano, cuando fue a un teatro con la familia y el boletero le preguntó qué localidades quería, si paraíso o platea o palco, etc., él le contestó: “Deme cinco pesos de entradas surtidas”. Entonces quedamos en que me ha tocado una vida surtida. Por eso me he sentido muchas veces como en el Paraíso –pecando mucho– y muchas otras como en el Purgatorio –sufriendo mucho. Pero no me atrevo a establecer relaciones entre pecados y pago de ellos. A este “toma y daca” le siento mucho olor a cuento humano. Y claro, nosotros no podemos, ni por un instante, dejar de sentir y pensar con la condición de seres humanos. Entonces estamos acostumbrados a proceder con el toma y daca, a saber que el que pide algo, aunque no tenga un mostrador por delante, tiene que pagarlo. También sabemos que a veces se promete pagar y después se estafa. Pero como el circuito de toma y daca es de corriente continua –o alterna– como en la vida, que tiende a continuar o a completarse, entonces, con esa condición humana pensamos que si no pagamos todos los pecados en vida los pagaremos después de muertos. Y hasta seguimos pensando en cuando estemos muertos, en la condición de ahora, es decir, de vivos. Como en la condición de vivos tenemos metido en la corriente del alma ese fatal circuito de toma y daca, es que no sólo tendemos a cumplirlo, sino que sentimos miedo cuando no lo cumplimos. Y ya sabemos lo que pasa con el miedo y con los círculos que hacen las ideas, puesto que ahí se apoya la propaganda de religiones y de algunas formas algo violentas de ciertas políticas. De todas maneras, si yo me supongo un Hacedor del mundo con mi condición humana personal, diré que creo que le han salido muchas cosas sin querer, sin estricta relación, sin lógica; que le han salido algunas cosas muy lindas, otras muy feas y otras regulares. Y si supongo al Hacedor con la condición de muchos otros, de los de toma y daca, no le debo al Hacedor ninguna cuenta, puesto que he vivido, en estos países, como concertista de piano. Por eso al pensar en mi muerte digo “a tipo muerto, cuenta liquidada”. Pero ahora que tengo el corazón caliente quiero hablar de la vida, de la vida que aspira a estirarse más allá de la muerte.
La noche que di mi primer concierto...
editarLa noche que di mi primer concierto me pareció que había aparecido en el mundo un nuevo pianista. Aunque el mundo no se diera cuenta de esto (como era muy natural) y el pianista fuera de la fuerza más débil, era cierto que había aparecido. Lo mismo sería el haber nacido en el medio del África una planta entre medio de otras. Pero existía concretamente y se podía ver y palpar.
Lo más inesperado y extraño de todo esto era que yo me contemplaba, que yo contemplaba a ese otro personaje, y que lo observaba más secretamente que nadie.
El primer momento que sentí que nacía ese otro, fue cuando comprometí la fecha del concierto. Me vino un poco de calor al estómago cuando pensé en la responsabilidad y me pareció que comprometía más a la fecha que a mí. Después se pegó a la fecha el pianista, que yo sin querer hacía tanto tiempo que creaba, estudiando tanto y observando tantos detalles. Mi hombre no dejaba de serme simpático e interesante, pero espantosamente egoísta. Se presentaba cuando la cosa iba bien y cuando parecía que iba a ir mal, desaparecía como por encanto, y aparecía yo con la misma facilidad, pero desencantado y sin interés ninguno.
En los primeros días que salían por las calles letras inmensas anunciando el concierto, aparecía puramente yo, con un miedo horrible, y pensando que quién sabe si el concierto respondería a semejantes letras. Cuando ya me había acostumbrado un poco a esta responsabilidad, entonces aparecía él y faltaba poco para que señalara con el dedo las letras que se referían a él. Entre tanto yo pensaba que el día del concierto la gente iría nada más que por mí, y que yo tendría que entretenerlos toda la noche con un piano delante y nada más.
Hace mucho tiempo que no duermo bien
editarHace mucho tiempo que no duermo bien. Cuando veo que la tarde se va a encontrar con la noche ya me viene la angustia. Mi cabeza espera esa hora para abandonarme y andar quién sabe por dónde. Pero ella da vueltas, siempre, alrededor de una mujer tan firme como una pirámide. A veces la noche me alcanza en la calle; entonces corro hacia mi viejo hotel. Después de saber que nadie ha traído nada para mí, empiezo a subir pesadamente las escaleras. Y mientras oigo sonar mis pasos en la madera oscura mis manos van tomando las barandas como si pulsaran instrumentos. Casi siempre me encuentro con alguna pareja que desciende y me gustaría saber qué sentimientos los unen. Al entrar a mi pieza la cabeza se me pone como una mujer inquieta que quisiera abandonarme y no supiera dónde ir. Aunque el cuerpo esté cansado ella lo hace caminar sin consideración; cuando los pasos hacen crujir las maderas en la mitad del piso ella obliga al cuerpo a ir por otro lado. Mientras tanto ella piensa en una mujer real. Mi cabeza recibe una gran cantidad de angustia y produce pensamientos que luchan con una mujer. Pero ella es intocable y mis pensamientos manotean a un fantasma. A veces yo pienso que los fantasmas son mis pensamientos y que ellos no alcanzan a la mujer; pero hace tiempo que yo no existo para ellos: yo soy un padre que aconseja inútilmente a hijos locos. Mi pobre cuerpo –viejo compañero de aventuras–, distraído, cruza por encima de las tablas que crujen y mi cabeza se pone furiosa. Cuando él logra acostarse mi cabeza me abandona y se va sola quién sabe dónde. Yo no puedo dormir sin ella y soy bastante desdichado; pero hace algún tiempo tampoco podía dormir y sin embargo era dichoso. Eso ocurría cuando recién conocí a la mujer que amo.
[He recordado a mi familia]
editarMuchas veces, antes de pasar al sueño, he recordado a mi familia como si hiciera una guiñada ante un pequeño agujero y viera iluminado el fondo de mi casa. Era un mediodía en que yo llegaba de una ciudad del interior y ellos todavía no me habían visto. Estaban alrededor de una mesa que tendían bajo los árboles y yo sabía que el mantel estaba lleno de grandes monedas de sombra y de luz que se confundían apenas el aire movía las hojas. Ocupados en sus pequeñas comidas y su poco de felicidad, parecían olvidados de mí. Una noche este recuerdo se me apareció repitiéndose como un mecanismo que marchara solo: a cada momento ellos se sentaban a la mesa y parecían olvidados de mí. De pronto el aparato se detenía; entonces yo pensaba que en realidad aquellas cabezas inclinadas sobre los platos tenían la idea de mi existencia y cuando iban de un lado para otro ellos llevaban esa idea de una manera muy distinta, seguramente, a como se lleva la idea de un muerto. De cualquier manera yo ya había sabido cómo era allí mi ausencia y cómo eran ellos cuando me recordaban. Pero también supe otras cosas: aquel mismo día que yo abrí la puerta sin hacer ruido y miré por entre unas cañas a mi familia, ya la vi como si la recordara y ya supe que después aquel recuerdo me seguiría. Y pensé que si algún día yo tuviera que sobrevivirlos, los recordaría así, un poco de lejos y sin cambiar una palabra. A veces cuando ese recuerdo me ha seguido y me ha alcanzado en la noche, los colores de aquel día eran como los de una postal ordinaria; pero igual reconocía en ellos la sonrisa de siempre.
Aquellos primeros días en París...
editarAquellos primeros días en París eran claros y yo los miraba hasta el fondo en los espejos de mi habitación. Cada vez que salíamos del hotel, los inquilinos debíamos detenernos ante un mueble gris parecido a un palomar; allí dejábamos la llave y recogíamos los mensajes que nos llegaban de todas partes del mundo. Fue así como una mañana encontré en mi casilla un pequeño telegrama azul. No sabía cómo abrirlo y lo traje a mi habitación –me había olvidado de la llave y tuve que ir de nuevo a buscarla. Todavía agitado por las escaleras leí el nombre de la persona que me lo enviaba y empecé a imaginar el mundo a donde ella me invitaba. La redacción del telegrama me hacía pensar en la naturalidad que se alcanza con un largo ejercicio de comunicación entre seres sociables. La primera frase estaba destinada a decirme que tal día y a tal hora ella estaría en su casa. Si yo hubiera encontrado algo de orgullo en la dignidad de esas primeras palabras, en la segunda frase hubiera pensado lo contrario: me anunciaba la presencia de un personaje que debía interesarme y como si no me bastara la presencia de la dueña de casa. Y por último me expresaba el agrado de verme.
Hacía algunos años que yo me desesperaba por salirme de mí mismo; pero todavía estaba muy lejos de poder redactar un telegrama como éste. Traté de reunir las ideas que yo había tenido antes sobre la persona que me invitaba; pero eso era tan difícil como recordar las nubes que hubieran pasado por encima de una torre. Entonces, como si fuera un adolescente, me entregué a pensar en cómo me presentaría. Mi traje era sufrido; pero desde los tiempos en que mis conciertos me obligaban a entrar en sociedad había decidido que, en vez de comprarme trajes nuevos, debía aprender a llevar los viejos. Además yo creía que la gente de alta sociedad prefería ver llegar hasta ella un hombre de abajo, con los atributos de su tribu; y no a quien se falseara y tratara de competir con ellos. Aunque mi traje era de paño grueso tenía el corte de los que se usan en verano; y como ahora estábamos en invierno resultaría ridículo. Pero yo ya tenía preparada otra fórmula para poder llevar el ridículo: primero acompañaría con mi sonrisa a los que se burlaran; y después trataría de llevar la atención a dominios en los que los seres humanos no se diferencian tanto.
Un ascensorista me indicó el corredor que debía tomar para llegar al apartamento de ella. Empecé a deslizarme por entre un lujo solitario donde unas alfombras oscuras cuidaban el silencio. A los pocos instantes el corredor me insinuó que debía seguirlo mientras él hacía una curva; y ya había empezado a obedecerlo cuando vi aparecer la mujer del telegrama. Ella me tendió una mano e inició la conversación; apenas tuve tiempo de guardarme en los ojos la forma de aquella mano: tuve que volver a la cara y atender sus palabras. [Yo no sé si viviré todo el tiempo que desearía y si podré decir] cómo era su cara; por ahora la dejaré en blanco –más bien en un color pálido parecido al de ciertas aceitunas. Sólo diré que en el lugar donde se producían aquellas palabras había una cara; y después, la realidad. Mis pensamientos se movían, detrás de mis ojos, como bandidos que a la vuelta de un camino hubieran visto un inesperado tesoro; pero yo quería aparecer tranquilo y no alarmar a la persona que los llevaba. Traté de recoger todas las palabras que ella iba dejando por el camino con pequeños [movimientos de sus manos inocentes.] Y de pronto me di cuenta de que había algo extraño y al mismo tiempo familiar en su manera de acomodar las palabras. Me explicaba cómo se habían confundido al saber que yo, escritor, era el mismo que antes daba conciertos. Pero ella tenía un modo de perseguir sus pensamientos muy parecido al mío; y yo me extrañaba de que eso ocurriera fuera de los sueños.
He decidido leer un cuento mío...
editarHe decidido leer un cuento mío, no sólo para saber si soy un buen intérprete de mis propios cuentos, sino para saber también otra cosa: si he acertado en la materia que elegí para hacerlos: yo los he sentido siempre como cuentos para ser dichos por mí, ésa era su condición de materia, la condición que creí haber asimilado naturalmente, casi sin querer; por eso quiero saber si eso es una parte íntima o necesaria de ellos mismos, o por lo menos si es la manera preferible de su existencia.
No sé por qué no se hacen recitales de cuentos; pero he estado arriesgando suposiciones: debe haber pocos cuentos escritos para ser contados en voz alta, escritos expresamente con esa condición, o cuya materia de expresión sea la palabra viva; cuentos en que el artista haya asimilado esa materia, haya soñado con ella muchos años, con la afectividad misteriosa en que se encuentran y se funden, un espíritu y la materia que lo expresa; cuando eso se ha logrado nos encontramos con que si esa obra artística se transporta a otra materia, generalmente pierde mucho y parece falsificada. Aun sabiendo que tenemos tendencia a ser fieles a la primera manera con que nos encantó una cosa por primera vez y la queremos seguir sintiendo sin la menor modificación (como nos decía Goethe en el instante que Werther no decía a los niños un cuento exactamente como lo había hecho la primera vez); aun sabiendo que se puede producir una rara excepción en que un cambio de materia haga una obra más extraordinaria (como muchos opinan con respecto a la Chacona de Bach transcrita por Busoni); aun en el caso de haber visto una obra en el cine que a pesar de aparecer diferente al original literario también es interesante; aun sabiendo muchas cosas más, nos encontramos con que la mayor parte de las veces hay que respetar o preferir una obra en su materia original.
Y antes que la obra sea conocida, no me parece excesivo pedir que se conozca una obra en la materia en que fue sentida por el autor, en la materia en que nació. Eso es lo que yo quisiera pedir con respecto a mis cuentos. Ellos, sin yo saberlo al principio, ya fueron imaginados para ser leídos por mí. Y no sólo yo soy el que ha encontrado que cuando un cuento mío ha sido transportado a un español literario y castizo por los correctores, haya perdido mucho. Hasta puede haber ocurrido que en mi mal castellano del principio (tal vez menos ahora) yo haya profundizado mis sentimientos en esa mala materia, y al transportarla a la buena, pierdan esa profundidad. Lo mismo ocurre cuando los lee otra persona. Y lo diré de una vez: mis cuentos fueron hechos para ser leídos por mí, como quien le cuenta a alguien algo raro que recién descubre, con lenguaje sencillo de improvisación y hasta con mi natural lenguaje lleno de repeticiones e imperfecciones que me son propias. Y mi problema ha sido: tratar de quitarle lo más urgentemente feo, sin quitarle lo que le es más natural; y temo continuamente que mis fealdades sean siempre mi manera más rica de expresión. Digo temo porque le temo a un prejuicio cuando viene solo. Me encanta invitar a mi cabeza –o recibirlo cuando viene a la fuerza– a cuanto prejuicio anda por la calle, y después hacerlos pelear hasta que se deshagan.
Ahora parece que están entrando los prejuicios de lo natural; empecemos por el más popular: hay obras que pretendiendo ser naturales son completamente horribles. Hay obras en parte naturales y en parte artificiales que son en parte buenas y en parte malas, que no coinciden, constantemente, en que lo bueno sea natural y viceversa.
Yo soy un crítico natural, sé poco, pero no importa; tengo intuición (él cree que es bergsoniana o que la intuición bergsoniana es adivinación).
Hay obras naturales o artificiales completamente buenas del principio hasta el final.
Hay obras que salieron a pura inspiración y enteritas: completa- mente buenas o completamente malas.
Hoy quisiera mostrar...
editarHoy quisiera mostrar cómo se produce en mí una reunión de prejuicios, y al final demostrar que por lo menos una vez cada persona interesada en arte podría concederme la oportunidad de oír un cuento leído por mí.
A ciertas horas del día me encanta recibir muchos prejuicios, ya vengan ellos con invitación o entren a la fuerza. Tal vez lo que me provoque peores sospechas –y a veces terror– es recibir a un solo prejuicio.
Justamente ya tenemos dos en casa: el de recibir a un solo prejuicio y el de recibir a muchos. Pero en seguida pienso que cada palabra son muchos prejuicios, y ya me encuentro con que la reunión es inmensa.
Me encanta, repito, recibirlos, porque todos los días se presentan en formas diferentes, porque yo les provoco luchas feroces, hasta que se despedazan o resisten, y porque con ellos yo ejercito mis malos y mis buenos sentimientos. (Acaban de entrar dos más.)
Ahora llamaré aparte a los que tienen que ver con la materia que cada artista toma para realizar su obra.
Hay dos grupos de prejuicios que pelean, porque unos dicen que el artista ya viene con la materia de su arte, con una disposición especial de sus sensaciones para pintar un árbol o para cantarlo en una poesía; que el artista inspirado da un mínimum de participación a la conciencia en la obra, y que cuando menos participa es mejor; que la naturaleza es sabia, que nunca se equivoca, que todo lo natural es bello y hasta complican a la razón diciendo que todo lo que tiene razón y es justo es bello, etc., etc. Entonces contraatacan los que dicen: el artista se hace entre una cantidad de circunstancias tan impresionantes, que hacen ridícula la proporción de disposiciones que trae por naturaleza; que la naturaleza no sólo se equivoca como cualquiera –y aquí nosotros somos tan naturaleza como ella–, sino que la acierta en una proporción también ridícula. Y si no, oigan a los artistas hablar unos de los otros, o a los críticos que tantas veces se miden por su capacidad de maltratar disgregando o en conjunto, y que estos últimos apenas traen por naturaleza esa agresividad natural de la adolescencia y esa necesidad de aparecer a cualquier precio, etc., etc. [?] que están cansados de las cosas naturales y adoran un artificio bien hecho.
De pronto interfiere atacando de costado otro grupo que dice: hay que optar por el justo medio; naturaleza y circunstancias; midiendo los puntos de cada uno se puede hallar un promedio satisfactorio. Hay que dar entrada a muchos términos más; hay que contemplar, hay que tratar de ser justo.
Y del otro costado otro grupo: el justo medio es una categoría meramente matemática. Las proporciones de naturaleza y trabajo son variables en cada instante y en cada artista; además entra el factor suerte y otros factores que hacen imposible medir nada.
Entonces cae por su propio peso un grupo que viene de arriba y dice: nosotros vamos a dividir y a mezclar a todos. ¿Quién es capaz de trabajar sin la naturaleza? ¿Quién puede saber cuándo es trabajo o naturaleza? ¿Quién puede desconfundir eso? (Hasta harían falta más equivocaciones.)
Es la misma estupidez de los que hablan de la espontaneidad. ¿Cómo saben qué es espontáneo? ¿Qué no se estuvo trabajando? ¿Y quién dice que todo lo espontáneo es bueno? ¿Ni siquiera que es nuestro? ¿Espontáneamente no nos enamoramos de cosas que no son nuestras y las ponemos en la obra y al poco tiempo resultan horribles? ¿Y la espontaneidad del crítico que se juega la cabeza en primeros momentos, en acomodos de circunstancias (interiores y exteriores) y al poco tiempo se agarra la cabeza que tan fácil se jugó?
Pero volvamos al principio.