Fortunata y Jacinta: 1.11.01

I
Parte Primera (Capitulo XI)

de Benito Pérez Galdós
Quien manda, manda. Resolviose la cuestión del Pituso conforme a lo dispuesto por don Baldomero, y la propia Guillermina se lo llenó una mañanita a su asilo, donde quedó instalado. Iba Jacinta a verle muy a menudo, y su suegra la acompañaba casi siempre. El niño estaban tan mimado, que la fundadora del establecimiento tuvo que tomar cartas en el asunto, amonestando severamente a sus amigas y cerrándoles la puerta no pocas veces. En los últimos días de aquel infausto año, entráronle a Jacinta melancolías, y no era para menos, pues el desairado y risible desenlace de la novela Pitusiana hubiera abatido al más pintado. Vinieron luego otras cosillas, menudencias si se quiere, pero como caían sobre un espíritu ya quebrantado, resultaban con mayor pesadumbre de la que por sí tenían. Porque Juan, desde que se puso bueno y tomó calle, dejó de estar tan expansivo, sobón y dengoso como en los días del encierro, y se acabaron aquellas escenas nocturnas en que la confianza imitaba el lenguaje de la inocencia. El Delfín afectaba una gravedad y un seso propios de su talento y reputación; pero acentuaba tanto la postura, que parecía querer olvidar con una conducta sensata las chiquilladas del periodo catarral. Con su mujer mostrábase siempre afable y atento, pero frío, y a veces un tanto desdeñoso. Jacinta se tragaba este acíbar sin decir nada a nadie. Sus temores de marras empezaban a condensarse, y atando cabos y observando pormenores, trataba de personalizar las distracciones de su marido. Pensaba primero en la institutriz de las niñas de Casa-Muñoz, por ciertas cosillas que había visto casualmente, y dos o tres frases, cazadas al vuelo, de una conversación de Juan con su confidente Villalonga. Después tuvo esto por un disparate y se fijó en una amiga suya, casada con Moreno Vallejo, tendero de novedades de muy reducido capital. Dicha señora gastaba un lujo estrepitoso, dando mucho que hablar. Había, pues, un amante. A Jacinta se le puso en la cabeza que este era el Delfín, y andaba desalada tras una palabra, un acento, un detalle cualquiera que se lo confirmase. Más de una vez sintió las cosquillas de aquella rabietina infantil que le entraba de sopetón, y daba patadillas en el suelo y tenía que refrenarse mucho para no irse hacia él y tirarle del pelo diciéndole: pillo... farsante, con todo lo demás que en su gresca matrimonial se acostumbra. Lo que más la atormentaba era que le quería más cuando él se ponía tan juicioso haciendo el bonitísimo papel de una persona que está en la sociedad para dar ejemplo de moderación y buen criterio. Y nunca estaba Jacinta más celosa que cuando su marido se daba aquellos aires de formalidad, porque la experiencia le había enseñado a conocerle, y ya se sabía, cuando el Delfín se mostraba muy decidor de frases sensatas, envolviendo a la familia en el incienso de su argumentación paradójica, picos pardos seguros.

Vinieron días marcados en la historia patria por sucesos resonantes, y aquella familia feliz discutía estos sucesos como los discutíamos todos. ¡El 3 de Enero de 1874!... ¡El golpe de Estado de Pavía! No se hablaba de otra cosa, ni había nada mejor de qué hablar. Era grato al temperamento español un cambio teatral de instituciones, y volcar una situación como se vuelca un puchero electoral. Había estado admirablemente hecho, según D. Baldomero, y el ejército había salvado una vez más a la desgraciada nación española. El consolidado había llegado a 11 y las acciones del Banco a 138. El crédito estaba hundido. La guerra y la anarquía no se acababan; habíamos llegado al período álgido del incendio, como decía Aparisi, y pronto, muy pronto, el que tuviera una peseta la enseñaría como cosa rara.

Deseaban todos que fuese Villalonga a la casa para que les contara la memorable sesión de la noche del 2 al 3, porque la había presenciado en los escaños rojos. Pero el representante del país no aportaba por allá. Por fin se apareció el día de Reyes por la mañana. Pasaba Jacinta por el recibimiento, cuando el amigo de la casa entró.

«Tocaya, buenos días... ¿cómo están por aquí? ¿Y el monstruo, se ha levantado ya?».

Jacinta no podía ver al dichoso tocayo. Fundábase esta antipatía en la creencia de que Villalonga era el corruptor de su marido y el que le arrastraba a la infidelidad.

«Papá ha salido -díjole no muy risueña-. ¡Cuánto sentirá no verle a usted para que le cuente eso!... ¿Tuvo usted mucho miedo? Dice Juan que se metió usted debajo de un banco».

-¡Ay, qué gracia! ¿Ha salido también Juan?

-No, se está vistiendo. Pase usted.

Y fue detrás de él, porque siempre que los dos amigos se encerraban, hacía ella los imposibles por oír lo que decían, poniendo su orejita rosada en el resquicio de la mal cerrada puerta. Jacinto esperó en el gabinete, y su tocaya entró a anunciarle.

«Pero qué, ¿ha venido ya ese pelagatos?».

-Sí... resalao... aquí estoy.

-Pasa, danzante... ¡Dichosos los ojos...

El amigote entró. Jacinta notaba en los ojos de este algo de intención picaresca. De buena gana se escondería detrás de una cortina para estafarles sus secretos a aquel par de tunantes. Desgraciadamente tenía que ir al comedor a cumplir ciertas órdenes que Barbarita le había dado... Pero daría una vueltecita, y trataría de pescar algo...

«Cuenta, chico, cuenta. Estábamos rabiando por verte».

Y Villalonga dio principio a su relato delante de Jacinta; pero en cuanto esta se marchó, el semblante del narrador inundose de malicia. Miraron ambos a la puerta; cerciorose el compinche de que la esposa se había retirado, y volviéndose hacia el Delfín, le dijo con la voz temerosa que emplean los conspiradores domésticos:

«¿Chico, no sabes... la noticia que te traigo...? ¡Si supieras a quién he visto! ¿Nos oirá tu mujer?».

-No, hombre, pierde cuidado -replicó Juan poniéndose los botones de la pechera-. Claréate pronto.

-Pues he visto a quien menos puedes figurarte... Está aquí.

-¿Quién?

-Fortunata... Pero no tienes idea de su transformación. ¡Vaya un cambiazo! Está guapísima, elegantísima. Chico, me quedé turulato cuando la vi.

Oyéronse los pasos de Jacinta. Cuando apareció levantando la cortina, Villalonga dio una brusca retorcedura a su discurso: «No, hombre, no me has entendido; la sesión empezó por la tarde y se suspendió a las ocho. Durante la suspensión se trató de llegar a una inteligencia. Yo me acercaba a todos los grupos a oler aquel guisado... ¡jum!, malo, malo; el ministerio Palanca se iba cociendo, se iba cociendo... A todas esas... ¡figúrate si estarían ciegos aquellos hombres!... a todas estas, fuera de las Cortes se estaba preparando la máquina para echarles la zancadilla. Zalamero y yo salíamos y entrábamos a turno para llevar noticias a una casa de la calle de la Greda, donde estaban Serrano, Topete y otros. 'Mi general, no se entienden. Aquello es una balsa de aceite... hirviendo. Tumban a Castelar. En fin, se ha de ver ahora'. 'Vuelva usted allá. ¿Habrá votación?'. -'Creo que sí'. -'Tráiganos usted el resultado'».

-El resultado de la votación -indicó Santa Cruz-, fue contrario a Castelar. Di una cosa, ¿y si hubiera sido favorable?

-No se habría hecho nada. Tenlo por cierto. Pues como te decía, habló Castelar...

Jacinta ponía mucha atención a esto; pero entró Rafaela a llamarla y tuvo que retirarse.

«Gracias a Dios que estamos solos otra vez -dijo el compinche después que la vio salir-. ¿Nos oirá?».

-¿Qué ha de oír?... ¡Qué medroso te has vuelto! Cuenta, pronto. ¿Dónde la viste?

-Pues anoche... estuve en el Suizo hasta las diez. Después me fui un rato al Real, y al salir ocurriome pasar por Praga a ver si estaba allí Joaquín Pez, a quien tenía que decir una cosa. Entro y lo primero que me veo es una pareja... en las mesas de la derecha... Quedeme mirando como un bobo... Eran un señor y una mujer vestida con una elegancia... ¿cómo te diré?, con una elegancia improvisada. «Yo conozco esa cara», fue lo primero que se me ocurrió. Y al instante caí... «¡Pero si es esa condenada de Fortunata!». Por mucho que yo te diga, no puedes formarte idea de la metamorfosis... Tendrías que verla por tus propios ojos. Está de rechupete. De fijo que ha estado en París, porque sin pasar por allí no se hacen ciertas transformaciones. Púseme todo lo cerca posible, esperando oírla hablar. «¿Cómo hablará?» me decía yo. Porque el talle y el corsé, cuando hay dentro calidad, los arreglan los modistos fácilmente; pero lo que es el lenguaje... Chico, habías de verla y te quedarías lelo, como yo. Dirías que su elegancia es de lance y que no tiene aire de señora... Convenido; no tiene aire de señora; ni falta... pero eso no quita que tenga un aire seductor, capaz de... Vamos, que si la ves, tiras piedras. Te acordarás de aquel cuerpo sin igual, de aquel busto estatuario, de esos que se dan en el pueblo y mueren en la oscuridad cuando la civilización no los busca y los presenta. Cuántas veces lo dijimos: «¡Si este busto supiera explotarse...!». Pues ¡hala!, ya lo tienes en perfecta explotación. ¿Te acuerdas de lo que sostenías?... «El pueblo es la cantera. De él salen las grandes ideas y las grandes bellezas. Viene luego la inteligencia, el arte, la mano de obra, saca el bloque, lo talla»... Pues chico, ahí la tienes bien labrada... ¡Qué líneas tan primorosas!... Por supuesto, hablando, de fijo que mete la pata. Yo me acercaba con disimulo. Comprendí que me había conocido y que mis miradas la cohibían... ¡Pobrecilla! Lo elegante no le quitaba lo ordinario, aquel no sé qué de pueblo, cierta timidez que se combina no sé cómo con el descaro, la conciencia de valer muy poco, pero muy poco, moral e intelectualmente, unida a la seguridad de esclavizar... ¡ah, bribonas!, a los que valemos más que ellas... digo, no me atrevo a afirmar que valgamos más, como no sea por la forma... En resumidas cuentas, chico, está que ahuma. Yo pensaba en la cantidad de agua que había precedido a la transformación. Pero ¡ah!, las mujeres aprenden esto muy pronto. Son el mismo demonio para asimilarse todo lo que es del reino de la toilette. En cambio, yo apostaría que no ha aprendido a leer... Son así; luego dicen que si las pervertimos. Pues volviendo a lo mismo, la metamorfosis es completa. Agua, figurines, la fácil costumbre de emperejilarse; después seda, terciopelo, el sombrerito...

-¡Sombrero! -exclamó Juan en el colmo de la estupefacción.

-Sí; y no puedes figurarte lo bien que le cae. Parece que lo ha llevado toda la vida... ¿Te acuerdas del pañolito por la cabeza con el pico arriba y la lazada?... ¡Quién lo diría! ¡Qué transiciones!... Lo que te digo... Las que tienen genio, aprenden en un abrir y cerrar de ojos. La raza española es tremenda, chico, para la asimilación de todo lo que pertenece a la forma... ¡Pero si habías de verla tú...! Yo, te lo confieso, estaba pasmado, absorto, embebe...

¡Ay Dios mío!, entró Jacinta, y Villalonga tuvo que dar un quiebro violentísimo...

«Te digo que estaba embebecido. El discurso de Salmerón fue admirable... pero de lo más admirable... Aún me parece que estoy viendo aquella cara de hijo del desierto, y aquel movimiento horizontal de los ojos y la gallardía de los gestos. Gran hombre; pero yo pensaba: 'No te valen tus filosofías; en buena te has metido, y ya verás la que te tenemos armada'. Habló después Castelar. ¡Qué discursazo!, ¡qué valor de hombre!, ¡cómo se crecía! Parecíame que tocaba al techo. Cuando concluyó: 'A votar, a votar...'».

Jacinta volvió a salir sin decir nada. Sospechaba quizás que en su ausencia los tunantes hablaban de otro asunto, y se alejó con ánimo de volver y aproximarse cautelosa.

«Y aquel hombre... ¿quién era?» preguntó el Delfín que sentía el ardor de una curiosidad febril.
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