Fortunata y Jacinta: 1.10.06

VI
Parte Primera (Capitulo X)

de Benito Pérez Galdós
No se le cocía el pan a Barbarita hasta no aplacar su curiosidad viendo aquella alhaja que su hija le había comprado, un nieto. Fuera este apócrifo o verdadero, la señora quería conocerle y examinarle; y en cuanto tuvo Juan compañía, buscaron suegra y nuera un pretexto para salir, y se encaminaron a la morada de Benigna. Por el camino, Jacinta exploró otra vez el ánimo de su tía, esperando que se hubieran disipado sus prevenciones; pero vio con mucho disgusto que Barbarita continuaba tan severa y suspicaz como el día precedente. «A Baldomero le ha sabido esto muy mal. Dice que es preciso garantías... y, francamente, yo creo que has obrado muy de ligero...».

Cuando entró en la casa y vio al Pituso, la severidad, lejos de disminuir, parecía más acentuada. Contempló Barbarita sin decir palabra al que le presentaban como nieto, y después miró a su nuera, que estaba en ascuas, con un nudo muy fuerte en la garganta. Mas de repente, y cuando Jacinta se disponía a oír denegaciones categóricas, la abuela lanzó una fuerte exclamación de alegría, diciendo así:

«¡Hijo de mi alma!... ¡amor mío!, ven, ven a mis brazos».

Y lo apretó contra sí tan enérgicamente, que el Pituso no pudo menos de protestar con un chillido.

«¡Hijo mío!... corazón... gloria, ¡qué guapo eres!... Rico, tesoro; un beso a tu abuelita».

-¿Se parece? -preguntó Jacinta no pudiendo expresarse bien, porque se le caía la baba, como vulgarmente se dice.

-¡Que si se parece! -observó Barbarita tragándole con los ojos-. Clavado, hija, clavado... ¿Pero qué duda tiene? Me parece que estoy mirando a Juan cuando tenía cuatro años.

Jacinta se echó a llorar.

«Y por lo que hace a esa fantasmona... -agregó la señora examinando más las facciones del chico-, bien se le conoce en este espejo que es guapa... Es una perfección este niño».

Y vuelta a abrazarle y a darle besos.

«Pues nada, hija -añadió después con resolución-, a casa con él».

Jacinta no deseaba otra cosa. Pero Barbarita corrigió al instante su propia espontaneidad, diciendo: «No... no nos precipitemos. Hay que hablar antes a tu marido. Esta noche sin falta se lo dices tú, y yo me encargo de volver a tantear a Baldomero... Si es clavado, pero clavado...».

-¡Y usted que dudaba!

-Qué quieres... Era preciso dudar, porque estas cosas son muy delicadas. Pero la procesión me andaba por dentro. ¿Creerás que anoche he soñado con este muñeco? Ayer, sin saber lo que hacía compré un nacimiento. Lo compré maquinalmente, por efecto de un no sé qué... mi resabio de compras movido del pensamiento que me dominaba.

-Bien sabía yo que usted cuando le viera...

-¡Dios mío! ¡Y las tiendas cerradas hoy! -exclamó Barbarita en tono de consternación-. Si estuvieran abiertas, ahora mismo le compraba un vestidito de marinero con su gorra en que diga: Numancia. ¡Qué bien le estará! Hijo de mi corazón, ven acá... No te me escapes; si te quiero mucho, ¡si soy tu abuelita...! Me dicen estos tontainas que has roto el camello del Rey negro. Bien, vida mía, bien roto está. Ya le compraré yo a mi niño una gruesa de camellos y de reyes negros, blancos y de todos los colores.

Jacinta tenía ya celos. Pero consolábase de ellos viendo que Juanín no quería estar en el regazo de su abuela y se deslizaba de los brazos de esta para buscar los de su mamá verdadera. En aquel punto de la escena que se describe, empezaron de nuevo las acusaciones y una serie de informes sobre los distintos actos de barbarie consumados por Juanín. Los cinco fiscales se enracimaban en torno a las dos damas, formulando cada cual su queja en los términos más difamatorios. ¡Válganos Dios lo que había hecho! Había cogido una bota de Isabelita y tirádola dentro de la jofaina llena de agua para que nadase como un pato. «¡Ay, qué rico!» clamaba Barbarita comiéndosele a besos. Después se había quitado su propio calzado, porque era un marrano que gustaba de andar descalzo con las patas sobre el suelo. «¡Ay, qué rico!...». Quitose también las medias y echó a correr detrás del gato, cogiéndolo por el rabo y dándole muchas vueltas... Por eso estaba tan mal humorado el pobre animalito... Luego se había subido a la mesa del comedor para pegarle un palo a la lámpara... «¡Ay, qué rico!».

«¡Cuidado que es desgracia! -repitió la señora de Santa Cruz dando un gran suspiro-, ¡las tiendas cerradas hoy!... Porque es preciso comprarle ropita, mucha ropita... Hay en casa de Sobrino unas medidas de colores y unos trajecitos de punto que son una preciosidad... Ángel, ven, ven con tu abuelita... ¡Ah!, ya conoce el muy pillo lo que has hecho por él, y no quiere estar con nadie más que contigo».

-Ya lo creo... -indicó Jacinta con orgullo-. Pero no; él es bueno ¿sí?, y quiere también a su abuelita, ¿verdad?

Al retirarse, iban por la calle tan desatinadas la una como la otra. Lo dicho dicho: aquella misma noche hablarían las dos a sus respectivos maridos.

Aquel día, que fue el 25, hubo gran comida, y Juanito se retiró temprano de la mesa muy fatigado y con dolor de cabeza. Su mujer no se atrevió a decirle nada, reservándose para el día siguiente. Tenía bien preparado todo el discurso, que confiaba en pronunciarlo entero sin el menor tropiezo y sin turbarse. El 26 por la mañana entró D. Baldomero en el cuarto de su hijo cuando este se acababa de levantar, y ambos estuvieron allí encerrados como una media hora. Las dos damas esperaban ansiosas en el gabinete el resultado de la conferencia, y las impresiones de Barbarita no tenían nada de lisonjeras: «Hija, Baldomero no se nos presenta muy favorable. Dice que es necesario probarlo... ya ves tú, probarlo; y que eso del parecido será ilusión nuestra... Veremos lo que dice Juan».

Tan anhelantes estaban las dos, que se acercaron a la puerta de la alcoba por ver si pescaban alguna sílaba de lo que el padre y el hijo hablaban. Pero no se percibía nada. La conversación era sosegada, y a veces parecía que Juan se reía. Pero estaba de Dios que no pudieran salir de aquella cruel duda tan pronto como deseaban. Pareció que el mismo demonio lo hizo, porque en el momento de salir D. Baldomero del cuarto de su hijo, he aquí que se presentan en el despacho Villalonga y Federico Ruiz. El primero cayó sobre Santa Cruz para hablarle de los préstamos al Tesoro que hacía con dinero suyo y ajeno, ganándose el ciento por ciento en pocos meses, y el segundo se metió de rondón en el cuarto del Delfín. Jacinta no pudo hablar con este; pero se sorprendió mucho de verle risueño y de la mirada maliciosa y un tanto burlona que su marido le echó.

Fueron todos a almorzar y el misterio continuaba. Cuenta Jacinta que nunca como en aquella ocasión sintió ganas de dar a una persona de bofetadas y machacarla contra el suelo. Hubiera destrozado a Federico Ruiz, cuya charla insustancial y mareante, como zumbido de abejón, se interponía entre ella y su marido. El maldito tenía en aquella época la demencia de los castillos; estaba haciendo averiguaciones sobre todos los que en España existen más o menos ruinosos, para escribir una gran obra heráldica, arqueológica y de castrametación sentimental, que aunque estuviese bien hecha no había de servir para nada. Mareaba a Cristo con sus aspavientos por si tales o cuales ruinas eran bizantinas, mudéjares o lombardas con influencia mozárabe y perfiles románicos. «¡Oh!, ¡el castillo de Coca!, ¿pues y el de Turégano?... Pero ninguno llegaba a los del Bierzo... ¡Ah!, ¡el Bierzo!... la riqueza que hay en ese país es un asombro». Luego resultaba que la tal riqueza era de muros despedazados, de aleros podridos y de bastiones que se caían piedra a piedra. Ponía los ojos en blanco, las manos en cruz y los hombros a la altura de las orejas para decir: «hay una ventana en el Castillo de Ponferrada que... vamos... no puedo expresar lo que es aquello...». Creeríase que por la tal ventana se veía al Padre Eterno y a toda la Corte Celestial. «Caramba con la ventana -pensaba Jacinta, a quien le estaba haciendo daño el almuerzo-. Me gustaría de veras si sirviera para tirarte por ella a la calle con todos tus condenados castillos».

Villalonga y D. Baldomero no prestaban ni pizca de atención a los entusiasmos de su insufrible amigo, y se ocupaban en cosas de más sustancia.

«Porque, figúrese usted... el Director del Tesoro acepta el préstamo en consolidado que está a 13... y extiende el pagaré por todo el valor nominal... al interés del 12 por 100. Usted vaya atando cabos...».

-Es escandaloso... ¡Pobre país!...

Un instante se vieron solos Juanito y su mujer, y pudieron decirse cuatro palabras. Jacinta quiso hacerle una pregunta que tenía preparada; pero él se anticipó dejándola yerta con esta cruelísima frase, dicha en tono cariñoso: «Nena, ven acá, ¿con que hijitos tenemos?».

Y no era posible explicarse más, porque la tertulia se enzarzó y vinieron otros amigos que empezaron a reír y a bromear, tomándole el pelo a Federico Ruiz con aquello de los castillos y preguntándole con seriedad si los había estudiado todos sin que se le escapase alguno en la cuenta. Después la conversación recayó en la política. Jacinta estaba desesperada, y en los ratos que podía cambiar una palabrita con su suegra, esta poníale una cara muy desconsolada, diciéndole: «Mal negocio, hija, mal negocio».

Por la noche, comensales otra vez, y luego tertulia y mucha gente. Hasta las doce duró aquel martirio. Se marcharon al fin uno a uno. Jacinta les hubiera echado, abriendo todas las ventanas y sacudiéndoles con una servilleta, como se hace con las moscas. Cuando su marido y ella se quedaron solos, parecíale la casa un paraíso; pero sus ansiedades eran tan grandes que no podía saborear el dulce aislamiento. ¡Solos en la alcoba! Al fin...

Juan cogió a su mujer cual si fuera una muñeca, y le dijo:

«Alma mía, tus sentimientos son de ángel; pero tu razón, allá por esas nubes, se deja alucinar. Te han engañado; te han dado un soberbio timo».

-Por Dios, no me digas eso -murmuró Jacinta, después de una pausa en que quiso hablar y no pudo.

-Si desde el principio hubieras hablado conmigo... -añadió el Delfín muy cariñoso-. Pero aquí tienes el resultado de tus tapujos... ¡Ah, las mujeres!, todas ellas tienen una novela en la cabeza, y cuando lo que imaginan no aparece en la vida, que es lo más común, sacan su composicioncita.

Estaba la infeliz tan turbada que no sabía qué decir: «Ese José Izquierdo...».

-Es un tunante. Te ha engañado de la manera más chusca... Sólo tú, que eres la misma inocencia puedes caer en redes tan mal urdidas... Lo que me espanta es que Izquierdo haya podido tener ideas... Es tan bruto; pero tan bruto, que en aquella cabeza no cabe una invención de esta clase. Por lo bestia que es, parece honrado sin serlo. No, no discurrió él tan gracioso timo. O mucho me engaño, o esto salió de la cabeza de un novelista que se alimenta con judías.

-El pobre Ido es incapaz...

-De engañar a sabiendas, eso sí. Pero no te quepa duda. La primitiva idea de que ese niño es mi hijo debió ser suya. La concebiría como sospecha, como inspiración artístico-flatulenta, y el otro se dijo: «Pues toma, aquí hay un negocio». Lo que es a Platón no se le ocurre; de eso estoy seguro.

Jacinta, anonadada, quería defender su tema a todo trance. «Juanín es tu hijo, no me lo niegues» replicó llorando.

-Te juro que no... ¿Cómo quieres que te lo jure?... ¡Ay Dios mío!, ahora se me está ocurriendo que ese pobre niño es el hijo de la hijastra de Izquierdo. ¡Pobre Nicolasa! Se murió de sobreparto. Era una excelente chica. Su niño tiene, con diferencia de tres meses, la misma edad que tendría el mío si viviese.

-¡Si viviese!

-Si viviese... sí... Ya ves cómo te canto claro. Esto quiere decir que no vive.

-No me has hablado nunca de eso -declaró severamente Jacinta-. Lo último que me contaste fue... qué sé yo... No me gusta recordar esas cosas. Pero se me vienen al pensamiento sin querer. «No la vi más, no supe más de ella; intenté socorrerla y no la pude encontrar». A ver, ¿fue esto lo que me dijiste?

-Sí, y era la verdad, la pura verdad. Pero más adelante hay otro episodio, del cual no te he hablado nunca, porque no había para qué. Cuando ocurrió, hacía ya un año que estábamos casados; vivíamos en la mejor armonía... Hay ciertas cosas que no se deben decir a una esposa. Por discreta y prudente que sea una mujer, y tú lo eres mucho, siempre alborota algo en tales casos; no se hace cargo de las circunstancias, ni se fija en los móviles de las acciones. Entonces callé, y creo firmemente que hice bien en callar. Lo que pasó no es desfavorable para mí. Podía habértelo dicho; pero ¿y si lo interpretabas mal? Ahora ha llegado la ocasión de contártelo, y veremos qué juicio formas. Lo que sí puedo asegurarte es que ya no hay más. Esto que te voy a decir es el último párrafo de una historia que te he referido por entregas. Y se acabó. Asunto agotado... Pero es tarde, hija mía, nos acostaremos, dormiremos y mañana...
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