Fortunata y Jacinta: 1.09.04

IV
Parte Primera (Capitulo IX)

de Benito Pérez Galdós
Echose mi hombre a la calle, y tiró por la de Mira el Río baja, cuya cuesta es tan empinada que se necesita hacer algo de volatines para no ir rodando de cabeza por aquellos pedernales. Ido la bajó, casi como la bajan los chiquillos, de un aliento, y una vez en la explanada que llaman el Mundo Nuevo, su espíritu se espació, como pájaro lanzado a los aires. Empezó a dar resoplidos, cual si quisiera meter en sus pulmones más aire del que cabía, y sacudió el cuerpo como las gallinas. El picorcillo del sol le agradaba, y la contemplación de aquel cielo azul, de incomparable limpieza y diafanidad, daba alas a su alma voladora. Candoroso e impresionable, D. José era como los niños o los poetas de verdad, y las sensaciones eran siempre en él vivísimas, las imágenes de un relieve extraordinario. Todo lo veía agrandado hiperbólicamente o empequeñecido, según los casos. Cuando estaba alegre, los objetos se revestían a sus ojos de maravillosa hermosura; todo le sonreía, según la expresión común que le gustaba mucho usar. En cambio cuando estaba afligido, que era lo más frecuente, las cosas más bellas se afeaban volviéndose negras, y se cubrían de un velo... parecíale más propio decir de un sudario. Aquel día estaba el hombre de buenas, y la excitación de la dicha hacíale más niño y más poeta que otras veces. Por eso el campo del Mundo Nuevo, que es el sitio más desamparado y más feo del globo terráqueo, le pareció una bonita plaza. Salió a la Ronda y echó miradas de artista a una parte y otra. Allí la puerta de Toledo ¡qué soberbia arquitectura! A la otra parte la fábrica del gas... ¡oh prodigios de la industria!... Luego el cielo espléndido y aquellos lejos de Carabanchel, perdiéndose en la inmensidad, con remedos y aun con murmullos de Océano... ¡sublimidades de la Naturaleza!... Andando, andando, le entró de improviso un celo tan vehemente por la instrucción pública, que le faltó poco para caerse de espaldas ante los estólidos letreros que veía por todas partes.

No se premite tender rropa, y ni clabar clabos, decía en una pared, y D. José exclamó: «¡Vaya una barbaridad!... ¡Ignorantes!... ¡emplear dos conjunciones copulativas! Pero pedazos de animales, ¿no veis que la primera, naturalmente, junta las voces o cláusulas en concepto afirmativo y la segunda en concepto negativo?... ¡Y que no tenga qué comer un hombre que podría enseñar la Gramática a todo Madrid y corregir estos delitos del lenguaje!... ¿Por qué no me había de dar el Gobierno, vamos a ver, por qué no me había de dar el encargo, mediante proporcionales emolumentos, de vigilar los rótulos?... ¡Zoquetes, qué multas os pondría!... Pues también tú estás bueno: Se alquilan qartos... muy bien, señor mío. ¿Le gustan a usted tanto las úes que se las come con arroz? ¡Ah!, si el Gobierno me nombrara ortógrafo de la vía pública, ya veríais... Vamos, otro que tal: se proive... Se prohíbe rebuznar, digo yo».

Hallábase en lo más entretenido de aquella crítica literaria, tan propia de su oficio, cuando vio que hacia él iban tres individuos de calzón ajustado, botas de caña, chaqueta corta, gorra, el pelo echadito palante, caras de poca vergüenza. Eran los tales tipos muy madrileños y pertenecían al gremio de los randas. El uno era descuidero, el otro tomador, y el tercero hacía a pelo y a pluma. Ido les conocía, porque vivían en su patio, siempre que no eran inquilinos de los del Saladero, y no gustaba de tratarse con semejante gentuza. De buena gana les habría dado una puntera en salva la parte; pero no se atrevía. Una cosa es reformar la ortografía pública, y otra aplicar ciertos correctivos a la especie humana. «Allá van los buenos días» le dijeron los chulos alegremente, y a Ido se le puso la carne como la de las gallinas, porque se acordó del duro y temió que se lo garfiñaran si entraba en parola con ellos. Pasando de largo, les dijo con mucha cortesía: «Dios les guarde, caballeros... Conservarse» y apretó a correr. No le volvió el alma al cuerpo hasta que les hubo perdido de vista.

«Es preciso que me convide a algo» pensaba el pendolista; y hacía la crítica mental de los manjares que más le gustaban. Cerca de la puerta de Toledo se encontró con un mielero alcarreño que paraba en su misma casa. Estaban hablando, cuando pasó un pintor de panderetas, también vecino, y ambos le convidaron a unas copas. «Váyanse al rábano, ordinariotes...» pensó Ido, y les dio las gracias, separándose al punto de ellos. Andando más vio un ventorro en la acera derecha de la Ronda... «¡Comer de fonda!». Esta idea se le clavó en el cerebro. Un rato estuvo Ido del Sagrario ante el establecimiento de El Tartera, que así se llamaba, mirando los dos tiestos de bónibus llenos de polvo, las insignias de los bolos y la rayuela, la mano negra con el dedo tieso señalando la puerta, y no se decidía a obedecer la indicación de aquel dedo. ¡Le sentaba tan mal la carne...! Desde que la comía le entraba aquel mal tan extraño y daba en la gracia estúpida de creer que Nicanora era la Venus de Médicis. Acordose, no obstante, de que el médico le recetaba siempre comer carne, y cuanto más cruda mejor. De lo más hondo de su naturaleza salía un bramido que le pedía ¡carne, carne, carne! Era una voz, un prurito irresistible, una imperiosa necesidad orgánica, como la que sienten los borrachos cuando están privados del fuego y de la picazón del alcohol.

Por fin no pudo resistir; colose dentro del ventorrillo, y tomando asiento junto a una de aquellas despintadas mesas, empezó a palmotear para que viniera el mozo, que era el mismo Tartera, un hombre gordísimo, con chaleco de Bayona y mandil de lanilla verde rayado de negro. No lejos de donde estaba Ido había un rescoldo dentro de enorme braserón, y encima una parrilla casi tan grande como la reja de una ventana. Allí se asaban las chuletas de ternera, que con la chamusquina en tan viva lumbre, despedían un olor apetitoso. «Chuletas» dijo D. José, y a punto vio entrar a un amigo, el cual le había visto a él y por eso sin duda entraba.

«Hola, amigo Izquierdo... Dios le guarde».

-Le vi pasar, maestro y dije, digo: A cuenta que voy a echar un espotrique con mi tocayo...

Sentose sin ceremonia el tal, y poniendo los codos sobre la mesa, miró fijamente a su tocayo. O las miradas no expresaban nada, o la de aquel sujeto era un memorial pidiendo que se le convidara. Ido era tan caballero que le faltó tiempo para hacer la invitación, añadiendo una frase muy prudente. «Pero, tocayo, sepa que no tengo más que un duro... Con que no se corra mucho...». Hizo el otro un gesto tranquilizador y cuando el Tartera puso el servicio, si servicio puede llamarse un par de cuchillos con mango de cuerno, servilleta sucia y salero, y pidió órdenes acerca del vino, le dijo, dice: «¿Pardillo yo?... pa chasco... Tráete de la tierra».

A todo esto asintió Ido del Sagrario, y siguió contemplando a su amigo, el cual parecía un grande hombre aburrido, carácter agriado por la continuidad de las luchas humanas. José Izquierdo representaba cincuenta años, y era de arrogante estatura. Pocas veces se ve una cabeza tan hermosa como la suya y una mirada tan noble y varonil. Parecía más bien italiano que español, y no es maravilla que haya sido, en época posterior al 73, en plena Restauración, el modelo predilecto de nuestros pintores más afanados.

«Me alegro de verle a usted tocayo -le dijo Ido, a punto que las chuletas eran puestas sobre la mesa-, porque tenía que comunicarle cosas de importancia. Es que ayer estuvo en casa doña Jacinta, la esposa del Sr. D. Juanito Santa Cruz, y preguntó por el chico y le vio... quiero decir, no le vio porque estaba todito dado de negro... y luego dijo que dónde estaba usted, y como usted no estaba, quedó en volver...».

Izquierdo debía de tener hambre atrasada, porque al ver las chuletas, les echó una mirada guerrera que quería decir: «¡Santiago y a ellas!» y sin responder nada a lo que el otro hablaba, les embistió con furia. Ido empezó a engullir comiéndose grandes pedazos sin masticarlos. Durante un rato, ambos guardaron silencio. Izquierdo lo rompió dando fuerte golpe en la mesa con el mango del cuchillo, y diciendo:

«¡Re-hostia con la Repóblica!... ¡Vaya una porquería!».

Ido asintió con una cabezada.

«¡Repoblicanos de chanfaina... pillos, buleros, piores que serviles, moderaos, piores que moderaos! -prosiguió Izquierdo con fiera exaltación-. No colocarme a mí, a mí, que soy el endivido que más bregó por la Repóblica en esta judía tierra... Es la que se dice: cría cuervos... ¡Ah! Señor de Martos, señor de Figueras, señor de Pi... a cuenta que ahora no conocen a este pobrete de Izquierdo, porque lo ven maltrajeao... pero antes, cuando Izquierdo tenía por sí las afloencias de la Inclusa y cuando Bicerra le venía a ver pal cuento de echarnos a la calle, entonces... ¡Hostia! Hamos venido a menos. Pero si por un es caso golviésemos a más, yo les juro a esos figurones que tendremos una yeción.
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