Fortunata y Jacinta: 1.06.01

I
Parte Primera (Capitulo VI)

de Benito Pérez Galdós
Pasaban meses, pasaban años, y en aquella dichosa casa todo era paz y armonía. No se ha conocido en Madrid familia mejor avenida que la de Santa Cruz, compuesta de dos parejas; ni es posible imaginar una compatibilidad de caracteres como la que existía entre Barbarita y Jacinta. He visto juntas muchas veces a la suegra y a la nuera, y por Dios que se manifestaba muy poco en ellas la diferencia de edades. Barbarita conservaba a los cincuenta y tres años una frescura maravillosa, el talle perfecto y la dentadura sorprendente. Verdad que tenía el cabello casi enteramente blanco; el cual más parecía empolvado conforme al estilo Pompadour, que encanecido por la edad. Pero lo que la hacía más joven era su afabilidad constante, aquel sonreír gracioso y benévolo con que iluminaba su rostro.
De veras que no tenían por qué quejarse de su destino aquellas cuatro personas. Se dan casos de individuos y familias a quienes Dios no les debe nada; y sin embargo, piden y piden. Es que hay en la naturaleza humana un vicio de mendicidad; eso no tiene duda. Ejemplo los de Santa Cruz, que gozaban de salud cabal, eran ricos, estimados de todo el mundo y se querían entrañablemente. ¿Qué les hacía falta? Parece que nada. Pues alguno de los cuatro pordioseaba. Es que cuando un conjunto de circunstancias favorables pone en las manos del hombre gran cantidad de bienes, privándole de uno solo, la fatalidad de nuestra naturaleza o el principio de descontento que existe en nuestro barro constitutivo le impulsan a desear precisamente lo poquito que no se le ha otorgado. Salud, amor, riqueza, paz y otras ventajas no satisfacían el alma de Jacinta; y al año de casada, más aún a los dos años, deseaba ardientemente lo que no tenía. ¡Pobre joven! Lo tenía todo, menos chiquillos.
Esta pena, que al principio fue desazón insignificante, impaciencia tan sólo convirtiose pronto en dolorosa idea de vacío. Era poco cristiano, al decir de Barbarita, desesperarse por la falta de sucesión. Dios, que les diera tantos bienes, habíales privado de aquel. No había más remedio que resignarse, alabando la mano del que lo mismo muestra su omnipotencia dando que quitando.
De este modo consolaba a su nuera, que más le parecía hija; pero allá en sus adentros deseaba tanto como Jacinta la aparición de un muchacho que perpetuase la casta y les alegrase a todos. Se callaba este ardiente deseo por no aumentar la pena de la otra; mas atendía con ansia a todo lo que pudiera ser síntoma de esperanzas de sucesión. ¡Pero quia! Pasaba un año, dos, y nada; ni aun siquiera esas presunciones vagas que hacen palpitar el corazón de las que sueñan con la maternidad, y a veces les hacen decir y hacer muchas tonterías.
«No tengas prisa, hija -decía Barbarita a su sobrina-. Eres muy joven. No te apures por los chiquillos, que ya los tendrás, te cargarás de familia, y te aburrirás como se aburrió tu madre, y pedirás a Dios que no te dé más. ¿Sabes una cosa? Mejor estamos así. Los muchachos lo revuelven todo y no dan más que disgustos. El sarampión, el garrotillo... ¡Pues nada te quiero decir de las amas!... ¡qué calamidad!... Luego estás hecha una esclava... Que si comen, que si se indigestan, que si se caen y se abren la cabeza. Vienen después las inclinaciones que sacan. Si salen de mala índole... si no estudian... ¡qué sé yo!...».
Jacinta no se convencía. Quería canarios de alcoba a todo trance, aunque salieran raquíticos y feos; aunque luego fueran traviesos, enfermos y calaveras; aunque de hombres la mataran a disgustos. Sus dos hermanas mayores parían todos los años, como su madre. Y ella nada, ni esperanzas. Para mayor contrasentido, Candelaria, que estaba casada con un pobre, había tenido dos de un vientre. ¡Y ella, que era rica, no tenía ni siquiera medio!... Dios estaba ya chocho sin duda.
Vamos ahora a otra cosa. Los de Santa Cruz, como familia respetabilísima y rica, estaban muy bien relacionados y tenían amigos en todas las esferas, desde la más alta a la más baja. Es curioso observar cómo nuestra edad, por otros conceptos infeliz, nos presenta una dichosa confusión de todas las clases, mejor dicho, la concordia y reconciliación de todas ellas. En esto aventaja nuestro país a otros, donde están pendientes de sentencia los graves pleitos históricos de la igualdad. Aquí se ha resuelto el problema sencilla y pacíficamente, gracias al temple democrático de los españoles y a la escasa vehemencia de las preocupaciones nobiliarias. Un gran defecto nacional, la empleomanía, tiene también su parte en esta gran conquista. Las oficinas han sido el tronco en que se han injertado las ramas históricas, y de ellas han salido amigos el noble tronado y el plebeyo ensoberbecido por un título universitario; y de amigos, pronto han pasado a parientes. Esta confusión es un bien, y gracias a ella no nos aterra el contagio de la guerra social, porque tenemos ya en la masa de la sangre un socialismo atenuado e inofensivo. Insensiblemente, con la ayuda de la burocracia, de la pobreza y de la educación académica que todos los españoles reciben, se han ido compenetrando las clases todas, y sus miembros se introducen de una en otra, tejiendo una red espesa que amarra y solidifica la masa nacional. El nacimiento no significa nada entre nosotros, y todo cuanto se dice de los pergaminos es conversación. No hay más diferencias que las esenciales, las que se fundan en la buena o mala educación, en ser tonto o discreto, en las desigualdades del espíritu, eternas como los atributos del espíritu mismo. La otra determinación positiva de clases, el dinero, está fundada en principios económicos tan inmutables como las leyes físicas, y querer impedirla viene a ser lo mismo que intentar beberse la mar.
Las amistades y parentescos de las familias de Santa Cruz y Arnaiz pueden ser ejemplo de aquel feliz revoltijo de las clases sociales; mas, ¿quién es el guapo que se atreve a formar estadística de las ramas de tan dilatado y laberíntico árbol, que más bien parece enredadera, cuyos vástagos se cruzan, suben, bajan y se pierden en los huecos de un follaje densísimo? Sólo se puede intentar tal empresa con la ayuda de Estupiñá, que sabe al dedillo la historia de todas las familias comerciales de Madrid, y todos los enlaces que se han hecho en medio siglo. Arnaiz el gordo también se pirra por hablar de linajes y por buscar parentescos, averiguando orígenes humildes de fortunas orgullosas, y haciendo hincapié en la desigualdad de ciertos matrimonios, a los cuales, en rigor de verdad, se debe la formación del terreno democrático sobre que se asienta la sociedad española. De una conversación entre Arnaiz y Estupiñá han salido las siguientes noticias:
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