Florante y Laura :3
COMIENZO DE LA NARRACIÓN
1.
Érase un sombrío, melancólico bosque,
maraña sin intersticios de espinoso bejuco;
donde con harta fatiga pugnaban los rayos de Febo
por visitar su interior de sobejana espesura.
2.
Gigantescos árboles daban allí
tan sólo apesaramientos, congojas y tristura;
canto todavía de las aves ponía espanto
al ánimo más sereno y regocijado.
3.
Cuantas yedras sarmentosas se enredaban
en las ramas, iban armadas de púas;
y las frutas, afelpadas, picaban
al que se acercaba y las tocaba.
4.
Las flores de los enhiestos árboles,
paramentos salientes de las hojas,
eran negras y armonizaban
con el olor que producía vértigos.
5.
En su mayoría cipreses y bajunas higueras,
cuya sombra abochornaba,
sin frutos y de anchas hojas
que oscurecían el interior del bosque.
6.
Todavía, los animales que aquí pululaban
eran en su mayoría serpientes y basiliscos en abundancia,
hienas y tigres carnívoros, que así devoraban
al hombre como a los de su especie que vencían.
7.
Este bosque hallábase a la vera de la puerta
del Averno, reino del huraño Plutón,
y sus dominios regaba
el río Cocito de venenosas aguas.
8.
Hacia el centro de este mustio bosque
se levantaba una higuera de desteñidas hojas;
aquí estaba atado el infortunadísimo
a quien su mal sino persiguió.
9.
Su continente era de mancebo,
a pesar de tener manos, pies y cuello sujetos,
si no era Narciso, era verdadero Adonis,
su rostro fulguraba en medio de los tormentos.
10.
Tersa la piel y cual yema de huevo,
tenía las pestañas y cejas hechas puro arco,
el color del cabello era de recién purificado oro
y las prendas del cuerpo en justa armonía.
11.
Hubiera allí oréadas,
bosque-palacio de feroces arpías,
tendrían misericordia y amor
al trasunto de la hermosura y del infortunio.
12.
Este juguete de la desdicha y del dolor,
con sus dos ojos que parecían fuentes,
por las lágrimas que a fuerza de llorar estallaban,
esto articuló, que herirá todo pecho piadoso:
13.
¡Cielo vengador! Tu fiereza, ¿dónde está,
hoy que inmóvil yazgo,
mientras la bandera de la iniquidad
se enseñorea del reino de Albania?
14.
Dentro y fuera de mi infeliz patria
la traición impera,
la bondad y el mérito yacen echados,
asfixiados en el hoyo del tormento y de la angustia.
15.
A la buena crianza se aherroja
en los abismos de la vaya y del desasosiego;
a los honrados se soterra
y sepulta sin ataúd.
16.
Mas al alevoso y execrable
se sienta en el trono del honor,
y a cada tartufo de bestial carácter
se sahuma con aromático pebete.
17.
Mientras los perversos y traidores yerguen la cabeza arrogantes,
andan los buenos avergonzados y cabizbajos;
la razón santa yace en el suelo, quebrantada,
y lágrimas únicamente desliza.
18.
Los labios que despliegan
palabras de verdad y justicia,
al punto se hienden y amordazan
con espada de muerte ignominiosísima.
19.
¡Oh traidor anhelo de riqueza y poder!
¡Oh ansia de honor cual aire que se disipa!
Eres la causa de todos los males
y de los que me trajeron a esta situación tan lastimosa.
20.
Acaso por la corona del rey Linceo
y la riqueza del duque mi padre,
fue osado el conde Adolfo
a sembrar de males el reino de Albania.
21.
Todo esto, misericordioso cielo,
lo ves: ¿cómo es que lo sufres?
Origen eres de todo bien y de toda razón,
¿y permites que un desalmado los suplante?
22.
Mueve tu poderosa diestra,
esgrime la espada de la indignación,
y en el reino de Albania haz sentir
tu venganza contra los malos.
23.
¿Por qué, cielos, eres sordo para mí,
y mis sinceros ruegos desoyes?
¿Será verdad que, para un sicofanta,
tus orejas son todo oídos?
24.
Mas ¿quién penetrará
tus inefables misterios, Dios omnipotente?
Nada será en la costra de la tierra
que a bien no fuera tu designio.
25.
¡Ay, dónde ahora acudiré!
¡Dónde echaré mis lágrimas,
si hoy el cielo ya se niega a oir
el grito de mi doliente voz!
26.
Si tu deseo es que padezca,
¡cielo alto! hágase tu voluntad,
pero haz que el corazón de Laura
palpite, de vez en cuando, por mí.
27.
Y en este océano de adversidades,
cuya inmensidad tengo de vadear,
la memoria que Laura del malogrado amor haga,
será de mi pecho la única alegría.
28.
Su levísimo recuerdo
será para mí inmenso alborozo,
superior a la fatiga y tormento
impuestos por el falaz e inmisericordioso.
29.
Si en mis ataduras pongo el pensamiento,
me siento ya cadáver frío en profundo sueño,
y llorado por la que es mi placer y gozo,
parezco despertar a vida inacabable.
30.
Si hurgo en los ápices de la inteligencia
nuestros amores de mi bien amada,
su llanto cuando tenía pesadumbre
trueca en alegría mis cuitas.
31.
Mas, ¡infelíz de mí! ¡errada suerte!
¿qué valen ya tales amoríos,
si, quietamente, mi único amor
descansa ya en los brazos de otro?
32.
En el regazo del conde Adolfo
veo a mi Laura amada.
Muerte, ¿dónde está tu antigua fiereza
para que me libre yo de este tormento?
33.
Aquí, preso de angustia, se desmayó,
rindió el corazón al asalto del dolor,
la cabeza dobló y lágrimas vertió,
regando el árbol donde estaba amarrado.
34.
De los pies a la cabeza
el dolor esculpió su saña,
dándole entonces los celos
tirana y artera muerte.
35.
Al de condición más dura
su vista ablandará,
y lágrimas derramaría
que al propio autor fuercen a misericordia.
36.
Espectáculo tan sólo de la traza
de quien sus pesares logró enmudecer,
presto invitará al corazón a llorar
si ya, de los ojos, las lágrimas huyeron.
37.
¿De qué misericordia el pecho no sentirá
del hombre de buena voluntad,
si las plegarias y quejas oyese,
pasado el accidente, del que era la propia imagen del pesar?
38.
Casi todo el bosque estaba sembrado
de quejidos tristísimos,
que todavía repetían y resonaban
el eco contestando en lontananza.
39.
¡Ay, Laura idolatrada! ¿por qué otorgó
a otro el amor a mí prometido,
y traicionó al leal corazón,
por quien lágrimas derramó?
40.
¿No juraste delante del cielo
que no serías desleal a mi amor?
¡Y yo que confié este pecho,
sin barruntar que a esto pararía!
41.
Creí que tu belleza,
pedazo de cielo, era inquebrantable,
fiel tu corazón, sin recelar
que la infidelidad moraba en la hermosura.
42.
No creí que despreciarías
las lágrimas que vertiste por mí,
ni el dulce remoquete de ser yo el bien amado,
y mi rostro el bálsamo a tus tribulaciones.
43.
¿No era cierto, bien mío, que, cuando ordenaba invadir
el rey tu padre cualquiera ciudad,
cuando trabajabas mi escudo,
tus dos ojos destilaban perlas?
44.
Cuando a mi plumaje atabas
con tus dedos de coral,
tus ansias iban y venían
con las oscilaciones del oro de hilar.
45.
¡Cuántas veces, Laura, me entregaste,
todavía mojada en lágrimas, la banda que usaría,
y la dabas acongojadísima,
temerosa de que en la lucha me hiriese!
46.
Volante y peto no permitías
que tocasen y se ajustasen a mi cuerpo,
sin antes desherrumbrarlos,
temerosa de que mi ropa manchasen.
47.
Examinabas su resistencia y brillo
para que los tajos resbalasen,
y aun a distancia no cejaban tus reparos
para que, en medio del ejército, al punto se distinguiesen.
48.
Adornabas mi turbante
con perlas, topacio y brillante rubí,
aparte el movedizo diamante,
llenándolo con tu nombre, la letra L.
49.
Mientras ausente luchaba,
al rebusco ibas de cuanto pudiera divertirte,
y, aunque triunfase, al comenzar a entrar,
ya estaba a tu vista, y todavía el miedo te sobrecogía.
50.
Todo tu temor era que me hiriesen,
nada creías que antes no vieras,
y si revelaba la piel leve rasguño,
lo lavabas con tus lágrimas.
51.
Cuando guardaba algún pesar,
al punto inquirías su motivo,
y, hasta que lo conseguías, ibas besando
mi rostro con tus labios de rubí.
52.
No parabas hasta averiguarlo,
pronto le aplicabas el remedio,
me conducías al jardín para allí buscar
de entre las flores la que podría darme huelgo y solaz.
53.
Cogías las más hermosas,
y en mi cuello colgabas
ensartadas y alternadas flores,
para desterrar mi tristeza.
54.
Si mis dolores no calmaban,
tus pestañas se inundaban de lágrimas;
¿dónde están ahora esos halagos
que apacigüen mis torturas?
55.
Vente, Laura, que necesito
ahora tus solicitudes de pasados días,
ahora recaba de tí auxilios
tu infeliz amante en agonía.
56.
Y ahora que es inmenso mi infortunio,
no te imploro caudal de lágrimas,
una gota, aliviadora, bastará,
si arranca de tu corazón amante.
57.
Palpa ahora mi cuerpo,
examina mi herida no inferida por espada,
lava la sangre que brota de las huellas de la atadura
de mis manos, pies y cuello.
58.
Vente, amor mío, y cata mi ropa,
en la que no querías manchas de herrumbre;
desata la cuerda y remúdame,
para que hallen lenitivo mis aflicciones.
59.
Fija los ojos
en mi traza, echadero de amarguras,
para mitigar la veloz carrera
de lo que ha de acabar con mi vida.
60.
Nadie, Laura, tú eres la única
que podrá sanar estos tormentos;
pon tus manos en este cuerpo,
y, aunque cadáver fuera, volvería a la vida.
61.
Pero, ¡infeliz de mí! ¡ay, en la gran tribulación,
no existe ya Laura a quien llamo!
se ha alejado, alejado, y no quiere acudir;
¡fue desleal a mi fiel amor!
62.
En otro regazo enajenó
el corazón que mío era ya, y me engañó;
todo mi amor lo desvió de sí,
olvidó el suyo y despreció sus lágrimas.
63.
¿Qué desolación es ya la que no tengo?
¿Habrá muerte que todavía no sufra?
Huérfano de padre y de adoptiva madre,
sin amigos y olvidado por su adorada.
64.
Castigo a mi honor perdido;
flecha envenenada hincada en mi corazón;
¡compasión por mi padre, enclavado dardo;
me están abrasando estos celos!
65.
Dolor de los dolores,
la infidelidad de Laura es la que emponzoña
y viene sepultando mi vida
en la fosa de los malhadados.
66.
¡Oh, conde Adolfo! aunque desencadenado
hubieras todos los males de la tierra,
tu perfidia habría agradecido,
si no me hubieses robado el corazón de Laura.
67.
Aquí se desgañitó espantosamente,
que resonó en el interior del bosque;
espíritu y cuerpo se lo llevaron
ansias, y desatóse en río de lágrimas.
68.
Abatióse la cabeza en el tronco del árbol,
vencido el cuello por el cordel que lo sujetaba,
puro cadáver era, y el color de yema
de su rostro, tornóse blanco puramente.
69.
Ocurrió que recaló en el bosque
un guerrero, valiente de traza,
con turbante hermosísimo por cimera,
y traje moro de la capital de Persia.
70.
Hizo alto y escudriñó con la mirada,
como si buscase sitio donde descansar;
e repente tiró
pica y adarga, y juntó las manos.
71.
Luego alzó la vista y clavó los ojos
en la copa del árbol, tapia del cielo;
parecía estatua muda de pie,
sin pausa en los suspiros.
72.
Cansado en tal guisa,
se sentó en el tronco de un árbol,
y habló, "¡Oh suerte!", lanzando al mismo tiempo
de los ojos lágrimas como saetas.
73.
La cabeza apoyó en la mano izquierda,
luego cogió la frente con la diestra,
como si hiciese memoria
de cosa importante olvidada.
74.
Después se reclinó a la ventura,
sin dar tregua al manantial de sus lágrimas;
sus desesperaciones iban entreveradas
de palabras: "Flérida, ay, se acabó la alegría."
75.
Por momentos sembraba
todo el bosque de ayes,
que entonaban con el canto melancólico
de las aves nocturnas que allí reposaban.[13]
76.
Luego se incorporó atónito,
requirió la pica y el escudo,
imprimió en su rostro ferocidad de Furias,
"No lo permitiré", exclamó.
77.
Si de Flérida el raptor fuera otro,
que no mi padre, a quien debo respetar,
no respondería de que esta pica
no causara mil y diez mil muertes.
78.
Descendería Marte de lo alto,
surgirían de lo profundo las Parcas,
toda su rabia desencadenarían,
arrastradas por el ímpetu de mi brazo.
79.
De las uñas del traidor arrebatara
la que es mitad de mi alma,
y quienquiera, excepto mi padre,
no respetara el acero que llevo.
80.
¡Oh, soberano y despótico poder del amor,
que aun a padres e hijos unces a tu yugo;
cuando te apoderas del corazón de cualquiera,
todo se despreciará por seguir tus fueros!
81.
¡Y se pisoteará cuanto es santo y sagrado;
prudencia, razón, todo será en vano;
la Autoridad será desacatada,
y la vida misma, aborrecida!
82.
Este fin de mi suerte tan descaminada,
espejo claro es que debe apreciarse,
para que el que lo comprenda no esté abocado
a la adversidad superior a mis fuerzas.
83.
Dicho esto, lágrimas vertió,
pica clavó y luego gimió;
resonaron entonces, como si contestasen,
los quejidos del que estaba atado.
84.
Pasmóse el guerrero de oirlo;
fue mirando en derredor,
y, cuando nada vio, esperó su repetición;
a poco volvió aquél a gemir.
85.
Pasmóse más el valiente guerrero,
"¿quién gime en esta soledad?"
Se acercó hacia donde venían
los quejidos, y se puso todo oídos.
86.
Alcanzó las siguientes quejas:
¡Ay, padre amantísimo que venero!
¿por qué tu vida se cortó antes,
y me dejó huérfano en medio de las amarguras?
87.
Cuando mi imaginación hace cábalas,
sobre tu caída en manos del traidor,
parece que veo lo que te acaeció,
y el castigo inhumano que da grima.
88.
¡Qué castigo no aplicara
a tí el conde Adolfo tirano!
¡Si eras espejo de la prudencia en el reino!
En tí descargaría su mayor furia.
89.
Tu cuerpo parece que lo barrunta
ahora tu hijo menor postrado en el tormento;
lo desmenuza y desgarra,
el sayón verdugo del hipócrita.
90.
Tu carne y huesos al desprenderse,
manos y cuerpo huyeron de la cabeza,
cual tobas los iban lanzando esos traidores,
y no hubo nadie que se apiadase de soterrarlos.
91.
Hasta tus protegidos y amigos,
si son de la facción del traidor, son ya tus enemigos;
y los que no abrazaron su causa, temen también
ser castigados, si a tu cadáver dan sepultura.
92.
Hasta aquí, padre, parece que oigo
que tu cabeza ya está debajo de la cuchilla,
tus ruegos y súplicas al cielo
de que yo me libre de uñas cruentas.
93.
Deseabas todavía que me cubriesen
los cadáveres en medio de la carnicería,
para no caer en la mortífera mano
del conde Adolfo, peor que la de león.
94.
Sin terminar aún tus súplicas,
sobre tu cuello cayó de repente el cuchillo,
salió de tus labios como últimas palabras:
"¡adiós, hijo menor!", y tu vida pasó.
95.
¡Ay, padre y padre mío! cuando pienso
en lo que fue tu amor y tus filiales complacencias,
la angustia asaetea
la lágrima del corazón que de los ojos fluye.
96.
No tienes segundo como padre en la tierra,
en el mimar al hijo que acaricia en su regazo,
por mínima la aflicción que se me asome en el rostro,
tu misericordia, a seguida, te hace derramar lágrimas.
97.
Todas las alegrías se acabaron para mí,
hasta la vida me es un estorbo.
¡Padre! mucho no esperarás
para, en la descansada patria, abrazarme.
98.
Interrumpió brevemente su soliloquio el desgraciado,
dando tiempo a que las lágrimas se desatasen;
del piadoso moro que lo oía
de lástima casi estallaba el pecho.
99.
Puso la mano en el corazón y articuló:
¿cuándo, decía, mis lágrimas brotarán
de compasión por mi padre, y echarle de menos
como los clamores del que gime?
100.
Por el amor secuestrado llora,
causa de mis lágrimas hechas arroyo;
él gime por su amor
al padre que murió, modelo de padres.
101.
Si lo que inunda sin cesar
mis ojos, fuera echar de menos
las caricias de mi padre y su amparo,
grande sería mi suerte y harto apetecible.
102.
Mas la estancada escasa agua,
que suele regar mi rostro y pecho,
procede, cierto, de mi padre, pero de su crueldad,
no de su amparo y patrocinio.
103.
Lo que llamaré cariño
de mi padre, es su doblez,
birlarme la dama, volverme desesperanzado,
agarrotarme de dolor y que mi vida se elimine.
104.
¿Habrá hijo como yo, hecho una lástima,
cuya felicidad, obra del padre, es pena y lágrimas,
que no probó mínima alegría
de amorosa madre que presto la perdió?
105.
Tras breve silencio, volvió a oir
los quejidos del amarrado,
que decía: ¡Ay, Laura, alegría de mis deseos,
adiós te doy desde el seno del infortunio!
106.
Sea para tí toda bienandanza,
en presencia del que no es tu prometido esposo,
y no te despeñes por la vía donde se despeñó
tu amante olvidado y burlado.
107.
Aunque fuiste inhumana y falaz,
serás siempre el norte de mis anhelos,
y, si es posible, hasta en la sepultura
mis huesos te venerarán.
108.
Apenas hubo dicho esto,
dos leones sofocados de ambular,
se le dirigieron con intención de devorarle,
pero se detuvieron delante de él.
109.
Parece que tuvieron piedad, dejando de ser feroces,
del infeliz a quien trucidarían, imagen del dolor;
levantaron la vista como queriendo prestar oídos
al que no cesaba de sollozar.
110.
¿Qué sentiría, tal vez, este ligado,
ahora que dos fieras se le encaran,
cuyos dientes y uñas solo podrían ofrecerle
muerte horrorosa?
111.
Nada puedo contar ya, mis lágrimas corren,
enmudece mi narradora lengua;
mi corazón sintió fatiga por piedad suma
del mísero bloqueado por las torturas.
112.
¿Qué alma sensible no se dolería
de la precaria situación del maniatado,
asiento de pesares, y todavía viendo
a los que a su carne y huesos deshebrarían?
113.
Creyendo, pues, este colmo de amargura
que su vida ya había traspuesto la raya,
sintió fiebre en el corazón, y perdió la voz,
que casi eran ininteligibles estos gemidos:
114.
Adiós, Albania, patria
de pérfidos y crueles, feroces y embaidores,
yo, tu salvador, a quien diste muerte,
siento por tí infinita misericordia.
115.
¡Que no salpiquen dentro de tus muros picaduras
de la espada debeladora del enemigo;
que la tengas como la que esgrimió
la diestra del que fue tu baluarte seguro!
116.
Bascas te dio la promesa
de hacerte holocausto de su sangre,
y preferiste que bestias vertieran
la que por tu causa se hubiese dado toda.
117.
Desde mi infancia nada aspiré
que no fuera en tu obsequio y defensa.
¿No se intentó a veces tu sumisión
y mi brazo fue el que te hizo libre?
118.
Afrentosa muerte fue tu cínico galardón,
pero te seré agradecido
si, con estimación, y no con venganza, te portases
con la amada por quien hago duelo y que fue infiel.
119.
Aquella mi Laura que no arrancará
ni la muerte misma de mi leal pecho;
adiós, patria mía, adiós, adorada,
mentido amor que nunca se aparta de la mente.
120.
Patria sin alma, inconstante adorada,
Adolfo cruel, Laura embaucadora,
triunfad ya hoy y entregaos a la alegría,
que vuestros deseos se verán cumplidos.
121.
Ya tengo en frente la más horripilante
cruel especie de muerte,
vuestra perversidad así será colmada
como mis desventuras.
122.
¡Infeliz de mí! Con que, ¡oh, Laura!
¿habré de morir sin ser ya amado por tí?
Amargura de amarguras;
¿de mí quién hará memoria?
123.
Con que, para mi infortunio,
¿no tendrás miaja de lágrima?
Cuando descanse en la nada,
¿no me consagrarás recuerdo alguno?
124.
Estos pensamientos me asesinan;
corred ya, lágrimas mías; y, corazón mío, derrítete;
abre, alma mía, y de los ojos salga;
caed, gotas de mi sangre, a porfía.
125.
Hecha paz con el dolor
por este olvido de mi adorado tormento;
llórese, no por mi vida,
sino por el amor harto malogrado.
126.
Por estas angustias que consternan,
no pudo reprimir el guerrero su compasión;
corrió tras las voces y las buscó,
abriéndose camino por medio del acero.
127.
La tupida maraña crugía
a los golpes del afiladísimo acero,
no dándose tregua el moro hasta dar
por donde los quejidos venían.
128.
Como a la altura de los ojos estaba el sol
en su carrera al Poniente,
cuando halló el paradero
del amarrado, tan sin ventura.
129.
Cuando llegó cerca y alcanzó con la vista
al que en sus ataduras cercaron las penas,
perdió el conocimiento y lágrimas deslizó,
presos cuerpo y corazón de lástima.
130.
Ratos estuvo quedo y sin habla,
contuvo el aliento que se le escapaba,
e iba a adormecérsele, de compasión, la sangre,
no fuera por los bravos leones que amenazaban de pie.
131.
Hostigados por el hambre y la maña devoradora,
cobraron saña, inmisericordia,
prestos los dientes y las garras recién afiladas,
para, a una, dar al maniatado el zarpazo.
132.
El pelo erizaron,
irguieron la cola que infundía terror
por la braveza y saña de su catadura,
cual Furia crugiendo los dientes.
133.
Empinados y preparadas
contra el atado cuerpo las uñas carniceras,
iban a echar ya la zarpa cuando se atravesó
el nuevo Marte de la tierra.
134.
Acosó de tajos a los dos leones,
como Apolo a la serpiente Pitón;
no hubo tajo que no hiciera carne
del cortante y probadísimo acero.
135.
Cuando esgrimía la diestra mortífera,
y con la izquierda paraba los golpes,
los briosos leones perdían el tino,
que, instantes después, yacían cadáveres.
136.
Cuando triunfó el buen guerrero
de sus enemigos, las bestias feroces,
con lágrimas en los ojos desató las ligaduras
del infelicísimo que tenía perdido el conocimiento.
137.
Poseído de conmiseración el ánimo
cuando vio la sangre brotar de los estigmas,
perdió la paciencia al querer desatar rápidamente
las enmarañadas espiras de la cuerda.
138.
Colocóse, pues, al lado
del fofo cuerpo, cual fresco cadáver,
y de un tajo cortó con la espada
la cuerda impía de probada resistencia.
139.
Se sentó y puso en su regazo, desesperándose,
el cuerpo, que de agobio se le fue el aliento;
pasó las manos por el rostro y pulsó el pecho,
que su deseo fue que recobrase el conocimiento.
140.
Por mirar a hito el desfallecimiento
del que tenía en su regazo tan soliviantado,
escudriñaba, causándole asombro
así la hermosura del porte como su fin.
141.
También asombraba al del bello continente
su parecido y semejanza con el valiente guerrero;
y sintieran encanto los contempladores
ojos, si profunda lástima no se lo impidiese.
142.
Conturbadísimo estaba su ánimo,
pero se serenó cuando pareció moverse
el que tenía en su regazo, tan alicaído,
despertándosele la vida en letargo.
143.
La cabeza abatida, abrió los ojos,
un suspiro fue su primer saludo a la claridad,
seguido de un gemido que ponía lástima:
¿dónde estás, Laura, en este trance?
144.
Vente, querida mía, y mi prisión deshaga,
si muero, acuérdate de mí;
y volvió a cerrar los ojos, desvaneciéndose sus quejidos.
El que le tenía en los brazos temía contestarle.
145.
Para evitar que recayese,
y acabara por apagarse el ya escaso aliento.
Esperó que verdaderamente sosegase
el ánimo del que tenía en su regazo, compendio del pesar.
146.
Cuando volvió a abrir los ojos llenóse de pavor,
¿cómo? ¡suerte impía! ¡en manos del moro!
Quiso hurtar el cuerpo blandujo,
y, cuando no lo consiguió, rechinó sólo los dientes.
147.
Contestó el guerrero que no cobrase miedo:
Serénate y divierte el ánimo;
hoy libre estás de todo daño,
te ampara quien te sostiene en sus brazos.
148.
Si te da bascas mi solicitud,
y ponzoña a tu corazón el no ser cristiano,
me avergüenza no acorrerte
en trance tan apurado que la suerte te deparó.
149.
Tu traje te revela
Albanés, y Persa el mío;
enemigo eres de mi patria y de mi secta,
mas tu infortunio de hoy nos vuelve camaradas.
150.
Moro soy, pero pío,
sujeto a los mandatos del cielo,
y en mi corazón viene grabada
la ley natural de compartir la desgracia del prójimo.
151.
¿Qué podría hacer yo, que oí
tus quejidos que conturban,
amarrado, y a punto de recibir zarpazos
de dos fieros leones llenos de saña?
152.
Suspiró el que iba en el regazo,
y al solícito moro contestó:
Si no me hubieras desamarrado del tronco del árbol,
sepultado estaría ya en el vientre del león.
153.
Aliviado ya este pecho,
y no obstante mostrarte mortal enemigo,
no permitiste que trizas hicieran
de mi cuerpo, vida y padecimientos.
154.
Tu misericordia no imploro,
que me quites la vida es la misericordia que deseo;
no sabes los tormentos que sufro,
que la muerte es la vida que pido.
155.
Aquí se le escapó un grito de conmiseración
al moro piadoso y lágrimas descuajó
en respuesta a las palabras oídas,
reclinándose extenuado.
156.
Al cabo, ambos quedaron mudos,
sin lograr sobreponerse a los asaltos del dolor,
enajenados de ánimo, hasta que se escondió
y acostó Febo en su lecho de oro.
157.
Cuando notó el piadoso moro
que la débil claridad en el bosque se disipaba
rastreó las huellas por donde anduvo,
y llevó al que tenía en los brazos donde procedió.
158.
Allá donde primeramente recaló,
cuando penetró en el bosque el aguerrido moro,
y, en una ancha y limpia roca,
amorosamente recompuso al que con él trujo.
159.
Sacó de sus provisiones algo que comer,
invitó cariñosamente al apenado a que probase bocado;
aunque se negaba, se dejó persuadir
por blandas y halagadoras palabras.
160.
Algún ánimo cobró,
porque el hambre ya no acosaba,
y, sin querer, quedó dormido
en el regazo del bizarro guerrero.
161.
Este no cerró los ojos en toda la noche,
y por cuidarle pasóla en vigilia,
temiendo que le acometiesen
sañudas fieras que por el bosque rampaban.
162.
A cada despertar suyo del ligero sueño,
el atribulado prorrumpía en quejas,
que cual dardos se clavaban
en el pecho del moro piadoso y bienhechor.
163.
A la madrugada quedó profundamente dormido,
y descansó un poco de sus fatigas,
hasta que Aurora impelió a las sombras,[19]
no soltó gemido, ni queja.
164.
Fue la causa que concilió
cinco pesares que se revolvían
y tranquilizó al corazón doliente,
cobrando fuerzas nuevas el cuerpo maltrecho.
165.
Por donde, al esparcir por el orbe
su dorada cabellera el alegre sol,
se incorporó despacioso y agradeció
al cielo las recobradas fuerzas del cuerpo.
166.
Cuál no sería el gozo del ínclito guerrero,
que abrazó repentinamente al cuitado,
y si antes, de piedad, le brotaron las lágrimas,
hoy, de alegría, le corrían, a chorros.
167.
Mis palabras no bastan a narrar cuán grande
fue el agradecimiento del maltraído,
y, no fuera el pesar por su amor sin ventura,
la alegría todo lo hubiera disipado.
168.
Que la pena de amor nacida,
por más que huya del pecho,
presto volverá,
y todavía con mayor saña.
169.
Así que, apenas logró tocar
la alegría la membrana del corazón afligido,
la angustia la arrojó,
y su dardo, luego, hincó.
170.
Apesaramientos estrecharon nuevamente su pecho;
(yugo es el amor tan recio de sobrellevar),
y, si el moro de Persia no le consolase,
de fijo el aliento se le habría ido.
171.
Te consta mi aprecio,
(dijo el persiano al escuchimizado duque);
deseo conocer el origen de tu desventura,
por si existe el remedio, aplicarlo.
172.
Contestó el cuitado que: no sólo el origen
de mi sufrimiento he de contar,
sino toda la vida desde que nací,
para cumplir con tus deseos y ruego.
173.
Se sentaron, uno al lado del otro, al pie del árbol,
el pío moro y el apesarado,
después narró, saltándole las lágrimas,
toda su vida hasta caer en sin igual cautiverio.
174.
En un ducado del reino de Albania,
allí vi la luz primera;
mi ser deuda es que recibí
del duque Briseo, ¡ay! mi padre amado.
175.
Ahora estás en esa tranquila patria,
en presencia de mi madre idolatrada,
la princesa Floresca, tu dilecta esposa;
recibe las lágrimas que escaldan mi rostro.
176.
¿Por qué vi la luz en Albania,
patria de mi padre, y no en Crotona,
bulliciosa ciudad y tierra de mi madre?
Así mi vida no fuera tan trabajada.
177.
El duque mi padre era privado y consultor
de rey Linceo en todos los negocios,
segundo jerarca del reino entero,
e imán del amor del pueblo.
178.
En la prudencia, era modelo de todos,
y en el valor, la cabeza de la ciudad,
incomparable en saber amar a sus hijos,
guiarles y enseñarles sus deberes.
179.
Me alucina, aún ahora,
el comodín cariñoso de mi señor padre,
cuando criatura y de brazos llevar era:
"Florante, mi singular flor."
180.
Este es mi nombre desde niño,
y con que padre y madre me criaron,
apodo que dice bien a "sollozante"
y a "estrechado por el infortunio."
181.
Toda mi infancia ya no relataré
nada de valer ha sucedido,
sino cuando niño a punto iba de ser cogido por las garras
de un buitre, ave de rapiña.
182.
Mi madre, dice, que dormía
en la quinta que daba al monte,
entró el ave cuyo olfato alcanzaba,
de animales muertos, hasta tres leguas.
183.
A los gritos de mi madre idolatrada,
entró el primo mío, de Epiro procedente,
por nombre Menalipo, que portaba flecha;
disparó, y el ave murió instantáneamente.
184.
Un día que comenzaba a andar,
jugaba en medio de la sala,
entró un halcón y pilló rápidamente con las garras
el cupidillo de diamante que adornaba mi pecho.
185.
Cuando arribé a los nueve años,
mi diversión favorita era el collado,
las saetas en el carcaj y el arco en el regazo,
para matar animales y flechar pájaros.
186.
Las mañanas, cuando comenzaba a tender
el hijo del sol sus bulliciosos rayos,
me entretenía cerca del bosque
con una junta de camaradas.
187.
Hasta ponerse en el cénit
el rostro de Febo, imposible de mirar a hito,
recogía la alegría,
ofrenda de la generosa solanera.
188.
Recibía lo que esparcía
el perfume alegrante de las flores,
jugaba con mi propia sombra,
la tímida brisa y las avecillas volanderas.
189.
Cuando divisaba alguna pieza
en el cercano, talludo monte,
rápidamente armaba la flecha en el arco
y de un flechazo, al punto, quedaba atravesada.
190.
Cada uno de la comitiva pujaba por ser
el primero en agavillar lo que mataba,
y las espinas del zarzal no se sentían,
porque la alegría les inmunizaba.
191.
Ciertamente era de ver
los caracoleos de los de la reata,
y, si conseguían atrapar el cadáver del animal,
¡qué de tararira resonante dentro del calvero!
192.
Si del arco-juguete me cansaba,
me sentaba al lado del manantial corriente,
y me miraba en el cristal de sus aguas,
aspirando la frescura que regalaba.
193.
Me eran aquí embeleso las cantigas suaves
de las náyades que holgaban en el arroyo,
los sonidos de la lira que acompañaban las canciones
eficaz sedante eran de la melancolía.
194.
Por la dulzura inefable de los timbres
de las alegres ninfas que recitaban,
quedaban atraídas las voladoras
aves de toda especie, a cuál más hermosa.
195.
Así que en la rama del árbol que extendía sus brazos
sobre el delicioso arroyo venerado
por el pagano ciego, rebrincaban,
oyendo los cármenes dialogados.
196.
¿Para qué he de narrar las alegrías
de mi infancia, harto prolijas?
El amor de mi padre fue la causa
de que dejase yo aquel bosque de paz.
197.
Tengo para mí que, respecto al amor,
al niño no debe criarse en la holgura,
que el que a la alegría se acostumbra,
cuando crezca no ha de esperar dicha.
198.
Y porque el mundo valle es de lágrimas,
los hombres han menester de fortaleza del corazón;
si la alegría dice mal con la adversidad,
¿con qué entonces se hará frente a la crueza del dolor?
199.
El hombre dado a entretenimientos y placeres,
flaco es de corazón y harto susceptible,
aprehensión no más del desasosiego
que avecina, ya no sabrá cómo arreglárselas.
200.
Cual planta criada en el agua,
que las hojas se ajan al menor desriego,
y la agosta un momento de calor;
así es el corazón que en la alegría se imbuya.
201.
La más pequeña contrariedad se trueca en grande,
por la inexperiencia del corazón en sobrellevarla,
cuando, en el mundo, no hay abrir y cerrar de ojos,
en que el hombre no tropiece.
202.
Los que en las comodidades se crían, desnudos
de discurso y bondad andan, y de consejo horros;
acre fruto es del falso aprecio,
el desmedido amor de los padres a los hijos.
203.
De la muletilla "benjamín" y del insensato cariño,
lo que pervierte al niño, nace,
tal vez, algo de la negligencia
de los que deben enseñar perezosos padres.
204.
Todo esto sabíalo mi padre,
así que las lágrimas de mi madre desatendió,
y me envió a Atenas
para que mi ciega inteligencia allí se abriera.
205.
Mi educación la encomendó
a un prudente y sabio maestro,
de la raza de Pitaco, por nombre Antenor;
mi tristeza no era para decir, cuando allí arribé.
206.
Un mes largo de talle que no probé bocado,
que las lágrimas no restañaban,
pero tuve paz, merced a la buena voluntad
del ilustre maestro que me educó.
207.
De entre los estudiantes que allí alcancé,
de mi edad y juventud,
uno era Adolfo, mi paisano,
hijo del conde Sileno, de alta fama.
208.
Sus años excedían en dos
a los que llevaba de once,
era el de más prestigio en la escuela,
y el más hábil de los compañeros.
209.
Pulcro y nada díscolo,
solía andar con los ojos bajos,
mesurado en el hablar y poco amigo de querellas,
aun con la injuria, no salía de quicio.
210.
En fin, en prudencia era modelo
de la estudiantil compañía;
ni en obra ni en dichos podría cogérsele
nimiedad en desdoro del buen comedimiento.
211.
Como que ni la sagacidad de nuestro maestro,
ni su experiencia de las cosas del mundo,
pudieron calar la profundidad y las tendencias
secretísimas del taimado corazón de Adolfo.
212.
Yo, que desde la infancia aprendí
de mi padre aquella rectitud ajena al qué dirán;
(aquella que frutos da de bendición,
que inclinan al corazón al amor y al respeto).
213.
De la que era admiración de la escuela,
rectitud de Adolfo mostrada,
no cataba aquella dulzura que
de los caracteres de mi padre y de mi madre eran sabroso fruto.
214.
Mi corazón inclinábase a amarle,
no sé qué repugnancia mutua
nos tuvimos Adolfo y yo;
percibíalo, aunque no daba con la causa.
215.
Corrieron los días, y la infancia
de mi aprendizaje fue,
mi prudencia se afirmó y la sabiduría
alumbró mi ciego entendimiento.
216.
Llegué a la raíz de la Filosofía,
la Astrología conocí,
y me hice diestro en el asombroso
y útil conocimiento de las Matemáticas.
217.
A los seis años de curso,
estas tres disciplinas del saber llegué a abrazar,
mis camaradas se asombraron,
incluso el maestro, cuyo contento no era poco.
218.
Mi aprovechamiento pareció increíble,
aun a Adolfo dejé en medio de la senda,
y la ruidosa fama difundidora,
lo trompeteó en todo Atenas.
219.
Así que fui la comidilla
y materia de conversaciones;
desde el niño al más anciano
tuvieron conocimiento de mi nombre.
220.
Cayósele entonces a mi paisano
la máscara de humildad con que se disfrazaba;
humildad ficticia,
que se conocía no ser ingénita en Adolfo.
221.
Súpose que, si se vistió
de humildad insincera,
era para añadir al buen entendimiento
la honra de ser manso y bueno.
222.
Este secreto se descubrió cuando
llegó el día de honesta holganza,
porque los estudiantes, niños y jóvenes,
habíamos preparado toda clase de justas y torneos.
223.
Comenzó el bureo en la danza,
por causa de la música y poesía que alternaban;
vino luego la lucha y esgrima que ponían a prueba
la bizarría y habilidad de cada uno.
224.
Después representamos la tragedia
de los dos nietos de una misma madre,
y hermanos del padre que les crio,
hijo y esposo de la reina Yocasta.
225.
Me tocó el papel de Eteocles,
y el de Polinice, a Adolfo.
un condiscípulo representó a Adrasto,
y el de Yocasta, al ilustre Minandro.
226.
Al comenzar la primera escaramuza,
donde jugamos papel de enemigos en lidia,
cuando debió decir que yo le reconociese,
que era hermano mío, hijo de Edipo,[34]
227.
Se inyectaron de sangre los ojos y dijo,
no lo que rezaba el original,
sino el decir: "Tú, que arrebataste
mi honra, debes morir."
228.
Y al mismo tiempo me acometió
con el acero mortífero que tenía preparado,
y, si no me hubiera hurtado de él, me hubiese tendido en el suelo
con los tres desaforados tajos que soltó.
229.
Como cayera a fuerza de huir el bulto,
a seguida me largó un bravo tajo;
¡gracias a tí, oh querido Minandro,
si no por tu agilidad, mi vida hubiera acabado!
230.
Le paró el golpe que era mi muerte,
saltó la espada que esgrimía Adolfo,
y entonces acudieron nuestro maestro
y los alebrestados camaradas y amigos.
231.
Terminado que hubo el juego,
de terror y pesadumbre,
a Adolfo no le alcanzó el amanecer,
fue conducido, en el mismo momento, a la patria Albania.
232.
Todavía duré un año más en Atenas,
esperando la voluntad de mi querido padre;
por mi desdicha, recibí entonces carta
donde cada letra me era puñal venenoso.
233.
Imaginación que nunca cesas de apurar,
a quien no consiguió arrollar el ímpetu de mis lágrimas,
turbas mis ideas y sentimientos
y no permites que mi alma tenga paz.
234.
Ponzoña eres, dejación de la muerte,
que no respetaste a mi idolatrada madre,
refrescas la herida hecha
por carta-saeta que recibí.
235.
Te ayudaré ahora a agudizar
el dolor que en mis entrañas no consigo acallar;
murió mi madre ¡ay, qué gran desdicha!
esta fue la primera que amargó mi vida.
236.
Me recogieron muerto por la lectura
de la carta escrita con mortal pluma.
¿Y has tenido valor, padre mío, de escribir
lo que ha de quitar la vida de tu querido hijo?
237.
Dos horas, poco más o menos, que perdí
el ánimo, sin saber dónde me hallaba
y, no fuera por los auxilios de mis camaradas,
no conversarías hoy conmigo.
238.
Recobrado del accidente, aquí del agobio;
mis dos ojos se convirtieron en fuentes,
y si los ¡ay! ¡ay, madre! cejaban,
era porque había dejado de respirar.
239.
En aquel tiempo creía
que el mundo había desaparecido para mí
que estaba aislado en medio de mis pesadumbres,
luchando con la propia existencia.
240.
Mi cruel tormento despreció
la tranquilizadora voz de mi maestro,
ni las lágrimas de los condolidos camaradas
mitigaron el dolor que cabalgaba sobre mis hombros.
241.
Desacató los dictados de la justicia
la harta agrura del dolor,
y bastaba una punzada del pesar ufano
para enajenar toda mi paciencia.
242.
Diríase que por la fogosidad de su ímpetu,
era preferible que el pecho se desencajara,
para que el veneno que criaba
se llevase la sangre en su estallido.
243.
Muy cerca de dos meses que no gustaba
sabor de reposo ni entretenimiento,
cuando la segunda carta de mi padre llegó
con el barco que venía por mí.
244.
La carta ordenaba que embarcase inmediatamente
y retornase a la patria Albania;
cuando me despedí de mi maestro,
Florante, dijo, mi encargo ten presente:
245.
No te descuides, y sé cauto
con la celada que te ha de armar el conde Adolfo;
huye de él como de un basilisco,
cuya mirada es muerte para tí.
246.
Si a tu llegada te recibe
con rostro alegre y muestras de aprecio,
tu cautela sea mayor, y por taimado enemigo
le tengas y con quien habrás de lidiar.
247.
Pero no le des a entender
que al cabo estás de sus negros propósitos;
prepara secretamente el arma
con que habrás de defenderte en el día de la lucha.
248.
Dicho esto, se le cayeron las lágrimas,
me abrazó fuertemente,
y, por último encargo, "benjamín, sé sufrido,
que te esperan muchas penalidades."
249.
Comenzarás ya a luchar
en el mundo, criadero de brillante bellaquería;
no terminó, y, de tristeza,
contuvo la lengua y enmudeció.
250.
Abatidos ambos nos separamos;
mis condiscípulos lloraban,
Minandro se desesperaba,
por lo mismo que era fiel camarada.
251.
Del enlace de nuestros hombros
el queridísimo amigo no lograba desasirse,
hasta que le permitió seguirme
nuestro maestro, su tío.
252.
Al cabo, las despedidas tuvieron fin,
entre sollozos de unos y otros;
y, con el ruido y alboroto de los "adiós",
los suspiros se entreveraron.
253.
Hasta el embarcadero me acompañaron
nuestro maestro y los compañeros que dejaba,
sopló el viento y pronto se apartó
de la playa de Atenas nuestro barco.
254.
Semejaba a saeta disparada
la velocidad de nuestra proa navegando,
así que, en breve tiempo, mis pies pisaron
la playa de la ciudad de Albania.
255.
Al desembarcar, presto me dirigí a la quinta,
sin separarse de mí el amigo fidelísimo;
al besar las manos de mi señor padre,
se hizo agudo el dolor que por mi madre padecía.
256.
Sangró nuevamente la herida del corazón,
superando el pesar que irrumpió al primero,
y a las lágrimas caídas siguieron:
"¡Ay padre!" al mismo tiempo que el saludo "¡ay, benjamín!"
257.
En pocas palabras, la dicha nuestra de mi padre
quedó ahogada por la dureza de un singular dolor,
alcanzándonos todavía abrazados
el embajador del pueblo de Crotona.
258.
Venía ya del palacio real
y de comunicar al rey su objeto,
portando una carta para mi padre venerado,
de puño y letra de su suegro el monarca.
259.
Pedía auxilio, sobresaltado:
el reino de Crotona estaba sitiado por el enemigo;
mandaba el ejército el famoso en destreza,
general Osmanlic, héroe de Persia.
260.
Según fama, era éste segundo
de su Príncipe, cuyo valor era asombro del orbe:
Aladín, terror de los guerreros,
tu compatriota que admiro.
261.
Aquí se sonrió el moro con quien platicaba,
y al que hablaba contestó con mesura:
Raras son--decía--las noticias que resultan ciertas,
y, dado que lo sean, son muchas las adiciones.
262.
Y lo que con frecuencia acrece, además, el valor,
es la desmoralización del enemigo;
un guerrero a quien la suerte depare una victoria,
fatigará seguramente a la fama, y le cobrarán miedo.
263.
Si en valor goza fama Aladín,
también tiene vida que perder,
créeme que vale lo que tú
en desdichas y tormentos.
264.
Contestó Florante: ¡Ojalá que no corra
el guerrero célebre mi suerte impía!
Que para el enemigo mismo no deseo
la clase de infortunio que deploro.
265.
Sabida por mi padre aquella desgracia,
que al reino de Crotona amenazaba destrucción,
me llevó consigo y compareció inmediatamente
ante el rey Linceo que tenía ejército preparado.
266.
Al comenzar a subir las escaleras
del palacio repleto de joyas y riqueza,
salió a nuestro encuentro el noble rey,
abrazó a mi padre y diome la mano.
267.
Dijo: ¡Oh, duque! esta alhaja
guarda parecido con el ilustre guerrero;
lo soñé y te avisé
que sería el sostén de mi cetro y reino.
268.
¿Quién es éste y de qué ciudad viene?
La contestación de mi padre: "Es mi único hijo,
que ofrezco a tus nobles plantas;
cuéntale por uno de tus vasallos."
269.
Se asombró el rey y me abrazó;
a buena ocasión has llegado,
tú serás el general del ejército que auxiliará
al pueblo de Crotona, sitiado por el moro.
270.
Haz que sea verdad que tú, que no otro,
el valiente guerrero que soñé,
que difundirá por el mundo
mi honor y poder.
271.
Deber tuyo ir y socorrer;
abuelo tuyo el rey del pueblo de Crotona;
eres de noble sangre, y debes conquistar
opinión y fama singular en la guerra.
272.
Como era de razón la pretensión del rey,
se avino mi padre, aunque le pesase
que tan pronto se diera a la carnicería
mis pocos años y ausencia de experiencia.
273.
Yo nada contesté y expuse
sino: "Rey señor mío", y me eché a sus pies;
cuando iba a besar sus nobles huellas,
me levantó y me volvió a abrazar.
274.
Nos sentamos y tratamos
de sus proyectos y de cosas importantísimas.
A punto ya de contar lo sucedido
en el pueblo de Atenas de donde venía,
275.
Hizo su aparición y esparció
su brillo el lucero émulo de Venus,
como si acabase de surgir de la nieve,
con la cabellera derramándose por la espaldilla de color perla.
276.
Dicha segunda, si no Paraíso
lo que lanzaba su cándida mirada,
o, felicidad, brote del amor,
reclamo de Cupido sutil e intangible.
277.
La llama del rostro no se diferenciaba
de la de Febo al amanecer;
cuerpo atildado, bien rimado
y muy en armonía con la modestia de su porte.
278.
En alegría se asemejaba
a la flor recién abierta por el rocío;
y, quienquiera que la viese,
cadáver o avenates de locura tendría si no amase.
279.
Esta es la Laura que aniquila
mi pensamiento cada vez que miento,
y la causa de mis desesperaciones y lloros
que prestan tono tan melancólico a mis palabras.
280.
Hija de Linceo, rey malogrado,
y cifra de mis ilusiones;
¿por qué permitió el alto cielo
que la viese, si yo no la merecía?
281.
¡Oh, rey Linceo! si no la obligaste
a tomar parte en nuestra plática,
mi vida no hubiera sufrido,
hoy que la traicionó tu hija amada.
282.
No, amigo mío, Laura no es infiel;
no sé el por qué de su olvido;
mi suerte es la de befa y escarnio
indigna para el gozo y la alegría.
283.
¿Podría acaso la traición asirse
a la riqueza del cielo en belleza?
Hermosura, ¿por qué no te desenredas
de los atropellados y traicioneros pasos?
284.
¿No era tu razón, puesto en trance
de claudicar en medio de las tentaciones:
que tu honradez era, con mucho,
superior a carecer de hermosura y brillo?
285.
¿Era todavía esto ineficaz para atajar
tu inconsistencia y perversa inclinación?
Cual culmine en grandeza,
tal tableteará cuando de bruces caiga.
286.
¡Oh, bizarro guerrero apiadado de mí!
a la aparición ya de la nueva estrella,
y desde que la vi, de súbito, el amor
arrebató el corazón ofrendado a mi madre.
287.
Es decir, las lágrimas que mi rostro surcaron,
al ser huérfano de madre,
se consagraron a Laura, y mi corazón se llenó de terror
por la irreverencia, acaso, que tal acto supondría.
288.
No acertaba con las palabras,
por mi alboroto y enajenamiento de ánimo;
cuando tomó parte en nuestra reunión, aquellas
salían desgarbadas aunque las acicalaba.
289.
Cuando terminó la conversación,
era hombre al agua;
turbada el alma y el corazón abrasado
por la llama del primer amor.
290.
Tres días me hospedó el rey
en el palacio real, insigne en opulencia;
y no conseguí hablar con la causa de mis males
y que confiaba me daría dicha.
291.
Aquí probé mayor dureza,
superior a la primera de marras,
y di por mentidos todos los pesares
comparados con los que del amor nacían.
292.
Gracias que al día siguiente,
cuando el ejército marchaba para Crotona,
la suerte me deparó instantes para hablar
con la princesa que cautivó mi ser.
293.
Expuse, con palabras amorosas,
suspiros, lágrimas y gemidos,
el amor sañudo que me ahogaba,
y sigue ahogando mi destartalada vida.
294.
El recio corazón del milagro de hermosura,
sintió piedad de mis cuitas,
y, no fuera porque su ingénita entereza
puso veto, mi amor sería bienhallado.
295.
Pero, si el _sí_ no llegó a decir,
el nublado de amor se abrió y disipó,
dándome, a mi salida, mantenimiento
de vergonzantes perlas escurridas de sus ojos.
296.
Llegó el día de la marcha.
¿Quién soportará el dolor que me invadió?
En mi corazón ¿qué mal
hubo que no clavó su dardo?
297.
¿Habrá, tal vez, pena que supere en amargor
al del amante ausente del bien amado?
Sólo imaginarlo, aun sin realizarse, basta
para abatir al corazón más endurecido.
298.
¡Oh, ofrecedores de fragante pebete
al gran altar del dios Cupido,
vosotros comprendeis mi dolor
al quedar huérfano de Laura amada!
299.
Y, no fuera por las lágrimas con que fui proveído,
hubiera ya muerto antes de sufrirlo,
dolor que no mitigó hasta nuestro arribo
al enmantado pueblo de Crotona.
300.
El fuerte iba ya a saltar a los golpes
de las máquinas de sitio,
cuando atacamos yo y mi ejército,
poniendo en apuro al que sitiaba la ciudad.
301.
Aquí de la carnicería sin cuartel,
que a Atropos hubo de fatigar,
por la siega y corte de vidas
de los moribundos que en sangre nadaban.
302.
Vista por el gran general Osmanlic
mi braveza en el combatir,
siete filas yuxtapuestas de acero
abrió con su cimitarra para alcanzarme.
303.
A derecha e izquierda suya yacían
mis bravos soldados;
se acercó a mí con ojos fulminantes,
vente, dijo, y peleemos......
304.
No nos separamos por cinco horas,
hasta que se agotó la piedra del valor;
al darle muerte, hubo duelo del cielo
por el guerrero pasmo de la tierra.
305.
Entonces entró el terror
en el enemigo, que pareció atacado de peste
por el diezmador acero de Minandro famoso,
pronunciándose _campo_ y _victoria_ a nuestro favor.
306.
Este triunfo alivió de la tristura
a los sajados por la inclemencia;
el peligro se convirtió en alegría,
y la puerta de la ciudad abrióse presto.
307.
Nos salió al encuentro el poderoso rey
seguido de todo el pueblo hecho libre;
el agradecimiento se desbordaba,
con tropel ditirámbico, de las lenguas.
308.
Aquel pueblo maltrecho y recién repuesto
de las enconadas asechanzas del enemigo,
por su libertad, a porfía,
se me acercaba, para besar mi traje.
309.
A los gritos de la vocinglera Fama,
los _vivas_ incesantes se inmiscuían,
los desordenados "gracias a tí, salvador nuestro",
oyeron en el cielo las estrellas.
310.
Subió de punto la alegría cuando se supo
que era nieto del rey que veneraban,
ni era menos, asimismo, la del monarca;
las lágrimas deban fe del regocijo.
311.
Subimos al palacio famoso
y descansaron los soldados de sus fatigas,
pero el pueblo, casi por tres días,
olvidó su costumbre de dormir.
312.
Aun en la alegría nuestra de mi abuelo rey,
mezclábase con alevosía el dolor,
y la muerte de mi madre dilecta,
ha tiempo agostada, volvió a reverdecer.
313.
Aquí creyeron mis pocos años,
que en el mundo no hay dicha completa;
que por una sola alegría, apercibidos vienen
siete pesares, y hasta sin tasa.
314.
A los cinco meses en Crotona,
pugné por volver al reino de Albania.
¿Qué obstáculo habrá para los llamamientos del amor,
mucho más si, a lo que se va, es a una Laura?
315.
A pesar de nuestra forzada marcha,
me aburría y deseaba volar.
¡Oh, cuando vi las murallas de la ciudad,
mis presentimientos fueron mortales!
316.
Y era que lo que flotaba
en el fuerte no era bandera cristiana,
sino la Desjarretadera, e invadido el reino
por Aladín, peste del pueblo que entraba a saco.
317.
Hice alto con el ejército que acaudillaba,
al pie de un monte con derrumbaderos;
de repente divisamos
patrulla mora en lenta marcha.
318.
Custodiaba una doncella atada,
a nuestro juicio, para decapitarla;
mi corazón dio un vuelco,
presintiendo fuera Laura, mi vida.
319.
Así que no pude contener el impulso del ánimo,
y acometí, de repente, a los moros;
¡suerte fue del que huyó que no halló su muerte
en mi mortífero acero que esgrimía a toda furia!
320.
Cuando ya no hubo en quien descargarla,
me acerqué a la enmudecida prisionera,
y, cuando descorrí lo que encubría su rostro,
¡cielos, era Laura! ¿habrá mayor infortunio?
321.
La iban a decapitar por no allanarse
a los torpes apetitos del emir de la ciudad;
el osado rijoso, conduciéndose cual bestia,
abofeteó al paradigma de la hermosura.
322.
A escape desligué de las manos
la cuerda inhumana e irrespetuosa,
mis dedos, de devoción, se recataban
de tocar una piel tan digna de respeto.
323.
Aquí recibió confortante mirada
el corazón herido de amor,
día de dicha en que por primera vez oí
_amado Florante_ de los labios de Laura.
324.
Cuando supe que estaban en la cárcel
el dechado monarca y mi dilecto padre,
di órdenes al ejército y asaltamos, sin tregua,
hasta rescatar la patria Albania.
325.
Ya dentro de sus muros,
a la cárcel ocurrí primeramente,
saqué al rey y al duque, mi padre,
y, de entre los magnates, a Adolfo.
326.
Inmensa fue la alegría del rey
y la de los ya libres próceres,
a Adolfo únicamente angustiaba
el honor por mí conquistado.
327.
Su envidia subió de punto,
cuando fui llamado salvador de la ciudad,
por quien celebró fiestas el magnánimo rey
en el palacio real con toda largueza.
328.
Supo luego que me apreciaba
la belleza por quien él suspiraba:
el conde Adolfo se moría
por la corona y las manos de Laura.
329.
Tomó cuerpo la semilla traída de Atenas,
la plantó con objeto de causar mi perdición;
para Adolfo nada hay tan grimoso
como mi vida, que no logra eliminar.
330.
No trascurrieron meses de alegría del reino
y de acciones de gracias por su libertad,
arribó un ejército asolador,
procedente de Turquía, asaz inhumana.
331.
Aquí del peligro y torcimiento de manos
de todo un pueblo sacado de la sumisión;
principalmente, Laura, cuyo temor
me fuera infausta la suerte en el encuentro.
332.
Como fui el general nombrado
por el rey del ejército que haría frente al moro,
se serenó, de su terror, el ánimo del pueblo,
pero fue como envenenado el corazón de Adolfo.
333.
Porque quiso el cielo que venciera
al ejército del afamado Miramolín,
comenzó el día de pánico
de los crudos muslimes para con el reino de Albania.
334.
Aparte esto, de varias divisiones del enemigo
fui triunfando seguidamente,
de manera que mi pujante acero
fue temido por diez y siete reyes.
335.
Un día que acababa de ganar una batalla
en la ciudad de Etolia que invadí,
recibí de mi rey carta,
ordenándome, con apremio, el regreso a Albania.
336.
Y el mando del ejército que guiaba
encomendase a Minandro.
Partí en el acto del reino de Etolia,
por obediencia al rey, y marché para Albania.
337.
Llegué muy cerrada la noche,
entrando en el reino, sin preocupación alguna;
a seguida fui sitiado ¡gran traición!
por unos treinta mil alfanjeros.
338.
No me dieron tiempo de desenvainar
la espada que llevaba y de repelerlos;
ataron todo mi cuerpo,
aherrojándome brutalmente en la cárcel.
339.
Excusado decir mi asombro y tristeza,
sobre todo al saber que asesinó al rey
el conde Adolfo, haciendo otro tanto
con mi padre amado, que se complacía en su hijo.
340.
El deseo de enriquecerse y ser rey,
y su sed de mi sangre impulsaron
al corazón del conde a valerse de celadas.
¡Oh, infortunada ciudad de Albania!
341.
Más desdichada eres que la gobernada
por un ignorante y tirano;
que el rey sediento de riqueza
es el cielo duro castigo al pueblo.
342.
Soy todavía más infeliz, y defraudado en amor;
¿habrá acaso mayor duelo que oir
que mi princesa, con ahinco, prometió
casarse con el conde Adolfo infame?
343.
Este es el que inyectó eficaz veneno
en las venas de mi corazón doliente,
y deseó que mi vida acelerase,
y a la nada, de donde vino, volviese.
344.
Durante los diez y ocho días de prisión,
me aburrí de no morir;
de noche me sacaron y empujaron
a este bosque donde fui atado.
345.
Por segunda vez gira ya Febo
sobre la tierra desde que me amarraron;
y, cuando creí despertar en otro mundo,
al abrir los ojos, me encontré en tus brazos.
346.
He aquí mi vida de anudados males,
y todavía sin saber cuál sería su último destino....
Aquí se cortó la larga narración,
tomando entonces la palabra el moro:
347.
Ya que de tu vida vine en conocimiento,
conocerás también la de con quien hablas.
Yo soy el Aladín, de la ciudad de Persia,
vástago del ilustre sultán Ali-Adab.
348.
Por este rocío que cae cual aguacero,
deducirás lo que fue mi vida....
¡Ay, padre mío! ¿Por qué ...? ¡Ay, Flérida, mi alegría!
Amigo, permite que paz haya.
349.
Seamos ya dos los que las lágrimas aniquilen,
ya que somos uno en el infortunio;
esperemos en este bosque la jornada final
de nuestra vida, tan brava y rudamente trabajada.
350.
Florante guardó religioso silencio,
y sollozó todavía más que Aladín.
Vivieron en el bosque como unos cinco meses;
una mañana decidieron explayarse.
351.
Recorrieron el interior del bosque,
aunque los rastros apenas se reconocían;
entonces narró el célebre Aladín
su vida harto lastimosa.
352.
En las guerras, decía, donde intervine,
no me costó trabajo el luchar,
como cuando luché con el corazón diamantino
de Flérida amada, por quien, sin duelo, padezco.
353.
Cuando formaba piña con las princesas,
era Diana en medio de las ninfas,
así que la tenían en el reino de Persia
por una de las Huríes de los profetas.
354.
Fortuna fue que venciera
con la constancia su corazón reacio;
mas, al proyecto de hacer de dos pechos uno,
se atravesaron los amores de mi padre.
355.
Entonces comenzaron las tribulaciones
mías, y a desear mi padre que la vida perdiese;
y, cuando triunfé en la ciudad de Albania,
a mi llegada a Persia presto me encerró en la cárcel.
356.
Y el cargo que me hacía,
que sin orden suya abandoné el ejército;
y, cuando corrió la noticia de que el reino rescataste,
decidió que se me decapitara.
357.
En la funesta noche del día siguiente,
en que sería un hecho mi decapitación,
un general entró en la cárcel
portando un indulto que aún era peor que la muerte.
358.
Era orden precisa que en el momento saliese,
que el alba no me cogiese en el reino de Persia,
y cualquier incumplimiento pagaría con la vida;
la acaté porque era orden del rey mi padre.
359.
Pero a mi corazón era preferible
que vida tan lastimosa me la quitasen;
nada de una vida ilusoria
cuando otro aupa en su regazo a mi cielo y alegría.
360.
Hará hoy unos seis años que sin descanso
voy vagando con las penas a cuestas;
se detuvo aquí: percibieron
rumor de palabras dentro del bosque.
361.
Oyeron la siguiente relación:
Cuando supe que iban a decapitar
a mi infeliz bien amado asegurado en la mazmorra,
me eché a los pies del hipócrita rey.
362.
Lágrimas y quejidos mendigaron el perdón
del propio hijo que era mi todo bien y cariño,
la respuesta era que, si no aceptaba de buen grado
sus amores, no le perdonaría.
363.
¿Qué iba yo a hacer en estas circunstancias?
¿Dejar por ventura que mataran a mi bien amado?
Mostré blandura, a fin de que viviese
el príncipe amado, tan digno de piedad.
364.
El pecho que, recalcitrante, no se doblegaba
al halago, fieros y amor del rey,
fue laxo de propósito, dándose en holocausto
para poder salvar la vida de su ídolo.
365.
De alegría el rey soltó en seguida
a la causa de mis lágrimas,
pero ordenó que saliera de la ciudad
y que a otras tierras se relegase.
366.
Salió de Persia mi amado y mi vida,
sin que hayamos podido despedirnos.
¡Vea ahora si tendré lágrimas
para amansar al dolor que llevo!
367.
Cuando se preparaban dentro del reino
las bodas que eran mi muerte,
creí que debía disfrazarme de guerrero,
y huir del palacio real.
368.
Una media noche, bien lóbrega,
secretamente me escurrí por la ventana,
sin más compañía que el deseo
de rastrear el paradero del amado.
369.
Hace ya algunos años que vago,
teniendo por palacios bosques y montañas,
arribé aquí y logré librarte
del torpe deseo de esa bestia humana.
370.
Cortóse la narración por la súbita llegada
del duque Florante y del príncipe Aladín,
el cual, cuando reconoció la voz de la amada,
la vocación del corazón no pudo desobedecer.
371.
¿Qué lengua habrá que cuente
la alegría de los amantes?
De vergüenza el dolor sumióse bajo tierra,
llevando consigo su romo dardo.
372.
¿En qué cielo entonces no culminará
nuestro Florante en su regocijo,
hoy que a hito podrá contemplar la gloria del rostro
de su muy ansiada Laura?
373.
Por donde el bosque sombrío,
para los cuatro se convirtió en jubiloso Paraíso;
por tres veces olvidaron
que todavía tenían vida que celar.
374.
Amainada ya la desbordante alegría,
los tres escucharon la vida de Laura;
lo acaecido en el reino desde su relegación
a los bosques, contó la amante así:
375.
No transcurrió mucho desde que partiste,
¡Oh, amado Florante! del reino de Albania,
percibióse en el pueblo sordo movimiento,
cuyo rumor escalaba el palacio.
376.
Pero no hubo manera de definir
los altibajos de los sordos rumores;
cual mal de impronosticable
origen y locación para el sabio médico.
377.
A lo mejor el palacio fue sitiado
por el amotinado pueblo y armados soldados;
¡oh, día de consternación!
¡día maldito por la ira divina!
378.
A grito pelado vociferaba el pueblo rebelde:
"Muera, muera, el rey Linceo,
que proyectó matar de hambre al reino, y
decretar el estanco de los víveres y del trigo."
379.
Hizo todo ello Adolfo
para amotinar al ciego pueblo,
difundiendo, en nombre del rey,
los tales decretos, partos de corazón doloso.
380.
En el mismo instante destronaron
a mi padre rey y le decapitaron.
¿Podría, por ventura, llamarse a razón
un corazón aleve y un pueblo alborotado?
381.
En el mismo día fueron decapitados
los fieles consejeros,
y no se melló el acero del traidor
mientras hubo prudentes y nobles en el reino.
382.
Subió al trono el feroz conde,
y me conminó con apremio
que, si no aceptaba su amor,
horrible muerte tendría.
383.
En mi deseo de vengarme de él,
y de escribirte al pueblo de Etolia,
forcé al corazón no diera a entender
al traidor mi mala voluntad y horror.
384.
Pedí cinco meses largos de plazo,
antes de aceptar su amor,
pero decidí interiormente
suicidarme, si no llegabas.
385.
Terminé la carta y la entregué
a un fiel servidor, para que te la diese;
sin transcurrir un mes llegaste, y
caiste en manos del traidor Adolfo.
386.
El miedo que te tenía el malvado
de que volvieras con ejército,
para que regreses sólo, te envió
carta con sello y firma del rey.
387.
Su conocimiento dióme tal pesadumbre,
que decidí quitarme la vida;
entonces llegó Minandro
y sitió con ejército la ciudad de Albania.
388.
Mi suposición era que recibió
la carta que te remití;
así, cuando llegó a Albania,
lobo hambriento parecía.
389.
Cuando nada pudo oponer Adolfo,
determinó llamar a otro traidor,
y a la noche salió del reino
y me llevó atada en el caballo.
390.
Aquí intentó violarme,
pugnando por tirar al suelo mi honor guardado,
cuando una saeta venida de no sé dónde,
clavóse en el pecho del traidor Adolfo.
391.
La contestación de Flérida a este respecto:
que había oído voces de mujer;
sentí que te daban tortura
y cobró piedad mi lastimado pecho.
392.
Cuando te busqué, vi
que te violaba aquel hombre inicuo;
no me contuve, y armé en el arco
la flecha que acabó con el sátiro.
393.
Sin terminar aún la narración,
Minandro arribó entonces en el bosque,
con ejército y en busca de Adolfo,
y vio al amigo: ¡gran dicha y alborozo!
394.
El ejército venido de Etolia,
lo primero que proclamó por tal agnición:
"¡Viva Florante, rey de Albania!
¡Viva, viva, la princesa Laura!"
395.
Los llevaron en triunfo al reino,
inclusos Aladín y Flérida peregrina;
ambos convinieron en ser cristianos,
celebrándose las bodas de los dos amantes.
396.
Muerto el ilustre sultán Ali-Adab,
regresó Aladín a la ciudad de Persia;
el duque Florante subió al trono,
al lado de Laura, la bien amada.
397.
Por el acierto en el gobernalle del nuevo rey
el reino gozó nuevamente de paz;
levantáronse los que yacían en la miseria,
y fueron felices los desventurados.
398.
Así que tenía las manos al cielo levantadas,
de agradecimiento el pueblo próspero;
el rey y la reina sólo vivían
por sembrar misericordia en sus gobernados.
399.
Vivieron en completa armonía,
hasta que labraron la felicidad del pueblo.
Pára, musa mía, y échate
a los pies de Celia, y seas portadora de mis ayes.