Flavio
La verdadera patria del hombre es el mundo entero.
Allí donde respire aire y libertad, allí donde pose con seguridad su planta, allí es el reino de un alma libre, allí su amada patria, el lugar bendecido, la tierra santa, que puede regar con el sudor de su frente.
¿Por qué detenerme un instante más?
Un mismo sol, ¿no da vida y calor a todo el universo?
Adiós, pues, lugares a quien no amo.
Casa que me ha visto nacer.
Jardín en donde por primera vez aspiré el aroma de las flores.
Fuentes cristalinas, bosque umbroso, en donde gemía el viento en las tardes del invierno, prado sonriente bañado por el primer rayo del sol, ¡adiós!
Adiós, tranquilo hogar, techo amigo, sobre el cual han rodado tantos huracanes sin arrancar una sola hierba de esas que nacen solitarias y solitarias mueren, en las grietas que forman una y otra pizarra desunidas.
Yo me ahogo en las blancas paredes de tus habitaciones mudas y sin ruido.
Tu silencio y tu tranquilidad pesan sobre mi alma como la fría losa de un sepulcro.
Y es que no hay nada tan triste y melancólico como el silencio que se sucede al armonioso murmullo de voces queridas, que fueron a apagarse para siempre en los abismos de la eternidad; pues no existe nada más lúgubre que el eco que responde a nuestra voz, bajo las bóvedas desiertas, cuando pronunciamos un nombre querido, que ya está borrado del número de los vivos.
¡Un padre!...
¡Una madre!...
¡Desde el instante en que estas palabras dulcísimas no son ya más que un recuerdo, el espíritu se agita inquieto y temeroso, en los lugares en donde esas palabras han resonado un día, como un reclamo, al cual respondía otro dulce reclamo!
Al atravesar el oscuro salón en donde tantas veces la trémula voz de mis padres interrumpió el silencio en las noches tranquilas del estío, me parecía sentir aún el murmurar suave de sus labios, y la tranquila respiración de su seno cariñoso.
Me estremecí.
Las campanas de la vieja capilla que tan tristemente habían doblado el día de sus funerales tocaban a la oración, produciendo ese sonido prolongado que semeja un ¡ay! lanzado al mundo de los vivos desde otro mundo desconocido. La luna brillaba en el cielo como un globo que arde encerrado en un fanal opaco, y los árboles del parque movían blandamente sus ramas a impulso de las ligeras brisas de la noche.
Algunas nubes pasaban de cuando en cuando, velando los rayos pálidos de la casta diosa y dibujando sobre la llanura sombras fantásticas y ligeras.
Nada tenía de lúgubre, en verdad, aquel hermoso cuadro, cuadro apacible que tantas veces había contemplado con la sonrisa de la inocencia en los labios y la alegría en el corazón.
Sin embargo, tan dulce tranquilidad me causaba entonces profunda tristeza, y me sentía conmovido como si presintiese una cercana tormenta.
Aquel estado de temor que se había apoderado de mi espíritu llegó a causarme una inquietud extraña y me arrodillé para alzar a Dios la oración de la tarde, la oración de las melancolías, esperando hallar en ella el reposo que necesitaba mi alma; mas en aquel instante mis oídos zumbaron, mi corazón dejó de latir y, flaqueando mis rodillas, caí sobre el pavimento.
La puerta del salón acababa de abrirse con violencia, impulsada por una fría ráfaga de viento, que pasó azotando mi rostro; las colgaduras, que pendían inmóviles de las altas ventanas, se agitaron; ocultóse la luna tras de una negra nube, y el salón quedó sumido en la más completa oscuridad, apoderándose de mí un temor invencible.
Entonces, el miedo y mi conciencia, sin duda, hicieron resonar en mi oído aquellas voces tan amadas que ya no podían hablarme sino desde el sepulcro y me pareció que lanzaban sobre el hijo que quería abandonar la que fue su morada terribles anatemas y predicciones que me llenaron de espanto.
Despavorido, reuní mis fuerzas y me puse en pie para huir. Las colgaduras se agitaron de nuevo, viniendo a herir mi rostro aquella ráfaga de aire glacial, que me hizo estremecer; el maderaje estalló dolorosamente, y con paso apresurado salí del salón para no volver nunca, resuelto a no escuchar jamás la voz de mis preocupaciones.
Mis padres han muerto, y las cenizas de los muertos no son más que tierra que vuelve a la tierra.
El mundo es mío.
Nada me liga ya a estos lugares sombríos, que han sido por espacio de veinte años la cárcel de mi libertad.
Desde hoy podré recorrer el mundo entero sin escuchar una voz que me detenga, y sin tener que volver los ojos llenos de lágrimas al lugar que dejo tras de mí.
Cenizas de mis padres..., adiós...
Yo os lloro, pero sonrío a la libertad, que me abraza y me saluda.
¡Yo la bendigo!
¡Ea, pues, postillón! ¡Agita el látigo!
Hieran los fogosos caballos con su duro casco la tierra humedecida por las primeras lluvias del otoño.
Sienta yo sobre mis mejillas el aire de otras montañas, en tanto las ruedas del carruaje se deslizan con sordo rumor por caminos desconocidos y errantes.
Vea yo nuevos campos, nuevas ciudades, que pueda dejar al otro día sin lanzar un solo suspiro, ni derramar una sola lágrima.
Que no pesen sobre mi corazón más que afecciones ligeras, de esas que nacen y mueren a impulsos de la voluntad.
Que las impresiones que reciba mi alma se disipen fácilmente, como se disipa en el fino acero el templado hálito con que se pretende empañarle.
¡Aprisa..., aprisa, postillón!, el crujido del látigo agita mi sangre. Él me recuerda que huyo de la casa que tanto tiempo he tenido que habitar bajo el poder de un padre amado, pero que esclavizaba mi espíritu.
¡Aprisa, postillón! Todo el espacio que ocupa la tierra no basta a llenar mi ambición de libertad.
La vida del hombre sin libertad, no es vida.
El día en que me abandones, ¡oh libertad!, permita el cielo que el soplo de la última caricia resbale sobre mi sepulcro.
Y quedó abandonado el viejo palacio, triste y abatido como el anciano que sólo puede contemplar en su último hijo el fruto maldecido de una juventud coronada de sacrificios.
Cada hombre que pasa dirige una mirada melancólica a la abandonada vivienda, recordando su historia, o procurando adivinarla a través del musgo sombrío que cubre sus ennegrecidas paredes, y el labrador que un tiempo hizo resonar alegremente su voz en el interior de aquellos bosques, va a sentar a la puerta solitaria, y las aves nocturnas hacen sus nidos en las cornisas de las ventanas sin temor a que vengan a inquietarlas ningún humano ruido, y lanzan tristes graznidos posadas sobre las veletas enmohecidas, que a su vez parecen gritar con voz lastimera cuando el viento fuerte de las tormentas las hace voltear sobre sus goznes.
Y aparecerá la aurora, y llegará la hora del anochecer, sin que se escuchen en el palacio ni el canto del gallo, ni el ladrido del perro, ni el relinchar de los caballos.
El silencio, ese dios que habita las grutas y las selvas, ha dejado su retiro para ir a extender sus dominios en el palacio solitario, y los desiertos salones, los parques umbrosos, los floridos jardines, yacerán, de hoy más, bajo su influjo poderoso y sombrío.
¡Oh! ¡Con qué tintas tan melancólicas cubre el olvido todo aquello sobre lo cual extiende sus alas hermanas de la muerte!
Esas mismas murallas que se conservan erguidas, despreciando las injurias del tiempo, y que parecen desafiar a las tormentas que retumban bajo las ruinosas bóvedas, desahogan también su dolor en las verdosas gotas que destilan de cada losa y que dejan resbalar lentamente hasta la tierra que las enjuga. Todo tiene sus lágrimas, y ese humor verdoso y amargo que brota como un manantial de cada piedra que contiene un recuerdo, del que ya nadie hace memoria, es el llanto de las ruinas, el único compañero de su amarga soledad.
¡Ay! Bien pronto el palacio que vio nacer a Flavio, y todo lo que existe en él, se revestirá de ese tono severo, que nos sorprende tristemente, cuando tocamos el polvo con que los años han cubierto objetos por largo tiempo abandonados.
Muy triste es, en verdad, a la hora del crepúsculo contemplar aquel vasto edificio, en el que no se siente el ruido más leve, destacándose sobre un cielo sereno, al cual parece demandar justicia por la amarga soledad a que le ha condenado el último de sus habitantes. Los árboles parecen gemir con el viento, en el silencio de la noche; los cristales de las ventanas despiden un brillo melancólico reflejando la luz de la luna, que ilumina débilmente algunas de las solitarias habitaciones, y a la mañana, cuando la aurora baña la tierra con su luz virginal, los pajarillos revolotean, cantando en vano, a sus puertas, esperando el grano que Flavio les repartía y que ellos llevaban al nido de sus pequeñuelos.
¡Ya todo es tristeza y soledad, menos para el que ha nacido en él, y que se aleja de su abrigo cariñoso sin derramar una sola lágrima ni volver atrás la cabeza para decirle adiós!
Pero corramos un velo.
El tiempo pasa así sobre las cosas, como sobre los hombres, y los marca tristemente con su mano de hielo; mano terrible aquélla, que nos señala la senda que conduce al sepulcro.
¡Feliz ese lugar que habitan los bienaventurados, en donde ni existe el tiempo, ni se cuentan las horas, ladronas descaradas que nos dicen sin compasión, y a su antojo, que se nos llevan la vida!
Flavio había emprendido su marcha a medianoche, hora peligrosa cuando se tienen que atravesar caminos desiertos; pero más romancesca que ninguna para emprender un viaje bajo el amparo de la divinidad que había invocado, y a quien desde niño rendía un verdadero culto.
Partió, pues, con la alegría en el corazón, sin que la más ligera sombra de temor inquietase su espíritu, y satisfecho de haber elegido con acierto, para emprender su largo e indefinido viaje, la hora más bella y la que estaba más en armonía con sus locos proyectos.
En efecto, salir de su palacio en medio del profundo silencio de una noche clara y apacible, cuando los insectos dormitaban en las plegadas hojas y los pájaros se cobijaban en sus nidos; lanzarse entonces en rápida carrera, cuando la tierra entera se abandonaba al reposo y a la tranquilidad más profunda, era toda la felicidad a que podía aspirar el loco viajero.
Al sentir cómo las gruesas puertas se cerraban dejando fuera de su alcance al león que tantas veces habían aprisionado, al recordar en medio de su emoción que ninguna voz podía ya detenerle, ninguna voluntad oponerse a su voluntad, Flavio creyó enloquecer de alegría sintiendo que se animaba su corazón con un placer ardiente y desconocido.
Y cuando el aire fresco de la noche se deslizó con suavidad sobre sus ardorosas mejillas, cuando aquel aire lleno de agrestes aromas gimió en torno suyo y meció blandamente sus cabellos como haciéndole una caricia, aquel aire que la continua vigilancia de sus padres no había dejado llegar hasta él sino a través de las estrechas rejas de su dormitorio, Flavio no pudo menos de lanzar un grito de salvaje alegría y dar la señal de partida con un tan fuerte latigazo, que los cimientos del palacio parecieron conmoverse y crujir a impulsos de aquel estallido diabólico.
Las palabras de «¡Aprisa, aprisa, postillón!» resonaron seguidamente en las gargantas de las montañas, en las concavidades de las rocas, en las cañadas, en los altos riscos. Todo se estremecía de alegría al repetir sus ecos, y nada respondía a su voz con gemidos. ¡Ah!, una voz juvenil y llena de entusiasmo halla acogida en todas partes; vibra con armonía aun en medio de los desiertos, y va a mezclarse alegremente al murmullo de las olas que combaten en el océano. Pero ¡esto es sólo un instante, porque las alegrías de la juventud son como nubes blancas que aparecen con la aurora y que disipa el viento de la tarde!
¿Por qué no había de ser eterno el ardiente espíritu que llena la primavera de la vida con sus sonrisas, la alegre diosa de la juventud que aprisiona un instante con flores nuestro corazón y cubre con sus vapores rosados todo lo que puede aparecer lúgubre y melancólico ante nuestras miradas, que sólo respiran animación y amor?
Pero, ¡ay!, las flores se deshojan, los horizontes se cubren de nubes... ¡La venda cae de nuestros ojos!
Serían las dos de la madrugada cuando los caballos, fatigados de una carrera violenta y rápida, tomaron un trote cansado que desesperaba a Flavio e impacientaba al postillón. Pero tuvieron que resignarse al fin a dejar a los caballos su marcha lenta, que el mal camino hacía más trabajosa, y Flavio, en cuyo espíritu ejercían poderosa influencia las bellezas de la naturaleza, cediendo insensiblemente al encanto de aquella noche apacible, sintió despertarse en su alma una tranquilidad melancólica y llena de dulzura.
Su vista vagaba errante por las misteriosas hondonadas que se extendían al pie del camino, pareciendo dilatarse hasta lo infinito, y por los bosques sombríos, en donde se creería percibir cómo los robles corpulentos procuraban mezclarse y confundirse en un abrazo eterno. Un vapor sutil bañaba la tierra, sobre la cual la luna dejaba caer sus pálidos rayos, como queriendo ocultar a su claridad importuna los amores misteriosos de las plantas; y las lucernas, brillando entre el musgo, parecían mirar con ojo tenaz, velando en medio de la noche a Flavio, a las estrellas, a la naturaleza entera.
En tanto, el coche rodaba lentamente dejando en pos de sí bosques tras bosques, praderas tras praderas, cañadas florecientes y riachuelos que se veían deslizar tranquilos por entre la hierba murmurando mansamente. Sus aguas brillaban a veces como diamantes; otras, semejaban una negra y movible sombra que se agitaba bajo las inclinadas ramas de los álamos; y otras, en fin, cinta plateada que alguna hada hubiese extendido graciosamente al pie de las colinas, como queriendo hacerlas sus prisioneras.
Ya era un torrente que se despeñaba arrastrando en pos de sí las hojas secas que el viento arrebataba a los árboles que crecían a su orilla; ya un lago tranquilo que, como bruñido espejo, reflejaba en su fondo la luna y las estrellas, que parecían estremecerse inquietas; ya una cigarra que, cantando, iba oyéndose cada vez más lejano el eco monótono de su voz. Y todo lo dejaba en pos de sí el carruaje que, andando lentamente, a los ojos de Flavio parecía que volaba. Graciosas colinas aparecían y volvían a desaparecer en lontananza, como si no fuesen más que una ilusión óptica, sucediéndose otras nuevas a las pasadas, ya más bellas, ya más fantásticas, y pasando algunas veces por su imaginación conturbada la idea de si todo aquello no era más que un sueño.
«¿Por qué caminar siempre? -decía-. Todo esto que contemplo con una avidez insaciable, con un placer desconocido, va infundiendo en mi alma una apatía melancólica, un deseo de quietud eterna... Tal vez morir en medio de una de estas selvas agrestes, en donde no se escucha el más leve ruido que anuncie la existencia del hombre, morir en medio de esta dudosa claridad parecida a la del crepúsculo, y antes que la aurora descorra el velo que la oculta, sería la mayor felicidad a que yo pudiese aspirar en estos momentos de dulce melancolía».
He aquí cómo los pensamientos de Flavio, bañándose, si así puede decirse, en la fría tristeza de aquella noche de otoño, acababan de sufrir una transformación repentina, porque empezaba a sentirse dominado por la misteriosa melancolía que esparce en el alma el silencio y la meditación; melancolía que muchas veces degenera en inercia profunda y doliente.
La agitación y el movimiento incesante con que había soñado tantas veces en su estrecho gabinete y solitario parque, nada eran entonces para el voluble niño. El silencio que domina los retirados lugares, la inalterable y perpetua armonía de la naturaleza le encantaban, y quizás el recuerdo de aquel mismo palacio que acaba de abandonar pasaba entonces por su pensamiento como una dulce visión de reposo y de calina.
En tanto el viajero empezaba a experimentar esa contrariedad de deseos que en la monótona quietud de su retiro no habían podido llegar a conmoverle, sintió el más vivo placer citando el carruaje, doblando un ángulo del camino, se internó de improviso en una explanada, desde la cual se descubría la más bella perspectiva que hubiera deseado contemplar la más poética imaginación.
Era una inmensa vega cubierta de arbolado, con pequeñas aldeíllas agrupadas aquí y allá en medio de los bosques y regada por un ancho río, que seguía su lento curso entre las orillas del césped, yendo a perderse al pie de lejanas montañas que parecían, a la amarillenta luz de la luna, sombras vaporosas y gigantescas. Percibíase el sonoro murmullo del agua que caía de varios molinos ocultos entre frondosos castaños, y mezclábase al canto de las cigarras y al soplo del viento, que agitaba suavemente las hojas de los árboles, su ruido monótono y expresivo.
Flavio abarcó con una sola mirada todos los encantos de aquel cuadro grandioso y respiró con fuerza, como si quisiera recoger en sí mismo los ecos, los perfumes y el espíritu que fecundizaba tantas bellezas; pero aquel suspiro fue contenido cuando iba a expirar en sus labios.
Sobre el ruido que formaba el agua de los molinos, sobre el canto de las cigarras y las brisas de la noche se alzó otra armonía más sonora y vibrante. Era una música lejana que acompañaba un coro de voces frescas y suaves, voces de mujer que esparcían al viento sus ecos dulcísimos.
Nada más nuevo y sorprendente para el viajero que aquellas voces, que jamás hasta aquel instante habían herido sus oídos; nada más conmovedor que aquella música resonando en medio del silencio de los campos en las altas horas de una noche serena.
Bajo la primera influencia de aquellos sonidos sus labios murmuraban palabras inconexas, y llevando la temblorosa mano al corazón, trató en vano de contener sus latidos. Un frío sudor inundaba su cuerpo, y, estático y casi sin fuerzas, seguía escuchando aquellos acordes que parecían resonar en el cielo.
Su corazón, virgen aún, y que hasta entonces no había conocido los ardientes incentivos que dan el primer grito de alarma a las pasiones, acaba de despertarse a una nueva vida, trémulo y lleno de alegría como el que abre sus ojos a la luz después de una noche de vagas tinieblas.
Nunca en el apartado retiro en donde se había deslizado su vida, como un río que sigue silencioso su carrera por la llanura, se escuchara el rumor de una fiesta, ni acento alguno de regocijo y de algazara. Tan sólo el canto de los campesinos o el ladrido de los perros se hacía sentir en lugares tan apartados del resto del mundo. Silenciosos aquellos vastos salones, así a la mañana como a la tarde, así el año que concluía como el que empezaba de nuevo, era aquella existencia fría y metódica, en la que podían contarse los latidos de cada corazón.
Flavio había dormido en medio de una calma imperturbable un prolongado sueño de inocencia, coronado de ilusiones de libertad y de puras creencias. El despertar de este sueño, cuando aún niño por su corazón era ya hombre, debía arrastrar en pos de sí un turbión de inmoderados deseos, una fiebre de temibles sensaciones que harían trabajosa y difícil la carrera de su vida.
Concentrados hasta entonces todos sus pensamientos en la idea de poder abandonar el sombrío palacio para correr como un loco por aquel mundo que su viejo maestro le describiera, con la benevolencia propia de un anciano para los recuerdos de su juventud, no le habían dejado adivinar ni la pasión, ni el amor, y aún mucho menos ese abismo profundo y resbaladizo que se llama sociedad, y en la que dicen necesita vivir el hombre para purificarse de su sencilla ignorancia.
Flavio, pues, entraba en el mundo con el corazón dispuesto a recibir todas las sensaciones, todos los sentimientos imaginables, sin pensar siquiera que pudiera haber alguno contra el cual tuviese que combatir con armas que no conocía.
Su maestro le había dicho: «El hombre que quiere ser siempre dueño de su voluntad y de sí mismo no debe dejarse sorprender por sentimientos que le liguen a objeto alguno, porque entonces será esclavo en vez de ser libre; pero el que con resolución firme y valor en el corazón rechaza todo aquello que pueda aminorar sus fuerzas, para ése es tan fácil la senda de la vida como lo son a la gaviota las encrespadas olas sobre las que boga eternamente».
Y Flavio creyó firmemente en las palabras de su maestro, no dudando un instante de que poseía en sí mismo aquel valor que haría tan fácil y amena esa senda, por la que deseaba lanzarse con todo el ardor de sus ilusiones primeras.
«Yo soy fuerte en mi voluntad -dijo-. Ninguna cosa habrá que me seduzca hasta el punto de arrebatarme mi querida independencia, suspirada y apetecida en tan larga cautividad».
Y partió con ánimo tranquilo, sin temor a los obstáculos que pudiese hallar en su camino. No obstante, Flavio, a pesar de su ignorancia, leyera algunos libros, entre los cuales había algunos que hablaban de este mundo con más desprecio y amargura de la que se necesita para llegar a aborrecer el objeto más digno; pero la lectura de los mejores libros en ciertas épocas de la vida no queda más indeleble en el espíritu que las iniciales grabadas en la corteza de un árbol que se cubre de musgo cada año. Todo lo que había leído no había sido suficiente para formar en él un carácter fijo, un modo de pensar conforme; cada libro dejara en su espíritu una idea como un adorno postizo, y podemos decir que Flavio, respecto a esto, nada tenía suyo sino una imaginación de fuego, un carácter dado generalmente a la melancolía y un talento poco vulgar.
Sus meditaciones solían ser sombrías, y sus sensaciones eran violentas y expansivas. Pero creemos que esto último, más bien que hija de su carácter, era un efecto de su educación y de su ignorancia. Flavio era una planta virgen, un ser extraño a los placeres del mundo que con los ojos vendados corría en pos de ellos buscando su amada libertad. ¡Infeliz!... ¡Qué infierno de sensaciones, qué invisibles cadenas le esperaban para sujetar su espíritu indomable! Pero, ¿cómo evitar esas amarguras, que antes de hacernos derramar las frías lágrimas del desencanto nos sonríen cariñosamente y bañan con miel nuestros labios?
La música proseguía llenando el viento con sus armonías, y llegando hasta Flavio parecían querer enloquecerle por medio de su oculta magia.
La luna se presentaba tan clara y brillante que su luz hubiera podido confundirse con los primeros resplandores del alba, y sus rayos pálidos iluminando de lleno el río prestaban tal transparencia y encanto al paisaje, que Flavio pensó no eran tan difícil creer que las sílfides y ondinas moraban en el fondo de las aguas o vagaban en la apacible sombra que reinaba en la espesura. Entonces pensó recorrer aquellos lugares tan bellos y misteriosos, perseguir aquellos armoniosos ecos que le enloquecían, y el inclemente carruaje ya no seguiría indiferente su marcha, abandonando de nuevo tantas bellezas como se presentaban ante sus áridas miradas, cual si le convidasen a gozar placeres desconocidos. Mandó detener el carruaje, y, abriendo la portezuela y saltando con rapidez, se ocultó entre los castaños que ocultaban los molinos y desapareció a los ojos del postillón.
Era este un hombre de treinta años, poco más o menos, cachazudo, resuelto y que, habiendo sido militar, conservaba todavía parte del valor que le distinguiera en el ejército. Tenía buen corazón, a pesar de su natural fiereza, se amoldaba a todas las circunstancias de la vida y profesaba a Flavio particular afecto, porque solía decir que amo poco ceremonioso y suelto de mano era digno de que un criado honrado le guardase inalterable adhesión pese a todas las vicisitudes imaginables. De profunda penetración, y hallándose al servicio de Flavio hacía más de dos años, le tenía por un grande hombre; pero en su interior le pronosticaba mal fin, a pesar de lo cual se había jurado a sí mismo no abandonarle jamás. «Él es valiente -se decía-, y mis puños son de hierro... Marchemos, pues, a recorrer el mundo, que con dinero, paciencia y buen humor el peor mal que pueda sucedernos es morir hoy en vez de morir mañana».
Convencido de tan excelentes ideas, miró si los revólveres que a prevención llevaba estaban bien cargados, y apoyando la cabeza en su ancha mano, en actitud de dormir, vio, al parecer con la mayor indiferencia, la marcha de Flavio, murmurando entre dientes: «¡Él lleva también pistolas!»
Y después de decir esto se dejó sorprender por uno de esos sueños de centinela que desaparecen a la primera voz de alerta.
Cuando Flavio, después de atravesar las encrucijadas que conducían al primer molino, pudo ver la multitud de luces de apariencia fantástica que se percibían en un bosque no muy lejano, se creyó verdaderamente transportado a aquel lugar por alguna mano invisible para ser testigo de cosas misteriosas y extraordinarias.
Una vaga sombra de temor resbaló por su pensamiento... Las historias de encantamientos con que le habían entretenido en su niñez se presentaban de improviso a su memoria, y vaciló pensando si aquellas ficciones, que eran casi una creencia para los sencillos campesinos, no tendrían algún fondo de realidad. Diremos, en honor de la verdad, que nuestro valiente joven estuvo casi a punto de retroceder, temiendo alguna traición de las hadas... ¿Quién sabe si alguna misteriosa Amida trataría de atraerle con tan dulces sonidos para sorprenderle en medio de su sueño?
Mas como Flavio tuviese talento y fuese en realidad valiente, desechó bien presto tan necios y absurdos temores, persuadido de que debía observarlo todo sin extrañarse de nada, y posar con seguridad su planta doquiera hubiese un palmo de tierra habitado o no por el hombre.
Aquellos habían sido sus sueños, su eterna ambición, y era necesario por lo mismo marchar con valor y sin retroceder ante ningún obstáculo.
-¿Será posible -dijo enojado consigo mismo- que vacile y me conmueva al primer paso que doy en mi camino? ¡Oh!, no; tanto valdría ver caer la primera piedra que indicase la ruina de mis más caras ilusiones. ¡Adelante, pues!
Y se puso en camino hacia el lugar adonde su paso errante le llevaba, siguiendo un estrecho sendero marcado a orillas de un bosque de espesos robles.
A medida que caminaba, oía más distintamente aquellos sonoros ecos, que llenaban el aire y parecían repetirlo, en confuso, los árboles del bosque.
Pero, apenas había dado los primeros pasos, un grupo de jóvenes pasó a su lado con alegre algazara, saludándole.
-¡Buenas noches! -le dijeron en un acento que revelaba quizá demasiada franqueza.
-Buenas noches -les contestó Flavio secamente y mirando hacia otra parte.
Sin embargo, ni su aire adusto ni su acento algún tanto despreciativo pudieron librarle de que el más hablador o más curioso se acercase a Flavio y le dijese:
-Perdonad, amigo mío; sin duda alguna, hoy es la primera vez que recorréis estos hermosos lugares, y no sabéis, por lo mismo, que la estrecha senda por que camináis con tan seguro paso está llena de peligros que no podéis adivinar. ¿Queréis permitirme que os sirva de guía?
Flavio no contestó, miró a su interlocutor de la manera más impertinente, y haciendo un gesto de fría indiferencia, siguió por el mismo camino.
-A lo que veo -prosiguió el joven desconocido con un acento de fina reconvención-, sois como aquel muchacho de la fábula, que dormía tranquilo a la orilla de un pozo, y a quien la fortuna le despertó, llamándole al mismo tiempo insensato; pero advierto que no os agrada la compañía de los desconocidos; os dejo, pues; pero tened entendido...
-¿Qué? -preguntó Flavio.
-Que si es la primera vez que venís a estos sitios, no debéis marchar con tanta tranquilidad; hay peligros en estos caminos, y, creedme, la fortuna os dice por mi boca como al niño: ¡tened cuidado!
-¿Tantos son, pues, y tan grandes esos peligros de que habláis?
-No, ciertamente; no son muchos ni muy grandes; pero son peligros, al fin.
-¡Es posible! -replicó Flavio con ironía.
Y siguió silenciosamente su camino.
Su nuevo compañero hizo otro tanto.
-¿Queréis decirme -preguntó Flavio, volviéndose bruscamente- qué peligros corro?
-¿Vais al baile? -le preguntó aquél a su vez.
-Ciertamente; pero no sé qué queréis darme a entender con semejante pregunta.
-¡Bueno! Vais al baile; es la primera vez que recorréis estos sitios en que la mano pródiga de la naturaleza vertió todos sus preciosos dones, y no creéis que hay peligro en esto. ¡Ah!, ya veo que sois confiado como un niño.
-Puede ser, amigo mío -se atrevió a decir Flavio-; pero, o me engaño -añadió con cierta infantil alegría-, o hemos llegado al lugar encantado.
Una alegre multitud, dispersa por las frondosas alamedas, se movía a la claridad semifantástica de las luces de colores, como un río que mezcla su murmurio al armonioso ruido de los cañaverales.
Los rayos de la luna, filtrándose a través del espeso follaje, y las estrellas, que, como si quisiesen prestar también sus encantos a la fiesta nocturna, aparecían brillando como pálidos diamantes en medio de la oscuridad, daban a este cuadro toda la hermosura y poesía de que están llenas las tranquilas noches del otoño.
Mujeres hermosas pasaban y repasaban como un ejército de fantásticas hadas, pálido el semblante y armoniosa y fresca la voz. Crujían débilmente sus leves vestidos, temblaban a su paso las ramas de los pequeños árboles, el viento venía cargado de sus perfumes y lo llenaban todo con su presencia. Frescas rosas que abrían sus hojas al primer beso del sol, así eran ellas; verlas y no amarlas era imposible.
Flavio las vio, Flavio las sintió pasar a su lado: alguna vez el tibio aliento de la más hermosa llegó hasta su rostro, sus leves vestidos le rozaron al pasar, su voz resonó en su corazón como una música dulce y conmovedora, sus miradas se cruzaron.
-He aquí las mujeres -exclamó en tanto las seguía con sus ávidas miradas-, las mujeres en quien no había pensado aún, y de quien mi maestro me habló vagamente y como de una cosa mezquina y débil... ¡Mezquina! -repetía-. ¡Mi maestro estaba loco! ¿Por ventura esas frentes tersas y blancas como el marfil, esos talles ligeros y esbeltos como el tronco de un álamo joven, esa belleza perfecta, son una cosa mezquina? ¡Oh!, no; jamás. Yo creo que no hay nada más sublime que la mujer, nada más bello, más digno de nuestros pensamientos.
Y pensó entonces, como había pensado en medio del religioso silencio que le acompañara hasta allí en su camino, que morir al final de una de aquellas noches de animación y de placer, y viendo pasar ante sus ojos aquellas hermosas mujeres, sería la mayor felicidad a que podría aspirar un hombre sobre la tierra.
¡Tal era aquel corazón, que se había creído con fuerzas para recorrer el mundo sin recibir más que impresiones de esas que nacen y mueren a impulsos de la voluntad!...
Su compañero, que le había observado hasta entonces con inteligente y escudriñadora mirada, le arrancó de su éxtasis.
-¿Qué os parece esto? -le dijo con un acento particular, que pasó desapercibido para Flavio.
-Enloquece -le respondió aquél, cediendo a la fuerza de sus impresiones.
En los labios del joven se dibujó una vaga sonrisa indefinible que tampoco vio Flavio.
-¡Oh!, sí -le contestó-; ya os lo había dicho; todo esto es encantador; es una de esas escenas que sólo pueden contemplarse en nuestras deliciosas campiñas, porque no en todas partes se hallan robles tan corpulentos y frondosos, noches tan claras, mujeres tan hermosas, música y danzas tan enloquecedoras.
-Robles como éstos -replicó Flavio-, mayores quizá, los hay en mi parque; lo que nunca he visto tan bello son esas criaturas -y señaló a las mujeres-, que parecen ángeles. ¿No creéis, como yo, que los ángeles no deben de ser más hermosos que ellas?
-¡Los ángeles!... -murmuró el joven con voz pausada-. Yo no voy tan lejos como vos, y es, sin duda -añadió con cierta galantería que tenía algo de irónica-, porque mi modo de sentir es menos delicado, menos sublime que el vuestro.
Flavio le miró de un modo particular, y respondió después, haciendo un gesto de indiferencia:
-¡Puede ser!
-Os lo digo -repuso el joven en el mismo tono galante, aunque más suave- porque me he figurado que debéis de ser hombre de sensaciones profundas. Vuestra espaciosa y alta frente, vuestro modo de mirar, audaz y tímido al mismo tiempo; todo vuestro aspecto, en fin, revela una extraña fuerza que os hace diferenciar de los tipos vulgares.
-¡También puede ser! -volvió a contestar Flavio, algo pensativo y siguiendo con sus miradas a las mujeres que pasaban ante él.
-Por lo demás, os pido perdón por haberme atrevido a hacer esta ligera disertación sobre algunas cualidades notables que he creído adivinar en vos. Soy algo fisonomista, y la inclinación me arrastra, aun contra mi voluntad.
-Podéis hablar lo que gustéis respecto a mis cualidades -dijo Flavio con ingenua indiferencia-. Estad seguro de que os escucharé como si os oyese hacer el retrato de un hombre a quien hubiese visto muy rara vez.
¿Tan poco os conocéis? -preguntó el joven en tono de chanza.
-Caballero -repuso Flavio volviéndose hacia él-, me parece recordar haber leído que el conocerse uno a sí propio es empresa difícil...
-Lo será -dijo el joven, dibujándose en sus labios una risa burlona-. ¡Los libros dicen tantas cosas!... Mas yo, por mi parte, os aseguro que el día que me propusiera hacer una definición de mí mismo, sin mentir, no me ganaría a ello el sabio más grande del universo.
Flavio no oyó estas últimas palabras, absorto en contemplar lo que pasaba en torno suyo. El joven, notándolo, llamó de nuevo su atención.
-Amigo mío -le dijo-, tengo que retirarme, y no quiero hacerlo sin ofreceros antes mis respetos, pues lo conceptúo un deber, siendo como sois forastero; podéis, pues, contar con un amigo.
Flavio, dándole las gracias, le tendió la mano y se separaron; él, satisfecho de que le dejasen solo, y su nuevo amigo, contento de haber conocido a un hombre como Flavio.
Cuando Flavio quedó solo, las miradas que echó en torno suyo, llenas de vida y ardiente curiosidad, bastaron para mostrarle de lleno todo el encanto que encerraban aquellas fiestas nocturnas, en medio del campo, y cuya idea jamás, ni en sueños, se había presentado a su imaginación de poeta.
Observó la facilidad con que se mezclaban en aquella confusa Babel suspiros y sonrisas, palabras rápidas y significativas; cómo al sentir el roce ligero de los vestidos de aquellas mujeres, cuando en deliciosa confusión cruzaban con la volubilidad del pájaro las alamedas, llenas de animada multitud, se sentían gratos estremecimientos, que causaban vértigos y sensaciones que jamás, hasta entonces, había experimentado.
-¡Y yo que he permanecido tanto tiempo lejos de esta vida, lejos de esta animación embriagadora!... -murmuraba con una especie de fiero remordimiento-. ¡Ah! ¡Mi palacio, mi viejo palacio...; maldita tu soledad, que por tan largos años me privó de los goces que otros han obtenido a manos llenas!
Y se sentía celoso de todos aquellos hombres, que parecían tan familiarizados con aquellos placeres, en los cuales él no podía pensar sin sentir una emoción profunda.
Cuando los que pasaban a su lado fijaban indiferentes aquellas miradas frías y burlonas en él, creía adivinaban su impaciencia y le decía: «Pobre ignorante, acércate con la timidez del niño a nuestras fiestas, y cuida de que tu pie trémulo y tu lengua balbuciente no se deslicen en medio de tantas sendas que desconoces».
Todos estos pensamientos, que pasaban por su imaginación con la velocidad de un relámpago, iban formando, sin embargo, en su corazón una tormenta amenazadora.
Violento e irascible por la naturaleza, no en vano había vivido Flavio, hasta los veinte años, apartado del mundo y en medio de la soledad, en la cual era su voluntad reina imperiosa a quien nadie podía detener en su vuelo.
Sentía, pues, agolparse a su frente, como las aguas de un torrente impetuoso, mil imágenes seductoras, y otros tantos rencores insensatos contra los hombres y contra los días serenos y apacibles de su pasada juventud. Complacíase, pues, en pensar que las cadenas que le habían ligado a aquellos días aborrecibles se hallaban ya rotas, y que, como el humo, se habían disipado ya tantos lazos de inútil sujeción con que pretendieran retenerle para siempre en el aislamiento más cruel.
Gozar en un solo día, en una sola hora, si fuese posible, todos los placeres que hasta entonces le fueron negados; he aquí el único pensamiento que le sonreía desde el fondo de su corazón, la idea que, apoderándose de su espíritu, se agitaba en torno suyo, desplegaba sus alas de fuego ante sus ojos y no le dejaban ver más que sus resplandores brillantes inflamados. A orillas del abismo, el menor empuje bastaría para hacerle rodar hasta su fondo invisible.
De nuevo, los sonidos de la música, llenando el bosque, se extendieron hasta las vecinas praderas, y la multitud, agitándose como un mar que se agolpa y que ruge, pareció responder al llamamiento de los armoniosos acordes. Todo fue confusión y algazara en aquellos momentos en que la alegría parecía ser la reina y señora de aquella multitud. Los grupos se dispersaban, las madres abandonaban con cierta satisfacción respetable el torneado brazo de sus hijas, y ellas, las hermosas, desaparecían bien presto a sus ojos, cuidadosos pero ya cansados, después de haber sujetado con coquetería la rosa medio desprendida del cabello y compuesto los graciosos pliegues de sus vestidos. Todos corrían, todos parecían ir en busca de un objeto que temiesen les hubiera sido arrebatado ya. Tan sólo Flavio, ajeno a lo que causaba tanta animación, tan loco júbilo, se dejaba arrastrar sin voluntad por aquellas oleadas, que, insensiblemente, le fueron conduciendo al lugar del baile.
Flavio no pudo resistir entonces cierto movimiento de disgusto que, como una nube ligera, se extendió por su pensamiento. Vio las pálidas y enfermizas figuras de las pobres niñas que cantaban un coro, y las robustas y un tanto groseras de los músicos, que, hinchando gravemente los carrillos, hacían resonar los heridos instrumentos. Hubiera, sin embargo, preferido que los instrumentos produjesen por sí solos los armoniosos sonidos y que las voces argentinas que tan honda impresión habían hecho en su espíritu saliesen de las gargantas de aquellas mujeres que, radiantes de hermosura y juventud, pasaban a su lado como enloquecedoras visiones, y le hablaban de otro mundo y de otros placeres para él desconocidos.
Volvióse, pues, con disgusto, e internándose por las alamedas, fijó su atención en las bulliciosas escenas que tenían lugar a su alrededor.
Aquello presentaba otro aspecto.
Apresurábanse a penetrar en el sagrado recinto, se empujaban, gritaban, reían como locos y se llamaban unos a otros a grandes voces.
El vals empezaba.
Los hombres arrastraban en pos de sí hermosas y jóvenes mujeres, en cuyos rostros asomaba el pudor con sus animadas tintas. Ceñíanlas con sus brazos atrevidos, y ellas se doblegaban y se dejaban arrastrar al loco torbellino, en donde se mezclaban, se confundían, giraban apresuradamente y paseaban como visiones aéreas.
Sus ligeros pies tocaban apenas el suelo, resbalaban a compás igual sobre una tersa superficie, uno en pos de otros, como si se atrajesen unos a otros por medio de un oculto y misterioso poder. Las cabezas, graciosamente modeladas, de aquellas hermosas mujeres se inclinaban, mientras las de los hombres se levantaban como cedros del Líbano, según la poética expresión de la Esposa de los Cantares. Comprendíase fácilmente que aquellos seres, presa del abandono y de la embriaguez de la danza, debían sentir que sus corazones palpitaban unidos, y que, como dos lágrimas que resbalasen juntas, debían confundirse, aliento con aliento, la dulce mirada de la mujer con la mirada atrevida y embriagadora del hombre.
Flavio contempló silencioso esta escena, aquellos abrazos sin pudor, el giro rápido e incesante de las parejas en que parecía ir envuelto todo el frenesí de la pasión. Flavio sintió que se apoderaba de su alma la impaciencia, y que el disgusto y la honda cólera llamaban a su corazón. Pero pasados los primeros momentos de sorpresa y de envidiosa tristeza, contempló de nuevo y con aparente calma aquellas locas alegrías, aquellos envidiados goces, de los cuales le parecía estar separado por una invisible valla.
-Yo me siento con valor -decía con voz balbuciente- para lanzarme también en ese incesante y confuso torbellino que marea y trastorna. ¡Ah, yo llevaría a mi hermosa compañera sin tocarla casi, sin que sus pies delicados imprimiesen sobre el césped la más ligera huella! Así iríamos, así nos confundiríamos en el alegre vórtice, hasta que se debilitasen mis fuerzas y cayese rendido de cansancio y de felicidad. Pero ¿cómo acercarme a ella y decirle: «Ven»? ¿Consentirá alguna en seguirme?
Dominado, pues, por ese pensamiento, buscó anhelante lo que deseaba; es decir, una mujer, y una mujer hermosa.
Alejadas algún tanto del lugar del baile, y paseando bajo las sombrías alamedas, veíase un grupo de alegres jóvenes que charlaban en voz alta y se reían como antiguas bacantes. Todo estaba en silencio hacia aquellos sitios, y las voces juveniles de aquellas niñas resonaban misteriosamente a lo largo de la alameda, y el viento de la noche parecía prestarles algo de su frescura y dulce vaguedad.
Flavio se adelantó hacia ellas.
Cuando se halló en su presencia y las vio a la luz rosada y suave de los farolillos, que les hacía aparecer más hermosas; cuando pudo contemplar de cerca sus gracias y su belleza, aquella alma sencilla y llena de las más puras creencias, aquel corazón lleno de vida y de entusiasmo se sintieron embriagados, y Flavio se apresuró a rendir a aquellas mujeres el homenaje de que las creía dignas.
Él, el inocente, el eterno amante de la libertad, el espíritu indomable, pero sencillo, casi se prosternó ante ellas, y en aquellos mismos lugares en que resplandecían las libres costumbres de este siglo, se abandonó sin recelo ni desconfianza a los transportes de su alma. Así, pues, cuando pudo contemplar tranquilamente los rostros sonrosados de aquellas mujeres, sus cuerpos esbeltos y flexibles, que las juzgaba antes como visiones que se desvanecen, exclamó:
-¡Sois tan hermosas..., tanto, que yo creería ofenderos si llegase a tocaros, como lo hacen esos hombres!
Y con los brazos extendidos, la cabeza inclinada y en los labios una sonrisa llena de pasión, parecía sumido en éxtasis y contemplaciones celestiales.
Pero aquel precioso grupo se conmovió ligeramente; el murmullo de sus palabras dichas a media voz, se confundió con el viento que agitaba las ramas de los árboles, y una ruidosa carcajada estalló como un trueno en las bocas hechiceras de aquellas niñas de quince años, que miraban a Flavio con toda la petulancia y descaro que constituye el vicio dominante de las jóvenes vanidosas, pero ignorantes todavía de cuanto encierra la vida de amargo y desagradable para el porvenir. Después, sobre el eco aún no extinguido de aquella risa, se dejó oír una voz metálica y casi desagradable, aunque juvenil, que dijo con el acento más irónico del mundo:
-Ese manso cordero no espera sino a que le conduzcan al sacrificio.
El semblante de Flavio se cubrió de una palidez mortal al escuchar aquellas palabras, que le hicieron despertar de su éxtasis con un estremecimiento convulsivo. Lanzó en torno suyo una mirada dolorosa y llena de ira, y, al fin, con voz entrecortada por la emoción y la cólera, pronunció un juramento y una provocación a quien tan sin piedad le había herido en lo más alto y puro de su alma.
Pero ninguna voz contestó a aquella terrible amenaza y las hermosas siguieron burlándose de su inocencia y de su enojo como si éste no fuese más que un nuevo incentivo que aumentase su franca hilaridad.
Mas al ver a Flavio adelantarse hacia ellas, pintada en su rostro una fiereza salvaje, y próximo tal vez a desencadenar sobre las imprudentes todo el peso de su justa indignación, huyeron unas tras otras, como desbandadas palomas, dejando a Flavio inmóvil y contemplándolas con la mayor extrañeza. Acababa de comprender que aquella clase de enemigos eran tan débiles y maliciosos como cobardes. Pero, ¿qué hacer...? ¿Sería él capaz de seguirlas para descansar sobre ellas todo el peso de su ira? ¡Imposible! En el fondo de su alma existía aún la adoración que habían querido expresar sus labios...
Lleno de amargura, Flavio volvióse tristemente hacia el lugar en donde las alamedas aparecían más desiertas, pues en aquel momento tenía necesidad de soledad y de sombra. Al pasar, una joven alta, delgada y en extremo elegante, aunque no hermosa, se presentó a sus ojos, dando el brazo a una anciana, que caminaba lentamente; pero apartando pronto sus miradas de aquellos dos seres que en tan terribles momentos de prueba nada podían interesarle, no pudo notar que aquella joven, casi niña, le dirigió una extraña y burlona mirada acompañada de una sonrisa que hizo descubrir sus dientes blancos como el marfil. Se alejaron, y Flavio, internándose a su vez entre los árboles, huyó de la luz que hería sus ojos, de los que estaban próximas a desprenderse algunas lágrimas.
Lágrimas... ¿Qué significaban aquellas lágrimas?
Si el hombre de corazón enérgico y valiente no desahogaba jamás con llanto sus dolores, ¿cómo él, que se creía con fuerzas para aniquilar el mundo, sentía resbalar por sus mejillas esas compañeras inseparables de los seres débiles que doblegan la cabeza al primer sufrimiento?
Por primera vez Flavio dudó de sí mismo, se espantó de su propio corazón, y creyendo percibir un abismo doquiera tendiese sus miradas llenas de desconfianza, deseó ser como el águila, que alzando su vuelo deja el mundo a sus pies yendo a perderse en la inmensidad del espacio.
Pero, pobre mortal sin alas y sin fuerzas para remontarse a la región de las nubes, tenía que vagar por la tierra con sus esperanzas, su desencanto y sus lágrimas; tenía que arrastrar la pesada cadena que sujeta al hombre a este mundo y bajo cuyo peso se inclina al fin y cae inerte para no levantarse jamás.
De nuevo los alegres rumores de la multitud, que fatigada del baile buscaba con avidez espacio y aire que respirar, llegaron hasta Flavio. Estremecido al sentir que se acercaban, levantóse instintivamente, como el ciervo que se despierta al sonido del cuerno de caza, y quiso huir, pero ya era tarde. La multitud, ansiosa de respirar con libertad las brisas de la noche, lo inundaba todo, y fue necesario mezclarse y confundirse otra vez entre aquellas hadas, que iban y venían, atrayéndole unas veces, rechazándole otras, pero siempre reteniéndole en su seno como a un juguete apetecido a quien no quisieran arrojar nunca lejos de sí.
Pero las mujeres, las hermosas mujeres, estaban otra vez allí; es decir, los demonios tentadores, que vagaban sin cesar en torno suyo, y cuando sus ligeros vestidos le tocaban al pasar, cuando sus armoniosas palabras resonaban como una música en su oído, cuando se aparecían ante él hermosas visiones, no pudo resistir más, y henchido de una viva emoción lo olvidó todo, pensando que ante aquellos seres tan delicados y perfectos era necesario sacrificarlo todo: honor, vida y libertad, y que el negarse a hacerlo así era tal vez ofender a Dios en su obra más grande y más perfecta.
Y volvió a acercarse a aquéllos para él seres inmaculados y dignos de adoración y volvió a luchar con su timidez y a arrostrar el temor y la vergüenza de decirles por vez primera, en su puro e inocente lenguaje:
«Yo os amo, y os amo más que todos esos hombres que os rodean; dirigidme por compasión alguna de esas miradas cariñosas que a ellos les prodigáis sin que las deseen como yo las deseo».
Pero ¡cuántas mujeres hermosas pasaron sin que él se atreviese a posar en ellas su casta y embriagadora mirada!
«¡Pasad -parecía decirles-; pasad, ¡oh vosotras, las que amo y me hacéis padecer! Ninfas graciosas y crueles que castigáis con la muerte al atrevido que osa seguiros hasta vuestros misteriosos y sombríos recintos!»
¡Ay! Estaba escrito que debía sufrir aquella noche, que, al traspasar, por primera vez el umbral de su palacio, su corazón puro y virgen había de ser lacerado y atormentado largamente.
Y eran ellas, las mujeres, las que le hacían sufrir; ellas las que, con sus bocas hechiceras, murmuraban palabras de mofa, que al fin despertaron al león dormido. ¡Y ay de las palomas imprudentes que con locos arrullos despertaron al gavilán!
He aquí por qué Flavio, al sentirse otra vez herido en su amor propio indomable y activo, se volvió contra las que amaba su alma y se dijo con voz ronca y ahogada por la ira:
«Ello es preciso al fin; y pues lo han querido así, yo haré brotar sangre de esas mejillas coronadas para que les quede un eterno recuerdo del último de los Bredivan».
Y pronunció estas palabras con un acento de amenaza tal y con actitud tan atrevida y salvaje, que muchas miradas se fijaron en él con temor y desconfianza.
Pero una mano detuvo su brazo en el mismo instante en que iba a alzarlo.
-Amigo mío -le dijeron-, ¿qué locura es ésta? ¿Qué habéis hecho? Todos os miran con ceño, y pienso que van a haceros pedazos si permanecéis por más tiempo en medio de esta barahúnda.
-¡Ah!, marchemos, marchemos de aquí -exclamó Flavio con desesperación, echándose casi en brazos del que le hablaba-. ¡Yo estoy loco -añadió-, tengo un infierno en mi corazón!
-Venid, pues -le contestó, sonriendo irónicamente, el importuno hablador con que había tropezado al entrar en el baile, pues no era otro el que acababa de detener su brazo levantado en ademán de venganza.
Y se alejaron de aquellos sitios de maldición.
Mas cuán débil no es el corazón del hombre, aun el de aquel que entra en el mundo diciendo: «Mi alma no recibirá más impresiones que ésas que nacen y mueren a impulsos de la voluntad: ¡yo no seré esclavo!».
Flavio, cediendo al dolor que le oprimía y a la seducción que ofrece a su espíritu atribulado el placer de una confidencia, descubrió a aquel desconocido todos los secretos de su alma. Era la primera vez que el entusiasta viajero sufría dolores de esos que necesitan un consuelo. ¿Cómo, pues, tendría fuerzas para rechazar en aquellos momentos un confidente, un amigo, cuando sentía herido su corazón, cuando se hallaba rodeado de tinieblas?
¡Ah, no! Flavio cedió a la necesidad que sentía; Flavio fue débil, desahogó su corazón, confesando sus incertidumbres, su sencillez, su ignorancia, y no sintió en toda su intensidad el dolor de la primera caída porque el cansancio y el desaliento de su alma le hizo amar su primer amargo desengaño.
Si el mal penetra con tanta facilidad en el corazón del hombre, es porque, como aquella flor que envenena con su embriagador aroma, encierra atractivos dulcísimos que se tornan amargos después que se han degustado.
Se dice que el camino que conduce al bien, el camino que lleva a la salvación, es una senda estrecha y monótona por su rectitud, que no concluye hasta el término del viaje, áspera y llena de piedrecillas que lastiman los pies, sin atractivo alguno que distraiga la inspiración del hombre, ocupada en los altos destinos a que está consagrada, y en los pensamientos justos y sin mancilla que le llevan hasta Dios.
En cambio, el que conduce al mal es, por el contrario, llano, espacioso y sembrado de flores cuyo perfume turba nuestros sentidos y cuyos colores se bañan en la claridad deslumbradora que Lucifer lanza desde infierno.
La parábola es tan poética como verdadera, y jamás se cansa de admirar su profundo sentido mi débil espíritu de mujer.
Flavio se creyó casi feliz y sintió su pecho libre de la opresión del dolor después que con la más inocente sinceridad mostró a su nuevo amigo sus pensamientos más ocultos, el sentimiento de su orgullo herido y el desprecio, el profundo rencor que abrigaba su alma contra todos aquellos que le aventajaban en saber gozar de los placeres de la vida y que parecían burlarse de su ignorancia con las miradas indiferentes, pero audaces, que lanzaban a cada momento sobre él.
El buen amigo le escuchó, por su parte, con una malignidad y una ligereza propias de un corazón que estaba muy lejos de parecerse en nada al de Flavio.
Algunas veces, una risa burlona asomando a sus labios pálidos y deprimidos causaba en Flavio una sorpresa y una emoción desagradable, que casi hacía detener las palabras en su garganta; pero su compañero, demasiado suspicaz, pronto hacía desaparecer aquel motivo de desconfianza, y la calma volvía al corazón del viajero del mismo modo que en una noche nublada aparece la luna, dejando caer sobre la tierra su claridad suave y apacible.
Instantes hubo, sin embargo, en que los entusiastas pensamientos de Flavio, de cuya imaginación fecunda y brillante brotaban las imágenes como el agua brota del manantial, pura, cristalina y sin mancha, conmovieron al joven a su pesar, y le arrastraron en pos de sí a regiones desconocidas y hermosas.
Al hablar Flavio de sus futuros proyectos, de sus sueños eternos, se diría era inspirado por un genio oculto que le hacía orador sublime, en cuya palabra se encerraba el encanto de todas las armonías.
Cuando hablaba, su frente noble y morena se teñía de un rojo tenue; su mirada era brillante; las palabras se agolpaban a sus labios, y su hermosa voz, vibrando como las cuerdas de un arpa, causaba estremecimientos que apresuraban los latidos del corazón.
Su compañero no podía dejar de conmoverse ante aquella fuerza superior que, a su pesar, vencía la rebelde impasibilidad de su alma; pero, hombre a quien las sublimes emociones fatigaban, trató de poner un dique al torrente armonioso que no le dejaba avanzar en su torcido camino.
-Me complace escuchar vuestras palabras, en las que se deja traslucir la brillantez de vuestra imaginación; vuestros grandiosos pensamientos en los que se revela el genio... ¡Oh, sí, mucho genio! -le dijo al fin, en un acento que parecía inspirado por el mismo espíritu delicado y juvenil que animaba a Flavio-. Pero creo deber recordaros -añadió con voz más baja y pausada-, puesto que soy vuestro amigo, que por ahora debéis olvidarlo todo y pensar únicamente en vengaros de los que, siendo los seres más débiles de tierra, han osado provocaros..., insultaros.
-¡Son tan débiles y tan cobardes!... -repuso Flavio con un acento que revelaba al mismo tiempo compasión, amor y desprecio.
-¿Y eso os hace retroceder? Perdonad al cobarde y os dará una puñalada cuando no podáis defenderos. ¡Ah, no! Vergüenza fuera en verdad que ellas hubiesen una vez sola humillado a los que nacieron para ser sus señores... Burlaos de ellas como ellas se han burlado de vos; demostradles de lo que es capaz una voluntad virgen en medio de la sociedad más culta, y os aseguro que seréis después el ídolo ante quien sacrificarán todo lo que existe de más sagrado para ellas. Su amor, su belleza, sus esperanzas futuras y hasta su vanidad, el único vicio que las hace a veces levantarse sobre los que pretenden herirlas, como la serpiente que alza su cabeza de la tierra para herir al que ha puesto sobre ella su planta imprudente.
-No sé por qué -repuso Flavio con terquedad- siento una repugnancia invencible a hacer daño a esos seres que tan sublimes había creído y en cuyos rostros ha puesto Dios la gracia y el candor de sus ángeles más queridos.
-¡Cuán niño sois!... -le contestó su amigo con sarcasmo-. ¿Sabéis si existen?
-Lo creo -murmuró Flavio, mirando al joven como espantado de las palabras que acababa de oír de sus labios.
-Pues si lo creéis -replicóle su compañero-, creed también que no deben parecerse a las mujeres. Yo os hice ver cómo esos que llamáis hermosos ángeles no son más que el juguete que Dios ha puesto en medio de nuestro camino para amenizar nuestros momentos de ocio y de hastío. Cómo con una sola palabra, con una mirada, las arrojamos de su pedestal de barro, haciéndolas caer a nuestros pies implorando compasión. Ellas derraman entonces lágrimas que ruedan como perlas por sus mejillas; pero sus lágrimas y sus gemidos son sólo una hermosa mentira. Afectando una dignidad que no poseen, os dirán con orgullo que las ofendéis, y momentos después, vanas y volubles como el viento, os darán gracias con una sonrisa o con una mirada que encierran un mundo de promesas por aquello mismo que antes juzgaba un ultraje.
-Tenéis razón, lo conozco; ellas son débiles y nos vencen y nos insultan; pues, bien; me vengaré de ellas -murmuró Flavio con disgusto-. Cuanto me decís es odioso.
-Pero verdadero.
-¡Oh, sí, sí, me vengaré! -volvió a repetir Flavio-. Es más culpable aquel que, como ellas, afectando bondad, encierra el mal en el fondo de su corazón, y merecen castigo.
-Valor, pues, amigo mío -le dijo su traidor amigo, apretando la mano de Flavio en tanto vagaba por sus labios una sonrisa de satisfacción cruel-. Seguid mis consejos, y espero que tendré que vanagloriarme de vos. Pero os dejo: me esperan y no quiero tardar. Espero que nos veremos antes del baile.
-Sí, en verdad -contestó Flavio.
Y se separaron.
Flavio, abandonado de nuevo a sus propios impulsos, no cesaba de exclamar, alzando sus ojos al cielo:
-Un amigo... ¡Oh, Dios!... Un amigo es la alegría de la existencia, la luz, la vida. ¡Bendito seas, oh Dios mío, que me habéis dado un amigo!
Durante algunos momentos las palabras de su nuevo amigo zumbaron en sus oídos como una loca tentación.
Mil pensamientos a cuál más sombríos, mil ideas terribles pasaban por su mente gritando venganza, y Flavio parecía desecharlas, diciéndose a sí mismo: «¡Eso no es bastante!».
Como se ve, el golpe había sido certero y nuestro héroe, después de algunos momentos de vacilación se dijo: «¡Ah, sí, tiene razón: es necesario vengarnos! La afrenta fue grande; séalo también el castigo».
Y se adelantó hacia una hermosa niña que se acercaba lentamente hacia el baile.
Nunca Flavio había visto mujer más hermosa; era pálida, tenía ojos negros, cabellos que caían en abundantes rizos sobre sus espaldas, mirada triste y dulce, y en toda ella se notaba cierto aire de pudorosa timidez, hija mimada de la inocencia.
Flavio la vio; su corazón latió con violencia: quiso dirigirse hacia ella, pero sus pies se negaban a obedecerle.
-¡Maldición! -murmuró-. Vergüenza fuera que me detuviera al primer paso.
Y se acercó resueltamente a la hermosa joven.
-¿Queréis bailar conmigo? -la dijo con voz temblorosa, pero que tenía el acento de la cólera y que parecía una amenaza.
Ella murmuró una excusa, y volviéndose a una de sus amigas, dijo:
-Debe de estar loco.
-Quizás no os falte razón, querida mía -le contestó-; pero, sin embargo, es un loco a quien pudiera perdonársele alguna locura.
Flavio, en tanto, recorría las alamedas, se acercaba a todos los grupos; cuanta mujer joven y hermosa se presentaba ante él, tenía que sufrir sus amenazadoras miradas y su eterna pregunta. ¡Ay, cuán pocos sabían lo que pasaba en aquel corazón, cuando sus labios formados por las dulces sonrisas murmuraban la misma respuesta que la pálida joven!
El loco mancebo devoraba en silencio la ira que brotaba de su corazón; fruncía, como Júpiter, sus cejas, y momentos hubo en que sus salvajes instintos le incitaron a levantar sobre la insolente turba su brazo fuerte y poderoso. ¿No lo merecían acaso aquellos débiles seres, a la vista bellos y sencillos como los ángeles, en su interior podredumbre y miseria?
Así se lo había dicho su nuevo amigo y así había él llegado a creerlo. Tanto que en su rostro empezaban a aparecer terribles señales de la tormenta que agitaba su corazón.
De repente, igual que un rayo de sol que atraviesa las plomizas nubes y baña con su débil claridad la tierra ansiosa de luz, así una nueva mujer apareció ante sus ojos.
Flavio la conoce, la vio pasar dos veces a su lado como una sombría visión que se le presentó de nuevo en los momentos en que él se dirigía a lo más oculto de las retiradas alamedas para derramar allí, en silencio, las primeras lágrimas amargas que habían corrido por sus mejillas.
Ella seguía indiferente su camino; pero en el corazón de Flavio se despertaron dolorosos recuerdos y se acercó a ella, diciendo con ademán y con acento más amenazador que nunca:
-¿Tampoco querréis vos bailar conmigo?
Por única respuesta la joven hizo una graciosa inflexión con la cabeza, se sonrió levemente con sutil ironía, y sin añadir una sola palabra a aquel signo afirmativo, se cogió del brazo que Flavio le ofrecía con tan salvaje y fiera galantería que sería bastante a intimidar a otra mujer menos serena que la atrevida joven.
Semejaba ésta a un ángel rebelde que conservase todavía la gracia inefable de los cielos, aun después que el Eterno hubiese marcado sus divinas facciones con la sombría fealdad de los réprobos. Fea y hermosa a un mismo tiempo, ligera y grave, no podía decirse si atraía o rechazaba; si sus ojos, castaños y claros, como una fría y despejada mañana de otoño, expresaban odio o ternura; si era fría y severa como una orgullosa castellana de la Edad Media, o ardiente y apasionada como las jóvenes del Mediodía.
En el conjunto de sus facciones había una gracia especial que no podía decirse si provenía de sus rosados párpados, que se entornaban lánguidamente; de la espaciosidad que sus cejas, algo calvas en la extremidad, prestaban a sus sienes y a su frente pálida y noble, o de la inflexión particular que sus labios gruesos y teñidos de un vivo carmín formaban al cerrarse, pareciendo que sonreían siempre con una gracia maliciosa y coqueta. El óvalo redondo de sus mejillas y el blondo cabello que en ondas graciosas caía sobre sus espaldas y garganta la prestaban también cierto aire de virgen melancólica, que haría contraste con lo restante de su extraña fisonomía, contribuyendo cada vez más a formar aquel tipo, incoherente pudiera decirse, confuso y vago, pero bello en medio de sus deformidades y de su poca unidad.
No podía decirse si era grave o soberbia, si era cándidamente risueña o burlona y suspicaz; pudiera creérsela lo uno y lo otro, y temeríais al mismo tiempo atribuirla alguna de esas cualidades temiendo ser demasiado bueno e indulgente para con aquella mujer-niña que parecía cuidarse muy poco de los que quisieran tomarse la molestia de interrogar a su frente muda, a sus miradas indiferentes.
Al verla apoyarse en el brazo del viajero y lanzándole miradas furtivas y escudriñadoras, se diría que, no siéndole aquel hombre indiferente, quería tenerle a su lado, quería oír el sonido de su voz, leer hasta en lo más íntimo de aquel corazón virgen como ninguno, y en el cual el primer perfume de amor no había sido aspirado todavía por ser alguno sobre la tierra, ni deshecho por ninguna de esas brisas volubles que disipan las más constantes y graves pasiones del hombre.
Por su parte, Flavio sintió una impresión casi desagradable cuando al ofrecerla su brazo fijó sus rápidas miradas en el rostro semiburlón de la joven, que mirándole sin cesar con sus claros ojos parecía leer algo en la pálida frente de Flavio.
No había hallado en aquella mujer la blancura mate ni la belleza angelical de las otras mujeres. No comprendiendo todavía más que la belleza mórbida y fresca de las campesinas, la belleza que habla directamente a los sentidos, su joven compañera no valía para él ni el más leve pensamiento ni la más pequeña atención.
«Sin duda el cielo -decía en su interior- ha puesto en medio de mi camino esta mujer que nada dice a mi alma, para que sin remordimientos ni pesar haga caer sobre ella todo el peso de mi venganza. Sus ojos parece que no deben derramar jamás lágrimas que inspiren compasión, y su frente se creería formada para resistir sin temblar todas las emociones y todas las tormentas. Probemos, pues, a hacer brotar de esos ojos llanto que implore piedad, y a que en esa frente severa y pálida aparezca una sombra de temor, una arruga de hondo sufrimiento. Entonces podré decir que he vencido y abandonaré, para no volver más, este lugar en donde he gustado los primeros pesares».
La frente erguida y ceñuda, el ademán resuelto y firme y la mirada llena de osadía, Flavio seguía andando con paso acelerado y aire imponente, como si se dirigiese a un combate, en tanto cruzaban estas ideas por un loco pensamiento. Apoyada en su brazo, su pobre compañera tenía que seguirle casi jadeante, sin que pareciese atender a las miradas severas que empezaba a dirigirle como una justa reconvención. Flavio, impasible ya, decidido a no retroceder en sus propósitos de venganza, se había transformado en otro hombre.
Habían desaparecido ya de su rostro la ingenua dulzura y aquel sello de inocente timidez que bastaba a distinguirlo de los demás hombres, como se distinguirá el justo de los réprobos el día de la ira.
En vano su compañera, alzando hasta él sus airados ojos, trataba de adivinar el misterioso pensamiento que se ocultaba tras las sombras que nublaban su semblante; en vano quiso que la muda estatua hablase, que de sus labios inmóviles saliese una sola palabra de maldición o de felicidad, pues todo quedaba oculto para ella, y sólo pudo comprender que en aquel instante Flavio estaba satisfecho de poder cumplir su extraño destino.
Entonces la altiva joven tomó una repentina resolución: al disgusto que se notaba en su semblante airado sustituyóle una fría y glacial indiferencia, y tranquila y con la mayor calma esperó que Flavio diese la señal de combate, que ella presagiaba ya. Y en verdad que el taciturno y sombrío silencio de Flavio no era otra cosa que los primeros rumores de la tormenta que iba a estallar sobre su cabeza, fuerte como la del santo atleta de la Escritura antes que una mujer cortara sus cabellos.
Por fin llegaron al lugar del baile, y como si esto fuera lo único que desease y hubiese ido hasta allí para buscar un lugar de reposo, Flavio tomó asiento al pie de un árbol desnudo de follaje, pero que aun así parecía con sus ramas descarnadas formar un regio dosel sobre los que se cobijasen bajo su cariñoso abrigo.
Después con un gesto que más tenía de injurioso que de galante, Flavio invitó a la joven a que se sentase a su lado.
Obedecióle ésta con inalterable calma, con serena frente y sin que la más leve sombra de disgusto anublase aquel semblante, en el que se percibía tal indiferencia, tal impasibilidad y sosiego, que se creería imposible pudiesen llegar a turbarse jamás aquellas facciones frías como los mármoles.
Pero toda aquella frialdad, todo aquel reposo no eran más que ficción, apariencia engañosa que ocultaba sentimientos profundos y turbulentos.
«¿Por qué habré aceptado su brazo? -se decía allá en lo más íntimo de su alma, en donde nadie podía sorprender el despecho que la devoraba-. ¿Por qué habré pretendido adivinar su pasada existencia, percibir algo del misterio de que me pareció llena su vida y amar su mirada, en la que creí percibir un resplandor suave y apacible como el que iluminaba el hermoso rostro que he visto en mis sueños?... ¡Loca de mí, había olvidado que los sueños no pueden ser más que sueños!... Y he aquí ahora que ese hombre, de quien me burlé primero para ocultar a los ojos de los que me rodeaban que había hecho profunda impresión en mi alma; ese hombre a quien creía inocente, virgen en sensaciones, apasionado y suave al mismo tiempo como el aroma de la violeta... ese hombre, al acercarse a mí, se convierte en salvaje, anubla la hermosa frente, me mira ceñudo y parece decirme con sus ojos, en los que como por encanto ha desaparecido la dulzura: «Buscaba una víctima, mujer, y esa víctima eres tú». Este hombre no sabe que le he ofendido y quiere, no obstante, vengar en mí, de un modo grosero, el mal humor que le devora. ¿Por qué? Tal vez sea porque me odia instintivamente, tal vez no soy hermosa para él; he aquí todo. ¡Desvanécete, pues, deliciosa locura que has venido a enseñorearte en mi pensamiento! Tú, alma mía, has encontrado un hombre en tu camino, y te volviste para contemplarle, porque era hermoso..., porque en sus grandes ojos brillaba el claro rayo de la inocencia. ¿Quién era ese hombre? ¿Tú no has llegado a saberlo? ¿Y qué te importa? Él te aborrece; aparta, pues, de él tus ojos y mira hacia el opuesto horizonte en donde veas destacarse todavía su figura esbelta y airosa».
Así pensaba aquella loca niña, en tanto contemplaba con la más aparente impasibilidad las descarnadas ramas que se inclinaban fríamente sobre su cabeza, y marcaba con sus pequeños pies el compás de la música que se dejaba oír en aquellos momentos.
¿Quién es capaz de explicar lo que pasaba dentro de su corazón altivo y soberbio? ¿Qué tempestades rugían en el fondo de su alma, poética y ensoñadora como ninguna?
A su vez, Flavio contemplaba absorto cuanto pasaba en torno suyo; detenía sus escudriñadoras miradas en cada objeto, y volvía la cabeza a todas partes, como si no quisiese perder un solo detalle de tan variado como alegre cuadro, y parecía que estaba gravemente ocupado de cuanto le rodeaba, menos de la mujer que tenía a su lado silenciosa, serena, fría, como una estatua de bronce; y, sin embargo, esto no era verdad.
Ella, sin embargo, era su único pensamiento y nada veía de cuanto se agitaba en torno suyo sino a ella, a quien quería humillar por medio del desprecio; ella, a quien, a pesar de todo, hallaba más indiferente y más olvidada de sí misma que lo que Flavio deseaba.
¡Así se estrellaba en el vacío el primer golpe de su meditada venganza! ¡Así se volvió a sentir humillado por su débil enemigo! ¡Así sintió acrecentarse su ira y su aborrecimiento hacia aquella mujer de hielo que no le miraba siquiera, que no demostraba ni impaciencia, ni disgusto, ni siquiera vergüenza!
En un momento de enojo, y cansado ya de hacer un papel inútil, Flavio, lanzando sobre la joven una mirada, la volvió después la espalda con ademán del más profundo desprecio.
«Me había engañado, y sin duda está loco -dijo para sí la joven, palideciendo-; pero yo le haré ver que el débil compromiso que haya tenido la debilidad de contraer con un loco no es para mí más que una palabra vana que desaparece cuando le place a mi voluntad».
Levantándose entonces rápidamente, y tomando su rostro una expresión profundamente irónica y mordaz, dijo inclinándose ante Flavio como si fuese a darle gracias:
-Caballero, o me engañé creyendo que erais un hombre cuerdo, o vos habéis juzgado neciamente que yo era capaz de hacer un papel tan ridículo como el que vos hacéis. Acompañadme, pues, al lado de alguna de mis amigas, porque me siento fatigada de toleraros.
Como si le hubiesen lastimado en el corazón, volvióse Flavio, pálido y conmovido, hacia la joven, cuya voz acababa de resonar en sus oídos como el eco vaporoso que recordamos haber escuchado en algún sueño de dolorosa tristeza. No le era aquella voz desconocida; alguna vez debió haber resonado dolorosamente en su corazón cuando tanto se conmovió al oírla de nuevo. ¿Cómo no, si de aquellos mismos labios habían salido las terribles palabras que le hicieron gustar por primera vez cuanto hay de amargo en la vida?
La joven no pudo menos de retroceder asustada al ver aquel semblante demudado que acababa de volverse hacia ella.
Pero Flavio, cogiéndola por un brazo tan fuertemente que casi le hizo arrancar un grito, la atrajo a sí, en tanto le decía sonriendo amargamente:
-¡Y fuisteis vos!
La joven lanzó un grito ahogado.
-¡Dios mío! -prosiguió Flavio, contemplándola y moviendo lentamente la cabeza-. Vos, ¿y por qué? ¡Ni me conocíais siquiera, ni yo os había ofendido jamás!
La joven vaciló al oír aquella dolorosa reconvención y casi inclinó su frente ante Flavio como reconociéndose culpada.
-En verdad, sois una mujer infame -volvió a decirla Flavio con torva mirada-, ¡y merecéis que os castigue!
-¡Castigarme! -contestó la joven, reponiéndose con altivez-. ¡Castigarme! -volvió a repetir mirándole frente a frente con orgullosa severidad-. ¿Y quién sois vos, caballero, para dirigirme semejantes amenazas? ¿Queréis decirme a qué raza extraña pertenecéis?
Esta pregunta, hecha con la ironía más cruel, devolvió a Flavio toda la energía de su orgullo, toda la ira, adormecida un instante por la sorpresa del dolor, renovado en la reciente herida de su amor propio ofendido.
Alzóse de su abatimiento más fiero y salvaje que nunca, y clavando en el rostro de la joven una mirada más terrible y sañuda que cuantas hasta entonces le había dirigido, le respondió con una voz que se asemejaba al sordo rumor del trueno que se oye en lejanía:
-Mujer, yo pertenezco a la raza de los hombres, pero de unos hombres de tal condición que tienen por ley vengar los ultrajes que reciben. Pero no temáis, yo soy benigno -añadió con extraña sonrisa-, y por hoy limitaré mi venganza... ¡a bailar con vos! -la joven fijó en él con sorpresa sus grandes ojos-. Sí -prosiguió Flavio-, nada más que bailar con vos. Es necesario -añadió, acercándose a ella y tocando casi su oído con sus ardientes labios-, es necesario que os estrechen hoy los brazos del hombre a quien con vuestros insultos habéis hecho casi morir de vergüenza.
-¡Estrecharme en vuestros brazos!... -exclamó la joven aterrada y haciendo un vano esfuerzo para desasirse de Flavio, que sujetaba su brazo fuertemente.
-¡Os espanta tanto... mi venganza! -repuso aquél con infernal acento-. Es decir, que sólo a mí está negado lo que concedéis al primero que llega; tan sólo a mí, quizá por haber tenido la debilidad de creeros ángeles siendo demonios; por haberos respetado, adorado, citando para ellos no sois más que un juguete que arrojan lejos de sí, después que lo han mancillado con su contacto.
-Todo lo que estáis diciendo -se atrevió a murmurar la joven-, ¡no es más que una locura, una necia locura!
Y lanzó en torno suyo una mirada de temor. Pero nadie reparaba todavía en aquella escena que la causaba vergüenza, dolor y miedo. «Al menos -dijo para sí- aún nadie sabe que este hombre me está insultando, que me ha escogido para blanco de sus iras».
-¡Una locura!... -repitió Flavio, cada vez con más amargo y conmovedor acento-. Tal vez me creéis loco porque os echo en cara la perversidad de vuestro corazón, porque os digo que sólo a mí me han sido negados los abrazos sin pudor que en el vértigo de esa danzas locas concedéis al primero que se acerca a deciros: « ¡Venid y bailemos!». No sé, mujer, quien es en verdad el verdadero demente, si yo por haberos creído reinas del universo y no humildes criaturas que descienden bajamente hasta los brazos de los que las miran como inferiores suyos, o vosotras por haber despreciado al que os profesaba una adoración tan santa, tan sincera, que sólo fuera posible tuviese por rival al Dios que con sus supremas alegrías llena el espíritu de los que le bendicen en sus obras... Cual si en mi frente llevase el sello de la más infame reprobación, me habéis despreciado indignamente, me habéis convertido en enemigo vuestro, aun a despecho de mi voluntad. Vos la primera lanzasteis el rayo sobre mi cabeza inocente, hiriéndome sin piedad; clavasteis en mi pecho el primer dardo del dolor, y he aquí que deseáis ser también la primera sobre quien descargue el peso de mi venganza. Bailaré con vos, tocaréis mi mano, que estrechará la vuestra, hasta lastimaros; quizá mi aliento se juntará con vuestro aliento y os arrastraré conmigo en loco remolino hasta haceros caer rendida de cansancio y de angustia... ¡Oh!, sí...; todo esto..., más aún si me fuera posible, ¡y, sin embargo, no podréis decirme que soy tan cruel como vos..., que os ofendo... sin motivo, señora!...
-¡Oh no! ¡Yo no bailaré con vos -exclamó la joven en voz baja y convulsa-, yo no puedo bailar con un loco!...
-¡Loco!... -repitió Flavio con mayor amargura. Me llamáis loco otra vez..., cuando sufro tanto..., cuando siento que me ahoga el dolor... ¡Ah! -añadió lanzando un profundo suspiro mal comprimido-. Me habéis hecho llorar una vez, sabedlo... Pues bien... Las lágrimas se agolpan de nuevo a mis ojos, esto es una debilidad vergonzosa que no se olvida... ¡Y esto todo por vos!
Y Flavio, en medio de esta exaltación dolorosa, apretaba con fuerza contra su pecho el brazo de la joven. Su voz, en un principio dura y vibrante, había concluido por ser sofocada y doliente, y de sus ojos inflamados estaban próximas a saltarse las lágrimas ardientes que hinchaban sus párpados.
La joven, por su parte, temblaba como la hoja del árbol sacudida por el viento, no sabemos si de miedo o de emoción; pero sus ojos claros parecían próximos a bañarse también en el abundante llanto, a duras penas comprimido en su pecho.
Siguióse un instante de angustioso silencio, que ninguno de los dos se atrevía a interrumpir. Sus ardientes miradas se tropezaban, volviendo a separarse y buscándose de nuevo. Flavio apretaba el brazo de la joven contra su corazón, haciéndole sentir sus apresurados latidos, y ella se estremecía; las palabras asomaban a sus labios, y, sin embargo, ni la más pequeña sílaba venía a interrumpir su silencio.
En aquellos instantes, arrastrados el uno hacia el otro por una fuerza oculta y desconocida, ya nada veían de cuanto pasaba en torno suyo; la cuerda del dolor, vibrando a un mismo tiempo en lo íntimo de sus almas, acabada de unirlos, y no podían hacer más que escuchar los sonidos acordes que tan dulcemente resonaban en su corazón.
En vano la joven esperaba, sin respirar casi, volver a oír la dulce voz de Flavio. Flavio había enmudecido. ¿Sabía ya, por ventura, con qué extrañas palabras debía expresar los sentimientos que se agitaban en su alma? Ya no era cólera lo que sentía, no era dolor, ni odio; era otra cosa inexplicable, dulce y angustiosa a un tiempo...; era un deseo, una incertidumbre... Pero, ¿cuál era la causa? Eso lo ignoraba aún.
-¿Por qué no proseguís? ¿Qué tenéis?... -le dijo por fin la joven en una voz tan callada y tan suave que Flavio la sintió resbalar por su corazón.
-¿Qué tengo?... -le respondió con entrecortado acento-. ¡No lo comprendo! Me siento ahogar... ¡Pero ya no os aborrezco, no; vuestra voz acaba de resonar en lo más profundo de mi alma, y me ha trastornado!... ¡Habladme, habladme otra vez, os lo ruego!... ¡Que no dejen de mirarme vuestros ojos y que yo perezca!... ¡Mi venganza, al fin lo conozco, ya no puede convertirse más que en lágrimas!...
-¡Perdón, perdón... por lo que os hice sufrir! -exclamó la joven viendo brillar el llanto en los ojos de Flavio-. Yo no os había comprendido... Sabed que mis labios os han ofendido, pero no mi corazón..., que siente..., y no os puede decir lo que siente -añadió con voz pausada y débil.
Dos lágrimas rodaron por sus encendidas mejillas al decir estas palabras, escapadas a un sentimiento más poderoso que su voluntad, más grande que todas las consideraciones del mundo.
No comprendió Flavio, ciertamente, el verdadero sentido de aquellas palabras; pero el acento con que habían sido pronunciadas, y sobre todo sus abundantes lágrimas, de que fueron precedidas, hablaron más vivamente aún a su alma, si esto era posible. Loco, delirante, el pobre viajero se lanzó, dando un grito de sentimiento y de júbilo, a enjugar aquellas lágrimas que resbalaron hasta las manos de la joven, que él cubrió de inocentes besos. Después, cual si se hallase en lo más retirado de sus parques solitarios y sombríos, gimió, sollozó libremente, dando rienda suelta al llanto largo tiempo comprimido.
Las estrepitosas risas que entonces estallaron en torno suyo les hicieron conocer que cien miradas burlonas habían estado contemplando la sencilla y hermosa escena en que el hombre de la naturaleza había expresado sus más íntimos pensamientos. Olvidados de todos, su fatal olvido tuvieron que pagarlo bien caro.
La joven, lanzando un ¡ay! desgarrador, cayó inerte al suelo, y Flavio, aterrado, cogiéndola en sus brazos con una ligereza que nadie pudo estorbar, estampó, lleno de angustia, ardientes besos en aquella frente helada, como si con ellos quisiera volverla a la vida.
Flavio oyó entonces resonar a su alrededor voces amenazadoras que pronunciaban palabras cuyo sentido no podía comprender su turbada imaginación. Como si se hallase presa de un loco delirio, veía a la multitud acercarse cada vez más y rodearle, formando en torno suyo una muralla compacta. Pero él, inmóvil, estrechaba cada vez más entre sus brazos aquel hermoso cuerpo; besaba sus manos heladas y la llamaba con los nombres más cariñosos de su alma, esperando el momento de verla volver a la vida.
-¡Al loco, al loco! -gritaron entonces los que le rodeaban, en tanto que levantaban los brazos sobre él.
-¡Prendedle! -contestaban los que se hallaban más lejos.
Y, aprovechándose de su estupor, lograron apoderarse de él, llevándose lejos de allí a la pobre joven que, desmayada todavía, no había podido ver, por su fortuna, nada de cuanto pasaba a su alrededor.
En medio de su estupor, Flavio apenas tuvo tiempo para reflexionar. Sin embargo, pronto y como un león herido que destroza cuanto halla a su paso, hizo conocer a los que le rodeaban la fuerza hercúlea de su brazo. El hijo de la montaña volvió a su libertad y quiso huir; pero la multitud que le rodeaba le persiguió furiosa con gritos y con aullidos, y fuele preciso volverse hacia los que le seguían y desafiarlos.
Chispeaban sus ojos bajo los párpados y lanzaban en torno suyo miradas de fuego llenas de rencor y de ira, que ora se fijaban en los más tímidos, ora en los más atrevidos, como si quisiese elegir entre tantas cabezas aquélla sobre la cual debía descargar todo el peso de su ira.
De pronto, toda su atención se concentró en un solo objeto; pintóse en su semblante la sorpresa, la cólera y el orgullo más noble. Semejaba un dios irritado que iba a aniquilar con su palabra a los mortales que habían osado provocar su enojo.
Entre aquella turba que gritaba: «¡Al loco, al loco!»; entre aquellos rostros groseramente animados, acababa de ver a su buen consejero, a su primer amigo, que dejando oír su voz sobre las demás voces gritaba más que todos:
-¡Al loco, prended al loco!...
Una terrible idea pasó entonces por el pensamiento de Flavio, sombrío como la noche y rápido como la cárdena luz del relámpago.
Flavio echó entonces mano a sus pistolas y disparó; la bala fue a clavarse a dos pasos de su traidor amigo, en el tronco de un álamo, que pareció gemir y estremecerse de dolor, y la multitud huyó espantada.
Nuestro héroe huyó también, aprovechándose de la confusión que reinaba en torno suyo, y salvando ligero como un gamo la distancia que mediaba entre el bosque y el camino, llegó al sitio en donde se hallaba su carruaje, y hasta donde llegaban los feroces aullidos de la multitud burlada.
Colocóse Flavio en la delantera, cogió las riendas, y agitando el látigo rompieron los caballos al galope, impulsados por un estallido diabólico que hizo erizar sus crines de espanto.
Envuelto por las frías nieblas de la mañana, que apenas daban paso a su respiración jadeante, Flavio agitaba el látigo con su brazo infatigable. Su mirada, extraviada, no alcanzaba a distinguir entre los densos vapores si caminaba por la ancha y fácil carretera, o si su carruaje rodaba a orillas de un precipicio, y su convulsa mano no podía detener ya los desbocados caballos.
Las ramas de los árboles que hallaban al paso azotaban su rostro; las voces desgarradoras de su cochero se unían al ruido estridente de las ruedas, que saltaban sobre las piedras ásperas y desiguales de aquellas sendas salvajes y desconocidas. La alta maleza desgarraba la ropa de los viajeros; los caballos corrían a la ventura, con la velocidad del relámpago. ¡Cuán horrible aquella huida, marchando al azar envueltos por las nieblas negras e insondables como el caos!
Flavio, loco, delirante, caminando hacia el abismo, recordó que con su vida iba a extinguirse la de otro hombre a quien había arrastrado en su desgracia. Bredivan y su austero palacio pasó también en confuso por su extraviado pensamiento; recordó su tranquila niñez, las últimas palabras de sus padres; pasó por su imaginación conturbada la idea de Dios, que le habían enseñado a adorar y a temer: se acordó del infierno, de la eternidad.
Entonces gritó también, pidió socorro, y su voz se perdía en el silencio y las tinieblas que le rodeaban. Temía la muerte, no quería abandonar tan pronto la vida; pero el fantasma de negras alas y enjutas mejillas parecía sonreír entre la niebla y atraerle hacia sí con sus miradas tristes y sin brillo.
Veía con el alma desgarrada cómo la rapidez de aquella carrera infernal le robaba de minuto en minuto su existencia.
Pero tan terrible angustia no podía durar mucho tiempo.
-¡Saltemos al camino! -gritó el cochero.
-¡Saltemos! -murmuró Flavio.
Dos gritos desgarradores atravesaron el espacio; las colinas los repitieron en confuso, como si el abismo les contestara con un gemido. Los desbocados caballos rodaban por la vertiente de una profunda cañada, y momentos después caballos y carruajes se estrellaban en lo profundo de la abierta sima.
Hermosa era la tarde y cristalinas las gotas de agua que se desprendían de los árboles. El cielo azul estaba sembrado de nubes ligeras y blancas como palomas; la atmósfera, limpia y pura; las praderas exhalaban gratos aromas que halagaban deliciosamente los sentidos, y a lo lejos, el mar, mostrándose inmenso y tranquilo, dejaba que se deslizasen sobre sus ondas los grandes buques y las pequeñas embarcaciones de los marineros de aquellas costas. El río seguía apaciblemente su curso entre sus húmedas orillas sembradas de flores azules; los silvestres pensamientos, cuyo color es tan apagado y triste como los recuerdos vagos de un amor que ha vivido y muerto ignorado, lanzaban sus débiles perfumes; y el canto sencillo de los pájaros, el chirrido del torno, al que hilaba una anciana de respetable fisonomía al umbral de la puerta, y el cacareo de los gallos jóvenes, que decían adiós al sol para recogerse, se dejaban sentir consecutivamente, formando un murmullo y una armonía verdaderamente campestres. Dulce tarde de otoño, tranquila y cariñosa; cuadro apacible que Flavio contemplaba absorto y silencioso desde una de las cuatro ventanas pintadas de verde que decoraban la sencilla fachada de la casa que habitaba.
Apoyada lánguidamente su cabeza sobre una de sus manos, dirigía melancólicas miradas hacia la parte más extensa del horizonte, magnífica llanura cubierta de arbolado y rodeada de montañas que parecían tocar el cielo con sus agudos picos desnudos de vegetación, y cuyo color sombrío y extraña construcción les daba cierta semejanza con esos aéreos castillos que, según antiguas y fantásticas tradiciones, eran edificados por el diablo en la cima de las inaccesibles montañas. Levantándose más allá de la región de las nubes que coronaban sus cabezas cenicientas, y formando una muralla semicircular en rededor de la campiña que reverdecía tranquila y resguardada con su sombra, parecían oponer a los viajeros una valla insuperable. Flavio las seguía hasta su formidable altura, desafiándolas con sus miradas penetrantes y melancólicas, como si quisiera traspasar aquellos horizontes y llegar hasta los más lejanos, otros bosques y otras campiñas queridas para su alma, que aquellas ásperas montañas ocultaban traidoramente.
Recuerdos y pensamientos errantes divagaban por su mente inquieta, como nubes que se disipan y vuelven a mezclar sus vapores con otras nubes de formas diversas y caprichosas, y su imaginación vagabunda y descontentadiza, pordiosera, que iba pidiendo a las plantas, a las aves y a las estrellas una ilusión más para unir a las que ya poseía, recorría lo presente, lo pasado y lo por venir, como un loco a quien es imposible contener en sus accesos de delirio. Ella era su más mortal enemiga, la niña mimada de su alma, a quien nunca lograba tener contenta y la cual formaba, sin embargo, la felicidad de su vida con su volubilidad sonriente y halagadora, y sus ensueños fantásticos y tentadores como la serpiente. Hay seres en la tierra cuya existencia no es más que una continuación de sueños, y cuya muerte es un sueño también, pero en el cual encuentran la única felicidad que les ha sido dado tocar en la tierra.
El recuerdo de los solitarios campos de Bredivan venía a mezclarse tercamente a sus más sonrientes ilusiones, presentándose a su pensamiento con toda su pompa fúnebre a través de aquella campiña alegre y floreciente que se extendía a sus pies bañada por los últimos rayos de un sol de invierno.
Entre los árboles añosos y sombríos veía alzarse su viejo palacio como un fantasma mudo y cubierto de negras vestiduras; le veía con los cristales de las ventanas cubiertos de polvo, en el que se enturbiaba el rayo de sol que les hería; la maleza, adelantándose por las anchas alamedas de blanca y fina arena; la yedra, abrazando el tronco de los frutales y chupando su savia; la ortiga, mezclando sus ásperas hojas con la aromática flor de los naranjos y limoneros. Ninguna mano que cariñosa cuidase de apartar los abrojos de las rocas; ninguna que podase la viña ni recogiese el racimo dorado en el delicioso mes en que el campesino, ebrio de gozo, recoge el fruto sembrado con el sudor de su frente. En el palacio de Bredivan ya no había más que un reposo parecido al de las tumbas; el mismo viento pasaba callado entre las ramas de las corpulentas encinas; todo era soledad... ¡Soledad y siempre soledad!
«¿Por qué -se decía Flavio- habré nacido con un instinto errante como las aves de paso? ¿Por qué, pájaro que no anida, quiero hacer resonar mis cantos de alegría y libertad en aquellos sitios que no han recogido mis primeras lágrimas ni oído mis balbucientes palabras? ¿Por qué abandono todo lo que me ha sido querido, todo lo que poseo, para ir a mendigar a los extraños un pan que ha sido regado con el sudor de hombres que no pertenecen a mi patria? ¡Yo no lo comprendo!».
Nada más cariñoso que las brisas del país natal, que nos traen los perfumes de las flores que renacen cada primavera en nuestras campiñas; nada más suave que sus cantos bañados en el eco de sus montañas... Su cielo purísimo, sus ríos caudalosos, el mar que baña sus costas como un amigo que jamás las abandona, tienen un lenguaje que sólo entienden sus hijos, a quienes han mimado y arrullado desde la cuna con su murmullo suave y cadencioso. ¡Pero mi corazón no quiere escuchar ninguno de esos cariñosos acentos; mi corazón las dice: «Pasad, auras; pasad, aromas; pasad, brisas del mar, espuma salobre más blanca que la nieve, sordo y manso ruido de las olas juguetonas que corren unas tras otras en la arena como ninfas envueltas en túnicas transparentes...; ¡pasad vosotras todas, jóvenes graciosas nacidas en los bosques, en los mares, en las campiñas de mi hermoso país natal! Para mí cada rosa que nazca sobre la tierra, así en los jardines de Bredivan como en los confines del mundo, tendrá su grato perfume; cada mar, suaves murmullos, y cada bosque, sus brisas, que yo saludaré sonriendo como a viajeras compañeras mías. ¡Y me alejo!»...
Dulce es el nombre de los seres que hemos amado, de los objetos que han formado nuestros placeres; dulce, suavísimo, el nombre de patria; ¡pero mi patria es el mundo!
Yo debiera vivir y morir donde reposan las cenizas de mis padres, queridas cenizas al lado de las cuales ya nadie queda en la tierra que pueda orar y gemir sino un hijo ingrato; pero mi alma vigorosa marcha ligera delante de mí, y me arrastra, sí, me arrastra incansable, en tanto yo la sigo con la alegría más grande de mi corazón. Dentro de mí mismo, ¡oh cenizas a quien amo y respeto!, va el germen de un remordimiento que me condena porque os abandonó; pero mi espíritu rebelde grita que los muertos no necesitan de los vivos para dormir tranquilos su sueño eterno, y yo os digo ¡adiós!, obedeciendo a mi alma.
Hay algo en mí que me dice: «¡Deténte!», a cada paso que avanzo, haciendo volverse atrás a mi pensamiento, algo que quiere sofocar esa otra voz que me aleja de todo lo que me es querido; pero los torrentes devastadores no pueden tener diques que los contengan, porque los arrastran tras su corriente hervidora que se abre paso entre peñascos calcinados.
Y el tiempo carcomerá tus muros, ¡oh Bredivan!; ¡el tiempo que carcome la vida! Tus piedras caerán una a una sin que nadie restaure una sola de tus torres; tus altas ventanas darán libre paso a la lluvia y al viento, que gemirá entre los agujeros de tus paredes, y, sin embargo..., tú vivirás mucho tiempo después que yo haya dejado de existir. Extraño destino de la vida del hombre sobre la tierra, soberano del universo que reina un solo día y que muere al despuntar la aurora del nuevo sol que amanece, teniendo que abandonar su cetro y su grandeza a las generaciones futuras. Terrible idea que me espanta y me amedrenta.
Menos que un soplo, parecido a la flor del viento, el hombre aparece en la tierra, el aire helado de la muerte pasa, le deshoja, el tiempo esparce sus restos y ya no queda ni el más leve rastro de su existencia. ¿Por qué entonces esta agitación incesante, esta ansia de libertad y de espacio que me devora, estos proyectos y esta fe en el porvenir?
¡Quizás no sea todo eso más que una vana quimera!
Misterios se han revelado a mi entendimiento desde que salí de mi prisión de veinte años que me causan admiración y me confunden haciéndome ver miserias en que yo no creía. Contradicciones continuas de que el alma debe ruborizarse, ideas que luchan entre sí, y voces que nos atraen y nos alejan a un mismo tiempo; he ahí los acontecimientos de cada hora, las escenas que se suceden y se reproducen a cada instante en nuestro espíritu..., y después, sobre todo esto, el tiempo, que todo lo lleva; el olvido que lo cubre todo; el deseo que ambiciona más para volver a perderlo, a abandonarlo de nuevo.
Después de aquellos horribles tormentos que distaban de la muerte un solo paso, yo vivo aún..., me presento a la faz del día, busco la luz sin rubor, sin retroceder al pensar que han manchado mi rostro los colores de la vergüenza, sin haber vengado mi honor ofendido. ¡Pretendo seguir imperturbable mi camino y recorrer el mundo, a pesar de haber recibido su primer latigazo, que aún resuena en mis oídos como el último eco de la tempestad que se aleja! ¿Es esto lo que yo tenía pensado de mi corazón, de mis sentimientos, de mi recta conciencia? ¡Estar tranquilo y gozar de la vida, cuando existen recuerdos de escenas que casi nos han hecho morir!... Todo esto es incomprensible a mi entendimiento, yo me desconozco en esto...
Huyamos, pues, y no pensemos; el pensamiento es un tirano. Pronto tendré yo fuerzas, y partiré quizás para no volver más.
La pobre vieja que tan piadosamente nos ha cuidado me ruega sin cesar, con las lágrimas en los ojos, que permanezca en la quinta, que espere..., y bien sabe el cielo que ésta es una orden inexorable de partida.
« ¡Oh!, sí, sí; os quedaréis -me dice-; mis señoras llegarán muy pronto, y les disgustaría no hallaros... ¿No es verdad que os quedaréis, mi dócil convaleciente?»
No es verdad, mi buena anciana, no es verdad, aunque siento por vos no complaceros...; marcharía mañana mismo si me fuese posible. Tus señoras vendrán..., ¿quiénes son? Yo no quiero conocerlas ni que me conozcan. En una carta les mostraré mi reconocimiento por los favores que en su casa me prodigaron. Seré su amigo, su buen servidor; pero de lejos. No quiero verlas; el solo nombre de mujer me estremece y lastima mi alma.
Una sombra errante vaga aún en el fondo de mi corazón, aérea, melancólica, ligera como un suspiro furtivo y cariñoso..., escapado a unos labios trémulos, y esa sombra me hace temblar cuando la recuerdo; sufro como aquel que, falto de aire que respirar, busca en vano una atmósfera pura, transparente, que calme la ansiedad de su pecho. Cuando ella llama a las puertas de mi alma, el ruido de sus pasos hace latir apresuradamente mi corazón; escucho, la reconozco, le abro mis brazos; pero ella entonces se retira a medida que yo me acerco; va perdiéndose, poco a poco; su pálido rostro aparece por última vez en el fondo de una nube blanquizca, me mira con tristeza, la nube se cierra lentamente y se deshace, al fin, en el espacio...
¿Quién sabe en qué asilo retirado moras? ¡Oh sombra mía! ¿Quién sabe qué campos, qué praderas, qué ríos apacibles reflejan tu dulce semblante, qué rayo de sol cae sobre tus cabellos rizados como las mansas olas? ¡Oh astro de la noche, que apareces por encima de las desiguales montañas, como una aureola de fuego; bendita tú que puedes contemplarla con tu fría mirada desde tu trono de blancas nubes! Un solo ósculo sobre sus pálidas mejillas, que han dejado en mis labios para siempre su aroma, el único consuelo, que he robado en aquel día de desesperación, a los que para siempre le han arrebatado de mis brazos... ¡Menos feliz que tú, oh luna, yo no volveré a verla...; yo sólo podré recordar..., hasta que este recuerdo se desvanezca!...
Al acabar de decir estas palabras, Flavio levantó la cabeza para mirar por última vez la campiña iluminada por la luz de la luna; pero en el mismo instante volvió a inclinarse hacia el patio, donde acababan de resonar pisadas de caballos que herían la tierra con sus duros cascos.
Su rostro palideció entonces, lanzando una ahogada exclamación de sorpresa; tambaleóse algunos segundos como el beodo que se despierta, y fijando otra vez en el patio sus turbados ojos, se retiró rápidamente, poniendo la mano sobre su corazón, como el que acaba de ser sorprendido por una profunda emoción.
Dos mujeres, anciana la una y joven la otra, acababan de apearse delante de la puerta que conducía a los reducidos establos de aquella casa medio rústica, medio señorial.
La vieja sirvienta, que salió a recibirlas con júbilo, lanzaba una tras otra exclamaciones de sorpresa, que hacían asomar la risa a los labios de las recién venidas.
-Mi pobre María -le decía la más anciana-, hemos querido sorprenderte, y henos aquí en tu presencia como llovidas del cielo.
-Como llovidas del cielo, ciertamente, mis queridas señoras -respondió la anciana, al mismo tiempo que penetraban en una reducida sala, alhajada con sencillez, pero en la que brillaba la más exquisita limpieza. ¿Quién se atrevería a pensar en tanta felicidad?- Pero, ¡Mara, hija mía! -añadió, siguiendo a la joven con maternal solicitud hasta un antiguo sofá, en donde acababa de tomar asiento, y besando sus manos heladas, que ella le abandonaba con negligencia-. Estás fría, como lo están las piedras del huerto a la mañana, antes que el sol derrita la escarcha que las cubre.
-¿Cómo no? -repuso la joven- El viento de la tarde que hería nuestros rostros era fresco y húmedo, aunque ligero. Pero no temas; a mí no me asustan ni me dañan las brisas del invierno; por el contrario, las amo, y creo que me rejuvenecen.
-¿Que no te dañan has dicho? ¡Ah, pobre hija mía! -repuso la vieja, moviendo lentamente la cabeza-. Tú sueñas con ser robusta y fuerte, lo deseas; pero la debilidad de tu complexión te vende. En este mismo instante tu sangre circula con dificultad, porque el viento que se infiltra por las quebradas de las montañas te ha helado y aterido con su gentil soplo que penetra en el pecho como una espada. ¡Oh!, hija mía, necesitas recobrar el calor perdido, es preciso que tomes el remedio que voy a prepararte.
-¡Oh María! -exclamó la joven, deteniéndola, con un acento entre cariñoso y burlón-. Nada necesito. Hace largo tiempo que no has tenido a quien recetar tus aguas tónicas y tu jarabe infalible de orégano y miel, y quieres ensañarte ahora en mí... ¡Comprende que eso es injusto!...
-¡Siempre tan caprichosa! -repuso la anciana con cariñosa resignación-. ¿No es verdad, señora -añadió como buscando apoyo en la ágil anciana, que por su propia mano desocupaba las maletas de viaje-; no es verdad que Mara necesita recobrar el calor perdido, sin el cual se expone locamente a enfermar de nuevo?
-Ciertamente, Mara. Debes de hallarte helada, y no es bueno que permanezcas así -contestó la anciana, lanzando sobre su hija una mirada cariñosa.
-Bien -repuso la joven-. Me acercaré a la chimenea, y todo marchará a medida de vuestros deseos. ¿Te parece esto bien, mi bondadosa María? Añade otro leño al que está ardiendo y habrá aquí fuego para dar calor a un muerto. Así..., perfectamente; ahora, acercaos, mi querida mamá; ya arreglaremos eso más tarde; y tú, María, siéntate en medio de nosotras dos y háblanos..., háblanos largo tiempo; tres meses han pasado sin vernos, y debes de tener muchas cosas que contarnos. ¿No es cierto?
-¡Oh!, sí -dijo la vieja sirvienta-, tengo mucho que decir; pero ¿quién prepara en tanto la cena a vuestro gusto? Además -añadió sonriendo-, mi enfermo suele recogerse tan temprano como un monje.
-¿Sí? -repuso la señora, tomando asiento al lado de su hija-. Según tu relato, María, ese pobre enfermo, a quien aun no conocemos, debe de ser más bien un santo, un elegido del Señor, que un hombre parecido a los demás hombres.
-También es verdad -añadió la joven- que no debe darse entero crédito a sus relatos...; para María todos los seres son palomas sin hiel, todas las almas sin mancha, todas las risas inocentes.
-Y para ti, Mara, al contrario; todo te parece perverso; me has dicho un día que el aroma de las hojas de rosa que yo guardaba en mi pecho causaba vértigos, que era perjudicial aquel olor fragante y suave, y hasta llegaste a decirme también que te gustaban más los días nublados que los días con sol.¿Quién piensa entonces mejor de las dos?
-¡Tú, pobre María! -contestó la joven-. No puedes menos de confesarlo; habla, que prometo no interrumpirte.
Y hablaron largamente al amor de la lumbre, que chisporroteaba alegremente, como si se regocijase de iluminar los placenteros rostros de las recién venidas.
La vieja criada, arrimada al fuego, por cuya roja llama pasaba sus manos arrugadas y callosas, que no podían percibir desde lejos la dulce impresión de un calor suave, parecía incansable en relatar a sus señoras hasta la más leve circunstancia de cuanto había ocurrido en su ausencia.
Habló de las pérdidas y de las ganancias de la casa; habló así de la tierna viña que había dado aquel año dos sabrosos racimos como de la higuera, cuyo seco tronco y cuyas ramas sin hojas habían dejado ya de florecer; así de las gallinas, que se habían reproducido en sus polluelos, como de las desertoras palomas que volaron hacia el palomar ajeno. Nada echaba en olvido la cuidadosa sirvienta, pudiendo decirse que en su pensamiento conservaba la memoria del último grano perdido entre la hierba o robado por los ligeros gorriones, vagabundos pajarillos a quienes aborrecía mortalmente, puesto que se alimentaban con el trigo, que carga, dorado, las espigas inclinadas con su peso hacia la tierra...
Pero habló, sobre todo, del viajero que, según ella, había sufrido como un mártir las consecuencias de una horrible caída.
-Cuando le recogimos del duro suelo -decía la pobre mujer, llenos de lágrimas los ojos-, cuando pudimos ver sus cabellos empapados en sangre, desgarradas sus manos y el rostro macilento y renegrido como el de un muerto, confieso que sentí partírseme el corazón, cual si yo hubiese sido su hermana, su propia madre. Pronto acudió un médico en su auxilio, y el pobre joven sufrió, sin lanzar un ¡ay!, la terrible y larga tarea de curar las heridas que laceraban su cabeza, su cuerpo todo. Después, silencioso siempre, sin exhalar un quejido, sin pronunciar una queja, sin atreverse a decir siquiera, temiendo ser molesto: «Dadme agua, porque la fiebre me devora», soportó los crueles dolores que sin intermisión ha padecido en el transcurso de su larga enfermedad. Algunas veces, no obstante, sorprendí en sus ojos lágrimas, que fingí no haber notado, porque no gustan los hombres de que los vean llorar; pero bien comprendí que aquellas lágrimas no provenían de las dolencias del cuerpo, sino de algún dolor profundo del alma. No creas, Mara, que éstas son aprensiones de la vieja que chochea; el triste joven tenía en su corazón alguna idea, algún recuerdo que le haría sufrir como no he visto sufrir a ningún hombre sobre la tierra, y por eso me causó más compasión y le quise cada vez con más ternura.
-¡Y bien! -contestó Mara, que parecía conmovida al escuchar el relato de la anciana-. ¿Tú no has tratado de conocer la causa de su sufrimiento, no has sabido de dónde venía, quién era o hacia adónde encaminaba sus pasos?
-¡Oh mi querida niña! -exclamó la anciana-. Yo bien hubiera deseado; pero ¿cómo fuera posible, si jamás dejó escapar de sus labios la palabra más leve respecto a esto? En vano busqué cuantos medios puede sugerir la curiosidad; pero todo fue inútil. Él me ha colmado siempre de atenciones, me ha dado repetidas gracias por mis mezquinos servicios, sus palabras son siempre cariñosas para esta pobre vieja; pero él habla todo lo menos que le es posible, y sólo pude comprender que desea con ansia recobrar las perdidas fuerzas para seguir de nuevo su interrumpido camino. Ayer mismo me decía con la alegría pintada en el semblante: «Voy a partir, mi buena anciana. Yo me acordaré siempre de vuestros servicios y de la hospitalidad que en esta casa he recibido, lo que haréis presente a los señores de esta quinta, para quienes os dejaré una carta, que debéis entregarles. Siento, en verdad, dejaros tan pronto; pero mi destino es andar y andar siempre, en tanto haya aliento y vida en mi pecho». Contestéle que ibais a llegar pronto; que deseabais conocerle; le rogué, en fin, con toda mi alma, esperase algunos días más. «Imposible», me respondió, volviéndome la espalda y arrugando su frente espaciosa y morena.
-En este caso, dejad que ignore nuestra llegada, mamá -dijo la joven en tono alterado-. Si nuestra presencia puede ser tan molesta a ese joven, le veremos sólo cuando la casualidad nos presente ante él, y yo prometo, en verdad, hacer lo posible por que la casualidad no sea importuna.
-Eres soberbia como una princesa, Mara -dijo su madre-, y un soplo ligero basta para sublevar tu orgullo.
-¿Por qué me dices eso, mamá? -preguntó la joven atizando el fuego que ardía perfectamente.
-Tu madre tiene razón -repuso a su vez la anciana-; eres muy orgullosa, hija mía, y no deben serlo las jóvenes casaderas que tienen mezquina dote.
-¿Cómo no? -respondió la joven, sonriendo-. Ya que nos falte dinero, que nos sobre dignidad al menos. Será, tal vez, éste un patrimonio por demás inútil; pero a mí me impide que dé lugar a la envidia, que tanto mortifica a las almas débiles.
-Bien -repuso la madre-; pero todo debe llegar hasta su término dado, y tú traspasas con eso los límites de lo justo. Una mujer podrá ser todo lo que debe ser, siendo virtuosa; pero no podrá ser nunca más de lo que es porque abrigue en su corazón el demonio de la soberbia. Por mi parte, un orgullo moderado y noble será lo único que podré ver resaltar en ti sin disgusto, estando, como estoy, convencida de que todo lo demás atraerá sobre tu cabeza hondos y tristes pesares, que te herirán de continuo y que mortificarán a los que te rodean.
-Madre mía -dijo Mara-, perdonadme el que os diga que no he podido ver nunca sin disgusto que propendáis a la humildad.
-Quisiéralo el cielo -le respondió su madre, alzando la mirada con cierto sentido de piedad-; entonces podría decir, al menos, que tenía una cualidad cristiana. Pero no es así; lo que yo tengo es más benevolencia que tú, hija mía, porque soy menos soberbia, y en esto hubiera deseado que te parecieras a tu madre.
-No me negaréis, sin embargo, que mi soberbia no es más que convencional. ¿Soy soberbia con los pobres? ¿Lo soy con mis amigos, con mis criados, con los que me demuestran cariño? No; lo soy sólo con los que me ofenden, y esto creo que es justo -dijo la joven con la misma altivez.
-No es justo -volvió a responder su madre-, y voy a probártelo. Ahora mismo, si atendieras a tu orgullo, segura estoy de que despreciarías a ese pobre enfermo cuyos pesares ocultos ignoras, y esto tan sólo porque se negó a permanecer en la quinta hasta el día de nuestra llegada. ¿Y ese hombre te ha ofendido, en verdad, con esa negativa cuando no te conoce?
-Eso necesita pensarse -contestó Mara.
-No es cierto, hija mía, y aun cuando lo fuera, tú lo hubieras condenado sin pensar. No niegues..., soy tu madre y te conozco. Quizás llegarías a arrepentirte más tarde; pero siempre es vano para el ofendido el arrepentimiento del que ofende. Tú harías sufrir a ese joven, aumentando con tus desaires sus amarguras, sin que él fuese culpable contigo más que en que la suerte le hubiese arrojado un día, moribundo, a las puertas de nuestra modesta quinta.
-Vos habéis ido demasiado lejos en esta cuestión, madre mía. No soy tan mala como creéis, aunque tenga orgullo, y, para probároslo, yo seré la primera que cumplimentaré al enfermo cuando se digne aparecer en nuestra presencia.
Y Mara parecía arrepentida de su pasado enojo al decir estas palabras.
-Me complacerá en extremo el verte hacer abstracción de tu peculiar altivez con un huésped que no nos pide palabras adustas, ni miradas llenas de orgullo, sino una hospitalidad franca y sincera, como la que María le ha proporcionado hasta ahora.
-Yo te prometo -dijo ésta a Mara- que no te pesará de haberle querido como yo le quiero. ¿Querríais que fuésemos a sorprenderle? -añadió, después de algunos instantes de silencio-. Estoy segura de que se alegraría...
-No diré yo tanto -repuso Mara-; pero vamos, si no os desagrada, mamá. Le invitaremos a que nos acompañe a cenar, y le rogaremos después que, si le es posible, permanezca a nuestro lado hasta el día de vuestro santo, que no está tan lejano... ¿Os complaceré de este modo?
La buena madre dio un beso a su hija por única respuesta y se levantó.
-¡Vamos, pues! -dijo-. Nosotras esperaremos en la sala; María llamará a la puerta de su gabinete, le preguntará si se puede entrar y le sorprenderemos; ni más ni menos que si fuéramos tú su hermana y yo su madre.
-Sí, sí; vamos -exclamó la vieja criada, batiendo con alegría sus callosas manos.
Y se adelantaron en silencio hacia el gabinete de Flavio.
Las ventanas de aquella habitación, que eran de las más bonitas de la casa, se hallaban abiertas, y Mara se dirigió a una de ellas, poniéndose a contemplar, apoyada en el alféizar, los astros de la noche. No nos atreveremos a decir, sin embargo, que sus pensamientos estuviesen fijos en ellos como sus ojos. El rostro de Mara revelaba una imaginación vigorosa y profunda, y creemos, por tanto, que su alma divagase errante por otros lugares que aquéllos en que fijaba sus miradas tan serenas y brillantes como los mismos astros que tapizaban el azul del firmamento.
María se acercó en tanto al gabinete de Flavio, llamó suavemente y esperó; pero no contestó nadie a su llamamiento; volvió a llamar más fuerte, y el mismo silencio se sucedió al primero.
-¿Qué es esto? -exclamó María, impaciente-. ¿Se habrá dormido?
-¡Quizá! -dijo Mara con indiferencia y sin apartar sus ojos de las estrellas relucientes, que parecían corresponder a sus miradas.
-Dejad que descanse -añadió-; es una impertinencia venir a despertarle de su sueño.
-No; no puede dormir...; no acostumbra dormir a estas horas -volvió a decir María.
-Llama... Llama otra vez -dijo la señora de casa-; al fin, será necesario despertarle para cenar.
La criada obedeció, pero todo fue inútil. Nada daba indicios de que tras de la puerta de aquel gabinete existiese un ser viviente y animado.
-¿Queréis que abra? -preguntó María.
-De ningún modo lo permitáis -se apresuró a decir Mara-; eso sería cometer una falta. Quizá haya salido..., quizá se halle dormido..., ¿quién sabe?; pero, de cualquier modo, no debemos penetrar ahora en su habitación. Marchemos de aquí, y pasado algún tiempo, que vuelva su amiga María a llamar a la puerta.
Y se alejaron, pensativas cada una y disgustadas en el fondo de su corazón.
Después de que el ruido de sus pasos se hubo extinguido, después de que la voz de Mara se perdió en el interior de las habitaciones más distantes, la puerta del gabinete de Flavio, a la que habían llamado en vano, se entreabrió levemente, apareciendo en ella un semblante pálido, conmovido, en cuyas miradas se leía una emoción y una inquietud profundas.
Era Flavio.
Dirigió en torno suyo sus temerosas miradas, y avanzó algunos pasos, trémulo y sin respirar apenas, por la desierta estancia; detúvose otra vez, escuchó de nuevo, volvió a mirar hacia el oscuro corredor, que se perdía entre las sombras, y salió apresuradamente, inquieto, agitado, sintiendo latir su corazón, cual si acabase de cometer un crimen.
Después, salvando de un salto los escalones, atravesó el patio como un fugitivo que teme ser descubierto, y se dirigió hacia una puerta, en cuyo fondo oscuro se percibía, a favor de una débil claridad, un coche de camino.
-Vamos a partir -dijo Flavio, con voz ahogada, a su cochero, que acababa de acercársele-; engancha ahora mismo aprisa, a toda prisa, pero en silencio y sin que nadie pueda percibirlo. Cuando todo se halle dispuesto, deja esta carta y este bolsillo sobre el cofre de la anciana que nos ha servido, y ven a avisarme a la entrada del bosque, detrás de las encinas...
Y se alejó apresuradamente.
El cochero, lleno de sorpresa y murmurando de los caprichos de su señor, salió silenciosamente para prepararlo todo.
-Las nueve -dijo, después de contar las campanadas del reloj que acababa de interrumpir el silencio de la noche-; pronto estaremos corriendo por esos caminos que ni el diablo conoce y que sólo Dios sabe lo que ocultan para el viajero tras los espesos matorrales que crecen a sus orillas. Pero él lo quiere; marchemos, pues, ya que no nos es dado, al menos en este mundo, hacer profesión de eterna vida.
Y se puso a ejecutar con presteza los preparativos del viaje.
En tanto, la luna, siguiendo indiferente su nocturna carrera, iluminaba a su paso el pequeño bosque cuyas corpulentas encinas parecían entregadas, como los mortales, a un dulce sueño.
Las ramas de los árboles, desnudos ya de sus hojas, dejaban ver a lo lejos sus troncos descarnados, semejantes a los altos andamios de interminables y fantásticos edificios. El viento arremolinaba con dulce rumor las hojas secas que servían de alfombra a la tierra; las aguas de un arroyo, brillando a los rayos refulgentes de la luna, se desbordaban con ímpetu sobre las piedras arrojadas al azar en su camino. Cantaban los grillos ocultos en las pequeñas matas, y algunas nubes rizadas, como un plegado manto de raso, empezaban a agruparse graciosamente, en torno al astro de la noche, menos ardiente, pero más amoroso que el del día.
A lo lejos el mar plomizo dejaba ver la espuma de sus rompientes, que ya interrumpía su oscura monotonía, apareciendo aquí y allá como un cisne que rebulle y abre sus alas al calor del sol, o saltaba sobre los negros peñascos, apareciendo y volviendo a desaparecer como un fantasma vaporoso y leve que se extinguiese en el espacio y volviese a reproducirse incesantemente en las aguas.
Las montañas sombrías con sus altos pinos y con sus picos agudos y dentados, dibujándose en el fondo del horizonte, contemplaban aquel cuadro, iluminado por la luz vaga y pura de las noches de noviembre, y embellecido por el reposo y la dulce palidez de cada astro que recorre, silencioso, el firmamento.
Flavio se distinguía en medio de aquellas claras sombras, si podemos decirlo así, en medio de los troncos torcidos de añosos robles, como un alma errante y perdida en la inmensidad de los espacios.
Con paso desigual recorría uno tras otro los desconocidos senderos, se paraba al menor ruido, producido por el viento o por los pájaros nocturnos al tropezar con sus alas contra las ramas. Escuchaba con sobresalto y volvía a caminar cuando se había convencido de que ningún ser humano seguía el rastro que dejaban sus huellas. Parecía un criminal que busca las tinieblas en donde poder ocultarse, y que vuelve a cada paso la cabeza para percibir, en medio del silencio de la noche, el menor ruido que le indique la aproximación del peligro.
Y, sin embargo, nada más inocente, nada más modesto ni pudoroso que el sentimiento que así le obligaba a alejarse de la apacible quinta, que así le hacía temblar, estremecerse, palidecer de emoción.
Jamás aquel pobre corazón de niño había sentido más dulces y halagadoras sensaciones; jamás pensamientos más bellos habían pasado por su loca imaginación; jamás su alma cariñosa se había deleitado en más grandes felicidades.
Todo su ser se hallaba henchido de una alegría inefable, le parecía hallarse rodeado de gloria, sentía angustia y placer a un tiempo, sonreía y lloraba para que tanta dicha no llegase a ahogarle, siendo incapaz de recogerla toda dentro de su corazón.
Y nada de esto era extraño.
Aquella adorada mujer, a quien había creído no volver a ver nunca más que en sueños; aquella de quien había perdido hasta el último rastro que pudiera conducirle a su morada, acababa de aparecer ante sus ojos, no ya como una ilusión que se disipa, no como una sombra amorosa, pero sombra al fin, sino como una dulce verdad, puesto que ella parecía venirle buscando, puesto que penetró en aquella casa, bendita desde entonces; puesto que ella vino llamando a su puerta, como diciéndole: «Ven tú, que me deseas y me amas; ven, que he llegado; yo espero sentada en el umbral de tu aposento a que vengas a recibirme, abiertos los brazos y el corazón palpitante de amor».
Pero ¡ah! La felicidad que embarga y hace enmudecer como el dolor no le dejó responder a aquel llamamiento cariñoso. Era ella misma la que se hallaba tras la cerrada puerta, era su voz la que hería claramente su oído... ¿Cómo abrir, pues? ¿Tendría valor para tanto? ¿Cómo atreverse a trasponer el umbral para decirle: «No duermo, adorada mía; sueño encantado, que te has convertido en enloquecedora realidad; estoy despierto y te escucho... ¿Cómo dormir si he oído acercarse el ruido ligero de tus pasos...?» Presentarse así ante ella, él, que la había hecho sufrir; él, que la había tenido en sus brazos..., que había creído no volverla a ver..., que la amaba...
¡Imposible!... El pobre niño ahogó sus suspiros, se mantuvo inmóvil, sin respirar apenas, sintió alejarse el ruido de los pasos de Mara y huyó... Pero ¿qué pasaba entonces en lo más profundo de su alma?
¡Eso es inexplicable!
Ya en el bosque, tranquilo porque había dado la orden de partida, lleno de desesperación porque iba a alejarse, caminaba maquinalmente con la bella imagen en su pensamiento.
Él la veía, tocaba tembloroso su fría mano y se estremecía creyendo percibir el aroma de sus vestidos. Deslumbrado, como si acabara de ser herido por la luz del relámpago, se imaginaba seguir siempre su rastro brillante; sólo veía delante de sí sus blancas vestiduras, sólo percibía su rostro melancólico al reflejo de la pálida luna. Loco, podía decirse que en uno mismo adoraba dos seres: uno, Mara; otro, su imagen.
A través de las ramas de encina que formaban una muralla entre la casa y Flavio, un rayo de luz vino desde una de las ventanas a reflejarse en su semblante, atravesando las espesas hojas. Flavio experimentó una emoción violenta, y sus rodillas flaquearon. La sombra de Mara acababa de dibujarse a través de los cristales, destrenzado el cabello y caído sobre su espalda, envuelta en una negra bata que le prestaba un aire de grave serenidad, y llevando en su mano una luz que hería de lleno en su rostro. Flavio vio desaparecer la hermosa sombra y permaneció inmóvil; pero Mara volvió de nuevo, apagó la luz y, abriendo la ventana, pareció quedar sumida en una profunda contemplación.
Renunciamos a describir lo que pasó entonces en el corazón de Flavio. Diremos sólo que hubo un momento en que, con el desesperado valor del que en un combate sabe que sólo le resta morir o vencer, avanzó algunos pasos para presentarse ante ella; pero sintiéndose desfallecer, volvió apresurado a internarse en el bosque, indignado de su propia flaqueza y pidiendo apoyo al cielo con sus tristes miradas.
Su invencible timidez, esa hija de la pureza y de la inocencia, esa diosa castamente velada que se interpone entre nosotros y nuestros deseos cuando el alma es aún tan virgen como nuestro corazón, le impedía dar aquel fácil paso, del que dependía toda su felicidad.
Mara cerró la ventana después de dar con sus hermosos ojos un adiós a la luna, y Flavio quedó otra vez sumido en tinieblas y esperando, como espera un condenado su sentencia de muerte, el momento en que le dijeran: «Podemos partir».
Y llegó, por fin, el instante temido.
Cuando Flavio vio acercarse al cochero, le mandó alejarse con ademán imperioso, y acercándose entonces a la casa, besó arrodillado las húmedas piedras de su umbral, posando en ellas su ardorosa frente. Después, cogiendo un ramo de parietaria que crecía en una de las agrietadas paredes, se alejó lentamente, lleno su corazón de un angustioso dolor.
Pasados algunos momentos, el ruido de un coche que partía al galope hacía prorrumpir en exclamaciones de sorpresa a todos los habitantes de la modesta quinta.