​Finamora​ de Leopoldo Lugones

Finamora fue una negrilla muy graciosa y vivaz, que a los quince años tuvo una aventura de amor como puede tenerla cualquier señorita blanca, puesto que fue con un lindo muchacho rubio.

Esta aventura es lo que me propongo contar, para gloria de Finamora, convertida hoy en una venerable negra, cuyo aspecto sugiere bastante bien la idea de un cuervo filosófico que tuviese ojos de búho.

Por los tiempos de mi relato, los tales ojos eran magníficamente castaños, de un castaño casi dorado que encendía con una luz lenta y cálida de verdaderas estrellas de crepúsculo la noche de aquel rostro: pues si bien se mira, la metáfora estelar habitualmente aplicable a los ojos, es más exacta en los semblantes de las bellezas negras.

Bellezas negras, y no retiro la palabra, pues Finamora podía buenamente repetir como la amada salomónica del divino cantar: nigra sum sed formosa.

Y si no hermosa, bonita; como negra, se entiende. Tenía la piel finísima, las muñecas frágiles como una aristócrata, la cintura de típica flexibilidad, pies largos y angostos de miss y aquel fuego africano que la maduraba lánguidamente como la miel excesiva de un fruto tropical.

¡Ah glorias de la risa de Finamora sobre sus dientes alegres en que tecleaba la infantilidad golosa de un cachorro silvestre! ¡Ah brincos elásticos en que se azogaban muecas de tití mimado, prolongando ondulaciones, que eran casi una cola! Ágil y bonita, una aurora representada en una palabra, todo lo que puede contener de grato una jícara de café.

Era mucamita de la niña Laura, una joven y elegante persona, que si bien afectaba ante el mundo la más pasmada frialdad de virgen dis-tinguida, resultaba un demonio de malicia y de gracia espontánea en la intimidad, siendo también mucho más linda así; pero dicha intimidad no existía sino para Finamora, por razones de casi divino desnivel, y para su hermano el niño Ricardo, un colegial apenas menor de un año que la señorita, bien que mucho más ingenuo.

El hermoso caballerito, en emoción experimental de primera conquista, se había apoderado de Finamora que le correspondía amándole de todo corazón, sobre todo por aquella cabeza blonda cuyo encanto quimérico alteraba en ellas con angustias de sed, una temerosa puerilidad de servidumbres antiguas.

Guardaban de sus amores un secreto absoluto, que en Finamora venía del respeto complicado con el peligro inherente a las dichas increíbles, y en Ricardo era terror al ridículo de que su hermana le habría descubierto. La interesante Laura, ignoraba todo, sin embargo, a la perfección.

La mamá, aunque muy avizora e imponente como todas las viudas cuyo hijos varones entran en la adolescencia, concluía por no ver nada, a causa de tener los ojos eternamente abiertos. Y los besos de Finamora –sea dicho con la reserva de su negra ignominia– eran condenadamente buenos hasta lo insaciable en su gusto siempre incompleto, como granos de granada comidos uno a uno.

Las citas tenían lugar durante las noches hermosas de aquel amable verano, en el jardín que rodeaba la residencia ciertamente suntuosa de los señores.

Había inmediato a ella un lugar particularmente lóbrego en el centro de un ancho enarenado: un enorme estanque antiguo rodeado y techado por dos docenas de grandes árboles. El jardín no tenía sino una puerta que los amantes, una vez dentro, desquiciaban un poco para que crujiera advirtiéndolos; y con esto, y con esperar las noches oscuras, todo peligro quedaba conjurado.

En aquel estanque solían bañarse y hasta nadar un poco, tan largo era, Laura y Finamora; y bien que ésta adorase a su señorita, nunca había podido evitar un movimiento de dolorosa envidia, cuando veía sumergirse en el agua aquel cuerpo tan blanco que parecía aclarar el cristal oscuro como con el reflejo de una brillante nube. Sólo el recuerdo de sus amores en aquel sitio conseguía disminuir aquella amargura.

Una noche de cita, pues, aunque había luna ésta salía muy tarde, los amantes –eterna peripecia– dejáronse sorprender por el astro.

Estaban en lo mejor de una despedida interminable, cuando de repente cayeron como otras tantas sentencias de juicio final, estas palabras desde el balcón de la señora:

–¿Qué haces ahí, Ricardo, a estas horas y con este rocío?

Ricardo daba la espalda al balcón, justamente en el único claro que dejaban dos árboles sobre aquel brazo del edificio, y un rayo de luna bañábale enteramente.

En cambio Finamora ya bajo la sombra de los gajos, no había sido vista como lo indicaba la pregunta de la señora. Así es que el muchacho, aunque con la voz muy demudada, pudo contestar:

–Estoy pescando anguilas, mamá. Sólo de noche salen.

–¿Anguilas? –repuso la voz espantable–.

¡Qué curioso! Nunca lo había oído. Aguarda que voy a ver.

–¡Con este rocío, mamá! –agregó el terror infinito por boca del enamorado.

–Estoy sin sueño esta noche y hace un calor espantoso; qué me va a suceder.

Y entonces la amenaza se volvió formidable.

Finamora debía huir, esto era evidente. ¿Pero cómo hacerlo por el enarenado que la luna bañaba ahora… ?

Entonces el buen amor hizo su acostumbrado milagro.

La negrilla miró un instante los árboles que aclarados también de luna no servían para escondites. Luego, en súbita resolución, despojóse de sus dos únicas prendas, el batoncito de zaraza y la camisa, y tras un ahogado "Tome, niño, guarde", se escurrió como una anguila en las aguas oscuras hasta ganar el extremo opuesto del estanque.

En ese momento crujía la puerta.

–Habría jurado que veía otra persona contigo –dijo a poco la señora llegando al lado del muchacho.

Nadie sabe lo que éste contestó ni cómo pudo explicar satisfactoriamente la leyenda de las anguilas. Con su lengua paralizada y su corazón humillado hasta romperse bajo el bollo de tibieza, que le formaban las ropas de Finamora. Lo cierto es que muy luego convenía con mamá en que estaba muy húmedo, que lo de las anguilas debía de ser un cuento, y que era mejor recogerse.

¡Ah, cuando crujió otra vez la puerta, cómo se puso recién a temblar en el agua sombría el negro cuerpecito de Finamora, y cómo vio ésta de bien que nada debía envidiar a las carnes marmóreas de su señorita!

Ella habría sido descubierta sin remedio en esas tinieblas fluidas que la negrura de la enamorada mucamita no accidentaba lo más mínimo y que una excelente mata de berros había contribuido a espesar, ensanchando en mancha inverosímil la protuberancia de la cabeza lanosa. ¡Ah, Dios mío, qué bueno era ser negra, y cómo había estado inquietándola durante su inmersión, un círculo que movía lentamente las aguas sin acabar jamás, en torno de su cuerpo!

Todo pasó así, sin otro sobresalto que una confidencia de Laura, la mañana siguiente, a Finamora que la calzaba:

–¿Sabes, Finamora? Ricardo ha descubierto anguilas en el estanque.

Fue una suerte que Laura usara el zapato tan estrecho, para atardarse en la tarea sin levantar la vista; pero Finamora se quedó siempre con la espina que la señorita había puesto en aquella frase de candor, quizá demasiado perfecta, una segunda intención.



Pertenece al libro "Cuentos fatales"

Fecha de publicación: 1924