Fin de una novela
Advertencia
editarHa dicho Víctor Hugo, refiriéndose no sabemos a quién (y él mismo no se acordaba al hacer la cita), que puestos unos sobre otro todos los libros que se han impreso, llegarían a la Luna.
Nosotros hemos dicho, no recordamos dónde, que puestos uno sobre otro todos los libros que se han empezado y no se han concluido, llegarían a las estrellas fijas.
Y ahora decimos que también hay libros concluidos que no se han empezado, o sea finales de obras que no se han escrito.
A este último género pertenece el siguiente cuadro romántico, que hemos hallado entre los papeles de nuestra más tierna mocedad.
Servíos leerlo con indulgencia.
Epílogo
editarI
editarQu'importe en quels mots s'exhale
L'àme devant son auteur?
Est-il une langue égale
A l'extase de mon coeur?
(LAMARTINE.)
Era una hermosa tarde de otoño.
La Naturaleza, triste siempre, aunque bella, en esa melancólica estación, se había rejuvenecido con la vida de la tempestad. Las hojas de los árboles ostentaban matices purísimos, inclinándose abrumadas por las últimas gotas de la lluvia. La tierra exhalaba aquel olor, acre y balsámico a un propio tiempo, que ensancha el corazón de los seres nerviosos. Las aves, felices criaturas del Señor que viven entre el cielo y los hombres, entonaban nuevamente sus divinos cantos, que el trueno había interrumpido... ¡Todo era bello y esplendoroso en aquella tarde que expiraba!
Juan, forastero en el país a que le habían llevado sus desventuras, vagaba por el campo, aspirando las emanaciones de la tormenta y contemplando el magnífico panorama del enrojecido ocaso.
Absorto en sus fantasías de adolescente, se alejó poco a poco de la ciudad; cruzó algunos olivares; llegó a un barranco pintoresco y, cuando menos lo esperaba, se encontró enfrente del convento de ***, donde nunca había estado, pero del que ya tenía vagas noticias.
Nada hay tan solemne y poético como un monasterio solitario, olvidado en el silencio de agrestes parajes como insepulto monumento de grandezas desvanecidas...
Juan sintió profunda y religiosa tristeza, y contempló largo tiempo aquella especie de buque náufrago, cuya tripulación se había ahogado en los revueltos mares de la Historia.
Los últimos rayos del sol herían horizontalmente la austera fachada del abandonado edificio.
Las aves entraban y salían por las ventanas, abiertas y sin maderas.
En la torre de la iglesia veíase el hueco de la campana, que también había desaparecido...
Todo anunciaba que aquella casa de Dios estaba desierta, lo mismo que la que fue morada de sus sacerdotes.
Altas hierbas y profano musgo eran la única señal de vida de aquellos sitios...
Impulsado por el propio terror, el joven penetró en el convento, cuyas puertas habían sido arrancadas recientemente.
En el primer patio, poblado de cinamomos, principiaba ya a oscurecer, y millares de gorriones buscaban allí abrigo para la noche...
Los pasos de Juan retumbaron tristemente en las movedizas losas de una larga crujía y, al término de ella, entró en un segundo patio, muy alumbrado todavía por los reflejos del Poniente.
Allí, en medio de musgosa pila rodeada de boj, se elevaba una gran fuente de mármol.
El rumor melancólico del agua prestaba aún su indefinible tristeza a aquel recinto.
Ya, en adelante, el convento no aparecía tan destrozado. Un resto de fe religiosa había dejado otro resto de pavor en el alma de los modernos Atilas.
Y es que aquél era el camino del templo.
Las desmayadas luces de la tarde se iban retirando de los claustros vacíos que atravesaba nuestro joven...
Él no tenía miedo...; pero sí una honda conmiseración, y como espanto y pena, a la par que susto, ante la temeridad de nuestro siglo.
Allí todo hablaba de lo pasado.
Allí no existía lo presente.
Allí pesaba el porvenir sobre el corazón como una montaña de hielo.
Poco después subió una ancha escalera medio derruida, adornada con un gran cuadro al óleo.
Representaba aquel cuadro la muerte de San Francisco de Paula...
A través del polvo que cubría el lienzo, distinguió la severa faz del moribundo, del fundador de aquella Orden, del Patrono de aquella casa...
Entonces sí tuvo miedo, y apresuró el paso...
Y al apresurar el paso, creyó que lo seguían.
¡Y temía pararse, porque el ruido de sus pisadas le asustaba menos que el silencio!
Todas las celdas estaban cerradas.
Encima de ellas se leía el nombre de sus antiguos moradores.
Algún mueble roto, algunos libros por el suelo, algunos objetos de devoción... He aquí lo único que allí quedaba...
El soñador mancebo iba turbando la quietud de diecisiete años de soledad y abandono.
El terror le hizo dejar aquellas interminables crujías, y penetró en el claustro alto.
II
editarAllí fue agradablemente sorprendido por las magníficas poesías que vio escritas a pincel, y con gruesos caracteres, sobre los muros, formando una especie de carteles imitados, con su marco y todo...
Sobre una puerta que daba a la escalera de escape leíase esta redondilla, apostada como un centinela, o, mejor dicho, como un querubín a la entrada del Edén:
«Vuélvete a Dios; que la puerta
del que es amor infinito
nunca el corazón contrito
la dejó de hallar abierta»
Juan retrocedió sin querer, pero le detuvo este aviso pavoroso:
«Todos, ¡oh mortal!, advierte
vamos sin cesar huyendo,
y como el agua corriendo
al mar de la amarga muerte.»
En cambio, leyó al pie de un soneto:
«¡Dame, amor mío, amor con que te ame,
luz que me alumbre, fuego que me inflame!»
Aún repetía en su cabeza tan dulces y seráficas expresiones, cuando halló esta imprecación al final de una octava:
Parecióle estar oyendo a Isaías, y tembló como la hoja en el árbol.
No lejos leyó esta delicadísima endecha:
«¡Oh dulce suspiro mío!
No quisiera dicha más,
que cuando de mí te vas
hallarme donde te envío.»
Reconcilióse con el desconocido autor de aquel ascético álbum, y siguió leyendo:
«Lo mismo es seguir el vicio
en que te estás deleitando,
que irte ciego despeñando
al eterno precipicio.»
Y más allá:
«¡Contempla lo que has de ser!
¡No aspires a lo que expira!
Pon en lo eterno la mira!
¡Humo es hoy la luz de ayer!»
Y en otro lado:
«Ajusta el vivir de suerte
que, al final de la partida,
saques de la muerte vida,
y no de la vida muerte.»
En un rincón:
«¿Qué sirve al ciervo la veloz huida,
si el arpón no sacude de la flecha?
¡No sacándole el hierro de la herida,
poco aplicar el bálsamo aprovecha!
Si de la oculta llaga envejecida
el alma el mortal hierro no desecha,
del Sacramento la virtud divina
veneno le será, no medicina»
Finalmente, al salir del claustro, y como si fuera un resumen de todo lo dicho, encontró esta peregrina octava:
«Si hallaste ya la senda de la vida,
despójate de todo lo que es tierra;
todo afecto de carne circuncida;
la cruz abraza; el propio amor destierra;
lo eterno pesa; lo caduco olvida.»
«Cierra los ojos y los labios cierra:
¡Todo lo que no es Dios, tenlo por humo!
¡No quieras otro bien sino el Bien Sumo!»
III
editarEn esto se hizo de noche.
Juan quiso abandonar el convento...; pero se había extraviado en sus largas crujías.
Alzóse la brisa nocturna...
Los cinamomos gimieron tristemente, azotando las paredes del patio.
El agua de la fuente gemía sin cesar...
Un ruiseñor cantó a lo lejos sus amores... Iba a salir la Luna.
El joven corrió desalentado por los claustros...
El eco repetía sus pisadas.
Perdióse en un dédalo de corredores, y llegó a temer no encontrar salida.
Entonces vio una puerta entornada.
La empujó, y se halló en el coro.
El enorme facistol que ocupaba su centro parecía un luctuoso fantasma a la tenue claridad que se filtraba por las altas ojivas.
Juan avanzó hasta llegar a la balaustrada de aquella inmensa tribuna.
Delante, encima y debajo de él, se desplegaba la iglesia, llena de sombra.
Sólo allá arriba, por una vidriera de la cúpula, entraba en la amplísima nave un blanco destello del astro de la noche...
Pero el joven estaba ya tranquilo...
Al terror que sentía poco antes había sucedido una paz melancólica...
Se hallaba en la casa de Dios.
De pronto percibió un sordo y lejano ruido, y vio aparecer allá abajo, en lo más profundo de las tinieblas, en el fondo del prolongado templo, una blanca figura, una especie de fantasma, con una luz en la mano...
El infeliz se quedó helado de horror y superstición, y no pudo ni tan siquiera huir...
Avanzó el fantasma por la iglesia, y llegándose a un altar, que luego resultó ser el de la Virgen de los Dolores, encendió una lámpara que pendía del techo delante de él; arrodillóse delante de la Madre de Jesús, y así permaneció larguísimo tiempo.
A la luz de la lámpara, y más aún de la vela que aquella misteriosa visión conservaba en la mano, conoció, al fin, Juan que no tenía ante sus ojos un ser fantástico o diferente de toda humana criatura, sino a una mujer todavía joven y hermosa, de noble y elegante aspecto y pálido y demacrado rostro, que más inspiraba admiración y lástima que aversión o miedo... Sin embargo, no era posible sustraerse al asombro, espanto y maravilla que causaba en tal lugar y a aquella hora una aparición tan extraordinaria, semejante a las quimeras de la calentura o a las creaciones de la fantasía poética... y por nada del mundo se hubiera aventurado el pobre joven a llamar sobre sí la atención de la desconocida. Antes bien, se hallaba dispuesto a correr y dar gritos, si por acaso subía la visión al coro, lo descubría y se le acercaba...
Así las cosas, ella fue la que lanzó un grito horrible, y cayó al suelo como herida de un rayo... La luz que tenía en la mano se apagó al mismo tiempo.
Juan creyó morir, y tuvo que agarrarse a la balaustrada del coro para no caer también sin sentido.
Reinó luego un largo y profundo silencio, que parecía no iba a terminar nunca...
La triste mujer seguía en tierra, inmóvil, muda, rígida, y nuestro despavorido joven veía blanquear aquel cuerpo sobre el pavimento de la iglesia como si fuera la losa de mármol de una sepultura, sobre la cual algún piadoso deudo hubiese colgado perdurable lámpara.
Lo menos grave y espantoso que pensó entonces Juan fue que la misteriosa dama había muerto de repente... Y como esto podía producir también grandes dificultades si se llegaba a saber que él estaba en aquellas ruinas cuando ocurrió el caso, salió como pudo del coro, recorrió el convento en todos sentidos, hasta que dio con la escalera; atravesó luego los grandes patios a la fúnebre claridad de la ya remontada Luna, y logró al fin verse en medio del campo...
IV
editarLas diez de la noche iban a dar cuando nuestro joven forastero llegaba a su casa.
Vivían allí otras varias personas, por ser casa de huéspedes, y dio la casualidad que en aquel instante hablaba de la siguiente manera un comandante retirado, que llevaba ya algunos años de residencia en aquella población:
-Yo la he visto dos veces en las cercanías del convento... Trabajo me había costado creer, o, por mejor decir, nunca había creído, que fuese dama tan principal y bella como me contó el alcalde la primavera pasada, después de haberla instalado en aquel solitario edificio, acatando una orden del gobernador. Pero, amigos, puedo asegurar que es una mujer distinguidísima y muy hermosa, a quien deben de haber ocurrido cosas muy grandes y terribles... Al verme, en las dos ocasiones mencionadas, penetró en el convento... (donde sabéis que habita la celda prioral, sin más compaña que esa viejísima servidora que viene a la ciudad a comprar víveres). Yo respeté su tristeza y abatimiento, y no me atreví a seguirla... ¡La primera vez que vaya a la capital he de enterarme de quién es tan rara penitente, y de toda su vida y milagros!
-¡Pues no lo conseguirá usted, como tampoco lo he conseguido yo... -respondió el administrador de Correos, que también estaba allí de huésped-. La breve historia contada por el alcalde me sorprendió como a todos ustedes, y luego me ha chocado mucho el que esa mujer no reciba jamás cartas de nadie... Pregunté, pues, en el Gobierno civil la última vez que estuve en la capital, y dijéronme que el mismo gobernador ignora quién sea la noble dama recomendada a él por el ministro de Hacienda para que le permitiera vivir en el monasterio ruinoso, sin más explicaciones y sin decirle tan siquiera cómo se llamaba...
Juan era todo oídos; pero se guardó muy bien de contar lo que había presenciado aquella noche...
En esto llegó un alguacil en busca del promotor fiscal, y le dijo que la viejísima servidora de la dama del monasterio acababa de presentarse al juez, a darle parte de que su señora había muerto de repente...; razón por la cual tenía que trasladarse allí el juzgado sin pérdida de tiempo...
A las doce de la noche estaba de regreso el promotor en la casa de pupilos, y refería que, en efecto, la misteriosa dama había muerto en medio de la iglesia del monasterio campestre, mientras estaba rezando la salve de costumbre a la Virgen de los Dolores; que, a juicio de los médicos, su muerte había provenido de una aneurisma en el corazón; que la vieja había declarado ignorar absolutamente cómo se llamaba la difunta y su condición y patria; pero que el obispo y el alcalde estaban ya de acuerdo en enterrarla en sagrado, visto que había muerto rezándole a la Virgen y que estaba muy recomendada por el gobernador, al cual se daría inmediatamente cuenta del suceso, a los efectos oportunos.
Y así se hizo todo, y no pasó más; ni nunca volvió a saberse cosa que tuviera relación con aquella infortunada, a quien no fue posible extender verdadera partida de sepelio, ni poner epitafio en la sepultura, por la sencilla razón de que jamás llegó a saberse su nombre.
Post-Scriptum
editarHe aquí el fin de una novela. Pero la novela, ¿cuál es? Lo ignoramos completamente.
Llegamos al teatro demasiado tarde, y sólo hemos oído el último acto de la tragedia.
¿No fuera una temeridad y una profanación ponernos a inventar los otros cuatro actos al tenor de nuestra fantasía?
Ni ¿qué importa conocer los ríos que alimentan el profundo y poético lago?
Nosotros os hemos presentado la estatua modelada, tallada, pulida por el cincel del dolor... ¿A qué llevaros a la cantera de donde se arrancó el mármol, o referiros las penosas labores que dieron por fruto ese tan acabado tipo de romántica desesperación?
Y, en suma: nadie puede privaros a los que acabáis de leerme de la libertad en que estáis y del derecho que os asiste para discurrir la historia que se os antoje..., con tal que tenga por fin y término el desenlace referido.
Almería, 1854.