Filosofía del gángster

Este texto ha sido incluido en la colección Relatos varios de los años 30
de Felisberto Hernández
Compilado de relatos tempranos, no agrupados en libros, revisados por la Fundación Felisberto Hernández en colaboración con Creative Commons Uruguay
Filosofía del gángster
de Felisberto Hernández

Dedicatoria

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Este futuro libro lo dedicaré a mi persona “como muestra de profundo aprecio intelectual”. No sé precisamente a quién he tomado esa frase que transcribo; posiblemente la debo haber visto en muchos lados. En esta oportunidad pienso, que pasándole la mano a la vanidad, me deje tranquilo por un rato. También pienso, que si me deja muy tranquilo, tal vez no escriba el libro. Pero, de todas maneras, ya veréis cómo escribo el libro: no sólo siento desconfianza de la vanidad sino que hasta me vislumbro una cierta fe en ella. Por una parte soy tan presumido que no quiero que se me vea la vanidad, ni aun quiero vérmela yo mismo; y por otra parte no quisiera matarla del todo, porque ella me suministra, o es en sí, un cierto placer. A lo mejor ese cierto placer es tan grande que llena la vida entera y me hace vivir iluminado de dicha. Pero esa dicha puede ser contenida y concentrada en un punto microscópico; y ese punto podrá tener irradiaciones tan grandes que a lo mejor la vanidad se me conoce mucho. A lo mejor ese punto es como un resorte que cuando más trato de achicarlo, más concentra su fuerza y más fuerte me salta a la cara después. Otras veces me parece que la vanidad ni siquiera tiene la fuerza violenta de un resorte, sino que graciosamente me tapa los ojos y me pone en ridículo. La he sorprendido en medio de una conversación, como si distraídamente, al apoyar la mano en una mesa, la hubiera puesto encima de un “Tangle-foot” –papel para cazar moscas. El primer movimiento, el más espontáneo, sería el de sacármelo con la otra mano y cambiar de mano la vanidad; después, si aún la persigo pisando el papel para sacar la mano, entonces saldría con el papel pegado en la base, como si el papel fuera para mí y no para las patas de las moscas. Ahora no hay que pensar, que porque la vanidad es inmortal, no la siga persiguiendo: yo también seguiré siendo presumido; ni hay que pensar, que esta franqueza mía es encomiable: por vanidad, al escribir un libro, podemos llegar a ser hasta impúdica y cínicamente francos, con tal de ganar la gloria de una buena observación. Claro que diré que escribir es una necesidad fatal: si es fatal, tantas veces, el placer del alcohol o cualquier alcaloide, siendo elementos venidos del exterior, ¿cómo no va a ser fatal el placer de la vanidad cuya materia prima la extraemos de nuestras entrañas? Claro es, también, que hay muchas clases de vanidades, que por vanidad se hacen cosas muy interesantes, que la vanidad suele ser fecunda y que es muy distinto el placer de la vanidad que se justifica con una creación estética, al placer que hace perder lo estético de la moral. Veis, ya estoy aflojando, ya estoy justificando la vanidad. Cuando el placer de la vanidad le pide al pensamiento que le haga justicia por más que ni el pensamiento se entere que la vanidad se lo pide, él la justifica solícito. Y si se niega, suele ser a costa de grandes sacrificios. ¡Además, él tiene tantos medios! ¡Y el tenerlos, implica tantos deseos de emplearlos! Y emplearlos, si se piensa además que se hace con talento, ¿no es un placer más? Bueno, pero éstos son chismes, objetos o funciones de la razón, y ésta me es bastante desconocida. (¡Oh, lector, ya lo habrás pensado!) Como yo observo poco mi razón, cuando la observo –estas observaciones suelen ser separadas por largos períodos– ella se me aparece como una estrella que trae cola, es decir como un cometa, y me es tan desconocida ella como su cola: no sé si tocará mi planeta y lo asfixiará con gases que tengo a bien suponer, o en qué forma lo destrozará: ni siquiera sé si ya me habrá destrozado, porque yo tengo una manera de suponerme el destrozo –en forma violenta, de choque, o de asfixia– y ella bien puede destrozarme de otra manera: lenta, disimulada, y hasta como persuasiva. Ahora se me ocurre que la razón es como hija mía; yo le estoy pegando con alguna violencia en una parte que no le hace mucho daño; pero yo soy padre, al fin, y la quiero; y ella de cuando en cuando me hace algún mandadito.

–¡Cómo! ¿Qué tiene que ver esto con los gángsters? ¿Me dirás que no has visto todavía desaparecer una cabeza detrás de una esquina?, ¿una sombra en el hueco de una puerta?, ¿no has visto hasta que te han apuntado a la cabeza? o –escucha bien– ¿dónde quieres que te apunten? o ¿cómo quieres que sea la trama? Si tienes alguna idea de cómo te gustaría que fuera lo desconocido, o si ya te imaginas cómo será la obra, mándamelo decir, que te haré escribir por un personaje a sueldo (¡oh lector, acaso ya mismo!) lo que tú te imagines.

Por otra parte te pediré que interrumpas la lectura de este libro el mayor número posible de veces: tal vez, casi seguro, lo que tú pienses en esos intervalos, sea lo mejor de este libro. ¿Visteis qué modesto? Bueno ahora quita la modestia y quédate con el hecho: ésta es una de las veces que encontrarás algo detrás de la modestia.