PÁEZ


El general venezolano José Antonio Páez contribuyó principalísimamente á la independencia de su patria. Ningún otro caudillo de las guerras de América fué más afortunado, pero tampoco lo hubo más esforzado que él. No era un general á la moderna, sino un héroe forjado en moldes antiguos. No conocía la ciencia ni el arte de la guerra, no había estudiado estrategia ni fortificación, no entendía de castrametación ni de balística ni siquiera de táctica; pero tenía la pujanza de Murat, la bravura de Diego León, una astucia insuperable, una fuerza hercúlea y una serenidad á toda prueba. Nació en la provincia de Barinas en 1790 y dedicó su infancia á los trabajos por demás penosos de la agricultura y la ganadería. Luchando con la corriente del rápido Apuré, con los caimanes del río y con las fieras del monte, con el sol de los llanos y con los rigores de la suerte, no sólo templó su alma para todas las pruebas y todos los sacrificios, sino que se hizo excelente nadador, inmejorable jinete, gran cazador, invencible machetero.

Un hombre formado en semejante escuela no podía permanecer impasible, como hicieron tantos, cuando sonó la hora de la revolución y de la guerra. Páez debía tomar parte por unos ó por otros en la contienda que iba á decidir de los destinos de América. Fué buscado y aun halagado por los españoles; pero optó sin vacilar por la causa de la independencia.

En 1810 se alistó voluntario en un escuadrón patriota, distinguiéndose mucho por su arrojo en la primera campaña, en la cual ascendió hasta sargento primero.

En la segunda campaña le vemos de capitán, sorprendiendo y derrotando una columna enemiga en el punto llamado Matas Guerrereñas.

Poco después, derrotado por los españoles y abandonado por los suyos que se desbandaron, fué hecho prisionero y sentenciado á morir. Puesto en capilla para ser ejecutado, debió su indulto á la generosidad del enemigo. Cayó segunda vez prisionero, y de seguro que entonces lo hubiera pasado mal si por su propio esfuerzo no se hubiera libertado. Los 511 prisioneros que con él estaban, dirigidos por él, desarmaron la fuerza encargada de su custodia y se salvaron.

Páez y los suyos se incorporaron á las fuerzas patriotas que mandaba García Sena. Este jefe confió á Páez el mando de su caballería, con la que realizó las más inauditas y portentosas hazañas. No había empresa temeraria que no se le confiara ni enemigo que le detuviera. Jamás contó el número de sus soldados ni el de sus enemigos. Avistarlos y embestirlos eran siempre dos cosas simultáneas.

En 1814 era Páez coronel de la caballería venezolana, combatiendo con sus 1.000 caballos en la acción de Chire á las inmediatas órdenes del general Ricaurte. En Mata de la Miel contribuyó eficazmente al desastre de los españoles. En las expediciones á través de los Andes, como en las persecuciones sufridas muchas veces hasta los llanos de Casanare y las selvas más remotas, era Páez el encargado siempre de las exploraciones, de los econocimientos, de cubrir la retaguardia ó de contener al enemigo.

En la campaña del Apuré (1816) tomó Páez una ofensiva enérgica y vigorosa contra la división mandada por el general Latorre; la valentía de Páez no se desmintió en aquellas circunstancias, pero los resultados fueron negativos.

Los españoles contaban por entonces con los refuerzos de España llevados á Venezuela por el general Morillo. Eran tropas aguerridas que en su mayor parte habían combatido contra los ejércitos de Napoleón. Y además tenían el auxilio poderoso de los terribles llaneros, que combatían por España á las órdenes del siniestro Boves.

Mal se ponían las cosas para los independientes. Los realistas se habían apoderado de la isla Margarita, de La Guaira, de todos los puertos de Costa Firme, incluso Cartagena. Entraron en Santa Fe, hoy Bogotá; Valencia capituló; fué preciso levantar el sitio de Puerto-Cabello. Al parecer estaba dominada la revolución.

Para otros no había esperanza; pero Páez, tan familiarizado con los reveses como con los triunfos, no se desalentó jamás ni perdió nunca la fe.

En las más adversas circunstancias y escuchando á todas horas los más siniestros y fatídicos augurios, organizó una fuerza de caballería con los dispersos que iba recogiendo y con nuevos voluntarios. Formó también con desertores de las filas realistas el batallón Páez, que se distinguió más tarde por su disciplina y su bravura.

Poco después se unieron Páez y Bolívar, que recíprocamente se admiraban y se estimaban antes de conocerse. Cuando se conocieron, creció singularmente la mutua estimación de ambos caudillos, que habían nacido para completarse. Era Bolívar la inspiración, el genio, el alma de la revolución; Páez era el brazo que ejecutaba las inspiraciones del Libertador, y el único capaz de llevar á término los planes gigantescos del hijo de Caracas. Una vez reunidos ambos jefes, ansiaba fervientemente el general Bolívar dar comienzo á sus operaciones; pero no encontraba medio de salvar un caudaloso río por falta de elementos adecuados. Los españoles tenían ocupados los pasos más importantes ó más fáciles con sus embarcaciones, que eran lanchas artilladas y pertrechadas convenientemente. Solo Páez hubiera sido capaz de arrollar el obstáculo, y en efecto lo arrolló. Las lanchas realistas fueron atacadas y tomadas por la caballería, cargando á su cabeza el mismo Páez que tomó al abordaje catorce embarcaciones.

En 1819 llegó á su apogeo la gloria militar de los republicanos. El general Morillo, que había sido inexorable con los insurgentes, se decidió después de la batalla de las Queseras del Medio á conferenciar con los jefes de la insurrección, ofreciendo tratarlos como beligerantes regulares y no como rebeldes. Accedió Bolívar á los deseos del general español, y la entrevista se verificó en Santa Ana. La conducta de ambos caudillos fué caballeresca. El general Morillo confesó más tarde que en la época de la conferencia estaba ya decidido á regresar á España, pero que no quería abandonar la América sin conocer á Bolívar y abrazarlo, puesto que juntos habían de figurar en la historia; este deseo del general Morillo fué, sin duda, la causa principal de aquella fecunda conferencia. En ella se acordó civilizar la guerra, humanizarla, empezando por una suspensión de hostilidades que ambas partes beligerantes consideraban útil.

Terminada la tregua se dió principio á nuevas operaciones, las cuales aseguraron la independencia del país con la gran victoria de Bolívar en los campos de Carabobo. El general Páez tomó gloriosa parte en jornada tan insigne.

De la intervención del héroe en las contiendas civiles posteriores á la independencia, no queremos decir ni una palabra. Si en esas luchas hubo laureles y glorias para Páez, ciertamente no los había menester para vivir en el corazón de sus conciudadanos. Como ha dicho un compatriota suyo, « los siglos apagarán los volcanes y secarán los torrentes, pero serán impotentes para borrar su memoria ».

Al fraccionarse Colombia después de la muerte de Bolívar, fué Páez elegido presidente de una de las tres repúblicas que se formaron: de la de Venezuela. Dos veces desempeñó tan alta magistratura, lo que no le impedió morir en tierra extranjera devorando en silencio la ingratitud de su patria.

Uno de los errores del general Páez, justamente en el período más brillante de su vida, fué aconsejar á Bolívar que fundara el imperio de los Andes y se hiciera emperador. Afortunadamente el gran Bolívar tuvo fe en la democracia; su patriotismo, su perspicacia y su sentido político, le dictaron la respuesta á Páez que va á continuación:

« Usted no ha juzgado imparcialmente de las cosas y de los hombres. Ni Colombia es Francia ni yo soy Napoleón. No lo soy ni quiero serlo. Tampoco pretendo imitar á César; menos á Iturbide. Tales ejemplos me parecen indignos de mi gloria. El título de Libertador es superior á cuantos el orgullo humano ha recibido. »

Vamos á terminar, copiando lo que dice de Páez el escritor argentino señor Decoud en su libro La Atlántida:

« ... Tenía el instinto sagaz, realzado ante sus compañeros por una fuerza prodigiosa. En la pelea, el león desesperado no se avalanzaba con más furia... Sus soldados le respetaban y le temían, porque el insubordinado tenía por castigo someterse á una lucha personal con su jefe, en la cual estaba seguro de ser herido; y las cicatrices que dejaban las armas de Páez jamás se borraban...

« No tenía exigencias, no pretendía vestuarios, ni armas, ni raciones, ni sueldos. La carne sin sal le saciaba, no le afligía la intemperie, no le molestaba la lluvia. Había un río: lo pasaba. Había un pantano: lo salvaba. Había un llano prolongado como un desierto: lo cruzaba silencioso al paso monótono del animal... Su estrategia consistía en la traslación rápida de un punto á otro, su táctica en la sorpresa y su ataque en la impetuosidad irresistible de la carga. Peleaba sinceramente, por convicción, sin vanidad. Sólo sabía que todo hombre debe morir por su patria y que á esa patria subyugada es menester libertarla... »

En efecto, así era Páez.