Feliza
de Juana Manuela Gorriti


- I - El satélite

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En las primeras horas de una noche de diciembre, a su paso por Barracas al norte, lindo arrabal de Buenos Aires, un tramway se detuvo para desembarcar numerosos pasajeros ante la verja de una quinta cuyos jardines, iluminados, anunciaban una fiesta.

Los recién llegados se esparcieron platicando con ruidosa alegría por las avenidas de floridos arbustos que conducían a la casa.

Uno solo quedose rezagado.

Adelantó algunos pasos, y dando una mirada de investigación en torno, embozose en un plaid escocés que llevaba al hombro, recostose en el tronco de un árbol, envió al aire un largo silbido, y quedose al parecer en espera.

No de allí a mucho, un paso furtivo hizo crujir la arena del sendero; y una joven cuyo modesto vestido indicaba una criada, salió detrás de un grupo de árboles y se acercó al embozado.

-¡Señor Enrique! -murmuró con recelo.

-¡Bah! como todo en esta casa, ¿tú también me desconoces ya, Marieta?

-¡Oh! ¡no! pero... ¡cosa extraña! toda vez que veo a usted en su recinto, siento algo parecido al terror. A propósito de esas misteriosas sensaciones, mi abuela solía decir, que...

-Deja en paz a tu abuela y sus consejas. ¿Sabes si Feliza recibió una carta mía?

-Trajéronla esta mañana, cuando ella, sentada al piano, repasaba un nocturno de su composición.

-¿Y?

-Al verme tomarla de manos del factor, interrumpió su canto y la pidió.

-¡La ha leído!

-No, señor Enrique: sin levantar las manos del teclado, diola solo una mirada y me ordenó encerrarla en sobre, inscribir el nombre de usted y enviarla al correo.

Héla aquí.

Al ver su carta, así devuelta, Enrique exhaló una sorda imprecación.

-¡Ah! ¡señor! -exclamó Marieta- ¿por qué se empeña usted en perseguir un imposible? Duéleme ver a un joven bello, generoso, espiritual, digno como nadie de ser feliz, obstinarse en solicitar un amor que le rehúsan.

-Ese amor fue mío, y quiero recobrarlo, aunque me cueste la vida.

-Habría usted interpretado en favor suyo la suavidad de su carácter, su dulce lenguaje, su cariñosa palabra. Todo eso es en ella habitual.

-¡Oh! la expresión de su amor era muy diferente de ese trivial dialecto del mundo... ¡Amábame!...

-Perdón, señor Enrique: yo soy una pobre muchacha y mi opinión nada vale; pero creo que un amor solo con otro amor se borra; y puedo asegurar que en el corazón de mi señora no existe ese sentimiento.

Muerto su esposo, a quien la unía solo un afecto del todo filial, hase consagrado al arte: su vida es un éxtasis de armonía. ¿Cómo podría tener parte un amor terrestre en ese estado místico del alma?

-Escucha. Más de una vez, espiando sus pasos con el ojo ávido del celoso, la he visto, dejando su carruaje a larga distancia, perderse entre callejuelas y conventillos. Más de una vez, también, cediendo a los estímulos de una temeraria sospecha, acariciando la hoja de un puñal, heme preguntado ¿qué nombre dar a esas sigilosas excursiones?

-Son obras de caridad. La señora hace el bien con el misterio que otras emplean para ocultar el crimen. En esos tristes parajes, donde solo habitan los desventurados, llámanla el ángel de la misericordia; porque allí va, ocultándose cual una culpable, a distribuir entre ellos socorros y consuelos.

Ahora mismo, que ha reunido a sus amigos para anunciarles un viaje de recreo a su bella estancia de las orillas del Salado...

-¡Se marcha! ¿Cuándo?

-Mañana.

-¡Y yo lo ignoraba! ¿No has jurado tú informarme de todo cuanto a ella concierne?

-La señora ha hecho de ello un misterio, en el temor de que se conozca el verdadero motivo que allá la lleva.

-¿Cuál es? Habla...

-Va en auxilio del administrador de la estancia y de su familia atacados de una terrible pulmonía que les trajo el último pampero.

Con grandes recomendaciones de silencio, confiómelo esta mañana el boticario de casa.

-Marieta -me dijo en tanto que confeccionaba las recetas ordenadas por el médico-, ¿sabes que tu señora es un ángel a quien estará reclamando el cielo? Va a correr cuarenta leguas solo para constituirse enfermera de unas pobres gentes que sufren desamparadas en un rincón de la campaña.

-¡Dulce y misericordiosa para todos! -murmuró Enrique, con sombrío acento- ¡para mí solo cruel y despiadada!

Y su voz trémula, denunciaba el llanto.

-¡Lágrimas! -exclamó Marieta, conmovida.

-¡Sí -repuso él- lágrimas! pero un día, el día que entre ella y yo se interponga un rival... ¡sangre!

-¡Ah! ¡señor! ¿haríame usted arrepentir de haberlo creído digno de mi señora?... ¡sangre! ¿Habreme hecho, tal vez, la cómplice de un asesino?

-¡Cómplice! ¿Y no lo fui yo de tu hermano cuando comprometiendo mi posición lo liberté del patíbulo?

Marieta, consternada, inclinó la frente.

-¡Es verdad! -dijo con voz sumisa- ¡no soy yo quien tiene derecho a sublevarse contra el crimen, yo, sobre cuya cabeza pesan los de mi familia!... Y bien, señor, aquí estoy para obedecer a usted, que nos salvó de la afrenta de un cadalso. Oíme llamar y he venido. ¿Qué ordena usted?

-¿Eres tú de la partida?

-La señora acaba de anunciarla a sus amigos: ninguna orden ha dado todavía a la servidumbre; mas no hay duda que yo como sirvienta de mano, habré de acompañarla.

-En ese caso ¿me prometes tener presente tus compromisos y enviarme diariamente noticias suyas?

-Ofrezco a usted obedecerle.

-Nada omitas, te lo ruego. ¡Si supieras qué placer acerbo, que amarga delicia siento, siguiendo los detalles de su vida! qué piensa, qué hace; a dónde va; qué vestido lleva; qué flor adorna sus negros cabellos: todo esto ha llegado a ser el móvil único, el solo objeto de mi existencia.

La joven mucama posó una mirada de conmiseración en el hombre que así hablaba.

-¡Ah! señor -le dijo- ¿por qué encerrar la vida en el estrecho círculo de una pasión? Yo en lugar de usted había de desecharla; y buscaría la felicidad en la fortuna, en la gloria... en el amor mismo. Pues ¡qué! ¿no es Buenos Aires el país de las mujeres bellas?

-¡Para mí no hay en el universo sino una sola: ella! Su imagen está grabada en mi corazón tan profundamente, que solo la muerte podrá borrarla. Así, forzoso es que sea mía, o que yo perezca.

-¡Por piedad, señor! ¡no hable usted así, que me llena de terror! ¡Ah! ¡por qué habreme yo prestado a servir el propósito imposible que usted se obstina en perseguir!

-Eres cobarde, y por tanto, desconfío de ti. ¿Qué sé yo si me engañas, en cuanto a los motivos de este repentino viaje?

-Ni más, ni menos, he dicho a usted cuanto sé.

-¡Vamos a verlo! De hoy más, he de atenerme a mi propia vigilancia.

Y se alejó, después de haber echado una onza de oro en el bolsillo del delantal de Marieta.

-Y yo -exclamó ella- juro a Dios apartarme de esta vía culpable.

Y arrojó lejos de sí aquella moneda, precio de una infamia.

- II - La obsesión

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La mañana del siguiente día, a la hora que el sol asomaba sobre las aguas del Plata, tres jóvenes, cubierto el rostro con los velos de sus sombrerillos de paja blanca; llevando en una mano el quitasol y regazando con la otra las faldas de sus elegantes trajes de bretaña plomo, atravesaban el jardín de la quinta, y se dirigían a la verja. Delante de ella aguardaba un carruaje, y al lado del estribo un apuesto mancebo.

-¡Al fin! -exclamó viéndolas llegar.

-¿Te impacientabas, querido Cristian? -dijo con acento cariñoso una de ellas.

-No yo, bella prima, sino el tren, que ha tocado ya prevención.

-¿En verdad?

-Vas a ver que apenas tendremos tiempo de llegar.

Pablo, a la estación del ferrocarril del sur.

El coche partió conduciendo a los cuatro viajeros a todo el correr de los caballos.

En efecto, el convoy iba a dar su último aviso, cuando las tres jóvenes y, su compañero se apeaban en la estación.

Al mismo tiempo, de un coche que estaba allí, hacía largo espacio, al parecer en acecho, salió presuroso un hombre, y se deslizó en el tumultuoso embarque de numerosos pasajeros que iban a Chascomús, atraídos por una fiesta.

-¡Tú aquí, Enrique! -exclamó un joven al distinguirlo entre la multitud-. Estaba pensando en ti, y hete ahí como llovido del cielo para hacer parte en la famosa cacería concertada en el club...

¡Bah!... ¡pero si se ha ido!... ¡Enrique!... ¡Enrique!... ¡Ah! ¡dónde encontrarlo en esta Babel!

-¿Dónde? -replicó alguien allí cerca-. En el vagón que ocupan las personas venidas en aquel carruaje que se aleja.

-¡La librea de Álzaga! ¡Pobre Enrique! ese muchacho tiene el seso fuera de caja. Deslumbrado por un astro...

-Se ha tornado su satélite y girando en torno a la beldad que lo rechaza, un día se perderá.

El silbato dio su postrer aviso, y el tren partió surcando con su negro penacho de humo el ambiente nacarado de la mañana.

Por un movimiento de coquetería, o bien para gozar mejor la vista del paisaje, las compañeras de Cristian levantaron las echarpas de crespón blanco que ocultaban su semblante.

Todas tres eran bellas; pero una sola absorbió las miradas y la atención de los viajeros, que exclamaron con simultáneo entusiasmo:

-¡La incomparable Feliza!

-¡La perla del Plata!

-¡La opulenta heredera!

-¡El ángel tutelar de los desgraciados!

-¡Aquella a quien el corazón ama con un amor inquebrantable, desesperado, fatal! -murmuró un hombre que, sentado en el ángulo más apartado del vagón, tenía fijos en ella los ojos.

Digna era en efecto, la joven, de esa lisonjera ovación; porque nada había comparable a la belleza de su rostro, al donaire de su cuerpo, a la gracia de sus maneras, y al encanto irresistible que de todo su ser emanaba.

Ella percibió el incienso que aquellos murmullos encerraban. Ruborizose con tímido gozo, y dirigió en torno una dulce mirada.

Mas, casi al mismo tiempo, volviéndose con expresión de disgusto:

-¡Él! -exclamó- ¡siempre él! ¡por todas partes él!

-Yo lo vi desde que tomamos asiento en el vagón -dijo una de las jóvenes que acompañaba a Feliza, ambas hermanas suyas.

-Yo también -añadió la otra.

-¡Dios mío! -continuó Feliza- comienzo a comprender el tormento de aquellos que se creen asediados por la presencia del espíritu maligno. Yo me encuentro en igual caso que esos desventurados. En el paseo, en los bailes, en el templo, allí está él, mezclándose, a todos los actos de mi vida, con sus miradas; con sus palabras; con su silencio mismo, cargado de reproches y amenazas.

-Tuya es la culpa, prima mía. ¿Por qué me niegas el derecho de alejar de ti a ese hombre?

-¡Un duelo! ¡jamás! Tengo horror a esas sangrientas convenciones sociales, restos de la barbarie, que deben desaparecer de nuestras costumbres.

-Sin embargo, la civilización las guarda siempre como recurso y custodia del honor.

¿Crees tú que no ofende al mío la extraña asiduidad de Enrique Ocampo? ¿Piensas que no me debe cuenta de ella como el más cercano de tus parientes jóvenes?

La expresión provocativa con que Cristian miró a Enrique al hablar así, revelaba la presencia de un sentimiento más profundo que el de un simple parentesco.

Ocampo respondió a esa mirada con una amarga sonrisa.

Feliza la vio y tuvo miedo de la aproximación de aquellos dos hombres de impetuoso carácter, de los cuales, conocía el amor del uno, y presentía el del otro.

-¡Paz! ¡paz! querido Cristian -murmuró poniendo su mano en la del joven-. Los hombres no gustan sino de los medios violentos que a nada conducen cuando no sea al escándalo. Yo prefiero la dulzura y la persuasión, que todo lo concilian.

-Y en tanto, ese hombre seguirá tus pasos; te atormentará con sus pretensiones, y se dirá que puede hacerlo impunemente; ¡pues aquel que tiene el deber de impedirlo es un cobarde! ¡Oh! de solo pensarlo la sangre hierve en mis venas.

-¡Paz! ¡paz! -repitió Feliza con un tanto de impaciencia-. Ruégote que prescindas de este enfadoso asunto. Muy mucho me atormenta, pero yo hago abstracción de él. Imítame, y no te ofendas si te pido que me dejes el cuidado de darle un término.

Y Feliza, velando de nuevo su rostro, quedose silenciosa y pensativa.

Cristian calló también, pero mordiéndose el labio de indignación.

Habría deseado castigar, él que nunca osó confesar su amor a Feliza, la audacia con que hacía alarde del suyo aquel rival desechado.

Llegaron a Chascomús, donde los viajeros, dejando el ferrocarril, tomaron el camino de la estancia, en un carruaje que las aguardaba.

-¡Heme aquí temporalmente libre de esa intolerable persecución! -pensaba Feliza, en tanto que atravesaba al rápido correr de los caballos las diez lenguas de floridos campos que median entre Chascomús y la Postrera, nombre de la estancia término de su viaje.

Y entregada a una alegría infantil, extasiábase ante la perspectiva de los días de reposo que las esperaban en las rientes orillas del Salado.

Para mayor contento suyo, los enfermos en cuyo auxilio iba, habíanse restablecido, y salieron a su encuentro con todos los colonos de la estancia, que gozosos de ver a su amada patrona, entregándose a los regocijos de prolongadas fiestas, en las que figuraban Feliza y sus compañeros, organizando carreras, cacerías y pescas.

Feliza se abandonaba a estos placeres sencillos con una alegría candorosa, cuya pureza no había podido empañar el contacto del mundo.

Artista consumada, trasladaba las melodías de su piano a la legendaria guitarra y extasiaba a sus agrestes oyentes con las sublimes creaciones de Verdi y de Bellini.

Una noche que mezclada a los grupos de campesinos, bailaba en un prado a la luz de la luna las danzas populares, en medio a una multitud de espectadores, Feliza encontró de repente, bajo el sombrero de un gaucho, la mirada tenaz de Enrique Ocampo.

¡Adiós, plácidas horas de solaz! ¡adiós, campestres goces! Todos desaparecieron para Feliza a la presencia de aquel incansable perseguidor.

Desalentada, y el espíritu abatido, dejó la danza y fue a sentarse al lado de Cristian.

No podía confiarle la inquietud que la apenaba; pero acogíase a su adhesión, nunca desmentida mirándola instintivamente como su único refugio.

Hostigada por ese interminable seguimiento que había llegado a inspirarla una suerte de terror, Feliza pensó en la fuga, recurso inmediato; y recordando que poseía una hermosa estancia en el confín sudoeste de la provincia, con treinta leguas de tierra para interponer entre ella y Enrique Ocampo:

-¡Vamos a Juancho! -dijo a los suyos.

Ellos, que tan contenta la vieran en las amenas márgenes del Salado, juzgaron un capricho aquella súbita resolución.

Al siguiente día, dos carruajes que para mayor celeridad llevaban una reserva de ochenta caballos, partieron camino de Juancho, llevando a Feliza y sus compañeros.


- III - Un encuentro

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Por lo demás, la comarca donde se dirigían tenía, también, paisajes deliciosos, sembrados de vergeles; limitados por lontananzas admirables donde los ojos y el pensamiento se perdían en las profundidades misteriosas de la Pampa.

Allí, bajo las frondas de aquel lejano retiro donde iba a sustraerse a las manifestaciones de un amor importuno, Feliza debía encontrar otro amor que cautivara su corazón, iluminando con la aurora de una dicha, hasta entonces desconocida para ella, los últimos días de su corta vida.

A fin de evitar el calor ardoroso de diciembre, los viajeros habíanse puesto en marcha al anochecer.

Una hermosa luna llena alumbraba su camino, derramando en la sombra misteriosos prestigios; la tierra exhalaba suaves aromas, dormitaban las auras y todo parecía anunciar una apacible velada.

Mas, al mediar de la noche, una de esas borrascas que el pampero arrastra desde las regiones australes estalló de repente, envolviendo la caravana en una tromba de granizo que en pocos instantes cegó los senderos convirtiendo los campos en un vasto piélago.

La oscuridad era profunda; y los relámpagos que la surcaban hacíanla más densa todavía.

Alarmado Cristian a causa de sus compañeras, dejó el carruaje y cabalgando con los guías, preguntoles si habría allí cerca algún sitio donde pudieran guarecerse del vendaval y los torrentes de lluvia que amenazaban anegarlos.

Uno de ellos indicó la proximidad de un caserío distante algunos minutos a la izquierda del camino.

Hacia allá se dirigieron.

Pero habían caminado media hora y nada se divisaba en el paisaje asolado por las ráfagas del pampero.

Feliza bajó un vidrio, asomose a la ventanilla, se orientó un momento, y exclamó «¡nos hemos extraviado!».

El guía protestó.

-¡La señora tiene razón! -replicó una voz; y la silueta de un jinete se destacó en el fondo oscuro de la noche.

-En efecto -continuó el nuevo interlocutor, acercándose al estribo del carruaje-. El caserío quedó a la derecha del camino: está ya lejos; pero ruego a la señora me permita conducirla con sus compañeros a un paraje cercano, donde estará mejor que en aquellas chozas miserables de ganaderos.

Poco después, los viajeros se hallaban en un elegante comedor sentados en torno a una mesa ricamente servida.

El caballero que los guiara allí, bello y apuesto joven, hacía con galante finura los honores de anfitrión, colmando señaladamente a Feliza de las más delicadas atenciones.

Algunas horas más tarde, en medio a los esplendores de una hermosa mañana los viajeros continuaban su camino.

Al partir, Feliza tendió la mano a su huésped.

-¡Ah! -díjola él- yo anhelo prolongar estos momentos de dicha, acompañando a usted hasta su casa. ¿Se dignará usted permitirlo?

-Yo iba a solicitarlo de usted para mostrarle el camino -respondió ella-. Pues que somos vecinos en este desierto, debemos estar siempre reunidos.

El joven, con un ademán apasionado, llevó a sus labios la mano de Feliza; y los ojos de ambos se encontraron en una mirada de precio infinito; en una mirada que dejó en el alma de la joven un mundo de deliciosos ensueños.

Poco después, Feliza, escoltada por sus dos caballeros, el uno revelando en su semblante la dicha, el otro una tristeza que en vano procuraba ocultar, llegaba a sa magnífica residencia de Juancho, y devolvía los honores de la hospitalidad a aquel que tan caro y fatal había de ser para ella.

Desde entonces, el tiempo se deslizó para Feliza delicioso y rápido. El amor de Samuel absorbía su alma. Todos sus pensamientos, todos sus anhelos referíanse a él.

Así, cuando en la noche, apoyada en su brazo se paseaba a la luz de las estrellas en las solitarias alamedas de Juancho, elevados hacia él sus ojos, aspirando sus palabras, su sonrisa, sus miradas, creía no haber vivido sino desde que Samuel la amaba.

Muchas veces también, dudando de la realidad de ventura tanta, llevaba la mano al corazón para asegurarse por sus palpitaciones que no era un sueño el edén beatífico en que se había convertido su vida... Cuando Feliza regresó a Buenos Aires, sus amigos encontráronla más bella, más armoniosa su voz, y en su frente algo como los destellos de una luz misteriosa.

Era la irradiación de la dicha.

Y ella también, hallolo todo hermoseado con los resplandores de su felicidad. Nunca la ciudad le pareció tan esplendida; ni el río tan majestuoso, ni tan solemne la inmensidad de la Pampa.

Las zozobras del pasado; Enrique Ocampo y su importuno amor, habíanse borrado de su mente, visitada ahora por halagüeñas visiones.

Pero he ahí, que la noche misma del regreso; después de una dulce velada entre parientes y amigos, al retirarse a su cuarto, Marieta le presentó una carta que habían traído del correo.

-He seguido paso a paso el amoroso idilio de Juancho -decíanle en ella-. Feliza, tú no contabas conmigo. Treinta leguas del espacio te parecieron bastante a separarnos. ¡Vana esperanza! ¿No sabes que la mitad de tu vida me pertenece? Tú no has querido que sea la luz: seré la sombra.

Yo estaba contigo durante la tempestad en las soledades de la Pampa; era uno de tus guías; y fui quien extravió la caravana. Quería arrebatarte en mis brazos y perderme contigo entre los torbellinos del huracán. ¡Morir estrechándote contra mi corazón! ¡qué delicia! ¡Ah! no me fue dada, entonces, esa dicha; pero ella llegará!

Feliza se estremeció; en su alma surgió el terror; y aquella noche, horribles pesadillas poblaron su sueño.

Mas, al siguiente día, Samuel llegó a Buenos Aires, y su presencia desterró de la mente de Feliza, todo linaje de terror.

Y sus días volvieron a deslizarse radiosos en una continuada fiesta.

Hoy una excursión a las encantadas islas del Paraná; mañana visitas en las deliciosas quintas de los pueblos del contorno; y cada día largas horas pasadas haciendo dulces programas, en la suntuosa morada que se edificaba para ella, en la populosa calle Florida, cuya conclusión era la época fijada para su enlace con Samuel.

Feliza esperaba impaciente ese día venturoso, que divisaba ya entre los nacarados celajes de un soñado porvenir.

Una ceremonia que debía ella presidir iba a llevar otra vez a Feliza a las orillas del Salado.

Habíase construido sobre este río y en tierras de su estancia, un puente de hierro en cuya bendición y estreno había ella de figurar como madrina.

Feliza quiso dar a este acto el carácter de una brillante fiesta.

-Será el prólogo de la nuestra -dijo a Samuel la noche anterior paseándose asida a su brazo en los jardines de la quinta.

Vestiré a mis colonos con los colores nacionales; les daré banquetes, carreras, saraos. Nosotros estaremos entre ellos; tomaremos parte en sus regocijos cuando regresemos a Buenos Aires, encontraremos nuestra bella morada pronta a recibirnos, y la dicha esperándonos a sus puertas.

-¡Jamás! -rugió con sordo acento una voz que llegó cual un eco lejano de amenaza al oído de Feliza.

Y un hombre que, pálido, y centellantes los ojos, contemplaba, oculto entre el ramaje a la enamorada pareja, fijó en ellos una mirada terrible; y murmurando una imprecación, se alejó, perdiéndose entre las sombras.

El siguiente día, víspera de su marcha a la fiesta del Salado, Feliza, gozoso el ánimo y la mente llena de rientes pensamientos, dejaba el lecho para entregarse a los preparativos de aquella solemnidad.

Queriendo darle todo esplendor, empleó fuertes sumas en manjares, licores y regalos, que expidió por un tren especial a los agentes encargados de organizar la fiesta.

Enseguida, fue a invitar personalmente a sus amigas, quienes, encantadas del convite recibiéronla con gritos de alegría.

Feliza rió, charló, pasó el día formando con ellas deliciosos proyectos para aquella romería de placer; y las dejó diciéndolas entre besos y sonrisas: «¡Hasta mañana!».


- IV - Mirajes de la última hora

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-¡Bella! ¡rica! ¡amada! -quedáronse diciendo las amigas de Feliza- ¡qué feliz existencia!

Ella escuchó esa frase; y mientras recostada en los cojines de su lujoso carruaje cruzaba las calles, a esa postrera hora del día, tan llena de pueblo, de un pueblo que la saludaba con afectuosa expresión: «¡Bella! ¡rica! ¡amada!», repetía.

Y pensando en esos esplendorosos dones: beldad, riqueza y amor, que Dios había derramado sobre ella:

-¡En verdad! -exclamó- ¡cuán dulce es así la vida!

Y su alma se elevó hacia esa fuente de eterna dicha, de eterna belleza, en un sentimiento de inmensa gratitud.

Al llegar a la bajada de Barracas, de regreso a la quinta, Feliza ordenó, de pronto, al cochero retroceder y conducirla a casa de sus padres.

Como se presentara a tiempo que estos iban a ponerse a la mesa:

-¡Qué feliz casualidad! -exclamó-. He desandado mi camino para venir a reclamar en esta mesa mi porción de otro tiempo, aquí, en mi antiguo sitio, al lado de estos dos queridos de mi alma.

Y reuniendo a sus padres en un abrazo, sentose entre ambos y comió alegre, espiritual y cariñosa, reclinándose ora en el hombro de uno; ora en el seno del otro; parodiando con la gracia y el mimo de una niña engreída el dichoso tiempo de la infancia.

Acabada la comida, abrazó a su madre, presentó la frente al beso de su padre, y citando a los dos para las seis de la mañana en la estación del ferrocarril del sur, separose de ellos y regresó a la quinta.

A corta distancia de esta, Feliza mandó desviar hacia la derecha y entrar por la puerta de los carruajes.

Sabía que los suyos, y con ellos Samuel, la esperaban reunidos en una glorieta, especie de pabellón de mármol blanco, situado a la entrada de la verja; y quería llegar sin ser vista, para dejar el severo vestido de calle, y presentarse con los frescos y primorosos atavíos que usaba en su casa.

Feliza entró en el vestíbulo sin que nadie se apercibiese de su presencia.

Contenta de sorprender a sus huéspedes, anunciándose a ellos con una marcha triunfal que había compuesto dedicada al estreno del puente, subía tarareándola, alegre y ligera, a sus habitaciones en el piso alto de la casa.

Marieta, que estaba aguardándola en el tocador, le salió al encuentro.

-¡Qué alegría trae la señora en la voz y en el semblante! -exclamó la joven mucama, con la dulce familiaridad que Feliza permitía a sus criadas.

-¡Ah! -repuso ella con una mirada inefable- ¡estoy tan cerca del cielo!

Pero dime, hija mía, ¿se encuentra todo listo para mañana?

-Acabo de cerrar la maleta que contiene el equipaje de la señora. En cuanto a la señorita Antonia, ella quiso arreglar el suyo.

-¿Quiénes están con ella en la glorieta del parque?

-No otros todavía, que los señores Demaría y Saenzvaliente.

-¡Samuel! -murmuró Feliza. Y en voz alta- ¡Ah! date prisa, querida mía. Nunca tardaste tanto para vestirme. Prende este lazo, y hemos concluido.

-También llegó hace poco la señorita Casares, que dijo la era necesario hablar con la señora.

-¡Albina! De seguro es algo que me interesa. ¡Si te fuera posible llamarla aparte y anunciarle mi regreso!

-Nada tan fácil. Acabo de verla sola y pensativa apoyada en la verja, mientras que en la glorieta ríen y hablan.

-Ve a decirle que estoy esperándola en mi cuarto.

Abre, después, el salón; quema los pebeteros, arregla el piano y prepara el refresco de la noche.

Feliza se quedó de pie delante del tocador, sonriendo a la imagen encantadora que le mostraba el espejo.

Marieta bajó murmurando con gozoso fervor:

-¡Está alegre y es feliz! ¡Bendito seas, Dios mío! ¡Ah! si mi culpable condescendencia con la obstinación de aquel desventurado hubiera de costar una lágrima a este ángel de bondad, moriría de dolor y remordimiento.

La señorita Casares corrió a buscar a Feliza, y ambas se abrazaron. Eran amigas desde la infancia y se amaban con ternura.

-¡Preciosa mía!

-¡Mi bella!

-¿Sabes que preparo a esos señores una sorpresa musical?

-Yo te traigo otra a ti.

¿Cuál?

-Enrique Ocampo está loco.

-Hace tiempo que lo sé, a costa de mi tranquilidad. ¿Qué es, sino una insigne locura esa tenaz insistencia en seguirme por todas partes, hasta en mi lejana excursión a Juancho? Si en este momento me asomara a ese balcón, segura estoy de encontrarlo ahí al otro lado de la verja, con los ojos fijos en mí.

-Pues no vas lejos de la verdad. Hace media hora, al venir aquí, dejé el tramway para ir a ver en una casucha cerca de la quinta de Nóbrega a una pobre mujer enferma que me pidió un socorro.

Despedíame de ella, e iba a abrir la puerta de viejas duelas que cierra el seto de rosales de su huertecito, cuando un coche vino a detenerse delante, y de él bajó un hombre.

Era Enrique Ocampo.

Di un paso atrás, y me puse a observarlo por las rendijas de la puerta.

Estaba pálido, y en su aspecto había algo de sombrío y siniestro.

-Juan -dijo al cochero- no me esperes; vuelve a casa y di que voy a partir para un largo viaje. Añade que no marcharé solo, porque la señora de Álzaga habrá de acompañarme.

Al oírle decir este desatino, mirelo otra vez y vi en sus ojos el vago fulgor de la locura.

El coche partió, y él se alejó también con el paso largo y firme del que ha tomado una resolución decisiva.

Pero cuando hube salido del jardín, busquelo en vano por toda la extensión: había desaparecido.

-Por dicha -repuso Feliza- ha llegado ya el tiempo de que esa locura acabe. Antes de un mes habreme unido a Samuel, y realizado mi proyecto de viajar por Europa y Asia.

En ese momento, Marieta, pálida y turbada, presentose anunciando a Enrique Ocampo.

-¡Oh! -exclamó Feliza con visible impaciencia- tú, hija mía, has recibido mi orden expresa de despedirlo. ¿Lo has olvidado?

-La he cumplido; mas el señor Ocampo pretende hablar con la señora, y jura que no saldrá del salón sin haber sido recibido por ella.

-Forzoso será, en efecto, que yo reciba a ese insensato; y forzoso también hablarle con la energía que rehusé hasta hoy por conmiseración a su demencia.

La señorita Casares, profundamente inquieta, detuvo a su amiga.

-Deja que yo vaya a su encuentro, querida Feliza -la dijo-. En los ojos de ese hombre había relámpagos de amenaza, que tiemblo verte desafiar. Permite que yo hable y haga entrar en razón a ese obstinado.

Y sonrió para ocultar el terror que, cual un presentimiento, surgía en su alma, al recuerdo de las extrañas palabras de Ocampo.

-Ve, querida mía -dijo Feliza- y, pues lo desea, ahórrame el disgusto de una penosa explicación.

La señorita Casares dejó a su amiga y bajó al salón donde Ocampo aguardaba.

El día iba a acabar, y las tinieblas comenzaban a invadir el cuarto.

Feliza se acercó de nuevo al espejo; pero entonces, en vez del bello rostro que poco antes la sonreía, vio, solo, dos grandes ojos rodeados de sombra que fijaban en ella una lúgubre mirada.

Poseída de miedo, dio un grito que atrajo a Marieta desde la habitación inmediata.

En ese momento llegaba también la señorita Casares.

-Veo -dijo esta- que te es preciso expresar personalmente a ese hombre una resolución definitiva.

-Tú sabes que mil veces la ha escuchado de mis labios.

-Él pretende que no.

-¿En verdad? Pues ahora va a oírla por la vez postrera.

Y Feliza se dirigió a la puerta.

La señorita Casares corrió hacia ella.

-Permíteme acompañarte -la dijo, con acento de profunda inquietud.

Feliza tomó el brazo de su amiga, y ambas bajaron la escalera cuyo último peldaño se asienta en un pasillo donde se hallan las puertas laterales del salón y del comedor.

Feliza oyó en este las voces de sus huéspedes, que dejando la glorieta del parque, habían venido allí a esperarla; e hizo seña a la señorita Casares de cerrar aquella puerta.

Quería impedir que Cristian, y sobre todo Samuel, intervinieran en la cuestión que iba a debatir ella sola.

Al entrar en el salón, Feliza vio a Ocampo alzarse mudo y sombrío ante ella.

Como la señorita Casares lo notara poco antes, había en su mirada un resplandor lúgubre que la dio miedo.

Pero sobreponiéndose luego a esa impresión; y llamando a su frente la serenidad de una conciencia pura, saludó a Ocampo con su habitual cortesía, señalole una silla, y sentándose en un diván al lado de su amiga:

-Sé -dijo volviendo hacia el huésped su bello rostro revestido de severa gravedad.

Sé que ha entrado usted en esta casa jurando no dejarla si antes no lograba acercarse a mí y hablarme.

Ocampo fijó en ella su sombría mirada.

-Es verdad -respondió-; y su voz, en estas dos palabras vibró extraña casi lúgubre.

-No alcanzo a adivinar -prosiguió Feliza- lo que usted quiere decirme, ni deseo saberlo; pero entrar por asalto y hacerse fuerte en ella, es por demás impertinente.

-¡Ah! ¡no adivina qué vengó a decirla, aquella que ha hollado mi corazón bajo su pie! Helo aquí, Feliza: helo aquí, breve, pero decisivo inexorable.

Usted ha concedido su mano a Samuel Saenzvaliente. El día señalado para esa unión estaba cerca. ¿No es cierto que mañana, en esa fiesta que iba a presidir, pensaba usted anunciar su próximo enlace?

-¿Por qué he de negarlo? En efecto, así habrá de ser.

-¡No! ¡no será!

Feliza sonrió con desdén.

-Ignoro -dijo- que podrá oponerse a mi voluntad.

-¡La mía!

-¡Insensato! ¿Con qué derecho?

-¡Con el de mi amor!

Y riendo con una risa siniestra que heló de espanto a las dos jóvenes:

-¡Ah! -exclamó- ¿creías tú, tú la que ha destruido mi felicidad, darla impunemente a otro, y pasear sobre mi humillación su insolente triunfo? ¡Ah! ¡ah! ¡ah! que venga a disputarte ahora, ese rival preferido... ¡Feliza, tú eres mía! mía para siempre; porque el abrazo que va a unirnos será eterno...

Oyose un grito seguido de una detonación que atrajo a Cristian y a sus compañeros, hacia la puerta que abría sobre el vestíbulo.

Aquella puerta estaba cerrada.

Cuando el joven Demaría, arrojándose contra ella la derribó y penetró en el salón, vio a Feliza tendida en tierra, bañada de sangre; a la señorita Casares desmayada, y a Ocampo de pie al lado de su víctima, en el momento que volviendo contra sí mismo el arma homicida, se enviaba la segunda bala de su revólver.

Cristian desesperado, casi loco, a impulsos de dolorosa rabia, asió del matador, buscando en él un resto de vida para vengar a Feliza; pero solo encontró un cadáver, que soltara, arrojando sobre él maldiciones.

Saenzvaliente, entretanto levantaba en sus brazos a Feliza moribunda; y ayudado de Cristian poníala en la cama donde la rodearon los suyos.

-¡Samuel! -murmuró la joven con voz exánime- no te apartes de mí. ¡Los momentos que me restan son breves! Deja que mirándote se cierren mis ojos... Dame tu mano. ¡Así, así quiero entrar en la eternidad!...

Y buscaba aquella mano con la suya helada ya y casi yerta.

Pero Samuel no estaba allí alejáralo esa preocupación impía que aparta del moribundo a los seres de su amor.

Los médicos, que llegaron en ese momento; encontraron a Feliza en la última extremidad, y declararon inútil la extracción del proyectil que, atravesando la espalda, había penetrado en su pecho.

Feliza abrió los ojos una vez todavía; y mirando en torno con angustia:

-¡Samuel! -exclamó- ¿dónde estás? no te veo, por qué te oculta a mis ojos esta nube negra que se extiende... se extiende y me envuelve en su sombra... ¡Samuel! ¡Samuel!...

Una ola de sangre le cortó la voz.

Pocos instantes después la bella Feliza moría pronunciando con el último aliento el nombre de Samuel.

Aquella noche, cuando los médicos dieron el lúgubre fallo, Marieta, pálida y silenciosa, vino a prosternarse a los pies de la moribunda, besolos con doloroso fervor, y levantándose, salió cuarto y de la quinta.

Horas después, las aguas del Plata arrojaban su cadáver en la ribera.

Al siguiente día Enrique y Feliza, el matador y la víctima dormían juntos el sueño eterno bajo la misma tierra, ese lecho nupcial que el desventurado Ocampo diera a su fatal amor.

Así bajó a la tumba tan inocente y digna creatura. El oro, la belleza, los halagos del mundo que tributaba culto a su piedad y homenajes a su hermosura, fueron débil valla opuesta a los designios de la Providencia.

Bella, rica y amada, necesitaba caer pura, envuelta en los cendales luminosos de su castidad coronando su vida por el martirio, para decir después de su muerte: ¡fue también santa!

La morada de Feliza, antes tan alegre y visitada, quedó desierta y silenciosa. Los huéspedes que la frecuentaban, y pasaran en ella tan dulces horas, abandonáronla huyendo de los recuerdos que despertaba.

La yerba crece en los senderos de su parque, donde no se escucha otro rumor sino el arrullo de las tórtolas y el gemido del viento entre el ramaje de los cipreses.

¡Ay de los muertos! Los vivos alejan con temerosa repugnancia cuanto de ellos queda; y cuando han echado sobre su cuerpo la tierra del sepulcro, apresúranse a echar sobre su memoria la tierra del olvido.