Fausto appetente die

In praeclara summorum
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​Fausto appetente die​ (1921) de Benedicto XV
Traducción de Wikisource de la versión oficial latina
publicada en Acta Apostolicae Sedis vol. XIII, pp. 329-335.
Ubi arcano Dei consilio
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ENCÍCLICA
A LOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS, Y OTROS ORDINARIOS EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA, EN OCASIÓN DEL VII CENTENARIO DE LA MUERTE DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN


BENEDICTO XV
VENERABLES HERMANOS, SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

Estamos anhelantes ante el día feliz en el que, hace setecientos años, Domingo, una gran estrella de santidad, pasó de las miserias terrenales a los asientos de los bienaventurados, Nosotros, que desde hace tiempo hemos estado entre sus más fervientes devotos, especialmente desde que comenzamos a regir Iglesia de Bolonia, que guarda sus cenizas con una muy religiosa piedad. Para Nosotros, decimos, supone una gran alegría poder exhortar al pueblo cristiano desde esta Cátedra Apostólica a celebrar el recuerdo de un Santo tan ilustre. Al hacerlo, no solo tenemos la intención de satisfacer nuestra devoción, sino que también creemos que estamos cumpliendo un gran deber de gratitud hacia ese santo legislador y la ilustre Orden que él fundó.

De hecho, así como él era completamente hombre de Dios y verdaderamente Dominicus[a], también lo era toda la santa Iglesia, que tiene en él un invencible defensor de la fe. La Orden de Predicadores que estableció fue siempre un baluarte válido en defensa de la Iglesia romana. Por tanto, no solo se puede decir que Dominigo fue un restaurador del templo en sus días[1], sino que también facilitó su defensa a perpetuidad, cumpliendo las palabras proféticas que Honorio III escribió al confirmar la Orden naciente: «... Los frailes de su Orden serán los atletas de la fe y verdaderas luminarias del mundo».

Ciertamente, como todos sabéis, para propagar el reino de Dios, Jesucristo no usó ningún otro medio que no fuese predicar el Evangelio, es decir, la voz viva de sus heraldos que tenían la tarea de difundir la doctrina celestial en todas partes. Él dijo: Enseña a todas las personas[2]. Predica el Evangelio a toda criatura[3]. Por lo tanto, a través de la predicación de los Apóstoles y especialmente de San Pablo, que posteriormente fue seguida por la enseñanza de los Padres y Doctores, fue posible iluminar las mentes de los hombres con la luz de la verdad e inflamar los corazones del amor a todas las virtudes. Al hacer pleno uso de este sistema para la santificación de las almas, Domingo se propuso a sí mismo y a sus discípulos compartir el fruto de las meditaciones con los demás; por lo tanto, además de la pobreza, la pureza de la moral y la obediencia religiosa, impuso a los miembros de su Orden el deber sagrado y solemne de atender el incansable estudio de la doctrina y la predicación de la verdad.

En realidad, hay tres características de la predicación dominicana: una gran solidez de doctrina, fidelidad absoluta a la Sede Apostólica y una devoción singular a la Virgen Madre.

De hecho, aunque Domingo se sintió llamado a predicar desde sus tiernos años, no emprendió esta misión hasta después de haber enriquecido su intelecto en la Universidad de Palencia en las ciencias filosóficas y teológicas y, bajo la guía de los santos Padres, después de haber bebido ampliamente de las fuentes de la Sagrada Escritura y especialmente de Pablo. Pronto se vio cuán profunda era su doctrina cuando comenzó sus disputas contra los herejes: aunque recurrieron a todos los medios y las sutilezas doctrinales más atrevidas para combatir los dogmas de la Fe, sin embargo, fue maravilloso ver cómo los corrigio y los refutó. Esto ocurrió sobre todo en Toulouse, la ciudad considerada el centro y capital de la herejía, donde se habían reunido los adversarios más eruditos. El testimonio de los historiadores concuerda en que él, junto con sus principales compañeros, poderoso en obras y palabras, enfrentó la insolencia de la herejía; y no solo redujo su fuerza, sino que con su elocuencia y caridad de tal modo redujo su ánimo que devolvió a miles de herejes al seno de la Madre Iglesia. Dios mismo acudió en su ayuda visiblemente mientras luchaba por la fe; como cuando, habiendo asumido el desafío lanzado por los herejes para arrojar el libro de cada uno al fuego, solo el suyo no fue tocado por las llamas, quedando todos los demás incinerados. Así, gracias a Domingo, Europa fue liberada del peligro de la herejía albigense.

Quería, además, que sus mismos hijos estuvieran adronados con el mérito esta sólida doctrina . De hecho, tan pronto como se obtuvo de la Sede Apostólica la aprobación de su Orden y la confirmación de la noble denominación de Predicadores, fundó sus conventos lo más cerca posible de las universidades más famosas, para que sus estudiantes pudieran dedicarse más fácilmente a todo tipo de estudios, y más estudiosos se unieron a esta nueva familia. De esta manera, la Orden Dominicana estuvo marcada desde el principio por su insigne doctrina, y siempre fue su principal tarea y labor sanar los males dle error y difundir la luz de la fe cristiana, ya que nada supone mayor obstáculo para el salvación eterna que la ignorancia de la verdad y perversión de opiniones. Por lo tanto, no es sorprendente que la miradas y el ánimo de todos se volviese a esta nueva forma de apostolado, que, aunque firmemente basado en el Evangelio y en las doctrinas de los Padres, fue especialmente apreciado por la abundancia del conocimiento en todo género. Ciertamente parece que la misma sabiduría de Dios hablaba a través de la palabra de los frailes dominicos, cuando entre ellos sobresalían grandes predicadores y defensores de la sabiduría cristiana: Jacinto de Polonia, Pedro Martir, Vicente Ferrer y prestigiosos hombres por su ingenio y doctrina como Alberto Magno, Raimundo de Peñafort y Tomás de Aquino, ese gran hijo de Domingo, por quien verdaderamente Dios iluminó su Iglesia. Por lo que esta Orden siempre fue tenida en alta estima por su enseñanza de la verdad, y logró un gran honor cuando la Iglesia hizo suya la doctrina de Tomas, saludando a este Doctor con las más distinguidas alabanzas de los Pontífices, y lo dio las escuelas católicas como maestro y patrón.

Junto con el mayor cuidado en la protección y la defensa de la Fe, Domingo tenía un profundo respeto por la Sede Apostólica. Así, después de haberse arrodillado ante Inocencio III para consagrar todas sus energías a la defensa del pontificado romano, en la noche siguiente, Nuestro mismto antecesor vio en un sueño a Domingo sostener vigorosamente con sus hombros la mole vacilante de la Basílica del Letrán. —También está confirmado por la historia que, mientras Domingo asistía a la formación de sus primeros alumnos de su orden, pensó en reunir laicos piadosos y devotos a su alrededor para crear una milicia sagrada que trabajase para defender los derechos de la Iglesia y, al mismo tiempo, oponerse con fuerza a la herejía. De aquí surgió la Tercera Orden Dominicana, que, al difundir la práctica de la perfección cristiana entre los seglares, llegó a brindar un apoyo y una valiosa ayuda a la madre Iglesia.

Transmitido por el Fundador, transmitió a sus hijos como una gran herencia su únion a esta Cátedra. Por lo tanto, cada vez que las mentes de los hombres quedaron trastornadas por los errores o la Iglesia se vio perturbada por agitaciones populares o por la arrogancia de los príncipes, esta Sede Apostólica encontró en los dominicos quienes tomasen la defensa de la verdad y de la justicia ayudándole a preservar el prestigio de su autoridad. Pues, a este respecto, quién ignora cuán admirablemente se condujo aquella discípula de Domingo, Catalina de Siena, quien, animada por la caridad de Jesucristo, superando dificultades increíbles, obtuvo lo que nadie había logrado: es decir, persuadir al Sumo Pontífice que regrese, después de 70 años, a su sede en Roma; y, cómo trabajó más tarde, mientras la Iglesia occidental estaba desgarrada por un cisma fatal, para mantener en la fe a un gran número de cristianos, obedientes al legítimo Pontífice.

Finalmente, mientras omitimos otros hechos, no se puede ignorar que cuatro renombrados Romanos Pontífices salieron de la familia dominicana, el último de ellos, San Pío V, prestó servicios inmortales al cristianismo y la sociedad civil uniendo, tras persistentes exhortaciones, en un pacto a las fuerzas militares de los príncipes católicos que derrotaron para siempre, en las islas Equinadas[b], a las fuerzas de los turcos con la protección y la ayuda de la Virgen Madre de Dios, a quien, después de ese suceso, ordenó que se invocara como Auxilio de los cristianos.

En este hecho destaca el tercer elemento que, como dijimos, caracteriza la predicación de los dominicos: la devoción muy particular a la gran Madre de Dios. En este sentido, se dice que el Papa conoció por visión divina la victoria de Lepanto al mismo tiempo que tenía lugar, y mientras en todo el mundo católico las piadosas cofradías invocaron a María con la oración del Santísimo Rosario, que el Fundador de los Predicadores había instituido y que luego difundió por todo el mundo a través de sus discípulos. De hecho, amando a la Santísima Virgen con afecto filial y confiando máximamente en su patrocinio, Domingo se propuso apoyar la causa de la Fe. Por tanto, en la lucha contra los herejes albigenses, quienes, entre otras verdades de la Fe, negaron con grandes ultrajes la maternidad divina y la virginidad de María; él, al defender enérgicamente estos dogmas, a menudo invocó la ayuda de la misma Virgen María con estas palabras: «Considérame digno de poder alabarte, oh Santísima Virgen; dame fuerza contra tus enemigos». Con cuánta benevolencia cuidó la Reina del Cielo a su piadosísimo siervo, se entiende fácilmente por el hecho de que Ella usó de su ministerio para enseñar a la Iglesia, la Esposa de su Hijo, su santo Rosario; s saber, aquella oración que se hace al mismo tiempo mental y vocalmente -contemplando los principales misterios de la religión mientras se repiten quince Padrenuestros y otras tantas decenas de Avemarias- muy adecuada para excitar y mantener en el pueblo la caridad y todas las virtudes. Así que, con razón, Domingo aconsejó a sus discípulos que, al predicar la palabra de Dios, inculcasen a menudo y cuidadosamente en el ánimo de los oyentes esta forma de oración, cuya utilidad tenía bien experimentada. Sabía, de hecho, que María, por un lado, tenía tanto poder sobre su divino Hijo que no le da las gracias a la humanidad sino es a través de su mediación y decisión, y por otro lado, es ella es tan benigna y clemente por naturaleza que, siendo además solicita para socorrer a los necesitados, en ningún modo puede rehusar su ayuda a quienes la solicitan. Por eso, ella, a quien la Iglesia acostumbra saludar como madre de la gracia y madre de la misericordia, siempre ha demostrado serlo, especialmente cuando se emplea el Rosario. En consecuencia, los romanos pontífices no dejaron pasar ninguna ocasión para alabar el rosario mariano con los mayores elogios y de enriquecerlo con los tesoros de la indulgencia apostólica.

En verdad la Orden Dominicana -como vosotros mismos entendéis, Venerables Hermanos- no es ahora menos apropiada de lo que era en el momento de su Fundador.— ¿Cuántos, incluso hoy, son aquellos que por falta del pan de vida, que es la doctrina celestial, perecen por inanición? ¡Cuántos, en medio de tantos errores, engañados por una apariencia de verdad, se apartan de la Fe! ¿Y cómo podrían los sacerdotes, con el ministerio de la palabra divina, proveer según sea apropiado para todas estas necesidades, si no estuvieran llenos de celo por la salud de las almas y bien preparados en las ciencias divinas? ¡Sin decir que hay muchos desagradecidos y olvidadizos entre los hijos de la Iglesia, que por ignorancia o mala voluntad, oponiéndose al Vicario de Jesucristo, deben ser conducidos al abrazo común del Padre! Por lo tanto, para sanar estos y otros males de todo tipo de este siglo, ¡necesitamos la protección materna de María!

De este modo, los dominicos han abierto un campo de acción inmenso para ellos, en el que pueden trabajar de un modo muy útil para el bien común. En consecuencia, instamos a los que pertenecen a esta Orden a renovarse en la celebración de este centenario según el modelo de su santo Fundador, y a ser cada vez más dignos de su gran padre. Ciertamente, aquellos que pertenecen a la primera Orden darán a los demás un ejemplo en este sentido, aplicándose con un celo cada vez mayor a la predicación de la Palabra de Dios de modo que aumente en los hombres el conocimiento de la verdad, con la devoción al sucesor de San Pedro y la piedad a la Virgen Madre. Pero la Iglesia espera también mucho de los terciarios dominicanos si, al conformarse cada vez más al espíritu de su Patriarca, tratasen de educar a los hijos del pueblo en la doctrina cristiana. Deseamos y esperamos que muchos de ellos se dediquen asiduamente a este apostolado: de hecho, es algo de suma importancia para la salvación de las almas. Finalmente, queremos que todos los seguidores del Padre Domingo cuiden especialmente que en todos lugares el pueblo cristiano se acostumbre al Rosario Mariano; por lo que nosotros mismos, siguiendo el ejemplo de nuestros predecesores, y especialmente de Leon XIII de feliz memoria, siguiendo su senda, animados por esta ocasión, lo recomendamos especialmente en estos tiempos calamitosos: si felizmente sucede esto, consideraremos la celebración de este centenario muy fructífera.

Mientras tanto, con la esperanza de las gracias divinas y como testimonio de nuestra benevolencia, Venerables Hermanos, con mucho afecto en el Señor, les impartimos la Bendición Apostólica a ustedes, a su clero y al pueblo.

Dado en Roma, en San Pedro, el 29 de junio de 1921, fiesta de los príncipes de los apóstoles, en el séptimo año de nuestro pontificado.

BENEDICTO XV

Notas de la traducción editar

  1. El papa se apoya en el significa en latín de Domingo: Dominicus, es decir, "del Señor"
  2. Las islas Equinadas son un grupo de las islas jonicas, cercanas a la costa de Grecia algo al norte de la entrada al golfo de Corinto; próximas por tanto al lugar donde se desarrolló la batalla naval conocida como de Lepanto, por ser en el puerto de esa ciudad donde se encontraba laflota turca que participó en la batalla.

Referencias editar

  1. Eccli. L, 1.
  2. Matth. XXVIII, 19
  3. Marc. XVI, 15.