Fantasías de amor
(Al señor bachiller Pereira Gamba)
I
¿No conoces a Delia?
¿No has visto, por ventura,
al contemplar su angélica hermosura,
esa luz fulgurante
que tranquila se irradia en su semblante,
como el resplandor vago
que la callada luna
vierte en las aguas del sereno lago?
¿Ni la has visto en celeste arrobamiento
toda llena de hechizos,
cuando deja flotar en áureos rizos
su rica trenza desatada al viento?
¿Y no has mirado nunca
el destello amoroso de sus lánguidos ojos,
ni apetecido, ansioso,
el dulce néctar de sus labios rojos?
Es bella como el cielo,
y aunque de bronce y hielo
el corazón tuvieras,
a sus plantas postrándote sensible,
como yo, tú la amaras si la vieras,
porque verla y no amarla es imposible.
Si ferviente la miro, en el instante,
cual blanca rosa que carmina el alba,
se ilumina su angélico semblante;
y si su mano estrecho,
sus ojos baña celestial ternura,
y oscila con presura
en honda conmoción su ebúrneo pecho.
Y si tímida me habla,
su perfumado aliento
a mi alma trae virginal aroma,
y su sentido acento
es el blanco arrullar de una paloma.
Si con airosa planta
y descubierto el seno
risueña va cruzando
el verde prado y el vergel ameno,
al bosque mismo su beldad encanta,
y acallan sorprendidas
las fuentes su murmullo;
y, depuesto su orgullo,
y pálida del celo que la abrasa,
la flor se humilla cuando Delia pasa,
y al sentir en su linfa retratados
sus claros ojos, su nevada frente,
estáticos la miran
y paran los arroyos su corriente.
II
Y yo besé una noche
su mano temblorosa;
y cediendo a mi súplica ardorosa,
como encendido broche
de pétalo fragante,
abriéndome un paraíso de ventura,
me ofreció ¡oh Dios! su labio palpitante;
y velando su faz arrebatada,
suelto cual áurea nube
en ondas perfumadas su cabello,
como inocente tórtola que muere
entreabriendo su ala estremecida,
sobre mi pecho, toda conmovida,
dobló su blanco cuello
en lánguido desmayo,
y en sus hombros de nieve
quebró la luna su indeciso rayo.
III
¡Ay! desde entonces llevo yo
la sombra de esa mujer en mi alma;
triste mi labio férvido la nombra,
y por ella suspiro
en medio del silencio y de la calma
de la estrellada noche;
y aún siento enamorado
que hierve en mis entrañas,
turbando donde quiera mi sosiego,
como una ola de fuego
que ni el tiempo sofoca
la ardiente llama que aspiré en su boca.
Y ahora, sin gozar de sus caricias,
con su imagen deliro,
y si al paso la encuentro,
conmovido en su centro,
tiembla mi corazón cuando la miro,
y pálida a mi vista,
también ella convulsa se estremece;
y al verla me parece
que aún derraman su luz inspiradora
en su torneado cuello de alabastro
los rayos indecisos de aquel astro
que alumbró aquella noche encantadora!
IV
Desde sus lindos ojos,
trémulo se desprende,
más puro que la lumbre matutina,
el rayo que mi espíritu ilumina
y en dulcísimo amor mi pecho enciende.
Y de noche, de día, a cualquiera
hora la miro alucinado;
y a la luz del ocaso y de la aurora
los cielos atraviesa,
cual la amo delirante:
angelical, etérea,
lánguida, melancólica, radiante.
V
¡Y me ha de olvidar ella!,
que pronto la mujer voluble olvida
sus más hondas y vivas afecciones,
y muertas sus pasadas ilusiones,
rompe infiel de su amor los tiernos lazos
y deja por otro hombre
al que ayer estrechaba entre sus brazos.
¡Ay! y mi oscuro nombre
que es el triste compendio de la historia
de un amor que entre lágrimas crecía,
ni aun cruzará, tal vez, por su memoria.
Mas ¡no importa! Yo siempre sabré amarla,
porque el puro cariño
con que la idolatraba desde niño
y que ella fecundar supo amorosa
al triste resplandor de sus miradas,
siendo mi propia esencia,
es el foco vital de mi existencia;
y si el soplo glacial del cano tiempo
apaga su carrera,
trocando en fría calma,
los torpes incentivos
de la materia inerte;
triunfan de los años y la muerte
las pasiones que brotan en el alma.
VI
Ella es mi único bien, porque la quiero,
porque la amo y la adoro con locura;
y late y está dentro de mí mismo,
como está en el abismo
del Cotopaxi ardiente
el fuego que lo abrasa eternamente;
y como está la luz en la mirada,
y en la pupila el llanto
que muda agolpa una alma desolada.
¡Ay! ¡y la quiero tanto!
¡Sí! que el tenaz recuerdo
de sus primeras y últimas sonrisas,
perturbará en mi huesa solitaria
la funérea quietud de mis cenizas.
VII
Y cuando ¡ay! a mi término me acerque
y antes que yerto a mi sepulcro baje,
recuerde lo pasado en mi agonía;
y en óptica sombría
se lancen por el fúnebre celaje
de mi nublada mente oscurecida,
cual pálidos fantasmas,
los más caros ensueños de mi vida,
su imagen ilusoria,
entre dorada lumbre confundida,
radiante cruzará por mi memoria.
¡Y tan bella y sensible,
tan pura y amorosa,
como estaba en mis brazos esa noche
de misterios profundos
y de vagos y tiernos resplandores,
será Delia a mis ojos moribundos
la virgen de mis últimos amores!