Fania
En las colinas boscosas que suben a la Sierra desde la granja de Chorros Blancos,
las pavas montaraces anuncian el alba, y aletea y canta esperándola impaciente
el gallo sultán. Lindos luceros resplandecen todavía en el cielo turquí de la
noche; alcanzan apenas sus fulgores a encarecer las sombras que envuelven los
bosques y llanuras del valle, y en lo cercano brillan y revuelan, como polvo de
astros, luciérnagas innúmeras.
Muy lejos, por el sur en las montañas de Gelima, se ve el lívido relampagueo
de una tormenta que se apaga, y al occidente, sobre las cumbres crestadas de
los Farallones, va desvaneciéndose la claridad rojiza que dejó como un nimbo
la luna menguante.
Abajo, en la extensión de las pampas y oscuros manchones de las selvas,
todo en silencio aún: solo en las cercanías de la granja se oye el distante mugido
de algún toro que ronda el dormitorio de su vacada, rumores y sordo retumbo
de las cascadas del río, que ciñe retozando los oteros de la dehesa, y susurros
de la brisa montés al triscar en las eras y los naranjos, esparciendo fragancias
de hortalizas y azahares que humedeció el relente.