Facundo (1874)/Capítulo XII


Capítulo XII

Guerra social

Les habitants de Tucuman finissent leurs journées par des réunions champêtres, où à l'ombre de beaux arbres ils improvisent, au son d'une guitare rustique, des chants alternatifs dans le genre de ceux que Virgile et Théocrite ont embellis. Tout jusqu'aux prénoms grecs rappelle au voyageur étonné l'antique Arcadie.
Malte-Brun


Ciudadela

La expedición salió, y los sanjuaninos federales y mujeres y madres de unitarios respiraron al fin, como si despertaran de una horrible pesadilla. Facundo desplegó en esta campaña un espíritu de orden y una rapidez en sus marchas, que mostraban cuánto lo habían aleccionado los pasados desastres. En veinticuatro días atravesó con su ejército cerca de trescientas leguas de territorio, de manera que estuvo a punto de sorprender a pie algunos escuadrones del ejército enemigo, que con la noticia inesperada de su próximo arribo lo vio presentarse en la Ciudadela, antiguo campamento de los ejércitos de la patria bajo las órdenes de Belgrano. Sería inconcebible el cómo se dejó vencer un ejército como el que mandaba Madrid en Tucumán, con jefes tan valientes y soldados tan aguerridos, si causas morales y preocupaciones antiestratégicas no viniesen a dar la solución de tan extraño enigma.

El general Madrid, jefe del ejército, tenía entre sus súbditos al general López, especie de caudillo de Tucumán que le era desafecto personalmente; y a más de que una retirada desmoraliza las tropas, el General Madrid no era el más adecuado para dominar el espíritu de los jefes subalternos. El ejército se presentaba a la batalla medio federalizado, medio montonerizado; mientras que el de Facundo traía esa unidad que dan el terror y la obediencia a un caudillo que no es causa sino persona, y que por tanto deja el libre albedrío y ahoga toda individualidad. Rosas ha triunfado de sus enemigos por esta unidad de hierro, que hace de todos sus satélites instrumentos pasivos, ejecutores ciegos de su suprema voluntad. La víspera de la batalla, el teniente coronel Balmaceda pide al general en jefe que se le permita dar la primera carga. Si así se hubiese efectuado, ya que era de regla principiar las batallas por cargas de caballería, y ya que un subalterno se toma la libertad de pedirlo, la batalla se hubiera ganado; porque el 2 de coraceros no halló jamás ni en el Brasil ni en la República Argentina quien resistiese a su empuje. Accedió el General a la demanda del comandante del 2; pero un Coronel halló que le quitaban el mejor cuerpo; el General López, que se comprometían al principio, las tropas de élite que debían formar la reserva según todas las reglas, y el General en jefe, no teniendo suficiente autoridad para acallar estos clamores, mandó a la reserva al escuadrón invencible y al insigne cargador que lo mandaba.

Facundo despliega su batalla a distancia tal, que lo pone al abrigo de la infantería que manda Barcala, y que debilita el efecto de ocho piezas de artillería que dirige el inteligente Arengreen. ¿Había previsto Facundo lo que sus enemigos iban a hacer? Una guerrilla ha precedido, en la que la partida de Quiroga arrolla la división tucumana: Facundo llama al jefe victorioso: "¿Por qué se ha vuelto usted?" "Porque he arrollado al enemigo hasta la ceja del monte". "¿Por qué no penetró en el monte acuchillando?" "Porque había fuerzas superiores." "¡A ver, cuatro tiradores!..." Y el jefe es ejecutado. Oíase, de un extremo a otro de la línea de Quiroga el tintín de las espuelas y de los fusiles de los soldados que temblaban no de miedo del enemigo, sino del terrible jefe que a su retaguardia andaba recorriendo la línea, y blandiendo su lanza cabo de ébano. Esperan como un alivio un desahogo del terror que los oprime, que se les mande echarse sobre el enemigo: lo harán pedazos, romperán la línea de bayonetas a trueque de poner algo de por medio entre ellos y la imagen de Facundo, que los persigue como un fantasma airado. Como se ve, pues, campeaba de un lado el terror, del otro la anarquía. A la primera tentativa de carga, desbándase la caballería de Madrid; sigue la reserva, y cinco jefes a caballo quedan tan sólo con la artillería, que menudeaba sus detonaciones y la infantería que se echaba a la bayoneta sobre el enemigo. ¿Para qué más pormenores? El detalle de una batalla lo da el que triunfa.

La consternación reina en Tucumán, la emigración se hace en masa; porque en aquella ciudad los federales son contados. ¡Era ésta la tercera visita de Facundo! Al día siguiente debe repartirse una contribución. Quiroga sabe que en un templo hay escondidos efectos preciosos; preséntase al sacristán, a quien interroga sobre el caso. Es una especie de imbécil, que contesta sonriéndose: "¿Te ríes? ¡A ver!... ¡cuatro tiradores!...", que lo dejan en el sitio, y las listas de la contribución se llenan en una hora. Las arcas del General se rehinchan de oro. Si alguno no ha comprendido bien, no le quedará duda cuando vea pasar presos para ser azotados, al guardián de San Francisco y al Presbítero Colombres. Facundo se presenta en seguida al depósito de prisioneros, separa los oficiales, y se retira a descansar de tanta fatiga, dejando orden de que se les fusile a todos.

Es Tucumán un país tropical en donde la naturaleza ha hecho ostentación de sus más pomposas galas; es el Edén de América, sin rival en toda la redondez de la tierra. Imaginaos los Andes cubiertos de un manto verdinegro de vegetación colosal, dejando escapar por debajo de la orla de este vestido, doce ríos que corren a distancias iguales en dirección paralela, hasta que empiezan a inclinarse todos hacia un rumbo, y forman reunidos un canal navegable que se aventura en el corazón de la América. El país comprendido entre los afluentes y el canal tiene a lo más cincuenta leguas. Los bosques que encubren la superficie del país son primitivos, pero en ellos las pompas de la India están revestidas de las gracias de la Grecia.

El nogal entreteje su anchuroso ramaje con el caoba y el ébano; el cedro deja crecer a su lado el clásico laurel, que a su vez resguarda bajo su follaje el mirto consagrado a Venus, dejando todavía espacio para que alcen sus varas el nardo balsámico y la azucena de los campos.

El odorífero cedro se ha apoderado por ahí de una cenefa de terreno que interrumpe el bosque; y el rosal cierra el paso en otras con sus tupidos y espinosos mimbres.

Los troncos añosos sirven de terreno a diversas especies de musgos florecientes, y las lianas y moreras festonan, enredan y confunden todas estas diversas generaciones de plantas.

Sobre toda esta vegetación que agotaría la paleta fantástica en combinaciones y riqueza de colorido, revolotean enjambres de mariposas doradas, de esmaltados picaflores, millones de loros color de esmeralda, urracas azules y tucanes naranjados. El estrépito de estas aves vocingleras os aturde todo el día, cual si fuera el ruido de una canora catarata.

El mayor Andrews, un viajero inglés que ha dedicado muchas páginas a la descripción de tantas maravillas, cuenta que salía por las mañanas a extasiarse en la contemplación de aquella soberbia y brillante vegetación; que penetraba en los bosques aromáticos, y delirando, arrebatado por la enajenación que lo dominaba, se internaba en donde veía que había oscuridad, espesura, hasta que al fin regresaba a su casa donde le hacían notar que se había desgarrado los vestidos, rasguñado y herido la cara, de la que venía a veces destilando sangre sin que él lo hubiese sentido. La ciudad está cercada por un bosque de muchas leguas formado exclusivamente de naranjos dulces, acopados a determinada altura, de manera de formar una bóveda sin límites, sostenida por un millón de columnas lisas y torneadas. Los rayos de aquel sol tórrido no han podido mirar nunca las escenas que tienen lugar sobre la alfombra de verdura que cubre la tierra bajo aquel toldo inmenso. ¡Y qué escenas! Los domingos van las beldades tucumanas a pasar el día en aquellas galerías sin límites; cada familia escoge un lugar aparente: apártanse las naranjas que embarazan el paso, si es el otoño, o bien sobre la gruesa alfombra de azahares que tapiza el suelo, se balancean las parejas de baile, y con los perfumes de sus flores se dilatan debilitándose a lo lejos los sonidos melodiosos de los tristes cantares que acompaña la guitarra. ¿Creéis por ventura, que esta descripción es plagiada de Las mil y una noches u otros cuentos de hadas a la oriental? Daos prisa más bien a imaginaros lo que no digo de la voluptuosidad y belleza de las mujeres que nacen bajo un cielo de fuego, y que desfallecidas van a la siesta a reclinarse muellemente bajo la sombra de los mirtos y laureles, a dormirse embriagadas por las esencias que ahogan al que no está habituado a aquella atmósfera.

Facundo había ganado una de esas enramadas sombrías, acaso para meditar sobre lo que debía hacer con la pobre ciudad que había caído como una ardilla bajo la garra del león. La pobre ciudad en tanto, estaba preocupada con la realización de un proyecto, lleno de inocente coquetería. Una diputación de niñas rebosando juventud, candor y beldad, se dirige hacia el lugar donde Facundo yace reclinado sobre su poncho. La más resuelta o entusiasta camina adelante, vacila, se detiene, empújanla las que le siguen: páranse todas sobrecogidas de miedo; vuelven las púdicas caras, se alientan unas a otras, y deteniéndose, avanzando tímidamente y empujándose entre sí, llegan al fin a su presencia. Facundo las recibe con bondad; las hace sentar en torno suyo, las deja recobrarse, e inquiere al fin el objeto de aquella agradable visita. Vienen a implorar por la vida de los oficiales del ejército que van a ser fusilados. Los sollozos se escapan de entre la escogida y tímida comitiva, la sonrisa de la esperanza brilla en algunos semblantes, y todas las seducciones delicadas de la mujer son puestas en requisición para lograr el piadoso fin que se han propuesto. Facundo está vivamente interesado, y por entre la espesura de su barba negra alcanza a discernirse en las facciones la complacencia y el contento. Pero necesita interrogarlas una a una, conocer sus familias, la casa donde viven, mil pormenores que parecen entretenerlo y agradarle, y que ocupan una hora de tiempo, mantienen la expectación y la esperanza. Al fin les dice con la mayor bondad: ¿No oyen ustedes esas descargas?

¡Ya no hay tiempo! ¡Los han fusilado! Un grito de horror sale de entre aquel coro de ángeles, que se escapa como una bandada de palomas perseguidas por el halcón. ¡Los habían fusilado en efecto! ¡Pero cómo! Treinta y tres oficiales de coroneles abajo, formados en la plaza, desnudos enteramente, reciben parados la descarga mortal. Dos hermanitos hijos de una distinguida familia de Buenos Aires, se abrazan para morir, y el cadáver del uno resguarda de las balas al otro. "Yo estoy libre", grita, "me he salvado por la ley." ¡Pobre iluso! ¡Cuánto hubiera dado por la vida! ¡Al confesarse había sacado una sortija de la boca, donde para que no se la quitaran, habíala escondido, encargando al sacerdote devolverla a su linda prometida, que al recibirla dio en cambio la razón, que no ha recobrado hasta hoy la pobre loca!

Los soldados de caballería enlazan cada uno su cadáver y los llevan arrastrando al cementerio, si bien algunos pedazos de cráneos, un brazo y otros miembros quedan en la plaza de Tucumán, y sirven de pasto a los perros. ¡Ah! ¡Cuántas glorias arrastradas así por el lodo! ¡D. Juan Manuel Rosas hacía matar del mismo modo y casi al mismo tiempo en San Nicolás de los Arroyos veintiocho oficiales, fuera de ciento y más que habían perecido oscuramente! ¡Chacabuco, Maipú, Junín, Ayacucho, Ituzaingó! ¡Por qué han sido tus laureles una maldición para todos los que los llevaron!

Si al horror de estas escenas puede añadirse algo, es la suerte que cupo al respetable coronel Arraya, padre de ocho hijos: prisionero con tres lanzadas en la espalda, se le hizo entrar en Tucumán a pie, desnudo, desangrándose, y cargado con ocho fusiles. Extenuado de fatiga fue preciso concederle una cama en una casa particular. A la hora de la ejecución en la plaza algunos tiradores penetran hasta su habitación, y en la cama lo traspasan a balazos haciéndole morir en medio de las llamaradas de las incendiadas sábanas.

El coronel Barcala, el ilustre negro, fue el único jefe exceptuado de esta carnicería, porque Barcala era el amo de Córdoba y de Mendoza, en donde los cívicos lo idolatraban. Era un instrumento que podía conservarse para lo futuro. ¿Quién sabe lo que más tarde podrá suceder?

Al día siguiente principia en toda la ciudad una operación que se llama secuestro. Consiste en poner centinelas en las puertas de todas las tiendas y almacenes, en las barracas de cueros, en las curtiembres de suelas, en los depósitos de tabaco. En todas, porque en Tucumán no hay federales; esta planta que no ha podido crecer sino después de tres buenos riegos de sangre que ha dado al suelo Quiroga, y otro mayor que los tres juntos que le otorgó Oribe. Ahora dicen que hay federales que llevan una cinta que lo acredita, en la que está escrito: ¡Mueran los salvajes inmundos unitarios!

¡Cómo dudarlo un momento! Todas aquellas propiedades mobiliarias y los ganados de las campañas pertenecen de derecho a Facundo. Doscientas cincuenta carretas con la dotación de dieciséis bueyes cada una, se ponen en marcha para Buenos Aires llevando los productos del país. Los efectos europeos se ponen en un depósito que surte a un baratillo, en el que los comandantes desempeñan el oficio de baratilleros. Se vende todo y a vil precio. Hay más todavía: Facundo en persona vende camisas, enaguas de mujeres, vestidos de niños, los despliega, los enseña y agita ante la muchedumbre: un medio, un real, todo es bueno; la mercadería se despacha, el negocio está brillante, faltan brazos, la multitud se agolpa, se ahoga en la apretura. Sólo así empieza a notarse que pasados algunos días, los compradores escasean, y en vano se les ofrecen pañuelos de espumilla bordados por cuatro reales, nadie compra. ¿Qué ha sucedido? ¿Remordimientos de la plebe? Nada de eso. Se ha agotado el dinero circulante: las contribuciones por una parte, el secuestro por la otra, la venta barata han reunido el último medio que circulaba en la provincia. Si alguno queda en poder de los adictos u oficiales, la mesa de juego está ahí para dejar al fin y a la postre vacías todas las bolsas. En la puerta de calle de la casa del General están secándose al sol hileras de zurrones de plata forrados en cuero. Ahí permanecen durante la noche sin custodia, y sin que los transeúntes se atrevan siquiera a mirarlos.

¡Y no se crea que la ciudad ha sido abandonada al pillaje, o que el soldado haya participado de aquel botín inmenso! No; Quiroga repetía después en Buenos Aires en los círculos de sus compañeros: "Yo jamás he consentido que el soldado robe; porque me ha parecido inmoral." Un chacarero se queja a Facundo en los primeros días, de que sus soldados le han tomado algunas frutas. Hácelos formar, y los culpables son reconocidos. Seiscientos azotes es la pena que cada uno sufre. El vecino, espantado, pide por las víctimas y le amenazan con llevar la misma porción. Porque así es el gaucho argentino: mata porque le mandan sus caudillos robar, y no roba porque no se lo mandan. Si queréis averiguar cómo no se sublevan estos hombres y no se desencadenan contra el que no les da nada en cambio de su sangre y de su valor, preguntadle a D. Juan Manuel Rosas todos los prodigios que pueden hacerse con el terror. ¡El sabe mucho de eso! ¡No sólo al miserable gaucho, sino al ínclito general, al ciudadano fastuoso y envanecido se le hacen obrar milagros! ¿No os decía que el terror produce resultados mayores que el patriotismo? El coronel del ejército de Chile, D. Manuel Gregorio Quiroga, ex gobernador federal de San Juan, y jefe de Estado Mayor del ejército de Quiroga, convencido de que aquel botín de medio millón es sólo para el general, que acaba de dar de bofetadas a un comandante que ha guardado para sí algunos reales de la venta de un pañuelo, concibe el proyecto de sustraer algunas alhajas de valor de las que están amontonadas en el depósito general, y resarcirse con ellas de sus sueldos. Descúbrese el robo, y el general le manda amarrar contra un poste y exponerlo a la vergüenza pública; y cuando el ejército regresa a San Juan, el coronel del ejército de Chile, ex gobernador de San Juan, el jefe del Estado Mayor, marcha a pie por caminos apenas practicables, acollarado con un novillo: ¡el compañero del novillo sucumbió en Catamarca, sin que se sepa si el novillo llegó a San Juan! En fin sabe Facundo que un joven Rodríguez, de lo más esclarecido de Tucumán, ha recibido carta de los prófugos; lo hace aprehender, lo lleva él mismo a la plaza, lo cuelga y le hace dar seiscientos azotes. Pero los soldados no saben dar azotes como los que aquel crimen exige, y Quiroga toma las gruesas riendas que sirven para la ejecución, batiéndolas en el aire con su brazo hercúleo, y descarga cincuenta azotes para que sirvan de modelo. Concluido el acto, él en persona remueve la tina de salmuera, le refriega las nalgas, le arranca los pedazos flotantes, y le mete el puño en las concavidades que aquéllos han dejado. Facundo vuelve a su casa, lee las cartas interceptadas, y encuentra en ellas encargos de los maridos a sus mujeres, libranzas de los comerciantes, recomendaciones de que no tengan cuidado por ellos, etc. Una palabra no hay que pueda interesar a la política: entonces pregunta por el joven Rodríguez y le dicen que está expirando. En seguida se pone a jugar y gana miles. D. Francisco Reto y D. N. Lugones han murmurado entre sí algo sobre los horrores que presencian. Cada uno recibe trescientos azotes y la orden de retirarse a sus casas cruzando la ciudad desnudos completamente, las manos puestas en la cabeza, y las asentaderas chorreando sangre; soldados armados van a la distancia para hacer que la orden se ejecute puntualmente. ¿Y queréis saber lo que es la naturaleza humana, cuando la infamia está entronizada y no hay a quién apelar en la tierra contra los verdugos? D. N. Lugones, que es de carácter travieso, se da vuelta hacia su compañero de suplicio, y le dice con la mayor compostura: "Pásame, compañero, la tabaquera, ¡pitemos un cigarro!" En fin, la disentería se declara en Tucumán, y los médicos aseguran que no hay remedio, que viene de afecciones morales, del terror, enfermedad contra la cual no se ha hallado remedio en la República Argentina hasta el día de hoy. Facundo se presenta un día en una casa, y pregunta por la señora a un grupo de chiquillos que juegan a las nueces; el más atisbado contesta que no está. "Dile que yo he estado aquí." "¿Y quién es usted?" "Soy Facundo Quiroga..." El niño cae redondo, y sólo el año pasado ha empezado a dar indicios de recobrar un poco la razón; los otros echan a correr llorando a gritos, uno se sube a un árbol, otro salta unas tapias y se da un terrible golpe... ¿Qué quería Facundo con esta señora?... ¡Era una hermosa viuda que había atraído sus miradas y venía a solicitarla! Porque en Tucumán el Cupido o el Sátiro no estaba ocioso. Agrádale una jovencita, le habla y le propone llevarla a San Juan. Imaginaos lo que la pobre niña podría contestar a esta deshonrosa proposición hecha por un tigre. Se ruboriza y balbuciendo, contesta que ella no puede resolver... Que su padre... Facundo se dirige al padre; y el angustiado padre disimulando su horror, objeta que quién le responde de su hija; que la abandonarán. Facundo satisface todas las objeciones, y el infeliz padre, no sabiendo lo que dice, y creyendo cortar aquel mercado abominable, propone que se le haga un documento... Facundo toma la pluma y extiende la seguridad requerida, pasando papel y pluma al padre para que firme el convenio. El padre es padre al fin, y la naturaleza habla diciendo: "¡No firmo, mátame!" "¡Eh, viejo cochino!", le contesta Quiroga, y toma la puerta, ahogándose de rabia...

Quiroga, el campeón de la causa que han jurado los pueblos, como se estila decir por allá, era bárbaro, avaro y lúbrico, y se entregaba a sus pasiones sin embozo: su sucesor no saquea los pueblos, es verdad, no ultraja el pudor de las mujeres; no tiene más que una pasión, una necesidad, la sed de sangre humana, y la del despotismo. En cambio, sabe usar de las palabras y de las formas que satisfacen a las exigencias de los indiferentes. Los salvajes, los sanguinarios, los pérfidos, inmundos unitarios; el sanguinario Duque de Abrantes, el pérfido Ministerio del Brasil, ¡la federación!, ¡el sentimiento americano!, ¡el oro inmundo de Francia, las pretensiones inicuas de la Inglaterra, la conquista europea!

Palabras así bastan para encubrir la más espantosa y larga serie de crímenes que ha visto el siglo XIX. ¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡Rosas! ¡Me prosterno y humillo ante tu poderosa inteligencia! ¡Sois grande como el Plata! ¡como los Andes! ¡Sólo tú has comprendido cuán despreciable es la especie humana, sus libertades, su ciencia y su orgullo! ¡Pisoteadla! ¡que todos los gobiernos del mundo civilizado te acatarán a medida que seas más insolente!: ¡Pisoteadla! ¡que no te faltarán perros fieles que recogiendo el mendrugo que les tiras, vayan a derramar su sangre en los campos de batalla o a ostentar en el pecho vuestra marca colorada por todas las capitales americanas! ¡Pisoteadla! ¡Oh!, ¡sí, pisoteadla!

En Tucumán, Salta y Jujuy quedaba por la invasión de Quiroga, interrumpido o debilitado un gran movimiento industrial y progresivo en nada inferior al que de Mendoza indicamos. El doctor Colombres a quien Facundo cargaba de prisiones, había introducido y fomentado el cultivo de la caña de azúcar, a que tanto se presta el clima, no dándose por satisfecho de su obra hasta que diez grandes ingenios estuvieron en movimiento. Costear plantas de La Habana, mandar agentes a los ingenios del Brasil para estudiar los procedimientos y aparejos; destilar la melaza, todo se había realizado con ardor y suceso, cuando Facundo echó sus caballadas en los cañaverales, y desmontó gran parte de los nacientes ingenios. Una Sociedad de agricultura publicaba ya sus trabajos y se preparaba a ensayar el cultivo del añil y de la cochinilla. A Salta se habían traído de Europa y Norte-América talleres y artífices para tejidos de lana, paños abatanados, jergones para alfombras y tafiletes; de todo lo que ya se había alcanzado resultados satisfactorios. Pero lo que más preocupaba a aquellos pueblos, porque es lo que más vitalmente les interesa, era la navegación del Bermejo, grande artería comercial, que pasando por las inmediaciones o términos de aquellas provincias, afluye al Paraná y abre una salida a las inmensas riquezas que aquel cielo tropical derrama por todas partes. El porvenir de aquellas hermosas provincias depende de la habilitación para el comercio de las vías acuáticas; de ciudades mediterráneas, pobres y poco populosas, podrían convertirse en diez años en otros tantos focos de civilización y de riqueza si pudiesen, favorecidas por un Gobierno hábil, consagrarse a allanar los ligeros obstáculos que se oponen a su desenvolvimiento. No son éstos sueños quiméricos de un porvenir probable, pero lejano; no. En Norte-América los márgenes del Mississippi y de sus afluentes se han cubierto en menos de diez años, no sólo de populosas y grandes ciudades, sino de estados nuevos que han entrado a formar parte de la Unión; y el Mississippi no es más aventajado que el Paraná; ni el Ohio, el Illinois o el Arkansas recorren territorios más feraces ni comarcas más extensas que las del Pilcomayo, el Bermejo, el Paraguay y tantos grandes ríos que la Providencia ha colocado entre nosotros para marcarnos el camino que han de seguir más tarde las nuevas poblaciones que formarán la Unión argentina. Rivadavia había puesto en la carpeta de su bufete, como asunto vital, la navegación interna de los ríos: en Salta y Buenos Aires se había formado una grande asociación que contaba con medio millón de pesos, y el ilustre Soria realizado su viaje y publicado la carta del río. ¡Cuánto tiempo perdido desde 1825 hasta 1845! ¡Cuánto tiempo más aún, hasta que Dios sea servido ahogar el monstruo de la Pampa! Porque Rosas, oponiéndose tan tenazmente a la libre navegación de los ríos, protestando temores de intrusión europea, hostilizando a las ciudades del interior, y abandonándolas a sus propias fuerzas, no obedece simplemente a las preocupaciones godas contra los extranjeros, no cede solamente a las sugestiones de porteño ignorante que posee el puerto y la aduana general de la República, sin cuidarse de desenvolver la civilización y la riqueza de toda esta nación, para que su puerto esté lleno de buques cargados de productos del interior, y su aduana de mercaderías; sino que principalmente sigue sus instintos de gaucho de la pampa que mira con horror el agua, con desprecio los buques, y que no conoce mayor dicha ni felicidad igual a la de montar un buen parejero para transportarse de un lugar a otro. ¿Qué le importa la morera, el azúcar, el añil, la navegación de los ríos, la inmigración europea, y todo lo que sale del estrecho círculo de ideas en que se ha criado? ¿Qué le va en fomentar el interior, a él, que vive en medio de las riquezas y posee una aduana que sin nada de eso le da dos millones de fuertes anuales? Salta, Jujuy, Tucumán, Santa Fe, Corrientes y Entre Ríos serían hoy otras tantas Buenos Aires, si se hubiese continuado el movimiento industrial y civilizador tan poderosamente iniciado por los antiguos unitarios, y del que, sin embargo, han quedado tan fecundas semillas. Tucumán tiene hoy una grande explotación de azúcares y licores, que sería su riqueza, si pudiese sacarlos a poco costo de flete a las costas, a permutarlos por las mercaderías en esa ingrata y torpe Buenos Aires, desde donde le viene hoy el movimiento barbarizador impreso por el gaucho de la marca colorada. Pero no hay males que sean eternos, y un día abrirán los ojos esos pobres pueblos a quienes se les niega toda libertad de moverse, y se les priva de todos los hombres capaces e inteligentes, que podrían llevar a cabo la obra a realizar en pocos años el porvenir grandioso a que están llamados por la naturaleza aquellos países, que hoy permanecen estacionarios, empobrecidos y devastados. ¿Por qué son perseguidos en todas partes, o más bien, por qué eran unitarios salvajes, y no federales sabios, toda esa multitud de hombres animosos y emprendedores, que consagraban su tiempo a diversas mejoras sociales; éste a fomentar la educación pública, aquél a introducir el cultivo de la morera, éste otro al de la caña de azúcar, ése otro a seguir el curso de los grandes ríos, sin otro interés personal, sin otra recompensa que la gloria de merecer bien de sus conciudadanos? ¿Por qué ha cesado este movimiento y esta solicitud? ¿Por qué no vemos levantarse de nuevo el genio de la civilización europea, que brillaba antes, aunque en bosquejo, en la República Argentina? ¿Por qué su Gobierno, unitario hoy, como no lo intentó jamás el mismo Rivadavia, no ha dedicado una sola mirada a examinar los inextinguibles y no tocados recursos de un suelo privilegiado? ¿Por qué no se ha consagrado una vigésima parte de los millones que devora una guerra fratricida y de exterminio a fomentar la educación del pueblo, y promover su ventura? ¿Qué le ha dado en cambio de sus sacrificios y de sus sufrimientos? ¡Un trapo colorado! A esto ha estado reducida la solicitud del Gobierno durante quince años; ésta es la única medida de administración nacional; el único punto de contacto entre el amo y el siervo, ¡marcar el ganado!