Facundo (1874)/Capítulo III
Capítulo III
Asociación
ses sentiments, sauvages comme sa vie, sont pourtant nobles e bons.
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La Pulpería
En el capítulo primero hemos dejado al campesino argentino en el momento en que ha llegado a la edad viril, tal cual lo ha formado la naturaleza y la falta de verdadera sociedad en que vive. Le hemos visto hombre independiente de toda necesidad, libre de toda sujeción, sin ideas de gobierno, porque todo orden regular y sistemado se hace de todo punto imposible. Con estos hábitos de incuria, de independencia, va a entrar en otra escala de la vida campestre que, aunque vulgar, es el punto de partida de todos los grandes acontecimientos que vamos a ver desenvolverse muy luego.
No se olvide que hablo de los pueblos esencialmente pastores; que en éstos tomo la fisonomía fundamental, dejando las modificaciones accidentales que experimentan, para indicar a su tiempo los efectos parciales. Hablo de la asociación de estancias que, distribuidas de cuatro en cuatro leguas, más o menos, cubren la superficie de una provincia.
Las campañas agrícolas subdividen y diseminan también la sociedad, pero en una escala muy reducida: un labrador colinda con otro, y los aperos de la labranza y la multitud de instrumentos, aparejos, bestias que ocupa, lo variado de sus productos, y las diversas artes que la agricultura llama en su auxilio establecen relaciones necesarias entre los habitantes de un valle, y hacen indispensable un rudimento de villa que les sirva de centro. Por otra parte, los cuidados y faenas que la labranza exige requieren tal número de brazos, que la ociosidad se hace imposible, y los varones se ven forzados a permanecer en el recinto de la heredad. Todo lo contrario sucede en esta singular asociación. Los límites de la propiedad no están marcados; los ganados, cuanto más numerosos son, menos brazos ocupan; la mujer se encarga de todas las faenas domésticas y fabriles; el hombre queda desocupado, sin goces, sin ideas, sin atenciones forzosas; el hogar doméstico le fastidia, le expele, digámoslo así. Hay necesidad, pues, de una sociedad ficticia para remediar esta desasociación normal. El hábito, contraído desde la infancia de andar a caballo, es un nuevo estímulo para dejar la casa.
Los niños tienen el deber de echar caballos al corral apenas sale el sol; y todos los varones, hasta los pequeñuelos, ensillan su caballo, aunque no sepan qué hacerse. El caballo es una parte integrante del argentino de los campos; es para él lo que la corbata para los que viven en el seno de las ciudades. El año 41, el Chacho, caudillo de los Llanos, emigró a Chile. -¿Cómo le va, amigo? -le preguntaba uno. -¡Cómo me ha de ir -contestó, con el acento del dolor y la melancolía- en Chile y a pie! Sólo un gaucho argentino sabe apreciar todas las desgracias y todas las angustias que estas dos frases expresan.
Aquí vuelve a aparecer la vida árabe, tártara. Las siguientes palabras de Víctor Hugo parecen escritas en la Pampa:
- "No podría combatir a pie; no hace sino una sola persona con su caballo. Vive a caballo; trata, compra y vende a caballo; bebe, come, duerme y sueña a caballo." (Le Rhin)
Salen, pues, los varones sin saber fijamente adónde. Una vuelta a los ganados, una visita a una cría, o a la querencia de un caballo predilecto, invierte una pequeña parte del día; el resto lo absorbe una reunión en una venta o pulpería. Allí concurren cierto número de parroquianos de los alrededores; allí se dan y adquieren las noticias sobre los animales extraviados; trázanse en el suelo las marcas del ganado, sábese dónde caza el tigre, dónde se le han visto los rastros al león; allí se arman las carreras, se reconocen los mejores caballos; allí, en fin, está el cantor, allí se fraterniza por el circular de la copa y las prodigalidades de los que poseen.
En esta vida tan sin emociones, el juego sacude los espíritus enervados, el licor enciende las imaginaciones adormecidas. Esta asociación accidental de todos los días viene, por su repetición, a formar una sociedad más estrecha que la de donde partió cada individuo; y en esta asamblea sin objeto público, sin interés social, empiezan a echarse los rudimentos de las reputaciones que más tarde, y andando los años, van a aparecer en la escena política. Ved cómo.
El gaucho estima, sobre todas las cosas, las fuerzas físicas, la destreza en el manejo del caballo, y además el valor. Esta reunión, este club diario, es un verdadero circo olímpico, en que se ensayan y comprueban los quilates del mérito de cada uno.
El gaucho anda armado del cuchillo que ha heredado de los españoles: esta peculiaridad de la Península, este grito característico de Zaragoza: ¡Guerra a cuchillo!, es aquí más real que en España. El cuchillo, a más de un arma, es un instrumento que le sirve para todas sus ocupaciones: no puede vivir sin él, es como la trompa del elefante, su brazo, su mano, su dedo, su todo. El gaucho, a la par de jinete, hace alarde de valiente, y el cuchillo brilla a cada momento, describiendo círculos en el aire, a la menor provocación, sin provocación alguna, sin otro interés que medirse con un desconocido; juega a las puñaladas, como jugaría a los dados. Tan profundamente entran estos hábitos pendencieros en la vida íntima del gaucho argentino, que las costumbres han creado sentimientos de honor y una esgrima que garantiza la vida. El hombre de la plebe de los demás países toma el cuchillo para matar, y mata; el gaucho argentino lo desenvaina para pelear, y hiere solamente. Es preciso que esté muy borracho, es preciso que tenga instintos verdaderamente malos, o rencores muy profundos, para que atente contra la vida de su adversario. Su objeto es sólo marcarlo, darle una tajada en la cara, dejarle una señal indeleble. Así, se ve a estos gauchos llenos de cicatrices, que rara vez son profundas. La riña, pues, se traba por brillar, por la gloria del vencimiento, por amor a la reputación. Ancho círculo se forma en torno de los combatientes, y los ojos siguen con pasión y avidez el centelleo de los puñales, que no cesan de agitarse un momento. Cuando la sangre corre a torrentes, los espectadores se creen obligados en conciencia a separarlos. Si sucede una desgracia, las simpatías están por el que se desgració: el mejor caballo le sirve para salvarse a parajes lejanos, y allí lo acoge el respeto o la compasión. Si la justicia le da alcance, no es raro que haga frente, y si corre a la partida, adquiere un renombre desde entonces, que se dilata sobre una ancha circunferencia. Transcurre el tiempo, el juez ha sido mudado, y ya puede presentarse de nuevo en su pago sin que se proceda a ulteriores persecuciones; está absuelto. Matar es una desgracia, a menos que el hecho se repita tantas veces que inspire horror el contacto del asesino. El estanciero D. Juan Manuel Rosas, antes de ser hombre público, había hecho de su residencia una especie de asilo para los homicidas, sin que jamás consintiese en su servicio a los ladrones; preferencias que se explicarían fácilmente por su carácter de gaucho propietario, si su conducta posterior no hubiese revelado afinidades que han llenado de espanto al mundo. En cuanto a los juegos de equitación, bastaría indicar uno de los muchos en que se ejercitan, para juzgar del arrojo que para entregarse a ellos se requiere. Un gaucho pasa a todo escape por enfrente de sus compañeros. Uno le arroja un tiro de bolas, que en medio de la carrera maniata el caballo. Del torbellino de polvo que levanta éste al caer, vese salir al jinete corriendo seguido del caballo, a quien el impulso de la carrera interrumpida hace avanzar obedeciendo a las leyes de la física. En este pasatiempo se juega la vida, y a veces se pierde.
¿Creeráse que estas proezas y la destreza y la audacia en el manejo del caballo son la base de las grandes ilustraciones que han llenado con su nombre la República Argentina y cambiado la faz del país? Nada es más cierto, sin embargo. No es mi ánimo persuadir a que el asesinato y el crimen hayan sido siempre una escala de ascensos. Millares son los valientes que han parado en bandidos oscuros; pero pasan de centenares los que a esos hechos han debido su posición. En todas las sociedades despotizadas, las grandes dotes naturales van a perderse en el crimen; el genio romano que conquistara el mundo es hoy el terror de los Lagos Pontinos, y los Zumalacárregui, los Mina españoles, se encuentran a centenares en Sierra Leona. Hay una necesidad para el hombre de desenvolver sus fuerzas, su capacidad y su ambición que, cuando faltan los medios legítimos, él se forja un mundo con su moral y sus leyes aparte, y en él se complace en mostrar que había nacido Napoleón o César.
Con esta sociedad, pues, en que la cultura del espíritu es inútil e imposible, donde los negocios municipales no existen, donde el bien público es una palabra sin sentido, porque no hay público, el hombre dotado eminentemente se esfuerza por producirse, y adopta para ello los medios y los caminos que encuentra. El gaucho será un malhechor o un caudillo, según el rumbo que las cosas tomen en el momento en que ha llegado a hacerse notable.
Costumbres de este género requieren medios vigorosos de represión, y para reprimir desalmados se necesitan jueces más desalmados aún. Lo que al principio dije del Capataz de carretas se aplica exactamente al juez de campaña. Ante toda otra cosa necesita valor: el terror de su nombre es más poderoso que los castigos que aplica. El juez es naturalmente algún famoso de tiempo atrás a quien la edad y la familia han llamado a la vida ordenada. Por supuesto, que la justicia que administra es de todo punto arbitraria; su conciencia o sus pasiones lo guían, y sus sentencias son inapelables. A veces suele haber jueces de éstos, que lo son de por vida, y que dejan una memoria respetada. Pero la coincidencia de estos medios ejecutivos, y lo arbitrario de las penas, forman ideas en el pueblo sobre el poder de la autoridad , que más tarde viene a producir sus efectos. El juez se hace obedecer por su reputación de audacia temible, su autoridad, su juicio, sin formas, su sentencia, un yo lo mando , y sus castigos inventados por él mismo. De este desorden, quizá por mucho tiempo inevitable, resulta que el caudillo que en las revueltas llega a elevarse, posee sin contradicción y sin que sus secuaces duden de ello, el poder amplio y terrible que sólo se encuentra hoy en los pueblos asiáticos. El caudillo argentino es un Mahoma que pudiera a su antojo cambiar la religión dominante y forjar una nueva. Tiene todos los poderes: su injusticia es una desgracia para su víctima, pero no un abuso de su parte; porque él puede ser injusto; más todavía, él ha de ser injusto necesariamente; siempre lo ha sido.
Lo que digo del juez es aplicable al Comandante de Campaña. Este es un personaje de más alta categoría que el primero, y en quien han de reunirse en más alto grado las cualidades de reputación y antecedentes de aquél. Todavía una circunstancia nueva agrava, lejos de disminuir, el mal. El gobierno de las ciudades es el que da el título de Comandante de Campaña; pero como la ciudad es débil en el campo, sin influencia y sin adictos, el Gobierno echa mano de los hombres que más temor le inspiran, para encomendarles este empleo, a fin de tenerlos en su obediencia; manera muy conocida de proceder de todos los gobiernos débiles, y que alejan el mal del momento presente, para que se produzca más tarde en dimensiones colosales. Así, el Gobierno Papal hace transacciones con los bandidos, a quienes da empleos en Roma, estimulando con esto el bandalaje, y creándole un porvenir seguro: así, el Sultán concedía a Mehemet Alí la investidura de Bajá de Egipto, para tener que reconocerlo más tarde rey hereditario, a trueque de que no lo destronase. Es singular que todos los caudillos de la revolución argentina han sido Comandantes de Campaña: López e Ibarra, Artigas y Güemes, Facundo y Rosas. Es el punto de partida para todas las ambiciones. Rosas, cuando hubo apoderádose de la ciudad, exterminó a todos los Comandantes que lo habían elevado, entregando este influyente cargo a hombres vulgares, que no pudiesen seguir el camino que él había traído: Pajarito, Celarrayán, Arbolito, Pancho el Ñato, Molina eran otros tantos Comandantes de que Rosas purgó al país.
Doy tanta importancia a estos pormenores, porque ellos servirán a explicar todos nuestros fenómenos sociales, y la revolución que se ha estado obrando en la República Argentina; revolución que está desfigurada por palabras del diccionario civil, que la disfrazan y ocultan creando ideas erróneas; de la misma manera que los españoles al desembarcar en América, daban un nombre europeo conocido a un animal nuevo que encontraban, saludando con el terrible de león, que trae al espíritu la magnanimidad y fuerza del rey de las bestias, al miserable gato llamado puma, que huye a la vista de los perros, y tigre al jaguar de nuestros bosques. Por deleznables e innobles que parezcan estos fundamentos que quiero dar a la guerra civil, la evidencia vendrá luego a mostrar cuán sólidos e indestructibles son. La vida de los campos argentinos, tal como la he mostrado, no es un accidente vulgar; es un orden de cosas, un sistema de asociación, característico, normal, único, a mi juicio, en el mundo, y él solo basta para explicar toda nuestra revolución. Había antes de 1810 en la República Argentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles, dos civilizaciones diversas; la una española europea culta, y la otra, bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las ciudades sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo se pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen, y después de largos años de lucha, la una absorbiese a la otra. He indicado la asociación normal de la campaña, la desasociación, peor mil veces que la tribu nómade; he mostrado la asociación ficticia, en la desocupación, la formación de las reputaciones gauchas: valor, arrojo, destreza, violencias y oposición a la justicia regular, a la justicia civil de la ciudad. Este fenómeno de organización social existía en 1810, existe aún modificado en muchos puntos, modificándose lentamente en otros, e intacto en muchos aún. Estos focos de reunión del gauchaje valiente, ignorante, libre y desocupado estaban diseminados a millares en la campaña. La revolución de 1810 llevó a todas partes el movimiento y el rumor de las armas. La vida pública, que hasta entonces había faltado a esta asociación árabe-romana, entró en todas las ventas, y el movimiento revolucionario trajo al fin la asociación bélica en la montonera provincial, hija legítima de la venta y de la estancia, enemiga de la ciudad y del ejército patriota revolucionario. Desenvolviéndose los acontecimientos, veremos las montoneras provinciales con sus caudillos a la cabeza; en Facundo Quiroga últimamente, triunfante en todas partes la campaña sobre las ciudades, y dominadas éstas en su espíritu, gobierno, civilización, formarse al fin el Gobierno Central Unitario despótico del estanciero D. Juan Manuel Rosas, que clava en la culta Buenos Aires el cuchillo del gaucho, y destruye la obra de los siglos, la civilización, las leyes y la libertad.