III



 Aquel día en que cantó la gallina, Adelaida estuvo gimiendo hasta la hora en que se acostó.

 Fue una noche triste en el hogar.

 Balta no pudo dormir. Revolvíase en la cama, sumido ensombríos pensamientos. Desde que se casaron era la primera zozobra que turbaba su felicidad. De vez en cuando se oía el gemir entrecortado de Adelaida.

 A Balta habíale ocurrido una cosa extraña al mirarse en el espejo: había visto cruzar por el cristal una cara desconocida. El estupor relampagueó en sus nervios, haciéndole derribar el espejo. Pasados algunos segundos, creyó que alguien habíase asomado por la espalda al cristal, y después de volver la mirada a todos lados en su busca, pensó que debía estar aún trastornado por el sueño, pues acababa de levantarse, y se tranquilizó. Mas, ahora, en medio de la noche, oyendo sollozar desvelada a su mujer, la escena del espejo surgía en su cerebro y le atormentaba misteriosamente. No obstante, creyó de su deber consolar a Adelaida.

  –No juegues, Adelaida -le dijo-. ¡Llorando porque canta una gallina!... Vaya... ¡No seas chiquilla!

  Esto lo dijo haciendo de tripas corazón, pues aguja muy fina jugaba a lo largo de sus tensas venas y cosía ahí un recodo a otro, una papila firme y vibrátil a otra fugitiva, con dura pita negra que él nunca había visto brotar de los vastos pencales maduros... Era dura esa pita, y le hacía doler; y esa aguja erraba vertiginosamente en su sangre conturbada. Balta quería cogerla y se le escurría de los dedos. Sufría, en verdad. No quería dar importancia al incidente del espejo, y sin embargo, este le perseguía y le mordía con sorda obstinación.

  Al otro día Balta lo primero que hizo al salir a la calle fue comprar un espejo. Tenía la fantástica obsesión del día anterior. No se cansaba de mirar en el cristal, pendiente en la columna. En balde. La proyección de su rostro era ahora normal y no la turbó ni la más leve sombra extraña. Sin decirle nada a Adelaida, fue asentarse en uno de los enormes alcanfores, cortados para vigas,que habían agavillados en el patio, contra uno de los muros, y estuvo allí ante el espejo, horas enteras. La mañana estaba linda, bajo un cielo sin nubes.

  Sorprendióle la vieja Antuca, madre de Adelaida, que venía a pedir candela. Díscola suegra esta, media ciega de unas cataratas que cogió hacía muchos años, al pasar una medianoche, a solas, por una calle, en una de cuyas viviendas se velaba a la sazón un cadáver; el aire la hizo daño.

  –¿No te has ido a la chacra, Balta? Don José dice que el triguito de la pampa ya está para la siega. Dice que el sábado lo vio, cuando volvía de las Salinas... Balta tiró una piedra. –¡Cho!... ¡ Chooo! ¡Adelaida! ¡Esa gallina! Las gallinas picoteaban el trigo lavado para almidón que, extendido en grandes cobijas en el patio, se secaba al sol de la mañana. Cuando se fue la vieja, dejó la portada abierta y entró un perro negro de la vecindad. Acercose a Balta que seguía sentado en las vigas color de naranja, y empezó a husmear y a mover su larga cola lanuda, haciendo fiestas con gazmoñería acrobática y mal disimulada. Balta, que se entretenía lanzando destellos de sol con el espejo por doquiera, puso delante del perro la luna. El vagabundo can miró mudamente a la superficie azul y sin fondo, oliéndola, y ladró a su estampa con un ladrido lastimero que agonizó en un retorcimiento elástico y agudo como un látigo.

  Vinieron las cosechas.

 Balta no volvió a recordar más de cuanto aconteció en el hogar aquella tarde en que la gallina dio su canto, hasta un día de setiembre, en que Adelaida, en la parva de trigo, le dijo de improviso:

  –Levanta tú esta alforja. Yo ya no puedo con ella.

  –¿Estás enferma?

  Adelaida bajó sus ojos dulces de mujer, con un aire inefable de emoción.

 –¿Y desde cuándo? -repuso él, en voz baja y paterna, empapada de felicidad y lacerada de ternezas y de lágrimas.

 Adelaida lloró, y luego se abrazaron padre a madre.

 Musitó ella tímida y pudorosa:

 –Según creo, desde julio.

 Habiendo oído Balta estas graves palabras, y luego de meditar un momento, una nube sombría subió con ferrado vuelo a su frente. "Desde julio...", pensó. Y entonces recordó, después de largo tiempo, la visión intempestiva que, como en sueños, tuvo en el espejo, aquella lejana tarde de julio, y la ruptura del espejo, por el estupor de esa visión. "Extraña coincidencia -se dijo en la parva-, bien extraña...". Un misterioso y atroz presentimiento sopló en sus venas un largo calofrío.

 Pasaron las cosechas.

 Pasó el estío, y llegó el otoño, y, con los días ventosos y ásperos, la época de siembra. Uno que otro día bajaba una lluvia fuerte y brusca, y siempre tempestuosas nubes altas poblaban el espacio.

  Balta y Adelaida trasladáronse a la chacra.