Estaba el niño Gil postrado en cama
de una fiebre tenaz y peligrosa,
y el médico mandó que el tierno brazo
tendiese a la lanceta salvadora.
No era Gil de los tímidos chicuelos,
que si de sangre pierden una gota,
se ponen a temblar; brioso y dócil,
se conformó con la sentencia docta.
A presenciar la interesante escena,
solícitos acuden a la alcoba
los padres, la criada, y el primero
Blas, hermano de Gil, que en él adora.
Átale a Gil el sangrador la venda,
báñale el brazo en agua, se le frota,
y la vena infantil hinchada al cabo,
el hombre el pincho con los dedos toma.
Callado Blas y atónito observaba
la tal operación preparatoria,
sin saber qué pensar; mas en el punto
que la lanceta vio... ¡Virgen de Atocha!
¡Qué lágrimas! ¡Qué gritos! -Yo no quiero
(clamaba sin cesar aquella boca),
yo no quiero que pinchen a mi hermano.
¡Váyase usted de aquí, mata-personas!
-¡Cuánto me quiere Blas!, dijo el paciente.
-Es muy buen corazón, dijo llorosa
de placer la mamá: lo mismo el padre
sintió, y el cirujano y la fregona.
Retiraron a Blas, pues de otro modo
su fraternal dolor allí le ahoga.
Corrió la sangre del querido enfermo,
y se alivió y curóse por la posta.
El júbilo de Blas ya se supone.
Como su afecto a Gil era una cosa
fuera de lo común, su madre en pago
diole unos mazapanes de Vitoria.
-A la parte me llamo, Gil le dijo.
-Guardarlos quiero, contestó con sorna
el cariñoso Blas. Para guardarlos,
se los comió en seguida el zampatortas.
-¡Bravo! (exclamaba Gil) señor goloso,
usted que tanto por su hermano llora,
¡un miserable mazapán le niega,
y sin reparo los engulle a solas!
Pues el tener buen alma no consiste
sólo en gimotear; consiste en obras.
Blasito relamiéndose, repuso:
-Una cosa es llorar, y dar es otra.