Fábulas en verso castellano/IX
Blanca, rubia, lindísima, salada, risueña, bien hablada y en mil habilidades eminente para su corta edad, tal era Rosa; mas ¡ay! Enteramente sus raras prendas olvidar hacía una falta notable que tenía. Rosita, la discreta, la donosa, dio en la maña fatal de ser curiosa. En acechar pasaba todo el día: todito, mal o bien, lo averiguaba, y en seguida a parientes y lejanos todo con adiciones lo contaba: curiosidad y chisme son hermanos. Y si alguno lo duda, gente seria le enseñará, tratando la materia con grande copia de razones altas, que rarísima vez existe sola una de aquellas faltas. Atisbar y contar, allá en el juicio de muchos y doctísimos varones, son como en el reptil cabeza y cola: son dos partes de un cuerpo, dos acciones unidas con recíproco ejercicio: dos formas de pecar que tiene un vicio. -Basta de digresión, que va larguita. Sigamos con la historia de Rosita. Era bien infeliz: a cada paso llenaban a su madre las orejas de avisos y de quejas diferentes personas dignas de hacer de su dictamen caso; y Rosa castigada, sin tregua ni descanso padecía dolorosos ayunos y encerronas, y siempre se veía de toda suerte de placer privada, raramente vestida y mal peinada. Doña Tomasa, su mamá, se dijo: Veré, con un ardid, si la corrijo. No se trate ya más de penitencia. Tomó la diligencia, y marchóse a vivir en un cortijo. Como por incidencia, vino allí de la corte el médico ordinario de la casa. Encerróse con él doña Tomasa, y atando por adentro el picaporte por no tener la cerradura llave, fingieron ventilar negocio grave. Rosita, con aquellos aparatos, ya se supone que se puso alerta: quitóse los zapatos, y alzados los talones, pasito a paso fue como un pilluelo, y atisbó por debajo de la puerta. Echada la curiosa por el suelo, besando los ladrillos, oyó decir a su mamá: Razones, indulgencia, rigor, todo se aplica; pero nada me vale con la chica. Hay otros defectillos que se pueden sufrir; pero éste, creo que si no es el más feo, es el que excita más la antipatía: nadie quiere vivir con una espía. -Vamos, señora, vamos (contestaba el doctor), compadezcamos a tales infelices, pues nace el ser curioso de un órgano facial defectuoso. -¡Calle! ¿Qué órgano es ése? -Las narices. Persona con nariz de poco peso tiene que ser curiosa con exceso. La curación del mal está en la mano. ¿Es un sujeto de nariz liviano? Bueno: inmediatamente se le hace un añadido suficiente de cualquiera metal, y agur, amigo: en menos que lo digo, la persona más terca, la más zafia, se olvida de espionaje y chismografía. -¿Está seguro usted? -Y tan seguro que más no puede ser: la señorita corre ya por mi cuenta. ¡Pobrecita! Usted la castigaba; yo la curo... Y sacará una moda muy bonita, que a costa de un pequeño sacrificio, les hará mucho bien a varias gentes. -Y ¿cuál es esa moda, Don Patricio? -La de llevar en la nariz pendientes. Voy a Madrid: me labrará un platero dos arillitos de oro con esmero, y haré que les agregue por colgantes un par de cascabeles elegantes, cuidando que les ponga la bolita del peso que la niña necesita. Romper en la nariz los agujeros es obra de poquísimos instantes: durante los primeros duele, pero poquito, casi nada. Es mortificación por conveniencia; y Rosa, como niña bien criada, recibirá la aguja con paciencia. En estando aviada con sus bonitos cascabeles de oro, le juro a usted por Avicena el moro que no ha de haber por la muchacha riña. -Corriente: cascabeles a la niña. Rosita sin estruendo, pero con miedo atroz, se fue corriendo. -Es verdad (exclamó), verdad y mucha, que siempre oye su daño quien escucha. ¡Vaya que los doctores son crueles! ¡A mí querer abrirme a hierro la nariz! ¡Yo cascabeles! Las pinchaduras dolerán de firme; y luego, para alivio de trabajos, ¿qué papel haré yo con dos colgajos que nadie gastará? ¿Quién se acomoda con tan extraña, tan horrible moda? ¿Qué moda? Si eso iguala a un letrero que diga: Yo soy mala. Y si voy a Madrid... ¡Virgen del Carmen! Conmoverá la población entera el alboroto que armen los cascabeles de Rosita Vera. Por no estrenar el afrentoso dije, pesado a la nariz, molesto al labio, me corrijo. -En efecto, se corrige, y tan completamente, que al regresar el naricista sabio trayendo el salutífero presente, le dijo la mamá, de gozo llena: Estamos por acá de enhorabuena. La nariz de Rosita, no sé cómo, era de pluma, y se volvió de plomo. Ya no atisba jamás ni picotea, y está, gracias a Dios, desconocida. Por eso convendrá que suspendamos la operación aquella consabida; pero si hay recaída, y otra vez repitiere sus deslices, entonces le plantamos cascabelitos de oro en las narices. Cascabeles, cencerros, esquilones de buque bien capaz y brocal ancho llevar a la garganta debería la turba de curiosos embrollones, traperos de perdidas expresiones, que lo revuelven todo con su gancho. Con el ruido el soplón se anunciaría; y al llegar a un corrillo, alguien diría: Quédese aquí la plática pendiente, porque el buen perillán que nos acecha, lo parla todo, y al contarlo, miente. Oye lo que le llega buenamente, y añade lo demás de su cosecha.