Examen de ingenios:25

Capítulo XIII [XV de 1594]

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Donde se declara a qué diferencia de habilidad pertenece el arte militar, y con qué señales se ha de conocer el hombre que alcanzare esta manera de ingenio


¿Qué es la causa (pregunta Aristóteles) que, no siendo la valentía la mayor virtud de todas, antes la justicia y prudencia son las mayores, con todo esto la república y casi todos los hombres, de común consentimiento, estiman en más a un valiente y le hacen más honra dentro en su pecho, que a los justos y prudentes, aunque estén constituidos en grandes dignidades y oficios? A este problema responde Aristóteles diciendo que no hay rey en el mundo que no haga guerra a otro o la reciba; y como los valientes le dan gloria, imperio, lo vengan de sus enemigos y le conservan su estado, hacen más honra, no a la virtud suprema, que es la justicia, sino a aquella de quien reciben más provecho y utilidad. Porque, si no tratasen así a los valientes ¿cómo era posible hallar los reyes capitanes y soldados que de buena gana arriscasen su vida por defenderles su hacienda y estado?

De los asianos, se cuenta que era una gente que se preciaba de muy animosa; y preguntándoles la causa por qué no querían tener rey ni leyes, respondieron que las leyes los hacían cobardes, y que también les parecía necedad ponerse en los peligros de la guerra por ensanchar a otro su estado; que más querían pelear por sí y llevarse ellos el provecho de la victoria. Pero ésta es respuesta de hombres bárbaros y no de gente racional, la cual tiene entendido que sin rey ni república ni leyes es imposible conservarse los hombres en paz.

Lo que dijo Aristóteles está muy bien apuntado, aunque hay otra respuesta mejor. Y es que cuando Roma honraba sus capitanes con aquellos triunfos y pasatiempos, no premiaba solamente la valentía del que triunfaba, sino también la justicia con que sustentó el ejército en paz y concordia, y la prudencia con que hizo los hechos, y la temperancia de que usó quitándose el vino, las mujeres y el mucho comer, lo cual hace perturbar el juicio y errar los consejos. Antes la prudencia se ha de buscar más en el capitán general, y premiarla, que el ánimo y valentía; porque, como dijo Vegecio, pocos capitanes muy valientes aciertan a hacer buenos hechos; y es la causa que la prudencia es más necesaria en la guerra, que la osadía en acometer. Pero qué prudencia sea ésta nunca Vegecio la pudo atinar, ni supo señalar qué diferencia de ingenio había de tener el que ha de gobernar la milicia. Y no me espanto por no haberse hallado esta manera de filosofar de la cual dependía. Verdad es que averiguar esto no responde al intento que llevamos, que es eligir los ingenios que piden las letras. Pero es la guerra tan peligrosa y de tan alto consejo, y tan necesario al Rey saber quién ha de confiar su potencia y estado, que no haremos menos servicio a la república en señalar esta diferencia de ingenio y sus señales que en las demás que hemos pintado.

Y, así, es de saber que la malicia y la milicia casi convienen en el mesmo nombre y tienen también la mesma difinición. Porque trocando la a por i de malicia, se hace milicia, y de milicia malicia, con facilidad. Cuáles sean las propriedades y naturaleza de la malicia, tráelas Cicerón diciendo: malitia est versutia et fallax nocendi ratio; como si dijera: «la malicia no es otra cosa más que una razón doblada, astuta y mañosa de hacer mal». Y, así, en la guerra no se trata de otra cosa más de cómo ofenderán al enemigo y se ampararán de sus asechanzas. Por donde la mejor propriedad que puede tener un capitán general es ser malicioso con el enemigo, y no echar ningún movimiento suyo a buen fin, sino al peor que pudiere, y proveerse para ello. Non credas inimico tuo in aeternum... In labiis suis indulcat, et in corde suo insidiatur ut subvertat te in foveam; in oculis suis lacrymatur, et si invenerit tempus non satiabitur sanguine; como si dijera: «jamás creas a tu enemigo; porque te dirá palabras dulces y sabrosas, y en su corazón está poniendo asechanzas para matarte; llora con los ojos, y si halla ocasión conveniente para aprovecharse de ti, no se hartará de tu sangre».

Desto tenemos manifiesto ejemplo en la divina Escritura. Porque, estando el pueblo de Israel cercado en Betulia y fatigado de sed y de hambre, salió aquella famosa mujer Judit con ánimo de matar a Holofernes; y caminando para el ejército de los asirios, fue presa de las centinelas y guardas. Y preguntándole dónde iba, respondió con ánimo doblado: «Yo soy hija de los hebreos que vosotros tenéis cercados, y vengo huyendo por tener entendido que han de venir a vuestras manos y que los habéis de maltratar por no se haber querido dar a vuestra misericordia; por tanto determiné de irme a Holofernes y descubrirle los secretos de esta gente obstinada, y mostrarle por dónde les pueda entrar sin que le cueste un soldado». Puesta ya Judit delante de Holofernes, se postró por el suelo, y, juntas las manos, le comenzó a adorar y decir las palabras más engañosas que a hombre se han dicho en el mundo en tanto que creyó Holofernes, y todos los de su Consejo, que les decía la verdad. Y no olvidaba ella de lo que traía en el corazón, buscó una conveniente ocasión y cortóle la cabeza.

La contraria condición tiene el amigo y, por tanto ha de ser siempre creído. Y, así, le estuviera mejor a Holofernes dar crédito a Achior; pues era su amigo, y con celo de que no saliera deshonrado de aquel cerco le dijo: «Señor, sabé primero si este pueblo ha pecado contra su Dios, porque si es así, él mismo os lo entregará sin que lo conquistéis; pero si está en su gracia, tené entendido que él los defenderá y no podremos vencerles». Del cual aviso se enojó Holofernes, como hombre confiado, dado a mujeres y que bebía vino, las cuales tres cosas desbaratan el consejo que es necesario en el arte militar. Y así, dijo Platón que le había contentado aquella ley que tenían los cartagineses, por la cual mandaban que el capitán general, estando en el ejército, no bebiese vino; porque este licor, como dice Aristóteles, hace a los hombres de ingenio turbulento y les da ánimo demasiado, como se mostró Holofernes en aquellas palabras tan furiosas que dijo a Achior.

El ingenio, pues, que es menester para los embustes y engaños, así para hacerlos como para entenderlos y hallar el remedio que tienen, apuntólo Cicerón trayendo la descendencia de este nombre, versutia, el cual dice que viene de este verbo, versor, -aris; porque los que son mañosos, astutos, doblados y cavilosos, en un momento atinan al engaño, y menean la mente con facilidad. Y así lo ejemplificó el mesmo Cicerón diciendo: Chrisippus, homo sine dubio versutus et callidus: versutus appello quorum celeriter mens versatur.

Esta propriedad de atinar presto al medio es solercia y pertenece a la imaginativa. Porque las potencias que consisten en calor hacen de presto la obra; y por eso los hombres de grande entendimiento no valen nada para la guerra, porque esta potencia es muy tarda en su obra, y amiga de rectitud, de llaneza, de simplicidad y misericordia, todo lo cual suele hacer mucho daño en la guerra. Y fuera de esto, no saben astucias ni ardides, ni entienden cómo se pueden hacer; y, así les hacen muchos engaños porque de todos se fían. Estos son buenos para tratar con amigos, entre los cuales no es menester la prudencia de la imaginativa, sino la rectitud y simplicidad del entendimiento; el cual no admite dobleces ni hacer mal a nadie. Pero para con el enemigo no valen nada, porque éste trata siempre de ofender con engaños, y es menester tener el mesmo ingenio para poderse amparar. Y así avisó Cristo nuestro redentor a sus discípulos diciendo: ecce mitto vos sicut oves in medio luporum: estote ergo prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae; como si les dijera: «mirá que os envío como ovejas en medio de los lobos: sed prudentes como las serpientes y simples como palomas». De la prudencia se ha de usar con el enemigo, y de la llaneza y simplicidad con el amigo.

Luego si el capitán no ha de creer a su enemigo y ha de pensar siempre que le quiere engañar, es necesario que tenga una diferencia de imaginativa adivinadora, solerte y que sepa conocer los engaños que vienen debajo de alguna cubierta; porque la mesma potencia que los halla, ésa sola puede inventar los remedios que tienen.

Otra diferencia de imaginativa parece que es la que finge los ingenios y maquinamientos con que se ganan las fuerzas inexpugnables, la que ordena el campo y pone cada escuadrón en su lugar, y la que conoce la ocasión de acometer y retirarse, la que hace los tratos, conciertos y capitulaciones con el enemigo. Para todo lo cual es tan impertinente el entendimiento como los oídos para ver. Y, así, yo no dudo sino que el arte militar pertenece a la imaginativa, porque todo lo que el buen capitán ha de hacer, dice consonancia, figura y correspondencia.

La dificultad está ahora en señalar con qué diferencia de imaginativa en particular se ha de ejercitar la guerra. Y en esto no me sabría determinar con certidumbre, por ser conocimiento tan delicado; pero yo sospecho que pide un grado más de calor, que la práctica de la medicina, y que allega la cólera a quemarse del todo. Vese esto claramente porque los capitanes muy mañosos y astutos no son muy animosos ni amigos de romper ni dar la batalla, antes con embustes y engaños hacen a su salvo los hechos. La cual propriedad contentó más a Vegecio que otra ninguna: boni enim duces, non aperto praelio in quo est commune periculum, sed ex occulto semper attentant ut, integris suis, quantum possunt hostes interimant, certe aut terreant; como si dijera: «los buenos capitanes no son aquellos que pelean a cureña rasa y ordenan una batalla campal y rompen a su enemigo, sino los que con ardides y mañas le destruyen sin que les cueste un soldado».

El provecho desta manera de ingenio tenía bien entendido el Senado romano. Porque, puesto caso que algunos famosos capitanes que tuvo vencían muchas batallas, pero, venidos a Roma a recebir el triunfo y gloria de sus hazañas, eran tantos los llantos que hacían los padres por sus hijos, y los hijos por los padres, y las mujeres por los maridos, y los hermanos por sus hermanos, que no se gozaba de los juegos y pasatiempos con la lástima de los que en la batalla quedaban muertos. Por donde determinó el Senado de no buscar capitanes tan valientes ni que fuesen amigos de romper, sino hombres algo temerosos y muy mañosos, como Quinto Fabio. Del cual, se escribe que por maravilla arriscaba el ejército romano en ninguna batalla campal, mayormente estando desviado de Roma, donde en el mal suceso no podía ser de presto socorrido: todo era dar largas al enemigo y buscar ardides y mañas, con los cuales hacía grandes hechos y conseguía muchas victorias sin pérdida de un soldado. Éste era recebido en Roma con grande alegría de todos, porque si cien mil soldados sacaba, esos mesmos volvía, salvo aquellos que de enfermedad se morían. La grita que las gentes le daban era la que dijo Ennio: unus homo nobis cunctando restituit rem; como si dijera: «uno, dando largas al enemigo, nos hace señores del mundo y nos vuelve nuestros soldados». Al cual, después, han procurado imitar algunos capitanes; y por no tener su ingenio y maña dejaron muchas veces pasar la ocasión del pelear, de donde nacieron mayores daños e inconvenientes que si de presto rompieran.

También podemos traer por ejemplo aquel famoso capitán de los cartagineses de quien escribe Plutarco estas palabras: «Aníbal, cuando hubo conseguido aquesta tan grande victoria, mandó que liberalmente, sin rescate, se dejasen muchos presos del nombre itálico, porque la fama de su humanidad y perdón se divulgase por los pueblos, aunque su ingenio era muy ajeno de estas virtudes. Él, de su natural, fue fiero e inhumano; e de tal manera fue disciplinado desde su primera puericia, que él no había aprendido leyes ni civiles costumbres, mas guerras, muertes y enemigables traiciones. Así que vino a ser muy cruel capitán, e muy malicioso en engañar a los hombres, y siempre puesto en cuidado de cómo podría engañar a su enemigo. E cuando ya no pudiese por manifiesta pelea vencer, buscaba engaños, según de ligero pareció en la presente batalla, y de lo que antes acometió contra Sempronio cerca del río Trebia».

Las señales con que se ha de conocer el hombre que tuviere esta manera de ingenio son muy extrañas y dignas de contemplar. Y, así, dice Platón que el hombre que fuere muy sabio en este género de habilidad que vamos tratando no puede ser valiente ni bien acondicionado. Porque la prudencia dice Aristóteles que consiste en frialdad, y el ánimo y valentía en calor; y así como estas dos calidades son repugnantes y contrarias, es imposible ser un hombre muy animoso y prudente. Por donde, es necesario que se queme la cólera, y se haga atrabilis, para ser el hombre prudente. Pero donde hay este género de melancolía (por ser fría) luego nace temor y cobardía. De manera que la astucia y maña pide calor, por ser obra de la imaginativa; pero no en tanto grado como la valentía. Y, así, se contradicen en la intensión. Pero en esto hay una cosa digna de notar: que de las cuatro virtudes morales (justicia, prudencia, fortaleza y temperancia), las dos primeras han menester ingenio y buen temperamento para poderlas ejercitar. Porque si un juez no tiene entendimiento para alcanzar el punto de la justicia, poco aprovecha la voluntad de dar la hacienda a cuya es: con buena intención puede errar y quitarla a su dueño. Lo mesmo se entiende de la prudencia; porque si la voluntad bastase para hacer las cosas bien ordenadas, ninguna obra buena ni mala errarían los hombres. Ningún ladrón hay que no trate de hurtar de manera que no sea visto; ni hay capitán que no desea tener prudencia para vencer a su enemigo. Pero el ladrón que no tiene ingenio para hurtar, con maña luego es descubierto, y el capitán que carece de imaginativa presto es vencido.

La fortaleza y temperancia son dos virtudes que el hombre tiene en la mano, aunque le falte la disposición natural. Porque si quiere estimar en poco su vida y ser valiente, bien lo puede hacer; pero si es valiente por disposición natural, muy bien dicen Aristóteles y Platón que es imposible ser prudente aunque quiera. De manera que, según esto, no es repugnancia juntarse la prudencia con el ánimo y valentía; porque el prudente y sabio tiene entendido que por el ánima ha de poner la honra, y por la honra la vida, y por la vida la hacienda; y así lo secuta. De aquí nace que los nobles, por ser tan honrados, son tan valientes, y no hay quien más trabajos padezca en la guerra (con estar criados en muchos regalos) a trueque que no les digan cobardes. Por esto se dijo: «Dios os libre de hidalgo de día y fraile de noche»; que el uno por ser visto y el otro porque no le conozcan, pelean con ánimo doblado.

En esta mesma razón está fundada la religión de Malta: que sabiendo cuánto importa la nobleza para ser un hombre valiente, manda por constitución que los de su hábito todos sean hijosdalgos de padre y de madre, pareciéndole que por esta causa pelearían cada uno por dos abolorios. Pero si a un hidalgo le dijesen que asentase un campo y que le diese el orden con que se había de romper al enemigo, si no tenía ingenio para ello haría y diría mil disparates, porque la prudencia no está en mano de los hombres; pero si le mandasen que guardase un portillo, bien se podían descuidar con él aunque naturalmente fuese cobarde.

La sentencia de Platón se ha de entender cuando el hombre prudente sigue su inclinación natural y no la rige con la razón. Y, así, es verdad que el hombre muy sabio no puede ser valiente por disposición natural; porque la cólera adusta que le hace prudente, ésa dice Hipócrates que le hace temeroso y cobarde.

La segunda propriedad que no puede tener el hombre que alcanzare esta diferencia de ingenio es ser blando y de buena condición. Porque alcanza muchas tretas con la imaginativa, y sabe que por cualquier error y descuido se viene a perder un ejército, hace el caso de ello que es menester. Pero la gente de poco saber llama desasosiego al cuidado; al castigo, crueldad; a la remisión, misericordia, y al sufrir y disimular las cosas mal hechas, buena condición; y esto realmente nace de ser los hombres necios, que no alcanzan el valor de las cosas ni por donde se han de guiar; pero los prudentes y sabios no tienen paciencia ni pueden sufrir las cosas que van mal guiadas, aunque no sean suyas: por donde viven muy poco y con muchos dolores de espíritu. Y, así, decía Salomón: dedi quoque cor meum ut scirem prudentiam atque doctrinam, erroresque et stultitiam, et agnovi quod in his quoque esset labor et afflictio spiritus, eo quod tu multa sapientia multa sit indignatio, et qui addit ad scintiam addit ad dolorem; como si dijera: «yo fui nescio y sabio, y hallé que en todo hay trabajo; pero el que a su entendimiento le da mucha sabiduría luego adquiere mala condición y dolores». En las cuales palabras parece dar a entender Salomón que vivía más a su contento siendo nescio, que cuando le dieron sabiduría.

Y así es ello realmente, que los nescios viven más destacados, porque ninguna cosa les da pena ni enojo, ni piensan que en saber nadie les hace ventaja; a los cuales llama el vulgo ángeles del cielo, viendo que ninguna cosa les ofende, ni se enojan, ni riñen las cosas mal hechas, y pasan por todo. Y si considerasen la sabiduría y condición de los ángeles, verían que es palabra mal sonante y aun caso de Inquisición; porque dende que tenemos uso de razón hasta que morimos no hacen otra cosa sino reñirnos las cosas mal hechas y avisarnos de lo que nos conviene hacer. Y si como nos hablan en su lenguaje espiritual (moviendo la imaginativa) nos dijesen con palabras materiales su parecer, los terníamos por importunos y mal acondicionados; y si no, miremos qué tal pareció aquel ángel, que refiere san Mateo, a Herodes y a la mujer de su hermano Filipo, pues por no oírle su reprensión le cortaron la cabeza.

Más acertado sería, a estos hombres que el vulgo neciamente llama ángeles del cielo, decir que son asnos de la tierra. Porque, entre los brutos animales, dice Galeno que no hay otro más tonto ni de menos ingenio que el asno, aunque en memoria los vence a todos: ninguna carga rehúsa, por donde lo llevan va sin ninguna contradicción, no tira coces ni muerde, no es fugitivo ni malicioso, si le dan de palos no se enoja, todo es hecho al contento y gusto del que lo ha menester. Estas mesmas propriedades tienen los hombres a quien el vulgo llama ángeles del cielo; la cual blandura les nace de ser necios y faltos de imaginativa y tener remisa la facultad irascible. Y ésta es muy grande falta en el hombre y arguye estar mal compuesto. Ningún ángel ni hombre ha habido en el mundo de mejor condición que Cristo nuestro redentor; y entrando un día en el templo dio muy buenos azotes a los que halló vendiendo mercadurías. Y es la causa que la irascible es el verdugo y espada de la razón. Y el hombre que no riñe las cosas mal hechas, o lo hace de necio o por ser falto de irascible.

De manera que el hombre sabio por maravilla es blando ni de la condición que querrían los malos. Y, así, los que escriben la historia de Julio César están espantados de ver cómo los soldados podían sufrir un hombre tan áspero y desabrido; y nacíale de tener el ingenio que pide la guerra.

La tercera propriedad que tienen los que alcanzan esta diferencia de ingenio es ser descuidados de ornamento de su persona. Son casi todos desaliñados, sucios, las calzas caídas, llenas de rugas, la capa mal puesta, amigos del sayo viejo y de nunca mudar el vestido.

Esta propriedad cuenta Lucio Floro que tenía aquel famoso capitán Viriato, de nación portugués, del cual dice y afirma (encareciendo su grande humildad) que menospreciaba tanto los aderezos de su persona, que no había soldado particular en todo su ejército que anduviese peor vestido. Y realmente no era virtud, ni lo hacía con arte, sino que es efecto natural de los que tienen esta diferencia de imaginativa que vamos buscando.

El desaliño de Julio César engañó grandemente a Cicerón. Porque preguntándole, después de la batalla, la razón que le había movido a seguir las partes de Pompeyo, cuenta Macrobio que respondió: praecinctura me fefellit; como si dijera: «engañóme ver que Julio César era un hombre desaliñado y que nunca traía pretina», a quien los soldados, por baldón, le llamaban ropa suelta. Y esto le había de mover para entender que tenía el ingenio que pedía el consejo de la guerra; como lo atinó Sila (cuenta Tranquilo), que viendo el desaliño que tenía Julio César siendo niño, avisó a los romanos diciendo: cavete puerum male praecinctum; como si les dijera: «guardaos, romanos, de aquel muchacho mal ceñido».

De Aníbal nunca acaban de contar los historiadores el descuido que tenía en el vestir y calzar, y cuán poco se daba por andar pulido y aseado. El ofenderse (notablemente) con los pelillos de la capa, y tener mucho cuidado de que anden tiradas las calzas y que el sayo asiente bien sin que haga rugas, pertenece a una diferencia de imaginativa de muy bajos quilates, y que contradice al entendimiento y a esta diferencia de imaginativa que pide la guerra.

La cuarta señal es tener la cabeza calva. Y está la razón muy clara. Porque esta diferencia de imaginativa reside en la parte delantera de la cabeza, como todas las demás, y el demasiado calor quema el cuero de la cabeza y cierra los caminos por donde han de pasar los cabellos; aliende que la materia de que se engendraron, dicen los médicos, que son los excrementos que hace el celebro al tiempo de su nutrición, y con el gran fuego que allí hay todos se gastan y consumen, y así falta materia de que poderse engendrar.

La cual filosofía si alcanzara julio César, no se corriera tanto de tener la cabeza calva; el cual, por cubrirla, hacía volver con maña a la frente parte de los cabellos que habían de caer al colodrillo. Y de ninguna cosa dice Tranquilo que gustara tanto, como si el Senado mandara que trujera siempre la corona de laurel en la cabeza, no más de por cubrir la calva. Otro género de calva nace de ser el celebro duro y terrestre y de gruesa composición, pero es señal de ser el hombre falto de entendimiento, de imaginativa y memoria.

La quinta señal en que se conocen los que alcanzan esta diferencia de imaginativa es que los tales tienen pocas palabras y muchas sentencias. Y es la razón que, siendo el celebro duro y seco, por fuerza han de ser faltos de memoria, a quien pertenece la copia de los vocablos. El hallar mucho que decir nace de una junta que hace la memoria con la imaginativa en el primer grado de calor. Los que alcanzan esta junta de ambas potencias son ordinariamente muy mentirosos, y jamás les falta qué decir y contar aunque los estén escuchando toda la vida.

La sexta propriedad que tienen los que alcanzan esta diferencia de imaginativa es ser honestos y ofenderse notablemente con las palabras sucias y torpes. Y, así, dice Cicerón que los hombres muy racionales imitan la honestidad de Naturaleza, la cual puso en oculto las partes feas y vergonzosas que hizo para proveer las necesidades del hombre y no para hermosearle, y en éstas ni consiente poner los ojos ni que los oídos sufran sus nombres. Esto bien se puede atribuir a la imaginativa, y decir que se ofende con la mala figura de aquellas partes. Pero en el capítulo postrero damos razón de este efecto y lo reducimos al entendimiento; y juzgamos por faltos de entendimiento a los que no les ofende la deshonestidad. Y porque con la diferencia de imaginativa que pide el arte militar casi se junta el entendimiento, por eso los buenos capitanes son honestísimos. Y, así, en la historia de Julio César se hallará un acto de honestidad, el mayor que ha hecho hombre en el mundo. Y es que, estándole matando a puñaladas en el Senado, viendo que no podía huir la muerte, se dejó caer en el suelo, y con la vestidura imperial se compuso de tal manera, que después de muerto le hallaron tendido con grande honestidad, cubiertas las piernas y las demás partes que podrían ofender la vista.

La séptima propriedad, y más importante de todas, es que el capitán general sea bien afortunado y dichoso; en la cual señal entenderemos claramente que tiene el ingenio y habilidad que el arte militar ha menester. Porque, en realidad de verdad, ninguna cosa hay que ordinariamente haga a los hombres desastrados, y no sucederles siempre las cosas como desean es ser faltos de prudencia y no poner los medios convenientes que los hechos requieren. Por tener Julio César tanta prudencia en lo que ordenaba era el más bien afortunado de cuantos capitanes ha habido en el mundo, en tanto que en los grandes peligros animaba a sus soldados diciendo: «no temáis, que con vosotros va la buena fortuna de César».

Los filósofos estoicos tuvieron entendido que, así como había una causa primera, eterna, omnipotente y de infinita sabiduría, conocida por el orden y concierto de sus obras admirables, así hay otra imprudente y desatinada cuyas obras son sin orden ni razón y faltas de sabiduría, porque con una irracional afición da y quita a los hombres las riquezas, dignidades y honra. Llamáronla con este nombre: Fortuna, viendo que era amiga de los hombres que hacían sus cosas forte, que quiere decir acaso, sin pensar, sin prudencia ni guiarse por cuenta y razón. Pintábanla, para dar a entender sus costumbres y mañas, en forma de mujer, con un cetro real en la mano, vendados los ojos, puesta de pies sobre una bola redonda, acompañada de hombres necios, todos sin arte ni manera de vivir. Por la forma de mujer, notaban su gran liviandad y poco saber; por el cetro real, la confesaban por señora de las riquezas y honra; el tener vendados los ojos daba a entender el mal tiento que tiene en repartir estos dones; estar de pies sobre la bola redonda significa la poca firmeza que tiene en los favores que hace: con la mesma facilidad que los da los torna a quitar, sin tener en nada estabilidad.

Pero lo peor que en ella hallaron es que favorece a los malos y persigue a los buenos, ama a los necios y aborrece los sabios, los nobles abaja y a los viles ensalza, lo feo le agrada y lo hermoso le espanta. En la cual propriedad confiados muchos hombres que conocen su buena fortuna se atreven a hacer hechos locos y temerarios, y les suceden muy bien y otros hombres muy cuerdos y sabios, aun las cosas que van guiadas con mucha prudencia, no se atreven a ponerlas por obra, sabiendo ya por experiencia que estas tales tienen peores sucesos.

Cuán amiga sea la fortuna de gente ruin, pruébalo Aristóteles preguntando: cur divitiae, magna ex parte, ab hominibus pravis potius quam bonis habeantur?; como si dijera: «¿qué es la razón que, por la mayor parte, las riquezas están en poder de los malos y la pobreza en los buenos?». Al cual problema responde: an quia fortuna caeca est; discernere sibi atque seligere quod melius non potest; como si respondiera: «que la fortuna es ciega y no tiene discreción para elegir lo mejor». Pero ésta es respuesta indigna de tan gran filósofo. Porque ni hay Fortuna que dé las riquezas a los hombres; y, puesto caso que la hubiera, no da la razón por qué favorece siempre a los malos y desecha los buenos. La verdadera solución de esta pregunta es que los malos son muy ingeniosos, y tienen fuerte imaginativa para engañar comprando y vendiendo, y saben granjear la hacienda y por dónde se ha de adquirir; y los buenos carecen de imaginativa, muchos de los cuales han querido imitar a los malos y, tratando con el dinero, en pocos días perdieron el caudal.

Esto notó Cristo nuestro redentor viendo el habilidad de aquel mayordomo a quien su señor tomó cuenta, que, quedándose con buena parte de su hacienda, le dio finiquitos de la administración. La cual prudencia (aunque fue para mal) alabó Dios y dijo: quia filii hujus saeculi prudentiores filiis lucis in generatione sua sunt; como si dijera: «más prudentes son los hijos de este siglo en sus invenciones Y mañas, que los que son del bando de Dios». Porque éstos ordinariamente son de buen entendimiento, con la cual potencia se aficionan a su ley, y carecen de imaginativa, a la cual potencia pertenece el saber vivir en el mundo. Y, así, muchos son buenos moralmente porque no tienen habilidad para ser malos. Esta manera de responder es más llana y palpable. Por no atinar los filósofos naturales a ella, fingieron una causa tan estulta y desatinada como es la Fortuna, a quien atribuyesen los malos y buenos sucesos, y no a la imprudencia o mucho saber de los hombres.

Cuatro diferencias de gentes se hallan en cada república (si alguno las quisiere buscar): unos hombres hay que son sabios y no lo parecen, otros lo parecen y no lo son, otros ni lo son ni lo parecen. Hay unos hombres callados, tardos en hablar, pesados en responder, no polidos ni con ornamento de palabras, y dentro de sí tienen ocultada una potencia natural tocante a la imaginativa, con la cual conocen el tiempo, la ocasión de lo que han de hacer, el camino por donde lo han de guiar, sin comunicarlo con nadie ni darlo a entender. A éstos llama el vulgo dichosos y bien afortunados, pareciéndole que con poco saber y prudencia se les viene todo a la mano. En contrario, hay otros hombres de grande elocuencia en hablar y decir, grandes trazadores, hombres que tratan de gobernar todo el mundo, y que fingen que con poco dinero se podría ganar de comer, que al parecer de la gente vulgar no hay más que saber; y, venidos a la obra, todo se les deshace en las manos. Estos se quejan de la Fortuna y la llaman ciega, loca y bruta, porque las cosas que hacen y ordenan con mucha prudencia hace que no tengan buen fin. Y si hubiera Fortuna que pudiera responder por sí, les dijera: «Vosotros sois los nescios, locos y desatinados, que, siendo imprudentes, os tenéis por sabios y, poniendo malos medios, queréis buenos sucesos». Este linaje de hombres tiene una diferencia de imaginativa que pone ornamento y afeite en las palabras y razones, y les hace parecer lo que no son.

Por donde concluyo que el capitán general que tuviere el ingenio que pide el arte militar y mirare primero muy bien lo que quiere hacer será muy afortunado y dichoso; y si no, por demás es pensar que saldrá con ninguna victoria. Si no es que Dios pelea por él, como lo hacía con los ejércitos de Israel; y, con todo eso, se eligían los más sabios y prudentes capitanes que había, porque ni conviene dejarlo todo a Dios ni fiarse el hombre de su ingenio y habilidad: mejor es juntarlo todo, porque no hay otra fortuna sino Dios y la buena diligencia del hombre.

El que inventó el juego del ajedrez hizo un modelo del arte militar, representado en él todos los pasos y contemplaciones de la guerra, sin faltar ninguno. Y de la manera que en este juego no hay fortuna, ni se puede llamar dichoso el jugador que vence a su contrario, ni el vencido desdichado, así el capitán que venciere se ha de llamar sabio y el vencido ignorante, y no dichoso ni mal afortunado.

Lo primero que ordenó en este juego fue que, en dando mate al rey, quedase el contrario victorioso, para dar a entender que todas las fuerzas de un ejército están puestas en la buena cabeza del que lo rige y gobierna. Y para hacer de ello demostración, dio tantas piezas a uno como a otro, por que cualquiera que perdiese tuviese entendido que le faltó el saber y no la fortuna. De lo cual se hace mayor evidencia considerando que un gran jugador a otro de menos cabeza le da la mitad de las piezas, y con todo eso le gana el juego. Y así lo notó Vegecio diciendo: pauciores numero et inferioribus viribus, superventus et insidias facientes sub bonis ducibus, reportarunt saepe victoriam; como si dijera: «muchas veces acontece que pocos soldados y flacos vencen a los muchos y fuertes, si son gobernados por un capitán que sabe hacer muchos embustes y engaños».

Puso también que los peones no pudiesen volver atrás para avisar al capitán general que cuente bien las tretas antes que envíe los soldados al hecho; porque, si salen erradas, antes conviene que mueran en el puesto que volver las espaldas. Porque no ha de saber el soldado que hay tiempo de huir ni acometer en la guerra si no es por orden del que los gobierna; y, así, en tanto que le durase la vida, ha de guardar su portillo so pena de infame. Junto con esto puso otra ley: que el peón que corriere siete casas sin que le prendan, reciba nuevo ser de dama y pueda andar por donde quisiere y asentarse junto al rey, como pieza libertada y noble. En lo cual se da a entender que importa mucho en la guerra, para hacer los soldados valientes, pregonar intereses, campos francos y honras a los que hicieren hechos señalados. Especialmente si la honra y provecho ha de pasar a sus descendientes, entonces lo hacen con mayor ánimo y valentía. Y, así, dice Aristóteles que en más estima el hombre el ser universal de su linaje, que su vida en particular.

Esto entendió bien Saúl cuando echó un bando en su ejército que decía: virum qui percusserit eum, ditabit rex divitiis magnis, et filiam suam dabit ei, et domum patris eius fatiet absque tributo in Israel; como si dijera: «cualquier soldado que matare a Golías le dará el rey muchas riquezas y le casará con su hija, y la casa de su padre quedará libre de pechos y servicios». Conforme a este bando, había un fuero en España que disponía que cualquier soldado que por sus buenos hechos mereciese devengar quinientos sueldos de paga (que era la más subida ventaja que se daba en la guerra) quedase, él y todos sus descendientes, para siempre jamás libres de pechos y servicios.

Los moros (como son grandes jugadores de ajedrez) tienen ordenados siete escalones en la paga, a imitación de las siete casas que ha de andar el peón para que sea dama. Y, así, los van subiendo de una paga a dos, y de dos a tres, hasta llegar a siete conforme a los hechos que hiciere el soldado; y si es tan valeroso que mereciere tirar tan subida ventaja como siete, se la dan, y por esta causa los llaman septenarios o matasiete; los cuales tienen grandes libertades y esenciones, como en España los hidalgos.

La razón de esto es muy clara en filosofía natural. Porque ninguna facultad hay, de cuantas gobiernan al hombre, que quisiera obrar de buena gana si no hay interés delante que la mueva. Lo cual prueba Aristóteles de la potencia generativa; y en las demás corre la mesma razón. El objeto de la facultad irascible ya hemos dicho atrás que es la honra y provecho; y si esto falta, luego cesa el ánimo y valentía.

De todo esto se entenderá la gran significación que tiene el hacerse dama el peón que (sin prenderle) corre siete casas. Porque todas cuantas buenas noblezas ha habido en el mundo y habrá han nacido, y nacerán, de peones y hombres particulares, los cuales con el valor de su persona hicieron tales hazañas, que merecieron para sí y para sus descendientes título de hijosdalgo, caballeros, nobles, condes, marqueses, duques y reyes. Verdad es que hay algunos tan ignorantes y faltos de consideración, que no admiten que su nobleza tuvo principio, sino que es eterna, y convertida en sangre, no por merced del rey particular, sino por creación sobrenatural y divina.

A propósito de este punto (aunque se va algo apartando de la materia) no puedo dejar de referir aquí un coloquio muy avisado que pasó entre el príncipe don Carlos, nuestro señor, y el doctor Suárez de Toledo, siendo su alcalde de corte en Alcalá de Henares.

PRÍNCIPE.- Doctor, ¿qué os parece de este pueblo?

DOCTOR.- Señor, muy bien, porque tiene el mejor cielo y suelo que lugar tiene en España.

PRÍNCIPE.- Por tal lo han escogido los médicos para mi salud. ¿Habéis visto la Universidad?

DOCTOR.- No, señor.

PRÍNCIPE.- Velda, que es cosa muy principal y donde me dicen se leen muy bien las ciencias.

DOCTOR.- Por cierto que para ser un Colegio y Estudio particular, que tiene mucha fama; y, así, debe ser en la obra como vuestra alteza dice.

PRÍNCIPE.- ¿Dónde estudiastes vos?

DOCTOR.- Señor, en Salamanca.

PRÍNCIPE.- ¿Y sois doctor por Salamanca?

DOCTOR.- No, señor.

PRÍNCIPE.- Eso me parece muy mal, estudiar en una Universidad y graduarse en otra.

DOCTOR.- Sepa vuestra alteza que el gasto de Salamanca en los grados es excesivo, y por eso los pobres huimos de él y nos vamos a lo barato, entendiendo que el habilidad y las letras no las recibimos del grado, sino del estudio y trabajo. Aunque no eran mis padres tan pobres, que, si quisieran, no me graduaran por Salamanca; pero ya sabe vuestra alteza que los doctores de esta Universidad tienen las mesmas franquezas que los hijosdalgo de España, y a los que lo somos por naturaleza nos hace daño esta esención, a lo menos a nuestros descendientes.

PRÍNCIPE.- ¿Qué rey de mis antepasados hizo a vuestro linaje hidalgo?

DOCTOR.- Ninguno, porque sepa vuestra alteza que hay dos géneros de hijosdalgo en España: unos son de sangre y otros de privilegio. Los que son de sangre, como yo, no recibieron su nobleza de manos del rey, y los de privilegio, sí.

PRÍNCIPE.- Eso es para mí muy dificultoso de entender, y holgaría que me lo pusiésedes en términos claros; porque si mi sangre real (contando desde mí, y luego a mi padre, y tras él a mi abuelo, y así los demás por su orden) se viene a acabar en Pelayo, a quien por muerte del rey Don Rodrigo lo eligieron por rey, no lo siendo. Si así contásemos vuestro linaje, ¿no verníamos a parar en uno que no fuese hidalgo?

DOCTOR.- Ese discurso no se puede negar, porque todas las cosas tuvieron principio.

PRÍNCIPE.- Pues pregunto yo ahora: ¿de dónde hubo la hidalguía aquel primero que dio principio a vuestra nobleza? Él no pudo libertarse a sí ni eximirse de los pechos y servicios que hasta allí habían pagado al rey sus antepasados, porque esto era hurto y alzarse por fuerza con el patrimonio real, y no es razón que los hidalgos de sangre tengan tan ruin principio como éste. Luego claro está que el rey le libertó y le hizo merced de aquella hidalguía. O dadme vos de dónde la hubo.

DOCTOR.- Muy bien concluye vuestra alteza; y así es verdad que no hay hidalguía verdadera que no sea hechura del rey. Pero llamamos hidalgos de sangre aquellos que no hay memoria de su principio, ni se sabe por escritura en qué tiempo comenzó ni qué rey hizo la merced; la cual oscuridad tiene la república recebida por más honrosa, que saber distintamente lo contrario. (Etc.).

La república hace también hidalgos; porque, en saliendo un hombre valeroso, de grande virtud y rico, no le osa empadronar, pareciéndole que es desacato y que merece por su persona vivir en libertad y no igualarle con la gente plebeya. Esta estimación, pasando a los hijos y nietos, se va haciendo nobleza; y van adquiriendo derecho contra el rey. Éstos no son hidalgos de quinientos sueldos; pero como no se puede probar, pasan por tales.

El español que inventó este nombre, hijodalgo, dio bien a entender la doctrina que hemos traído. Porque, según su opinión, tienen los hombres dos géneros de nacimiento: el uno es natural, en el cual todos son iguales, y el otro, espiritual. Cuando el hombre hace algún hecho heroico o alguna extraña virtud y hazaña, entonces nace de nuevo, y cobra otros mejores padres, y pierde el ser que antes tenía: ayer se llamaba hijo de Pedro y nieto de Sancho; ahora se llama hijo de sus obras (de donde tuvo origen el refrán castellano que dice cada uno es hijo de sus obras). Y porque las buenas y virtuosas llama la divina Escritura algo, y a los vicios y pecados nada, compuso este nombre, hijosdalgo; que querrá decir ahora: «Descendiente del que hizo alguna extraña virtud por donde mereció ser premiado del rey o de la república, él y todos sus descendientes para siempre jamás». La ley de la Partida dice que hijodalgo quiere decir hijo de bienes. Y si entiende de bienes temporales, no tiene razón; porque hay infinitos hijosdalgo pobres, e infinitos ricos que no son hijosdalgo. Pero si quiere decir hijo de bienes que llamamos virtudes, tiene la mesma significación que dijimos. Del segundo nacimiento que han de tener los hombres fuera del natural, hay manifiesto ejemplo en la divina Escritura, donde Cristo nuestro redentor reprende a Nicodemus, porque, siendo doctor de la ley, no sabía que era necesario tornar el hombre a nacer de nuevo para tener otro mejor ser y otros padres más honrados que los naturales. Y, así, todo el tiempo que el hombre no hace algún hecho heroico se llama, en esta significación, hijo de nada, aunque por sus antepasados tenga nombre de hijodalgo.

A propósito de esta doctrina quiero contar aquí un coloquio que pasó entre un capitán muy honrado y un caballero que se preciaba mucho de su linaje; en el cual se verá en qué consiste la honra, y cómo ya todos saben de este nacimiento segundo. Estando, pues, este capitán en un corrillo de caballeros, tratando de la anchura y libertad que tienen los soldados en Italia, en cierta pregunta que uno de ellos le hizo le llamó vos, atento que era natural de aquella tierra y hijo de unos padres de baja fortuna y nacido en una aldea de pocos vecinos. El capitán, sentido de la palabra, respondió diciendo: «Señor, sepa vuestra señoría que los soldados que han gozado de la libertad de Italia no se pueden hallar bien en España por las muchas leyes que hay contra los que echan mano a la espada». Los otros caballeros, viendo que le llamaba señoría, no pudieron sufrir la risa; de lo cual corrido el caballero, les dijo de esta manera: «Sepan vuestras mercedes que la señoría de Italia es en España merced, y como el señor capitán viene hecho al uso y costumbre de aquella tierra, llama señoría a quien ha de decir merced». A esto respondió el capitán diciendo: «No me tenga vuestra señoría por hombre tan nescio que no me sabré acomodar al lenguaje de Italia estando en Italia, y al de España estando en España. Pero quien a mí me ha de llamar vos en España, por lo menos ha de ser señoría de España, y se me hará muy de mal». El caballero, medio atajado, le replicó diciendo: «Pues cómo, señor capitán, ¿no sois natural de tal parte? ¿Y hijo de Fulano? Y, con esto, ¿no sabéis quién soy yo e mis antepasados?». «Señor, dijo el capitán, bien sé que vuestra señoría es muy buen caballero y que sus padres lo fueron también; pero yo y mi brazo derecho, a quien ahora reconozco por padre, somos mejores que vos y todo vuestro linaje».

Este capitán aludió al segundo nacimiento que tienen los hombres, en cuanto dijo yo y mi brazo derecho, a quien ahora reconozco por padre. Y tales obras podía haber hecho con su buena cabeza y espada, que igualase el valor de su persona con la nobleza de caballero.

Por la mayor parte (dice Platón) son contrarias la ley y Naturaleza; porque sale un hombre de sus manos con un ánimo prudentísimo, ilustre, generoso, libre, y con ingenio para mandar a todo el mundo, y por nacer en casa de Amicla (que era un villano muy bajo) quedó por la ley privado del honor y libertad en que Naturaleza le puso; por lo contrario, vemos otros cuyo ingenio y costumbres fueron ordenadas para ser esclavos y siervos, y por nacer en casas ilustres quedan por ley hechos señores. Pero una cosa no se ha notado mil siglos atrás, y es digna de considerar: que por maravilla salen hombres muy hazañosos, o de grande ingenio para las ciencias y armas, que no nazcan en aldeas o lugares pajizos, y no en ciudades muy grandes. Y es el vulgo tan ignorante, que toma por argumento en contrario nacer en lugares pequeños; de lo cual tenemos manifiesto ejemplo en la divina Escritura: que espantado el pueblo de Israel de las grandezas de Cristo nuestro redentor, dijo: a Nazareth potest quidquam boni exire? Como si dijera: «¿es posible que de Nazareth pudo salir cosa buena?».

Pero volviendo al ingenio de este capitán que hemos dicho, él debía juntar mucho entendimiento con la diferencia de imaginativa que pide el arte militar; y, así, apuntó en este coloquio mucha doctrina, de la cual podremos coligir en qué consiste el valor de los hombres para ser estimados en la república.

Seis cosas me parece que ha de tener el hombre para que enteramente se pueda llamar honrado; y cualquiera de ellas que le falte, quedará su ser menoscabado. Pero no están todas constituidas en un mesmo grado ni tienen el mesmo valor ni quilates.

La primera y más principal es el valor de la propria persona, en prudencia, en justicia, en ánimo y valentía. Éste hace las riquezas y mayorazgos, de éste nacen los apellidos ilustres; deste principio tienen origen todas las noblezas del mundo. Y si no, vamos a las casas grandes de España, y hallaremos que casi todas tienen origen de hombres particulares, los cuales, con el valor de sus personas, ganaron lo que ahora tienen sus descendientes.

La segunda cosa que honra al hombre, después del valor de la persona, es la hacienda; sin la cual ninguno vemos ser estimado en la república.

La tercera es la nobleza y antigüedad de sus antepasados. Ser bien nacido y de claro linaje es una joya muy estimada, pero tiene una falta muy grande: que sola por sí es de muy poco provecho, así para el noble como para los demás que tienen necesidad. Porque ni es buena para comer, ni beber, ni vestir, ni calzar, ni para dar, ni fiar; antes hace vivir al hombre muriendo, privándose de los remedios que hay para cumplir sus necesidades. Pero, junta con la riqueza, no hay punta de honra que se le iguale. Algunos suelen comparar la nobleza al cero de la cuenta guarisma, el cual solo por sí no vale nada; pero, junto con otro número, le hace subir.

Lo cuarto que hace al hombre ser estimado es tener alguna dignidad o oficio honroso. Y por el contrario, ninguna cosa abaja tanto al hombre como ganar de comer en oficio mecánico.

La quinta cosa que honra al hombre es tener buen apellido y gracioso nombre que haga buena consonancia en los oídos de todos, y no llamarse Majagranzas o Majadero como yo los conozco. Léese en la General Historia de España que, viniendo dos embajadores de Francia a pedir al rey Don Alonso el nono una de sus hijas para casarla con el rey Filipo su señor, que la una de ellas era muy hermosa y se llamaba Urraca, y la otra no era tan graciosa pero tenía por nombre Blanca. Puestas ambas delante los embajadores, todos tuvieron entendido que echaran mano de la Doña Urraca por ser la mayor y más hermosa y estar más bien aderezada; pero, preguntando los embajadores por el nombre de cada una, les ofendió el apellido de Urraca, y escogieron a la Doña Blanca diciendo «que este nombre sería mejor recebido en Francia que el otro».

Lo sexto que honra al hombre es buen atavío de su persona, andar bien vestido y acompañado de muchos criados.

La buena descendencia de los hijosdalgo de España es de aquellos que, por el valor de su persona y las muchas hazañas que emprendieron, devengaban en la guerra quinientos sueldos de paga; el cual origen no han podido averiguar los escritores modernos, porque si no son las cosas que hallan escritas y dichas por otros, ninguno tiene propria invención. La diferencia que pone Aristóteles entre la memoria y reminiscencia es que, si la memoria ha perdido algo de lo que antes sabía, no tiene poder para tornarse a acordar si no lo aprende de nuevo; pero la reminiscencia tiene una gracia particular, que si algo se le ha olvidado, con muy poco que le quede, discurriendo sobre ello, torna a hallar lo que tenía perdido. Cuál sea el fuero que habla en favor de los buenos soldados está ya perdido, así en los libros como en la memoria de los hombres. Pero han quedado estas palabras: «Hijodalgo de devengar quinientos sueldos según fuero de España y de solar conocido»; sobre las cuales discurriendo y raciocinando, fácilmente se hallarán las compañeras.

Dando Antonio de Librija la significación de este verbo, vendico, -as, dice que significa «devengar para sí»; como si dijera: «tirar para sí aquello que se le debe por paga o derecho»; como ahora decimos en nueva manera de hablar: «tirar gajes del rey, o ventajas». Y es tan usado en Castilla la Vieja el decir «Fulano bien ha devengado su trabajo» cuando está bien pagado, que no hay entre la gente muy polida otra manera de hablar más a la mano. De esta significación tuvo origen el llamar «vengar» cuando alguno se paga de la injuria que otro le ha hecho; porque la injuria, metafóricamente, se llama deuda. Según esto, querrá decir ahora «Fulano es hijodalgo de devengar quinientos sueldos» que es descendiente de un soldado tan valeroso que, por sus hazañas, mereció tirar una paga tan subida como son quinientos sueldos; el cual por fuero de España era libertado, él y todas sus descendientes, de no pagar pechos ni servicios al rey. El solar conocido no tiene más misterio de que cuando entraba un soldado en el número de los que devengaban quinientos sueldos asentaban en los libros del rey el nombre del soldado, el lugar de donde era vecino y natural, quién eran sus padres y parientes, para la certidumbre de aquel a quien se le hacía tanta merced; como parece hoy día en el libro del Becerro que está en Simancas, donde se hallarán escritos los principios de casi toda la nobleza de España. La mesma diligencia hizo Saúl cuando David mató a Golías: que luego mandó a su capitán Abner que supiese de qua stirpe descendit hic adolescens; como si le dijera: «sábeme, Abner, de qué padres y parientes desciende este mancebo, o de qué casa en Israel». Antiguamente llamaban solar a la casa, así del villano como del hidalgo.

Pero ya que hemos hecho esta digresión, es menester volver al intento que llevamos, y saber de dónde proviene que en el juego del ajedrez (pues decimos que es el retrato de la milicia) se corre más el hombre de perder que a otro ninguno, sin que vaya interés ni se juegue de precio; y de dónde pueda nacer que los que están mirando vean más tretas que los que juegan, aunque sepan menos. Y lo que hace mayor dificultad es que hay jugadores que en ayunas alcanzan más tretas que habiendo comido, y otros después de comer juegan mejor.

La primera duda tiene poca dificultad. Porque ya hemos dicho que en la guerra, ni en el juego del ajedrez, no hay fortuna, ni se permite decir «quién tal pensara»: todo es ignorancia y descuido del que pierde y prudencia y cuidado del que gana. Y ser el hombre vencido en cosas de ingenio y habilidad, sin poder dar otra excusa ni achaque más que su ignorancia, no puede dejar de correrse; porque es racional y amigo de honra, y no puede sufrir que en las obras de esta potencia otro le haga ventaja.

Y, así, pregunta Aristóteles qué es la causa que los antiguos no consintieron que hubiese premios señalados para los que venciesen a otros en las ciencias, y los pusieron para el mayor saltador, corredor, tirador de barra y luchador. A esto responde que en las luchas y contiendas corporales súfrese poner jueces para juzgar el exceso que el uno hace al otro; porque podrán dar con justicia el premio al que venciere, porque es muy fácil conocer por la vista cuál salta más tierra y corre con mayor velocidad. Pero, en la ciencia, es muy dificultoso el tantear con el entendimiento cuál excede a cuál, por ser cosa tan espiritual y delicada; y si el juez quiere dar el premio con malicia, no todos lo podrán entender, por ser un juicio tan oculto al sentido de los que lo miran. Fuera de esta respuesta, da Aristóteles otra mejor, diciendo que los hombres no se dan mucho que otros les hagan ventaja en tirar, luchar, correr y saltar, por ser gracias en que nos sobrepujan los brutos animales; pero lo que no pueden sufrir con paciencia es que otro sea juzgado por más prudente y sabio; y, así, toman odio con los jueces y se procuran de ellos vengar, pensando que de malicia los quisieron afrentar. Y, para evitar estos daños, no consintieron que en las obras tocantes a la parte racional hubiese jueces ni premios. De donde se infiere que hacen mal las Universidades que señalan jueces y premios de primero, segundo y tercero, en licencias, a los que mejor examen hicieren. Porque aliende que acontecen cada día los inconvenientes que ha dicho Aristóteles, es contra la doctrina evangélica poner a los hombres en competencia de quién ha de ser el primero. Y que esto sea verdad parece claramente; porque, viniendo un día de camino los discípulos de Cristo nuestro redentor, trataron entre sí cuál de ellos había de ser el mayor; y estando ya en la posada, les preguntó su Maestro sobre qué habían hablado en el camino; pero ellos, aunque rudos, bien entendieron que no era lícita la cuestión, y así dice el Texto que no lo osaron decir. Pero como a Dios no se le esconde nada, les dijo desta manera: si quis vult primus esse, erit omnium novissimus et omnium minister; como si les dijera: «el que quisiere ser el primero ha de ser el postrero y siervo de todos». Los fariseos eran aborrecidos de Cristo nuestro redentor porque amant autem primos accubitus in caenis et primas cathedras in Sinagogis.

La razón principal en que se fundan los que reparten los grados desta manera es que, entendiendo los estudiantes que a cada uno han de premiar conforme a la muestra que diere, no dormirán ni comerán por no dejar el estudio, lo cual cesaría no habiendo premio para el que trabajare ni castigo para el que holgare y se echare a dormir. Pero es muy liviana y aparente, y presupone un falso muy grande, y es: que la ciencia se adquiere por trabajar siempre en los libros y oírla de buenos maestros y nunca perder lección. Y no advierten que si el estudiante no tiene el ingenio y habilidad que piden las letras que estudia, es por demás quebrarse de noche y de día la cabeza en los libros. Y es el error, desta manera, que entran en competencia dos diferencias de ingenio tan extrañas como esto: que el uno, por ser muy delicado, sin estudiar ni ver un libro adquiere la ciencia en un momento; y el otro, por ser rudo y torpe, trabajando toda la vida jamás sabe nada. Y vienen los jueces (los hombres) a dar primero a quien Naturaleza hizo hábil y no trabajó, y postrero al que nació sin ingenio y nunca dejó el estudio, como si el uno hubiera ganado las letras hojeando los libros, y el otro perdídolas por echarse a dormir. Es como si pusiesen premio a dos corredores, y el uno tuviese buenos pies y ligeros, y al otro le faltase una pierna. Si las Universidades no admitiesen a las ciencias sino aquellos que tienen ingenio para ellas, y todos fuesen iguales, muy bien era que hubiese premio y castigo, porque el que supiese más era claro que había trabajado más, y el que menos se había dado a holgar.

A la segunda duda se responde que, de la manera que los ojos han menester luz y claridad para ver las figuras y colores, así la imaginativa tiene necesidad de luz allá dentro en el celebro para ver los fantasmas que están en la memoria. Esta claridad no la da el sol ni el candil ni la vela, sino los espíritus vitales que nacen en el corazón y se distribuyen por todo el cuerpo. Con esto, es menester saber que el miedo recoge todos los espíritus vitales al corazón y deja a oscuras el celebro y frías todas las demás partes del cuerpo; y, así, pregunta Aristóteles: cur voce et manibus et labio inferiori tremant qui metuunt? Como si dijera: «¿qué es la causa que los que tienen miedo les tiembla la voz, las manos y el labio inferior?». A lo cual responde que con el miedo se recoge el calor natural al corazón y deja frías todas las partes del cuerpo, y de la frialdad hemos dicho atrás (de opinión de Galeno) que entorpece todas las facultades y potencias del ánima y no las deja obrar. Con esto está ya clara la respuesta de la segunda duda; y es que los que están jugando al ajedrez tienen miedo de perder, por ser juego de pundonor y afrenta y no haber en él fortuna como hemos dicho; y recogiéndose los espíritus vitales al corazón, queda la imaginativa torpe por la frialdad, y los fantasmas a escuras, por las cuales dos razones no puede obrar bien el que juega. Pero los que están mirando, como no les va nada ni tienen miedo de perder, con menos saber alcanzan más tretas, por tener su imaginativa más calor y estar alumbradas las figuras con la luz de los espíritus vitales.

Verdad es que la mucha luz deslumbra también la imaginativa. Y acontece cuando el que juega está corrido y afrentado de ver que le ganan, entonces con el enojo crece el calor natural y alumbra más de lo que es menester. De todo lo cual está reservado el que mira. De aquí nace un efecto harto usado en el mundo: que el día que el hombre quiere hacer mayor muestra de sí y dar a entender sus letras y habilidad, aquel día lo hace peor. Otros hombres hay al revés, que, puestos en aprieto, hacen grande ostentación, y salidos de allí no saben nada. De todo lo cual está la razón muy clara. Porque el que tiene mucho calor natural en la cabeza, señalándose en veinte y cuatro horas una lición de oposición, húyele al corazón parte del calor natural que tiene demasiado, y así queda el celebro templado; y en esta disposición probaremos en el capítulo que se sigue que se le ofrece al hombre mucho que decir. Pero el que es muy sabio y tiene grande entendimiento, puesto en aprieto, no le queda calor natural en la cabeza con el miedo, y así por falta de luz no halla en su memoria qué decir.

Si esto considerasen los que ponen lengua en los capitanes generales condenando sus tretas y el orden que dan en el campo, verían cuánta diferencia hay de estar mirando la guerra desde su casa, o jugar lances en ella con miedo de perder un ejército que el rey le ha puesto en sus manos.

No menos daño hace el miedo al médico para curar. Porque su práctica hemos probado atrás pertenece a la imaginativa, la cual se ofende más con la frialdad que otra potencia ninguna, porque su obra consiste en calor. Y, así, se ve por experiencia que los médicos curan mejor a la gente vulgar que a los príncipes y señores.

Un letrado me preguntó un día (sabiendo que yo trataba de esta invención) qué era la causa que en el negocio que le pagaban bien se le ofrecían muchas leyes y apuntamientos en el Derecho, y en los que no tenían cuenta con su trabajo parece que le huía todo cuanto sabía. A lo cual le respondí que el interés pertenece a la facultad irascible, la cual reside en el corazón, y si no está contenta, no da de buena gana los espíritus vitales con la luz de los cuales se han de ver las figuras que hay en la memoria; pero, estando satisfecha, da con alegría el calor natural, y así tiene el ánima racional claridad bastante para ver todo lo que está escrito en la cabeza.

Esta falta tienen los hombres de grande entendimiento: ser escasos y muy interesales. Y en éstos se echa más de ver la propriedad de aquel letrado; pero bien mirado, ello parece acto de justicia: querer ser pagado el que trabaja en la viña ajena. La mesma razón corre por los médicos; a los cuales, estando bien pagados, se les ofrecen muchos remedios, y si no, también les huye el arte, como al letrado. Pero una cosa se ha de notar aquí muy importante; y es que la buena imaginativa del médico en un momento atina a lo que conviene hacer, y si se pone despacio a mirarlo, luego le acuden mil inconvenientes que le dejan suspenso, y entretanto se pasa la ocasión del remedio. Y, así, nunca conviene al buen médico encomendarle que mire bien lo que ha de hacer, sino que ejecute aquello que primero le pareció; porque atrás hemos probado que la mucha especulación sube de punto el calor natural, y tanto puede crecer, que desbarate la imaginativa. Pero al médico que la tiene remisa no le hará daño estar mucho contemplando; porque, subiendo el calor al celebro, verná a alcanzar el punto que esta potencia ha menester.

La tercera duda tiene, por lo dicho, la respuesta muy clara. Porque la diferencia de imaginativa con que se juega al ajedrez pide cierto punto de calor para alcanzar las tretas; y el que juega bien en ayunas tiene entonces la intensión de calor que ha menester; pero con el calor de la comida sube del punto que es necesario, y así juega menos. Al revés acontesce a los que juegan bien después de comer: que, subiendo el calor con los alimentos y el vino, alcanza el punto que le faltaba en ayunas.

Y, así, conviene enmendar un lugar de Platón que dice haber desviado Naturaleza con prudencia el hígado del celebro, porque los alimentos, con sus vapores, no perturbasen la contemplación del ánima racional. Y si entiende en las obras que pertenecen al entendimiento, dice muy bien; pero no ha lugar en algunas diferencias de imaginativa. Lo cual se ve por experiencia claramente en los convites y banquetes: que, yendo la comida de miedo abajo, comienzan los convidados a decir gracias, donaires y apodos; y al principio ninguno hallaba qué decir. Pero ya al fin de la comida apenas aciertan a hablar, por haber subido de punto el calor que pide la imaginativa. Los que han menester comer y beber un poco para que se les levante la imaginativa son los melancólicos por adustión; porque éstos tienen el celebro como cal viva, la cual, tomada en la mano, está fría y seca al toque, pero, si la rocían con algún licor, no se puede sufrir el calor que levanta.

También se ha de corregir aquella ley que trae Platón de los cartagineses, por la cual prohibían que los capitanes no bebiesen vino estando en la guerra, ni los gobernadores durante el año de su magistrado. Y aunque Platón la tiene por muy justa y nunca la acaba de loar, es menester hacer distinción. La obra del juzgar, ya hemos dicho atrás, pertenece al entendimiento, y que esta potencia aborrece el calor; y para esto hace muy gran daño el vino. Pero gobernar una república, que es distinta cosa de tomar un proceso y sentenciarle, pertenece a la imaginativa, y ésta pide calor; y no llegando al punto que es necesario, bien puede el gobernador beber un poco de vino para hacerle llegar. Lo mesmo se entiende del capitán general, cuyo consejo se ha de hacer también con la imaginativa. Y si con alguna cosa caliente se ha de subir el calor natural, ninguna lo hace tan bien como el vino; pero ha de ser moderadamente bebido, porque no hay alimento que tanto ingenio dé al hombre, o se lo quite, como este licor. Y, así, conviene que el capitán general tenga conocida la manera de su imaginativa: si es de las que han menester comer y beber para suplir el calor que le falta, o estar en ayunas. Porque en sólo esto está alcanzar una treta o perderla.