Examen de ingenios:13

Capítulo II [IV de 1594]

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Donde se declara que Naturaleza es la que hace al muchacho hábil para aprender


Sentencia es muy común y usada de los filósofos antiguos diciendo: «Naturaleza es la que hace al hombre hábil para aprender, y el arte con sus preceptos y reglas le facilita, y el uso y experiencia que tiene de las cosas particulares le hace poderoso para obrar». Pero ninguno ha dicho en particular qué cosa sea esta Naturaleza, ni en que género de causas se ha de poner: sólo afirmaron que, faltando ella en el que aprende, vana cosa es el arte, la experiencia, los maestros, los libros y el trabajo.

La gente vulgar, en viendo a un hombre de grande ingenio y habilidad, luego señala a Dios por autor y no cura de otra causa ninguna, antes tiene por vana imaginación todo lo que discrepa de aquí. Pero los filósofos naturales burlan de esta manera de hablar; porque, puesto caso que es piadosa y contiene en sí religión y verdad, nace de ignorar el orden y concierto, que puso Dios en las cosas naturales el día que las crió; y por amparar su ignorancia con seguridad y que nadie les pueda reprender ni contradecir, afirman que todo es lo que Dios quiere, y que ninguna cosa sucede que no nazca de su divina voluntad. Y por ser esta tan gran verdad, son dignos de represión; porque, así como no cualquiera pregunta dice Aristóteles que se ha de hacer, de la mesma manera ni cualquiera respuesta, aunque verdadera, se ha de dar.

Estando un filósofo natural razonando con un gramático, llegó a ellos un hortelano curioso y les preguntó qué podía ser la causa que haciendo él tantos regalos a la tierra en cavarla, ararla, estercolarla y regarla, con todo eso nunca llevaba de buena gana la hortaliza que en ella sembraba, y las yerbas que ella producía de suyo las hacía crecer con tanta facilidad. Respondió el gramático que aquel efecto nacía de la divina Providencia, y que así estaba ordenando para la buena gobernación del mundo. De la cual respuesta se rió el filósofo natural, viendo que se acogía a Dios por no saber el discurso de las causas naturales ni de qué manera producían sus efectos. El gramático, viéndole reír, le preguntó si burlaba de él, o de qué se reía. El filósofo le dijo que no se reía de él, sino del maestro que le había enseñado tan mal. Porque las cosas que nacen de la Providencia divina (como son las obras sobrenaturales) pertenece su conocimiento y solución a los metafísicos, que ahora llaman teólogos; pero la cuestión del hortelano es natural y pertenece a la jurisdicción de los filósofos naturales, porque hay causas ordenadas y manifiestas de donde tal efecto puede nacer. Y, así, respondió el filósofo natural diciendo que la tierra tiene la condición de la madrastra que mantiene muy bien a los hijos que ella parió y quita el alimento a los del marido; y así vemos que los suyos andan gordos y lucidos, y los alnados, flacos y descoloridos. Las yerbas que la tierra produce de suyo son nacidas de sus propias entrañas y las que el hortelano le hace llevar por fuerza son hijas de otra madre ajena, y así les quita la virtud y alimento con que habían de crecer por darlo a las yerbas que ella engendró.

También cuenta Hipócrates que, yendo a visitar a aquel gran filósofo Demócrito, le dijo las locuras que el vulgo decía de la Medicina; y eran que, viéndose libres de la enfermedad, dicen que Dios los sanó, y que si Él no quisiera, poco aprovechara la buena industria del médico. Ella es tan antigua manera de hablar y hanla reñido tantas veces los filósofos naturales, que es por demás tratar de quitarla; ni menos conviene, porque el vulgo, que ignora las causas particulares de cualquier efecto, mejor responde y con más verdad por la causa universal (que es Dios), que decir algún disparate.

Pero yo muchas veces me he puesto a considerar la razón y causa de donde pueda nacer que la gente vulgar sea tan amiga de atribuir todas las cosas a Dios, quitarlas a Naturaleza y aborrecer los medios naturales. Y no sé si la he podido atinar. A lo menos, bien se deja entender que por no saber el vulgo qué efectos se han de atribuir inmediatamente a Dios y cuáles a Naturaleza, los hace hablar de aquella manera. Fuera de que los hombres, por la mayor parte, son impacientes y amigos que se cumpla presto lo que ellos desean; y como los medios naturales son tan espaciosos y obran por discurso de tiempo, no tienen paciencia para aguardarlos; y como saben que Dios es omnipotente y que en un momento hace todo lo que quiere y de ellos tienen muchos ejemplos, querrían que él les diese salud como al paralítico, y sabiduría como a Salomón, y riquezas como a Job, y que los librase de sus enemigos como a David.

La segunda causa es que los hombres somos arrogantes y de vana estimación, muchos de los cuales desean allá dentro de su pecho que Dios les haga a ellos alguna merced particular, y que no sea por la vía común (como es hacer salir el sol sobre los justos y los malos, y llover para todos en general), porque las mercedes en tanto son más estimadas en cuanto se hacen con menos. Y por esta razón hemos visto muchos hombres fingir milagros en las casas y lugares de devoción; porque luego acuden las gentes a ellos y los tienen en gran veneración, como personas con quien Dios ha tenido cuenta particular; y si son pobres, los favorecen con mucha limosna, y así algunos pican en el interés.

La tercera razón es ser los hombres amigos de holgar; y estar dispuestas las causas naturales por tal orden y concierto, que, para alcanzar sus efectos, es menester trabajar. Y, por tanto, querrían que Dios usase con ellos su omnipotencia y que sin sudar se cumpliesen sus deseos. Dejo aparte la malicia de aquellos que pedían a Dios milagros para tentar su omnipotencia y probar si los podía hacer; y otros que, por vengar su corazón, piden fuego del cielo y otros castigos de gran crueldad.

La última causa es ser mucha la gente religiosa y amiga que Dios sea honrado y engrandecido, lo cual se consigue mucho más con los milagros, que con los efectos naturales. Pero el vulgo de los hombres no sabe que las obras sobrenaturales y prodigiosas las hace Dios para mostrar a los que no lo saben que es omnipotente, y que usa de ellas por argumento para comprobar su doctrina, y que, faltando esta necesidad, nunca jamás las hace. Esto bien se deja entender considerando cómo ya no obra Dios aquellos hechos extraños del Testamento nuevo y viejo; y es la razón haber hecho ya de su parte todas las diligencias que convenían para que los hombres no pretendiesen ignorancia. Y pensar que ha de volver otra vez a hacer los mesmos argumentos y tornar con nuevos milagros a comprobar de nuevo su doctrina resucitando muertos, dando vista a los ciegos, sanando los cojos y paralíticos, es un error muy grande; porque de una vez enseña Dios lo que conviene a los hombres y lo prueba con milagros, y no lo torna a repetir: semel loquitur Deus, et secundo id ipsum non repetit.

El indicio de que yo más me aprovecho para descubrir si un hombre no tiene el ingenio que es apropiado para la filosofía natural es verle amigo de echar todas las cosas a milagro, sin ninguna distinción; y por lo contrario, los que no se contentan hasta saber la causa particular del efecto, no hay que dudar de su buen ingenio. Estos bien saben que hay efectos que inmediatamente se han de reducir a Dios, como son los milagros, y otros a Naturaleza, que son aquellos que tienen causas ordenadas de donde suelen nacer; pero hablando de una manera y de la otra, siempre ponemos a Dios por autor. Porque, cuando dijo Aristóteles Deus et natura nihil faciunt frustra, no entendió que Naturaleza fuese alguna causa universal con jurisdicción apartada de Dios, sino que es nombre del orden y concierto que Dios tiene puesto en la compostura del mundo para que sucedan las efectos que son necesarios para su conservación. Porque de la mesma manera se suele decir que el rey y el Derecho civil no hacen agravio a nadie; en la cual manera de hablar ninguno entiende que este nombre Derecho significa algún príncipe que tenga jurisdicción apartada de la del rey, sino que es un término que abraza con su significación todas las leyes y ordenamiento real que el rey tiene hecho para conservar en paz su república.

Y así como el rey tiene casos reservados para sí, los cuales no pueden ser determinados por el Derecho por ser extraños y graves, de la mesma manera dejó Dios reservados para sí los efectos milagrosos, para la producción de los cuales no dio orden ni poder a las causas naturales. Pero aquí es de notar que el que los ha de conocer por tales y diferenciarlos de las obras naturales ha de ser gran filósofo natural y saber de cada efecto qué causas ordenadas puede tener; y, con todo, no basta si la Iglesia católica no los declara por tales.

Y de la manera que los letrados trabajan y estudian en leer el Derecho civil y guardarlo en la memoria para saber y entender cuál fue la voluntad del rey en la determinación de tal caso, así nosotros, los filósofos naturales, como letrados desta facultad, ponemos nuestro estudio en saber el discurso y orden que Dios hizo el día que crió el mundo, para contemplar y saber de qué manera quiso que sucediesen las cosas y por qué razón. Y así como sería cosa de reír si un letrado alegase en sus escritos de bien probado que el rey manda determinar el caso, sin mostrar la ley y razón por donde lo dicide, así los filósofos naturales se ríen de los que dicen «esta obra es de Dios», sin señalar el orden y discurso de causas particulares de donde pudo nacer.

Y de la manera que el rey no quiere escuchar cuando le piden que quebrante alguna ley justa, o que haga determinar el caso fuera del orden judicial que él tiene mandado guardar, así Dios no quiere escuchar cuando alguno le pide milagros y hechos fuera del orden natural sin necesidad. Porque aun el rey cada día quita y pone leyes y muda el orden judicial, así por la variedad de los tiempos como por ser el consejo del hombre caduco, y no poder atinar de una vez a la rectitud y justicia. Pero el orden natural de todo el universo, que llamamos Naturaleza, desde que Dios crió el mundo no ha habido que añadir ni quitar una jota; porque lo hizo con tanta providencia y saber, que pedir que no se guarde aquel orden es poner falta en sus obras.

Volviendo, pues, a aquella sentencia tan usada de los filósofos antiguos, Natura facit habilem, es de entender que hay ingenios y habilidades que Dios reparte entre los hombres fuera del orden natural, como fue la sabiduría de los apóstoles, los cuales, siendo rudos y torpes, fueron alumbrados milagrosamente y llenos de ciencia y saber. De este género de habilidad y sabiduría no se puede verificar Natura facit habilem; porque esta es obra que inmediatamente se ha de reducir a Dios, y no a Naturaleza. Lo mesmo se entiende de la sabiduría de los profetas y de todos aquellos a quien Dios infundió alguna gracia.

Otro género de habilidad hay en los hombres, que les nace de haberse engendrado con aquel orden y concierto de causas que Dios ordenó para este fin; y de esta suerte con verdad se dice Natura facit habilem. Porque, como probaremos en el capítulo postrero de esta obra, hay orden y concierto en las causas naturales, que, si los padres al tiempo de engendrar tienen cuidado de guardarle, saldrán todos sus hijos sabios sin que falte ninguno. Pero, en el entretanto, esta significación de Naturaleza es muy universal y confusa, y el entendimiento no huelga ni descansa hasta saber el discurso particular y la última causa. Y, así, es menester buscar otra significación de este nombre, naturaleza, que tenga a nuestro propósito más conveniencia.

Aristóteles y los demás filósofos naturales descienden más en particular, y llaman naturaleza a cualquier forma substancial que da ser a la cosa y es principio de todas sus obras. En la cual significación, nuestra ánima racional con razón se llamará Naturaleza, porque de ella recebimos el ser formal que tenemos de hombres, y ella mesma es principio de cuanto hacemos y obramos.

Pero como todas las ánimas racionales sean de igual perfección, así la del sabio como la del nescio, no se puede afirmar que Naturaleza, en esta significación, es la que hace al hombre hábil; porque, si esto fuese verdad, todos los hombres ternían igual ingenio y saber. Y, así, el mesmo Aristóteles buscó otra significación de Naturaleza, la cual es razón y causa de ser el hombre hábil o inhábil, diciendo que el temperamento de las cuatro calidades primeras (calor, frialdad, humidad y sequedad) se ha de llamar naturaleza, porque de ésta nacen todas las habilidades del hombre, todas las virtudes y vicios, y esta gran variedad que vemos de ingenios.

Y pruébase claramente, considerando las edades de un hombre sapientísimo; el cual en la puericia no es más que un bruto animal, ni usa de otras potencias más que de la irascible y concupiscible; pero, venida la adolescencia, comienza a descubrir un ingenio admirable, y vemos que le dura hasta cierto tiempo y no más, porque, viniendo la vejez, cada día va perdiendo el ingenio, hasta que viene a caducar. Esta variedad de ingenios, cierto es que [no] nace del ánima racional, porque en todas las edades es la mesma, sin haber recebido en sus fuerzas y substancia ninguna alteración, sino que en cada edad tiene el hombre vario temperamento y contraria disposición, por razón de la cual hace el ánima unas obras en la puericia y otras en la juventud y otras en la vejez. De donde tomamos argumento evidente que, pues una mesma ánima hace contrarias obras en un mesmo cuerpo por tener en cada edad contrario temperamento, que cuando de dos muchachos el uno es hábil y el otro nescio, que nace de tener cada uno temperamento diferente del otro, al cual, por ser principio de todas las obras del ánima racional, llamaron los médicos y filósofos naturaleza. De la cual significación se verifica propriamente aquella sentencia Natura facit habilem.

En confirmación de esta doctrina escribió Galeno un libro probando que las costumbres del ánima siguen el temperamento del cuerpo donde está; y que, por razón del calor, frialdad, humidad y sequedad de la región que habitan los hombres, y de los manjares que comen, y de las aguas que beben y del aire que respiran, unos son nescios y otros sabios, unos valientes y otros cobardes, unos crueles y otros misericordiosos, unos cerrados de pecho y otros abiertos, unos mentirosos y otros verdaderos, unos traidores y otros leales, unos inquietos y otros sosegados, unos doblados y otros sencillos, unos escasos y otros liberales, unos vergonzosos y otros desvergonzados, unos incrédulos y otros fáciles de persuadir. Y para probar esto trae muchos lugares de Hipócrates, Platón y Aristóteles, los cuales afirmaron que la diferencia de las naciones, así en la compostura del cuerpo como en las condiciones del ánima, nace de la variedad de este temperamento.

Y vese claramente por experiencia cuánto disten los griegos de los escitas, y los franceses de los españoles, y los indios de los alemanes, y los de Etiopía de los ingleses. Y no solamente se echa de ver en regiones tan apartadas; pero si consideramos las provincias que rodean a toda España, podemos repartir las virtudes y vicios, que hemos contado, entre los moradores de ellas, dando a cada cual su vicio y su virtud. Y si no, consideremos el ingenio y costumbres de los catalanes, valencianos, murcianos, granadinos, andaluces, extremeños, portugueses, gallegos, asturianos, montañeses, vizcaínos, navarros, aragoneses, y los del riñón de Castilla. ¿Quién no ve y conoce lo que estos difieren entre sí, no sólo en la figura del rostro y compostura del cuerpo, pero también en las virtudes y vicios del ánima? Y todo nace de tener cada provincia de éstas su particular y diferente temperamento. Y no solamente se conoce esta variedad de costumbres en regiones tan apartadas, pero aun en lugares que no distan más que una pequeña legua, no se puede creer la diferencia que hay de ingenios entre los moradores.

Finalmente, todo lo que escribe Galeno en su libro es el fundamento de esta mi obra; aunque él no atinó en particular a las diferencias de habilidad que tienen los hombres, ni a las ciencias que cada una demanda en particular. Aunque bien entendió que era necesario repartir las ciencias a los muchachos y dar a cada uno la que pedía su habilidad natural, pues dijo que las repúblicas bien ordenadas habían de tener hombres de gran prudencia y saber que, en la tierna edad, descubriesen a cada uno su ingenio y solercia natural, para hacerle aprender el arte que le convenía y no dejarlo a su elección.