Eusebio Blasco: De su vida y de su obra
Nota:se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.
Fué una admirable vida luchadora que hasta en los días de la vejez corporal tremoló, gallarda y risueña, la animosa bandera juvenil.
Blasco, a los veinte años, entra en La Discusión, decuya redacción salen compañeros suyos a ser ministros y él a seguir peregrineando con la pluma. Blasco valía más que todos; por eso no fué ministro, y por eso siguió siendo escritor.
Juventud bizarra y andariega, vivió al calor de los pronunciamientos; pluma inquieta y audaz, dejó en los fondos políticos la excitación de las barricadas.
Así la vida y la obra juveniles de Eusebio Blasco fueron siempre amigas en estrechez y siempre fueron hermanas en independencia generosa.
Cuando el látigo de la experiencia sacudió su implacable azote al periodista; cuando, con los treinta años, le sobrevinieron desengaños a miles, un ansia de volar le llevó a París, donde, entre duelos y quebrantos, su don de gentes le abrió las puertas de Le Figaro.
Y allí, entre franceses boquiabiertos y pasmados, elegantes, frívolos, el andariego español se llevó la gente de calle. Mondragón recortó su pluma progresista, vistió delicadamente sus escritos, hizo chic su natural conversación amena y los miles de francos se gastaban como agua en irreprochables levitas inglesas, con cada boutonniere como un puño.
Esta época del Blasco boulevardier fué una campanada para sus colegas de aquí. Porque los de aquí seguían atracándose de bistés, tomando, por todo lujo, los helados de Pombo y haciéndose de cuatro en cuatro años, un paletó como los de Fernando VII.
Echado por las añoranzas, Blasco, triunfante y parisién, vuelve a Madrid y llena el Ateneo con su oratoria. Se le ve elegantón y simpático, fino y cariñoso, rondar los saloncillos y comer pasteles en el buffet del Congreso. Aquellos días son el «momento de oro» de este Nabab del periodismo español.
Cobra artículos en El Liberal, en La Correspondencia, en el Heraldo, en La Ilustración; tiene un gran sueldo como corresponsal de grandes diarios franceses, y, últimamente, le dan 35.000 reales en Hacienda. Y conforme otros se hubieran echado a la holganza, él, batallador por necesidad, como el Cid, no come, no vive, no sosiega y da abasto a todos los periódicos algo qué, y resucita su viejo repertorio teatral, y arma la de San Quintín con los abonados de la Comedia, manteniendo en el cartel sus ¡Pobres hijos!
Desde entonces acá, la vejez, que jamás penetró en su alma, hizo presa en su organismo cansado. Pero entonces Blasco se acuerda de que es baturro, y su tenacidad aragonesa lucha a diario con el mal.
Cae en cama, y sigue escribiendo; convalece, y escribe más, con un brío tan juvenil, que a los mismos jóvenes nos asombra; con una espontaneidad y una frescura tales, que nos hacían creer en el milagro.
En esta década de combate rudísimo, el alma de Blasco se despoja de la frívola vestidura parisién y vuelve a encapucharse el pardo sayal español. Blasco, entonces, asoma á sus artículos la piedad, el amor a los pobres, el diario pedir por los explotados. Y desde entonces son sus campañas por los presidiarios, por las blancas con trato negrero, por sereno del Prado, por el cobrador del tranvía... El escritor audaz del 70, al sentir en las soledades de su alcoba los avisos de una cercana muerte, vuelve sus ojos a la Pilarica. Y en aquel gran misterio temible, la pluma que cantó a las barricadas, suaviza sus ardores, templa sus arrebatos y escribe, entre inacabables ansias de reposo, sus misteriosas esperanzas de otra vida...
Labor soberanamente espontánea; gallardísima, porque fué sin sujección y sin precepto; prodigiosa, porque abarcó lodo el campo de escribir; en su misma rica variedad tiene la mejor alabanza.
Blasco, poeta, cantó en Soledades las melancolías del amor, llorando, con rima becqueriana, tristezas de novio y sueños de estudiante. En las estrofas de Corazonadas, puso hieles de castigado y querellas de vencido, y a no tener la grandeza de sus crónicas, quedarán sus poesías testimoniando un talento grande.
Blasco, autor teatral, caminó por la escena a compás -del gusto de su tiempo. Hizo llorar a toda una generación de románticos, enfilando por los senderos de Eguilaz muchas comedias caseras y sentimentales.
Fué más tarde de bracete con la tendencia socialista: triunfó en ¡Pobres hijos! con triunfo memorable y sonado, y últimamente, cuando los maullidos del morrongo hacían del tango un himno nacional, Blasco sacó de quicio a las demimondaines de la Zarzuela con su chusca habanera de Los timplaos:
A la som-
A la sombra de un plátano verde...
Pero sobre todo y ante todo, Blasco periodista, incomparable en adivinar la corriente, único y sólo en recoger la actualidad, es el maestro, el grande, el joven, el que no ha tenido ni tiene comparación.
La gracia, la frescura, el buen humor—no el humorismo—que hay en todas las crónicas de Eusebio Blasco, parecen responder al dicho de Schopenhauer: «La brevedad es el alma del talento.» Al morir el maestro se lleva el secreto de su amenidad española — ¿quién dijo que parisién? — y a su entierro popular y sentido, han ido, en duelo abigarrado, el duque, el senador, el marido de una figuranta, la descarada chulapona del sobaco, el tendero que, de año en año, viaja en el sudexprés; el chico de la gorrar que sube con los socios del Casino en el ascensor; la Pilar, que está muy bien comprometida...; todo el Madrid bullanguero y frívolo, que cena en Lhardy ó ayuna en los bancos de Recoletos...; todas esas flores de corte, hampas de frac ó gentuza de sombreros plumeados; Rinconetes que vocear» periódicos ó Justinas que van en coche...; todas esas almas sin alma, que un día y otro desfilaban pintorescamente por las crónicas del gran muerto.
Ya lo cubre la tierra, y con él se ha ido para siempre
de entre nosotros el argumento Aquiles contra el senes depontani...