Estudios históricos por Lord Macaulay/Lord Clive

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LORD CLIVE.


1725-1774.

Siempre nos ha parecido extraño que mientras no hay en Europa una persona medianamente ilustrada que ignore la historia de la conquista, poblacion y progresos de los españoles en América, sea tan escaso el interes que despierten las grandes cosas realizadas por los ingleses en Oriente, áun en la misma Inglaterra. Todos saben el nombre de Hernan Cortés y el de Pizarro, y muy pocos, áun entre las personas ilustradas, conocen el del vencedor de Buxar, ó el de aquel sobre quien pesa la responsabilidad terrible de la matanza de Patna, ó que puedan decir si Surajah Daoulah reinaba en la parte de Uda ó de Travancor, ó si Holkar el Grande era de raza indostánica ó musulmana. Y sin embargo, las victorias de Hernan Cortés fueron alcanzadas sobre salvajes que desconocian el uso de los metales, que no habian reducido animal ninguno á la domesticidad, que en materia de armas sólo tenian flechas con puntas de pedernal ó espinas de pescado; para quienes un jinete era monstruoso centauro, y que tomaban los arcabuceros por magos que así disponian del trueno como del rayo. Los indos, cuando fueron sometidos de los ingleses, eran diez veces superiores en número á los americanos que vencieron los españoles, y tan civilizados como los españoles victoriosos; habian levantado ciudades más grandes y hermosas que Zaragoza y Toledo, y construido edificios más espléndidos que la catedral de Sevilla; tenian banqueros más ricos que los más opulentos de Cádiz y Barcelona, vireyes cuyo lujo excedia con mucho el de los Reyes Católicos, jinetes á millares y trenes de artillería que hubieran admirado al Gran Capitan (1). Habrian debido bas(1) En efecto, los trenes de artillería del siglo XVIII habian necesariamente de causar sorpresa á los militares del siglo XVI, del propio modo que los trenes de Moltke hubieran sorprendido al gran Napoleon. El autor no tiene en cuenta la diferencia de los tiempos al comparar una conquista con otra, y de aquí la consecuencia equivocada que resulta, porque es lo cierto que así en América como en la India lucharon dos civilizaciones diferentes con dos civilizaciones relativas á dos siglos de distancia. Los indostanes eran civilizados, ¿quién lo duda? pero, ¿quién dudará tampoco de la civilizacion de los Aztecas y de los Incas despues de haber leido á Prescott? Las diferencias que dieron la victoria en ambos casos á la raza europea fueron su pericia, su valor y las demas circunstancias que son parte á establecer la superioridad de nuestra raza sobre todas las que pueblan el mundo.

En cuanto á que no sean conocidos en Europa los nombres de los conquistadores ingleses de la India y si los de Hernan Cortés y de Pizarro, conquistadores españoles de la América, débese, á nuestro parecer, á que las empresas realizadas por nuestros compatriotas revistieron un carácter tal de épica grandeza, que aparecen á los ojos de todos los pueblos del mundo con el sello que produce impretar estas circunstancias para que los ingleses, más principalmente, que tanto interes muestran por todos los períodos de la historia, mostrasen algun deseo de saber cómo un puñado de compatriotas suyos, separados de la metrópoli por el inmenso Océano, sometieron al cabo de algunos años de lucha uno de los imperios más dilatados del mundo.

Pero es lo cierto que ha permanecido este asunto, interesante por demas, como si no lo fuera para la inmensa mayoría de los lectores, siendo para otros muchos hasta desabrido y repugnante.

En parte, débese atribuir esto á los historiadores que han tratado del asunto, porque la obra de M. Mills, áun cuando no carece de mérito, no es lo animada y pintoresca que fuera menester para despertar la curiosidad del público, y la de Orme, á quien ningun historiador inglés aventaja en estilo y talento descriptivo, es tan extensa y considerable, y tan prolija, que nadie por su grado se impone la pena de leerla. Lo propio casi podemos decir de la más reciente, debida al general sir John Malcolm, que necesitaria de mucha condensacion en algunas partes y de mejor arreglo en la clasificacion de los materiales para despertar el deseo de conocer los hechos que narra (1).

Pero, áun despues de hacer grandes concesiones al espíritu que ha inspirado esta obra, y á la parciasion más viva en las imaginaciones: el del heroismo en su grado más sublime; circunstancia que no ha tenido la conquista de la India por los ingleses, ni los hechos de ninguno de sus conquistadores.—N. del T.

(1) The life of Robert Clive, collected from the family papers communicated by the Earl of Powis, by major general sir John Malcolm, 8 vol., en 8.° London, 1836. Esta obra motivó el presente estudio de lord Macaulay sobre Clive.—N. del T.

lidad de los que han contribuido á ella suministrando los documentos ó escribiéndola, es lo cierto que la impresion producida en el ánimo con su lectura es por extremo favorable á la memoria de lord Clive. Distamos mucho de compartir la simpatia incondicional que sir John Malcolm demuestra por su héroe; pero tambien nos hallamos muy distantes de participar de la severidad que revelan todos los juicios de M. Mills, el cual nos parece ménos perspicaz cuando se ocupa de Clive que cuando trata de otros asuntos. Porque Clive, como acontece casi siempre á los hombres dotados de pasiones vehementes, incurrió en gravísimas faltas al verse expuesto á la tentacion; pero quien logre abarcar con propósito leal y justo el conjunto de su carrera, comprenderá sin dificultad que raras veces ha producido la Inglaterra, patria fecunda en héroes y hombres de Estado, otro más notable por la grandeza de sus planes militares y su habilidad política.

Hallábanse los Clive establecidos desde el siglo XII en una propiedad de poca importancia, situada cerca de Market—Drayton, en Shropshire, que perteneció, durante el reinado de Jorge I, á Ricardo Clive, quien despues de terminar sus estudios de abogacía, casó con una señorita de Manchester, llamada Miss. Gaskill, que lo hizo padre de numerosa prole. Ricardo Clive, á pesar de su escaso talento, ejercia su profesion y no descuidaba el adelanto de su hacienda. Su hijo mayor, Roberto, fundador del imperio británico en la India, nació en la heredad paterna el 29 de Setiembre de 1725.

Adviértense á las veces en el niño los gérmenes de las cualidades y defectos del hombre; y Clive, desde la más tierna infancia, comenzó á demostrar la energía de su voluntad y la violencia de sus pasiones, combinadas con una intrepidez y valor personal que no parecian siempre compatibles con la sanidad de juicio. Escasamente contaba siete años, y ya, segun vemos en las cartas de su familia, era Roberto causa de grandes inquietudes para ella.

«Su aficion desmedida á jugar á la guerra, decia uno de sus tios, lo ha hecho tan brusco y dominante, que la menor contradiccion le pone fuera de sí.» Todavía recuerdan los viejos de aquellas inmediaciones haber oido decir á sus padres de qué trazas se valió Bob Clive para escalar el campanario de la iglesia de Market—Drayton, dejándolos mudos de terror al verlo sentarse en una de las canales salientes del tejado, y cómo regimentó á todos los muchachos del lugar, formando con ellos una banda temible por sus devastaciones para todos aquellos labradores que no compraban su proteccion ó su neutralidad á cambio de algunas monedas de cobre, ó de peras y manzanas. Estuvo en varias escuelas; pero sus adelantos fueron casi nulos, y adquirió cada dia peor reputacion por su carácter impetuoso y díscolo. Uno de sus maestros, sin embargo, tuvo, segun dicen, bastante sagacidad para predecir que haria gran papel en el mundo; mas no por eso se modificó en lo más mínimo la opinion general. Al fin, á los diez y ocho años, su familia, que nada bueno se prometia ni de su talento, ni de sus virtudes, aceptó gustosa para él una plaza de empleado al servicio de la Compañía de las Indias, donde podria con el tiempo hacer fortuna ó morir de calenturas.

No se presentaba el porvenir á nuestro héroe tan halagueño como al presente á los jóvenes que, una vez terminados sus estudios en el Colegio de las Indias orientales, se trasladan á las presidencias del imperio británico en Asia. La Compañía era entónces una corporacion puramente mercantil; su territorio se componia de algunas millas cuadradas, tributarias de los gobernadores indigenas; sus tropas, que apenas eran bastantes para cubrir las atenciones de tres ó cuatro fuertes mal construidos para proteger los almacenes, las formaban en su mayor parte indios sin disciplina, armados de lanzas y flechas; y sus agentes no se hallaban, como ahora, encargados de los asuntos judiciales, políticos y administrativos, sino de recaudar, de adelantar fondos á los tejedores, de cuidar de los cargamentos, y de vigilar para que no se infringiese por ninguno el monopolio. Agréguese á esto la escasa retribucion que percibian, los jóvenes especialmente, lo cual los ponia en la necesidad de contraer deudas para mantenerse: los más antiguos y de más categoría comerciaban, logrando reunir, á veces, grandes capitales aquellos que tenian la fortuna de vivir bastante para llegar á los primeros puestos.

Madras, á donde Clive habia sido destinado, era tal vez en aquella época el establecimiento más importante de la Compañía. La ciudad habia crecido con la extraordinaria rapidez de los pueblos de Oriente: fundada el siglo anterior bajo el amparo de los cañones del castillo de San Jorge, en terreno árido y combatido del mar, contaba á la sazon por miles sus moradores. Veíanse ya por las cercanías numerosas quintas y casas de recreo, rodeadas de amenos jardines, á las cuales se retiraban los agentes ricos de la Compañía, despues de las horas de oficina, para disfrutar de la fresca brisa de la tarde.

Las costumbres de aquellos opulentos comerciantes fueron más fastuosas y espléndidas que las de los funcionarios judiciales y políticos de nuestros dias; pero en cambio carecian de otros goces y comodidades, hoy usuales y corrientes, encaminados á mitigar los ardores del clima, á conservar la salud y á prolongar la vida. Las comunicaciones con Europa tampoco eran frecuentes ni fáciles como en la actualidad, pues el viaje por el Cabo, que hoy suele hacerse en tres meses, necesitaba seis por lo ménos, y en algunas ocasiones más de un año. Por esta causa, los anglo—indos estaban á la sazon infinitamente más separados de su patria, se habituaban más á las costumbres orientales, y volvian ménos aptos que hoy para mezclarse á la sociedad europea.

Ejercian los gobernadores ingleses, así en el fuerte como en el territorio vecino, con licencia de los soberanos indígenas, una jurisdiccion y autoridad parecidas á la que los grandes propietarios ir.dos asumian en sus propiedades; pero sin aspirar á la independencia. Aquella tierra estaba gobernada por el nabab de Carnate, delegado del virey de Decan ó Nizam, quien á su vez lo era del poderoso príncipe conocido por el Gran Mogol. Aún subsisten nombres tan augustos y sonoros: en Carnate hay un nabab que vive á sueldo de los ingleses y de las rentas de la provincia que rigieron sus antepasados; hay tambien un Nizam, cuya capital, ocupada por un destacamento de tropas de Inglaterra, sirve de residencia á un ministro de la propia nacion, cuyos consejos son mandatos para él; y un Gran Mogol (1), con honores de soberano, pero ménos poder real y verdadero para hacer bien á sus lla(1) El Gran Mogol quedó suprimido por los ingleses á consecuencia de la rebelion de 1857.—N. del T.

mados súbditos que el último amanuense de la Compañia.

El viaje de Clive fué por demas largo y penoso áun para su tiempo. El buque donde iba hizo una prolongada escala en el Brasil, y no llegó á la India hasta bien cumplido el año de su salida, por cuya causa pudo aprender algo el portugues, quedándose, en cambio, sin dinero para desembarcar. Esto, unido á lo escaso de su paga, lo puso en la dura necesidad de alojarse mal y de sufrir mil privaciones en un clima que sólo es tolerable cuando se disfruta de grandes comodidades. Habia llevado cartas de recomendacion para una persona importante allí establecida; pero al llegar al fuerte de San Jorge, supo que su protector iba camino de Inglaterra: su natural reservado y altivo le impidió buscar otras relaciones, y así pasó mucho tiempo aislado y sin comunicarse con nadie. Esta soledad, la influencia nociva del clima, y la naturaleza de sus deberes, que tan mal se avenian con su carácter atrevido y emprendedor, le hicieron suspirar mucho por la patria y el hogar paterno, como se advierte en las cartas que por entonces escribió, siendo muy digna de notarse la dulce melancolía de su estilo en aquellas circunstancias, por ser cosa tan extraña en él. «No he tenido un solo dia de felicidad desde mi salida de Inglaterra,» dice en una de ellas, y añade más adelante: «Confieso que me conmueve profundamente el recuerdo de mi querida patria... Si pudiese tener la dicha de volver á ella, sobre todo á Manchester, veria realizados mis más ardientes deseos y cumplidas todas mis aspiraciones.» En aquel estado, recibió un consuelo muy eficaz.

El gobernador peseia una buena biblioteca y le franqueó su entrada. Clive consagró entónces á la lectura todo el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones, y adquirió alguna instruccion. Antes nada sabia, y aquellos fueron los únicos estudios que hizo en su vida.

Pero ni el clima, ni la pobreza, ni el estudio, ni el verse desterrado fueron partes á domar su carácter discolo y audaz; y así como en la niñez no hubo nadie respetable para él, así en aquella sazon trataba á sus jefes y superiores, por cuya causa estuvo más de una vez en peligro de perder su destino.

Exasperado, sin duda, con las contrariedades que sufria, dos veces consecutivas atentó á su vida; pero en ambas ocasiones no hizo fuego la pistola, circunstancia que le pareció, como á Wallenstein un caso análogo, del mejor augurio para lo porvenir Acaeció entonces un suceso que, si tenía la apariencia de concluir con todas las esperanzas de su vida, en realidad fué base de su fortuna, abriendo ancho camino á su ambicion. Contaba ya largos años la guerra de sucesion de Austria, durante la cual Jorge II permaneció fielmente aliado á María Teresa, contra el poder de la Francia, sostenedora del opuesto bando. Bien que ya en aquella época fuese la Inglaterra la primer potencia maritima del globo, no se hallaba en el caso todavía de hacer frente por mar á todas las naciones á un tiempo, y no sin pena sostenia ia lucha contra las escuadras franco—españolas. En los mares de Oriente, la Francia la llevaba gran ventaja. M. de Labourdonnais, gobernador de la isla Mauricio, hombre de grandes virtudes y merecimientos, dirigió, á pesar de la flota inglesa, una expedicion contra el continente índico, y se apoderó de Madrás, cuyo fuerte se rindió á sus armas, izándose la bandera francesa donde flotaba el pabellon inglés, y declarándose despojo de guerra las riquezas contenidas en los almacenes de la Compañía. Estipulóse al capitular que los habitantes ingleses quedarian prisioneros bajo su palabra, y que la poblacion continuaria en poder de sus conquistadores hasta el pago de su rescate; por su parte, Labourdonnais dió palabra de no exigirlo excesivo.

El triunfo de Labourdonnais despertó la emulacion de su compatriota Dupleix, gobernador de Pondichery, que habia concebido respecto de la India un plan gigantesco; y como con su realizacion se avenia mal lo de restituir Madrás á los ingleses, manifestó que su colega nunca tuvo facultades para firmar aquel convenio, que las conquistas de las armas francesas en el Continente se hallaban bajo su autoridad, y que, por lo tanto, mandaba demolerlo y arrasarlo. Labourdonnais se vió precisado á ceder, y las capitulaciones quedaron rotas, lo cual produjo en los ánimos la indignacion consiguiente.

Mas no paró en esto la falta de consideracion de Dupleix, sino que llevó á Pondichery al gobernador y principales jefes del fuerte de San Jorge, haciéndolos entrar por las calles de la ciudad escoltados como prisioneros, sirviendo de espectáculo á cincuenta mil personas que habian acudido para contemplar aquella procesion triunfal. Creyéronse con tal motivo los moradores de Madrás desligados y libres de toda obligacion respecto de Labourdonnais, y cada uno pensó en los medios de tomar desquite y volver de nuevo á la lucha: Clive, á quien la mala fe del frances tenía sobremanera indignado, salió furtivamente, á favor de la noche y de un disfraz de musulman, y fué á refugiarse al fuerte de San David, lugar de poca importancia en la circunscripcion de Madrás.

Las circunstancias en que se halló colocado con tal motivo, le hicieron adoptar una profesion más en arinonia con su carácter inquieto y atrevido que la monótona y pacifica de los negocios mercantiles.

En efecto, solicitó y obtuvo una plaza de abanderado al servicio de la compañía, y empezó á los veintiun años la carrera militar. Su valor personal, probado en un duelo terrible con cierto militar, espadachin de oficio y terror del fuerte de San David, lo hizo distinguirse pronto entre los valientes. Poco tardó tambien en revelar en su nuevo estado cualidades ántes desconocidas en él, tales como buen juicio, y penetracion y deferencia y respeto a la autoridad legitima, logrando por ellas y su esfuerzo en varias expediciones contra los franceses llamar justamente la atencion de sus compañeros de armas, y en particular del mayor Lawrence, reputado como el oficial más capaz de cuantos habia en las Indias.

A poco de hallarse Clive en el servicio, llegó la noticia de haberse firmado la paz entre Francia y la Gran Bretaña. Dupleix tuvo que restituir la plaza de Madrás á la Compañía, y el jóven abanderado quedó libre y en disposicion de volver á sus anteriores y tranquilas ocupaciones. Pero si bien entró de nuevo en las oficinas y tornó á escribir cuentas y facturas, las abandonó presto para ponerse bajo las órdenes del mayor Lawrence, que se proponia concluir en una breve campaña con la hostilidad de algunos indigenas. Hecho esto, volvió á Madrás y á sus facturas como ántes. Pero, mientras vacilaba entre las armas y las letras de cambio, acaeció un suceso de tal naturaleza é importancia que, al fin, lo decidió á fijarse de una manera definitiva en la primera de dichas profesiones; pues aunque entre Francia é Inglaterra se habia restablecido la paz, entre las Compañías de ambas naciones que hacian el comercio de Oriente no pudo ménos de estallar la guerra, tanto más furiosa y encarnizada, cuanto que sería premio del vencedor la magnifica herencia de la familia de Tamerlan.

El imperio que Baber y sus mogoles crearon durante el siglo XVI, habia sido largos años uno de los más extensos y ricos del mundo: ningun Estado de la vieja Europa contaba mayor número de hombres sometidos á la voluntad de uno solo; tampoco en ninguna parte afluian al tesoro rentas más cuantiosas: la hermosura y magnificencia de los monumentos levantados por los monarcas del Indostan sorprendian y admiraban á los viajeros que habian visitado la basílica de San Pedro; la corte y el esplendor del Gran Mogol deslumbraban los ojos acosbrados á las pompas de Versalles; algunos de sus grandes vireyes tenian más súbditos que el rey de Francia y el emperador de Alemania, y los delegados de estos delegados del poder supremo podian, en cuanto á la extension del territorio puesto bajo su autoridad y á la importancia de sus rentas, compararse con el gran duque de Toscana ó el elector de Sajonia.

Pero aquel vasto Imperio, tan poderoso y próspero como parecia, examinado superficialmente, áun en sus mejores tiempos estuvo siempre peor regido que se hallan en nuestra época los pueblos peor gobernados de la Europa. Adolecia su administracion de todos los males anexos al despotismo oriental, y de los excesos inseparables á la dominacion de una raza sobre otras: las opuestas pretensiones de los principes de la familia real eran causa de grandes turbulencias y trastornos, crimenes sin cuento y repetidas calamidades públicas; gobernadores ambiciosos aspiraban á veces á sacudir el yugo y proclamarse independientes; y tribus enteras de indos, mal dispuestos á sufrir la dominacion extranjera, se negaban con harta frecuencia á pagar el tributo, y no satisfechos con rechazar los ejérci tos del Gran Mogol léjos de sus montañas y guaridas, llevaban á las llanuras cultivadas la desolacion y la ruina. Sin embargo, á pesar de la mala administracion, y de las convulsiones que agitaban y conmovian aquella sociedad de tiempo en tiempo, conservó el Estado, al traves de muchas generaciones, las apariencias de la unidad, de la grandeza y de la fuerza, hasta que comenzó á decaer y abatirse durante el largo reinado de Aureng—Zeb, principe sabio y enérgico, quien no obstante sus dotes de gobierno, ya no pudo evitar la desgracia que amenazaba al trono de sus mayores. Murió en 1707, y á los pocos años habia hecho el mal tan rápidos y terribles progresos, que entre la incurable decadencia interior y los rudos golpes que recibió de manos extranjeras, se hallaba el Imperio en completa descomposicion.

La historia de los sucesores de Teodosio presenta grande analogía con la de los descendientes de Aureng—Zeb, si bien no tanta como la caida de los Carlovingios, á quienes con más exactitud puede compararse la de los Mogoles. Porque, no bien hubo muerto Carlo Magno, la flaqueza y rivalidades de sus herederos atrajeron el desprecio sobre ellos y la desolacion sobre sus vasallos, quedando roto en mil girones el dilatado imperio de los francos, y sólo una sombra de poder á Cárlos el Calvo, á Cárlos el Gordo y á Cárlos el Simple; miserables y ruines retoños del tronco robusto y fuerte de Carlo Magno. Invasores atrevidos, de raza, lengua y religion diversas, como concertados de antemano, salieron de las cuatro extremidades del mundo con propósito de saquear aquellas provincias que no podia defender su gobierno; y así se desparramaron los piratas del mar del Norte desde el Elba á los Pirineos, destruyendo cuanto habia en su camino, hasta plantar sus tiendas en las orillas del Sena; y los húngaros, en quienes los atemorizados monges de Italia creian ver á Gog y Magog, asolaron aquella tierra, llevándose los despojos de Lombardía á los bosques de Panonia; y los sarracenos dominaron en Sicilia, asolando las fértiles llanuras de la Campania, y Nenando de terror á los romanos. Mas, en medio de aquellos sufrimientos, se verificaba un gran cambio interior en el Imperio: en el seno del cadáver corrompido fermentaba la vida bajo nueva forma, y mientras su cuerpo gigantesco yacia inmóvil, cada miembro iba teniendo accion y vida propias. Entónces, durante aquel periodo, cuya esterilidad y desolacion no tuvo igual en la historia de Europa, nacieron todos los privilegios feudales y la moderna nobleza, siendo preciso hacer remontar á él el poder de todos los principes, vasallos en el nombre, pero independientes de hecho que, bajo la denominacion de duques, marqueses, condes y barones, gobernaron durante siglos las partijas en que fué fraccionada la herencia de Carlo Magno.

Así sucedió con el Imperio mogólico, en cuyo trono tomó asiento por espacio de cuarenta años, á contar desde la muerte de Aureng—Zeb, una serie de soberanos nominales indolentes y viciosos que pasaban la vida encerrados en el palacio, maseando betel, acariciando concubinas y divirtiéndose con sus bufones, mientras numerosas falanges de feroces invasores descendian por los desfiladeros de Occidente, con propósito de apoderarse de las indefensas riquezas del Indostan. Entre otros, un conquistador persa cruzó el Indo, penetró en Delhi, y despues de saquearla se llevó en triunfo sus tesoros de más valía, el trono del pavo real, obra de los más hábiles artistas de Europa, revestida de las joyas más ricas de Golconda, y la inestimable montaña de luz que, al fin de mil extrañas vicisitudes, briIlaba recientemente en el brazalete de Runjeet—Sing, y adornará en breve la horrible figura del ídolo de Orissa (1). Luégo vinieron los afghanes á terminar la obra destructora de los persas; las tribus guerreras del Rajpootana sacudieron el yugo musulman; una partida de soldados mercenarios ocupó á Rohilcund; los Sykes reinaban sobre el Indo; los jauts extendian la desolacion y el terror por la orilla del Jumma, y las cumbres que forman al Occidente la costa marítima de la India enviaron una raza más formidable todavía, que fué espanto de los monarcas indígenas, fuerte, indomable y que no cedió sino á la fortuna y al genio de la Inglaterra, despues de muchas batallas desesperadas y de dudoso éxito. Bajo el reinado de Aureng—Zeb descendieron por vez primera de sus montañas estas hordas de bandidos, y á poco de haber muerto, por todos los confines de su vasto imperio eran conocidas su saña y ferocidad. Dilatados y fértiles vireinatos se vieron totalmente sometidos á su dominacion, que llegó á extenderse de mar á mar, al traves de la península. Caudillos maharatas reinaban en Poonah, Gualior, Guzerate, Berar y Tanjore, sin perder sus (1) Despues de la derrota de los Sikhs, este famoso brillante figura entre las joyas de la corona de Inglaterra como trofeo del triunfo ofrecido por el ejército vencedor á los piés del trono.—N. del T.

hábitos de pillaje y merodeo por haber llegado á encumbrarse á la dignidad de soberanos de grandes Estados, pues las regiones que no se hallaban debajo de su ley se veian á cada momento devastadas por sus soldados, siendo tal el terror que infudian en los pacíficos habitantes de aquellas comarcas, que, apénas divisaban á lo léjos el brillo de sus armas, corrian á refugiarse á lo más intricado de las selvas, prefiriendo la vecindad de los tigres por parecerles las fieras más humanas que los maharatas. Muchas provincias lograban recoger sus cosechas pagando un fuerte tributo anual, y hasta el mismo Emperador pasaba por la humillacion de ser su tributario cada vez que veia desde los muros de la capital las hogueras del enemigo. Otro caudillo, á la cabeza de numerosas huestes de caballería, venia todos los años á los arroceros de Bengala, y no hace un siglo todavia que se creyó necesario fortificar á Calcutta para defenderla de los jinetes maharatas, cuyo nombre conserva hoy, en memoria de aquel peligro, uno de los fosos de la ciudad.

Todos los vireyes del Gran Mogol que conservaron alguna autoridad se hicieron independientes.

Reconocian, es cierto, la supremacía de la familia de Tamerlan; pero al modo que un conde de Flandes ó un duque de Borgoña lo hubieran hecho con el más idiota de los últimos Carlovingios. Enviaban de tiempo en tiempo algunos presentes á su soberano titular por cortesía, y para pedirle títulos y dictados honorificos; mas ya no eran vireyes ó gobernadores á merced del monarca, sino príncipes hereditarios. Así tuvieron principio las grandes casas musulmanas que rigieron en Bengala y Carnate, las que áun conservan un resto de poder en Lucknow é Hyderabady ¿De qué modo debia terminar esta confusion? ¿Debia prolongarse la lucha durante siglos? ¿Debia concluir por la fundacion de una nueva y gran monarquía? ¿Estaba la India destinada á ser de los musulmanes ó de los maharatas? ¿Vendria un nuevo Baber de las montañas para conducir las impetuosas tribus del Cabul y el Korasan contra una raza más rica y ménos guerrera? Todo parecia probable en aquella circunstancia. Lo que nadie hubiera creido ni esperado sucedió, sin embargo, esto es, que una compañía marcantil, separada de la India por seis mil leguas de mar, y que sólo poseia en el país algunas fanegas de tierra, destinadas á un objeto puramente comercial, pudiera llegar á extenderse, en ménos de un siglo, del cabo Comorin á las nieves eternas del Himalaya; que sus agentes redujesen á su obediencia á mahometanos y maharatas, obligándolos á deponer odios y querellas, y que despues de someter á su ley á cien millones de hombres, llevase sus armas victoriosas al Este de Burrampootra y al Oeste del Hydaspe, dictando la paz en Avа é instalando á un vasallo suyo en el istmo de Candahar.

Dupleix fué quien primero comprendió la posibilidad de fundar un imperio europeo sobre las ruinas de la monarquía mogola. Su genio inventivo y bullicioso concibió este proyecto colosal en una época en que los más hábiles servidores de la Compañía inglesa solo se ocupaban en hacer facturas y sobordos. Pero no sólo se habia propuesto un plan, sino tambien los medios más eficaces de llevarlo á término feliz, pues vió con su claro talento que todas las fuerzas que podrian oponer los principes indígenas no serian capaces de resistir á un escaso número de soldados europeos, si bien disciplinándolos y poniendo á su cabeza buenos jefes llegarian á ser dignos de ir al combate bajo los primeros capitanes de Europa; y que la manera más fácil y cómoda de llegar cualquier aventurero á ser dueño de la India, consistia en ganarse la voluntad de algun nabab para inspirar sus actos, convertirlo en satélite suyo y hablar por su boca. Así fué Dupleix el primero en comprender y practicar el arte de la guerra y la politica, que despues imitaron y siguieron los ingleses con éxito tan feliz.

El estado de la India era tal, que todas las agresiones podian encontrar pretexto y apoyo, así en las antiguas leyes como en las prácticas modernas: ningun derecho se hallaba claramente definido; todo era confusion é incertidumbre, y los europeos, al mezclarse en las querellas y discusiones de los naturales, aumentaban el desórden, pretendiendo aplicar á la política asiática el derecho público de Occidente y sacando analogias del sistema feudal.

Si convenia tratar á un nabab como principe independiente, nada más fácil que hacerlo, toda vez que lo era, de hecho al ménos; si, por el contrario sólo se queria ver en él un delegado del poder supremo establecido en Delhi, tampoco era dificil, supuesto que, en teoria, no era otra cosa; y así, ya fuese como soberano con facultades de trasmitir su dignidad, ya como principe gobernador vitalicio, ya como funcionario amovible y á la merced del Gran Mogol, de todos modos podia considerársele y para todo habia gran copia de argumentos y precedentes. El partido que tenía en sus manos al heredero de Baber lo representaba como soberano legitimo absoluto, cuyos derechos debian ser acatados por cuantos vireyes y gobernadores ejercian autoridad en el Imperio; el opuesto alegaba, para sostener la • LORD CLIVE.tésis contraria, que el Imperio se hallaba disuelto de hecho, y que, si bien era justo tratar al Mogol con el miramiento debido á una venerable reliquia de los tiempos pasados, era por demas absurdo el reconocerlo como verdadero señor del Indostan.

En 1748 murió uno de los más poderosos entre los nuevos magnates de la India: el gran nizam AlMulk, virey del Decan, pasando el ejercicio de su autoridad á manos de su hijo Nazir Jung. De todas las provincias sometidas á tan alto dignatario, era, sin duda, la más rica y extensa la de Carnate, gobernada por el nabab Anaverdy—Khan. El cebo de su vireinato y de la importante provincia que de él dependia, despertaron la ambicion y la codicia de Mirzafa Jung, nieto del difunto nizam, y de Chunda Sahib, yerno de un antiguo nabab de Carnate, pretendiendo el primero competir con Nazir Jung, y ei segundo disputar el gobierno al delegado de AlMulk. En medio del trastorno y de la perturbacion general del país y de las leyes, no era dificil á ninguno de los dos hallar aventureros que siguiesen sus banderas, y razones más ó ménos especiosas en que apoyar su demanda, como así sucedió. Una vez hecho esto, entraron en el Carnate y pidieron auxilio á los franceses, cuya reputacion militar habia subido de punto á consecuencia de los últimos triunfos de sus armas sobre los ingleses, en la costa de Coromandel.

Nada podia ser más agradable al diestro y suspicaz Dupleix que la idea de implantar un nabab en Carnate y un virey en Decan, para ser él despues, en su nombre, el árbitro de la India meridional.

Alióse, pues, con los pretendientes, y les envió cuatrocientos soldados de su nacion y dos mil cipayos con armas á la europea. Dióse una batalla; se distinguieron mucho los franceses; Anaverdy quedó derrotado y muerto, y su hijo Mohamed—Alí, que despues adquirió, bajo el nombre de nabab de Arcot y por la elocuencia de Burke, tan poco envidiable celebridad, huyó á Trichinópoly con los débiles restos de su ejército, dejando en posesion de casi toda la provincia á los vencedores.

Tales fueron los principios de su engrandecimiento. Despues de haber pasado algunos meses entre combates, intrigas y negociaciones, su capacidad y su buena estrella parecieron prevalecer en todas partes. Nazir Jung murió á manos de sus propics vasallos, y Mirzafa Jung fué dueño del Decan, y completó el triunfo de la política y de las armas francesas. Todo era fiestas en Pondichery para celebrar tan repetidas victorias, cuando llegó el nuevo Nizam con el objeto de recibir la investidura de su vireinato, ceremonia que se verificó con gran pompa y solemnidad. Dupleix, revestido de un magnífico ropaje mahometano, entró en la ciudad en el mismo palanquin que el Nizam; y en todas las solemnidades que tuvieron lugar, ocupó el primer puesto entre los altos dignatarios de la corte; fué proclamado gobernador de la India, desde las riberas del Kristna hasta el cabo Comorin, territorio casi tan extenso como la Francia, con atribuciones y facultades superiores á las del mismo Chunda Sahib, y se le confirió el mando de siete mil hombres de caballería.

Anuncióse que sólo tendria circulacion en el país la moneda de Pondichery, y gran parte de los tesoros acumulados por los antiguos vireyes del Decan pasó á sus manos, pues, sin contar las alhajas y piedras preciosas, recibió de su protegido veinte millones de reales, si hemos de dar crédito á la tradicion.

LORD LIVE.Teniendo en cuenta la extension del territorio sometido á su autoridad, que ésta la ejercia sin límites sobre un pueblo de treinta millones de hombres, y que no era posible obtener honores ni emɔlumentos del gobierno sin su anuencia, ni al Nizam leer una solicitud siquiera sin su exequatur, bien puede creerse que serian inmensas las utilidades que de ello reportaria.

Poco sobrevivió Mirzafa—Jung á su exaltacion. Entónces, merced á la influencia francesa, ocupó el trono vacante otro príncipe de su familia, que sancionó todas las promesas de su predecesor. Dupleix habia llegado á ser el primer potentado de la India; sus compatriotas sabian con orgullo que su nombre se respetaba en el mismo palacio de Delhi, y los indigenas contemplaban llenos de asombro los progresos que hacia en la dominacion del Asia. Pero su vanidad era mucha y no quedaba satisfecha con el ejercicio del poder, sino que, además, necesitaba desplegar un fausto verdaderamente oriental para deslumbrar á súbditos y rivales. Una de las cosas que ideó y puso por obra con este fin fué disponer se levantase una columna conmemorativa de su triunfo sobre Nazir—Jung con cuatro pomposas inscripciones que anunciaran su gloria á los pueblos de Oriente. Hizo guardar bajo la primera piedra del monumento gran número de medallas con emblemas y leyendas reletivas á sus victorias, y dió el nombre de Dupleix Fatihabad á la ciudad que se fundó en torno suyo, lo cual quiere decir la ciudad del triunfo de Dupleix.

Los ingleses, que seguian reconociendo á Mahomed—Ai como legitimo nabab de Carnate, habian hecho algunos esfuerzos, pero débiles é inciertos, para contener los rápidos y brillantes progresos de la compañía rival. Mahomed—Alí sólo era dueño de Trichinópoly, y á la sazon se hallaba sitiado por Chunda Sahib y sus auxiliares franceses. No parecia posible hacer levantar el asedio; las escasas tropas que habia en Madrás carecian de jefe; el mayor Lawrence estaba de vuelta en Inglaterra, y la colonia no tenía un solo oficial de reputacion acreditada á quien pudiera confiarse tamaña empresa.

Por otra parte, los indígenas miraban con menosprecio á la nacion poderosa que presto debia someterlos á su dominio; que no en vano habian visto la bandera francesa sobre las baterías de San Jorge, y conducidos en triunfo por las calles de Pondichery á los jefes de las factorías, y prevalecer, así en los consejos como en los campos de batalla, las armas de Dupleix, sirviendo sólo la oposicion de las autoridades de Madrás para poner más de relieve su debilidad y más alta la fama del vencedor. Tal era el estado de las cosas, cuando el talento y el valor de un jóven, hasta entónces oscurecido, hizo cambiar su aspecto de repente.

Veinticinco años tenía Clive á la sazon. Despues de haber vacilado mucho entre la carrera militar y la mercantil, concluyó por ocupar el puesto de comisario con el grado de capitan, empleo que participaba de ambas cosas. La situacion era muy grave, y era preciso, para ocurrir á su remedio, echar mano de recursos extraordinarios. Clive representó á sus jefes que si no hacian un esfuerzo vigoroso, sucumbiria Trichinópoly, pereceria la casa de Anaverdy, y la India quedaria en poder de los franceses.

Para evitarlo, era indispensable dar un gran golpe, á este fin nada tan conducente como atacar, sin pérdida de tiempo, á Arcot, capital de Carnate y residencia favorita del Nabab, con lo cual podria y tal vez conseguirse que levantasen los enemigos el cerco de Trichinópoly. Aterrados los jefes de la colonia inglesa con los triunfos de Dupleix, y temerosos de que si sobrevenia nueva guerra con Francia fuese destruido Madrás, aprobaron el proyecto de Clive, y le confiaron su ejecucion. Diéronsele doscientos ingleses y trescientos cipayos, armados á la europea; pero de los ocho oficiales que mandaban la fuerza, solo dos habian visto el fuego, y la mitad eran empleados de la Compañía, que, á imitacion suya, movidos de su ejemplo, prefirieron los azares y penalidades de la guerra á la monótona tranquilidad de la vida mercantil. El tiempo era tempestuoso y nada propicio á la empresa; mas no por eso desmayó Clive, ántes al contrario, avanzó con ánimo resuelto á la cabeza de sus tropas, sufriendo el azote de los elementos que parecian estar aliados á los franceses, y llegó á las puertas de Arcot, cuya guarnicion, sobrecogida de un pánico terrible, abandonó la fortaleza, quedando dueños de ella los ingleses sin haber disparado un tiro.

Comprendiendo Clive que no le dejarian disfrutar en sosiego de su conquista, tomó inmediatamente sus medidas para sostener un sitio. La guarnicion fugitiva tardó poco en volver en su acuerdo, y se acercó á la plaza, reforzada de un cuerpo considerable levantado en las inmediaciones, y en número de tres mil hombres, acampando muy cerca de los baluartes. Clive hizo de noche una salida, tomó el campamento por sorpresa, causó un destrozo considerable en el enemigo, lo puso en fuga, y volvió á sus cuarteles sin haber sufrido el menor quebranto, ni perdido un solo soldado.

No bien tuvo noticia de estos sucesos Chunda Sahib, que con sus aliados franceses sitiaba á Tri—N chinópoly, mandó á su hijo Rajah—Sahib con cuatro mil hombres de su ejército para que, unidos á los dispersados por Clive, á un refuerzo de otros dos mil de Vellore, y á ciento cincuenta franceses, enviados por Dupleix desde Pondichery, cayese sobre Arcot.

El cuerpo de Rajah—Sahib, en número de diez mil combatientes, puso cerco á la fortaleza, la cual no parecia poder resistir un sitio como el que la amenazaba. Los muros estaban casi en ruinas, secos los fosos, y las baterías, estrechas y bajas, ni eran capaces para recibir cañones, ni útiles para proteger á los soldados. La guarnicion, corta en un principio, habia quedado reducida á ciento veinte europeos y doscientos cipayos aptos para el servicio; los oficiales á cuatro, y los víveres y demas pertrechos escasamente á lo necesario. El capitan que habia de dirigir la defensa en circunstancias tan desfavorables era un jóven de veinticinco años, educado para tenedor de libros.

A los cincuenta dias de asedio, el tenedor de libroз se defendia en la plaza con un valor y pericia tan grandes, que hubieran honrado á los primeros veteranos de Europa. Su situacion, sin embargo, era por demas apurada: las brechas iban ensanchándose más cada dia, y la tropa empezaba á sufrir del hambre. En tales circunstancias, no hubiera sido extraño que soldados tan faltos de oficiales, que llevaban tanto tiempo de padecer todo género de privaciones y tan opuestos entre sí por el color, el idioma, la religion y las costumbres diesen alguna muestra de indisciplina; pero su amor y lealtad á Clive, que superaba, sin duda, al que tuvo á César la décima legion, no les permitió faltar á su deber.

Es más, un dia se le presentaron los cipayos para proponerle que diese sus raciones de arroz á los europeos, acostumbrados á mayor cantidad de alimento que los indígenas, pues á ellos les bastaba la sustancia que pudiera contener el agua en que lo cocian. No hay en la historia ejemplo más grande y conmovedor de fidelidad militar, ni de la influencia que un jefe puede llegar á tener sobre sus soldados.

Habia hecho un esfuerzo el gobierno de Madrás para socorrer la plaza; frustróse; pero se vislumbraron esperanzas en el cuerpo de seis mil maharatas alistados para sostener á Mahomed—Alí, y que permanecian inmóviles en la frontera de Carnate, por creerse inútiles contra el poder, hasta entónces irresistible, de los franceses. La defensa de Arcot los sacó de la inaccion. Morari—Row, jefe de aquel cuerpo de semi—bandidos, al tener noticia de los prodigios de valor que hacian los ingleses, dijo que, puesto sabian batirse tan bizarramente, cosa que no esperaba, iba en su auxilio con los maharatas.

Supo Raja—Sahib el movimiento, y comprendiendo que no debia perder tiempo para no quedar envuelto, quiso negociar, y á este fin ofreció á Clive una gran suma de dinero para que desalojase la plaza.

El capitan inglés rechazó la oferta con desprecio, y Rajah—Sahib, encolerizado, juró que si no se aceptaban sus proposiciones tomaria el fuerte por asalto y pasaria la guarnicion á cuchillo. Clive le contestó, con la altivez propia de su carácter, que su padre era un usurpador y su ejército una horda de foragidos y cobardes, incapaces de asaltar murallas defendidas por ingleses.

En vista de semejante contestacion, Rajah—Sahib decidió dar el asalto. El dia señalado no podia ser más á propósito para la empresa, pues era el de la gran fiesta que consagran los mahometanos á la memoria de Husein, hijo de Alí, cuyo recuerdo es el más patético de cuantos contiene la historia del islamismo. Dice la leyenda tristemente que el jefe de los fatimitas bebió agua por última vez, despues de haber visto caer á su alrededor á todos los bravos que iban con él; que oró, y que al punto fué degollado, puesta su cabeza en la punta de una lanza, y herida su boca con el baston del tirano; iniquidad que hizo estremecer á todos los creyentes, pues los ancianos recordaban haber visto besar sus labios por el profeta de Dios. Cerca de doce siglos han trascurrido desde que tuvo lugar este acontecimiento, y áun excita su aniversario tan violentas y lúgubres emociones en el corazon de los musulmanes devotos de la India, que algunos, segun se dice, suelen morir por efecto de la perturbacion moral que les produce. Y como, además, están persuadidos de que si mueren en batalla contra los infieles en semejante dia, quedan absueltos de sus culpas y entran sin más tardanza en el jardin de las Huríes, su esfuerzo y su denuedo no tienen límite si entónces se les conduce á la pelea. Rajah—Sahib quiso aprovechar aquella ocasion para embestir la fortaleza, cuidando ántes, empero, de fomentar con drogas estimulantes el celo religioso de sus soldados, que, ebrios de entusiasmo y de betel, avanzaron furiosos hácia los baluartes.

Secretamente advertido Clive del designio de su enemigo, tomó sus medidas para resistir, y despues se entregó algunos momentos al descanso. Poco tardó en sonar la alarma. Rajah—Sahib avanzaba en direccion á la plaza, llevando á vanguardia del ejército elefantes con la cabeza guarnecida de hierro, persuadido de que las puertas cederian á su impulso; mas no bien sintieron aquellos arietes vivos el efecto de las balas, se volvieron á todo correr, arrollando con sus enormes patas cuanto encontraban por delante, y esparciendo la confusion y el desórden entre los mahometanos. Echaron estos al foso una balsa para estar más cerca de los ingleses; y al ver Clive que sus artilleros no sabian hacer la punteria debida en aquella circunstancia, preparó por sí mismo el cañon, dió fuego y barrió la balsa.

Por aquellas partes donde el foso estaba seco se arrojaban con gran denuedo; pero eran recibidos por un fuego tan nutrido y certero que hacía vacilar y decaer á los más fanáticos y embravecidos. Los ingleses ocupaban la retaguardia y proveian de fusiles cargados á sus auxiliares, que hacian fuego sin cesar sobre las masas enemigas, las cuales, despues de dar tres ataques desesperados, se replegaron detras del foso. Habia durado el combate cosa de una hora, perdiendo los sitiadores cuatrocientos hombres, y cinco ó seis los sitiados. Pasaron éstos la noche inquietos y desasosegados, temerosos de ver renovar el ataque; pero al despuntar del alba notaron con sorpresa y regocijo que, á favor de la oscuridad, se habia retirado el enemigo, dejando en su poder gran número de cañones y viveres en abundancia.

Fué acogida la noticia de esta victoria con grandes muestras de júbilo y de orgullo en el fuerte de San Jorge. Mirábase por ello á Clive como á hombre capaz de acometer las mayores empresas. Diéronsele doscientos ingleses y setecientos cipayos; y tomando con ellos actitud ofensiva, se apoderó del fuerte de Timery, reunió á sus tropas un escuadron de lanceros de Morari—Row, y á marchas forzadas se dirigió en busca de, Rajah—Sahib, que tenía bajo sus órdenes cinco mil hombres, entre los cuales contaba trescientos franceses. Trabóse la pelea encarnizadamente por ambas partes; pero la victoria se decidió en favor de Clive, en cuyas manos cayó la caja del enemigo. Seiscientos cipayos de RajahSahib se pasaron á los ingleses, quedando al servicio de la Compañía; Conjeveram se rindió sin resistencia, y el gobernador de Arnea desertó la causa de Chunda—Sahib, y reconoció los derechos de Mohamed—Ali.

Si la exclusiva direccion de la guerra hubiera esdo en manos de Clive, es probable que la hubiera concluido prontamente; pero la timidez y la incapacidad características de todos los movimientos de los ingleses cuando él no los dirigia en persona, prolongaron la lucha, hicieron decir á los maharatas que los soldados del jóven caudillo eran de raza distinta, y fueron causa de que Rajah—Sahib, á la cabeza de un ejército numeroso, en cuyas filas formaban cuatrocientos franceses, se acercase al fuerte de San Jorge, y que á la vista de su guarnicion cometiera todo género de violencias y robos. Pero Clive, sabedor de aquel ultraje, le salió al encuentro y lo deshizo de nuevo. Rajah—Sahib perdió más de cien soldados franceses en la batalla, lo cual equivalia á muchos miles de indígenas, y el ejército victorioso tomó el camino de San David, mandando Clive á su paso por Dupleix—Fatihabad, la ciudad de la famosa columna erigida en conmemoracion de los triunfos de las armas francesas, arrasar ambas cosas hasta los cimientos. No hizo esto Clive, á nuestro entender al menos, por animosidad personal ni nacional, sino con un fin político justo y profundo, pues la ciudad y su nombre pomposo, y la columna y sus altaneras inscripciones, formaban parte de los medios que Dupleix habia puesto en juego para avasallar la opinion pública en las Indias, y Clive queria desprestigiarlo. Dupleix habia hecho ver á los indígenas que la Francia era la primer nacion del mundo y que los ingleses no se atreverian á disputarle la supremacía, y ning una medida podia ser más eficaz para desacreditar aquella que la de arrasar pública y solemnemente los trofeos franceses.

Alentado con estos sucesos el gobierno de Madrás, determinó enviar, bajo las órdenes de Clive, un considerable refuerzo á la guarnicion de Trichinópoly; pero cuando se disponia á cumplir su cometido llegó de Inglaterra Lawrence y tomó el mando en jefe del ejército. A juzgar por el carácter discolo é indisciplinado de que tenía dadas pruebas tan repetidas en la escuela y en las oficinas de la Compañía, no hubiera sido extraño ver á Clive, despues de sus victorias, trabajar sin celo ni aficion en el puesto secundario á que lo relegaba la venida del mayor; pero como éste lo habia tratado afectuosamente hacía poco, y nuestro jóven capitan, á vueltas de su altivez y de su orgullo, era muy agradecido, se puso bajo sus órdenes con la mejor voluntad, y sirvió de una manera brillante. Lawrence conocia su mérito y el partido que podria sacarse de su cooperacion; y á pesar de no hallarse dotado de grandes cualidades intelectuales, con su buen sentido apreciaba perfectamente las de su jóven subalterno, en quien no veia un intruso, por más que no fuera militar de colegio, sino «un hombre de indomable resolucion, de carácter firme y de mucha presencia de ánimo hasta en los trances de mayor peligro; soldado por instinto, y que sin haber recibido instruccion militar, sin haber tenido siquiera relaciones con personas de la milicia, sin más auxilio que su buen sentido y recto juicio, se habia conducido á la cabeza de sus tropas como un oficial experimentado, valiente y de consumada prudencia, por lo cual merecia y podia esperarse de él lo que sucedió.» Tal era la opinion del mayor acerca de Clive cuando llegó á la India y se hizo cargo del ejército.

Los franceses no tenian jefes que oponer á Lawrence y á Clive, porque Dupleix, si bien era fuerte en el terreno de las negociaciones y de las intrigas, carecia de las cualidades necesarias para dirigir en persona una guerra. Su educacion no era militar; tampoco le gustaba la carrera; y sus enemigos lo acusaban de cobarde, porque siempre se alejaba del fuego, como quien huye de las balas, á pretexto de necesitar silencio y reposo para consagrarse más libremente á sus meditaciones. Érale, de consiguiente, indispensable confiar á otras personas la ejecucion de sus grandes proyectos belicosos, y siempre se quejaba con amargura de estar mal servido. Bussi, oficial de mérito reconocido, le habia segundado con mucha eficacia en otras ocasiones; mas al presente se hallaba léjos de su persona, y muy ocupado en el Norte con el Nizam, atendiendo á sus particulares intereses y á los de la Francia; despues de él, sólo tenía hombres incapaces de acometer la menor empresa, ó mancebos sin experiencia, cuyas insensateces provocaban á risa los soldados.

La victoria se decidia en todas partes por los ingleses: en Trichinópoly los sitiadores quedaron convertidos en sitiados y les fué preciso capitular, y Chunda—Sahib cayó en manos de los maharatas, siendo condenado á muerte, probablemente á causa de su rival Mohamed—Ali. Sin embargo, Dupleix no cedia, sino que continuaba resistiendo con la misma indomable perseverancia y extraordinaria fecundidad de recursos. De su país no recibia el menor auxilio pecuniario; carecia de favor con las mismas personas que lo habian enviado á la India, que censuraban su política, se oponian á sus planes, y sólo le daban de tiempo en tiempo el sobrante de los presidios franceses á guisa de soldados. A falta de esto, apeló á la intriga, á la corrupcion, al soborno; prodigó sus riquezas, abusó de su crédito para crear en todas partes nuevos enemigos al gobierno de Madrás, hasta entre los aliados de la Compañía inglesa; pidió nuevas patentes á Delhi; hizo, en fin, cuanto pudo sugerirle su inventiva; pero todo fué inútil para impedir en aquel país el engrandecimiento de la Inglaterra, y la decadencia de la Francia.

Clive, que no habia disfrutado de buena salud desde su llegada á la India, se halló, al fin, tan doliente, que determinó volver á su patria; pero antes acometió una empresa erizada de peligros, á la cual dió cima con su habilidad y vigor de costumbre. Estaban ocupados por tropas francesas los fuertes de Covelong y Chingleput, y resueltos los ingleses á desalojarlos de ambas partes, resolvieron enviar contra ellos una expedicion; mas eran tales los soldados que tenian disponibles para realizarla, que ningun oficial quiso exponer su nombre tomándolos bajo sus órdenes. Clive aceptó el mando.

Componíase la columna de quinientos reclutas cipayos, y de doscientos ingleses, alistados en las tabernas de Londres por los agentes de la Compañía, entre lo más abyecto y envilecido de la sociedad.

Débil y enfermo como se hallaba, se propuso convertir en soldados aquella horda, y tomó el camino de Covelong. Un tiro disparado desde el fuerte mató á uno de ellos, y esto fué suficiente para que los demas volvieran las espaldas y se pronunciaran en vergonzosa fuga, costando no poco trabajo á Clive detenerlos y reunirlos. Al fin, á fuerza de constancia y de exponerse siempre en primera línea, pudo conseguir infundirles horror á la cobardía, y formar un cuerpo de buenos soldados con elementos que tan poco prometian. Covelong cayó en sus manos; y al saber que venia de Chingleput un fuerte destacamento en auxilio de la fortaleza recien conquistada, despues de tomar sus medidas para impedir que llegase á noticia de los enemigos la toma de la plaza, apostó su gente en el camino, cayó sobre ellos de improviso, les mató cien hombres á la primer descarga, hizo trescientos prisioneros, persiguió á los fugitivos hasta las puertas de Chingleput, cercó la plaza, que pasaba por una de las más im—, portantes de las Indias, abrió brecha, y ya á punto de tomarla por asalto, capituló el comandante frances, retirándose con la guarnicion.

Clive volvió á Madrás cubierto de gloria; pero en un estado de salud que no le permitia permanecer mucho tiempo en el país. Entónces contrajo matrimonio con la señorita de Maskelyne, hermana del célebre matemático y astrónomo de S. M. Dicen sus contemporáneos que era hermosa y de talento, y á juzgar por las cartas de su marido, la amó mucho mientras vivió. A poco de haberse casado, salieron ambos para Inglaterra: Clive volvia muy diferente de cuando, diez años ántes, se hizo á la vela en las costas de su patria para ir á buscar fortuna á las Indias; aun no habia cumplido veintiocho, y ya gozaba en la Gran Bretaña reputacion de ser uno de sus mejores soldados. Reinaba la paz en toda Europa; el único punto del globo donde hubiese guerra entre ingleses y franceses era el Carnate; los grandes proyectos de Dupleix habian puesto en la mayor inquietud á la Cité de Londres, y disipádola el cambio repentino sobrevenido en el teatro de los sucesos, merced al esfuerzo y al talento de Clive.

En India—House no se le conocia sino bajo el lisonjero sobrenombre de general Clive, y así se le llamaba en los brindis que, á su salud, hacian los directores de la Compañía. Apénas llegó, fué objeto del mayor interes y admiracion para sus conciudadanos; la Compañía le manifestó de la manera más expresiva su reconocimiento, y le regaló una espada magnífica guarnecida de brillantes; pero él tuvo la delicadeza de no aceptarla si no se hacía lo propio con su jefe y amigo, el mayor Lawrence.

Fácil es comprender la satisfaccion y el orgullo de su familia al recibirlo; todos dudaban del testimonio de sus ojos, sin comprender cómo podia ser el mismo que diez años ántes era una causa contínua de disgustos para cuantos lo rodeaban el caudillo famoso que tenian entre sus brazos. Particularmente su padre no quiso dar crédito á cuantas hazañas se referian de él hasta que se supo en Inglaterra de una manera oficial la noticia de su heroica defensa de Arcot: sólo entónces se oyó murmurar entre dientes al buen viejo que su hijo servía para algo útil; pero desde aquel momento fué tomando su aficion y su entusiasmo por Roberto mayores proporciones, á medida que iba teniendo noticia de sus empresas, hasta llegar á convertirlo en objeto de adoracion.

Por muchos conceptos debia regocijarse su familia al verlo, pues aparte de la natural satisfaccion que sentiria, su venida iba á remediar la situacion apurada de sus individuos. Habian tocado á Clive sumas de mucha importancia en los despojos causados á los indos durante la guerra, y él las empleó en auxiliar á su padre, y levantar las cargaз que pesaban sobre sus bienes. Lo demas lo disipó en cosa de dos años, viviendo con magnificencia, vistiendo con el mayor lujo y teniendo carruaje y caballos de montar; y como si estos medios no fuesen bastante eficaces para desembarazarse de cuanto traia, recurrió á una eleccion disputada y reñida, que es en Inglaterra el más pronto y de más inmediato resultado. Anulada su acta, á pesar de los grandes esfuerzos que hizo Fox en la Cámara para evitarlo (1754), y sin recursos para continuar la vida espléndida que hacía, volvió á pensar, naturalmente, en la India, con tanto más motivo, cuanto que la Compañía y el gobierno deseaban mucho utilizar sus servicios.

Se habia hecho por entonces en Carnate un tratado muy favorable á la Inglaterra; Dupleix se hallaba en Europa con los restos de su inmensa fortuna, para verse perseguido y calumniado hasta la muerte, y otro jefe ocupaba su puesto; mas como ya se advertian muchos signos precursores de una guerra entre Francia y la Gran Bretaña, era necesario enviar á la India un jefe capaz. Los directores nombraron á Clive gobernador del fuerte de San David, y el Rey le dió el grado de teniente coronel en el ejército, saliendo en seguida (1755) para su destino.

La primera empresa que se le confió al regresar á Oriente fué la de tomar el fuerte de Gheriah, construido sobre un promontorio de peñascos, rodeado por todas partes del Océano, y que servia de guarida al pirata Angrea, cuyas barcas eran el terror del golfo Arábigo. El almirante Watson, jefe de la escuadra inglesa en los mares de Oriente, incendió la flotilla de Angrea, mientras Clive atacaba por tierra la fortaleza. Cedió la plaza, y los vencedores se repartieron ciento cincuenta mil libras esterlinas de botin. Pero á los dos meses de hallarse de vuelta en su gobierno de San David, recibió una nueva que puso en juego toda la energía de su carácter activo y emprendedor.

De todas las provincias sometidas á la casa de Tamerlan, era la más rica la de Bengala. Ninguna otra parte de la India reunia tantas ventajas naturales para la agricultura y el comercio: el Ganges, al lanzarse por cien brazos al mar, habia formado una inmensa llanura de aluvion, cuya riqueza y fecundidad son extraordinarias; los arrozales producen cantidades verdaderamente fabulosas; la especería, el azúcar y los vegetales aceito sos abundan con increible profusion; el cauce de los rios apénas basta para contener los peces; las islas desiertas en la costa son malsanas, efecto de su misma feracidad, las pueblan tigres y ciervos, y proveen de sal en abundancia á los distritos cultivados, y el caudaloso rio que fecunda el suelo es al propio tiempo la grande artéria del comercio de Oriente. En sus márgenes se alzan las ciudades más ricas, las capitales más suntuosas, y los templos más concurridos y venerados de la India. En vano ha luchado la tiranía del hombre contra la excesiva liberalidad de la naturaleza, pues, á pesar de los déspotas musulmanes y de los bandidos maharatas, la provincia de Bengala era conocida en todo el Oriente bajo los nombres de Jardin del Eden ó de Reino Rico; su poblacion crecia y se multiplicaba de una manera extraordinaria; las provincias lejanas se mantenian del sobrante de sus graneros, y las damas de la aristocracia inglesa ó francesa lucian los elegantes y primorosos productos de sus telares. La raza que habitaba en aquel país, enervada por el clima, y habituada sólo á ocupaciones pacíficas, era respecto de los demas asiáticos, lo que éstos son en general á los esforzados y atrevidos europeos. El bengalí es afeminado, lo hace todo con flojedad, gusta de la vida sedentaria, teme el trabajo corporal, y áun cuando es retador y pendenciero, rara vez entra en lucha, y jamás sienta plaza de soldado; tanto es así, que puede ser que no llegue á cien bengalís los que haya en todo el ejército de la Compañía de las Indias. Como se ve, ningun pueblo ha sido más á propósito para recibir el yugo de la dominacion extranjera.

Las grandes empresas comerciales de Europa tenian, de mucho tiempo ya, establecidas factorias en aquella parte: los franceses en Chandernagore, que siguen ocupando; los holandeses, remontando el Hougley, en Chinsurah, y los ingleses en el fuerte William, más cerca de la orilla del mar. Una iglesia, vastos almacenes, y las casas de los principales comerciantes de la Compañía de las Indias orientales se alzaban á las márgenes del rio; más léjos habia una gran ciudad indígena, recien edificada, en la cual tenian su residencia algunos comerciantes indos muy acaudalados. Tal era entónces Calcuta.

En el espacio que ahora ocupan los palacios de Chowringhee, sólo se veian á la sazon chozas miserables, cubiertas de paja; y donde al presente se halla la ciudadela y el paseo de carruajes, sólo habia en la época referida un matorral, donde se guarecian los caimanes y los pájaros acuáticos. Los ingleses pagaban al Gobierno la renta de la tierra ocupada por su colonia; pero ejercian en ella cierta Jurisdiccion, á semejanza de los señores feudales.

Gobernaba la gran provincia de Bengala desde hacía mucho tiempo, así como las de Orissa y Baber, un virey, conocido entre los ingleses bajo el nombre de Anaverdy—Kan, el cual, de hecho, era independiente del Gran Mogol. Murió en 1756, y le sucedió en la soberanía de sus Estados su nieto Surajah—Dowlah, uno de los déspotas más bárbaros y feroces que haya producido la India. De cortas luces y carácter desapacible, enervado y corrompido por sus maestros, ni daba oidos á la razon ni cabida en su pecho á ningun impulso generoso: con el abuso de los placeres debilitaba su cuerpo y su ya escasa inteligencia; y con el de las bebidas espirituosas exaltaba su cerebro hasta la locura. Rodeábase con preferencia de hombres de la más baja extraccion, cuyo único mérito consistia en ser aduladores, serviles y bufones; y habia llegado á tal refinamiento de maldad, que hallaba tanto placer en atormentar como otros en hacer bien á sus semejantes. Cuando niño, se divertia en dar tortura á los animales; ya hombre, se gozaba en hacer sufrir á los séres humanos.

Aborrecia Surajah—Dowlah instintivamente á los ingleses; odiarlos era su pasion favorita; y como nadie se opuso nunca á las suyas, ésta creció con su poder y llegó á ser como él, sin límites. Además, se habia formado una idea muy exagerada del botin que podria producirle el saqueo de Calcuta, sin alcanzársele que, áun cuando la riqueza de los ingleses fuera superior á sus cálculos, nada sería en compensacion del quebranto que sufriria la provincia de Bengala si, por sus violencias y extorsiones, se alejaba de ella el comercio europeo. No era dificil hallar pretexto para una querella en el estado actual de las cosas. Los ingleses, previendo el caso de hallarse en guerra con Francia, empezaron á fortificar la colonia, sin permiso especial del Nabab.

Esto bastaba; pero puso el colmo á su enemiga el haberse negado el gobernador de Calcuta á entregarle cierto rico indígena, á quien queria despojar, y que, huyendo de sus manos, se habia refugiado en el fuerte. En consecuencia, Surajah—Dowlah se puso en marcha contra el Fort—William, á la cabeza de un gran ejército.

Dupleix habia obligado á los funcionarios de la Compañía, en Madrás, á ser estadistas y militares; pero como los que se hallaban en Bengala sólo eran á la sazon comerciantes, se aterraron con la nueva del próximo peligro. El gobernador y el comandante militar fueron los primeros en tomar la fuga, dejando al fuerte desamparado, cuya guarnicion hizo poca resistencia al enemigo. Gran número de ingleses cayeron en poder de Surajah—Dowlah, el cual mandó traer á su presencia á Mr. Holwell, por ser el de más importancia, y al recibirlo en la sala de la Factoría, se burló de la insolencia de los britanos, se quejó de la exigüidad del tesoro que habia encontrado, y despues de prometerle la vida de sus compañeros lo despidió, yéndose á dormir.

Entonces se cometió aquel crímen horrendo, memorable por la manera como fué perpetrado y por la venganza terrible que le siguió. Habian quedado los prisioneros á merced de los soldados, y éstos, con el fin de ponerlos en lugar seguro durante la noche, resolvieron encerrarlos hasta el otro dia en el calabozo de la guarnicion, espacio reducido, pues apénas medía veinte piés cuadrados, con tan escasas y altas lumbreras y respiraderos que difícilmente hubiera podido servir de cárcel á un europeo.

Era el solsticio de verano, época durante la cual solo es soportable el calor á los ingleses cuando viven en casas espaciosas y llenas de comodidades.

Los prisioneros llegaban hasta ciento cuarenta y seis. Mandáronles entrar en el calabozo; pero al ver que sólo hacinados podrian caber en aquel estrecho y lóbrego recinto, lo tomaron á burla de sus guardas. Poco tardaron en conocer su engaño. Recurrieron entónces á las súplicas y á los ruegos; pero todo fué en vano, porque los indos amenazaron con la muerte á los tardos en obedecer, y á empellones y golpes los hicieron entrar, cerrando tras ellos la puerta y reforzándola con parapetos.

No hay en la historia ni en cuanto ha podido imaginar la ficcion de más horrible, ni siquiera el suplicio de Ugolino, cuando muriéndose de sed entre los hielos eternos humedeció sus áridos labios en el sanguinolento cuero cabelludo arrancado de la cabeza de su verdugo, nada que iguale á la horrible relacion que hicieron de sus congojas y padecimien tos en aquella noche pavorosa los pocos individuos que sobrevivieron á ella. Holwell ofreció sumas considerables á sus carceleros, los demas pidieron gracia de cuantas maneras son imaginables: á todos se contestó que nada era posible hacer sin órden expresa del Nabab, que éste dormia, y que recibiria grande enojo si se le despertaba. Entonces los ingleses, locos de desesperacion, trabaron una furiosa lucha para acercarse á los respiraderos y para disputarse las gotas de agua que, como por burla, les otorgaban los indos en la agonía; y solo se oian en el calabozo gritos, blasfemias, plegarias y maldiciones, confundidas con las carcajadas de los guardas, que, alumbrándose con antorchas, desde afuera presenciaban sus infernales tormentos, sus gestos, sus contorsiones con la misma risa que si fuera un espectáculo de mímica. Poco á poco fué cesando el tumulto, é hizo lugar á los gemidos, á los suspiros y al estertor de los que morian. Llegó el nuevo dia, y el Nabab permitió que abriesen la puerta, siendo preciso amontonar los casi corrompidos cadáveres para que pudiesen salir los veintitres espectros que aún alentaban, y á quienes no hubieran reconocido sus mismas madres. Abrióse al punto una fosa, y echaron á ella los ciento veintitres muertos, sin que número tan considerable de víctimas excitase remordimientos ni lástima en el Nabab ni en los soldados, ni fuese parte á infundirle compasion hacia los vivos. Aquellos que nada poseian quedaron en libertad; pero los que pudieron ofrecer algun rescate continuaron prisioneros y siendo tratados con el rigor más extremado. Uno de estos fué Holwell, á quien mandó comparecer á su presencia para dirigirle improperios y amenazas, y luégo darle órden de salir, cargado de cadenas, á pesar de la situacion lastimosa en que se hallaba, para el interior del país, juntamente con otros de quienes sospechaba sabian más de lo que decian respecto de los tesoros de Calcuta. Alojóseles bajo miserables techumbres, y dióseles por todo limento arroz y agua, hasta que, á ruego de algunas mujeres parientas del Nabab, pudieron alcanzar la libertad.

Una sola inglesa sobrevivió á tan grandes penalidades, y fué destinada al harem de Surajah—Dowlahen Moorshedabad.El vencedor puso en noticia de su jefe nominal el resultado de la reciente conquista, y despues de guarnecer el fuerte William y de prohibir á los ingleses fijar su residencia en aquellas inmediaciones, mandó que, en memoria del triunfo conseguido por sus armas, se llamase Calcuta en lo sucesivo Alinagore, lo cual quiere decir el Puerto de Dios.

En Agosto llegaron á Madrás las noticias de la pérdida de Calcuta, causando la más viva y profunda impresion: un grito de venganza resonó por todas partes; y cuarenta y ocho horas despues de haberse difundido la nueva estaba resuelto el envío de una expedicion al Hougley, bajo las órdenes de Clive y Watson, respectivamente, las tropas de mar y tierra. Novecientos hombres de infantería inglesa, buenos y valientes soldados, con mil quinientos cipayos, componian el ejército que se embarcó para castigar á un príncipe que tenía más vasallos que Luis XIV y la emperatriz María Teresa. Diéronse á la vela en Octubre, y despues de luchar con los vientos contrarios llegaron en Diciembre á Bengala.

Recreábase, mientras, el Nabab en Moorshedabad, con sus ccncubinas y cortesanos, persuadido de que los ingleses no cometerian nunca la temeridad de invadir su territorio. Su ignorancia era tal en este punto, que no creia hubiese diez mil hombres en toda Europa; deduciendo de aquí la inferioridad é impotencia de sus enemigos. Pero si no abrigaba el menor recelo respecto de la fuerza militar de los ingleses, su ausencia de la colonia empezaba ya á causarle cierto disgusto, en razon á que las rentas habian bajado de una manera notable desde la toma de Calcuta, y sus ministros logrado hacerle comprender, no sin esfuerzo, que más provecho resulta, á veces, á los soberanos, de proteger á los comerciantes, que de perseguirlos y ponerlos en el tormento para descubrir sus tesoros.

En tal disposicion, y cuando se hallaba á punto de permitir á la Compañía que volviese á continuar sus operaciones en Bengala, llegó á su noticia el armamento de los ingleses y su entrada por el Hougley. Dió entonces órden al ejército de reunirse en Moorshedabad, y marchó sobre Calcuta.

Clive habia dado principio á las operaciones con la mayor rapidez y energía: tomó á Budgebudge, derrotó á la guarnicion del fuerte William, reconquistó á Calcuta, y ganó por asalto á Hougley y lo entró á saco. El Nabab, que se sentia dispuesto á entrar en arreglo con los ingleses antes de probar la suerte de las armas, se afirmó todavía más en su primera intencion con las pruebas que le daban de su esfuerzo y poder, y en consecuencia lo manifestó así á los capitanes del ejército enemigo, prometiéndo restablecer la factoría é indemnizar á los que hubieran sido despojados.

A fuer de soldado, creia Clive deshonroso el entrar en arreglos con Surujah—Dowlah; pero como sus poderes eran limitados, y una junta, compuesta en su mayor parte de agentes de la Compañía que habian servido en Calcuta, tenía la direccion general de los negocios, sus miembros estaban ya impacientes por volver á sus destinos y ser indemnizados. Además, el gobierno de Madrás temia verse atacado de nuevo por los franceses á causa de la guerra que acababa de estallar en Europa, y esperaba con ansia la vuelta del ejército expedicionario; y como, por otra parte, las promesas del Nabab eran bastante considerables y los resultados de la lucha dudosos, Clive consintió entrar en tratos con él, si bien manifestando cuánto le dolia no poder concluir aquella empresa tan gloriosamente como hubiera deseado.

Preséntase con este motivo bajo nueva faz el caudillo de los ingleses; porque si hasta entonces sólo habia sido soldado de fortuna, y ejecutor hábil y valiente de los planes de otro, á partir de entóná ces se hace necesario considerarlo principalmente como hombre de Estado cuyas operaciones mi itares están subordinadas á sus proyectos políticos.

Pero sí es innegable que desplegó en el nuevo papel las mayores facultades y que obtuvo los triunfos más brillantes, tampoco debe ocultarse que su modo de proceder empañó su reputacion y carácter moral. No por eso estamos conformes con Mill cuando dice que «si el engaño y la falsedad le convenian, echaba mano de ellos, sin escrúpulo ni remordimientos;» ni tampoco podemos estarlo con Malcolm que sólo ve integridad y honor en la conducta de su héroe. Clive era valiente hasta la temeridad, sincero hasta la indiscrecion, apasionado en los afectos, noble en las enemistades, y en sus relaciones oficiales ó particulares con los ingleses franco y leal, y lleno de generosidad y grandeza de sentimientos. Su conducta en la India está explicada por la manera que tenía de considerar la política de Oriente: la creia un juego, en el cual, para ganar, estaba permitido hacer trampas; sabia que el código moral de los indígenas diferia mucho del de los ingleses; que tenía que habérselas con hombres destituidos de honor, que hacian sin vacilar y violaban sin vergüenza todo género de promesas, y que sin escrúpulo alguno recurrian á la corrupcion, al perjurio, á la falsedad para conseguir sus fines. Sus cartas demuestran cuanto pensaba en la gran diferencia que separa la moral asiática de la europea, y el error en que, á nuestro entender, se hallaba al no parecerle posible luchar con éxito contra semejantes adversarios si se ligaba con lazos que á ellos no sujetaban, si decia siempre la verdad sin oirla nunca de su boca, y si cumplia, áun en perjuicio suyo, los compromisos contraidos con unos hombres que nunca obedecian á otra ley que á la de su provecho y conveniencia. Así, pues, Clive, que en las demas circunstancias de la vida era un militar valiente y pundonoroso, no bien se hallaba en lucha con indos intrigantes, se volvia como ellos, y sin el menor empacho cometia falsedades, prodigaba hipócritas halagos, sustituia unos papeles con otros y hasta falsificaba firmas.

Fueron conducidas las negociaciones entre los ingleses y el Nabab especialmente por Mr. Watts, funcionario de la Compañía, y un bengali llamado Omichund, á quien la expedicion del Nabab contra Calcuta habia hecho sufrir pérdidas inmensas en su comercio. Era Omichund muy conocedor del carácter de los ingleses y á propósito para servirles de intermediario con las cortes de la India, pues gozaba de gran influencia entre los suyos, y poseia en grado superior sus cualidades y defectos: la observacion, el tacto y la perseverancia, y el servilismo, la codicia y la perfidia.

El Nabab se condujo en aquel negocio con la mala fe propia de un hombre de Estado indo, y la ligereza de un niño. Prometió, se retractó, vaciló y eludió el cumplimiento de sus promesas. Avanzó con aspecto amenazador contra Calcuta; pero al ver que los ingleses tomaban una actitud firme, retrocedió espantado y se avino á suscribir la paz, bajo las condiciones que le propusieron. Mas no bien hubo firmado, se consagró á formar contra ellos nuevos proyectos de hostilidad, intrigando con las autoridades francesas de Chandernagor, y solicitando de Bussi que viniese á expulsar los ingleses de Bengala. Informados de estos manejos Clive y Watson, resolvieron dar un golpe decisivo, atacando á Chandernagor antes de que las fuerzas en él existentes pudieran recibir socorro, ya fuese del Mediodía de la India, ya de Europa. Watson dirigió la expedicion por mar, y Clive por tierra: el éxito de sus operaciones combinadas fué rápido y completo: el fuerte, su presidio, la artillería y las provisiones militares cayeron en su poder, y entre los prisioneros, quinientos soldados europeos.

El Nabab, que temia y odiaba á los ingleses cuando áun podia oponeries los franceses, al ver á éstos rotos y deshechos concibió mayor aversion contra sus vencedores, sin atreverse, no obstante, á seguir con ellos una marcha fija é invariable, pues su carácter irresoluto y falto de principios lo tenía siempre vacilando entre la humillacion y la insolen cia. Un dia envió á Calcuta una fuerte suma con el objeto de pagar parte de las inde mnizaciones debidas, y al siguiente despachó emisarios á Bussi con grandes regalos, exhortándolo á venir contra Clive, á quien deseaba ver abandonado para siempre de la fortuna, segun decia su Alteza. Mandó á sus tropas salir contra los ingleses, y, á poco, dió contraórden. Escribia en los términos más halagueños y pomposos á Clive, y hacía pedazos sus contestaciones; despedia de su presencia á Watts, amenazando con hacerlo empalar, y no bien lo perdia de vista, lo llamaba de nuevo para pedirle perdon de aquella ofensa. Tal era el Nabab, y así se conducia con los extranjeros, en tanto que su administracion detestable, sus locuras, sus costumbres disolutas, su aficion á rodearse de la gente más depravada lo iba por dias haciendo aborrecible á todas las clases de sus vasallos, desde los tímidos y económicos indos, hasta los altivos y fastuosos mahometanos.

Esto dió por resultado que se formara una conspiracion formidable contra él, dirigida por Roydullub, ministro de Hacienda, Meer—Jaffier, general en jefe del ejército, y Jugget Seit, el banquero más poderoso de las Indias. Revelóse el plan á los agentes ingleses, y los descontentos de Moorshedabad entraron en relaciones con la junta de Calcuta, cuyas dudas y temores venció Clive, votando en favor de los conjurados. Decidióse que los ingleses contribuirian por su parte de una manera eficaz á destronar á Surajah—Dowlah y á poner en lugar suyo á Meer—Jaffier, el cual, á su vez, se obligó, para el caso de que el proyecto se realizase, á indemnizar generosamente, así á la Compañía como á sus empleados, y á ser no ménos espléndido con el ejército, la marina y la junta de Calcuta. Los vicios repugnantes de Surajah—Dowlah, el daño que habia causado á los ingleses, los peligros á que se hubiera visto expuesto el comercio, de continuar en el trono un principe tan indigno, justifican, á nuestro parecer, la resolucion formada por todos de privarlo de la corona. Lo que no puede justificarse de ningun modo es la disimulada conducta de Clive, pues envió, precisamente en aquellas circunstancias, cartas tan afectuosas á Surajah—Dowlah, que llenaron su pecho de confianza. El mismo correo portador de «la misiva tranquilizadora,» como él la llamaba, llevó á Mr. Watts un despacho concebido en los términos siguientes: «Decid á Meer—Jaffier que no tema nada. Yo iré á su encuentro con cinco mil hombres que jamás han vuelto la espalda al enemigo. Marcharé dia y noche para llegar más pronto en su auxilio, y lo sostendré mientras me quede un soldado.» No era posible que una conjuracion tan vasta pudiese permanecer secreta mucho tiempo. El Nabab recibió aviso de lo que se tramaba contra su persona, y esto despertó sus sospechas. Mas Omichund, con artificios y ficciones supo tranquilizarlo, apartando aquella idea de su ánimo. Cuando llegaba todo á sazon, Clive descubrió que su ingenioso auxiliar Omichund se disponia á venderlo, revelando el proyecto á Surajah—Dowlah. Habíase prometido al astuto bengalí una crecida indemnizacion por los perjuicios que sufrió en Calcuta; convino en ello; pero luego, sin duda, hubo de pensarlo mejor, y pidió más. En sus manos estaba el hilo de la intriga; y como una palabra suya podia deshacer toda la trama, y costar la vida á Watts, á Meer—Jaffier y demas conspiradores, determinó aprovecharse de aquellas críticas circunstancias para imponer nuevas y más grandes condiciones, y pidió trescientas mil libras esterlinas en precio de su silencio y su trabajo. Irritados los individuos de la Junta al ver tanta perfidia, é inciertos y temerosos de las consecuencias que pudiera tener la menor torpeza, no sabian á cuál partido inclinarse, si á negar ó á conceder. Clive propuso combatir á Omichund con sus mismas armas.

Tratándose, dijo, de un iniserable, todos los artificios que se empleen para destruir sus maquinaciones deben reputarse legitimos: prométase cuanto pide ahora, que presto se hallará á merced del vencedor, y entonces podremos castigar su mala fe, negándole no sólo esto, mas tambien la indemnizacion que se le debe por las pérdidas que tuvo en Calcuta cuando el saqueo de SurajahDowlah.

Convino la Junta en seguir los consejos de Clive; pero, ¿cómo ejecutarlos, si para ello se hacía necesario engañar á uno de los hombres más prudentes y sagaces de la India? Omichund habia exigido que, en el tratado que estaba á punto de celebrarse entre Meer—Jaffier y los ingleses, se incluyera una cláusula relativa á sus derechos; cláusula que debia ver él mismo con las firmas de los contratantes al pié.

Clive dispuso entonces la redaccion de los tratados, uno en papel blanco y otro en papel de color: el primero era válido, el segundo nulo; en éste habia un artículo en favor de Omichund, en aquél ni parecia su nombre siquiera. Así las cosas, surgió una dificultad, á causa de la repugnancia que tenía Watson de firmar el tratado ficticio; y como la cautela y penetracion del bengalí eran muy grandes, la falta de aquel nombre al pié del convenio hubiera sin duda despertado recelos en su ánimo. Pero Clive no era hombre de hacer las cosas á medias, y falsificó, vergüenza da el decirlo, la firma del almirante.

Cuando todo estuvo prevenido, Mr. Watts salió secretamente de Moorshedabad, Clive puso las tropas en movimiento, y escribió á Surajah—Dowlah en tono muy distinto que lo habia hecho hasta entónces, haciéndole cargo de cuantos males habian padecido los ingleses, proponiéndole someter los puntos en litigio al arbitraje de Meer—Jaffier, y anunciándole, en conclusion, que como se acercaba la época de las lluvias, durante la cual los pasos y caminos quedaban intransitables, salia en aquel punto con su ejército para recibir sin más tardanza la respuesta de su Alteza.

Surajah Dowlah reunió con presteza las fuerzas que tenía disponibles y fué al encuentro de los ingleses. Habíase convenido de antemano que MeerJaffier con el grueso de su division desertaria las banderas del Nabab, pasándose con ella á las de Clive; pero en el momento decisivo pudo más en él el temor que la ambicion. Clive se hallaba ya en Cossimbazar, y Surajah—Dowlah con sus tropas á poca distancia de allí, en Plassey; y Meer—Jaffier, sin resolverse á cumplir sus compromisos, contestaba de una manera evasiva á los requerimientos del caudillo inglés, cuya posicion con tal motivo era cada vez más crítica y peligrosa, pues ni podia fiarse ya del valor y sinceridad de su confederado, ni tampoco, por más confianza que tuviera en su buena estrella, en su talento militar y en el arrojo y disciplina de sus tropas, era fácil alcanzar el triunfo, empeñando un combate con el ejército de Surajah—Dowlah, veinte veces más considerable que el suyo. Delante del campo de Clive corria un rio de muy escaso caudal y fácil de vadear, pero por el cual no volveria uno solo de sus soldados, si las cosas no salian bien: aquella fué la primera y última vez que su alma intrépida vaciló un momento ante la terrible responsabilidad de una resolucion.

Convocó á consejo, y al ver que la mayoría opinaba contra la batalla, manifestó ser ese tambien su parecer; mas de allí á poco, despues de consultarlo consigo mismo por espacio de una hora escasa, determinó arrostrarlo todo, y dió las órdenes necesarias para que se hallasen los suyos prevenidos y dispuestos á pasar el rio la mañana siguiente. Algunos años despues dijo Clive que no habia convocado en su vida sino un consejo de guerra, y que si hubiera seguido su parecer no habrian sido jamás los ingleses dueños de Bengala.

Pasaron el rio, y despues de marchar todo el dia, hicieron alto al anochecer en un bosquecillo inmediato á Plassey, y á una milla del enemigo, cuyos tambores y timbales estuvieron oyendo sin cesar hasta la aurora. Clive no pudo cerrar los ojos aquella noche, no porque le faltase el valor al sentir tan cerca de sí el peligro de una sangrienta y terrible batalla, sino por las consecuencias que pudiera tener su resultado, segun fuese favorable ó adverso para las armas de su patria.

No era más tranquilo el descanso de SurajahDowlah, cuyo ánimo débil y cobarde turbaba en aquel momento un miedo terrible, que le hacia pensar con espanto en la grave y crítica situacion en que se hallaba, desconfiando de sus capitanes, temiendo de cuantos se le acercaban y temblando de verse solo. Así pasó la víspera del combate el poderoso Nabab, y al verlo en su tienda tan triste y abatido, hubiérase dicho que lo asediaban los espiritus de aquellos que murieron maldiciéndolo en el lúgubre calabozo de Calcuta.

Al fin amaneció el dia en cuyo espacio debia decidirse de la suerte de las Indias. Al salir el sol avanzaron sobre los ingleses en grandes masas las tropas del Nabab, que constaban de cuarenta mil infantes armados de mosquetes, lanzas, sables y flechas; de cincuenta piezas de artillería de grueso calibre, tiradas por bueyes blancos y elefantes; de algunos cañones más pequeños, pero más temibles á causa de estar servidos por franceses; y de quince mil caballos, cuyos jinetes, como advirtió Clive al punto, no eran de la raza bengali, sino de la vigorosa y fuerte de las provincias del Norte. A esta inmensa muchedumbre solo podia oponer Clive tres mil hombres, si bien mil de ellos eran ingleses y todos estaban bajo las órdenes de oficiales de su nacion. Formaban la vanguardia los soldados del regimiento número 39, cuya bandera, entre otras gloriosas inscripciones conquistadas despues en España bajo lord Wellington y en Gascuña, luce el nombre de Plassey, ganado aquel dia, y esta divisa: Primus in Indis.

Empezó la batalla por un cañoneo que no causó daño de consideracion á los ingleses, mientras sus piezas de campaña producian no pequeño estrago en las filas enemigas, privándolas de los oficiales más distinguidos. Cundió con esto el desórden, y como el terror de Surajah—Uowlah iba creciendo á medida que arreciaba el ardor de la pelea, no vaciló un punto en acoger el insidioso consejo de retirarse que le fué sugerido por uno de los conspiradores.

Dió, pues, órden de retroceder, y esto decidió de su suerte, porque Clive, en aquel punto, mandó avanzar á los suyos, y arrolló en ménos de una hora al ejército enemigo, poniéndolo en desordenada y vergonzosa fuga, dispersándolo para siempre, causándole quinientos muertos y tomándole su campamento, artillería, bagajes, un inmenso convoy é innumerable cantidad de ganados. Tan seña lada victoria, que bastó para someter un imperio más grande y populoso que la Gran Bretaña, fué obtenida por un ejército de tres mil hombres sobre otro de sesenta mil, y sólo costó al vencedor veintidos muertos y sesenta heridos.

Meer—Jaffier, que no habia prestado el menor auxilio á los ingleses durante la batalla, no bien vió decidida en favor suyo la victoria, destacó su division del grueso del ejército, se situó en paraje conveniente, y así que terminó el combate mandó felicitar á Clive. Inquieto y receloso de la recepcion que le aguardaba, salió de su campo al dia siguiente para visitar al caudillo inglés; pero todos sus temores se desvanecieron al ver que se le hacian los honores debidos á su rango, y que Clive le salia al encuentro, le abrazaba, lo proclamaba nabab de las tres provincias de Bengala, Bahar y Orisa, despues de oir sus excusas con atencion y bondad, y que le instaba vivamente para dirigirse sin más tardanza á Moorshedabad.

Surajah—Dowlah se habia escapado del campo de batalla y corrido á refugiarse en Moorshedabad, á donde llegó sin tomar descanso en veinticuatro horas. Convocó al punto su consejo, le dió cuenta del estado de las cosas y le pidió parecer. Dos fueron los principales: opinaban los más avisados que, pues no debia temer nada por su vida, y sólo, pero remotamente, por su poder y su libertad si capitulaba, se rindiese á los europeos; los más jóvenes ó ménos prudentes querian tentar de nuevo la suerte de las armas. Agradó esta proposicion al Nabab, rechazó la primera por considerarla obra de la perfidia de sus autores, y se preparó á la resistencia; pero al saber de allí á poco que Meer—Jaffier se acercaba, se desalentó de nuevo, y sin esperar más, ni querer exponerse á las eventualidades de un combate, se disfrazó, tomó un cofrecillo lleno de piedras preciosas, y, á favor de la oscuridad, huyó del palacio, descolgándose por una ventana con dos servidores, y se embarcó en el rio, la vuelta de Patna.

Pocos dias despues entró Clive en Moorshedabad con doscientos ingleses y trescientos cipayos. Diéronle por alojamiento un palacio rodeado de jardines, tan yastos, que todas sus tropas pudieron acampar en ellos cómodamente. Sin pérdida de tiempo quiso Clive verificar la ceremonia de la instalacion del nuevo nabab: al efecto convocó á los notables indígenas, y á presencia suya, condujo de la mano á Meer—Jaffier al puesto de honor, lo hizo sentar, le ofreció, con arreglo al ceremonial de los orientales, un presente de monedas de oro, y luego, volviéndose á los testigos de aquella escena, los felicitó por la suerte que habian tenido al quedar libres del tirano (1).

Habia llegado para Meer—Jaffier el caso de cumplir sus compromisos con los aliados, y con el objeto de disponer lo conveniente á este fin, se tuvo una conferencia en casa del opulento banquero Jugget Seit. Omichund, que se creia en gran favor con Clive, á juzgar por su aparente é inalterable benevolencia respecto á él, asistió como uno de los principales auxiliares de la empresa. Dióse lectura del tratado blanco, en el cual, como es sabido, se habia hecho omision de todo lo relativo al astuto bengalí, y entonces Clive, dirigiéndose á Mr. Scrafton, empleado de la Compañía, le dijo en inglés: «Ya es tiempo de desengañar á Omichund. » «Omichund, dijo Mr. Scrafton en indostan, el tratado rojo es falso, de consiguiente nada teneis.» El infeliz, al oir estas palabras, cayó sin sentido en los brazos de sus criados; y si bien volvió luégo en sí, quedó para siempre trastornada su inteligencia.

Clive, á quien no contenia ningun escrúpulo en sus relaciones con los políticos indos, pero que no carecía de buenos sentimientos, se dolió del bengali, lo fué á visitar algunos dias despues, le habló con dulzura, le aconsejó hiciese una peregrinacion para ver si mudando de aires conseguia restablecerse, y hasta se propuso, á pesar de lo pasado, utilizar (1) Clive en aquella circunstancia tuvo que valerse de un intérprete, pues nunca pudo hablar con facilidad ningun dialecto del país, á pesar de su prolongada residencia en las Indias, del gran conocimiento que tenía del carácter y politica de los naturales, y de la influencia y predominio que ejercia sobre sus soldades indios.

de nuevo sus servicios en provecho de la causa pública; pero el golpe habia sido demasiado terrible, y el infeliz Omichund, cuyo talento y gustos sencillos fueron ántes la admiracion de todos, concluyó por volverse idiota, prodigando los últimos restos de su fortuna en juguetes, vestidos lujosos y adornos de pedrería, hasta quedar en pocos meses reducido á la última extremidad, y morir pobre y olvidado, víctima de fraude inmundo. Nada puede, no ya justificar, pero ni áun atenuar esta falta de buena fe cometida por Clive; y como además, tenemos la íntima conviccion de que fué, no solo innecesaria, sino perjudicial en sumo grado á los verdaderos intereses de la Gran Bretaña, nos parece inútil decir que condenamos el hecho absolutamente.

No faltan autores que traten de justificar la conducta injustificable de Clive en esta circunstancia; pero nosotros profesamos el principio de que la política leal y honrada es la mejor de todas, y la única que conviene así á los individuos aislados como á las colectividades, á los hombres como á los pueblos. Podrán citarse algunos nombres de personas á quienes el dolo y la infamia hayan sido parte muy eficaz á su engrandecimiento; pero dudamos mucho de que exista un solo Estado que, á la larga, haya granjeado algo menoscabando y hollando la fe pública. Y si no hubiera otros ejemplos de cuánto es necesaria esta á la prosperidad de los imperios, la historia de la India estableceria verdad tan importante cual es la de que nunca, en ningun caso, se debe oponer la perfidia á la perfidia, sino la sinceridad; porque ni el valor ni la inteligencia de los ingleses han contribuido tanto á extender su dominacion en aquellas regiones como la lealtad y a rectitud, y es nada todo cuanto hubiéramos podido ganar imitando la falsía y los perjurios empleados contra nosotros, en comparacion de lo que hemos ganado con nuestra buena fe. Tanto es así, que ningun juramento ni prenda ninguna merece hoy dia más crédito entre aquellos pueblos que el sí ó el no de los agentes británicos; y que si desde hace cincuenta años nos hubiéramos conducido con todos los Omichund como Clive, y hubiéramos mentido como los indos, y hecho traicion y practicado el engaño y el fraude como ellos, creemos firmemente que ni el valor, ni la pericia, ni la superioridad de nuestras armas habrian logrado, no ya extender, pero ni áun conservar siquiera nuestro imperio allende los mares.

No fué Omichund la única víctima de la revolucion, pues Surajah—Dowlah cayó algunos dias despues en poder de su contrario. El prisionero se arrastró á los piés de Meer—Jaffier, implorando misericordia, cosa que jamás tuvo con nadie cuando era nabab. El vencedor dudaba; pero su hijo Meeran, jóven de pocos años, cuya escasa inteligencia y natural perverso lo hacian muy semejante al desgraciado cautivo, fué implacable y no dió entrada en su pecho á ningun sentimiento humanitario. Llevaron á Surajah—Dowlah á un lugar apartado y secreto del palacio, y allí le dieron muerte. Los ingleses no tuvieron la menor parte en aquella sentencia; tanto es así, que Meer Jaffier se creyó en la necesidad de disculparse con ellos por haberlos vengado de su peor enemigo.

Raudales de oro comenzaron entónces á entrar en Calcuta, para donde salieron de una sola vez, desde Moorshedabad, setenta y seis millones de reales en cien barcas, acompañadas de músicas y engalanadas con vistosas banderolas. La ciudad que poco tiempo ántes ofrecia un aspecto triste y desconsolador, renació á nueva vida: los empleados y la Compañía volvieron á estar en la abundancia, el comercio tornó á realizar pingües beneficios, y en todas partes se advirtieron inequívocas señales de bienestar, de prosperidad y de riqueza. En cuanto á la de Clive, sólo podia limitarla su moderacion: estaban á merced suya los inmensos tesoros de Bengala, donde yacian amontonados, segun la costumbre de los monarcas indígenas, enormes cantidades de plata y oro, y mezclados con la moneda del país los florines y besantes con los cuales pagaban los venecianos las telas y las especias de Oriente mucho antes de que ningun buque hubiera doblado el Cabo de Buena—Esperanza. Una sola paiabra lo hubiera hecho ducño de cuanto hubiese querido; pero se dió por satisfecho con veinte ó treinta millones de reales.

Muy censurados fueron algunos años despues estos tratos de Clive con Meer—Jaffier, dentro y fuera del Parlamento inglés. Los enemigos del general victorioso representaban sus beneficios en aquellas circunstancias con los más negros colores: unos como el salario de su venalidad, otros como despojos arrancados á un indefenso amigo. A su vez, los de Clive consideran tan cuantioso donativo como un acto que hacía tanto honor á quien daba como á quien recibia, y lo comparan á las mercedes que otorgaron las naciones extranjeras á Nelson, Malborough y Wellington. Siempre hubo en Oriente, dicen, la costumbre de hacer y recibir regalos, y entónces áun no habia prohibido el Parlamento á los funcionarios ingleses en la India que se aprovecharan de aquellas prácticas peculiares del Asia. En cuanto á nosotros, no estamos completamente conformes ni con la severidad de los contrarios de Clive, ni con la indulgencia de sus parciales; pero si bien no sospechamos que por nada ni por nadie vendiese nunca los intereses de la Compañia ni de su patria, tampoco podemos disculparlo de haber dado un ejemplo muy pernicioso. Un general debe servir á su gobierno, única y exclusivamente; de aquí se sigue que, cuantas recompensas reciba en premio de sus servicios, deben venir de su gobierno, ó con pleno conocimiento y aprobacion suya, áun cuando trate de la cosa más trivial, por ejemplo, de una medalla ó de una cruz. ¿Cómo es posible que un gobierno pudiera estar bien servido, si sus generales tuviesen la libertad de recibir de monarcas extranjeros donativos más ó menos crecidos sin su beneplácito? No es ménos frívolo el argumento que se funda, para juzgar á Clive, en la no existencia de la ley citada cuando Meer—Jaffier le hizo el presente, porque su conducta en aquella circunstancia debe someterse al criterio que presidió á la ley, á las razones que tuvo en cuenta la Cámara para votarla, y que se hallaban en la mente de todos mucho tiempo ántes de hacerla objeto de sus discusiones por ser de derecho y de sentido comun. Supongamos, si no, por un momento que, despues de la campaña de 1815, hubiera recibido secretamente de Luis XVIII el duque de Wellington, en premio de sus buenos servicios á la casa de Borbon, cinco ó seis millones de francos. ¿A cuántos comentarios no habria dado lugar esa conducta del general inglés?

Y, sin embargo, ninguna ley se lo vedaba.

Fuerza será convenir, para obrar con entera imparcialidad, que hay muchas circunstancias atenuantes en el caso de Clive. Él se consideraba servidor, no de la Corona, sino de la Compañía; y como ésta, implícitamente al ménos, habia autorizado á sus agentes á enriquecerse por medio de los príncipes indígenas y de otras maneras más reprensibles aún, no era fácil hallar en los inferiores ideas de un órden más elevado que en la Junta directiva. Y si bien es cierto que no puso en conocimiento de sus jefes lo pasado entre él y el Nabab para pedirles la vénia, no lo es ménos que nunca hizo de ello misterio alguno: tan persuadido estaba de no haber obrado mal, que siempre decia con la mayor franqueza que á la liberalidad de Meer—Jaffier debia su fortuna. Creemos que nada debió recibir en aquella forma, que dió un mal ejemplo, tanto peor, cuanto era más fácil de imitar; pero aplaudimos su moderacion. Ya hemos dicho que aceptó veinte lackhs (1) de rupias; una sola palabra suya hubiera bastado para duplicar aquella suma; no la pronunció, y esta virtud no la hubiera tenido uno por cada ciento de los que tanto declamaban en Inglaterra contra su rapacidad, al verse tan cerca de los tesoros de Moorshedabad.

No podia Meer—Jaffier sostenerse en el trono sin el apoyo de los ingleses, porque si bien no era un jóven inexperto, ni habia tenido la desgracia de nacer príncipe de la sangre, ni adolecia de los defectos de su predecesor, tampoco poseia ninguna de las condiciones indispensables en su situacion. En cuanto á su hijo Meeran, era un segundo Surajah Dowlah. El último trastorno habia causado grandes males en el país, donde reinaba la más viva agitacion; estaban muchos jefes en guerra abierta con el nuevo nabab, y el virey de la rica y poderosa pro(1) El lackh equivale á 50.000 pesos fuertes.—N. del T.

vincia de Ouda, que, de hecho, era soberano independiente como todos los demas vireyes del Mogol, amenazaba con sus huestes á la de Bengala. Sólo podia conjurarse el peligro en aquella circunstancia por medio de Clive, cuyo talento y autoridad eran capaces de sostener al vacilante gobierno de MeerJaffier. Así las cosas, llegó un buque de Inglaterra portador de despachos, escritos en Londres ántes de que la noticia de la batalla de Plassey fuese conocida del Consejo de las Indias. Habia resuelto la junta de directores poner las colonias inglesas de Bengala bajo un gobierno constituido de la manera más absurda que imaginarse pueda; y para completar su torpeza y agravar el mal, no daba cabida en él á nuestro héroe. Pero las personas designadas para formar el nuevo gobierno enmendaron la falta, tomando sobre sí la responsabilidad de no cumplir las órdenes de sus jefes, é invitando á Clive para que empuñara las riendas del gobierno, con lo cual se hicieron dignos de aplauso. Clive aceptó, y vióse de allí á poco que los agentes de la Compañía no habian hecho otra cosa sino anticiparse á los deseos de la Junta directiva; porque tan luego tuvieron noticia sus individuos de la victoria obtenida por él sobre las tropas enemigas en los campos de Plassey, lo nombraron gobernador de sus posesiones de Bengala. Con esto, su poder no tuvo límites, y sobrepujó al ejercido por Dupleix en el Sur de la India.

Meer—Jaffier lo respetaba como un esclavo. Cuentan que un dia, reprendiendo severamente á un jefe indigena de alto rango, cuyos criados habian tenido una querella con algunos cipayos de la Compañía, le dijo: «¿Sabes quién es el coronel Clive, y en qué situacion lo ha colocado el señor?» Entónces, el jefe, que, á fuer de antiguo amigo de Meer—Jaffier, podia tomarse con él ciertas libertades, le contestó: «¡Atreverme yo á faltar en lo más mínino al coronel, cuando la primer cosa que hago todos los dias al levantarme de la cama es saludar tres veces á su caballo!»» Apenas si era esto una exageracion, porque tanto los europeos como los indígenas, lo consideraban como el único hombre que pudiera obligar á Meer—Jaffier á cumplir sus compromisos con ellos; y Meer—Jaffier, á su vez, lo consideraba como el único que pudiera proteger la nueva dinastía contra las agresiones de vasallos turbulentos y de vecinos ambiciosos.

Cumple á nuestra imparcialidad decir que Clive hizo uso de su poder con vigor y habilidad nada comunes en beneficio de su patria. Envió por entonces una expedicion al Norte de Carnate, donde áun eran poderosos los franceses y convenia mucho desalojarlos, confiando la direccion de la empresa á un oficial llamado Forde, á la sazon desconocido, pero en quien él habia ya descubierto grandes dotes militares. El éxito de la expedicion fué pronto y brillante.

Mientras que una parte muy considerable del ejército de Bengala se hallaba ocupada del modo que dejamos dicho, un nuevo y grave peligro amenazó las froteras occidentales. El Gran Mogol habia caido prisionero en Delhi, y estaba á merced de un súbdito: su hijo primogénito, Shah—Alum, que debia ser durante largos años juguete de la mala fortuna, é instrumento, primero de los maharatas y despues de los ingleses, habia huido del palacio de su padre. Su nacimiento se respetaba todavía en la India, y algunos príncipes poderosos particularmente el nabab de Ouda, estaban dispuestos á sostenerlo.

Poco trabajo costó á Shah—Alum atraer á su bando y en número considerable á los soldados aventureros que tanto abundan en el país; y de esta suerte reunió en muy corto espacio de tiempo un ejército de cuarenta mil hombres, de diferentes razas y creencias religiosas, maharatas, rohillas, jautos y afghanes, proponiéndose derrocar con ellos al intruso que los ingleses habian colocado en el trono, y extender su autoridad á las provincias de Bengala, Orissa y Bahar.

El terror de Meer—Jaffier no tuvo límites; y el único medio que se le ocurrió en el primer momento de conjurar el peligro, fué conseguir, mediante una gran suma de dinero, un arreglo con Shah Alum; expediente al cual habian recurrido ya en repetidas ocasiones sus antecesores en el gobierno de las ricas y pacificas provincias de la embocadura del Ganges, pero que Clive calificó de una manera dura y despreciativa, y digna de su indomable valor. «Si obrais así, le escribió al tener noticia del suceso, el nabab de Ouda, los maharatas y muchos otros vendrán sobre vuestros Estados para poneros á contribucion con sus amenazas hasta que nada quede en él. Confiad en la fidelidad de los ingleses y de las tropas que os son adictas para rechazar esas agresiones.» En el mismo tono se dirigió al gobernador de Patna, que era un valiente indígena, á quien profesaba especial predileccion.

«No consintais en capitular, le dijo; defended la plaza hasta que no quede piedra sobre piedra; y descansad en la confianza de que los ingleses son amigos fieles y firmes, y que no abandonarán nunca una causa por cuyo triunfo hayan trabajado.» Clive cumplió su palabra. Shah Alum habia cercado á Patna, y estaba á punto de dar el asalto cuando supo que el coronel se acercaba á marchas forzadas, con un cuerpo de cuatrocientos cincuenta europeos y dos mil quinientos cipayos. A pesar de la exigüidad de sus fuerzas comparadas con las del sitiador, era tal y tan terrible la reputacion que habian sabido adquirir él y sus ingleses, que infundian espanto á todo el Oriente. Así fué que, no bien divisaron las avanzadas de Shah Alum la vanguardia del caudillo británico, huyó despavorido su ejército.

Algunos aventureros franceses, que rodeaban la persona del príncipe, le aconsejaron arriesgarse á correr los azares de la guerra; mas fué inútil, y. á los pocos dias, aquel gran ejército, causa de tantas inquietudes y zozobras para la corte de Moorshedabad, estaba disuelto y disperso para siempre.

El vencedor volvió en triunfo al Fort—William. El contento de Meer—Jaffier, al verse libre de su enemigo, fué sin límites, como lo habia sido su temor al sentirse amenazado por él, y queriendo recompensar proporcionalmente á su libertador, le hizo donacion vitalicia de la renta anual que le pagaba la Compañía de las Indias Orientales por el extenso territorio que ocupaban los ingleses al Sur de Calcuta, la cual ascendia á la enorme suma de ciento cincuenta mil duros, y era más que suficiente para que Clive pudiera sostener con dignidad en Inglaterra el rango más elevado entre los grandes. A nuestro parecer, Clive podia, sin el menor escrúpulo, aceptar este agasajo, con tanta más razon, cuanto que, por su misma naturaleza, no podia permanecer secreto. Por lo demas, el asentimiento de la Compañía á ser su censataria demostraba implícitamente su aprobacion á lo hecho por Meer—Jaffier.

No duró mucho, sin embargo, el agradecimiento de Meer—Jaffier. Comprendiendo el Nabab que el poderoso aliado á quien debia su encumbramiento podia derrocarlo cuando mejor le pareciera, se dió á buscar por todas partes un apoyo contra él; y como sabía que no era posible hallar entre los naturales de la India el núcleo de un ejército capaz de arrostrar el impetu de los ingleses, y que la importancia de los franceses iba en descenso, se volvió del lado de los holandeses, cuya reputacion habia sido tan grande los tiempos pasados en los mares de Oriente: como se ve, áun no conocia el Asia la decadencia de Holanda en Europa.

La corte de Moorshedabad estableció secretas negociaciones con la factoría holandesa de Chinsurah, y de este último punto se remitieron despachos muy apremiantes al gobierno de Batavia, exhortándolo á tomar parte en una expedicion que pudiese contrabalancear el poder de los ingleses en Bengala. Las autoridades de Batavia, ganosas de extender la influencia de su nacion en aquellas regiones, y mucho más todavía de apropiarse una parte siquiera de las riquezas que recientemente habian hecho poderosos á tantos aventureros ingleses, equiparon una fuerte armada. Cuando todo estuvo prevenido y ménos lo esperaban los ingleses, se presentaron en el Hogley siete grandes bajeles procedentes de Java, con mil quinientos hombres de desembarco, de los cuales la mitad eran europeos. Ninguna ocasion podia ser más favorable al buen éxito de la empresa; porque Clive habia enviado al interior para combatir con los franceses tan numerosos y fuertes destacamentos, que su ejército era en aquellos momentos inferior al de los holandeses. Por otra parte, sabía que Meer—Jaffer secundaba encubiertamente la invasion, y comprendia la gran responsabilidad que tomaba sobre si atacando las tropas de una potencia amiga, cosa que los ministros ingleses no debian aprobar, entónces, cuando se hallaba la nacion empeñada, de tiempo atras, en una lucha con la Francia, y podia, no sólo censurarse su conducta por los consejeros de la corona, sino merecerle un castigo.

Además, recientemente habia remitido á Europa gran parte de su fortuna por medio de la Compañía holandesa de las Indias Orientales, y tenía, como es natural, mucho interes en evitar un rompimiento; pero, como estaba convencido de que si dejaba remontar el rio á la expedicion holandesa y reunirse con el presidio de Chinsurah, Meer—Jaffier se acogeria á los nuevos aliados, quedando con esto muy mal parada la supremacía de la Gran Bretaña en Bengala, tomó su partido con resolucion, y fué hábilmente secundado por sus oficiales, en particular por el coronel Forde, á quien confió la parte más principal de las operaciones. Así fué que, al intentar los holandeses abrirse paso, hallaron la más viva resistencia por mar y tierra; y si bien tenian en ambos elementos mucha superioridad sobre los ingleses, quedaron derrotados, perdiendo sus buques, y casi la totalidad de sus tropas europeas de desembarco. El triunfo de Clive fué completo. A seguida puso cerco á Chinsurah, y los jefes de la colonia, humillados y abatidos, se vieron en la necesidad de aceptar las condiciones impuestas por el vencedor, obligándose á no construir obras de defensa, y á no levantar más tropas que las indispensables al órden y policía de sus establecimientos, s0 pena de ser expulsados del territorio de Bengala á la primera infraccion del convenio.

Tres meses despues de aquella señalada victoria, Clive salió para Inglaterra, donde le aguardaban grandes honores y recompensas. Sin corresponder, tal vez, á sus derechos y á su ambicion, debemos convenir, teniendo en cuenta su edad, su rango en la milicia, y su posicion en la sociedad, que el premio fué magnífico, pues se vió elevado al rango de par de Irlanda, y se le prometió para más adelante un título inglés. Jorge III, que acababa de subir al trono, lo recibió con grandes muestras de aprecio; los ministros lo distinguieron sobre manera, y Pitt, cuya influencia en la Cámara de los Comunes y en la nacion era ilimitada, se apresuró á manifestar públicamente el respeto que le merecia un hombre cuyas proezas habian contribuido de una manera tan eficaz al esplendor y brillo de aquella época memorable. En otra ocasion anterior, ya la tuvo el célebre orador de presentar á Clive en el Parlamento, como un general formado por Dios mismo, como un hombre verdaderamente extraordinario, que despues de haber seguido una carrera mercantil y administrativa, descubrió tan altas dotes militares, que causaron la admiracion del gran Federico de Prusia. A pesar de no conocerse aún la taquigrafia, llegaron aquellas palabras á la India, llevadas de boca en boca, hasta los oidos de Clive, á quien halagaron por extremo. A decir verdad, desde la muerte del general Wolfe, Clive era el único militar inglés de alta graduacion de cuyo comportamiento pudieran estar completamente satisfechos sus conciudadanos. El duque de Cumberland habia sido muy desgraciado las más de las veces; y como la única victoria que alcanzó fué sobre sus compatriotas y ejerció con ellos terribles represalias, esto perjudicó más á su fama que sus numerosas derrotas anteriores; Conway era muy entendido en la ciencia militar y tenía mucho valor personal, pero carecia de vigor y de capacidad; Gramby era honrado, generoso y valiente como un leon, pero sin talento alguno; y Sackville, que no cedia en saber y capacidad á sus contemporáneos, tuvo la desgracia de adquirir, á nuestro juicio sin motivo alguno, la nota más perjudicial al buen nombre de un militar. Si á esto se agrega que, bajo las órdenes de un general extranjero, habian triunfado los ingleses en Minden y Warburgo, se comprenderá más fácilmente el orgullo con que saludaria la nacion á un caudillo que le pertenecia, y á quien su valor personal y capacidad instintiva ponian al nivel de los grandes tácticos alemanes.

La riqueza de Clive le permitia rivalizar con los más grandes personajes de Inglaterra. Se sabe que ántes de salir de la India remesó á su patria más de ciento ochenta mil libras esterlinas por conducto de la Compañía Holandesa, y más de cuarenta mil por la Inglesa, aparte de otras considerables sumas enviadas por casas particulares. Además, poseia joyas de gran precio, medio muy generalizado entonces de traer valores á Europa (1), y en la India era dueño de propiedades cuyas rentas estimaba él mismo en veintisiete mil libras: de modo que sus ingresos anuales, cuando ménos, segun la opinion de sir John Malcolm, pasaban de cuarenta mil libras esterlinas (3.800.000 reales), rentas en aquella época tan pingües y raras como lo son en la nuestra las de cien mil libras. Así que podemos afirmar, sin temor de incurrir en exageracion, que ningun inglés que comenzara la vida sin bienes de fortuna ha llegado, como Clive, á encontrarse á los treinta y tres años poseedor de tan inmensas riquezas.

(1) Con este fin compró, solamente en Madrás, por valor de veinticinco mil libras esterlinas.

Injusto sería no dejar consignado á continuacion que Clive hizo el mejor uso de su hacienda, pues desde que, con motivo de la batalla de Plassey, hubo comenzado á enriquecer, envió diez mil libras á sus hermanas, distribuyó igual cantidad entre parientes y amigos pobres, dió encargo á su agente de pasar á sus padres una renta de ochocientas al año y de exigir que tuviesen carruaje, é instituyó una pension vitalicia de quinientas en favor de su antiguo jefe Lawrence, cuya fortuna era ménos que mediana. Puede calcularse en cien mil libras esterlinas la suma que Clive distribuyó de esta manera.

Despues consagró su atencion á los trabajos electorales; y merced á las grandes adquisiciones territoriales que hizo, encaminadas en gran parte á franquearle las puertas de la Cámara de los Comunes, tomó asiento en ella con motivo de las elecciones generales de 1761, hallándose á la cabeza de cierto número de miembros que dependian de él, y cuyo apoyo hubiera sido muy eficaz auxilio para cualquier Gabinete. Sin embargo, no representó un papel importante en la política inglesa. Ya lo hemos visto afiliado bajo la bandera de Mr. Fox; despues lo atrajeron el talento y los triunfos parlamentarios de Mr. Pitt, pero al fin concluyó por formar la más estrecha alianza con Jorge Grenville (1).

(1) Al inaugurarse la legislatura de 1764, y en los momentos en que las impolíticas é ilegales persecuciones dirigidas contra el cobarde Wilkes tenian sobrexcitada la atencion pública, era la diversion de Londres una anécdota que nos conservan las Memorias de Horacio Walpole.

Parece que el padre de Clive, que á favor de la elevacion de su hijo habia empezado á frecuentar una sociedad para la cual no reunia condiciones, se presentó una mañana en Palacio, y como el Rey le preguntara por lord Clive, él le Pero todos los pensamientos de Clive iban enca—minados á la India, donde habia representado un papel tan brillante como militar y estadista, ajustando siempre su conducta política en Inglaterra á las consideraciones, necesidades y conveniencias de aquellas apartadas colonias. Estamos convencidos de que la autoridad de la Compañía de las Indias, á pesar de ser una anomalía, es muy provechosa en nuestros tiempos; en los de Clive era un mal, por que no existia el tribunal de lo contencioso, porque los directores eran en su mayor parte comerciantes que ignoraban así la política general como los rasgos característicos del dilatado imperio sujeto á su dominio, y porque la junta de accionistas imponia su voluntad siempre y cuando lo estimaba oportuno. Estas juntas eran á la sazon mucho más influyentes y numerosas que hoy, pues cada accion de quinientas libras esterlinas daba derecho á un voto; y así, las reuniones no podian ménos de ser concurridas por extremo, agitadas, y á veces tumultuosas, á causa de los violentos discursos que se pronunciaban. Todos los medios, por turbulentos y corruptores que fueran, se veian empleados en aquellas asambleas, llegándose al extremo, cuando se trataba de asuntos de gran importancia para los accionistas, de simular votaciones. Clive mismo adquirió acciones por valor de cien mil libras esterlinas para distribuirlas entre propietarios nominales de su confianza que votaban siempre lo que él queria; otros hacian lo propio, si bien en menor escala.

El interes que tomaba entonces el pueblo inglés respondió en alta voz y de manera que pudiesen oirlo todos los presentes: Pronto estará de vuelta en Londresseñor, y entonces tendrá V. M. un voto más.» por los negocios de la India era infinitamente mayor que en nuestros dias, y la razon es muy obvia.

En la actualidad, los empleados entran jóvenes al servicio de la Compañía, ascienden con lentitud, y pueden estimarse dichosos si á los cuarenta y cinco años vuelven á su patria con el goce de un retiro de mil libras y treinta mil de ahorros. Así, los funcionarios ingleses, en conjunto, ganan mucho en las Indias; pero separadamente, ninguno acumula grandes riquezas, y lo que adquiere lo reune con lentitud, honradez y laboriosidad. Sólo cuatro ó cinco elevados empleos políticos se reservan para los hombres públicos de Inglaterra; que las plazas de presidentes, secretarios, consejeros de Hacienda y magistrados, se hallan todas ocupadas por hombres que han consagrado al servicio de la Compañía los mejores años de su vida; y ni el talento, ni la influencia, por grande que sea, pueden alcanzar nunca que se nombre para una de ellas, por ménos importante y lucrativa que sea, á quien no haya ingresado en la carrera por sus principios ó ascendido por riguroso escalafon. Hace setenta años venía de la India menos dinero que hoy; pero se distribuia entre un número de personas infinitamente más limitado; y con mucha frecuencia se acumulaban pingües riquezas en el espacio de algunos meses. Todo inglés, cualquiera que fuese su edad, podia esperar, no sin fundamento, un empleo lucrativo en la Compañía; y si pronunciaba un buen discurso en Leadenhall—Street, ó publicaba un folleto en favor dei presidente, tenía grandes probabilidades de ser enviado á la India, y de regresar á su patria al cabo de tres ó cuatro años tan opulento como Clive ó Pigot. Era, pues, el Consejo de la Compañía ura adininistracion de loterías, que invitaba á jugar á todo el mundo y tenía reservados grandes premios para unos pocos. Por esta causa, no bien se supo en Inglaterra que en un lugar del globo se habia hecho donacion á un teniente coronel de propiedades tan considerables como pudieran ser las de los mayores potentados de la Gran Bretaña, y que en aquella tierra los funcionarios ingleses, sin más trabajo que pedirlas, tenian al punto diez ó veinte mil libras esterlinas, la sociedad inglesa empezó á manifestar los mismos síntomas que cuando el famoso asunto de la mar del Sur: excitacion febril, impaciencia irresistible por alcanzar grandes riquezas en poco tiempo, y el más profundo desprecio hácia todos los medios de adquirirlas lenta, gradual, segura y modestamente.

Hacía mucho tiempo que se hallaba á la cabeza del partido predominante en el consejo de la Compañía de las Indias un director capaz, poderoso y lleno de ambicion, llamado Mr. Sulivan. Estaba celoso de Clive, y no sin cierto enojo recordaba que éste, durante la época de su mando en Bengala, cuando era gobernador de aquella provincia, habia dejado sin cumplimiento muchas órdenes de los directores de la Compañía. Al volver Clive de la India se reconciliaron en la apariencia; pero su recíproca enemiga siguió profundamente arraigada en el corazon de entrambos. Era entónces reelegible todos los años la junta directiva, y al verificarse las elecciones de 1763, Clive se propuso destruir el poder de la fraccion de Mr. Sulivan. La lucha fué terrible, al decir de aquél; pero como éste quedó dueño del campo, se apresuró á tomar venganza de su adversario. El donativo de una renta vitalicia que MeerJaffier le habia hecho, era válido en la opinion de los más distinguidos abogados de la Gran Bretaña, tenía su origen en la misma autoridad de quien recibió la Compañía sus principales posesiones de Bengala, y además lo disfrutaba Clive con pleno asentimiento y aprobacion de la Junta directiva.

Nada de esto bastó para impedir que, atropellándolo todo, se acordase confiscarla; lo cual puso á Clive en la dura necesidad de acudir á los tribunales en demanda de justicia.

Pero todo iba muy pronto á cambiar de aspecto para Clive. Hacía ya tiempo que los buques procedentes de Bengala traian malas nuevas de aquella lejana colonia, cuyo mal gobierno habia llegado á un extremo por demas peligroso. ¿Ni qué podia tampoco esperarse de funcionarios contínuamente expuestos á tentaciones irresistibles á la sangre y la carne, como dijo Clive una vez, armados de poder sin límites, y responsables sólo de sus actos ante una Compañía corrompida, turbulenta, fraccionada y mal impuesta de lo que ocurria, cuyo centro directivo se hallaba tan léjos que los despachos tardaban por lo regular diez y ocho meses en recibir contestacion? Durante los cinco años que siguieron á la salida de Clive para Inglaterra, el gobierno de los ingleses llegó á tan subido punto de corrupcion é inmoralidad en la provincia de Bengala, que apenas parece compatible con la existencia de la sociedad. Los procónsules romanos, que robaban en un bienio en las provincias sometidas á su autoridad lo bastante para edificar suntuosos palacios en las riberas de la Campania, para beber el néctar en copas de ámbar, alimentarse de las aves más preciosas y divertirse haciendo combatir ejércitos de gladiadores, y los vireyes españoles de América, de proverbial rapacidad, quedaron sobrepujados por los ingleses en la India. No decimos con esto que la crueldad fuese uno de tantos defectos como tenian los empleados de la Compañía; pero la crueldad más feroz no puede producir mayores males que los engendrados por su carencia de principios y su ansia de alcanzar en poco tiempo grandes riquezas. Lanzaron del trono á su hechura MeerJaffier, reemplazándolo con otro nabab llamado Meer—Cossim, hombre inteligente y de voluntad enérgica, y por más que se sintiera dispuesto á oprimir y vejar á sus vasallos, se le hacía insoportable verlos, sin provecho para él, sojuzgados por extranjeros que sólo pensaban, discurrian y ejecutaban aquello que más fácil y prontamente los pusiera en posesion de la riqueza del país con perjuicio de sus particulares intereses, toda vez que ingresaba en las arcas de la Compañía lo que, á su parecer, le pertenecia por derecho propio. Al conocer los ingleses estas disposiciones del Nabab lo destituyeron, restaurando en lugar suyo al destronado Meer—Jaffier. Meer—Cossim, despues de vengarse de una manera que superó en barbarie y crueldad á la horrible matanza del Calabozo Negro de Calcuta, se acogió al territorio del nabab de Uda.

A cada revolucion que ocurria, el nuevo príncipe franqueaba á los ingleses las puertas del tesoro de su antecesor y lo repartia entre ellos, dejándolos, además, por árbitros y señores de sus pueblos, que, por tal manera, se convertian en despojos del vencedor, á quien por todos los medios imaginables querian los improvisados monarcas tener siempre satisfecho y contento á trueque de conservar una sombra siquiera de realeza. A su vez, los empleados de la Compañía se hacian conceder, no por los nababs, sino auctoritate propria, el monopolio del comercio interior. Obligaban á los naturales á comprar caro y vender barato; desacataban á los tribunales impunemente, la policía, á los agentes y autoridades todas del país, y protegian á un ejército de indígenas, que dependia de ellos, y que recorria los pueblos, llevando consigo la desolacion y la ruina. Los servidores de un funcionario inglés tenian los mismos privilegios y autoridad de sus amos, y éstos, por su parte, todo el poder de la Compañía. De esta manera se improvisaban enormes caudales en Calcuta, mientras treinta millones de hombres se veian reducidos á los mayores sufrimientos y miserias. Los indos habian nacido y estaban acostumbrados á vivir bajo el yugo de la tiranía; pero no igual ni semejante siquiera á la im puesta por los ingleses. Además, bajo sus antiguos señores habian tenido el recurso de la insurreccion cuando el mál se hacía intolerable, medio que no podian emplear al presente con los ingleses para destruir su Gobierno, despótico y opresivo al igual de los más bárbaros y crueles, y supcrior en refinamiento de maldad al de los mayores tiranos, porque tenían de su parte la fuerza que da la civilizacion y el progreso material sobre quienes carecen de lan poderosos elementos. Así que, ni la desesperacion hubiera sido parte á infundir á los débiles y apocados bengalís el esfuerzo necesario para levantarse en armas contra los ingleses y arrostrar sus iras en los campos de batalla. Por eso nunca lo intentaron, sometiéndose á veces á sufrir el yugo pacientemente, y otras huyendo al divisar á los europeos, como sus antepasados habian huido de los maharatas, hasta el punto de que los viajeros ingleses cruzaran aldeas y ciudades solitarias que dejaba desiertas el sólo rumor de su llegada.

Los dominadores europeos de Bengala eran igualmente aborrecidos de todos los Estados limítrofes; pero no cedian por eso, ántes por el contrario, á todos hacian rostro con denuedo; y sus ejércitos, acaudillados por jefes de la escuela de Clive, aunque inferiores en número, quedaban siempre vencedores, y sostenian con honra el prestigio de sus banderas. «No es ya posible dudar, dice el historiador musulman de aquella época, del valor, serenidad, firmeza de carácter é indomable bravura de los ingleses: en ellos se ve reunido el arrojo á la prudencia, y son incomparables en el arte de la guerra.

Si á estas grandes cualidades acompañase la solicitud y el buen deseo de consolar al pueblo de Dios, nacion ninguna sería más digna de mandarnos; pero el pueblo gime por do quiera bajo su yugo, y en todas partes se ve reducido á la indigencia y la miseria. ¡Señor, acorre á tus afligidos siervos y libértalos de la esclavitud!» No podia el ejército pasar mucho tiempo sin contagiarse de los males y vicios que habian penetrado en los demas ramos del gobierno. Así fué que la rapacidad, el lujo y la indisciplina cundieron de los empleados civiles á los militares, llegando el mal á tomar tanto cuerpo, que cada reunion de oficiales era un club de conspiradores, y que sólo á costa de ejecuciones en masa pudiera mantenerse el orden y la obediencia entre los cipayos.

El estado de cosas de Bengala se hizo, al fin, tan grave y alarmante que puso en cuidado á la metrópoli. Las repetidas revoluciones que allí tenian lugar, su desorganizada é inmoral administracion, la opresion en que se hallaban los indígenas sin provecho para la Compañía, los aventureros que cada dia regresaban con grandes caudales adquiridos como por encanto, las nuevas alarmantes que traian respecto del porvenir rentístico de la colonia, su guerra con las provincias limítrofes, el descontento del ejército, y sobre todo el descrédito en que habia caido la nacion á causa de los excesos cometidos con los indos, bastaban á poner espanto en los hombres conocedores del país. Con esto se declaró la opinion pública por Clive, presentándolo como el único capaz de salvar de la ruina el Imperio fundado por su valor y esfuerzo; y cundiendo aquella idea, ganó el ánimo de los accionistas, y en una tempestuosa junta fué propuesto y apoyado con calor y energía. Los hombres de todos los partidos, temerosos de perder sus dividendos, dieron al olvido pasadas desavenencias y discordias, para convenir y declarar de la manera más terminante que Clive era el jefe que reclamaban las circunstancias, y que la Compañía estaba en el deber de pedirle que volviese á las Indias, devolviéndole antes, como era de justicia, las rentas que tan inícuamente le tenía confiscadas.

Clive, que se hallaba presente, se levantó entónces y dijo que por lo tocante á sus bienes, estaba dispuesto á hacer proposiciones de tal naturaleza á los directores que les permitieran arreg'ar las cosas amigablemente; pero que, en cuanto á lo de encargarse de la gobernacion de Beugala, se negaba á ello mientras fuese presidente de la Compañía su adversario Mr. Sulivan. Con esto se promovió un gran tumulto; Sulivan no podia dejarse oir en la asamblea, dominada por la mayoría de Clive, y en vano pidió á los concurrentes que votasen, pues como los estatutos de la Compañía sólo autorizaban las votaciones á peticion de nueve accionistas, por más que allí los hubiese á centenares, no fué posible hallar nueve personas que suscribieran la peticion. En consecuencia, Clive fué nombrado gobernador general de las posesiones inglesas en Bengala, y como persistiera en su primer propósito, se negó á entrar en funciones hasta ver el resultado de la nueva eleccion de directores. Fué la lucha empeñadísima; pero Clive triunfó, y Sulivan, que hasta entonces habia dominado en el Consejo de Indias, estuvo á punto de perder hasta su plaza de Consiliario en el mismo: un voto decidió de su suerte é hizo pasar la presidencia y vicepresidencia á dos amigos del nuevo gobernador.

Bajo tales auspicios, emprendió Clive su tercero y último viaje á la India. En Mayo de 1765 llegó á Calcuta y halló la colonia áun más desquiciada de lo que creia. Meer—Jaffier, despues de perder á su hijo Meeran, habia muerto; y los funcionarios ingleses, si bien tenian ya órdenes terminantes para no aceptar regalos de los príncipes indígenas, como estaban ávidos de riquezas y desacostumbrados á obedecer y respetar las instrucciones de jefes que, á la circunstancia de hallarse muy distantes de sus inferiores, reunian su incapacidad y abandono, sacaron de nuevo á subasta el trono de Bengala.

Nueve de los principales agentes de la Compañía se repartieron en consecuencia una suma de ciento cuarenta mil libras esterlinas, y quedó á seguida instalado en el solio un hijo, casi niño, del difunto Nabab. Supo Clive, al llegar, este vergonzoso comercio, y en carta particular, escrita á uno de sus más intimos amigos, desahogó toda la amargura de que se hallaba poseido con motivo de aquel suceso y de otros semejantes, expresándose en términos tan conmovedores que, por haberlos usado él, opuesto por carácter y naturaleza á hacer gala de sus sentimientos, nos parecen dignos de trascribirse: «¿De qué modo se ha desprestigiado el nombre inglés?

Tan abatido y mancillado está, que no he podido contener el llanto al considerar perdida para siempre, tal vez, la gloria de nuestra patria, tan espléndida en otros tiempos. Pero, ¡lo juro por cuanto hay de más sagrado! he venido con el firme propósito de extirpar el mal; y como me siento con fuerzas para conseguirlo, áun cuando supiera perder la vida en la demanda, lo combatiré sin tregua ni descanso hasta concluir con él.» En la primera reunion del Consejo, Clive anunció el propósito firmísimo en que se hallaba de dar principio á la reforma en todos los ramos de la administracion, haciendo uso al efecto, y con la mayor latitud, de las ámplias facultades que, así en lo civil como en lo militar, se le habian conferido.

Johnstone, uno de los hombres más osados y corrompidos que asistian á la junta, dió muestras de oposicion; lo cua! visto por Clive, dió lugar á que lo apostrofara, preguntándole con altivez si queria poner a prueba su poder. Con esto se intimidó Johnstone y trató de disculparse, negando que tal fuera su propósito, y los demas concurrentes, mohinos y cabizbajos, se retiraron del salon sin atreverse á replicar palabra.

Clive cumplió la suya; y en el corto espacio de diez y ocho meses que permaneció aquella vez en las Indias, acometió y llevó á término feliz una de las más grandes, dificiles y saludables reformas que haya podido realizar un hombre de Estado. Por esa causa recordaba siempre á su vuelta con orgullo aquel período. Entónces hubiera podido triplicar su ya inmensa fortuna, tomando parte en los abusos que se cometian y fingiendo corregirlos, y captarse la buena voluntad de todos los ingleses residentes en Bengala, dejando abandonada á su rapacidad la raza indígena, de suyo tímida, falta de apoyo, indefensa, ignorante, y cuyas quejas era punto ménos que imposible pudieran dejarse oir en la Gran Bretaña. Y, á pesar de que sabía que al emprender la reforma excitaria contra sí las malas pasiones de sus compatriotas, aventureros sedientos de riquezas que solo habian ido á la India con el fin de adquirirlas en poco tiempo y á poca costa, y que no le perdonarian la ruina de sus esperanzas, no vaciló en seguir el buen camino con ánimo resuelto, y se dispuso á entrar en aquella batalla, más temcrosa y difícil que la de Plassey. Pareció el éxito dudoso en un principio; mas, de allí á poco, cedieron los obstáculos que se oponian á su voluntad incontrastable. Prohibió terminantemente á los empleados de la Compañía comerciar con los naturales del país, y recibir de ellos el más pequeño regalo; y como contra tan justas providencias se al zase un clamor universal en la colonia, declaró el inflexible gobernador que si no hallaba en el FortWilliam todo el apoyo necesario, lo buscaria en otra parte; y poniendo en ejecucion su amenaza, destituyó á los más tenaces en la oposicion y los reemplazó con otros oficiales que hizo venir de Madrás para que lo secundaran en su obra reparadora, sin suscitarle nuevas dificultades. Al ver esto los demas, se sometieron, y, al cabo de poco tiempo, la hostilidad cesó completamente.

No se ocultaba á la penetracion de Clive que una parte muy considerable de los abusos que se habia propuesto extirpar con mano firme, provenian de una causa que, tan luego se alejara él de la India, reproduciria los mismos fatales efectos. Porque, fundándose la Compañía en un principio equivocado, señaló sueldos muy cortos á sus dependientes; y y como con ellos era no sólo imposible hacer economías, sino hasta proporcionarse en el país las comodidades necesarias, y no era tampoco posible imaginar que séres dotados de razon fuesen voluntariamente á pasar los mejores años de la vida bajo un sol abrasador sin ventaja ni provecho de ningun género, se les dejó en libertad de enriquecerse por medio del comercio, con lo cual se originó grave daño á los intereses de la corporacion. Tanto es así, que ya bajo el reinado de Jacobo I, el inteligente y observador sir Tomás Röe instó á los directores de la Compañia para qne aplicasen pronto remedio á tales abusos. Prohíbase, decia, de la manera más absoluta el comercio particular, y los negocios de la Sociedad marcharán mejor. Conozco que esto es muy duro, y sé tambien que los empleados dicen que sólo por el sueldo no vendrian á trabajar á la India. Aumentéseles, pues, su haber de modo que los satisfaga, y entonces sabrá la Compañía lo que da., Mas, á pesar de tan saludable consejo, persistió la Compañía en el antiguo sistema, dando sueldos cortos y cerrando los ojos á los beneficios indirectos de los empleados. Un miembro del Consejo tenia entónces trescientas libras esterlinas de sueldo al año, cuando era notorio que un funcionario de tan elevada categoría no podia vivir en la India sin gastar por lo ménos tres mil; y si á esto se agrega el natural deseo de hacer algunas economías para la vuelta á Inglaterra, se comprenderá mejor á cuántas tentaciones y abusos se hallaba expuesto. Antes de la conquista de Bengala, este sistema podia influir en perjuicio de los accionistas y propietarios sin causar otro daño; pero no desde que la Compañía se hallaba erigida en gobierno.

Dábase aún á sus empleados el nombre de agentes y negociantes de segunda y de primera clase, cuando eran en realidad los procónsules, los propretores, los procuradores de aquellas vastas regiones, revestidos de un poder ilimitado casi, y aunque reconocian todos que sus haberes, asignados en los presupuestos, eran insuficientes, los antiguos hábitos y la autorizacion tácita de sus jefes les daba derecho á enriquecerse por medios indirectos: de aquí la opresiva y corrompida manera de ser del gobierno de Bengala, Claramente vió entónces Clive cuán absurdo sería tener investidos de grandes facultades y poderes discrecionales á unos individuos á quienes se retribuia de una manera tan mezquina, y concluyó con sobrada razon que ninguna reforma sería eficaz si no se adoptaba al propio tiempo una medida que permitiese remunerar generosamente á los empleados de la Compañía.

Los directores, por su parte, no se hallaban muy dispuestos á sancionar un aumento de haberes que habia de salir de sus cajas; y por esta causa, el único medio de que podia disponer en aquella circunstancia para evitar los males gravísimos de que estaba siendo teatro la India expuso á Clive á ser juzgado con harta frecuencia de manera injusta á nuestro parecer. Aplicó, pues, al sostenimiento del servicio civil el monopolio de la sal, que ha continuado siendo hasta nuestros dias uno de los primeros elementos de riqueza de las rentas indostánicas, y distribuyó sus productos proporcional y equitativamente entre los empleados. Acusáronlo, entonces, sus enemigos, y en pos de ellos los historiadores, de haber faltado á sus instrucciones y á sus promesas, y autorizado el mismo abuso que tenía la mision de destruir, esto es, el comercio de los dependientes de la Compañía. Pero los hombres imparciales y dotados de alguna penetracion no podrán ménos de reconocer que no habia nada de comun entre el sistema fundado por Clive y el que debia destruir, pues si el monopolio de la sal era un manantial de riqueza para el gobierno de la India antes de que naciera Clive, continuó siéndolo tambien despues de su muerte. Es indudable que los empleados civiles tenian derecho á ser sostenidos por las rentas locales: Clive, por su parte, se limitó á disponer que algo de ellas se aplicase á este fin, y por tal manera consiguió extirpar el medio que habia dado orígen á tantas y tan colosales é improvisadas fortunas, facilitando al propio tiempo á todos los funcionarios ingleses empleados en Oriente los de adquirir de un modo lento, pero seguro, algunas riquezas. Sin embargo, tal es la injusticia de los hombres, que ninguno de los actos que real y verdaderamente mancillaron su nombre, le ha valido tantas censuras como esta disposicion, indispensable para el buen éxito de las demas reformas que se proponia llevar á cabo.

Clive habia reprimido la oposicion de los funcionarios civiles como queda dicho; pero le restaba combatir y vencer la de los militares, que bajo todos aspectos era la más temible. No tardó ésta en manifestarse de una manera muy grave con motivo de algunas economías introducidas por los directores en el presupuesto de la guerra, y que afectaban á sus intereses. El mismo César no se hubiera empeñado, sino en caso extremo, en una lucha con quienes tenian en sus manos la fuerza de las armas en un país regido únicamente por la ley de la espada.

Doscientos oficiales ingleses entraron en una conspiracion contra el Gobierno, y tomaron el acuerdo de presentar el mismo dia sus respectivas dimisiones, persuadidos de que Clive, ántes aceptaria cuantas condiciones le impusieran, que verse privado de sus servicios en el ejército, de cuya firmeza y disciplina dependian completamente la existencia de la colonia y el predominio de la Gran—Bretaña en Oriente. Pero no conocian el temple de su carácter. Clive contaba con la fidelidad de los oficiales que lo rodeaban; y como eran pocos, pidió refuerzo al castillo de San Jorge, y empezó á nombrar para cubrir las bajas de los dimisionarios á los empleados comerciales que se ofrecieron á sostenerlo en aquella crisis. Dispuso asimismo que fuesen, trasladados á Calcuta, sin demora, cuantos oficiales dimitieran. Hasta entónces no comprendieron su error los conspiradores. Lo demas del ejército permaneció en la obediencia, y los cipayos, sobre quienes siempre habia ejercido el Gobernador un influjo extraordinario, le dieron pruebas inequívocas de inquebrantable fidelidad. Clive estuvo inflexible con los díscolos, castigando cual merecian á los jefes de la rebelion. Abatidos, entónces, y desalentados los otros, pidieron como gracia que les fuera permitido retirar sus renuncias, y no pocos demostraron con lágrimas su arrepentimiento. El Gobernador trató con benignidad á los jóvenes, mas no así á los cabezas del motin; sin embargo, á ninguno favoreció por simpatía personal, ni agravó su pena por odio, sino que á todos hizo justicia; y mientras hacía prevalecer y respetar de modo tan rígido su autoridad, mostraba magnánima indiferencia para los insultos é injurias personales. Con este motivo, se refiere que al oir acusar á uno de los conspiradores de haber concebido el proyecto de asesinarlo, impuso silencio al delator, exclamando: «Esos oficiales son ingleses y no asesinos.» Mientras se ocupaba con tan feliz éxito como hemos visto de la reforma del servicio civil y de res tablecer la disciplina en el ejército, no le favoreció ménos la fortuna en un asunto de gran importancia, intimamente relacionado con su política exterior; así que bien puede decirse que su llegada á la India fué la señal de la paz. El nabab de Uda, á la cabeza de un ejército considerable, se hallaba en aquella sazon en las fronteras del Bahar. Gran número de afghanes y maharatas habian acudido á ponerse bajo sus banderas, y era muy de temer una coalicion general de los indigenas contra los ingleses. El solo nombre de Clive bastó para contenerlos y hacerles implorar la paz en los términos más humildes, aceptando cuantas condiciones les impuso el recien venido gobernador.

Dióse por aquel tiempo nueva forma al gobierno de la provincia de Bengala, donde hasta entónces no habia estado claramente definido el poder de los ingleses, pues ni formaba parte de la constitucion antigua del Imperio, ni habia sido nunca reconocido por tratado alguno, pudiéndose comparar tan sólo con el que los grandes jefes de los mercenarios extranjeros, los Ricimeros y los Odoacres, ejercian en Italia, durante la decadencia del Imperio de Occidente, elevando y desposeyendo á su capricho á una serie de príncipes nominales, condecorados con los títulos de Césares y Augustos. Pero en la India, como en Italia, creyeron útil y provechoso los soldados extranjeros dar á su dominacion, fundada en el derecho de la fuerza, la fuerza del derecho, recurriendo para ello á las antiguas autoridades; y del propio modo que Teodorico tuvo por buena política la de solicitar y obtener de la lejana corte de Bizancio un decreto nombrándolo gobernador de la península, así Clive, siguiendo igual sistema, se dirigió á la corte de Delhi para que lo invistiese oficialmente del poder que ya ejercia en realidad. El Gran Mogol estaba falto de tropas; los ingleses le ofrecian una gran suma en pago del decreto, y él, comprendiendo que no tenía medios de arrancarles aquel caudal de rupias sino en cambio del documento exigido, que, por otra parte, nada le costaba, vino en ello y promulgó el decreto, autorizando á la Compañía para recibir y administrar las rentas de Orisa, Bahar y Bengala.

Hecho esto, Clive determinó desembarazarse de un nabab que habia quedado en aquella parte, y cuya situacion, respecto de las autoridades inglesas, era muy parecida á la que tuvieron respecto de sus hábiles y enérgicos gobernadores de palacio, Cárlos Martel y Pepino, los últimos soberanos de la raza merovingia. Pero, como creyese despues que el nombre de nabab podia serle por demas útil para servirse de él en cuanto con las relaciones exteriores con las otras potencias de Europa se rozara, por parecerle que tanto los franceses como los dinamarqueses y holandeses convendrian mejor en someterse á un principe indígena, cuya autoridad siempre habian respetado, que no á una corporacion mercantil y rival, modificó su proyecto. Podia ser esta política juiciosa, entónces, y acertada; mas, á poco, todos reconocieron que el engaño era sobrado manifiesto para no ser advertido, y se renunció á ella. El heredero de Meer—Jaffier reside aún en Moorshedabad, antigua corte de sus antepasados, lleva el título de nabab, y los ingleses le dan tratamiento de Alteza, le toleran algo de la pompa de que sus mayores se rodeaban, y le pagan una pension de ciento sesenta mil libras al año; pero, áun cuando su carroza va rodeada de guardias y precedida de maceros, y la jurisdiccion ordinaria de los ministros de la justicia no puede traspasar los umbrales de su palacio, no tiene la menor parte de poder político, ni es, en suma, sino un rico y noble vasallo de la Compañía.

Muy fácil le hubiera sido á Clive, durante su segundo gobierno, acumular riquezas superiores á las fortunas más pingües de Europa; porque sin someter los habitantes acaudalados de la provincia de Bengala á una opresion mayor que la ejercida sobre ellos por sus príncipes más benéficos, habria recibido anualmente regalos por valor de treinta millones de reales. Los magnates vecinos hubieran pagado su amistad y su favor á cualquier precio: el rajah de Benares le ofreció diamantes de valor inmenso, y el nabab de Uda le rogó con las más vivas instancias que aceptara una fuerte suma de dinero, juntamente con gran cantidad de piedras preciosas.

Pero Clive rehusó cortés y categóricamente, y sin hacer alarde alguno de su desprendimiento, ni hablar jamás de ello, por cuyo motivo no fueron conocidos estos rasgos hasta despues de su muerte y del expurgo que se hizo en sus papeles con tal motivo, considerando bastante para ocurrir á sus gastos sus haberes, la parte que le correspondia en los beneficios de la venta de la sal y los regalos que, conforme á la costumbre del país, no podia ni debia rehusar, distribuyendo lo sobrante entre algunos amigos fieles que lo habian acompañado á la India. Con razon, pues, se alabó siempre, y á nuestro parecer, apreciando los hechos con entera imparcialidad, de haber cercenado su caudal en vez de aumentarlo durante la época de su segunda administracion.

Aceptó, sin embargo, una crecida suma (sesenta mil libras esterlinas) que le habia legado por su testamento Meer—Jaffier; pero no contravino por eso á lo establecido en los nuevos estatutos, que no sólo prohibian á los funcionarios de la Compañía recibir presentes de los naturales del país, sino tambien legados in articulo mortis, porque no lo tomó para sí, sino es para ponerlo integramente en manos de la Compañía á fin de mejorar con él la situacion de los oficiales y soldados inútiles para el servicio.

Aun existe un fondo que lleva su nombre, y que debe su origen á tan espléndido como generoso donativo.

Al cabo de diez y ocho meses de residencia en Bengala, el mal estado de su salud obligó á Clive á regresar á Inglaterra; y, en consecuencia, dejó por última vez, á principios de 1767, la nacion sobre cuyos destinos habia ejercido tan poderosa influencia.

La segunda vuelta de Bengala no fué saludada de sus compatriotas con el júbilo que la primera; que las causas innumerables que acibararon el resto de su vida y dieron con él prematuramente en el sepulcro empezaban á surtir sus perniciosos efectos.

Los antiguos enemigos de Clive áun eran poderosos y desplegaban la mayor actividad en el Consejo de las Indias, auxiliados de considerable refuerzo de malcontentos cuya violencia y enojo excedia infinitamente al suyo. Procedian estos últimos de la horda de latro—tiranos de que Clive habia libertado á los bengalís, y cuya saña implacable, propia de su abyecta naturaleza, lo perseguia por todas partes sin tregua; los cuales malvados, á fin de atormentar al hombre cuya firmeza puso límites á su rapacidad, se interesaron en gran número en la Compañía, y áun fundaron periódicos sin más propósito que el de injuriarlo. Estas maquinaciones, que en otras épocas normales no hubieran sido parte á producir efecto alguno, causaron entónces impresion extraordinaria, merced al estado en que se hallaba el espíritu público.

Los grandes acontecimientos sobrevenidos en las Indias y el progreso de las conquistas y adquisiciones de los ingleses en aquellas lejanas tierras habian producido en la metrópoli una nueva clase designada con el nombre de nababs. Pertenecian sus individuos en general á familias no nada ricas ni antiguas, que los habian enviado á Oriente á probar suerte y que habian vuelto á su patria colmados de bienes de fortuna. Natural cosa era que no habiendo tenido muchas ocasiones de frecuentar la buena sociedad, dieran muestras despues de falta de tacto y de amor sin límites al lujo mal entendido y al fausto grotesco á que son tan propensos los ricos improvisados, y que, unido esto á los hábitos y gustos que traian del Asia, tan extraños y á las veces tan opuestos y repugnantes á quienes no habian salido nunca de Inglaterra, se hicieran poco simpáticos á las clases elevadas. Ni tampoco deberá parecer extraño que luego de haber hecho gran papel en la India se resignaran de su grado á no representar ninguno en su patria; y que, como tuvieran cuantiosos bienes de fortuna, ya que no alcurnia y relaciones, alardearan de una manera importuna y enojosa de la única cualidad que poseyeran, hasta el punto de que donde quiera que asentaran su residencia comenzara la rivalidad y la lucha entre los señores advenedizos y los de abolengo, durando largo tiempo como signo característico de los nababs el odio á la nobleza. Tanto es así, que más de veinte años despues de la época á la cual nos referimos, Burke decia que podian clasificarse como Jacobistas á casi todos los indianos, «á quienes se hacía intolerable no ver tan medrada su importancia como su riqueza.» Hiciéronse impopulares por tales modos los nababs; y si bien es cierto que algunos demostraron en Oriente gran capacidad y prestaron buenos servicios, no lo es ménos que sus merecimientos y aptitudes eran poco apreciados y conocidos en Inglaterra. Sabíase únicamente, y esto muy á la menuda, que procedian de familias oscuras que se habian enriquecido en la India, que hacian de su caudal ostentacion hasta ridícula, que por ello encarecian en las comarcas que habitaban el precio de las subsistencias, que la librea de sus criados eclipsaba la de los primeros magnates del ReinoUnido, que sus carrozas eran más lujosas que las del lord maire, que el desórden y el mal ejemplo de sus servidores corrompia los demas del país, que con toda su esplendidez y magnificencia carecian de buenos modales, y que, á pesar de sus grandes caballerizas, de su muchedumbre de lacayos y palafreneros, de sus alfombras, de sus muebles suntuosos, de sus vajillas de plata y de porcelana de Sajonia, de sus manjares suculentos y de sus vinos exquisitos, habian salido de la nada y seguian siendo gentes sin educacion y sin principios. Pero si la clase á la cual aspiraban por cuantos medios son imaginables, les mostraba mala voluntad y aversion invencible, al desprecio de la aristocracia se unia el odio que producia la envidia en la clase de la cual procedian, y que no les perdonaba su grandeza, su engreimiento y su olvido, tal vez, de lo pasado. Por eso, cuando llegó á decirse que aquellas enormes riquezas se habian adquirido violando la fe pública, despojando á príncipes legítimos y reduciendo á la miseria provincias enteras, los más puros y elevados instintos de la naturaleza humana se unieron á los peores y más bajos sentimientos del corazon, para declararse unánimemente la opinion pública en contra de los infames que por tales medios se habian enriquecido; apareciendo entónces á los ojos de todos los nababs como un compuesto de los más ridículos personajes de la comedia y de los más odiosos y repugnantes de la tragedia; mezcla confusa de Turcaret y Neron, de M. Jourdain y de Ricardo III.

Una tempestad de maldiciones y de silbidos, comparable sólo á la explosion del espíritu público en contra de los puritanos al verificarse la Restauracion, estalló por todos los ámbitos de Inglaterra contra los empleados de la Compañía; y mientras la humanidad de unos se sentia herida de la manera como habian adquirido sus riquezas, los instintos económicos de los otros se revelaban contra sus disipaciones, y los dilettantis hacian mofa de su falta de gusto, y los elegantes les echaban bola negra cuando ellos pretendian ser admitidos en los clubs, y los escritores de más opuestas opiniones, los metodistas y los libertinos, los filósofos y los bufones, todos estaban acordes y conformes en este punto. Nada exageramos con decir que por espacio de treinta años un ramo de la literatura inglesa estuvo reflejando estos mismos sentimientos. Foote puso en escena, como personaje principal de una de sus obras, á un anglo—indo disoluto, tiránico, sin generosidad, avergonzado de los amigos de su juventud, maldiciendo de la aristocracia y anhelando de una manera pueril y ridícula formar parte de ella, prodigando su caudal entre una caterva de aduladores, haciendo lucir á sus lacayos flores criadas expresamente en invernáculo, y dejando atónitos y maravillados á los ignorantes con su contínuo hablar de rupias, de lagos y de jaghires. A su vez, Mackenzie trazó con sátira punzante y delicada el cuadro de una familia de costumbres sencillas, que vive en el campo, apartada del bullicio de las ciudades, y que de repente y por obra del testamento de uno de sus parientes, indiano poderoso, llega á verse en la opulencia; la cual familia excita la hilaridad de todo el mundo al querer imitar el estilo y las maneras de los grandes. Y Cowper, tambien, con inspiracion digna de los poetas hebreos, consideró la conducta despótica y opresiva de los ingleses en la India como el primero entre los grandes crímenes nacionales, augurando que sería castigado por la Justicia Divina con largos años de guerras desastrosas, derrotas marítimas en sus propias aguas, y, finalmente, con la pérdida de su imperio trasatlántico. Demas de esto, si alguno de nuestros lectores se toma el trabajo de hojear cualquiera novela publicada sesenta años hace, no será difícil que el primer malvado que tope en ella sea un nabab viejo, poderoso, de rostro enjuto, de tez morena, enfermo del hígado, con el corazon empedernido y el espíritu atrabiliario.

Tal era entonces, á lo que hoy puede apreciarse, el estado de los ánimos en Inglaterra respecto de los nababs eu general. Clive, el nabab por excelencia, el más capaz, el más célebre, el más rico, el más encumbrado de todos, hacía brillar sus tesoros de una manera que no podia ménos de excitar encono y animosidad en contra suya. Vivia con magnificencia en Berkeley—Square, y además, se habia hecho construir un palacio en el Shropshire y otro en Claremont, y rivalizaba su influencia parlamentaria con la de aquellas familias más poderosas; pero la riqueza y las dignidades iban tan mal á algunos de sus parientes, que no sin apariencias de razon merecian los saelazos de la envidia y de la maledicencia. El mismo, á pesar de sus grandes cualidades, no estaba del todo exento de las flaquezas que los satíricos de la época presentaban como indicio grafico y cierto de la clase á la cual pertenecia; porque si en campaña era severo, rigido y frugal como conviene á todo militar, y viajaba siempre á caballo, sin despojarse nunca del uniforme, y se alimentaba como los soldados, apénas se apartaba de las tropas, el espartano se tornaba en sibarita; y á pesar de que su traza no tenía nada de elegante, y de que la fealdad de su rostro sólo estuviera compensada con su expresion severa, imponente y audaz, gustaba de vestir ropas vistosísimas y lujosas por extremo y tenía un equipaje inmenso.

Sir John Malcolm cita una carta suya, digna de sir Mateo Mite, de la cual tomaremos algunas palabras que servirán para comprobar nuestro aserto: «Encargo, dice, doscientas camisas, de lo mejor que se haga por amor ó por dinero; locura ésta, y otras parecidas, que exageradas por sus enemigos y repetidas hasta la saciedad en todas partes, produjeron en el público la impresion más desfavorable y perjudicial.

No era esto, sin embargo, lo que podia traerle peores consecuencias, sino las atrocidades que se le atribuian, y de las cuales la mayor parte no eran sino pura invencion. Por tal manera cayó sobre Clive cuanto se habia cometido de más odioso en la India, y no solamente se le acusó de las malas acciones que una ó dos veces cometió, si que tambien de todas las injusticias, robos, violencias y muertes que cometieron los ingleses en Oriente en la época de su mando y en ausencia suya; le imputaron aquellos mismos abusos y vicios que él habia combatido tan enérgica y noblemente, y lo designaron per inventor de cuanto con razon ó sin ella se achacaba á los aventureros ingleses. Nosotros mismos recordamos haber oido hablar á los ancianos que no conocian una palabra de la historia de Clive; pero que conservaban arraigadas las preocupaciones de su juventud, como pudieran hacerlo de un poseido. Jonhson empleaba siempre este lenguaje; Brown, á quien Clive mandó trazar su parque, se admiraba viendo en la casa del noble propietario un cofre que habia estado en otro tiempo lleno de oro en la tesorería de Moorshsedabad, sin lograr explicarse cómo podia dormir tranquilo el criminal que lo poseia teniéndolo á dos pasos de su alcoba; y los labriegos del Surrey, á su vez, consideraban con terror el imponente palacio de Claremont, y decian por lo bajo que si el malo de lord Clive habia hecho construir tan gruesos los muros de su vivienda, era porque así pensaba cerrar mejor el paso al diablo cuando viniera por él para llevarlo en cuerpo y alma á los infiernos. Entre los rústicos oyentes de tan medrosa historia, solia estar á veces un jóven de mala traza y corto entendimiento, llamado Hunter, muy conocido despues bajo del nombre de William Huntington; y la supersticion, que de una manera tan extraña se mezclaba en este fanático impostor á la trapacería, parece que tuvo principio ó se arraigó en su ánimo con las relaciones que algunas veces entendió de la vida y carácter de Clive.

Con el trascurso del tiempo fué debilitándose el impulso dado á la administracion de Bengala por lord Clive, y no sólo abandonaron sus sucesores en muchos puntos la política planteada por él, sino que los abusos reprimidos con su mano férrea comenzaron á renacer. Para colmo de desdicha, una de esas calamidades terribles que no es parte á conjurar el mejor de los gobiernos, vino á empeorar los males producidos por el peor de todos. Es el caso que durante el estio de 1770, como faltaran las lluvias, la tierra quedó yerma, secos los pozos y sin caudal los rios, y que con esto el hambre, una de esas hambres conocidas sólo en los pueblos donde el alimento de cada familia depende de la cosecha del pedazo de tierra que cultiva, sumió al valle del Ganges en la mayor desolacion. Mujeres jóvenes y hermosas que jamás habian parecido en público sino es cubierto el rostro cual conviene al recato de las costumbres orientales, salian desesperadas de lo más escondido de sus casas, donde ántes vivian recluidas, y de rodillas y con los brazos extendidos en ademan suplicante, y voces lastimeras, imploraban en calles y plazas la caridad para llevar á sus hijos un puñado de arroz con que comieran. Las aguas del Hoogley arrastraban cada dia cadáveres sinnúmero, que veian pasar los conquistadores ingleses desde sus terrados y jardines, dispuestos en ambas orillas; las mismas calles de Calcuta estaban llenas de muertos y moribundos, y débiles y estenuados los que sobrevivian, ni se cuidaban de llevar los cuerpos de sus parientes á la pira ó al rio sagrado, ni ménos podian evitar que sirvieran de pasto á la voracidad de buitres y chacales áun en medio del dia. Nunca se supo de una manera exacta la cifra de los que sucumbieron al estrago del hambre; sólo se sabe que ascendió á millones.

La relacion de tan tristes sucesos aumentó la agitacion que ya cundia por todo el Reino Unido sobre los asuntos de la India: los propietarios y accionistas de la Compañía se alarmaron más y más por la suerte de sus dividendos, y todas las gentes honradas y de humanitarios sentimientos, al saber cómo y cuánto padecian los naturales de aquel país, se sintieron conmovidas de la indignacion y la piedad á un tiempo. Decíase que los empleados habian ocasionado el hambre, monopolizando todo el arroz del país y vendiéndolo despues ocho, diez y doceveces más caro que les costó; y se citaba en prueba de ello á un funcionario inglés que el año anterior no poseia cien guineas de capital, y que en aquellos momentos de miseria y desolacion acababa de remesar á Lóndres sesenta mil libras esterlinas. Creemos infundadas estas acusaciones, porque si bien es probable que los empleados de la Compañía se hubiesen aventurado despues de la salida de Clive á comerciar en el arroz, y que escaseando este artículo realizaran considerables beneficios, no por eso debia ni podia en justicia el público atribuirles el origen y consecuencias de una calamidad que se explicaba suficientemente por causas físicas. De consiguiente, el clamor que en aquella ocasion se levantó contra ellos fué tan infundado como las acusaciones lanzadas tiempos atras por los hombres de Estado de Inglaterra contra los comerciantes en trigo, á quienes achacaron el hambre que sufrió el país; acusaciones que áun hoy repiten algunas viejas. Empero la indignacion fué tan viva y tan general, y subió tanto de punto, que llegó á impresionar á un hombre tan elevado sobre el nivel de los demas y de las preocupaciones del vulgo como Adam Smith, siendo lo más extraordinario del caso que aquellos calamitosos acontecimientos hicieron más impopular aún á lord Clive.

Años hacía que el antiguo gobernador de la India se hallaba de regreso en Inglaterra, cuando empezó el hambre sus estragos: ninguna de sus medidas habia podido ni remotamente ser causa de semejante calamidad; y si los empleados de la Compañía se dedicaban al comercio de granos, era contraviniendo á los reglamentos y disposiciones dictados por él y que tan rigorosamente mantuvo miéntras se halló á la cabeza del gobierno; pero como á los ojos de sus conciudadanos era el nabab por excelencia y la personificacion del carácter anglo—indo, mientras atendia en el condado de Surrey al cuidado de su hacienda lo hacian responsable de las sequías de Bengala.

No habia consagrado hasta entonces el Parlamento su atencion á los asuntos de Oriente, porque desde la muerte de Jorge II los ministerios que se sucedieron en el poder fueron débiles y de poca duracion, y pasaron su vida ocupados con las intrigas palaciegas, los amaños y las traiciones cortesanas, los motines de la capital y los movimientos y alteraciones de las colonias americanas, y carecieron por tanto del espacio y calma necesarios para estudiar el estado de los asuntos de la India. Por eso, cuando intervenian en ellos era de un modo que no lo parecia. Cierto es que lord Chatham, en el corto espacio que duró su grande influencia en los consejos de Jorge III, concibió la idea de proponer una serie de medidas generales á propósito de las conquistas de la Compañía; pero sus planes abortaron á causa de la extraña enfermedad que por aquel entonces comenzó á oscurecer su brillante inteligencia. Sin embargo, en 1772 todos comprendieron que el Parlamento no podia descuidar los negocios de la India. El ministerio era más fuerte que todos cuantos le habian precedido desde la ruptura sobrevenida en 1761 entre Mr. Pitt y el gran partido whig: ningun asunto preferente de política interiorexterior llamaba en aquellos momentos la atencion de los hombres políticos; la excitacion producida por las elecciones del Middlesex se habia calmado, y el descontento de los americanos aun no hacía temer la guerra civil. Así las cosas, ocurrió una crisis en la Compañía, ocasionada por sus apuros pecuniarios, que puso al gobierno en el caso de intervenir en sus asuntos, y con este motivo la tempestad que amenazaba á Clive tanto tiempo hacía, estalló al fin sobre su cabeza.

La situacion de Clive no podia ser más desdichada: lo detestaba su país, el Consejo de la Compañíay principalmente los empleados ricos y poderosos cuya rapacidad y tiranía reprimió y castigó con mano fuerte, teniendo por tanto que sufrir las consecuencias que en tal estado de cosas debian ocasionarle sus buenas y malas acciones: las reformas realizadas por él y los abusos cometidos por todos.

El estado de la política era tal que no le permitia contar con el auxilio de ningun aliado poderoso: su partido, el de Jorge Grenville, habia hecho la oposicion al Gobierno, pero sin unirse, no obstante, de una manera franca y decidida á las demas fracciones de la minoría, ya fuese á la de los pocos partidarios de lord Chatham, ya fuese á la más numerosa que capitaneaba lord Rockingham: Jorge Grenville habia muerto; sus amigos estaban dispersos, y lord Clive, sin adictos en los grupos más importantes que dividian la Cámara, sólo podia contar con el apoyo de los individuos que le debian su eleccion.

Sus adversarios, principalmente los enemigos de sus virtudes, eran feroces, implacables y sin escrúpulos; su propósito no era otro que la ruina total de su fortuna y de su fama, y trabajaban sin vagar para expulsarlo del Parlamento y conseguir su deshonoracion y el secuestro de sus bienes. ¡Quién sabe si esto hubiera bastado á saciar su sed de venganza!

Empero no contaban con la táctica parlamentaria de lord Clive, la cual era como su táctica militar, pues al verse solo, cercado de enemigos, amenazado de sus golpes y en peligro de perder cuanto habia de más caro para él, en vez de quedarse á la defensiva, se lanzó al ataque; y en un discurso extenso, luminoso y perfectamente preparado, abordó la cuestion al inaugurarse los debates sobre los asuntos de la India, logrando justificarse de gran parte de las acusaciones fulminadas contra él, y produciendo en su auditorio inmensa y profunda impresion. Lord Chatham, que no era ya sombra de lo que fué, pero que gustaba de frecuentar el antiguo teatro de su gloria, concurrió á la sesion aquella desde una tribuna, y dijo al concluir Clive su discurso que no habia oido jamas oracion más elocuente. Algun tiempo despues, mandó lord Clive imprimirla, y su lectura demuestra, aunque dejemos mucha parte de su mérito á la intervencion que pudieran tener en ella sus amigos literatos, que no solamente poseia clarísimo talento, sano criterio y valor, sino es grandes dotes oratorias que, cultivadas con esmero, hubieran podido elevar su fama parlamentaria á la mayor altura. Pero como en aquella circunstancia se limitó á defender las medidas de su último gobierno, logrando éxito tan completo y satisfactorio, sus adversarios tuvieron que cejar, adoptando para lo porvenir otro punto de ataque, á saber, la primera parte de su vida militar y politica.

Desgraciadamente ofrecia ésta más de un punto vulnerable á su animosidad. Nombróse una comision con el encargo de informar acerca de los asuntos de la India, y sus individuos examinaron con prolija malevolencia toda la historia de la gran revolucion que causó el destronamiento de Surajah—Dowlah y la proclamacion de Meer—Jaffier. Con este motivo, tuvo Clive que prestarse á sufrir minuciosos y repetidos interrogatorios, y fué tratado, como él dijo despues, cual pudiera serlo un ladron de carneros; pero el valor y la franqueza de sus respuestas en aquella circunstancia, bastarian por sí solas, si otras pruebas faltaran, para poner de manifiesto cuán extraños y opuestos á su carácter fueron los manejos torcidos que algunas veces empleó en sus tratos con los orientales, pues declaró sin empacho el fraude ideado por él para engañar á Omichund, y añadió resueltamente que no sólo no se arrepentia de ello, sino que si volviese á encontrarse otra vez en iguales circunstancias, procederia del propio modo. Reconoció sin titubear haber recibido grandes sumas de manos de Meer—Jaffier; pero negó que lo hiciese á costa de su moralidad y en menoscabo de su honra; describió á grandes rasgos la situacion en que lo habia colocado la victoria de Plassey: un príncipe poderoso dependiente de su voluntad, una ciudad opulenta temerosa de verse entregada al saqueo, multitud de banqueros millonarios mendigando una sonrisa de sus labios, tesoros llenos de incalculables riquezas, y cuyas puertas tenía él francas y expeditas á todo momento: «por Dios, señores, concluyó, que al pensar en todo esto, me admiro de la moderacion que demostré!» Los interrogatorios fueron tan largos, y tantos y tan prolijos, que acabó aquella legislatura sin que concluyeran, y continuaron en la siguiente. Cuando la comision dió de mano á sus tareas y fueron conocidos sus trabajos, no quedó ya duda en órden al partido que debian tomar á los hombres ilustrados é imparciales; porque si resultaba suficientemente probado que Clive era culpable de ciertos actos injustificables si se atendia á las eternas leyes que regulan y dirigen las relaciones de los individuos entre sí y de los Estados, no ménos se demostraba tambien su gran talento, su virtud, su valor, y los eminentes servicios que habia hecho á su patria y á los pueblos de la India, y tambien la perversidad de sus contrarios que lo traian á tal extremo y lo perseguian con el encarnizamiento y el encono que acaba de verse, no por sus relaciones con MeerJaffier, ni por el engaño de que hizo víctima á Omichund, sino por la enérgica é incontrastable resistencia que opuso á su tiranía y rapacidad.

Como la administracion de justicia no admite la teoría de las compensaciones, no es posible hacer valer ante los tribunales ni áun la más meritoria de las acciones humanas en descargo de la más leve acusacion, y así, por ejemplo, al contraventor de cualquiera ordenanza municipal no le servirá para nada en su descargo el alegar que en tal ó cual circunstancia, y con grave riesgo de su vida, salvó la de un semejante. Pero si bien esto es así en el órden legal, no lo es ménos que no deben ser tratados por tal manera los hombres que ocupan un lugar muy por sobre la generalidad y que se hallan expuestos á cada paso á tentaciones extraordinarias, sino es con la mayor indulgencia por parte de sus jueces; que los grandes hombres deben ser juzgados por sus contemporáneos del propio modo que lo son despues por la posteridad. No decimos con esto que se califiquen de buenas sus malas acciones, ni tampoco que unas y otras no se aquilaten con escrupulosa equidad, sino que si una vez hecho esto pesa más el bien que no el mal en la balanza, entendemos que debe ser el fallo no solo absolutorio, sino aprobatorio de su conducta. Tanto es así, que no hay en la historia un solo grande hombre que pueda ser absuelto si sus jueces se obstinan en no atender más que á sus actos injustificables: Bruce, libertador de Escocia; Mauricio de Saxonia, libertador de Alemania; Guillermo de Orange, libertador de Holanda; Murray, el buen regente; Cosme de Médicis, el padre de la patria; Enrique IV, de Francia; Pedro el Grande, de Rusia; ¿cómo podrian resistir á un exámen semejante? La historia considera los hechos y las acciones de los hombres de una manera más elevada que los tribunales y los jueces, y por lo tanto el mejor tribunal para entender en los grandes procesos políticos sería aquel cuya sentencia se anticipara al fallo de la historia.

Los hombres razonables y moderados de todos los partidos pensaban de este modo respecto de Clive; y si bien comprendian que no era posible declararlo exento de culpa, no por eso estaban dispuestos á dejarlo abandonado á merced de sus infames y viles perseguidores. Lord North, entre otros, aunque no se hallaba predispuesto en favor suyo, tampoco se habria ensañado con él. Durante la sustanciacion del proceso, Clive, á quien algunos años ántes habia condecorado el Rey con la órden del Baño, fué cruzado con gran solemnidad en la capilla de Enrique VII; y como poco despues se le nombrase lord—lugarteniente del Shropshire, al ser recibido en audiencia por Jorge III, que siempre estuvo bien dispuesto en favor suyo, habló á S. M. de los negocios de la India y de la manera como se recompensaban sus servicios en aquellas apartadas regiones, quedando el Soberano visiblemente conmovido de sus palabras.

Al cabo llegó el dia de la acusacion, que tuvo lugar ante la Cámara de los Comunes. Burgoyne, pre—sidente de la comision, hombre de carácter afable, de feliz ingenio, digno, pundonoroso, de maneras distinguidas, autor de amenas composiciones dramáticas, militar valiente y de reconocida capacidad, recibió encargo de sostener la acusacion. Los individuos del Gabinete se dividieron en dos bandos, porque á la sazon todas las cuestiones eran libres, excepto las proposiciones presentadas por el Gobierno ó aquellas que por su naturaleza implicaban la censura del Gabinete. Thurlow formaba con los contrarios de Clive, y Wedderburne, sinceramente adicto á su persona, lo defendió con argumentos vigorosos y elocuentes palabras, lo cual no impidió que andando el tiempo trocaran ambos de papeles en ocasion semejante, y que Thurlow fuera el campeon más resuelto y animoso de Warren Hastings, y Wedderburne uno de los más sangrientos enemigos de tan eminente hombre de Estado. Clive se defendió en aquella circunstancia de una manera enérgica y conmovedora, si bien su oracion fué más breve y ménos hábil que la del año anterior: recordó, empero, con oportunidad, sus grandes hechos en la India, enumeró los agravios que habia recibido en premio de ellos, y terminó diciendo á sus jueces que tuvieran en cuenta al pronunciar la sentencia que iban á fallar no sólo sobre su honra y fama, sino sobre la honra y fama de todos ellos, y abandonó la sala.

Decidieron los Comunes que «las conquistas alcanzadas con las armas del Estado, sólo á éste pertenecen, y que por tanto, sus servidores no pueden apropiárselas sin cometer ilegalidad notoria;» pero convinieron, además, en que «por regla general los funcionarios ingleses habian siempre infringido tan saludables preceptos.» En la sesion del dia siguiente, dió la Cámara un paso más, y estuvo acorde en cuanto á que lord Clive habia obtenido de MeerJaffier grandes sumas de dinero, merced al poder ilimitado de que se hallaba revestido en su calidad de comandante en jefe de las tropas inglesas de la India; mas al llegar á este punto, se detuvo, esto es, despues de votar las dos partes del silogismo de Burgoyne, se abstuvo de hacer deduccion alguna; viéndose por tal manera que, si bien al proponerse á la Cámara declarase que lord Clive habia cometido abusos de autoridad, y dado pernicioso ejemplo á los demas funcionarios del Estado, votó la cuestion prévia, no vaciló un punto en votar tambien la proposicion formulada por Wedderburne, y que consistia en declarar que, al propio tiempo, Clive habia prestado á su patria muchos y muy relevantes servicios.

El resultado de juicio tan memorable, parécenos que hace honor å la imparcialidad, á la moderacion y al buen sentido de la Cámara de los Comunes. A decir verdad, tampoco tenian sus miembros el menor deseo de prenunciar un fallo condenatorio contra lord Clive, razon por la cual los mismos que hubieran sido malos jueces al tener que sentenciar ó absolver á hombres políticos como Jenkinson ó Wilkes, se condujeron en el asunto del ex—gobernador de la India, que nada se rozaba con lo que ha dado en llamarse cuestiones de partido, con la cordura y sensatez propias de ingleses bien nacidos cuando no los extravía la pasion.

Esta conducta moderada y equitativa de la Cámara de los Comunes pareció más noble y digna todavía por el contraste que ofreció con la observada por los envilecidos ministros de Luis XV, los cuales, directa ó indirectamente, acabaron con cuantos franceses se habian distinguido en Oriente sirviendo á su patria. Labourdonnais fué á la Bastilla, de donde salió para morir al cabo de largos años de sufrimiento; Dupleix se vió despojado de sus inmensos bienes, y despues de recibir infinitas humillaciones, pasó de esta vida sin que nadie se apercibiera de ello, y Lally fué al cadalso con una mordaza en la boca. Mientras esto pasaba en Francia, la Cámara inglesa trataba á lord Cive con la justicia y consideracion que raras veces se tributa á los que viven; porque si bien estableció principios generales, sanos y justos, se limitó á indicar de una manera delicada los puntos en que el ex—gobernador de la India se habia separado de aquellos principios, y atenuó el mal efecto de su reprension cubriéndolo de merecidos elogios. Lo hecho por la Cámara en el caso que dejamos referido, causó grande impresion en el ánimo de Voltaire, parcial siempre en favor de la Inglaterra y en contra de los Parlamentos franceses. Parece ser que por aquel entonces proyectaba escribir la historia de la conquista de Bengala, que comunicó su pensamiento al doctor Moore cuando recibió su visita en Ferney, y que Wedderburne lo acogió con mucho calor, y festinó á Clive para que proporcionase materiales. Pero si Voltaire hubiese puesto en ejecucion su pensamiento, sólo hubiera producido un libro donde, á vueltas de mil relaciones á cual más pintoresca y llena de vida, y de muchas ideas humanitarias y justas, expresadas con brillantez y tersura, habria un sinnúmero de chanzonetas ocasionadas á excitar la hilaridad de los lectores, gran cosecha de burlas á propósito de la cronología de Moisés, no pocas anécdotas escandalosas con motivo de los misioneros católicos, y una serie considerable de rasgos de teo—filantropía sublime tomados del Nuevo Testamento y puestos en boca de los brahamas virtuosos y filósofos.

Al fin llegó el dia en que Clive pudo gozar con tranquilidad de sus bienes y honores, rodeado de amigos y parientes afectuosos, y en edad no avanzada todavía; pero desgraciadamente su inteligencia comenzaba á oscurecerse para quedar pronto sumida en profundas tinieblas. Habia estado sujeto desde su primera juventud á padecer frecuentes accesos de esa negra melancolía que hace que los hombres «anhelen como el mayor de los bienes pasar de esta vida;» y ya vimos, al comienzo de la presente biografía, que siendo empleado en Madrás, intentó, á causa de esto mismo, poner fin á su existencia. Las contínuas ocupaciones que despues embargaron su vida, y la prosperidad, ejercieron la más favorable influencia en su ánimo, viéndosele en la India, mientras se halló absorbido por asuntos del Gobierno, y en Inglaterra, en tanto que el rango y las riquezas nuevamente adquiridas le ofrecieron novedad, resistir á la natural tristeza de su carácter.

Pero cuando quedó inactivo, y ya no tuvo nada que desear y se hubo saciado de cuanto poseia, comenzó á languidecer y agostarse como planta traida del extremo Oriente á las tierras del Norte, y que no puede resistir á las inclemencias del tiempo.

No poco habia influido tambien para ponerlo así la malevolencia desplegada contra él por sus enemigos, el indigno tratamiento de que lo hizo objeto la comision investigadora, y la censura pronunciada contra sus actos por la Cámara de los Comunes, por más que la hubiese dulcificado recordando al propio tiempo sus grandes merecimientos. La idea de que todo esto lo hacía pasar á los ojos de gran núnúmero de sus conciudadanos como un tirano pérfido y cruel, irritaba su espíritu y abatia su cuerpo, combatido, además, por agudas afecciones, contraidas durante su larga estancia bajo el sol abrasador de la India. Allí se habituó á la perniciosa costumbre de acudir al opio para mitigar la intensidad de sus dolores; y este remedio, peor aún que la enfermedad, lo convirtió en panacca universal, de la que no podia prescindir, y que de una manera lenta y continuada iba consumiendo su ya débil organizacion. Sin embargo, en los momentos que le dejaban libre la melancolía ó el opio, bajo cuya influencia pasaba la mayor parte del tiempo, discurria con gran tino acerca de los más graves y difíciles asuntos, desplegando en todo su vigor y fuerza sus dotes de militar y de hombre de Estado para caer despues de nuevo en su anterior letárgico reposo.

Por aquel entónces, el estado de los negocios de Inglaterra con sus colonias de América se habia empeorado de tal modo, que parecia inevitable recurrir á la fuerza de las armas. Más de una vez pensaron los ministros en Clive con tal motivo, y si hubiera continuado siendo á la sazon lo que fué cuanESTUDIOS HSITÓRICOSde hizo levantar el sitio de Patna y destruyó la flota y el ejército de los holandeses en la embocadura del Ganges, tal vez habria vencido la resistencia de los colonos y dilatado por algunos años su inevitable separacion de la madre patria. Era ya, por desgracia, demasiado tarde, y nada podia esperarse de Clive sino es la muerte, en la triste situacion á que lo habia traido la muchedumbre de sus males. Pero no queriendo esperar con resignacion el término natural de su vida, puso fin á ella, suicidándose, el dia 22 de Noviembre de 1774, á los 49 años de edad.

Vió el vulgo en este trágico desenlace la confirmacion de sus lúgubres preocupaciones respecto á él, llegando algunos hombres de reconocida piedad y claro entendimiento á olvidarse por ello de tal modo de cuanto la religion y la filosofía nos enseñan, que atribuyeron sin embozo el horrible fin de lord Clive á la justicia de Dios y á los remordimientos de su conciencia. De muy diversa manera se ofrece á nuestros ojos un desastre que fué ocasionado del abatimiento, del hastio de la vida, de las enfermedades y de las humillaciones y ultrajes.

Que Clive cometió grandes faltas, es innegable; pero si las ponemos en parangon con sus merecimientos, teniendo en cuenta las tentaciones á que se halló expuesto, no podrán ser parte, á nuestro parecer, á privarle del lugar preferente que por sus virtudes merece ocupar en la historia, y que la posteridad debe concederle.

El renombre adquirido por los ejércitos ingleses en Oriente data de la primera época pasada por Clive en las Indias; que antes los hijos de la Gran Bretaña sólo gozaban allí reputacion de mercaderes, mientras el valor, el esfuerzo, la pericia, cuantas cualidades son necesarias para vencer y dominar, se creian patrimonio exclusivo de los franceses. Pero su denuedo é inteligencia, tantas y tan repetidas veces demostrados en aquella larga serie de triunfos que tuvo principio con la defensa de Arcot y que terminó con la toma de Ghizni, persuadieron á los indos de su error. Bueno será tambien tener presente que sólo contaba Clive veinticinco años cuando empezó á dar pruebas tan evidentes de su grande aptitud y madurez para el mando. Acaso no sea posible decir con justicia otro tanto de nin gun guerrero. Porque si bien es cierto que Alejandro, Condé y Cárlos XII ganaron muy rudas y empeñadas batallas, siendo aún más jóvenes, no lo es ménos que tenian á su alrededor generales de consumada experiencia, y á cuyos prudentes consejos debe atribuirse las victorias del Gránico, de Rocroi y de Narva, en tanto que Clive, escaso de años, de práctica y de conocimientos, era superior á cuantos se hallaban á su lado, y se vió en la necesidad, por tanto, de formarse y de formar á los suyos. Napoleon es el único guerrero que, á nuestro entender, haya dado tan tempranas y grandes muestras de genio militar.

A su vez, la importancia política de los ingleses en la India tuvo principio durante la segunda residencia de Clive en aquel país. Porque su habilidad y su arrojo realizaron, y áun excedieron, en el corto espacio de algunos meses, los más grandes proyectos y las más brillantes y atrevidas ilusiones de Dupleix, pudiéndose muy bien afirmar que ningun procónsul romano aportó jamás al imperio territorios tan extensos, tan feraces, tan poblados y tan ricos; y que en ninguna época vió pasar el pueblo de Roma bajo los arcos de triunfo de la ciudad, siguiendo por el Foro y la vía Sacra hasta las puertas del templo de Júpiter Tarpeyano, despojos de más precio que los que han valido á la Inglaterra las conquistas de Clive; y que la fama de los vencedores de Antioco y de Tigranes palidece al ser comparada con la gloria obtenida en la India por el jóven aventurero á la cabeza de su ejército, inferior en número de soldados á media legion.

La pureza, la integridad administrativa data en las posesiones inglesas de Oriente de la tercera residencia de Clive en aquel país. Cuando el futuro gobernador de tan dilatadas regiones desembarcó en Calcuta, por los años de 1763, era tenida la parte de Bengala como un lugar á propósito para enriquecer en poco tiempo y á todo trance á los que iban allí; y él fué quien primero combatió sin tregua tan corruptor sistema, exponiendo para ello su tranquilidad, su reputacion y su inmensa fortuna.

El mismo sentimiento de justicia que nos impide ocultar ó paliar las faltas de la primera parte de su vida, nos obliga á decir que estas fueron despues noble y generosamente reparadas; pues si la mala reputacion que tuvo en otro tiempo la Compañía se ha desvanecido; si el yugo, pesado siempre, de un amo extranjero, ha sido en la India más soportable que el de la mejor dinastía indígena; si á las hordas de latro—funcionarios públicos, que llevaban consigo por todas partes el espanto y la desolacion, hemos visto suceder un cuerpo de empleados tan notables por su integridad, desinteres, inteligencia y amor al trabajo; si vemos en nuestros dias á un Munro, á un Elphinstone, á un Metcalfe (1) volver pobres á su pa(1) El general Elphinstone, hombre dotado de grandes virtudes y merecimientos, murió prisionero de los afganes, despues de la desastrosa guerra de 1841.

tria, despues de haber conducido sus ejércitos á la victoria y quitado y puesto reyes en un país donde no hace muchos años todos los agentes de la Compañía podian adquirir incalculables riquezas, la gloria, la honra que de esto reporta la Gran Bretaña debe atribuirse en mucha parte á lord Clive. Pero no sólo ocupa su nombre lugar preferente en el catálogo de los conquistadores, sino tambien en el más glorioso de los que han cooperado y sufrido por bien de la humanidad: por eso la historia, al inscribirlo al lado de los de Lúculo y Trajano, respetará la memoria del reformador tanto como los franceses la de Turgot, y las más remotas generaciones de los indos la de lord William Bentinck.

Munro fué uno de los reformadores de la política angloindostana y autor de la abolicion de ciertos privilegios aristocráticos que disfrutaba una clase determinada del país sobre los labradores.

Metcalfe se distinguió mucho como diplomático en las negociaciones que tuvieron lugar con Rungeet—Sing, y más principalmente por la defensa que hizo siempre de la libertad de comercio y de la colonizacion para desarrollar con prontitud los elementos de riqueza de la India.N. del T.