Esperanza y Ventura
Las dos primas, descalzas, bajo el sol ardoroso de julio, iban camino del Santuario.
Lo de la descalcez era una de las condiciones de la oferta. Las rapazas vestían su mejor ropa, sus buenos dengues y mantelos de rico paño a la antigua, que ya no se estilan ahora, iban repeinadas, lustrosa la tez de tanto fregarla con agua y jabón barato; hasta lucían una sarta de cuentas azules, Esperanza; de granos de coral falso, Venturiña; pero tenían que sentar sobre los guijarros y el polvo el pie desnudo; y esto sería lo de menos, que avezadas estaban a guardar los zapatos para días de repique gordo; el caso era la vergüenza, el corrimiento de ir así, y que todos los mozos y aun los viejos preguntasen entre maliciosas cucadas de ojo la razón de un voto tan solemne y estrecho.
La razón... no les daba la gana de decirla. Cada uno tiene sus males, ¡qué diaño!, y no se los cuenta al vecino para que se adivierta... Ellas, conferenciando entre sí, se quejaban de sus males indinos, que se agarran como lapas y no hay medicina en la botica que los cure; y por eso, desesperadas ya, apelaban como supremo recurso al gran Curandero, que con sus manos enclavadas hace más que la reata de médicos, aunque vengan de Compostela alabándose de mucha sabiduría.
Males indinos, sí... Venturiña era la más enferma de las dos. Como que su padecimiento consistía nada menos que en tener metidos dentro del cuerpo..., ¡extraño achaque!, a varios auténticos demonios, que no la consentían descansar un minuto ni de día ni de noche. A ciertas horas, no obstante, apretaban las diabluras, y Venturiña se retorcía en convulsiones, echaba espuma por la boca, bizcaba los ojos, describía con el cuerpo un arco, sentía en la garganta una pera de ahogo, y su lengua de mocita decente -que, ¡alabado el Señor!, no tiene de qué avergonzarse, y sabe que las mujeres deben guardar compostura- se convertía, por impulso invencible y sin permiso de su voluntad, en la lengua pecadenta del carretero más blasfemo y bruto; no parece sino que algún pateta, desde el infierno, le soplaba palabras y dichos que hasta no los había oído en su vida, que hasta no presumía ella, válgame lo que me valga, qué significan ni a cuento de qué vienen. No disfrutaba Venturiña siquiera del consuelo de implorar a Nuestra Señora, ni al santo Ángel de la Guarda, ni a ninguna potencia celestial, porque apenas le cruzaba por las mientes la idea de hacerlo, tal escarabajeo y tal rifirrafe armaban los demonios, que la desdichada se dejaba caer al suelo, lívida, espumarajeando, braceando, perneando. Y desde que, a instigación de Esperanza, su prima, hizo la oferta para la romería del Cristo de Androsán, el martirio arreció: cordeles de fuego la flagelaban; manos de hierro la esgañían: fríos sapos corrían entre las sábanas de estopa de su lecho; culebras se enroscaban a sus tobillos, y por detrás de su cabeza, cuando se sentaba a comer el caldo, una bruja hedionda venía diariamente a escupir en la cunca... ¡Ya no resistía más! Destrozada, arrastrándose, descalza de pie y pierna, Venturiña acudía a postrarse en el Santuario, después de darle la vuelta alrededor de rodillas, para que, al momento solemne de alzar a Dios, los demonios fuesen lanzados y la salud floreciese otra vez en su persona.
En comparanza con lo de Venturiña, lo de Esperanciña no valía un ochavo. Esperanza, vamos, estaba sanibuena, aunque ella dijese otra cosa. «¡Qué manía la suya de alabarse de mal indino también!», pensaba la endemoniada. ¿Por si acaso Esperanciña se revolcaba, se ponía en figura de C, echaba pecados ni veía cosas del otro mundo? Lo único que le sucedía a Esperanza, la del pelo castaño y la carita de cera, es que se acordaba siempre, siempre, de aquel mozo que marchó a América a hacerse rico, y que ya no escribió más ni mandó otra noticia de sí; y con este pensamiento fijo y clavado como un puñal, ni comía, ni dormía, ni tenía ganas de seguir viviendo. Cosas de rapazas, cosas del querer; ¡vaya unas enfermedades!, discurría involuntariamente Ventura. A ella no le duele rincón del cuerpo; luego, propiamente, sanidá no le falta.
Llegaron las dos mozas al atrio, donde hormigueaba el gentío. Remangando los mantelos para no echarlos a perder, se arrodillaron en la hierba, agostada y pisoteada, y sobre las rodillas comenzaron a dar la vuelta a la iglesia, por fortuna para ellas, no muy grande. Sentían en la piel que cubre la rótula como la impresión de rabiosa quemadura, y en el hueso un magullamiento cruel; pero estoicas, avanzaban sin chistar, adelantando sobre la cara el marco del pañuelo, a fin de que no las viesen apretar los dientes. La multitud abría calle, permitiendo pasar a las malpocadiñas. Ventura oía en el hueco de su cráneo martilleos en yunque de fragua, y una voz de hombre, sardónica, que la apedreaba a insultos, a proposiciones sucias y nombres feos. «Pues no has conseguir que me levante, maldito, descomulgado», repetía entre la crispación de sus nervios, ascendente como la marea. Faltábanle sólo ocho o diez reptaduras para llegar a la puerta de la iglesia, cuando, no pudiendo resistir más, no el martirio de las rodillas, sino las infamias que gritaba dentro la arrenegada voz, se incorporó de un salto de fiera, y agitando los brazos a guisa de aspas de molino que hace girar viento huracanado, cerrados los puños, fuera lo ojos de las órbitas, soltó la andanada de injurias y desvergüenzas que le hervía. El gentío no le hizo caso. La misa daría comienzo muy pronto, y era preciso que Ventura entrase y permaneciese en el templo hasta el instante decisivo. No creyéndose capaz de sujetar a la furiosa, solicitó el auxilio de dos labriegos con traza de hombres de bien. Agarraron a Ventura por un brazo cada uno, y hala, adentro. Bajo sus manos duras y callosas sentíanla trepidar, y apretaban más fuerte.
Al aparecer el cura en el altar, al relucir el oro de la casulla nueva y repiquetear con tirilín argentino la campanilla del acólito, la endemoniada tembló doble, resopló, gimió, barbotó palabras obscuras. La contuvieron; hasta el Sanctus fueron haciendo bueno de ella. El Sanctus la alborotó; se acercaba el momento; los demonios, alojados en frágil cuerpo de mujer, le regaban con pez ardiente y le hundían sus garras de fuego en las entrañas. Ventura se asfixiaba; una bola candente, enorme, subía impetuosa, empujada sin duda por diabólicas manos, de su vientre a sus pulmones y de éstos a su gorja, al mismo tragadero y respiradero; ni el chillido de desesperación lograba abrirse camino; el torso de la moza empezaba a arquearse; el busto se echaba atrás violentamente, a pesar del esfuerzo de los que la contenían. Repiqueteó la campanilla con respetuoso misterio; la hostia iluminó con el reducido punto de su blancura, a manera de astro de la mañana, el recinto; la gente se prosternó, se golpeó el pecho, murmurando oraciones, y Ventura, en horrible espasmo, sintió que la bola irrumpía afuera entre llamas y azufre: que a ella la golpeaba y la arrastraba un puño de gigante, y en vez de quejas y plegarias, escupió un torrente desatado y turbio de blasfemias inmundas contra el dulce Cordero de la pálida Forma... El vigor de los dos labriegos cedió ante el nervioso desate de la energúmena, que rodó por tierra, de donde la recogió el tropel arremolinado de los compadecidos fieles.
Al anochecer regresaban a su casa las dos primas, calzadas ya. Ventura iba rendida de gozo. Una dicha, un bienestar inexplicable la embargaban. ¡Estaba curada, salva, salva del todo! Los sufrimientos de la mañana en la misa fueron los últimos; con la bola de apestoso azufre había salido el trasno o los trasnos -¡hacerles la cruz!- vomitando horrores; pero la moza ni se acordaba; un sueño irresistible, como si hubiese bebido una jarra de leche fresca, la había salteado después del acceso, y al despertar... ni señales del mal indino, que se agarra como las lapas, y no hay en la botica medicamento que lo cure. ¡Bendito y alabado sea el Curandero del cielo, el Señor de Androsán!
-Y a ti, Esperanza, ¿se te quitó el mal tuyo? -interrogó volviéndose a su prima.
Meneó Esperanza la cabeza, y después la agachó contra el pecho. ¡Quitársele el mal! Ya presumía ella que no. Igual que vino se volvía. Al arrastrarse sobre las rodillas, que le escocían tanto, ni un instante creyó mejorar, porque su enfermedad ni estaba en las rodillas ni en ninguna parte: estaba en ella, y a no quitarse a sí propia, consigo tenía que llevarlo y traerlo, a la romería, de la romería, al santuario, del santuario. Sólo por el aquel de probar, a ver si el Santo Cristo se dignaba tener compasión de una infeliz, se resolvió a esconder avergonzada, en el rincón más obscuro del altar, después que la gente despejó la iglesia y se fue a bailotear al soto, un corazón de cera pendiente de una cinta azul. El que debió dejar allí era el que tanto le dolía..., y no siendo eso, ni servían rezos ni servía el cura con el hisopo..., ni servía... ¡Jesús, Jesús nos perdone!
El pinar se espesaba, la noche descendía; a lo lejos cuarreaban las ranas en la ciénaga; un cohete de luces de color rasgó el firmamento, y Ventura se soliviantó alegremente.
-¡Mira los fuegos, mujer, que pareces parva! -dijo a su ensimismada compañera.