Retratos de queridas

El spleen de París (1935) de Charles Baudelaire
traducción de Enrique Díez Canedo
Retratos de queridas
Nota: Poema número 42 de El spleen de París (Los pequeños poemas en prosa).

En un gabinete de hombres solos, es decir, en la sala de fumar perteneciente a un elegante garito, cuatro hombres fumaban y bebían. No eran precisamente jóvenes ni viejos, guapos ni feos; pero, viejos o jóvenes, ostentaban esa distinción no despreciable de los veteranos del goce, ese indescriptible no sé qué, esa tristeza fría y burlona que dice claramente: «Hemos vivido con intensidad y buscamos algo que pudiéramos querer y estimar.»

Uno de ellos guió la conversación al tema de las mujeres. Más filosófico hubiera sido no decir nada de eso; pero hay personas de ingenio que, después de haber bebido, no menosprecian las conversaciones triviales. Oyen al que habla como se oiría música de baile.

-Todos los hombres -decía aquél- han pasado por la edad de Querubín. Es la época en que, a falta de dríadas, se da un abrazo sin repugnancia al tronco de una encina. Es el primer escalón del amor. En el segundo escalón se empieza a elegir. Estar en disposición de deliberar ya es decadencia. Entonces se busca decididamente la hermosura. Yo, señores, me glorío de haber llegado mucho tiempo a la época climatérica del tercer escalón, en que la misma hermosura no basta si no la sazonan perfumes, aderezos, etc. Hasta confesaré que en ocasiones, como a felicidad desconocida, aspiro a cierto cuarto escalón que ha de señalar calma absoluta. Pero en toda mi vida, salvo en la edad de Querubín, he sido más sensible que otro cualquiera a la enervadora necedad, a la medianía irritante de las mujeres. Lo que sobre todo me gusta en los animales es el candor. Juzgad, pues, cuánto me haría pasar mi última querida.

Era bastarda de príncipe. Guapa, no hay que decirlo. Si no, ¿me hubiera acercado a ella? Pero echaba a perder esa gran cualidad con una ambición indecorosa y deforme. ¡Era mujer que gustaba de echárselas de hombre! «¡Usted no es hombre! ¡Ah, si yo fuera hombre! ¡Entre nosotros dos, yo soy el hombre!» Tales eran los estribillos insoportables que salían de aquella boca, cuando yo hubiese querido que sólo echase a volar canciones. A propósito de un libro, de una poesía, de una ópera, cuando se me escapaba mi admiración: «¿Cree que eso está muy bien? -decía al punto-. ¿Usted qué sabe de lo que es estar bien?» -y empezaba a argüir.

Un día se dedicó a la química; de tal modo, que entre mi boca y la suya encontré en adelante una mascarilla de cristal. Y, con todo ello, muy gazmoña. Si la atropellaba alguna vez con ademán amoroso en demasía, le entraba la convulsión como a una sensitiva violada...

-Y ¿cómo acabó aquello? -dijo uno de los otros-. No le creí con tanta paciencia.

-Dios -prosiguió él- trajo el remedio para la enfermedad. Un día me encontré a aquella Minerva, hambrienta de vigor ideal, de palique con un criado, y en situación que me obligaba a retirarme discretamente para que no se ruborizasen. Por la noche los despedí a los dos, pagándoles lo devengado de su salario.

-Pues yo -dijo entonces el interruptor- sólo de mí puedo quejarme. La felicidad se vino a vivir a mi casa y yo no la reconocí. El Destino, en estos últimos tiempos, me había otorgado el goce de una mujer que era la más suave, la más sumisa, la más abnegada criatura. ¡Siempre a punto! ¡Y sin entusiasmo! «Quiero, ya que le gusta» -solía ser su respuesta-. Si dierais de palos a esa pared o este sofá, más suspiros sacaríais de ellos que los transportes del más insensato amor sacaban del seno de mi querida. Después de un año de vida común, me confesó que no había gozado nunca. Me dio repugnancia aquel duelo desigual, y la muchacha incomparable se casó. Más tarde me dio la ocurrencia de verla, y enseñándome seis hermosos niños, me dijo: «Pues bueno, querido amigo, la esposa es aún tan virgen como lo fue su querida.» Nada había cambiado en aquella persona. A veces la echo de menos: hubiera debido casarme con ella.»

Echáronse a reír los demás, y un tercero dijo a su vez:

-Yo, señores, he conocido placeres que quizá vosotros habéis desdeñado. Quiero hablar de lo cómico en el amor, de un carácter cómico que no excluye la admiración. Yo admiré más a mi última querida, me parece, de lo que vosotros hayáis podido aborrecer o amar a las vuestras. Y todos la admiraban lo mismo que yo. Cuando entrábamos en un restaurante, al cabo de pocos minutos todos se olvidaban de comer para contemplarla. Hasta los mozos y la señorita del mostrador sentían aquel éxtasis contagioso que los llevaba a descuidar sus obligaciones. En suma: que viví algún tiempo mano a mano con un fenómeno vivo. Comía, mascaba, molía, devoraba, tragaba, pero con el porte más ligero y despreocupado del mundo. Así me tuvo por mucho tiempo en éxtasis. Poseía una manera dulce, soñadora, inglesa y novelesca de decir: «¡Tengo hambre!», y lo repetía día y noche, enseñando los más lindos dientes, que os hubiesen enternecido y regocijado a la vez. Hubiera yo podido hacer fortuna enseñándola por las ferias como monstruo polífago. La alimentaba bien, y, sin embargo, me abandonó.

-¿Por un contratista de víveres, sin duda?

-Algo por el estilo: una especie de empleado de intendencia que, con cierta varita de virtudes que él poseía, dio tal vez a la pobre criatura la ración de varios soldados. Tal supuse yo por lo menos.

-Yo -dijo el cuarto- he padecido sufrimientos atroces por lo contrario de lo que se le suele echar en cara a la hembra egoísta. ¡Mal aconsejados me parecéis vosotros, harto afortunados mortales, cuando os quejáis de las imperfecciones de vuestras queridas!

Díjose aquello, en tono sobrado serio, por un hombre de aspecto tranquilo y reposado, de fisonomía casi clerical, infelizmente iluminada por unos ojos de color gris claro, ojos cuya mirada dice: «Quiero», o «Es necesario», o «Nunca perdono.»

-Si usted, G..., con lo nervioso que es, y ustedes, K... y J..., con su flojedad y ligereza, se hubiesen arrimado a cierta mujer que yo conozco, o hubieran echado a correr o se habrían muerto. Yo, como ven, he sobrevivido. Figúrense una persona incapaz de cometer un error de sentimiento o de cálculo; figúrense una serenidad desoladora de carácter, una abnegación sin comedia y sin énfasis, una dulzura sin debilidad, una energía sin violencia. La historia de mi amor se parece a un viaje interminable por una superficie pura y tersa como un espejo, vertiginosamente monótono, que reflejara todos mis sentimientos y mis gestos con la exactitud irónica de mi propia conciencia, de suerte que no podía permitirme gesto o sentimiento que no fuese razonable sin ver inmediatamente la muda reconvención de mi inseparable espectro. El amor se me aparecía como una tutela. ¡Cuántas tonterías evitó que hiciese, con lo que siento no haberlas cometido! ¡Cuántas deudas pagadas contra mi voluntad! Me privaba de todos los beneficios que hubiera podido yo sacar de mi propia locura. Con ley fría e infranqueable se atravesaba en todos mis caprichos. Para colmo de horror, ni agradecimiento exigía una vez pasado el peligro. ¡Cuántas veces me tuve que contener para no agarrarla del cuello, gritándole: «¡Pero sé imperfecta, miserable, para que pueda yo quererte sin malestar y sin cólera!» Durante algunos años la admiré, con el corazón henchido de aborrecimiento. Pero, en fin, el muerto no soy yo.

-¡Ah! dijeron los otros-. ¿Conque ha muerto ella?

-Sí; aquello no podía continuar. El amor se me había vuelto pesadilla abrumadora. Vencer o morir, como dice la Política; tal alternativa me imponía el destino. Un anochecer, en un bosque, a la orilla de una charca..., después de un paseo melancólico en que los ojos de ella reflejaban la dulzura del cielo, y mi corazón estaba como el infierno, crispado...

-¿Qué?

-¿Cómo?

-¿Qué va usted a decirnos?

-Era inevitable. Tengo demasiado sentimiento de la equidad para pegar, ultrajar o despedir a un servidor irreprochable. Pero había que concertar ese sentimiento con el horror que aquel ser me inspiraba; desembarazarme de tal ser sin faltarle al respeto. ¿Qué iba a hacer con ella yo, si era perfecta?

Los tres compañeros miraron al otro con mirada vaga y levemente entontecida, como si fingieran no entender y confesaran implícitamente que, por su parte, no se sentían capaces de acción tan rigurosa, aunque estuviese, por lo demás, perfectamente explicada.

Mandaron llevar en seguida otras botellas para matar el tiempo, que tiene vida tan dura, y acelerar la vida, que va tan despacio.