LA JOYA ROBADA



Máchenka Pavlezkaya, jovencita recién salida de la pensión, torna del paseo y entra en la casa de Cuchin, donde sirve como institutriz. El portero Miguel que le abre la puerta está agitado y encarnado como un cangrejo.

—De arriba llega un ruido extraordinario. Seguramente al ama le ha dado un ataque...—piensa Máchenka—o bien se habrá peleado con su marido.

En la antesala y en el pasillo se cruza con las doncellas, una de las cuales llora.

Acercándose a su cuarto ve al dueño, Nicolás Serguievitch, que salía de él a toda prisa. No es un hombre viejo; sin embargo, tiene la cara arrugada y ostenta una gran calva. Su cuerpo se estremece... Pasa alzando los brazos y exclama sin advertir la presencia de la institutriz:

—¡Qué espanto! ¡Qué falta de delicadeza! ¡Tonto! ¡Abominable!

Máchenka entra en su cuarto y experimenta por primera vez en su vida el vivo sentimiento que sufren a menudo las personas condenadas a depender de gente rica. En su cuarto efectúase una pesquisa. El ama de la casa, Fedosia Vasilevna, gorda, de hombros anchos, bigotuda, con espesas cejas negras, de manos encarnadas y modales bruscos, más semejante a una verdulera que a una señora, está al lado de su mesa, recogiendo en el saquito de labores los ovillos de lana, los trozos de telas, los papelitos... Evidentemente no cuenta con ver a la institutriz, porque al volver la cabeza y al advertir su presencia su rostro pálido y asombrado turbóse ligeramente y balbucea:

—Dispénseme... he... he derramado esto sin querer... lo enganché con la manga...

La señora Cuchin añade algo más y sale majestuosamente. Máchenka echa una mirada en derredor suyo, y se siente temerosa, sin saber por qué. ¿Qué busca Fedosia Vasilevna en su bolsa? Si es verdad que involuntariamente la enganchó y la derramó, ¿por qué Nicolás Serguievitch salía del cuarto tan agitado? ¿Por qué un cajón de la mesa está entreabierto? ¿Por qué la alcancía donde la institutriz deposita las moneditas y los sellos usados está también abierta? No han sabido cerrarla. La estantería, la mesa, la cama, todo presenta huellas de pesquisas. Lo propio se nota en el cesto de la ropa blanca. La ropa está evidentemente doblada de distinto modo que ella acostumbra. Por lo visto todo ha sido revuelto, escudriñado; pero ¿cuál es el motivo? Máchenka, acordándose de la faz turbada del portero, de su agitación, que continúa aún, de la cara llorosa de la doncella, quiso explicarse... ¿Si habrá en el fondo de todo esto algún crimen? Máchenka, trastornada, siéntase en el cesto de la ropa.

La doncella entra.

—Lisa, ¿sabe usted por qué han hecho pesquisas en mi cuarto?

—A la señora le falta un broche de dos mil rublos—responde Lisa.

—¿Qué tiene que ver eso con lo que ha ocurrido aquí?—dice con asombro la institutriz.

—Han registrado a todos, y a mí también. Hemos tenido que desnudarnos por completo... Dios es testigo de que no solamente yo no tenía el broche, sino que ni siquiera me acerqué al tocador... Así se lo diré a la Policía.

—Pero ¿para qué buscarlos entre mis efectos?—añadió la institutriz.

—¡Pero no le digo a usted que han robado el broche de la señora! Ella personalmente ha hecho todas las pesquisas. Incluso ha registrado al portero Mijaib. ¡Una vergüenza! El señor, que lo presenciaba, no se ha opuesto a ello, limitándose a cacarear como una gallina. Pero tranquilícese, señorita, no tiemble así. En su cuarto no han encontrado nada. Como usted no es la que cogió el broche, no tiene para qué apurarse.

—Pero es una ofensa... un ultraje...—dice Máchenka sofocada de indignación—es abominable... es una vileza... ¿Qué derecho tiene ella de sospechar de mí y buscar entre mis cosas?

—Vive usted en una casa ajena, joven—replica Lisa—. Es usted una señorita; pero, a pesar de todo..., se la cuenta a usted en el número de los criados... No es lo mismo que vivir en casa de sus padres...

Máchenka rompe en sollozos. Nunca le habían inferido tamaña injuria. Ella, una señorita bien educada, fina, es sospechosa de haber robado, y la registraban como a una cualquiera. No puede nadie imaginarse mayor afrenta. A este sentimiento únese el temor de lo que pueda ocurrir en lo futuro. Quizás la detendrán, la desnudarán, la meterán en la cárcel obscura, fría, llena de ratones y escarabajos.

¿Quién la defenderá? Sus padres viven lejos; no tienen recursos para el viaje. Ella está sola en la capital, sin amigos, sin parientes. Pueden permitirse con ella todo lo que quieran.

«Buscaré a los jueces, a los abogados...—pensaba Máchenka temblorosa—les contaré todo, prestaré juramento... me creerán, pues no soy una ladrona...»

Máchenka se acuerda de pronto que en su cuarto, entre la ropa, tenía algunos dulces que le sobraban de las comidas y que se echaba al bolsillo. La idea de que ese pequeño misterio hubiera sido descubierto por los dueños le dió tanta vergüenza, que se ruborizó y sintió latidos en las sienes.

—¡La comida está servida!

Máchenka se arregla los cabellos, se pasa por la cara una toalla mojada y se encamina al comedor. Ya han empezado a comer... A un extremo de la mesa está Fedosia Vasilevna, orgullosa, muy seria. Al otro, Nicolás Serguievitch. A los lados, los convidados y los niños. Dos lacayos sirven la comida. Todos saben que la dueña tiene un disgusto y callan. No se oye más ruido que el producido al masticar y deglutir.

—¿Qué hay para tercer plato?—interroga Fedosia Vasilovna con voz angustiada.

—Esturiones al Rin—contesta el criado.

—Lo he encargado yo, Fenia—dice Nicolás Serguievitch —. Hoy se me antojó comer pescado. Si no te gusta, que no lo sirvan...

A Fedosia Vasilevna no le agradan los platos que ella misma no ha encargado. Sus ojos se inundan de lágrimas.

—¡Ea! Se ha agitado usted demasiado—dice melosamente Mamikof, su médico, sonriendo con dulzura—. Es usted excesivamente nerviosa. Olvide lo del broche... ¡La salud vale más que dos mil rublos!

—No siento los dos mil rublos—replica la dueña, y una lágrima corre por sus mejillas—. Es el hecho en sí lo que me trastorna. No puedo permitir que haya ladrones en mi casa. No siento nada... nada; pero robarme a mí... es una ingratitud... ¿Así me pagan mis bondades?

Todos miran sus platos; pero a Máchenka parécele que todos se fijan en ella. Siente como una opresión en la garganta y rompe a llorar, tapándose la cara con su pañuelo.

—Dispénsenme—balbucea—; la cabeza me duele... me voy...

Levántase torpemente, haciendo ruido con la silla y, turbándose aún más, sale del comedor.

—¡Dios mío! ¿A qué practicar pesquisas en su cuarto?—dice Nicolás Serguievitch—. Ha sido una torpeza...

—Yo no digo que sea ella la que ha cogido el broche—contesta Fedosia Vasilevna—; pero ¿puedes tú responder por ella?

—Claro que no... Pero registrarla ha sido una torpeza... Además, la ley no te confiere derecho para hacerlo.

—Yo no conozco vuestras leyes; lo que sé es que me han robado el broche y quiero encontrarlo. ¡Y lo encontraré!...—exclamó encolerizada y dando un golpe con su tenedor en el plato—. Y tú, come y no te metas en mis asuntos.

Nicolás Serguievitch suspira y baja tímidamente los ojos.

Entre tanto, Máchenka llega a su cuarto y déjase caer en la cama. Ya no siente temor ni vergüenza; siéntese presa de un deseo irresistible de ponerse ante aquella mujer altiva, insensible, estúpida y feliz, y abofetearla. Piensa qué placer sería el suyo si pudiera ir en aquel momento a comprar un broche de lo mejor y arrojárselo a la cara: gózase con la idea de que Fedosia Vasilevna perdiera toda su fortuna y se viera obligada a pedir limosna, en tanto que ella, Máchenka, la ofendida por su altivez, le prestara auxilio... ¡Ah! Entonces comprendería las amarguras de la miseria y de la esclavitud. ¡Ah, si fuera posible recibir una herencia, comprar un coche y pasar ruidosamente por delante de sus ventanas!...

Pero todo eso era ilusorio; en realidad, no había sino abandonar sin tardanza la casa. Por otra parte, ¡qué terrible era volver a vivir en casa de su familia, donde faltaba lo más preciso! Máchenka no se siente capaz de ver de nuevo a la dueña, ni de seguir viviendo en su cuartito, donde se asfixia. Fedosia Vasilevna, medio loca con su pretendido aristocratismo y sus enfermedades imaginarias, le inspira horror, y todo lo que se relaciona con aquella mujer parécele feo e insoportable. Máchenka salta de la cama y empieza a embalar su equipaje.

—¿Puedo entrar?—pregunta en voz baja, del otro lado de la puerta, Nicolás Serguievitch, que se había acercado sigilosamente—. ¿Se puede?

—Entre usted.

Nicolás empuja la puerta. Sus ojos están velados y su nariz roja brilla. Después de comer solía beber cerveza, y esto dejábase notar en su modo de caminar y en la flojedad de sus manos.

—¿Qué es esto?—pregunta.

—Embalo mis cosas. Usted me dispensará, Nicolás Serguievitch; pero me es imposible seguir en su casa. Me siento profundamente humillada.

—Lo comprendo... pero es demasiado; ¿para qué? Han hecho un registro... ¿Qué tiene usted que ver con eso? Por ello no le ha ocurrido nada malo...

Máchenka calla y prosigue la operación. Nicolás Serguievitch atúsase los bigotes, buscando argumentos.

—Lo comprendo muy bien; pero hay que ser condescendiente. Usted sabe muy bien que mi mujer es muy nerviosa y que no se la puede tomar en serio...

Máchenka continúa callada.

—Si hasta tal punto se siente usted ofendida—añade Nicolás Serguievitch—, ¿quiere usted que le dé mis excusas? Dispénseme...

Máchenka no contesta; pero se inclina más sobre su baúl. Este borrachín sin carácter no representaba nada en su casa. Desempeña un papel nulo a los ojos de todos, incluso de la servidumbre, y sus excusas carecen de valor...

—¡Hum!... Se calla usted... ¿No le basta? En tal caso, le presento mis excusas en nombre de mi mujer. En su nombre, repito... ella procedió mal y sin delicadeza; lo confieso como caballero...

Nicolás Serguievitch da un paseo por el cuarto, suspira y prosigue:

—Veo que usted no me permite que mi conciencia se tranquilice...

—Pero yo sé que usted no tiene la culpa—dijo Máchenka fijando en él sus grandes ojos llorosos.

—Naturalmente... Sin embargo... no se marche usted... se lo ruego...

Máchenka mueve negativamente la cabeza. Nicolás Serguievitch párase ante la ventana y golpea los cristales.

—Para mí, estos disgustos son un verdadero martirio... ¿Quiere usted que me ponga de rodillas? La han humillado, usted llora y quiere marcharse; pero yo también tengo mi orgullo, y usted no hace caso. ¿O quiere usted que le diga una cosa que no me atrevería a decir ni en la confesión? ¿Quiere usted que le confiese lo que no diré sino en la hora de mi muerte?

Máchenka sigue muda.

—Soy yo quien ha cogido el broche de mi mujer. ¡Ya está usted satisfecha! Sí, soy yo quien lo ha cogido... Naturalmente, confío que usted no se lo dirá a nadie... Por Dios, ni una palabra a nadie, ni siquiera una alusión.

Máchenka, entre asustada y asombrada, sigue embalando su ropa. Coge sus efectos y los tira al azar en la maleta y en el cesto. Después de la confesión de Nicolás Serguievitch no puede quedarse un solo momento, ni sabe qué partido tomar.

—En esto no hay nada de asombroso—prosigue al cabo de un rato Nicolás Serguievitch—. Es una cosa completamente natural... Necesito dinero, y ella me lo niega. Todo lo que hay aquí procede de mis padres, todo. Ese broche era de mi madre. Pero mi mujer se apoderó de todo... Usted se hará cargo. Yo no la puedo llevar a los tribunales... Le suplico que me perdone... ¡Quédese!... Comprender es perdonar. ¿Se queda usted?

—¡No!—afirma Máchenka temblando, pero enérgica—. Déjeme que me vaya.

—¡No, no! Que Dios la bendiga—suspira Nicolás Serguievitch, sentándose en un banquito junto a la maleta—. Confieso que admiro a quienes saben aún indignarse y ofenderse. Me quedaría aquí una eternidad mirando su cara irritada... ¿De modo que no quiere usted quedarse? Lo correcto... esto no puede ser... es natural... pero ¿qué he de hacer yo? ¿Marcharme a una de nuestras fincas? Allí tampoco hay mas que dependientes de mi mujer. Todos, administradores y colonos, ¡que el diablo se los lleve!, no hacen mas que hipotecar y rehipotecar. ¡Bribones!

—¡Nicolás Serguievitch!—grita desde la escalera la voz de Fedosia Vasilevna.

—¿De modo que no se queda usted?—insiste Nicolás Serguievitch levantándose y dirigiéndose hacia la puerta—. Quédese usted; vendré a verla en su cuarto... charlaremos... Cuando usted se vaya no quedará en la casa un rostro humano: ¡Qué horrible perspectiva!

La cara pálida de Nicolás Serguievitch suplica; mas Máchenka mueve negativamente la cabeza. El hace un gesto desesperado y sale.

Media hora después Máchenka está en camino.