El spleen de París (1935) de Charles Baudelaire
traducción de Enrique Díez Canedo
La estancia doble
Nota: Poema número 5 de El spleen de París (Los pequeños poemas en prosa).

Un cuarto que se parece a una fantasía, una habitación verdaderamente espiritual, cuya atmósfera estancada está ligeramente coloreada de rosa y azul.

Allí el alma toma un baño de pereza, aromatizado por el pesar y el deseo. Es algo crepuscular, azulado y rosáceo; un sueño de voluptuosidad durante un eclipse.

Los muebles tienen formas alargadas, abatidas, lánguidas. Los muebles parecen soñar; se diría que están dotados de una vida de sonámbulos como el vegetal y el mineral. Las telas hablan una lengua muda, como las flores, como los cielos, como los soles que declinan.

En las paredes, ninguna abominación artística. En relación con el sueño puro, con la impresión no analizada, el arte definido, el arte positivo es una blasfemia. Todo aquí tiene la suficiente limpidez y la deliciosa oscuridad de la armonía.

Una fragancia infinitesimal, exquisitamente elegida, a la que se mezcla una ligerísima humedad, navega en esta atmósfera, donde el adormilado espíritu es mecido por sensaciones de invernadero.

Abundante, la muselina llueve delante de las ventanas y ante el lecho; se explaya en cascadas de nieve. En el lecho está acostado el ídolo, la soberana de los sueños. ¿Pero cómo es que está aquí? ¿Quién la trajo? ¿Qué mágico poder la instaló en este trono de ensueño y voluptuosidad? ¡Qué importa! ¡Aquí está! ¡La reconozco!

Aquí esos ojos cuya llama atraviesa el crepúsculo; esos sutiles y terribles ojos que reconozco por su pavorosa malicia. Atraen, subyugan, devoran la mirada del imprudente que los contempla. A menudo estudio esas estrellas negras, que demandan curiosidad y admiración.

¿A qué benevolente demonio debo el hallarme así, rodeado de misterio, de silencio, de paz y de perfumes? ¡Oh beatitud! Lo que acostumbramos a llamar vida, aun en su expansión más dichosa, no tiene nada en común con esta vida suprema que ahora conozco y que saboreo minuto a minuto, segundo a segundo.

¡No! ¡No hay más minutos ni segundos! El tiempo ha desaparecido; reina la eternidad, una eternidad de delicias. Pero un golpe terrible, pesado, resuena en la puerta y, como en los sueños infernales, creo haber recibido un golpe de azadón en el estómago.

Y luego entra un espectro. Es un alguacil que viene a torturarme en nombre de la ley; es una concubina que viene a pregonar su miseria y agregar las trivialidades de su vida a los dolores de la mía; o bien el mensajero de un director de periódico que reclama la continuación del manuscrito.

La habitación paradisíaca, el ídolo, la soberana de los sueños, la sílfide, como decía el gran René, toda esa magia ha desaparecido con el golpe brutal del espectro.

¡Horror! ¡Me acuerdo! ¡Ya me acuerdo! ¡Sí! Ese cuchitril, esa morada del aburrimiento eterno es justo la mía. He aquí los muebles necios, polvorientos, desvencijados; la chimenea sin llama ni rescoldos, infamada de escupitajos; las tristes ventanas donde la lluvia ha trazado surcos en el polvo; manuscritos, tachados o incompletos; el almanaque donde el lápiz marcó las fechas siniestras.

Y ese perfume de otro mundo, del que me embriagaba con perfeccionada sensibilidad, ha sido, ¡ay!, reemplazado por un fétido olor a tabaco mezclado con no sé qué nauseabundo moho. Se respira aquí ahora lo rancio de la desolación.

En este mundo estrecho, pero tan rebosante de disgusto, sólo un objeto conocido me sonríe: la redoma de láudano, una vieja y terrible amiga que, como todas las amigas, ¡ay!, es fecunda en ardides y en traiciones.

¡Oh, sí! Ha reaparecido el tiempo; el tiempo reina ahora soberano, y con el horrible viejo ha regresado su demoniaco cortejo de recuerdos, pesares, espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cóleras y neurosis.

Os aseguro que ahora los segundos están fuerte y solemnemente acentuados, y cada uno, al brotar del péndulo dice: "Yo soy la vida, la insoportable, la implacable vida".

No hay más que un segundo en la vida humana que tiene como misión anunciar una buena nueva, la buena nueva que a todos infunde un inexplicable temor.

¡Sí! Reina del tiempo. Ha reasumido su brutal dictadura. Y me azuza, como si fuese un buey, con su doble aguijón: "¡Arre, pues, borrico! ¡Suda, esclavo! ¡Vive, pues, maldito!"