Julio César (Shakespeare, Márquez tr.)

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
 
JULIO CÉSAR.

TRADUCCIÓN DE
JOSÉ ARNALDO MÁRQUEZ.


Ilustración de A. Wagner.
Grabados de Käseberg y Knesing.

 


PERSONAJES.

JULIO CESAR.
OCTAVIO CÉSAR,
Triunviros después de la muerte de Julio César.
MARCO ANTONIO,
M.E. LEPIDO,
CICERON Senadores.
PUBLIO,
POPILIO LENA,
MARCO BRUTO, Conspiradores contra César.
CASIO,
CASCA,
TREBONIO,
LIGARIO,
DECIO BRUTO,
METELIO CIMBER,
CINNA,
FLAVIO Y MARULO, tribunos.
ARTEMIDOR, sofista de Gnidos.
UN ADIVINO.
CINNA, poeta.-Otro poeta.
LUCILIO, TICINIO, MESSALA, CATÓN el joven y VOLUMNIO, amigos de Bruto y Casio.—VARRO, CLITO, CLAUDIO, STRATO, LUCIO, DARDANIO, criados de Bruto.
CALFURNIA, esposa de César.
PORCIA, esposa de Bruto.

SENADORES, CIUDADANOS, GUARDIAS, ETC.

Escena.—Durante gran parte de la representación. en Roma.—Después en Sardis y cerca de Filipo.


ACTO I.

Una calle de Roma.
Entran FLAVIO, MARULO y una turba de CIUDADANOS.
FLAVIO.

F

uera! Á vuestras casas, holgazanes, marchad á vuestras casas! ¿Acaso es hoy día de fiesta? ¡Qué! ¿Sois trabajadores, y no sabéis que en día de trabajo no debéis andar sin la divisa de vuestra profesión?—¡Habla! ¿Cuál es tu oficio?

Ciudadano 1.º—Á la verdad, señor, soy carpintero.

Marulo.—¿Dónde está tu delantal de cuero y tu escuadra? ¿Qué haces luciendo tu mejor vestido?—Y usarcé, señor mío, ¿de qué oficio es?

Ciudadano 2.º—En verdad, señor, que comparado con un obrero de lo mejor, no soy mas, como diríais, que un remendón.

Marulo.—Pero ¿cuál es tu oficio? Responde sin rodeos.

Ciudadano 2.º—Un oficio, señor, que espero podré ejercer con toda conciencia; y es, en verdad, señor, el de remendar malas suelas.

Marulo.—¿Qué oficio tienes, bellaco? Avieso bellaco ¿qué oficio?

Ciudadano 2.º—No os enojéis conmigo, señor, os lo suplico. Pero aun enojado, os puedo remendar.

Marulo.—¿Qué significa eso? ¡Remendarme tú, mozo impudente!

Ciudadano 2.º—Es claro, señor; remendar vuestro coturno.

Flavio.—¿Es decir que eres zapatero de viejo?

Ciudadano 2.º—En verdad, señor, yo no vivo sino por la lesna. Ni me entremeto en los asuntos de los negociantes, ni en los de las mujeres, sino con la lesna. Soy en todas veras un cirujano de los calzados viejos. Cuando están en gran peligro los restauro; y la obra de mis manos ha servido á hombres tan correctos, como los que en cualquier tiempo caminaron en el cuero más lujoso.

Flavio.—¿Pues por qué no estás hoy en tu taller? ¿Por qué llevas á estos hombres á vagar por las calles?

Ciudadano 2.º—Á decir verdad, señor, para que gasten los zapatos y tener yo así más trabajo. Pero ciertamente, si holgamos hoy, es por ver á César y alegrarnos de su triunfo.

Marulo.—¡Regocijarse! ¿de qué? ¿Qué conquista trae á la patria? ¿Qué tributarios le siguen á Roma, engalanando con los lazos de su cautiverio las ruedas de su carro? Vosotros, imbéciles, piedras, menos que cosas inertes, corazones endurecidos, crueles hombres de Roma, ¿no conocisteis á Pompeyo? ¡Cuántas y cuántas veces habéis escalado muros y parapetos, torres y ventanas, y hasta el tope de las chimeneas, llevando en brazos á vuestros pequeñuelos, y os habéis sentado allí todo el largo día en paciente expectación para ver al gran Pompeyo pasar por las calles de Roma! Y apenas veíais asomar su carro ¿no lanzabais una aclamación universal que hacía temblar al Tíber en su lecho al oir en sus cóncavas márgenes el eco de vuestro clamoreo? ¿Y ahora os engalanáis con vuestros mejores trajes? ¿Y ahora os regaláis con un día de fiesta? ¿Y ahora regáis de flores el camino de aquel que viene en triunfo sobre la sangre de Pompeyo?

¡Marchaos: corred á vuestros hogares, caed de rodillas y rogad á los dioses que suspendan la calamidad que por fuerza ha de caer sobre esta ingratitud!

Flavio.—Id, id, buenas gentes, y por esta falta reunid á todos los infelices de vuestra clase; llevadlos á orillas del Tíber y verted vuestras lágrimas en su cauce, hasta que su más humilde corriente llegue á besar la más encumbrada de sus márgenes. (Salen los ciudadanos.) Mirad si no se conmueve su más vil instinto. Su culpa les ata la lengua, y se ahuyentan. Bajad por aquella vía al Capitolio; yo iré por esta. Desnudad las imágenes si las encontráis recargadas de ceremonias.

Marulo.—¿Podremos hacerlo? Sabéis que es la fiesta Lupercalia.

Flavio.—No importa. No dejéis que imagen alguna sea colgada con los trofeos de César. Iré de aquí para allí, y alejaré de las calles al vulgo. Haced lo mismo donde quiera que lo veáis aglomerarse. Estas plumas crecientes, arrancadas á las alas de César, no le dejarán alzar más que un vuelo ordinario. ¿Quién otro se podría cerner sobre la vista de los hombres, y tenernos á todos en servil sobrecogimiento? (Salen.)

ESCENA II.
Plaza pública en Roma.
Entran en procesión, con música, CÉSAR, ANTONIO, para las carreras, CALFURNIA, PORCIA, DECIO, CICERÓN, BRUTO, CASIO y CASCA. Síguelos una gran muchedumbre en la cual está un ADIVINO.


César.—Calfurnia.

Casio.—¡Silencio! César habla.

César.—Calfurnia.

Calfurnia.—Heme aquí, mi señor.

César.—Cuando Antonio emprenda la carrera, te colocarás directamente en su camino. Antonio!

Antonio.—César, mi señor.

César.—No olvides, Antonio, en la rapidez de tu carrera, el tocar á Calfurnia; porque al decir de nuestros mayores, las estériles tocadas en esta santa carrera, se libertan de la maldición de su esterilidad.

Antonio.—Tengo de recordarlo. Cuando César dice Haz esto, se hace.

Adivino.—César.

César.—¡Ea! ¿Quién llama?

Casca.—¡Que cese todo ruido! otra vez, ¡silencio!

César.—¿Quién de entre la multitud me ha llamado? Oigo una voz más vibrante que toda la música, clamar César. Habla. César se detiene á oirte.

Adivino.—¡Cuidado con los idus de Marzo!

César.—¿Quién es este hombre?

Bruto.—Un agorero os previene que desconfiéis de los idus de Marzo.

César.—Traedle á mi presencia. Quiero ver su rostro.

Casio.—Mozo, sal de la turba y mira á César.

César.—¿Qué me dices ahora? Habla de nuevo.

Adivino.—Cuidado con los idus de Marzo.

César.—Es un soñador. Dejémoslo. Abrid paso.

(Salen todos, menos Bruto y Casio.)

Casio.—¿Iréis á ver el orden de las carreras?

Bruto.—¿Yo? No.

Casio.—Id. Os lo ruego.

Bruto.—No soy aficionado á juegos. Me falta algo de ese vivaz espíritu que hay en Antonio. Pero no sea yo estorbo á vuestros deseos: me alejaré.

Casio.—De poco tiempo acá pongo empeño en observaros, Bruto. No encuentro en vuestros ojos aquella suavidad, aquella afectuosa expresión con que yo debía contar. Os mostráis demasiado rígido y extraño para con este amigo que os ama.

Bruto.—Casio, no os engañéis. Si mi aspecto se ha hecho sombrío, su turbación sólo se refiere á mí mismo. Desde hace poco estoy atormentado por pasiones un tanto desacordes; concepciones que no conciernen sino á mí propio, y que tal vez dan algún campo á mi proceder. No por esto se aflijan mis buenos amigos (de cuyo número sed uno, Casio), ni dén á mi negligencia otra interpretación que la de estar el pobre Bruto en lucha consigo mismo, olvidando así el dar muestras de afecto á los demás hombres.

Casio.—Pues, Bruto, he equivocado mucho vuestra pasión; y por esto había yo atesorado en este mi pecho, aspiraciones de alto valor, dignas de ser meditadas. Decidme, buen Bruto, ¿podéis mirar vuestro rostro?

Bruto.—No, Casio, porque el ojo no se ve á sí propio sino por reflejo, por algunos otros objetos.

Casio.—Es exacto. Y deplórase mucho que no tengáis, Bruto, espejos que os pongan á la vista vuestra oculta valía, para que podáis mirar vuestra sombra. Allí donde se respetan en Roma á muchos de los mejores (excepto el inmortal César), he oído hablar de Bruto, y gimiendo bajo el yugo de esta época, anhelar porque el noble Bruto abriera los ojos.

Bruto.—¿Á qué peligros querríais arrastrarme, Casio, haciéndome buscar en mí mismo lo que no existe en mí?

Casio.—Por tanto, buen Bruto, preparaos á oir: Y pues conocéis que no podríais miraros de mejor modo que por reflejo, yo, espejo vuestro, os revelaré modestamente aquella parte de vos mismo que no conocéis aún. Ni tengáis recelo de mí, gentil Bruto. Si fuera yo un atolondrado vulgar; ó acostumbrara repetir con manoseados juramentos mi afecto á cada nuevo pretendiente; ó si supiérais que voy en pos de los hombres, los abrazo estrechamente, y luégo los hago blanco del escándalo; ó que de banquete en banquete me prodigo en adhesiones á todos los vencidos, entonces podríais tenerme por peligroso. (Preludios y aclamaciones.)

Bruto.—¿Qué significan estas aclamaciones? Temo que el pueblo elija á César por su rey.

Casio.—¿En verdad teméis eso? Luego debo pensar que no lo deseáis así.

Bruto.—No lo quisiera, Casio. Y, sin embargo, le amo bastante. Pero, ¿á qué me detenéis aquí tanto tiempo? ¿Qué es lo que deseáis comunicarme? Si es para el bien general, aunque pusiérais en un ojo los honores y en el otro la muerte, sería tan indiferente á los unos como á la otra. Porque, así me amparen los dioses, como es verdad que amo el nombre del honor más que temo la muerte.

Casio.—Conozco en vos esa virtud interna, Bruto, como conozco vuestra fisonomía exterior. Pues bien: el honor es el tema de mi relato. No sabría decir lo que vos y otros pensáis de esta vida; pero por lo que á mí toca, á mí solo, preferiría no vivir á vivir en el terror de aquello que es igual á mí. Nací libre, como César; y así nacísteis también. Ambos hemos sido igualmente bien alimentados, y podemos resistir tan bien como él los rigores del invierno. En cierta ocasión, en un día desapacible y borrascoso, cuando el Tíber agitado rompía contra sus márgenes, me dijo César: «¿Te atreverías, Casio, á arrojarte ahora conmigo en estas aguas furiosas, y nadar hasta aquel punto allá arriba?» Apenas lo hubo dicho cuando, equipado como me hallaba, me arrojé al agua y le invité á seguirme, lo cual ciertamente hizo. Rugía el torrente, y luchamos contra él hendiéndole con vigoroso esfuerzo y avanzando con corazones inflamados por la emulación; pero antes de llegar al término, clamó César: «Auxíliame, Casio, ó me sumerjo.» Yo, como nuestro grande antepasado Eneas, que llevó sobre sus hombros al viejo Anquises para salvarlo de las llamas de Troya, llevé al fatigado César salvándolo de las aguas del Tíber. ¡Y este hombre ha llegado ahora á ser un dios! Y Casio es un miserable que se ha de encorvar humildemente si César se digna enviarle siquiera un negligente saludo! En Iberia tuvo una fiebre, y observé cómo temblaba durante el acceso. Sus cobardes labios palidecieron, y esos mismos ojos cuyo ceño intimida hoy al mundo, perdieron su brillo. Le oía gemir, sí; y esa su lengua que invitó á los romanos á distinguirlo y escribir en los libros sus discursos, ¡oh mengua! clamaba como una niña enferma: «¡Dame algo que beber, Ticinio!» ¡Por los dioses! que me confunde el ver á hombre de tan cuitado carácter ir á la cabeza del majestuoso mundo, y llevar la palma él solo. (Aclamación.)

Bruto.—¡Otra aclamación general! Creo que estos aplausos son por algunos nuevos honores prodigados á César.

Casio.—¡Pero, hombre! Él se pasea por el estrecho mundo, como un coloso. Y nosotros, turba mezquina, caminamos bajo sus piernas de gigante, y atisbamos por todos lados para ver de encontrar para nosotros una tumba sin honra. Alguna vez los hombres son dueños de sus destinos. La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, si consentimos en ser inferiores. Bruto y César. ¿Qué habría en ese César? ¿Por qué habría de ser ese nombre más ruidoso que el vuestro? Escribidlos juntos: tampoco es menos vuestro nombre, no es menos simétrico. Pronunciadlos: fácil á la boca. Pesadlos: no pesa menos. Conjurad con ellos: Bruto conmoverá un espíritu tan pronto como César. Y ahora, por todos los dioses juntos, ¿de qué vianda se alimenta este nuestro César para haber llegado á ser tan grande? ¡Vergüenza para nuestra época! Has perdido ¡oh Roma! la prole de las sangres nobles! ¿Cuándo pasó edad alguna desde el gran diluvio sin que fuese famosa por más de un hombre? ¿Cuándo pudieron decir antes de ahora los que de Roma hablaban, que sus vastos muros no contenían sino un hombre? Y existe ahora en verdad Roma y sobra espacio cuando no hay en ella más que un solo hombre. ¡Oh! Vos y yo hemos oído decir á nuestros padres que existió una vez un Bruto que habría sobrellevado en paciencia al mismo eterno demonio, para mantener su rango en Roma, con tanta facilidad como un rey.

Bruto.—De vuestro afecto no abrigo inquietud. De lo que me induciríais á hacer, no me falta alguna aspiración. Más tarde os diré cómo he pensado en ello y en las cosas de estos tiempos; mas no deseo hacerlo por ahora. Os ruego afectuosamente que no queráis hacerme ir más lejos. Prestaré atención á lo que habéis dicho; escucharé con paciencia lo que tenéis que decir, y hallaré momento oportuno para oir y responder acerca de tan altos propósitos. Hasta entonces, noble amigo mío, meditad en esto: Bruto preferiría ser un aldeano á reputarse hijo de Roma en las duras condiciones que estos tiempos parecen imponernos. (Vuelven á entrar César y su séquito.) Han terminado los juegos y César está de vuelta.

Casio.—Cuando pase el cortejo, tirad á Casca por la manga, y él os dirá con su brusca manera cuánto hoy ha ocurrido digno de nota.

Bruto.—Así lo haré; pero, Casio, mira. La cólera centellea en el ceño de César, y los demás parecen un séquito consternado. Las mejillas de Calfurnia han palidecido; y Cicerón deja ver en sus ojos el mismo fuego intenso que les hemos visto en el Capitolio cuando le contrariaban algunos senadores.

Casio.—Casca nos dirá lo que acontece.

César.—¿Antonio?

Antonio.—César.

César.—Rodéame de hombres gordos; hombres de poca cabeza, que duermen bien toda la noche. Allí está Casio con su aspecto escuálido y hambriento.—Piensa demasiado. Hombres así son peligrosos.

Antonio.—No le temáis, César. No es peligroso. Es un noble romano, y de muy buena pasta.

César.—Le querría más gordo; pero no le temo. Mas si cupiera temor en quien se llama César, no sé de hombre alguno á quien evitaría más pronto que á ese escuálido Casio. Lee mucho, es gran observador, y penetra perfectamente las acciones de los hombres. No es amigo de juegos como tú, Antonio, ni oye música. Rara vez sonríe, y si sonríe es de tal modo que parece burlarse de sí mismo y desdeñar su espíritu por haber sido capaz de sonreir á cosa alguna. Tales hombres jamás pueden estar tranquilos á la vista de alguno más grande que ellos, y por eso son muy peligrosos. Prefiero decirte lo que es de temer, no lo que yo tema; porque siempre soy César. Ven á mi derecha, pues no puedo oir por esta oreja, y dime verazmente lo que piensas de él. (Salen César y su séquito. Casca se queda atrás.)

Casca.—Me habéis tirado por la manga. ¿Querríais hablar conmigo?

Bruto.—Sí, Casca. Deciduos qué ha sucedido hoy para que César parezca tan melancólico.

Casca.—¿Pues no estabais con él? Yo así lo creía.

Bruto.—Entonces no preguntaría á Casca lo que ha sucedido.

Casca.—Pues sucedió que le ofrecieron una corona y al serle ofrecida la apartó con el revés de la mano, así. Y entonces el pueblo se puso á aclamarlo.

Bruto.—Y el segundo bullicio ¿de qué provino?

Casca.—De lo mismo.

Bruto.—Tres veces aclamaron. ¿Por qué la última vez?

Casca.—Pues, por lo mismo.

Bruto.—¿Tres veces le fué ofrecida la corona?

Casca.—Tres veces, á fe mía, y tres veces la apartó—cada vez más suavemente que la anterior—y en cada vez mis honrados vecinos vociferaron.

Casio.—¿Quién le ofreció la corona?

Casca.—Antonio, por cierto.

Bruto.—Deciduos de qué manera, amable Casca.

Casca.—Que me ahorquen si puedo decir el cómo se hizo. No fué mas que una tontería y apenas me fijé en ello. Ví á Marco Antonio ofrecerle una corona—no, no era tampoco una corona; era una especie de coronilla—y, como os he dicho, la apartó una vez; pero á pesar de todo, tengo para mis adentros que más le habría gustado tenerla. Se la ofreció luégo por segunda vez, y volvió á apartarla; mas, á lo que barrunto, se le hizo muy pesado retirar de ella los dedos. Y en seguida se la ofreció por tercera vez, y por tercera vez la puso aparte. Al verle rehusar todavía, la turba vitoreó y batió palmas y arrojó por alto sus mugrientos gorros, y exhaló tal volumen de pestífero aliento porque César había rehusado la corona, que casi asfixió á César: pues se desmayó y cayó en el acto. Por mi parte no me atreví á reirme, de miedo de aspirar aquel aire al abrir los labios.

Bruto.—Hablad con calma, os lo ruego. ¡Qué! ¿Se desmayó César?

Casca.—Cayó en la plaza del mercado, arrojando espuma por la boca, y perdió el habla.

Bruto.—Es muy verosímil. Padece de vértigos.

Casio.—No. César no padece de vértigos. Somos vos y yo, y el honrado Casca quienes sufrimos vértigos.

Marco Antonio ofreciendo á César la corona.
Casca.—No sé lo que queréis decir en ello; pero estoy seguro de que César cayó. Y si no es verdad que el populacho palmoteó y lo silbó, según que él le agradaba ó le desagradaba, como suele hacerlo con los actores en el teatro, decid que no soy hombre de bien.

Bruto.—¿Qué dijo cuando volvió en sí?

Casca.—Antes de caer, cuando vió aquel rebaño de populacho alegrarse de que rehusaba la corona, me pidió abrir su gola, y les ofreció el cuello para que lo cortasen. Y á fe mía si yo hubiera sido uno de ellos, le habría tomado la palabra, aunque hubiese tenido que ir al infierno entre los bribones; y así cayó. Cuando volvió en sí dijo que si había hecho ó dicho cosa fuera de camino, deseaba que sus señorías lo atribuyesen á su enfermedad. Tres o cuatro perdidos, exclamaron: «¡Ay! ¡qué alma tan buena!» y lo perdonaron de todo corazón; pero de estos no se puede hacer caso. No habrían dicho menos si César hubiese acuchillado á sus madres.

Bruto.—Y después de esto se alejó así, lleno de tristeza?

Casca.—Sí.

Casio.—¿Dijo algo Cicerón?

Casca.—Sí. Habló en griego.

Casio.—¿Con qué objeto?

Casca.—Pues si yo os lo dijera, nunca volvería á veros la cara. Pero los que le entendían se sonreían uno al otro y meneaban la cabeza. En cuanto á mí... aquello estaba en griego. También puedo daros más nuevas. Marulo y Flavio han sido reducidos á silencio por haber arrancado adornos de las imágenes de César. Adios. Más tonterías hubo, pero no podría acordarme de todas.

Casio.—¿Queréis cenar conmigo esta noche, Casca?

Casca.—No. Ya he dado palabra á otro.

Casio.—¿Queréis comer conmigo mañana?

Casca.—Sí, si estoy vivo, si no cambiáis de idea, y si la comida vale la pena.

Casio.—Bueno. Os aguardaré.

Casca.—Enhorabuena. Adios, amigos, uno y otro. (Sale.)

Bruto.—¡Qué impetuoso carácter ha llegado á ser! Ya era harto impulsivo cuando entró á la escuela.

Casio.—Y lo mismo es ahora para ejecutar cualquiera audaz ó noble empresa, aun cuando reviste esa forma embarazosa. Su rudeza sirve para sazonar su buen sentido, y hace que las gentes saboreen más sus palabras y las digieran mejor.

Bruto.—Así es en verdad. Por ahora os dejo. Si os place hablar conmigo mañana, iré á vuestra casa. Si preferís venir á la mía, os aguardaré.

Casio.—Haré esto último. Y hasta entonces, reflexionad sobre el mundo. (Sale Bruto.)

Bien, Bruto, eres noble, y, sin embargo, veo que, dispuesto como está tu noble metal, se le puede elaborar. Y por esto conviene que las almas nobles estén siempre asociadas á sus semejantes; porque ¿quién hay tan firme que no pueda ser seducido? César apenas me tolera, pero ama á Bruto. Si yo fuese ahora Bruto y Bruto fuese Casio, César no me soportaría. Por diferentes manos haré arrojar esta noche por sus ventanas, escritos, como provenientes de varios ciudadanos, mostrando la alta opinión que Roma tiene de su nombre; y en ellos se insinuará con disimulo la ambición de César. Después de esto, ya puede César ver de asentarse firmemente, porque le derribaremos, ó habremos de sufrir días peores. (Sale.)

ESCENA III.
Calle de Roma.
(Truenos y rayos. Entran por lados opuestos CASCA con la espada desnuda, y CICERÓN.)

Cicerón.—Buenas tardes, Casca. ¿Habéis llevado á César á casa? ¿Por qué estáis sin aliento, y por qué miráis tan azorado?

Casca.—¿No os conmueve el ver que todo el cimiento de la tierra se estremece como una cosa insegura?

¡Oh, Cicerón! He visto tempestades en que los vientos enfurecidos hendían los nudosos robles. He visto henchirse el ambicioso Océano, embravecerse y cubrirse de espumas por levantarse hasta las nubes amenazantes. Pero nunca hasta ahora he pasado por una tempestad que destile fuego. Ó hay en el cielo una guerra intestina, ó el mundo demasiado malo para con los dioses, los provoca á enviar la destrucción.

Cicerón.—¡Pues qué! ¿Habéis visto algo aún más asombroso?

Casca.—Un esclavo ordinario (le conocéis bien de vista) alzó la mano izquierda que brotó llamas y ardió como veinte teas juntas. Y, sin embargo, esa mano, insensible al fuego, permaneció ilesa. Además (y desde ese instante no he vuelto á envainar mi espada), me encontré junto al capitolio con un león que me miró fijamente y se alejó encolerizado, sin molestarme. Y sobre un montículo había agrupadas cien mujeres, pálidas, demudadas por el espanto, que juraban haber visto hombres enteramente envueltos en llamas, que paseaban las calles arriba y abajo. Y ayer el ave nocturna se posó aun en mitad del día sobre la plaza del mercado gritando y chillando. Cuando tales prodigios coinciden de tal modo, nadie diga: «Son cosas naturales—sus razones son estas;» porque creo que son portentos llenos de pronósticos para los lugares donde aparecen.

Cicerón.—Ciertamente, este es un tiempo asaz extraño. Pero los hombres pueden interpretar las cosas á su modo, sin que entre en ello para nada el fin á que las cosas mismas se encaminan.—¿Vendrá César mañana al Capitolio?

Casca.—Vendrá porque requirió á Antonio para avisarnos que estaría allí mañana.

Cicerón.—Buenas noches, pues, Casca. Este cielo perturbado no está como para paseo.

Casca.—Adios, Cicerón. (Sale Cicerón.)

(Entra Casio.)

Casio.—¿Quién está ahí?

Casca.—Un romano.

Casio.—Por la voz, sois Casca.

Casca.—Tenéis buen oído, Casio: ¿qué noche es esta?

Casio.—Una noche muy grata á los hombres de bien.

Casca.—¿Quién vió jamás el cielo amenazar así?

Casio.—Los que han conocido cuán llena de delitos está la tierra. En cuanto á mí, he recorrido las calles, arrostrando esta noche de peligros; y desceñido como me véis, he desnudado mi pecho al granizo de la tormenta; y cuando el azulado oblicuo rayo parecía abrir el seno del cielo, yo me presenté en su propia senda y bajo su mismo estallido.

Casca.—Pero ¿para qué provocasteis tanto á los cielos? Toca á los hombres temer y temblar, cuando los más poderosos dioses envían como señales heraldos tan terribles para despertar nuestra admiración.

Casio.—Casca, no sois despierto. Os faltan esos destellos de vida que todo romano debería tener, ó al menos no os servís de ellos.—Estáis pálido, azorado, lleno de temor y de asombro al ver la extraña impaciencia de los cielos. Pero si consideraseis la verdadera causa de estos fuegos, de estos espectros que se deslizan; el por qué los decrépitos, los idiotas y los niños calculan; y las aves y bestias de diversa clase y calidad, y mil otras cosas cambian su naturaleza y sus innatas facultades por una condición monstruosa; entonces hallaríais que el cielo les ha infundado esta disposición para que sean instrumentos de temor y alarma para algún monstruoso estado de cosas. Ahora podría yo, Casca, nombraros á un hombre por demás parecido á esta terrible noche; hombre que truena, lanza rayos, abre sepulcros y ruje como el león del Capitolio; un hombre que en acción personal no es más poderoso que vos ó yo; pero que ha crecido prodigiosamente y es temible como lo son estas extrañas erupciones.

Casca.—Aludís á César, ¿no es así, Casio?

Casio.—Sea á quién fuere; porque ahora los romanos tienen miembros y fuerza como sus antepasados; pero mientras tanto ¡oh desventura! el espíritu de nuestros padres está muerto, y sólo nos anima el de nuestras madres; pues nuestro yugo y sumisión muestran que somos afeminados.

Casca.—En verdad, se dice que los senadores se proponen entronizar mañana á César, como rey; y que llevará su corona por mar y tierra en todas partes excepto aquí en Italia.

Casio.—Entonces, ya sé dónde he de usar este puñal. Casio libertará de la esclavitud á Casio. Por ello ¡oh dioses! tornáis á los débiles en los más fuertes; y por ello ¡oh dioses! vencéis á los tiranos. Ni las torres de piedra, ni los muros de bronce forjado, ni la prisión subterránea, ni los fuertes anillos de hierro, pueden reprimir las fuerzas del alma; porque la vida cansada de estas barreras del mundo, jamás pierde el poder de libertarse á sí misma. Y pues sé esto, sepa además todo el mundo, que de la parte de tiranía que sufro me puedo sustraer cuando quiera.

Casca.—También lo puedo yo. Cada siervo lleva en su propia mano el poder de acabar su servidumbre.

Casio.—Y entonces, ¿por qué habría de ser un tirano César? ¡Pobre hombre! Bien sé que no querría ser él un lobo si no viera que los romanos son ovejas; ni sería león si no fueran los romanos ciervos. Los que quieren encender un gran fuego, principian por algunas débiles pajas. ¿Qué hez es Roma, qué deshecho, qué escombro, cuando sirve de materia y base para iluminar una cosa tan vil como César? Mas ¡oh dolor! ¿adónde me has llevado? Tal vez hablo esto ante un cautivo voluntario, y entonces ya sé cuál tiene que ser mi respuesta; pero estoy armado y no me importan los peligros.

Casca.—Habláis á Casca, á un hombre que no es un decidor de chascarrillos. Tomad mi mano. Alzad el grito porque se remedien todos estos males, y no habrá quien dé un paso mas adelante que yo.

Casio.—Pues queda convenido. Sabed ahora, Casca, que he movido á ciertos de los más dignos y generosos romanos á acometer conmigo una importante empresa llena de honroso peligro. Y sé que ahora me aguardan en el Pórtico de Pompeyo, porque en tan terrible noche como esta no hay movimiento ni paseo en las calles; y nos favorece que la condición de los elementos sea, como la obra que tenemos en mano, la más sangrienta, fiera y terrible. (Entra Cinna.)

Casca.—Quedad oculto un momento.—Alguno viene aprisa.

Casio.—Es Cinna. Le conozco por los pasos. Es amigo. Cinna, ¿dónde tan á prisa?

Cinna.—En busca vuestra. ¿Quién es ese? ¿Metelio Cimber?

Casio.—No. Es Casca: un afiliado á nuestro intento. ¿Me aguardan, Cinna?

Cinna.—Me alegro de ello. ¡Qué terrible noche! Dos ó tres de nosotros hemos visto extrañas visiones.

Casio.—¿Me aguardan? Decídmelo, Cinna.

Cinna.—Sí, se os aguarda. ¡Oh Casio; si pudiérais solamente atraer al noble Bruto á nuestro partido!

Casio.—Estad satisfecho.—Tomad, buen Cinna, este papel y cuidad de ponerlo en la silla del pretor, donde Bruto pueda hallarlo; arrojad este por su ventana; fijad este con cera en la estatua del antiguo Bruto; y hecho todo, encaminaos al Pórtico de Pompeyo donde nos hallaréis. ¿Están allí Decio Bruto y Tibonio?

Cinna.—Todos, excepto Metelio Cimber, que ha ido á buscaros en vuestra casa. Bien: me apresuraré á distribuir estos papeles como me pedís.

Casio.—Una vez hecho, dirigíos al teatro de Pompeyo. (Sale Cinna.)—Venid, Casca. Todavía veremos ambos á Bruto en su casa antes de amanecer. Tres cuartas partes de él son ya nuestras; después de la próxima entrevista, tendremos todo el hombre.

Casca.—¡Oh! ¡Él ocupa un puesto muy alto en todos los corazones del pueblo! Y aquello mismo que en nosotros parecería delito, se transformaría por su sola presencia, como por la más rica alquimia, en dignidad y en valía.

Casio.—Bien habéis estimado á Bruto, su valer y la gran necesidad que tenemos de él. Marchémonos; pues es pasada la media noche, y antes del día le despertaremos y contaremos con él. (Salen.)



ACTO II.

ESCENA I.
El huerto de Bruto, en Roma.
Entra Bruto.
BRUTO.

E

a, Lucio! ¡Hola!... No puedo calcular por la marcha de las estrellas lo que falta para el día. ¿Oyes, Lucio? Ya quisiera yo tener el defecto de dormir tan profundamente.—¿Hasta cuándo? Despierta! Despierta, digo.—Ea, Lucio! (Entra Lucio.)

Lucio.—¿Habéis llamado, mi señor?

Bruto.—Coloca una lámpara en mi estudio, y encendida que sea, vendrás aquí á llamarme.

Lucio.—Así lo haré, señor. (Sale.)

Bruto.—Tiene que ser por su muerte.—En cuanto á mí no tengo para menospreciarle ninguna causa personal, sino la de todos. Él desearía coronarse. Cómo pueda cambiar esto su naturaleza, he ahí el problema.—Es el día brillante el que hace salir á luz la serpiente, y esto aconseja caminar con cautela.—¿Coronarlo? Sea. —Y entonces, de seguro ponemos en él un estímulo por el cual pueda crear peligros á voluntad.—El abuso de la grandeza existe cuando esta separa del poder el remordimiento; y á decir verdad de César, nunca ha sabido que sus afectos hayan vacilado mas que su razón. Pero es prueba ordinaria que la humildad es para la joven ambición una escala, desde la cual el trepador vuelve el rostro; pero una vez en el más alto peldaño, da la espalda á la escala, alza la vista á las nubes y desdeña los bajos escalones por los cuales ascendió. Acaso lo haga César. Luego, so pena de que llegue á hacerlo, hay que evitarlo. Y pues la contienda no versará sobre lo que es él en sí, hay que darle esta forma: aumentando lo que él es, se precipitaría á estos y aquellos extremos; y, por lo tanto, se le debe considerar como al huevo de la serpiente, que incubado, llegaría á ser peligroso, como todos los de su especie; y hay que matarlo en el cascarón. (Vuelve á entrar Lucio.)

Lucio.—La lámpara, señor, está encendida en vuestro retrete.—Buscando una piedra de chispa en la ventana, hallé este papel, sellado como véis. Estoy seguro de que no estaba allí cuando fuí á acostarme.

Bruto.—Vuelve á tu lecho, aún no es de día. Dime ¿no son mañana los idus de Marzo?

Lucio.—No lo sé, señor.

Bruto.—Busca en el calendario y avísame.

Lucio.—Lo haré, señor.

Bruto.—Las exhalaciones que silban por los aires dan tanta luz que bien podría leer con ella. (Abre la carta y lee.)

«Bruto, estás dormido. Despierta y contémplate á ti mismo. Tendrá que permanecer Roma, etc.—Habla! Hiere! Haz justicia! Estás dormido, Bruto.—Despierta!»

Á menudo se han colocado instigaciones de esta clase allí donde he debido tomarlas.—«¿Tendrá que permanecer Roma, etc.?» Luego de todo ello debo desentrañar esto: «¿Tendrá que permanecer Roma bajo el terror de un hombre?» ¡Qué! ¡Roma! Mis antepasados arrojaron de las calles de Roma á Tarquino cuando era llamado rey. «¡Habla! ¡Hiere! ¡Haz justicia!» ¿Se me suplica pues para que hiera? ¡Oh Roma! Te lo prometo. Si ha de ser para alcanzar justicia, recibe todo lo que pides de las manos de Bruto. (Vuelve á entrar Lucio.)

Lucio.—Señor, han pasado catorce días de Marzo.

(Se oye un golpe.)

Bruto.—Está bien. Vé á la puerta, alguien llama. (Sale Lucio.) Desde el momento en que Casio me excitó contra César, no he dormido. Entre la ejecución de una cosa terrible y el primer móvil de ella, todo el intervalo es como un fantasma ó como un horrible sueño. El genio y los instrumentos mortales, se confrontan entonces; y el estado del hombre, como un pequeño reino, adolece de la naturaleza de una insurrección. (Vuelve á entrar Lucio.)

Lucio.—Señor, es vuestro hermano Casio que está á la puerta y desea veros.

Bruto.—¿Está solo?

Lucio.—No, señor. Hay otros con él.

Bruto.—¿Los conoces?

Lucio.—No, señor. Tan enterrados llevan los sombreros y tan oculta en el embozo la mitad de la cara, que de modo alguno podría descubrirlos por sus fisonomías.

Bruto.—Hazlos entrar. (Sale Lucio.)—Son de la facción. ¡Oh conspiración! ¿Te avergüenzas acaso de mostrar tu peligroso ceño de noche, cuando en ella campea más libre el mal? ¿Ó bien dónde encontrarás de día una cueva bastante oscura para encubrir tu monstruosa faz? No la busques ¡oh conspiración! Pon sobre tu rostro una máscara de sonrisas y afabilidad; porque á dejarte ver con tu natural aspecto, ni el mismo Erebo sería bastante oscuro para sustraerte á la desconfianza. (Entran Casio, Casca, Decio, Cinna, Metelio Cimber y Trebonio.)

Casio.—Temo robaros el sueño con demasiado atrevimiento. Buenos días, Bruto, ¿os importunamos?

Bruto.—He estado en pié hasta ahora; despierto toda la noche. ¿Conozco á estos hombres que os acompañan?

Casio.—Sí, á cada uno de ellos. Y no hay uno solo entre todos que no os honre y venere; y cada cual desearía que tuviéseis de vos mismo la opinión que de vos tiene todo romano noble. Este es Trebonio.

Bruto.—Bien venido.

Casio.—Este, Decio Bruto.

Bruto.—Bien venido también.

Casio.—Este es Casca; éste, Cinna; y éste, Metelio Cimber.

Los conjurados, en el huerto de Bruto.
Bruto.—Bien venidos son todos. ¿Qué vigilantes cuidados ahuyentan el reposo de vuestra noche?

Casio.—¿Permitís una palabra? (Cuchichean.)

Decio.—Aquí está el Este. ¿No es aquí por donde despunta el día?

Casca.—No.

Cinna.—¡Oh! Perdonad, que sí; y aquellas líneas pardas que orlan las nubes son mensajeras del día.

Casca.—Habréis de confesar que uno y otro estáis equivocados. El sol se levanta allí adonde apunto con mi espada, que es buen trecho hacia el Sur, considerando la temprana estación del año. Dentro de unos dos meses, presentará su fulgor más hacia el Norte; y el alto Oriente está, como el Capitolio, directamente aquí.

Bruto.—Dadme todos vuestra mano, uno por uno.

Casio.—Y juremos nuestra resolución.

Bruto.—No, nada de juramento.—Si las miradas de los hombres, si el sufrimiento de nuestras almas, si los abusos del tiempo, no son motivos bastante poderosos, dispersémonos, y que cada cual vuelva al ocioso descanso de su lecho. Así dejaremos á la tiranía previsora que escoja la mira, hasta que caiga á su turno el último hombre. Pero si estos tienen, como estoy seguro de ello, sobrado fuego para inflamar á los cobardes y para revestir de valor el ánimo desfalleciente de las mujeres; entonces, compatriotas, ¿qué habemos menester de más estímulo que nuestra propia causa para impulsarnos á hacer justicia? ¿Qué mejor lazo que el de secretos romanos que han dado su palabra y que no la burlarán? ¿Ni qué otro juramento que el compromiso de la honradez con la honradez, para realizar esto ó sucumbir por ello? Juren los sacerdotes y los cobardes, y los hombres recelosos, decrépitos, corrompidos, y las almas que en sus padecimientos buscan sendas torcidas.—Juren en pró de las malas causas aquellos miserables que inspiran dudas á los hombres; pero no manchéis la clara virtud de nuestra empresa, ni la inquebrantable altivez de nuestros ánimos, con el pensamiento de que ó nuestra causa ó su ejecución necesitaban ser juradas; siendo así que cada gota de la sangre que cada romano lleva, y lleva noblemente, sería culpable de bastardía si él quebrantara la más mínima parte de promesa alguna que hubiese hecho.

Casio.—¿Pero qué hacer respecto de Cicerón? ¿Le sondearemos? Pienso que estará resueltamente con nosotros.

Casca.—No lo dejemos fuera.

Cinna.—No: de ningún modo.

Metelio.—¡Oh! Tengámosle; porque sus cabellos canos nos harán adquirir buena opinión, y conseguirán que se levanten voces para encomiar nuestros hechos. Se dirá que nuestras manos han sido dirigidas por sus sentencias, y lejos de aparecer en lo menor nuestra juventud y fogosidad, desaparecerán por completo en su gravedad.

Bruto.—¡Oh! No mencionéis su nombre; pero no rompamos con él. Jamás seguirá cosa alguna principiada por otros.

Casio.—Entonces, dejadle fuera.

Casca.—En verdad no es hombre á propósito.

Decio.—¿No habrá de tocarse á hombre alguno, excepto César?

Casio.—Bien pensado, Decio. No juzgo oportuno que Marco Antonio, tan amado por César, le sobreviva. En él hallaríamos un astuto contendiente; y bien sabéis que si perfeccionase sus recursos, serían suficientes para fastidiarnos á todos. Pues para evitar esto, que César y Antonio caigan juntos.

Bruto.—Parecería demasiado sangriento nuestro plan, caro Casio, al cortar la cabeza y mutilar además los miembros. Sería algo como la ira en la muerte y la envidia después. Porque Antonio no es sino un miembro de César. Casio, seamos sacrificadores, no carniceros. Todos nos erguimos contra el espíritu de César; pero el espíritu de los hombres no tiene sangre. ¡Oh! si pudiésemos por ello dominar el espíritu de César, y no desmembrar á César! Pero ¡ay! César tiene por eso que derramar su sangre! Y, benévolos amigos, matémosle audazmente pero sin ira. Tratémosle como la vianda que se corta para los dioses, no como la osamenta que se arroja á los perros. Y hagan nuestros corazones lo que los amos astutos: excitar á sus sirvientes á un acto de furor, y después aparentar que se les reprueba. Así nuestro propósito aparecerá necesario, no envidioso. Y con tal apariencia á los ojos de las gentes, se nos llamará redentores, no asesinos.—Y en cuanto á Marco Antonio, no penséis en él, porque no tendrá más poder que el brazo de César cuando la cabeza de César esté cortada.

Casio.—Y sin embargo, le temo, á causa del profundo amor que tiene á César.

Bruto.—¡Ah, buen Casio! no penséis en él. Si ama á César, lo más que podrá hacer será reflexionar dentro de sí mismo, y morir por César.—Y harto sería que lo hiciera; porque es hombre dado á juegos y disipación y á muchos camaradas.

Trebonio.—No ofrece peligro. No hay para que muera, desde que gusta de vivir y ha de reirse de esto después.

(Suena el reloj.)

Bruto.—Silencio: contad la hora.

Casio.—Han dado las tres.

Trebonio.—Es tiempo de partir.

Casio.—Pero es de dudar, si vendrá hoy César, ó no, porque de algún tiempo á esta parte se ha vuelto supersticioso. Alguna vez tuvo sobre la fantasía, los sueños y las ceremonias, una opinión del todo diferente de la del vulgo; pero quizás estos prodigios aparentes, el extraño terror de esta noche y la persuasión de sus augures le hagan abstenerse de venir hoy al Capitolio.

Decio.—Perded cuidado. Si tal resolviera, yo prevalecería sobre él; porque se deleita en oir que se triunfa de los unicornios por medio de los árboles, de los osos por los espejos, de los elefantes por los fosos, y de los hombres por la adulación. Y cuando digo que él detesta á los aduladores, afirma que sí, porque esto le lisonjea más. Dejadme hacer; que ya daré á su humor la disposición conveniente, y le traeré al Capitolio.

Casio.—Allí estaremos todos para recibirlo.

Bruto.—Á la hora octava. ¿Es ese el último término?

Cinna.—Sea el último, y no faltéis entonces.

Metelio.—Cayo Ligario tiene mala voluntad á César, que lo reprendió por haber hablado bien de Pompeyo. Me admira que ninguno de vosotros se haya acordado de él.

Bruto.—Id en seguida á encontrarlo, buen Metelio. Me profesa un afecto verdadero y ya me he explicado con él. Enviadle aquí, que yo le apercibiré.

Casio.—La mañana se nos viene encima, y os dejaremos, Bruto. Amigos, dispersaos; pero recordad todos lo que habéis dicho, y haced ver que sois verdaderos romanos.

Bruto.—Buenos caballeros, poned risueños y alegres los semblantes, sin dejar que el aspecto revele los propósitos; antes bien llevadlos, como nuestros actores romanos, con entero aliento y con seria constancia. Y con esto os deseo buen día á cada uno. (Salen todos, menos uno.) ¡Muchacho! ¡Lucio! ¿Dormido como una piedra?—No importa. Goza el dulce y pesado rocío del sueño.—No tienes ni los cálculos ni las fantasías que el afanoso cuidado hace surgir en el cerebro de los hombres, y por eso tienes el sueño tan profundo.

(Entra Porcia.)

Porcia.—Bruto, mi señor.

Bruto.—Porcia ¿qué intentáis? ¿Y para qué os levantáis ahora? No es bueno para vuestra salud exponer vuestra delicada constitución al frío severo de la madrugada.

Porcia.—Tampoco lo es para la vuestra. Os habéis deslizado friamente de mi lecho; anoche durante la cena os levantasteis de repente y os pusisteis á pasear con los brazos cruzados, meditando y suspirando. Y cuando os pregunté lo que teníais, me mirasteis fijamente, con severidad. Insistí y os frotasteis la cabeza, y en un extremo de impaciencia golpeásteis el suelo con el pié. Volví á insistir de nuevo, y no me respondisteis, sino que con ademán encolerizado me hicisteis seña con la mano para que os dejara. Así lo hice, temiendo aumentar esa impaciencia que me parecía ya demasiado irritada; pero esperando á pesar de todo que no sería sino efecto del mal humor que á veces se apodera de todo hombre. Mas no os dejará comer, ni hablar, ni dormir; y si hubiera de hacer en vuestro semblante el mismo estrago que en vuestro ánimo, yo no podría conoceros. Bruto, señor y amado mío, dejadme saber la causa de vuestro pesar.

Bruto.—No estoy bien de salud: no es nada más.

Porcia.—Bruto es sensato, y á estar falto de salud, emplearía los medios de recobrarla.

Bruto.—Así lo hago. Buena Porcia, id á vuestra cama.

Porcia.—¿Bruto está enfermo? ¿Y es medicinal pasearse descubierto y absorber las emanaciones de la húmeda mañana? ¡Qué! ¿Está enfermo Bruto, y abandona su saludable lecho para afrontar los miasmas de la noche, exponerse al aire vaporoso é impuro, y agravar su enfermedad? No, Bruto mío. Es en vuestra alma donde hay alguna amarga dolencia, y yo por el derecho y virtud de mi puesto debo conocerla. Y os imploro de rodillas, en nombre de la belleza que algún día se elogiaba en mí; en nombre de vuestras protestas de amor y de aquel gran juramento que nos reunió haciendo de ambos uno solo; os imploro para que descubráis ante mí, pues soy vuestra mitad, pues soy vos mismo, el por qué estáis tan adusto; y qué hombres se han dirigido á vos esta noche, puesto que había seis ó siete de ellos que ocultaban sus rostros aun en medio de la oscuridad.

Bruto.—No os arrodilleis, gentil Porcia.

Porcia.—No lo necesitaría si Bruto fuera afable.—Decidme, Bruto: Dentro del vínculo del matrimonio ¿es de esperar que yo ignore secretos que os pertenecen? ¿Ó no soy parte de vos mismo sino de una manera limitada; sólo para acompañaros á la mesa, confortar vuestro lecho, y hablaros de vez en cuando? ¿No hay sitio para mí sino en los confines de vuestra condescendencia? Si no es más que esto, Porcia es la manceba de Bruto, no su esposa.

Bruto.—Sois mi verdadera y honorable esposa, tan querida para mí como las gotas de sangre que afluyen á mi triste corazón.

Porcia.—Si esto fuera verdad, sabría yo entonces este secreto. Mujer soy, es cierto; pero mujer á quien Bruto tomó por esposa. Soy mujer, es cierto; pero mujer bien conocida: hija de un Catón. ¿Pensáis que no seré más fuerte que mi sexo, teniendo tal padre y tal esposo? Decidme vuestros designios: no los revelaré. Harta prueba he dado de mi constancia, haciéndome voluntariamente una herida aquí en el muslo. ¿Puedo sobrellevar esto con paciencia, y no los secretos de mi esposo?

Bruto.—¡Oh dioses! ¡Hacedme digno de esta noble esposa! (Se oye golpear adentro.) Escucha, escucha; alguien llama. Retírate, Porcia, por un rato, y pronto compartirá mi corazón con el tuyo sus secretos. Te explicaré mis compromisos y todo el significado de mi tristeza. Vete aprisa. (Sale Porcia.Entran Lucio y Ligario.)—Lucio: ¿quién llama?

Lucio.—Hay aquí un hombre enfermo que desea hablaros.

Bruto.—(Aparte.) Es Cayo Ligario, de quien habló Metelio. Muchacho, apártate. (Sale Lucio.) Cayo Ligario?

Ligario.—Recibid el saludo matinal de una lengua débil.

Bruto.—¡Oh! ¡Qué tiempo habéis escogido, valeroso Ligario, para llevar pañuelo!—¡Cuánto desearía que no estuviéseis enfermo!

Ligario.—No estoy enfermo, si Bruto tiene en mano alguna proeza digna del nombre del honor.

Bruto.—La tengo, Ligario, si queréis oirla con sana disposición.

Ligario.—¡Por todos los dioses ante quienes se inclinan los romanos, aquí olvido mi dolencia! ¡Alma de Roma! ¡Valeroso hijo, nacido de dignos progenitores! Tú, como los exorcistas, has conjurado mi pesaroso espíritu. Pídeme ahora que éntre en acción, y procuraré lo imposible: más; lo venceré. ¿Qué debo hacer?

Bruto.—Una faena que tornará en hombres sanos á los enfermos.

Ligario.—Pero ¿no hay algunos sanos á quienes debemos tornar enfermos?

Bruto.—También tendremos que hacerlo. Os revelaré esto, Cayo mío, mientras vamos hacia aquel en quien se deba realizar.

Ligario.—Avanzad audazmente; que yo con el corazón de nuevo inflamado, os seguiré para hacer no sé qué; pero me basta estar guiado por Bruto.

Bruto.—Entonces, seguidme.

(Salen.)
ESCENA II.
Un cuarto en el palacio de César.
Los mismos.—Truenos y rayos.—Entra CÉSAR en traje de noche.

César.—Ni cielo ni tierra han estado en paz esta noche. Tres veces ha clamado Calfurnia durante su sueño: «¡Auxilio, oh! ¡Asesinan á César!»—¿Quién va?

(Entra un criado.)

Criado.—¿Señor?

César.—Vé á decir á los sacerdotes que ofrezcan el sacrificio y me traigan su opinión sobre los sucesos.

Criado.—Voy en el acto, señor. (Entra Calfurnia.)

Calfurnia.—César ¿qué intentáis? ¿Pensáis salir? No, no os moveréis hoy de vuestra casa.

César.—César saldrá. Jamás cosa alguna de cuantas me han amenazado, se me ha presentado de frente. Al ver el rostro de César, se desvanecen.

Calfurnia.—Nunca dí grande importancia á ritos y ceremonias; mas ahora me asustan. Fuera de las cosas que hemos oído y visto, cuéntanse las más horribles visiones como observadas por los guardias. Una leona ha dado nacimiento á sus cachorros en la calle; y se han entreabierto las tumbas y dejado salir los muertos. Feroces guerreros combatían airados entre las nubes, en filas, en escuadrones y en extricta forma militar, haciendo llover la sangre sobre el Capitolio.—El fragor de la batalla atronaba el aire, y se oía el relinchar de los caballos y el quejido de los hombres moribundos, y los espectros daban alaridos por las calles. ¡Oh César! Estas no son cosas usuales y me infunden temor.

César.—¿Cómo evitar que se cumpla aquello que los dioses hayan dispuesto? César saldrá; pues esas predicciones tanto se dirigen á César como á todo el mundo.

Calfurnia.—No es al morir los mendigos cuando se ve aparecer los cometas; pero los cielos mismos se inflaman para anunciar la muerte de los príncipes.

César.—Los cobardes mueren muchas veces antes de perder la vida. Los valientes no experimentan la muerte sino una vez. De todas las maravillas que he oído, la que más extraña me parece es el que los hombres tengan miedo; pues la muerte es un fin necesario y cuando haya de venir, vendrá. (Vuelve á entrar el criado.) ¿Qué dicen los augures?

Criado.—No querrían veros salir hoy. Sacando las entrañas de la víctima ofrecida en el sacrificio, no pudieron encontrarle en el pecho el corazón.

César.—Esto lo hacen los dioses para vergüenza de la cobardía. César sería una bestia sin corazón, si dejase de salir hoy por miedo. No, César no lo hará. Bien saben los peligros que César es más peligroso que ellos.—Somos leones gemelos; pero nací primero y soy el más terrible. ¡Y César saldrá!

Calfurnia.—¡Ay! ¡La confianza impone silencio á vuestra prudencia! No salgáis hoy, mi señor. Llamad temor mío, no vuestro, lo que os retiene en casa. Enviaremos á Antonio al Palacio del Senado y dirá que no estáis bien de salud. Dejad que os ruegue de rodillas el concederme esto.

César.—Marco Antonio dirá que no estoy bien y me quedaré en casa por complacerte. (Entra Decio.)—He aquí á Decio Bruto que les dirá así.

Decio.—Salud ¡oh César! Buenos días, digno César. Vengo á conduciros al Senado.

César.—Y llegáis muy á tiempo para llevar mi saludo á los senadores y decirles que no iré hoy. Que no puedo, sería falso; y que no me atrevo, más falso aún.—No iré hoy: decidles solamente esto.

Calfurnia.—Decid que está enfermo.

César.—¿César enviar una mentira? ¿He llevado tan lejos las conquistas de mi brazo, para que tema decir la verdad á unos cuantos ancianos? Decio, id á decir que César no irá.

Decio.—Dejadme alegar alguna causa, poderoso César, para que al dar el mensaje no se burlen de mí.

César.—La causa es mi voluntad.—No iré. Esto basta para satisfacer al Senado. Mas para vuestra satisfacción particular os haré saber, pues os tengo en afecto, que es mi esposa Calfurnia quien me retiene en casa. Soñó anoche haber visto mi estatua, de la cual manaba, como de una fuente de cien bocas, un raudal de sangre; y á muchos vigorosos romanos venir á empapar sus manos en ella. Y creyendo que esto significa pronósticos, portentos y peligros inminentes, me ha suplicado de rodillas que permanezca hoy en casa.

Decio.—Errada interpretación ha dado al sueño. Ha sido más bien una buena y afortunada visión.—Vuestra estatua manando sangre por cien partes, significa que la gran Roma recibirá por vos nueva sangre vivificadora; y que grandes hombres se apresurarán por obtener una tintura, una gota, un residuo.—He ahí lo que significa el sueño de Calfurnia.

César.—Habéis dado así una buena explicación.

Decio.—Mejor la encontraréis cuando hayáis oído lo que aún tengo que decir. Sabedlo ahora: el Senado ha resuelto dar hoy al poderoso César una corona. Si enviáis á decir que no iréis, podrían acaso variar de intento.—Además, sería un sarcasmo posible que alguno dijera: «Disolved el Senado hasta nueva ocasión, cuando la esposa de César tenga mejores sueños.» Si César se oculta ¿no susurrarán entre ellos «César tiene miedo?» Perdonadme, César; pero mi amor, mi profundo amor por vuestros actos me impele á decíroslo, y siempre mi razón ha sido dócil á mis afectos.

César.—¡Qué pueriles aparecen ahora tus temores, Calfurnia! Me avergüenzo de haber cedido ante ellos. Dame mi manto porque voy á ir. (Entran Publio, Bruto, Ligario, Metelio, Casca, Trebonio y Cinna.)—Y he aquí á Publio que viene á conducirme.

Publio.—Buenos días, César.

César.—Bienvenido, Publio. ¡Qué! ¿También habéis madrugado, Bruto? Buenos días, Casca.—Cayo Ligario, César nunca fué tan enemigo vuestro como esa fiebre que os trae tan extenuado.—¿Qué hora es?

Bruto.—César, han dado las ocho.

César.—Gracias por vuestra solicitud y cortesía. (Entra Antonio).—Ved: Antonio, á pesar de que se divierte hasta tarde en la noche, está en pié. Buenos días, Antonio.

Antonio.—Así los tenga el muy noble César.

César.—Invítalos á prepararse allá dentro. Hago mal en hacerme esperar así. Al momento, Cinna. Al momento, Metelio. ¡Qué! Trebonio, tengo en reserva para vos una hora de conversación. Acordaos de visitarme hoy. Colocaos cerca de mí para que lo recuerde.

Trebonio.—Lo haré, César (aparte), y tan cerca, que vuestros mejores amigos hubieran querido verme más lejos.

César.—Entrad, buenos amigos, y bebamos juntos un poco de vino; y como buenos amigos iremos en seguida todos juntos.

Bruto.—(Aparte.) ¡Oh César! El corazón de Bruto se contrista pensando que cada apariencia no es la misma realidad.

(Salen.)
ESCENA III.
Una calle cerca del Capitolio.—La misma.
Entra ARTEMIDORO leyendo un papel.

Artemidoro.—«César, desconfía de Bruto: vigila á Casio: no te acerques á Casca: observa á Cinna: no confíes en Trebonio: nota bien á Metelio Cimber: Decio Bruto no te ama: has ofendido á Cayo Ligario: todos estos hombres tienen un mismo pensamiento, y este pensamiento es contra César. Si no eres inmortal, precávete: la seguridad abre las puertas á la conspiración. Que los poderosos dioses te amparen.

»Tu admirador

Artemidoro.»

Me quedaré aquí hasta que pase César, y como uno del séquito, le daré esto. Mi corazón deplora que la virtud no pueda vivir libre de la mordedura de la envidia. Si lees esto, ¡oh César! podrás vivir. Si no, los hados se habrán conjurado con los traidores. (Sale.)

ESCENA IV.
Otra parte de la misma calle, delante de la casa de Bruto. La misma.

Porcia.—Corre, corre, muchacho, al palacio del Senado. No te detengas á responderme, vé al instante. ¿Á qué te detienes?

Lucio.—Para saber qué me encargais, señora.

Porcia.—Querría que pudieses ir y volver, aun antes de decirte lo que has de hacer allí. ¡Oh constancia! ¡Dame toda tu fuerza! Pon una montaña entera entre mi corazón y mi boca. Tengo la mente del hombre, pero la debilidad de la mujer. ¡Qué duro es para nosotras guardar secretos! ¿Todavía estás aquí?...

Lucio.—Pero ¿qué haré, señora? ¿Nada más que correr al Capitolio? ¿Y regresar lo mismo que he ido, y nada más?

Porcia.—Sí, y avísame si tu amo parece bien, porque se fué un poco enfermo; y observa bien lo que hace César, y qué séquito le rodea.—¡Escucha! ¿Qué ruido es ese?

Lucio.—No alcanzo a oir nada, señora.

(Entra el adivino.)

Porcia.—Acércate, mozo. ¿Por dónde has andado?

Adivino.—En mi propia casa, señora.

Porcia.—¿Qué hora es?

Adivino.—Cerca de las nueve, señora.

Porcia.—¿Ha ido ya César al Capitolio?

Adivino.—Todavía no, señora. Voy á tomar un sitio para verle pasar al Capitolio.

Porcia.—¿Tienes algún lugar en el séquito de César? ¿No es así?

Adivino.—Le tengo, señora; y si César quiere ser tan bueno para César, que me preste oído, le suplicaré que vele por sí propio.

Porcia.—¡Qué! ¿Sabes acaso que se intente hacerle algún mal?

Adivino.—Ninguno, que yo sepa; pero alguno muy grande que temo podría acontecerle. Aquí la calle es angosta y la muchedumbre de senadores, pretores y secuaces comunes que se agrupan tras de los pasos de César, oprimirán á un hombre débil, quizás hasta ahogarlo. Me iré á un sitio más despejado, y desde allí hablaré al gran César cuando pase.

Porcia.—Debo retirarme. ¡Ay de mí! ¡Qué débil cosa es el corazón de la mujer! ¡Oh Bruto! ¡Los cielos te amparen en tu empresa! Sin duda el muchacho me oyó decir: «Bruto tiene un séquito que no puede agradar á César.» ¡Oh, siento que me desmayo! Corre, Lucio, y hazme presente á mi señor: dile que estoy alegre, y vuelve pronto, y repíteme lo que te habrá dicho.

(Salen.)



ACTO III.

ESCENA I.
El Capitolio de Roma.—El Senado en sesión.
Muchedumbre de pueblo en la calle que conduce al Capitolio, y entre ellos ARTEMIDORO y el ADIVINO.—Preludios.—Entran CÉSAR, BRUTO, CASIO, CASCA, DECIO, METELIO, TREBONIO, CINNA, ANTONIO, LÉPIDO, POPILIO, PUBLIO y otros.
CÉSAR.

H

an llegado los idus de Marzo.

Adivino.—Sí, César: pero no han pasado.

Artemidoro.—Salve, César. Leed este papel.

Decio.—Trebonio desea que paséis la vista, cuando tengáis holgura para ello, sobre esta su humilde petición.

Artemidoro.—¡Oh César! Leed primero la mía, porque es una solicitud que concierne más de cerca á César. Leedla, gran César.

César.—Lo que concierne personalmente á Nos se debe dejar para lo último.

Artemidoro.—No tardéis, César. Leed al instante.

César.—¡Qué! ¿Está loco este mozo?

Publio.—¡Apártate, malandrín!

Casio.—¡Qué! ¿Instáis vuestras peticiones en la calle? Venid al Capitolio. (César entra al Capitolio. Los demás le siguen. Los senadores se ponen en pié.)

Popilio.—Deseo que vuestra empresa hoy prospere.

Casio.—¿Qué empresa, Popilio?

Popilio.—Que os vaya bien. (Avanza hacia César.)

Bruto.—¿Qué dijo Popilio Lena?

Casio.—Dijo que deseaba que nuestra empresa hoy prosperase. Temo que haya sido descubierto nuestro intento.

Bruto.—Mira cómo se acerca á César: obsérvalo.

Casio.—Casca, sé rápido, pues tememos la alarma. Bruto, ¿qué se debe hacer? Si esto se llega á saber, ó Casio ó César no volverán jamás; pues me quitaré la vida.

Bruto.—Sé constante, Casio. No es de nuestro proyecto de lo que habla Popilio Lena; porque, como ves, se sonríe, y César no cambia de aspecto.

Casio.—Trebonio conoce su oportunidad: ved, Bruto, cómo se lleva afuera á Marco Antonio. (Salen Antonio y Trebonio. César y los senadores se sientan.)

Decio.—¿Dónde está Metelio Cimber? Que llegue y presente ahora su petición á César.

Bruto.—Ya se ha dirigido allí. Poneos junto á él y secundadle.

Cinna.—Casca, sois el primero que alzará su mano.

César.—¿Estamos prontos? ¿Hay cosa alguna errada, que César y su Senado deban rectificar?

Metelio.—Muy alto, muy noble y muy poderoso César, Metelio Cimber depone á tus plantas un humilde corazón. (Se arrodilla.)

César.—Debo advertirte, Cimber, que estas genuflexiones y bajas cortesías podrán inflamar la sangre de las gentes vulgares y convertir la preeminencia y el primer rango, en juguetes pueriles. No te lisonjees con la idea de que César lleva en sí una sangre que pueda cambiar de su verdadera calidad, por lo que hace bullir la sangre de los necios: quiero decir por las palabras almibaradas, las reverencias humillantes y las lisonjas bajas y rastreras.—Tu hermano está expatriado por un decreto. Si te abajas y ruegas y adulas por él, te echo fuera de mi camino como á un perro. Entiende que César no hace injusticia; ni se dará por satisfecho sin motivo.

Metelio.—¿No hay voz más digna que la mía para que suene más grata á los oídos del gran César, al pedir la vuelta de mi hermano desterrado?

Bruto.—Beso tu mano, pero sin adulación, César; deseando que otorgues á Publio Cimber la inmediata libertad de regresar.

César.—¡Qué! ¡Bruto!

Casio.—Perdona, César, perdona. Casio se pone á tus piés para implorar la libertad de Publio Cimber.

César.—Podría conmoverme si fuera yo como vosotros; y los ruegos me conmoverían si yo pudiera rogar para conmover.—Pero soy constante como la estrella del Norte, cuya fijeza é inmutable condición no tienen semejante en el firmamento. Esmaltado le véis con innumerables chispas, todas inflamadas y brillante cada una; pero entre todas una, sólo una mantiene su lugar. Y así sucede en el mundo: Está bien provisto de hombres; y los hombres, son de carne y sangre, y vacilantes. Sin embargo, entre todos conozco á uno, sólo uno que mantiene su rango incontrastable, superior á toda conmoción. Y que ese uno soy yo, lo mostraré un poco aun en esto: que he sido constante en que se desterrase á Cimber, y permanezco constante en mantenerlo así.

Cinna.—¡Oh César!

César.—¡Fuera de aquí! ¿Quieres levantar el Olimpo?

Decio.—¡Gran César!

César.—¿No está Bruto inútilmente de rodillas?

Casca.—Hablen por mí mis manos. (Casca hiere á César en el cuello. César le toma por el brazo. Hiérenle entonces otros conspiradores, y por último Marco Bruto.)

César.—¿También tú, Bruto? ¡César, déjate morir! (Muere. Los senadores y el pueblo se retiran en confusión.)

Cinna.—¡Libertad! ¡Libertad! ¡La tiranía ha muerto! Corred, proclamadlo, pregonadlo por las calles.

Casio.—Que vayan algunos á las tribunas populares y griten: «¡Libertad y emancipación!»

Bruto.—Pueblo y senadores, no os asustéis.—No huyáis: estad quedos. La ambición ha pagado su deuda.

Casca.—Id á la tribuna, Bruto.

Decio.—Y Casio también.

Bruto.—¿Dónde está Publio?

Cinna.—Aquí, enteramente azorado con este tumulto.

Metelio.—Permaneced bien juntos, no sea que algún amigo de César pudiera.....

Bruto.—¡No habléis de permanecer así!—Buen ánimo, Publio. Ningún mal se intenta á vuestra persona, ni á la de ningún otro romano.—Decidlo así á todos.

Casio.—Y dejaduos, Publio; pues si el pueblo se precipitara hacia nosotros, podría ocasionar algún daño á vuestra avanzada edad.

Bruto.—Hacedlo así, y que ningún hombre responda de lo acontecido, sino nosotros que lo hemos hecho.

(Vuelve á entrar Trebonio.)

Casio.—¿Dónde está Antonio?

Trebonio.—Huyó azorado á su casa. Hombres, esposas y niños miran asombrados, vociferan y corren como si fuera el día final.

Bruto.—¡Hados! conocemos vuestra voluntad. Que tenemos de morir, lo sabemos. Sólo ignoramos el tiempo y cuáles días de los que los hombres cuentan como suyos, han de ser sorteados.

Casio.—¡Bah! El que suprime veinte años de vida, suprime veinte años de estar temiendo la muerte.

Bruto.—Reconoce eso, y entonces la muerte es ya un beneficio. Así somos amigos de César, habiendo abreviado el tiempo en que había de temer la muerte. Inclinaos, romanos, inclinaos, y bañemos nuestras manos y nuestros brazos en la sangre de César, y empapemos en ella nuestras espadas; y salgamos hasta la misma plaza del mercado, y agitando nuestras armas enrojecidas por encima de nuestras cabezas, gritemos: «Paz, independencia y libertad.»

Casio.—Inclinaos, pues, y lavaos con su sangre. ¡Dentro de cuántas edades se volverá á representar esta nuestra grandiosa escena en naciones aún no nacidas y en idiomas que están aún por crearse!

Bruto.—¡Cuántas veces se verá en esos juegos futuros desangrar á César, que yace ahora al pié de la base de Pompeyo, no menos insignificante que un puñado de polvo!

Casio.—Y cuántas veces suceda, otras tantas nuestro grupo será apellidado el de los hombres que libertaron nuestra patria!

Decio.—Y bien ¿saldremos?

Casio.—Sí: en marcha todo hombre. Bruto irá á la cabeza, y nosotros honraremos sus huellas con los más intrépidos y mejores corazones de Roma.

(Entra un criado.)

Bruto.—Despacio. ¿Quién viene? Un amigo de Antonio.

Criado.—Así, ¡oh Bruto! me encargó mi señor que me arrodillase. Así me encargó Marco Antonio prosternarme; y una vez postrado, que dijera estas palabras: Bruto es noble, prudente, valeroso y honrado. César era poderoso, audaz, regio y afectuoso. Dí que amo á Bruto, y lo venero. Dí que temía á César, lo veneraba y lo amaba. Si Bruto promete que Antonio podrá venir sin peligro á su presencia, y que se le hará comprender cómo César había merecido la muerte, Marco Antonio no amará más á César muerto que á Bruto vivo; sino que seguirá con entera lealtad los trabajos y la suerte del noble Bruto al través de los azares de este nuevo estado. Esto dice Antonio, mi señor.

Bruto.—Tu señor es un romano sensato y valeroso. Nunca pensé menos de él. Dile que si gusta venir aquí, será satisfecho, y sobre mi honor, volverá ileso.

Criado.—Lo conduciré en seguida. (Sale el criado.)

Bruto.—Conozco que nos conviene tenerlo de amigo seguro.

Casio.—Me alegraría de que se pudiera. Sin embargo, tengo cierta inclinación á considerarlo como muy de temer; y mi recelo persiste en venir maliciosamente al propósito.

(Vuelve á entrar Antonio.)

Bruto.—He aquí á Antonio que viene. Bienvenido, Marco Antonio.

Antonio.—¡Oh poderoso César! ¿Y yaces tan abatido? Todas tus conquistas, glorias, triunfos, despojos ¿han venido á reducirse á esta mezquina condición? Adios. Ignoro, caballeros, vuestros designios; quién otro deberá verter su sangre, quién está designado. Si lo estoy yo, ninguna hora mejor que la que ha visto morir á César; ni instrumento que sea la mitad tan digno como esas vuestras espadas, enriquecidas ya con la más noble sangre que hay en el mundo entero.—Si me tenéis aversión, os ruego satisfacer vuestro deseo ahora que vuestras manos enrojecidas exhalan todavía el vapor de la sangre. Si hubiera de vivir mil años, jamás me encontraría tan dispuesto á morir como en este momento. Ningún lugar me agradaría tanto como este al lado de César; ningún modo de muerte como el recibirla de vosotros los genios superiores y escogidos de esta edad.

Bruto.—¡Oh Antonio! No implores de nosotros la muerte. Aunque ahora tenemos que parecer sanguinarios y crueles como lo véis por nuestras manos y por este acto nuestro; vos no véis sino las manos y la acción sangrienta que han ejecutado. No véis nuestros corazones. Están llenos de compasión: y la compasión por el infortunio general de Roma (que así como el fuego ahoga al fuego, ahoga la compasión á la compasión), ha consumado este hecho en César. En cuanto á vos, nuestras espadas no tienen punta para dañaros, Marco Antonio. Nuestros brazos, seguros contra la malicia, y nuestros corazones de fraternal genialidad, os reciben con todo benévolo afecto, con sana intención y reverencia.

Casio.—Vuestra voz alcanzará tanto poder como la de cualquier otro hombre, en la distribución de nuevas dignidades.

Bruto.—Tened solamente paciencia hasta que hayamos apaciguado á la multitud enagenada de espanto, y entonces os presentaremos la causa por la cual yo, que amaba á César en el momento de herirlo, he procedido así.

Antonio.—No dudo de vuestra rectitud! Déme cada uno su ensangrentada mano. Primero estrecharé la vuestra, Marco Bruto; en seguida la vuestra, Cayo Casio. Ahora á vos, Decio Bruto, y á vos ahora, Metelio; vuestra mano, Cinna; y, mi valeroso Casca, la vuestra. Y último, aunque no inferior en mi afecto, la vuestra buen Trebonio. Caballeros, todos, ¡ay! ¿qué diré? Mi crédito se asienta hoy en tan resbaladizo terreno, que sólo podréis considerarme de uno de dos tristes modos: ó cobarde ó adulador. Sí: es verdad que te amé ¡oh César! Y si ahora tu espíritu nos contempla ¿no te afligirá, aún más que su muerte, ver á Antonio hacer las paces, y estrechar las manos sangrientas de tus adversarios ¡oh tú el más noble de los hombres! en presencia de tu cadáver? Si tuviera yo tantos ojos como heridas tienes, y vertiera por ellos tantas lágrimas como sangre han manado éstas, me estaría mejor que unirme en lazos de amistad con tus enemigos.—Aquí fuíste cercado, bravo ciervo, y aquí caíste; y aquí están tus cazadores, puestas sus señales en tus despojos y enrojecidos en tu muerte. Tú eras el bosque de este siervo ¡oh mundo! y él era, en verdad, tu corazón. ¡Qué semejante al ciervo herido por muchos príncipes, yaces aquí!

Casio.—Marco Antonio.

Antonio.—Perdonadme, Cayo Casio. Los mismos enemigos de César han de decirlo, y por tanto, en boca de un amigo, no es más que fría modestia.

Casio.—No os censuro porque elogiáis así á César. Pero ¿qué alianza pensáis tener con nosotros? ¿Queréis ser contado en el número de nuestros amigos? ¿Ó seguiremos adelante sin confiar en vos?

Antonio.—Por eso os estreché las manos. Pero en verdad me distrajo el ver cómo yace César. Amigo soy de todos, á todos os amo en la esperanza de que me daréis las razones de por qué y cómo era peligroso César.

Bruto.—Y de no serlo, este sería un espectáculo salvaje. Nuestras razones abundan tanto en rectitud, que quedaríais satisfecho, Antonio, aun cuando fuerais el hijo de César.

Antonio.—Eso es todo lo que busco. Y además, solicito poder exhibir su cuerpo en la plaza del mercado, y hablar en la tribuna, como cumple á un amigo, en el orden de su funeral.

Bruto.—Lo harás, Marco Antonio.

Casio.—Bruto, quiero deciros una palabra. (Aparte.) No sabéis lo que estáis haciendo. No consintáis en que hable Antonio en el funeral. ¿Sabéis hasta qué grado se podrá conmover el pueblo con lo que él diga?

Bruto.—(Aparte.) Con vuestro permiso. Yo ocuparé primero la tribuna y explicaré la causa de la muerte de César. Haré constar que Antonio hablará por nuestra venia y consentimiento y que nos complacemos en que César tenga todos los ritos y ceremonias legales. Esto nos hará más provecho que daño.

Casio.—(Aparte.) No sé lo que pueda acontecer. Esto no me place.

Bruto.—Marco Antonio, tomad aquí el cuerpo de César. En vuestra oración fúnebre no nos censuréis, pero hablaréis de César todo el bien que podáis, y diréis que para ello os hemos dado permiso. De otro modo no tendréis parte alguna en este funeral. Y hablaréis en la misma tribuna que yo, después de terminar mi discurso.

Antonio.—Sea así. No deseo más.

Bruto.—Preparad, pues, el cadáver y seguiduos.

(Salen todos, excepto Antonio.)

Antonio.—Perdóname ¡oh despojo desangrado! si soy manso y gentil con estos carniceros. Reliquia eres del hombre más noble que jamás vieron los tiempos. ¡Ay de la mano que derramó esta valiosa sangre! Ante tus heridas frescas aún, que abren sus labios enrojecidos como bocas mudas implorando de mi lengua la voz y la expresión, hago ahora esta profecía: Caerá una maldición sobre los miembros de los hombres: el furor intestino y la cruel guerra civil arrasarán todas las partes de Italia; la sangre y la destrucción serán tan habituales, y los objetos terribles tan familiares, que las madres no harán mas que sonreir cuando vean á sus pequeñuelos descuartizados por la mano de la guerra; la costumbre de los hechos atroces ahogará toda piedad: el espíritu de César, ávido de venganza, discurrirá teniendo á su lado á Atos acabada de salir del infierno, y gritará en todos estos confines con voz de monarca: «¡Destrucción!», y soltará los perros de la guerra; y que este crimen trascenderá por sobre la tierra en el quejido de los moribundos implorando un sepulcro. (Entra un criado.) Tú sirves á Octavio César ¿no es así?

Criado.—Así es, Marco Antonio.

Antonio.—César escribió para que viniese á Roma.

Criado.—Recibió las cartas y está en camino y me encargó deciros de palabra... ¡Oh César! (Viendo el cadáver.)

Antonio.—Tienes henchido el corazón. Apártate y llora. Veo que la pasión es contagiosa, porque al ver las lágrimas que llenan tus ojos, siento que los míos se humedecen. ¿Viene tu señor?

Criado.—Esta noche estará á menos de siete leguas de Roma.

Antonio.—Pues vuela á encontrarle y dile lo que ha acontecido. Hay una Roma enlutada, una Roma peligrosa; pero todavía no hay para Octavio una Roma segura. Sal de aquí y dile esto. Pero, quédate un momento. No tornarás hasta que haya yo llevado este cadáver á la plaza del mercado; allí sondearé con mi discurso el modo cómo el pueblo ha recibido la cruel resolución de estos hombres sanguinarios; y según lo que sea, explicarás al joven Octavio el estado de las cosas. Ayúdame. (Salen llevando el cuerpo de César).

ESCENA II.
La misma.—El Foro.
Entran BRUTO y CASIO y un grupo de ciudadanos.

Ciudadano.—Queremos satisfacernos! ¡Que se nos satisfaga...!

Bruto.—Pues bien: seguidme y escuchadme, amigos. Casio, id á la otra calle, y quede dividido el auditorio. Permanezcan aquí los que desean oirme, y acompañen á Casio los que quieran seguirle; y se darán públicamente las razones de la muerte de César.

Ciudadano 1.º—Quiero oir hablar á Bruto.

Ciudadano 2.º—Quiero oir á Casio, y comparar sus razones cuando hayamos oído á uno y otro. (Sale Casio con algunos ciudadanos. Bruto va al rostrum.)

Ciudadano 3.º—El noble Bruto ha subido. ¡Silencio!

Bruto.—¡Tened paciencia hasta el fin, romanos, compatriotas y amigos! Escuchadme en mi causa, y guardad silencio para que podáis escuchar; creedme por mi honor, y respetad mi honor para que creáis: censuradme en vuestra sensatez, y despertad vuestros sentidos para juzgar mejor. Si hubiere en esta asamblea algún caro amigo de César, á él me dirijo para decirle que él no amaba á César más que Bruto. Y si ese amigo pregunta por qué se levantó Bruto contra César, he aquí mi respuesta: no porque amara menos á César, sino porque amaba más á Roma. ¿Querríais mas bien que viviera César y morir esclavos todos, que ver morir á César y vivir todos como hombres libres?—Puesto que César me amaba, le lloro; de que fué afortunado me regocijo; como á valiente le honro; pero como á ambicioso le maté. Hay lágrimas para su afecto, alegría para su fortuna, honra para su valor, y muerte para su ambición. ¿Quién hay aquí tan bajo que quisiera ser siervo? Si le hay, que hable; pues á ése he ofendido. ¡Quién hay aquí tan embrutecido que no quisiera ser romano? Si le hay, que hable; pues á ése he ofendido también. ¿Quién hay aquí tan vil que no ame á su patria? Si le hay, que hable; pues también le he ofendido. Me detengo para esperar respuesta.

Ciudadano.—(Hablan muchos á un tiempo.) Ninguno, Bruto, ninguno.

Bruto.—Entonces á ninguno he ofendido. No he hecho á César sino lo que haríais á Bruto. La cuestión de su muerte está inscrita en el Capitolio: no disminuída su gloria en cuanto era digno de ella, ni exageradas las ofensas por las cuales sufrió la muerte. (Entran Antonio y otros con el cuerpo de César.)—Aquí viene su cadáver escoltado por Marco Antonio. Ninguna parte tuvo éste en su muerte, y, sin embargo, goza del beneficio de ella, ocupando un puesto en la comunidad. ¿Y cuál de vosotros no lo obtendrá también? Y me despido protestando que si sólo por el bien de Roma maté al hombre á quien más amaba, tengo la misma arma para mí propio cuando la patria necesite mi muerte.

Ciudadano.—¡Viva Bruto! ¡Viva, viva!

Ciudadano 1.º—Llevémosle en triunfo hasta su casa.

Ciudadano 2.º—Erigidle una estatua junto á las de sus antepasados.

Ciudadano 3.º—Hagámosle César.

Ciudadano 4.º—Y lo que había de mejor en César será ahora coronado en Bruto.

Ciudadano 1.º—Le llevaremos á su casa con vítores y aclamaciones.

Bruto.—Compatriotas míos...

Ciudadano 2.º—¡Orden! ¡Silencio! Bruto habla.

Bruto.—Mis buenos compatriotas, dejadme partir solo, y por merced á mí quedaos aquí con Antonio. Haced honor al cuerpo de César, y á la oración de Antonio encaminada á la gloria de César. Hácela con nuestro beneplácito y le hemos dado permiso para pronunciarla. Os ruego que ningún hombre se ausente, excepto yo, hasta que Antonio haya hablado.

Ciudadano 1.º—Quedémonos para oir á Marco Antonio.

Ciudadano 3.º—Que suba á la tribuna pública y le oiremos. Noble Antonio, subid.

Antonio.—Por consideración á Bruto, me véis en presencia vuestra.

Ciudadano 4.º—Lo mejor sería que no hablase aquí mal de Bruto.

Ciudadano 1.º—Este César era un tirano.

Ciudadano 3.º—No hay duda de ello. Es una bendición para nosotros que Roma se haya librado de él.

Ciudadano 2.º—¡Silencio! Oigamos lo que puede decir Antonio.

Antonio.—Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención. Vengo á sepultar á César, no á ensalzarlo. El mal que los hombres hacen les sobrevive: el bien es á menudo enterrado con sus huesos. Sea también así con César. El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si tal ha sido, su falta fué muy grave, y la habrá pagado terriblemente. Ahora, con permiso de Bruto y los demás (porque Bruto es un hombre honorable, y honorables son todos ellos, todos) vengo á hablar en el funeral de César.—Amigo mío era, leal y justo para mí; pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honorable. Muchos cautivos trajo á Roma, y con sus rescates llenó las arcas públicas. ¿Pareció esto ambicioso en César? Las lágrimas de los pobres hacían llorar á César, y la ambición debería ser de índole más dura. Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso; y Bruto es un hombre honorable. Todos habéis visto cómo en la fiesta Lupercalia le presenté tres veces una corona real y cómo la rehusó tres veces. ¿Era esto ambición? Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso, y por cierto que él es un hombre honorable. No hablo para reprobar lo que habló Bruto; pero estoy aquí para decir lo que sé. Todos le amasteis un día y no fué sin motivo. ¿Qué causa os retiene, pues, para no llevar luto por él? ¡Oh discernimiento! Has ido á albergarte en los animales inferiores y los hombres han perdido la razón! Toleradme; porque mi corazón está allí en ese féretro, con César, y he de detenerme hasta que vuelva á mí.

Ciudadano 1.º—Parece que hay mucho de verdad en lo que dice.

Ciudadano 2.º—Bien pensado, se ha hecho grande injusticia á César.

Ciudadano 3.º—¿En verdad, señores? Pues temo que en lugar suyo venga alguno peor.

Ciudadano 4.º—¿Te has fijado en sus palabras? No quiso tomar la corona. Luego de seguro que no era ambicioso.

Ciudadano 1.º—Si resulta así, alguien lo ha de pagar bien caro!

Ciudadano 2.º—¡Pobre hombre! Tiene enrojecidos los ojos de llorar.

Ciudadano 3.º—No hay en Roma hombre más noble que Antonio.

Ciudadano 4.º—Observémosle ahora. Vuelve á hablar.

Antonio.—Sólo ayer, la palabra de César habría hecho frente al mundo todo: y hedle allí que yace ahora sin que haya uno solo bastante humilde para rendirle homenaje. ¡Oh señores! Si estuviera dispuesto á conmover vuestros corazones y vuestra mente y arrastrarlos á la cólera y al tumulto, haría injusticia á Bruto é injusticia á Casio; y todos sabéis bien que son hombres honorables. No quiero ser injusto para con ellos. Prefiero serlo para con el muerto, para conmigo mismo y para con vosotros, antes que para con hombres tan honorables.—Pero tengo aquí un pergamino con el sello de César. Lo encontré en su retrete y es su testamento.—Permitid que oigan su última voluntad los ciudadanos (si bien, con vuestro permiso, no me propongo leerlo), é irán á besar las heridas de César muerto, y mojarán sus telas en su sagrada sangre; sí; y mendigarán uno solo de sus cabellos como memoria, y al morir lo mencionarán en sus testamentos como rico legado á sus sucesores.

Ciudadano 4.º—Queremos oir el testamento. Leedlo, Marco Antonio.

Ciudadanos.—¡El testamento! ¡El testamento! ¡Queremos oir el testamento!

Antonio.—Tened paciencia, benévolos amigos; no debo leerlo. No es oportuno que sepáis á qué punto os amó César. No sois leños, no sois piedras; sois hombres, y como hombres, al oir el testamento de César, os sentiríais inflamados, exasperados por la indignación.—No es bien haceros saber que sois sus herederos; pues á saberlo ¿qué no podría resultar?

Ciudadano 4.º—Leed el testamento. Queremos oirlo, Antonio. Habéis de leernos el testamento, el testamento de César.

Ciudadanos.—¡El testamento! ¡El testamento!

Antonio.—¿Queréis tener paciencia? ¿Permaneceréis tranquilos un rato? Me he dejado llevar más allá de mi intento, al deciros eso. Temo hacer mal á los hombres honorables cuyos puñales hirieron á César. Lo temo.

Ciudadano 4.º—¡Eran traidores! ¡Hombres honorables!

Ciudadanos.—¡El testamento! ¡La última voluntad!

Antonio.—¿Queréis forzarme, pues, á leer el testamento? Rodead entonces el cadáver y dejadme mostraros á aquel que hizo el testamento.—¿Me daréis permiso para bajar?

Ciudadanos.—¡Bajad!

Ciudadano 2.º—¡Descended!

Ciudadano 3.º—Tenéis el permiso.

Ciudadano 4.º—Hagamos rueda. Poneos alrededor.

Ciudadano 1.º—Apartaos un tanto del cadáver y del féretro.

Ciudadano 2.º—Haced lugar para Antonio, para el muy noble Antonio.

Antonio.—No os agolpéis tanto sobre mí. Teneos á distancia.

Ciudadano.—¡Atrás! ¡Haced sitio! ¡Retroceded!

Antonio.—Si tenéis lágrimas, preparaos á verterlas. Todos conocéis este manto. Recuerdo cuando César lo llevó por primera vez. Era una tarde de verano, en su tienda. Ese día venció á los Nervos. Ved: por aquí penetró el puñal de Casio. Mirad qué rasgadura hizo el envidioso Casca. Por esta otra hirió Bruto el bien amado. Y observad cómo al retirar su maldito acero, la sangre de César parece haberse lanzado en pos de éste, como para cerciorarse de si era Bruto en verdad quien le había abierto tan odiosamente la puerta. Porque Bruto, bien lo sabéis, era el ángel de César. ¡Juzgad, oh dioses, qué entrañablemente le amaba César! Esa fué la más cruel herida de todas. Porque cuando el noble César vió que él también le hería, la ingratitud más fuerte que los brazos de los traidores, lo abrumó completamente. Y estalló entonces su poderoso corazón; y envolviendo su rostro con el manto, cayó el gran César en la base de la estatua de Pompeyo, inundada de sangre. ¡Oh, qué caída, compatriotas! Allí, vosotros y yo caímos, y la traición sangrienta triunfó sobre nuestras cabezas. ¡Oh! Ahora lloráis: veo que la piedad os mueve, y esas lágrimas son bondadosas. Pero ¡qué! ¡Lloráis almas benévolas, cuando véis solamente la desgarrada vestidura de César! Mirad aquí, aquí está él mismo, acribillado por los traidores.

Ciudadano 1.º—¡Qué triste espectáculo!

Ciudadano 2.º—¡Oh noble César!

Ciudadano 3.º—¡Oh desgraciado día!

Ciudadano 4.º—¡Oh traidores! ¡Villanos!

Ciudadano 1.º—¡Oh sangriento cuadro!

Ciudadano 3.º—Seremos vengados: ¡Venganza! Buscad, registrad, incendiad, matad. ¡Que no quede un traidor vivo!

Antonio.—Quedaos, compatriotas.

Ciudadano 1.º—Guardad silencio. Oigamos al noble Antonio.

Ciudadano 2.°—Le oiremos, y le seguiremos, y moriremos con él.

Antonio.—Buenos amigos, caros amigos, no anhelo agitaros con semejante irrupción de tumulto. Aquellos que han consumado ese hecho son honorables. Qué secretos agravios tenían para hacer esto ¡ay! no lo sé. Ellos son discretos y honorables, y, sin duda, os responderán con razones. No vengo, amigos, á seducir vuestros corazones. Yo no soy orador, como Bruto; y todos me conocéis como un hombre sencillo y rudo que amaba á su amigo. Y bien lo sabían los que me dieron públicamente permiso para hablar de él; porque no tengo el talento, ni la elocuencia, ni la valía, ni la acción, ni la fuerza de la palabra, para sublevar la sangre de los hombres.—Hablo sin rodeos, y sólo os digo aquello que todos sabéis: os muestro las heridas del afectuoso César, estas pobres, pobres bocas mudas, y les pido que hablen por mí. Que si yo fuera Bruto, y Bruto fuera Antonio, habría un Antonio que sublevaría vuestros ánimos y pondría una lengua en cada herida de César capaz de hacer moverse y amotinarse hasta las piedras de Roma.

Ciudadano.—¡Nos levantaremos!

Ciudadano 1.º—¡Quemaremos la casa de Bruto!

Ciudadano 3.º—¡Pues vamos! Busquemos á los conspiradores.

Antonio.—Oídme aún, compatriotas: oídme unas palabras más.

Ciudadano.—¡Silencio! Oíd á Antonio, al muy noble Antonio.

Antonio.—Pero, amigos, os lanzáis á hacer no sabéis qué. ¿Qué ha hecho César para merecer así vuestros afectos? ¡Ay! No sabéis aún, debo decíroslo, habéis olvidado el testamento de que os hablé.

Ciudadano.—Muy cierto. El testamento. Quedémonos á oir el testamento.

Antonio.—Hedlo aquí, y bajo el sello de César. Da á cada ciudadano romano, á cada un hombre, setenta y cinco draemas.

Ciudadano 2.º—¡Qué noble César! Vengaremos su muerte!

Ciudadano 3.º—¡Qué regio César!

Antonio.—Escuchadme con paciencia.

Ciudadano.—¡Silencio! ¡Silencio!

Antonio.—Os ha dejado además todos sus paseos, sus parques particulares, y sus huertos recién plantados, en este lado del Tíber; los ha dejado á perpetuidad para vosotros y vuestros herederos, como parques públicos, para pasearos y solazaros en ellos.—Hed ahí lo que ha sido César. ¿Cuándo vendrá uno que se le parezca?

Ciudadano 1.º—Nunca, jamás. Salgamos, salgamos; quememos sus restos en el lugar sagrado, y con los tizones incendiemos las casas de los traidores! Levantemos el cuerpo.

Ciudadano 2.º—Id á traer fuego.

Ciudadano 3.º—Derribad los bancos.

Ciudadano 4.º—Derribad las molduras, las ventanas, lo que sea. (Salen los ciudadanos con el cuerpo.)

Antonio.—Y ahora, siga adelante la obra.—Ya estás en marcha ¡oh revuelta! Toma el camino que quieras.—¿Qué hay ahora, mozo? (Entra un criado.)

Criado.—Señor. Octavio ha llegado ya á Roma.

Antonio.—¿Y en dónde está?

Criado.—Él y Lépido están en casa de César.

Antonio.—Y allí voy inmediatamente á visitarlo. Viene como traído al intento. La fortuna está alegre, y en su buen humor nos dará no importa qué.

Criado.—Les oí decir que Bruto y Casio escapan como locos furiosos fuera de las puertas de Roma.

Antonio.—Es probable que tuviesen alguna noticia del pueblo y de cómo yo lo había movido.—Condúceme donde Octavio.

ESCENA III.
La misma.—Una calle.
Entra CINNA, el poeta.

Cinna.—Soñé esta noche que estaba en un banquete con César, y las cosas impresionan mi fantasía de un modo desafortunado. No tengo deseo de andar por las calles, y, sin embargo, algo me impele á hacerlo.

(Entran ciudadanos.)

Ciudadano 1.º—¿Cómo os llamáis?

Ciudadano 2.º—¿Á dónde váis?

Ciudadano 3.º—¿Dónde residís?

Ciudadano 4.º—¿Sois casado ó soltero?

Ciudadano 2.º—Responded á cada uno terminantemente.

Ciudadano 1.º—Sí; y en pocas palabras.

Ciudadano 4.º—Sí; y discretamente.

Ciudadano 3.º—Sí; y con veracidad. Será mejor para vos.

Cinna.—¿Cómo me llamo? ¿Á dónde voy? ¿Dónde resido? ¿Soy casado ó soltero? Pues para responder á cada uno terminantemente, en pocas palabras, discretamente y con veracidad, digo discretamente: soy soltero.

Ciudadano 2.º—Eso quiere decir que los que se casan son unos necios. Me temo que esto os costará que os dé un golpe. Continuad: terminantemente.

Cinna.—Terminantemente, voy al funeral de César.

Ciudadano 1.º—¿Como amigo ó enemigo?

Cinna.—Como amigo.

Ciudadano 2.º—Ese punto está respondido terminantemente.

Ciudadano 4.º—¿Vuestra residencia? En pocas palabras.

Cinna.—En pocas palabras, resido junto al Capitolio.

Ciudadano 3.º—¿Vuestro nombre, señor? Con veracidad.

Cinna.—Con veracidad, mi nombre es Cinna.

Ciudadano 1.º—Hacedle pedazos. Es un conspirador.

Cinna.—Soy Cinna el poeta, soy Cinna el poeta.

Ciudadano 4.º—Despedazadle por sus malos versos. Despedazadle por sus malos versos.

Ciudadano 2.º—No importa. Su nombre es Cinna. Arrancad solamente ese nombre de su corazón, y hacedle que retroceda.

Ciudadano 3.º—¡Despedazadle, despedazadle! ¡Y ahora á las teas! ¡Á casa de Bruto! ¡Á casa de Casio! Incendiémoslo todo. ¡Que vayan unos á casa de Decio, otros á la de Casca, otros á la de Ligario! (Salen.)



ACTO IV.

ESCENA I.
En Roma. Cuarto en casa de Antonio.
ANTONIO, OCTAVIO Y LÉPIDO sentados alrededor de una mesa.
Antonio.

A

odos estos, pues, tienen que morir. Sus nombres están marcados.

Octavio.—Vuestro hermano debe morir también. ¿Consentís, Lépido?

Lépido.—Consiento.

Octavio.—Marcadlo, Antonio.

Lépido.—Á condición de que no vivirá Publio, que es hijo de vuestra hermana, Marco-Antonio.

Antonio.—No vivirá. Mirad: le condeno con esta señal. Pero id, Lépido, á casa de César; traed el testamento y arreglaremos el modo de suprimir alguna parte de los legados.

Lépido.—¡Qué! ¿Os hallaré aquí?

Octavio.—Aquí ó en el Capitolio. (Sale Lépido.)

Antonio.—Este es un pobre hombre sin mérito que sólo está bueno para hacer mandados. ¿Es conveniente que, dividido el mundo en tres partes, venga él á ser uno de los tres que lo dominen?

Octavio.—Así lo pensabais y consultasteis su voto sobre quiénes debían ser marcados para morir en nuestra sentencia de muerte y proscripción.

Antonio.—Octavio, he vivido más días que vos, y aunque prodigamos estos honores en este hombre para libertarnos del peso de algunas calumnias, él no los llevará sino como lleva el asno el oro, para trabajar y sudar en la faena, ya sea que al señalar el camino sea guiado ó sea arreado. Y cuando hemos traído nuestro tesoro adonde queremos, le quitamos la carga y le hacemos irse, como el asno descargado, á sacudir las orejas y pacer en el campo.

Octavio.—Haced como queráis; pero es un bravo y experto soldado.

Antonio.—También lo es mi caballo, Octavio, y por tanto le proveo con un depósito de heno. Es una criatura á la cual he enseñado á lidiar, á partir, á detenerse, á correr de frente, gobernados siempre por mi espíritu los movimientos de su cuerpo. En cierto modo, Lépido no es más que esto. Tiene que ser enseñado, disciplinado, estimulado á ir adelante.—Es un espíritu estéril que se alimenta con objetos, artes é imitaciones, manoseadas por otros hombres y caídas en desuso, pero que para él son moda nueva. No habléis de él sino como de una propiedad. Y ahora, Octavio, escuchad grandes cosas. Bruto y Casio están reclutando fuerzas. Nosotros debemos ir adelante sin vacilar. Combinemos, pues, nuestra alianza, aseguremos á nuestros más fieles amigos y ensanchemos nuestros mejores recursos. Reunámonos inmediatamente en consejo para descubrir mejor las cosas encubiertas y hacer frente á los peligros visibles.

Octavio.—Hagámoslo; porque estamos en juego, circundados por muchos enemigos, y me temo que algunos de los que nos sonríen, tienen en su corazón abismos de maldad.

(Salen.)
ESCENA II.
Delante de la tienda de Bruto, en el campo cerca de Sardis.
Tambor.—Entran BRUTO, LUCILIO, LUCIO y SOLDADOS. TICINIO Y PÍNDARO se encuentran con ellos.

Bruto.—¡Alto aquí!

Lucilio.—Dad la voz y haced alto.

Bruto.—¿Qué hay, Lucilio? ¿Está Casio cerca?

Lucilio.—Va á llegar, y Píndaro ha venido á saludaros en nombre de su señor.

(Píndaro da una carta á Bruto).

Bruto.—Me saluda bien. Vuestro señor, Píndaro, por mudanza en él, ó por malos oficiales, me ha dado algún motivo para desear que cosas que habían sido hechas se deshicieran; pero si está tan próximo, quedaré satisfecho.

Píndaro.—No dudo que mi noble dueño aparecerá tal como es, lleno de delicadeza y honor.

Bruto.—No se duda de él. Una palabra, Lucilio. Quiero saber con certeza de qué modo os recibió.

Lucilio.—Cortésmente y con bastante respeto; pero no con las mismas formas familiares, ni con el libre y amistoso trato que acostumbraba en tiempos anteriores.

Bruto.—En ello habéis descrito á un caluroso amigo que se enfría. Advertid, Lucilio, que cuando el amor principia á debilitarse y decaer, usa siempre una ceremonia forzada. La fe honesta y sencilla no conoce disfraces.—Pero los hombres frívolos, como ciertos caballos fogosos al principio, hacen ostentación y alarde de su firmeza; pero luégo que sienten las sangrientas espuelas, agachan la cabeza como rocines mañosos y sucumben en la prueba. ¿Avanza su ejército?

Lucilio.—Propónense acampar esta noche en Sardis. La mayor parte, las tropas de á caballo, han venido con Casio.

Bruto.—¿Oyes? Ha llegado. Vé pausadamente á encontrarlo.

(Entran Casio y soldados.)

Casio.—¡Alto!

Bruto.—¡Alto! Pasad la voz.

Dentro.—¡Alto!

Dentro.—¡Alto!

Dentro.—¡Alto!

Casio.—Muy noble hermano. Habéis sido injusto hacia mí.

Bruto.—Juzgadme ¡oh dioses! ¿Hago injusticia á mis enemigos? Pues si no la hago ¿cómo podría hacerla á un hermano?

Casio.—Bruto, esta sobria apariencia vuestra encubre injusticias; y cuando las hacéis....

Bruto.—Conteneos, Casio. Exponed vuestros agravios tranquilamente. Os conozco bien. Aquí bajo las miradas de nuestros dos ejércitos, que no deben ver entre nosotros sino buen afecto, no disputemos. Haced que se retiren y luégo en mi tienda, Casio, os espaciaréis sobre vuestras quejas y os daré audiencia.

Casio.—Píndaro, pedid á los jefes que retiren un poco de este lugar sus tropas.

Bruto.—Hacedlo también, Lucilio; y que nadie venga á nuestra tienda hasta que haya terminado nuestra conferencia. Que Lucio y Ticinio guarden la puerta.

(Salen.)
ESCENA III.
En la tienda de Bruto.
LUCIO y TICINIO á alguna distancia de ella.

Casio.—Que me habéis tratado injustamente, se ve en que habéis condenado y marcado á Lucio Pella por haber recibido aquí sobornos de los sardios; al paso que mis cartas implorando en su favor, porque conozco al hombre, han sido despreciadas.

Bruto.—Os hicisteis injusticia vos mismo, escribiendo en semejante caso.

Casio.—En tiempos como el presente, no es oportuno que una pequeña falta sea tan notada.

Bruto.—Dejadme deciros, Casio, que vos, vos mismo, tenéis la mala reputación de la codicia; de vender y traficar por oro nuestros empleos á personas indignas.

Casio.—¿Codicia, yo? Bien sabéis, Bruto, que á no ser vos quien habla ¡por los dioses! estas serían vuestras últimas palabras.

Bruto.—Y á no estar esta corrupción amparada bajo el nombre de Casio, no tardaría en aparecer el castigo.

Casio.—¡Castigo!

Bruto.—¡Acordaos de Marzo, de los ídus de Marzo! ¿No fué por la justicia que corrió la sangre del gran Julio? ¿Qué villano tocó su cuerpo y lo hirió, y no por justicia? ¡Qué! ¿Habrá de haber uno de nosotros, los que pusimos la mano sobre el primer hombre del mundo, sólo porque protegía á los expoliadores, que manche ahora sus manos con bajos cohechos? ¿Y venda la alta región de nuestros grandes honores, por la vil basura que así se pueda recoger?—Antes que ser un romano semejante, prefiriera ser un perro hambriento.

Casio.—No me provoquéis, Bruto. No he de sufrirlo. Os olvidáis de vos mismo al acusarme. Soldado soy, soldado más antiguo y experimentado, más hábil que vos para dictar condiciones.

Bruto.—Apartaos. No sois Casio.

Casio.—Casio soy.

Bruto.—Digo que no.

Casio.—Conteneos ó lo olvidaré todo. Mirad por vos mismo. No me tentéis más.

Bruto.—¡Fuera! ¡Pobre diablo!

Casio.—¿Es posible esto?

Bruto.—Oíd, porque tengo que hablar. ¿Debo yo ceder y abrir campo á vuestra temeraria cólera? ¿Me asustaré de que me mire un loco?

Casio.—¡Oh dioses! ¡Oh dioses! ¿Y debo soportar todo esto?

Bruto.—¿Todo esto? Sí, y más. Enfureceos hasta que estalle vuestro orgulloso corazón. Id, mostrad á vuestros esclavos cuán iracundo sois, y que tiemblen vuestros siervos. ¿He de alterarme? ¿He de guardaros consideración? ¿He de humillarme ante vuestro mal humor? ¡Por los dioses! que habéis de digerir el veneno de vuestro fastidio, aunque os haga reventar; porque de hoy en adelante haré de vos mi diversión, sí, mi hazme-reir, cuando estéis rabioso.

Casio.—¿Y á esto hemos llegado?

Bruto.—Decís que sois mejor soldado. Pues mostradlo. Que vuestra jactancia se convierta en hechos y quedaré muy contento. Por lo que á mí toca, me alegraría recibir lecciones de hombres nobles.

Casio.—Me hacéis injusticia en todo. Dije que soy soldado más antiguo, no mejor.—¿Dije que soy mejor?

Bruto.—Si lo dijisteis, no me importa.

Casio.—Cuando César vivía no se atrevió á provocarme así.

Bruto.—Poco á poco. No os atrevisteis á tentarlo así!

Casio.—¿No me atreví?

Bruto.—No.

Casio.—¡Qué! ¿No atreverme á tentarlo?

Bruto.—Por vida vuestra, que no.

Casio.—No contéis demasiado sobre mi afecto.—Podría hacer algo que me pesara después.

Bruto.—Ya habéis hecho algo que os debería pesar. Nada hay, Casio, en vuestras amenazas, que pueda inquietarme; porque estoy tan poderosamente armado de honradez, que pasan junto á mí como el aire juguetón del que no puedo hacer caso. Envié á pediros ciertas sumas de oro, que habéis rehusado; porque yo no sé levantar dinero por medios viles, y antes de arrancar por fraude de las endurecidas manos de los campesinos su mezquina ganancia ¡por los cielos! ¡preferiría hacer acuñar mi corazón y destilar mi sangre por draemas! Envié donde vos por oro para pagar mis legiones, y lo negasteis. ¿Fué ese proceder digno de Casio? ¿Habría yo respondido así á Cayo Casio? Cuando Marco-Bruto llegue á ser tan avaro que encierre de sus amigos esas miserables monedas, ¡aprontad, oh dioses, todos vuestros rayos para despedazarle!

Casio.—No os negué!

Bruto.—Negasteis.

Casio.—No negué. El que os trajo mi respuesta fué un imbécil. Bruto ha desgarrado mi corazón. Un amigo debería soportar los defectos de sus amigos; pero Bruto exagera los míos.

Bruto.—No lo hago, sino cuando me hacéis sufrir por ellos.

Casio.—No me tenéis afecto.

Bruto.—No me gustan vuestras faltas.

Casio.—El ojo de un amigo nunca podría ver tales faltas.

Bruto.—No las vería un adulador, aunque son tan grandes como el monte Olimpo.

Casio.—¡Venid, Antonio y joven Octavio, venid y vengaos sólo de Casio! Porque Casio está cansado del mundo; odiado por aquel á quien ama; retado por su hermano; oprimido como un siervo; observadas todas sus faltas y anotadas en el libro y divulgadas y aprendidas de memoria para arrojárselas al rostro. ¡Oh! ¡Podría llorar el alma por los ojos! Aquí está mi puñal: he aquí mi pecho desnudo. Dentro hay un corazón más valioso que la mina de Pluto, más rico que el oro. Si es verdad que eres un romano, tómale. Yo que te he negado oro, te entrego mi corazón. Hiere como hiciste con César; yo sé que cuando más lo aborreciste, lo amabas aún más que lo que nunca amaste á Casio.

Bruto.—Envainad vuestro puñal. Montad en cólera cuanta os plazca: ya tendrá libre campo. Haced lo que os plazca: el deshonor será mal humor. ¡Oh Casio! Estáis uncido con un cordero que soporta la cólera como el pedernal soporta el fuego; y que sólo cuando se le fuerza mucho, despide una chispa rápida y se enfría al momento.

Casio.—¿Ha vivido Casio solamente para servir de diversión y risa á su Bruto, cuando el pesar y la sangre enardecida le irritaban?

Bruto.—También estaba yo irritado cuando hablé así.

Casio.—¿Confesáis esto? Dadme vuestra mano.

Bruto.—Y mi corazón también.

Casio.—¡Oh Bruto!

Bruto.—¿Qué hay ahora?

Casio.—¿No tenéis por mí bastante afecto para tolerarme, cuando ese violento humor que me dió mi madre, me hace olvidarlo todo?

Bruto.—Sí, Casio. Y en adelante, cuando seáis demasiado exaltado con vuestro Bruto, él pensará que es vuestra madre quien regaña y os dejará así. (Ruido dentro.)

Poeta.—(Adentro.) Dejadme entrar á ver á los generales.—Hay un resentimiento entre ellos.—No está bien dejarlos solos.

Lucilio.—(Adentro.)—No tendréis entrada.

Poeta.—Nada me detendrá sino la muerte. (Entra el poeta.)

Casio.—¿Qué hay ahora? ¿qué sucede?

Poeta.—En nombre de la vergüenza, generales, ¿qué intentáis? Amaos y sed amigos cual cumple á dos hombres como vosotros. Porque estoy cierto de haber vivido más años que vosotros.

Casio.—¡Ha! ¡ha! ¡Qué detestablemente rima este cínico!

Bruto.—¡Fuera de aquí, villano! ¡Mozo impudente, fuera!

Casio.—Tened paciencia con él, Bruto. Es su manera.

Bruto.—Yo sabré soportar su genialidad, cuando él sepa escoger la ocasión.—¿Qué tiene que hacer la guerra con estos necios danzantes?—¡Camarada, fuera!

Casio.—¡Fuera! ¡fuera! Marchaos. (Sale el poeta.)

(Entran Lucilio y Ticinio.)

Bruto.—Lucilio y Ticinio, encargad á los jefes que se preparen á alojar sus tropas.

Casio.—Y regresad inmediatamente trayéndonos á Messala. (Salen Lucilio y Ticinio.)

Bruto.—Lucio. Una taza de vino.

Casio.—No pensé que podíais haber estado tan encolerizado.

Bruto.—¡Oh Casio! Me tienen enfermo muchos pesares.

Casio.—No usáis de vuestra filosofía, si dáis importancia á males accidentales.

Bruto.—Ningún hombre soporta mejor la aflicción.—Porcia ha muerto.

Casio.—¡Ah! ¡Porcia!

Bruto.—Es muerta.

Casio.—¡Y habéis podido no matarme cuando os contrarié tanto! ¡Oh! pérdida conmovedora é insoportable! ¿De qué dolencia?

Bruto.—Impaciente por mi ausencia, y pesarosa de que el joven Octavio y Marco Antonio se hayan hecho tan fuertes (pues con su muerte llegó esa nueva), perdió la razon, y en ausencia de sus servidores, tragó fuego.

Casio.—¿Y murió así?

Bruto.—Así.

Casio.—¡Oh dioses inmortales!

(Entra Lucio con vino y bujías.)

Bruto.—No hableis más de ella. Dadme una taza de vino. En esto sepulto todo resentimiento, Casio. (Bebe.)

Casio.—Sediento está mi corazon de esa noble promesa. Llena, Lucio, llena hasta que se derrame la taza. Nunca beberé demasiado del afecto de Bruto. (Bebe.)

(Vuelven á entrar Ticinio y Messala.)

Bruto.—Entrad, Ticinio. Bienvenido, buen Messala. Sentémonos ahora bien junto á esta luz y examinemos nuestras necesidades.

Casio.—¡Porcia! ¿Y eres ida?

Bruto.—Basta. Os lo ruego. Messala, he recibido aquí cartas anunciando que el joven Octavio y Marco Antonio avanzan sobre nosotros con fuerzas poderosas, y que dirigen su marcha hacia Filipi.

Messala.—También tengo cartas del mismo tenor.

Bruto.—¿Con qué adición?

Messala.—Que por proscripciones y mandando poner fuera de la ley, Octavio, Antonio y Lépido han hecho matar cien senadores.

Bruto.—No están acordes nuestras cartas en ese punto. Las mías hablan de setenta senadores muertos por sus proscripciones, siendo Cicerón uno de ellos.

Casio.—Cicerón?

Messala.—Sí. Cicerón ha muerto por esa orden de proscripción. ¿Son de vuestra esposa esas cartas, mi señor?

Bruto.—No, Messala.

Messala.—¿Ni cosa alguna escrita en esas cartas acerca de ella?

Bruto.—Nada, Messala.

Messala.—Paréceme extraña cosa.

Bruto.—¿Por qué lo preguntáis? ¿Habéis sabido algo de ella en vuestras cartas?

Messala.—No, mi señor.

Bruto.—Pues sois romano, decid la verdad.

Messala.—Pues bien: sobrellevad como romano la verdad que digo. Muerta es en verdad y de extraña manera.

Bruto.—Adios, pues, Porcia. Tenemos que morir, Messala; y reflexionando en que ella había de morir un día, encuentro paciencia para sufrir esto ahora.

Messala.—Así es como los grandes hombres deben sobrellevar las grandes pérdidas.

Casio.—Tengo tanto de ello en teoría como vos; pero mi naturaleza no podría sufrirlo así.

Bruto.—Bien. Á nuestra obra viva. ¿Qué pensáis de marchar inmediatamente á Filipi?

Casio.—No me parece bien.

Bruto.—¿Qué razón tenéis?

Casio.—Esta. Es mejor que el enemigo nos busque. Así gastará sus recursos y cansará á sus soldados, dañándose á sí propio; mientras que nosotros permaneciendo inmóviles estamos descansados, fuertes para la defensa y activos.

Bruto.—Las buenas razones han de ceder, es claro, ante las mejores. El pueblo entre Filipi y este campo permanece en una adhesión forzada, pues nos ha dado de mala gana la contribución. El enemigo, marchando entre ellos, llenará con ellos sus filas y vendrá refrescado, acrecido y más animoso.—Le quitaremos esta ventaja si vamos á Filipi á hacerle frente, dejando este pueblo á nuestra espalda.

Casio.—Escuchadme, buen hermano.

Bruto.—Con vuestro permiso. Debéis advertir, además, que hemos procurado obtener de nuestros amigos lo más que era posible. Nuestras legiones están del todo completas y nuestra causa ha llegado á su madurez. El enemigo aumenta cada día. Nosotros, que nos hallamos en la cima, estamos expuestos á declinar.—Hay en los negocios humanos una marea que, tomada cuando está llena, conduce á la fortuna; y omitida, hace que el viaje de la vida esté circundado de bajíos y miserias.—Flotando estamos ahora en ese mar, y tenemos que aprovechar la corriente cuando es favorable, ó perder nuestras probabilidades.

Casio.—Así, pues, como lo deseáis, seguid adelante. Nosotros nos pondremos en marcha y los encontraremos en Filipi.

Bruto.—La alta noche ha avanzado mientras hablábamos. La naturaleza tiene que obedecer á la necesidad, y la satisfaremos, aunque mezquinamente, con un breve descanso. ¿No hay más que hablar?

Casio.—No más. Buenas noches. Madrugaremos mañana, y en camino.

Bruto.—Lucio, mi túnica. (Sale Lucio.)—Adios, buen Messala. Buenas noches, Ticinio. Buenas noches y buen reposo, noble Casio.

Casio.—¡Oh querido hermano! Esta noche ha tenido un mal principio. Que jamás semejante disensión surja entre nuestras almas! No dejéis que suceda, Bruto.

Bruto.—Ya está bien todo.

Casio.—Buenas noches, mi señor.

Bruto.—Buenas noches, buen hermano.

Ticinio.—Buenas noches, Bruto, mi señor.

Bruto.—Adios á cada uno. (Salen Casio, Ticinio y Messala.—Vuelve á entrar Lucio con la túnica.)—Dame mi túnica. ¿Dónde está tu instrumento?

Lucio.—Aquí en la tienda.

Bruto.—¡Qué! ¿Hablas medio dormido? Pobre bellaco, no te culpo: has vigilado con exceso.—Llama á Claudio y algunos otros de mis hombres. Los haré dormir en mi tienda sobre almohadones.

Lucio.—¡Varro y Claudio! (Entran Varro y Claudio.)

Varro.—¿Llamáis, señor?

Bruto.—Os ruego, señores, acostaros en mi tienda y dormir. Acaso os despierte más tarde para asuntos con mi hermano Casio.

Varro.—Con vuestro permiso quedaremos en pié esperando vuestras órdenes.

Bruto.—No lo consentiré. Acostaos, buenos señores. Quizás podré variar de pensamiento. Mira, Lucio, aquí está el libro que busqué tanto. Le puse en el bolsillo de la túnica. (Se acuestan los sirvientes.)

Lucio.—Estaba seguro de que su señoría no me lo había dado.

Bruto.—Ten paciencia conmigo, buen muchacho; soy muy olvidadizo. ¿Quieres abrir por un rato tus ojos soñolientos y tocar uno ó dos trozos en tu instrumento?

Lucio.—Sí, mi señor, si os place.

Bruto.—Me place, muchacho. Te fatigo demasiado, pero tienes buena voluntad.

Lucio.—Es mi deber, señor.

Bruto.—Yo no exigiría tu deber más allá de tus fuerzas. Sé que las sangres jóvenes anhelan la hora del descanso.

Lucio.—He dormido ya, mi señor.

Bruto.—Has hecho bien; y volverás á dormir. No te retendré mucho rato. Si vivo, seré bueno para ti. (Música y un canto.)—Es un tono soñoliento. ¡Maldito
El espectro de César.
sueño! ¿Has dejado caer tu maza de plomo sobre mí, muchacho, que así hace música para ti? Buenas noches, gentil siervo. No te haré el daño de despertarte. Si cabeceas romperás tu instrumento. Te lo tomaré, y, buen muchacho, buenas noches. Vamos. ¿No está doblada la hoja donde dejé la lectura?—Paréceme que es esta. (Se sienta.—Entra el espectro de César.) ¡Qué mal arde esta bujía! ¡Ah! ¿Quién viene aquí? Pienso que la debilidad de mis ojos da forma á esta monstruosa aparición. Viene hacia mí. ¿Eres algo? ¿Eres algún dios, ángel ó demonio, que haces helarse mi sangre y erizarse mis cabellos? Dime lo que eres.

Espectro.—Tu mal genio, Bruto.

Bruto.—¿Por qué vienes?

Espectro.—Á decirte que me verás en Filipi.

Bruto.—Bien. ¿Entonces he de verte otra vez?

Espectro.—Sí: en Filipi. (Se desvanece el espectro.)

Bruto.—Pues bien: te veré entonces en Filipi. Ahora que he recobrado mi serenidad te desvaneces. Mal espíritu, querría hablar más contigo. Muchacho! Lucio! Varro! Claudio! Despertad! Claudio!

Lucio.—Las cuerdas, mi señor, están destempladas.

Bruto.—Piensa que todavía se ocupa de su instrumento. Lucio, despierta!

Lucio.—¿Mi señor?

Bruto.—¿Estabas soñando, Lucio, para haber gritado así?

Lucio.—Mi señor, no sabía que hubiese gritado.

Bruto.—Sí, por cierto. ¿Viste algo?

Lucio.—Nada, mi señor.

Bruto.—Vuelve á dormir, Lucio. Siervo Claudio! Mozo, despierta!

Varro.—¿Mi señor?

Claudio.—¿Mi señor?

Bruto.—¿Por qué habéis gritado, señores, en vuestro sueño?

Varro y Claudio.—¿Hemos gritado, señor?

Bruto.—Sí. ¿Visteis alguna cosa?

Varro.—No, mi señor, nada he visto.

Claudio.—Ni yo, mi señor.

Bruto.—Id y saludad por mí á mi hermano Casio. Decidle que ponga en movimiento sus fuerzas con anticipación, y nosotros seguiremos.

Varro y Claudio.—Se hará así, mi señor. (Salen.)



ACTO V.

ESCENA I.
Los llanos de Filipi.
Entran OCTAVIO, ANTONIO y su ejército.
OCTAVIO.

A

hora se realizan, Antonio, nuestras esperanzas. Dijisteis que no bajaría el enemigo, sino que se mantendría en las colinas y tierras altas. Resulta no ser así; el grueso de sus fuerzas está muy próximo, y su intento es anticipársenos aquí en Filipi, buscándonos antes de ser buscados.

Antonio.—Bah! Penetro bien su ánimo, y sé por qué lo hacen. Ya se contentarían con ir á otros lugares; y si descienden con arrogante intrepidez, sólo es para inspirarnos por medio de tal apariencia la idea de que tienen valor. Pero no es verdad. (Entra un mensajero.)

Mensajero.—Generales, preparaos! El enemigo viene en bizarro orden marcial. Está levantado su sangriento estandarte y hay que tomar alguna medida inmediatamente.

Antonio.—Octavio, haced avanzar vuestras fuerzas sin precipitación sobre la izquierda del terreno llano.

Octavio.—Yo iré á la derecha: conservad vos la izquierda.

Antonio.—¿Por qué me contrariáis en este trance?

Octavio.—No os contrarío; pero haré como he dicho. (Marcha.—Tambor. Entran Bruto, Casio y su ejército. Lucilio, Messala y otros.)

Bruto.—Hacen alto, y quieren parlamentar.

Casio.—Manteneos firmes, Ticinio. Nosotros tenemos que ir y hablar.

Octavio.—Marco Antonio, ¿daremos la señal de la batalla?

Antonio.—No, César. Responderemos á su ataque. Avanzad. Los generales querrían decir algo.

Octavio.—No os mováis hasta que se dé la señal.

Bruto.—Antes las palabras que los golpes. ¿No es así, compatriotas?

Octavio.—No porque nos agraden más las palabras, como á vosotros.

Bruto.—Buenas palabras son mejores que malos golpes, Octavio.

Antonio.—En vuestros malos golpes, dáis buenas palabras, Bruto. Dígalo, si no, el agujero que hicisteis en el corazón de César, gritando: «Salve, viva César!»

Casio.—Antonio: de cómo dáis golpes, nada se sabe todavía; pero en cuanto á vuestras palabras, parecen haber quitado á las abejas toda su miel.

Antonio.—Y su aguijón también.

Bruto.—¡Oh, sí! y su zumbido; porque hacéis ruido como ellas y muy discretamente amenazáis antes de punzar.

Antonio.—No lo hicisteis vosotros ¡villanos! cuando vuestros viles puñales tropezaban uno con otro en los costados de César! Mostrabais los dientes como monos, y hacíais fiestas como perros, y os inclinabais como siervos para besar los piés de César, mientras que el infernal Casca, como un miserable hería por la espalda el cuello de César! ¡Oh aduladores!

Casio.—¡Aduladores! Agradecedlo á vos mismo, Bruto, que, á haber dominado Casio, esa lengua no habría ofendido hoy así.

Octavio.—Venid, venid á la causa. Si la discusión trae gotas de sudor, la prueba de ella las traerá más coloridas. Mirad. Desnudo la espada contra conspiradores: ¿cuándo pensáis que volverá á la vaina? Nunca, mientras no queden bien vengadas las veintitres heridas de César, ó hasta que otro César se añada á la carnicería hecha por la espada de los traidores.

Bruto.—César, no morirás por manos de traidores, á menos que los traigas contigo.

Octavio.—Así lo espero. No nací para morir por la espada de Bruto.

Bruto.—¡Oh! Si fueras el más noble de tu raza, no podrías, joven, recibir más honrosa muerte.

Casio.—Un impertinente muchacho de escuela, indigno de tal honor, unido á un jaranista enmascarado.

Antonio.—¡Silencio, viejo Casio!

Octavio.—Venid, Antonio. Fuera! Os lanzamos el reto al rostro, traidores! Si os atrevéis á combatir hoy, venid al campo. Si no, cuando hagáis el ánimo.

(Salen Octavio, Antonio y su ejército.)

Casio.—Pues bien: ahora, sopla ¡oh viento! Hínchate, ola; boga, barca; que está encima la tormenta, y todo está en manos del acaso.

Bruto.—Ea! Lucilio. Tengo que deciros una palabra.

Casio.—Messala?

Messala.—¿Qué decís, mi general?

Casio.—Messala, hoy es mi cumpleaños; pues Casio nació en este mismo día. Dame tu mano y sé testigo de que contra mi voluntad, como sucedió en Pompeya, me veo forzado á aventurar en el éxito de una batalla todas nuestras libertades. Sabéis que tuve en grande estima á Epicuro y su doctrina. Ahora, pienso de otro modo, y en parte creo en cosas que son presagios. Viniendo de Sardis, cayeron sobre la enseña de nuestra vanguardia dos vigorosas águilas y en ella se posaban, y se alimentaban de manos de nuestros soldados que nos acompañaron aquí á Filipi.—Esta mañana volaron y se fueron, y en su lugar vuelan sobre nuestras cabezas cuervos, milanos y buitres que miran hacia nosotros abajo, como si fuéramos una presa moribunda.—Sus sombras parecían el más funesto pabellón extendido sobre nuestro ejército próximo á perecer.

Messala.—No creáis tal cosa.

Casio.—No lo creo sino en parte; porque tengo el espíritu despejado, y resuelto á afrontar los peligros con toda constancia.

Bruto.—Lucilio también.

Casio.—Ahora, muy noble Bruto, los dioses nos son favorables, para que amándonos en paz, dejemos correr los días hasta la vejez. Pero desde que son siempre tan inciertas las cosas humanas, discurramos sobre lo que puede acontecer de peor. Si perdemos esta batalla, seguramente es esta la última ocasión en que hablaremos juntos.—En tal caso ¿qué contáis hacer?

Bruto.—Seguiré la norma de aquella filosofía en cuyo nombre censuré á Catón por haberse dado la muerte. No sé por qué, pero encuentro que es cobardía y vileza anticipar el término de la vida, por temor á lo que pueda acontecer. Me armaré de paciencia para sobrellevar los decretos de los altos poderes que gobiernan las cosas de aquí abajo.

Casio.—¿Es decir que si perdemos esta batalla, estaréis contento con ser llevado como trofeo del vencedor por las calles de Roma?

Bruto.—No, Casio, no. Ni pienses tú, noble romano, que Bruto se dejaría llevar cautivo á Roma. Tiene el alma sobrado grande. Pero este mismo día debe concluir la obra principiada en los idus de Marzo, y no sé si volveremos á encontrarnos. Recibid por tanto un último adios. Adios, Casio, por siempre jamás! Si volvemos á encontrarnos ¡bien! será con una sonrisa. Si no, habremos hecho bien de despedirnos ahora.

Casio.—¡Por siempre jamás, adios, Bruto! Si volvemos á encontrarnos, ciertamente que sonreiremos. Si no, en verdad, que esta despedida habrá sido oportuna.
(Salen.)
ESCENA II.
La misma.—El campo de batalla.
Bruto.—Corre á toda brida, Messala, corre, corre, y da estas órdenes á las legiones en el otro lado. Que avancen al instante porque percibo tibieza en el ala de Octavio, y un ataque repentino los derrotará. Corre, corre, Messala. Que vengan todos.
(Salen.)
ESCENA III.
La misma.—Otra parte del campo.
Toque de alarma.—Entran CASIO y TICINIO.

Casio.—¡Oh, mirad, Ticinio! Mirad! Los cobardes! Huyen! Yo mismo he debido volverme enemigo de los míos. Ví que retrocedía mi enseña. Maté al cobarde y la tomé de sus manos.

Ticinio.—¡Oh Casio! Bruto dió la señal demasiado pronto. Había alcanzado alguna ventaja sobre Octavio, y la asió con demasiada precipitación. Sus soldados se dieron á buscar botín, mientras que nosotros estamos rodeados por todas partes por Antonio.

(Entra Píndaro.)

Píndaro.—¡Huíd á más distancia, mi señor, huíd á más distancia! Marco Antonio está en vuestras tiendas. ¡Huíd, noble Casio, más lejos!

Casio.—Esta colina está bastante lejos. Mira, mira, Ticinio. ¿Son mis tiendas aquellas donde diviso un incendio?

Ticinio.—Ellas son, mi señor.

Casio.—Ticinio, si me amas, monta en mi caballo y sepulta tus espuelas en sus ijares, hasta que hayas llegado á aquellas tropas, allá arriba, y estés de regreso aquí, á fin de que pueda yo estar seguro de si son nuestras ó del enemigo.

Ticinio.—Estaré de vuelta en un abrir y cerrar de ojos.

(Sale.)
Casio.—Píndaro, sube más arriba, á aquella colina. Mi vista fué siempre débil. Mira bien, Ticinio, y dime lo que observes en el campo. (Sale Píndaro.)—En este día exhalé mi primer aliento. El tiempo se acerca, y donde principié tengo que acabar. Está llena la medida de mi vida.—¿Qué noticias?

Píndaro.—¡Oh, mi señor!

Casio.—¿Qué noticias?

Píndaro.—Ticinio está cercado de jinetes que avanzan sobre él á escape tendido, pero él sigue adelante. Ya están á su alcance. Ahora se apean algunos. ¡Oh! Él se apea también. Le han cogido. (Aclamación.) Y ¡oíd! Dan vítores de alegría!

Casio.—Baja: no mires más. ¡Oh cobarde de mí, que vivo hasta haber visto á mi mejor amigo apresado en mi presencia! (Entra Píndaro.)—Ven acá, siervo. En Parcia te hice prisionero, y me juraste como precio de tu vida, que siempre tratarías de hacer lo que yo te mandase. Pues bien: cumple tu juramento! Sé ahora un hombre libre; y con esta buena espada que atravesó las entrañas de César, busca mi seno. No te detengas á replicar. Ea! Toma la empuñadura, y cuando haya cubierto mi rostro, como ves que ya lo está, hiere! ¡César, estás vengado con la misma espada con que te dí muerte!

(Muere.)

Píndaro.—Así, soy libre. No lo habría sido de este modo, si me hubiese atrevido á hacer mi voluntad. ¡Oh Casio! Píndaro huirá lejos de este país, adonde ningún romano se pueda acordar de él. (Sale.—Vuelven á entrar Ticinio y Messala.)

Messala.—No es más que un cambio, Ticinio, porque Octavio está derrotado por el ejército del noble Bruto, como las legiones de Casio lo están por Antonio.

Ticinio.—Estas nuevas darán no poca satisfacción á Casio.

Messala.—¿Dónde le dejasteis?

Ticinio.—Quedó lleno de desconsuelo en esta colina con Píndaro su siervo.

Messala.—¿No es él quien yace allí en tierra?

Ticinio.—No yace como los que viven. ¡Oh dolor!

Messala.—¿No es él?

Ticinio.—No: éste era él, Messala; pero Casio ya no existe. ¡Oh sol poniente! Como tú envuelto en tus rojos rayos te sepultas en la noche, así Casio está envuelto en su roja sangre! Se ha puesto el sol de Roma! Se ha acabado nuestro día! Venid, nubes, lluvias y peligros. Nuestros hechos están consumados, y de este fué causa la desconfianza de que yo alcanzara buen éxito.

Messala.—La desconfianza del éxito ha causado este hecho! ¡Oh odioso error, engendro de la melancolía! ¿Por qué presentas á la mente de los hombres cosas que no son? ¡Oh error! Prontamente concebido, jamás alcanzas un nacimiento feliz; sino que matas á la madre que te concibió!

Ticinio.—¡Hola, Píndaro! ¿Dónde está Píndaro?

Messala.—Búscalo, Ticinio, mientras voy á encontrar al noble Bruto y á fulminarle esta noticia. Y digo bien fulminarle, porque el agudo acero y los dardos envenenados serían mejor recibidos por Bruto que la noticia de este espectáculo.

Ticinio.—Id, Messala, que entre tanto yo buscaré á Píndaro. (Sale Messala.)—¿Á qué enviarme, valiente Casio? Pues ¿no encontré a tus amigos? ¿No pusieron sobre mis sienes este laurel de victoria invitándome á que te lo diera? ¿No oíste sus aclamaciones? ¡Y todo lo interpretaste en daño tuyo! Pero toma este lauro para tu frente. Tu Bruto me encargó dártele y cumplo su encargo. Bruto, acercaos un tanto y ved cómo he considerado á Cayo Casio. Con vuestro permiso ¡oh dioses! esto es lo que cumple á un romano. Ven, espada de Casio, á encontrar el corazón de Ticinio. (Muere.—Alarma. Vuelven á entrar Messala, con Bruto, Catón el joven, Strato, Volumnio y Lucilio.)

Bruto.—¿Dónde, Messala, dónde yace su cuerpo?

Messala.—Un poco más allá; y Ticinio lo acompaña.

Bruto.—Ticinio, yace de espaldas.

Catón.—Ha muerto.

Bruto.—¡Oh Julio César! ¡Aún eres poderoso! ¡Tu espíritu nos persigue y hace tornar nuestras espadas contra nuestras propias entrañas!

Catón.—¡Valiente Ticinio! ¡Mirad cómo ha coronado á Cayo Casio muerto!

Bruto.—¿Hay todavía entre los vivos dos romanos como estos? ¡Adios, oh tú el último romano! ¡Jamás, jamás podrá producir Roma uno igual á ti! Amigos, debo á este hombre muerto más lágrimas que las que me veríais derramar. Ya encontraré tiempo, Casio, ya encontraré tiempo. Venid, pues, y enviad su cuerpo á Fhasos. No debemos hacerle funerales en el campamento, por no desalentar las tropas. Venid, Lucilio y joven Catón, vamos al campo. Labeo y Flavio, avanzad con vuestras fuerzas. Son las tres, y á fuer de romanos, probaremos fortuna antes de la noche en un segundo combate.

(Salen.)
ESCENA IV.
Alarma. Entran combatiendo soldados de ambos ejércitos. En seguida BRUTO, CATÓN, LUCILIO y otros.

Bruto.—¡Ea, compatriotas, erguid la cabeza, erguidla aún!

Catón.—¿Qué cobarde no lo hará? ¿Quién quiere seguirme? Proclamaré mi nombre por el campo. ¡Oh! ¡Soy el hijo de Marco Catón! ¡Enemigo de los tiranos y amigo de la patria! ¡Soy el hijo de Marco Catón! ¡Oh!

(Carga sobre el enemigo).
Bruto.—Y yo soy Bruto, Marco Bruto soy. Bruto, el amigo de mi patria. Sabed que yo soy Bruto. (Sale cargando al enemigo. Catón el joven es vencido y cae.)

Lucio.—¡Oh joven y noble Catón! ¿Has caído? Pues mueres tan valerosamente como Ticinio, y bien se te debe honorar como al hijo de Catón.

Soldado 1.º—¡Ríndete ó mueres!.

Lucilio.—Yo no me rindo sino para morir. Toma este dinero para que me mates pronto (le ofrece dinero); para que te honres con la muerte de Bruto.

Soldado 1.º—No debemos hacerlo. ¡Un noble prisionero!

Soldado 3.º—¡Campo! ¡Campo! Decid á Antonio que Bruto está en nuestras manos.

Soldado 1.º—Daré la nueva. Aquí viene el general. (Entra Antonio.)—¡Bruto es prisionero, señor, Bruto es prisionero!

Antonio.—¿Dónde está?

Lucilio.—En salvo. Antonio, Bruto está bastante salvo. Me atrevo á asegurarte que jamás enemigo alguno cogerá vivo al noble Bruto. Los dioses le defienden de tan gran vergüenza. Cuando le encontréis, vivo ó muerto, le hallaréis digno de sí mismo, digno de Bruto!

Antonio.—Amigo, este no es Bruto; pero te aseguro que es una presa que no vale menos. Vela por la seguridad de este hombre y trátalo con toda bondad. Prefiere tener á tales hombres por amigos que por enemigos. Marchad y ved si Bruto está vivo ó muerto, y avísanos en la tienda de Octavio de todo lo que haya acontecido.

(Salen.)
ESCENA V.
Otra parte del campo.
Entran BRUTO, DARDANIO, CLITO, STRATO y VOLUMNIO.

Bruto.—Venid, exiguo resto de amigos, y descansad en esta roca.

Clito.—Stacilio mostró la encendida antorcha, pero, señor, no ha vuelto. Ha sido cogido ó muerto.

Bruto.—Siéntate, Clito. Muerto es la palabra. Es la cosa á la moda. Escucha, Clito. (Le habla en secreto.)

Clito.—¡Qué! ¡Yo! ¡No, mi señor, no por el mundo entero!

Bruto.—Calma, pues; nada de palabras.

Clito.—Primero me mataré.

Bruto.—Oye, Dardanio. (Le habla en secreto.)

Dardanio.—¿Hacer semejante cosa, yo?

Clito.—¡Oh, Dardanio!

Dardanio.—¡Oh, Clito!

Clito.—¿Qué te pidió Bruto?

Dardanio.—Que lo matara, Clito. Mira. Está meditando.

Clito.—Está ese noble vaso tan colmado de dolor que casi se derrama por sus ojos.

Bruto.—Acércate, buen Volumnio, y escucha una palabra.

Volumnio.—¿Qué dice mi señor?

Bruto.—Esto, Volumnio. El espectro de César se me ha aparecido dos veces de noche: una en Sardis y otra anoche, aquí en el campo de Filipi. Conozco que ha llegado mi hora.

Volumnio.—No, por cierto, señor.

Bruto.—Estoy seguro de ello, Volumnio. Ya ves cómo van las cosas. Nuestros enemigos nos han batido completamente. Es más digno anticiparse que aguardar á ser forzado. Buen Volumnio, acuérdate de que íbamos juntos á la escuela. Pues te suplico por ese antiguo afecto, que tengas el puño de mi espada mientras me arrojo sobre ella.

Volumnio.—Eso no es lo que cumple á un amigo, señor.

(Nueva alarma.)

Clito.—Huíd, huíd, mi señor. Es imposible quedarse aquí.

Bruto.—Adios á vos, y á vos, y á vos, Volumnio. Strato, has estado dormido todo este tiempo. Adios á ti también, Strato. ¡Compatriotas! Mi corazón se regocija de que en toda mi vida no he encontrado un hombre que no fuese leal para mí. Más gloria tendré yo por este día de derrota que Octavio y Marco Antonio por su vil conquista. Así, adios os digo, porque la lengua de Bruto ha terminado casi la historia de su vida. La noche está suspendida sobre mis ojos y mis huesos deben descansar, ya que han trabajado sólo para llegar á esta hora. (Alarma. Gritos adentro: ¡huíd! ¡huídr')

Clito.—¡Huíd, mi señor, huíd!

Bruto.—Aléjate. Ya te seguiré.

(Salen Clito, Dardanio y Volumnio.)

Bruto.—Strato, te ruego que te quedes junto á tu señor. Tú eres un mozo digno y en tu vida ha habido algún destello de honor. Ten, pues, derecha mi espada, y vuelve el rostro á un lado, mientras me arrojo sobre ella. ¿Quieres hacerlo, Strato?

Strato.—Dadme primero vuestra mano. ¡Adios, oh mi señor!

Bruto.—Adios, buen Strato. Está tranquilo ¡oh César! ¡No tuve para tu muerte la mitad de la buena voluntad que para la mía! (Se precipita sobre su espada y muere.—Alarma. Retirada. Entran Octavio, Antonio, Messala, Lucilio y su ejército.)

Octavio.—¿Qué hombre es ese?

Messala.—El criado de mi señor. Strato: ¿dónde está tu amo?

Strato.—Libre de la servidumbre en que estáis vos, Messala. Los vencedores no podrán hacer de él sino una pira. Bruto no se rindió sino á sí mismo, y ningún otro hombre tiene el honor de su muerte.

Lucilio.—Así es cómo debía encontrarse á Bruto. Gracias ¡oh Bruto! que has probado cómo Lucilio había dicho verdad.

Octavio.—Á cuantos han servido á Bruto mantendré en mi servicio. Mozo, ¿quieres pasar tu tiempo conmigo?

Strato.—Sí, si Messala me transfiere á vos.

Octavio.—Consentid, Messala.

Messala.—¿Cómo murió mi señor, Strato?

Strato.—Mantuve su espada y se arrojó sobre ella.

Messala.—Octavio, tomadle y que os siga, pues prestó á mi señor el último servicio.

Antonio.—Este fué el más noble romano entre todos ellos. Todos los conspiradores, excepto él, hicieron lo que hicieron sólo por envidia al gran César; sólo él, al asociarse á ellos, fué guiado por un pensamiento de general honradez y del bien común á todos. Su vida era pura, y de tal modo se combinaron en él los elementos, que la naturaleza, irguiéndose, puede decir al mundo: «¡Este era un hombre!»

Octavio.—Tratémosle conforme á sus virtudes, con todo respeto y solemnidad en sus funerales. Sus restos descansarán esta noche en mi tienda como los de un soldado con los debidos honores. Haced, pues, que reposen las tropas y vámonos á compartir las glorias de este afortunado día!

(Salen.)