Ingravescentibus malis

​Ingravescentibus malis​ (1937) de Pío XI
Acta Apostolicae Sedis, vol. XXIX pp. 373-380
ACTA DE LA SEDE APOSTÓLICA


COMENTARIO OFICIAL



ACTA DE PÍO XI


ENCÍCLICA
A LOS VENERABLES PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS, Y OTROS ORDINARIOS EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA: DEL ROSARIO DE LA BEATÍSIMA VIRGEN MARÍA


PÍO XI
VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA


Repetidamente hemos afirmado -como recientemente lo hemos hecho en la Encíclica Divini Redemptoris[1]-, que, a los males cada vez más graves de nuestro tiempo, no se puede dar otro remedio que el del retorno a Nuestro Señor Jesucristo y a sus santísimos preceptos. Sólo Él tiene «palabras de vida eterna»[2]; y ni los individuos ni la sociedad pueden hacer cosa alguna que pronto y miserablemente no decaiga, si dejan aparte la majestad de Dios y repudian su ley. Mas quien estudie con diligencia los anales de la Iglesia Católica, fácilmente verá unido a todos los acontecimientos favorables del nombre cristiano el poderoso patrocinio de la Virgen Madre de Dios. En efecto, cuando los errores, difundiéndose por doquier, se esforzaban en destrozar la túnica inconsútil de la Iglesia y perturbar el orbe católico, nuestros padres con ánimo confiado se dirigieron a aquélla que «sola ha destruido todas las herejías del mundo»[3], y la victoria alcanzada por ella trajo tiempos más serenos. Cuando el impío poder mahometano, confiando en poderosas flotas y en aguerridos ejércitos, amenazaba con la ruina y la esclavitud a los pueblos de Europa, entonces, por insinuación del Sumo Pontífice, se imploró fervorosamente la protección de la Madre Celestial, y los enemigos fueron derrotados y sus navíos sumergidos[a]. Como en las calamidades públicas, así también en sus necesidades privadas, los fieles de todas las épocas se dirigieron suplicantemente a María, para que ella, tan benigna, acudiese en su socorro, impetrando alivio y remedio para los dolores del cuerpo y del alma. Y nunca su poderosa ayuda fue esperada en vano por los que la imploraron con piadosa y confiada plegaria.

También en nuestros días amenazan a la sociedad religiosa y a la civil peligros, no menores que en el tiempo pasado. Así en verdad, porque debido a que muchos desprecian y repudian completamente lo que manda y prohíbe la suprema y eterna autoridad de Dios, se sigue que se ha debilitado la conciencia del deber cristiano, languidece en las almas la fe, cuando no se apaga del todo, y se conmueven y destruyen los mismos fundamentos de la sociedad humana. Así, por una parte se ve a ciudadanos trabados en atroz lucha entre sí, porque los unos están colmados de copiosas riquezas y los otros deben ganar el pan para sí y para los suyos con el duro trabajo cotidiano. Más aún, en algunas regiones, como todos saben, el mal ha llegado a tal punto que se ha querido destruir hasta el derecho de la propiedad privada para poner en común todas las cosas. Por otra parte, no faltan hombres que, declarando honrar y exaltar sobre todo el poder del Estado, diciendo que es menester asegurar por todos los medios el orden civil y reformar la autoridad, pretenden con eso rechazar totalmente las execrables teorías de los comunistas; mas despreciando la luz de la sabiduría evangélica se esfuerzan en renovar los errores de los paganos y su tenor de vida[b]. Añádase a esto, la artera y funestísima secta de los que, negando y odiando a Dios, se declaran enemigos del Eterno; se insinúan por doquier; desacreditan y arrancan de las almas toda creencia religiosa, y conculcan en fin todo derecho divino y humano. Y mofándose de la esperanza de los bienes celestiales, incitan a los hombres a conseguir, aún con medios ilícitos, la felicidad en la vida presente; y, con temeraria audacia, los impulsan a la destrucción del orden social, suscitando desórdenes, sangrientas rebeliones y la misma conflagración de la guerra civil.

Sin embargo, Venerables Hermanos, aun cuando males tan grandes y tan numerosos amenacen y se teman aún mayores para lo porvenir, es menester no desmayar ni dejar languidecer la confiada esperanza que se apoya únicamente en Dios. El que ha concedido la salud a pueblos y naciones[4] indudablemente no dejará perecer a los que ha redimido con su preciosa sangre, ni abandonará su Iglesia. Antes bien, como hemos recordado al principio, interpongamos ante Dios la mediación de la Bienaventurada Virgen tan acepta a Él, como quiera que, en palabras de San Bernardo, «así es su voluntad (de Dios) que ha querido que todo lo consiguiésemos por medio de María»[5].

Entre las varias plegarias con las cuales últimamente Nos dirigimos a la Virgen Madre de Dios, el Santo Rosario ocupa sin duda un puesto especial y distinguido. Esta plegaria, que algunos llaman el «Salterio de la Virgen» o «Breviario del Evangelio» y de la vida cristiana, ha sido descrita y recomendada por Nuestro Predecesor de feliz memoria, León XIII, con estos vigorosos rasgos: «admirable es esta corona tejida con la salutación angélica, en la que se intercala la oración dominical, y se une la obligación de la meditación interior: es una manera excelente de orar y utilísima para la consecución de la vida inmortal»[6]. Y esto se deduce también de las mismas flores con que está formada esta mística corona. Efectivamente, ¿qué oraciones pueden hallarse más apropiadas y más santas? La primera es la que el mismo Nuestro Divino Redentor pronunció cuando los discípulos le pidieron: «enséñanos a orar»[7]; santísima súplica que así como nos ofrece, en cuanto nos es dado, el modo de dar gloria a Dios así también considera todas las necesidades de nuestro cuerpo y de nuestra alma. ¿Cómo puede el Padre Eterno, rogándole con las palabras de su mismo Hijo, no acudir en nuestra ayuda?

La otra oración es la salutación angélica, que se inicia con el elogio del Arcángel Gabriel y de Santa Isabel, y termina con la piadosísima imploración con que pedimos el auxilio de la Beatísima Virgen ahora y en la hora de nuestra muerte. A estas invocaciones, hechas de viva voz, se agrega la contemplación de los sagrados misterios, que ponen ante nuestros ojos, los gozos, los dolores y los triunfos de Jesucristo y de su Madre, con los que recibimos alivio y confortación en nuestros dolores, para que, siguiendo esos santísimos ejemplos, ascendamos por grados de virtud más altos a la felicidad de la patria celestial.

Esta práctica de piedad, Venerables Hermanos, difundida admirablemente por Santo Domingo no sin superior insinuación e inspiración de la Virgen madre de Dios, es sin duda fácil a todos, aun a los indoctos y a las personas sencillas. Y cuánto se apartan del camino de la verdad los que reputan esa devoción como fastidiosa fórmula repetida con monótona cantilena, y la rechazan como buena solamente para niños y mujeres. A este propósito es de observar que tanto la piedad como el amor, aun repitiendo muchas veces las mismas palabras, no por eso repiten siempre la misma cosa, sino que siempre expresan algo nuevo, que brota del íntimo sentimiento de la caridad. Además, este modo de orar tiene el perfume de la sencillez evangélica y requiere la humildad del espíritu, sin el cual, como enseña el Divino Redentor, nos es imposible la adquisición del reino celestial: «en verdad os digo que si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos»[8]; Si nuestro siglo en su soberbia se mofa del Santo Rosario y lo rechaza, en cambio, una innumerable muchedumbre de hombres santos de toda edad y de toda condición, lo han estimado siempre, lo han rezado con gran devoción, y en todo momento lo han usado como arma poderosísima para ahuyentar a los demonios, para conservar íntegra la vida, para adquirir más fácilmente la virtud, en una palabra, para la consecución de la verdadera paz entre los hombres. Ni faltaron hombres insignes por su doctrina y sabiduría que, aunque intensamente ocupados en el estudio y en las investigaciones científicas, sin embargo no han dejado pasar un día sin que, puestos de rodillas ante una imagen de la Virgen, no lo hayan rezado de este piadosísimo modo. Así reyes y príncipes también lo tuvieron por un deber suyo, aun apremiados por las ocupaciones y los negocios más urgentes. Esta mística corona se la encuentra y corre no solamente entre las manos de la gente pobre, sino que también es apreciada por ciudadanos de toda categoría social.

No queremos pasar en silencio que la misma Virgen Santísima también en nuestros tiempos ha recomendado instantemente esta manera de orar, cuando apareció y enseñó con su ejemplo esa recitación a la inocente niña en la gruta de Lourdes[9]. ¿Por qué entonces no hemos de esperar toda gracia, si con las debidas disposiciones y santamente suplicamos de esa manera a la Madre Celestial?

Por eso deseamos, Venerables Hermanos, que en modo especial, en el próximo mes de octubre sea rezado el Santo Rosario con crecida devoción tanto en las iglesias como en las casas privadas. Lo que más debe hacerse esto en este año a fin de que, mediante el eficaz recurso a la Virgen Madre de Dios, los enemigos del nombre divino, esto es, todos cuantos se han levantado para renegar y vilipendiar al eterno Dios, para tender insidias a la fe católica y a la libertad debida a la Iglesia, y para rebelarse finalmente con insanos esfuerzos contra los derechos divinos y humanos para ruina y perdición de la sociedad humana, sean finalmente doblegados e inducidos a penitencia y retornen al recto sendero, confiándose a la tutela y protección de María. Que la Virgen Santa, que un día ahuyentó victoriosa de los países cristianos la terrible secta de los albigenses, ahora invocada fervorosamente por Nosotros, haga retroceder los nuevos errores, especialmente los del comunismo, que recuerdan por muchos motivos y por sus muchas fechorías a los antiguos. Y así como en los tiempos de las cruzadas se elevaba por toda Europa una sola voz, y por los pueblos una sola súplica; así también hoy, en todo el mundo, en las ciudades y en las aldeas aún más pequeñas, unidos de corazón y de fuerza, con filial y constante insistencia, se trata de obtener de la gran Madre de Dios que sean vencidos los enemigos de la civilización cristiana y humana, haciendo así resplandecer ante los hombres cansados y desviados la verdadera paz. Por tanto, si todos lo hicieren así, con las debidas disposiciones, con gran confianza y con fervorosa piedad, es de esperar que como en el pasado, así también en Nuestros días la Beatísima Virgen impetrará de su Divino Hijo que las oleadas de las actuales tempestades sean contenidas y calmadas, y que una brillante victoria corone este noble certamen de la plegaria de los cristianos.

Además, el Santo Rosario no solamente sirve eficazmente para vencer a los enemigos de Dios y de la Religión, sino también es un estímulo y un acicate para la práctica de las virtudes evangélicas que insinúa y cultiva en nuestras almas. Ante todo, nutre la fe católica, que se vigoriza con la oportuna meditación de los sagrados misterios y eleva las almas a las verdades que nos fueron reveladas por Dios. Todos pueden comprender cuan saludable sea -esta práctica-, especialmente en nuestros tiempos, en los que quizás aún entre los fieles reina cierto fastidio por las cosas del espíritu y casi disgusto de la doctrina cristiana.

Reaviva además la esperanza de los bienes inmortales, pues, al hacernos meditar en la última parte del Rosario, el triunfo de Jesucristo y de su Madre, nos muestra el cielo abierto y nos invita a la conquista de la patria eterna. Así, mientras en el corazón de los inmortales penetra un ansia desenfrenada por las cosas de la tierra y cada vez más ardientemente los hombres se afanan por las riquezas caducas y los placeres efímeros, todos son de nuevo convocados provechosamente a los tesoros celestiales, «donde el ladrón no penetra ni carcome la polilla»[10], y hacia los bienes imperecederos.

Y ¿cómo no se volverá a encender la caridad, que ha languidecido y se ha enfriado en muchos, con un aumento de amor en el alma de los que recuerdan con corazón dolorido las torturas y la muerte de Nuestro Redentor y las aflicciones de su Madre Dolorosa? De esta caridad hacia Dios no puede menos de brotar necesariamente un más intenso amor al prójimo con sólo que se detenga el pensamiento en los trabajos y dolores que Nuestro Señor sufrió para reintegrarnos a todos en la perdida herencia de hijos de Dios.

Por tanto, Venerables Hermanos, empeñaos en que esta práctica tan fructuosa sea cada vez más difundida, sea por todos altamente estimada y aumente la piedad de todos. Predíquese y repítanse a los fieles de toda clase social, por vuestra parte y por la de los sacerdotes que os ayudan en la cura de almas, sus alabanzas y sus ventajas. Los jóvenes saquen de ella nuevas energías con que domar los rebeldes estímulos del mal y conservar intacto y sin mancilla el candor del alma; que en ella encuentren los ancianos en sus tristes ansias reposo, alivio y paz. Para los que se dedican a la Acción Católica sea acicate que los impulse a una más fervorosa y diligente obra de apostolado; y a todos los que de alguna manera sufren, particularmente a los moribundos, dé aliento y aumente la esperanza de la felicidad eterna.

Particularmente los padres y las madres de la familia sean en esto también un dechado para sus hijos, especialmente cuando, a la caída del día, se recogen después de las labores de la jornada en el hogar doméstico, recitando, ellos los primeros, arrodillados ante la imagen de la Virgen, el Santo Rosario, fundiendo en unidad la voz, la fe y el sentimiento, costumbre ésta tiernísima y saludable, de la que ciertamente no puede menos de derivar a la sociedad doméstica serena tranquilidad y abundancia de dones celestiales. Por esto, cuando, como nos acaece con mucha frecuencia, recibimos en audiencia a los recién casados y les dirigimos unas palabras paternales, les damos la corona del Rosario, recomendándoselo con el mayor cuidado y también les exhortándolos –ofreciendo Nuestro ejemplo-, a no dejar pasar ni un día sin rezarlo, aunque se está agobiado por muchos cuidados y trabajos.

Por estos motivos, Venerables Hermanos, hemos querido exhortar vivamente y, por vuestro medio, a todos los fieles a esta piadosa práctica; y no dudamos que escuchando, con la correspondencia que acostumbráis, Nuestra paternal invitación, reportaréis copiosos frutos. Hay otro motivo que Nos impulsa a dirigiros esta Nuestra Encíclica. Deseamos que todos cuantos son nuestros hijos en Jesucristo se unan con Nosotros dando gracias a la excelsa Madre de Dios por la salud que felizmente hemos recuperado. Esta gracia, como hemos tenido ya ocasión de escribir[11], la atribuimos a la especial intercesión de la virgen de Lisieux, Santa Teresa del Niño Jesús, mas es sabido que todo nos lo concede el Sumo y Omnipotente Dios por las manos de la Virgen.

Finalmente, como hace poco se lanzó por la prensa con temeraria insolencia una gravísima injuria a la Beatísima Virgen, no podemos menos de aprovechar esta ocasión para ofrecer juntamente con el Episcopado y el pueblo de aquella nación que venera a María como Reina del Reino de Polonia, con el homenaje de Nuestra piedad, la debida reparación a la misma Augusta Reina, y para denunciar ante el mundo entero como cosa dolorosa e indigna este sacrilegio cometido impunemente en medio de un pueblo civilizado.

Impartimos de todo corazón a vosotros, Venerables Hermanos, y a la grey confiada al cuidado de cada uno de vosotros, la Bendición Apostólica como auspicio de las gracias celestes y en prenda de Nuestra paternal benevolencia.

Dada en Castel-Gandolfo, cerca de Roma, el día 29 del mes de Septiembre, en la fiesta de la dedicación de San Miguel Arcángel, en el año 1937, decimosexto de Nuestro Pontificado.

Notas editar

  1. El papa recuerda las oraciones a la Virgen que promovió San Pío X, pidiéndole la victoria de la Liga Santa en su lucha contra los turcos.
  2. Señala así el papa las consecuencias de los totalitarismos que surgen en esos años y que, intentando evitar las nefastas consecuencias del comunismo, caen en otros errores igualmente rechazables.

Referencias editar

  1. Acta Ap. Sed., 1937, vol. XXIX, p. 65.
  2. Jn 6, 69.
  3. Del Breviario Romano
  4. Sb 1, 14.
  5. San Bernardo, Sermón en la Natividad de la Beata Virgen María
  6. León XIII, Encíclica Diuturni temporis: ASS vol. XXXI, pp. 146-149.
  7. Lc 11, 1.
  8. Mt 18, 3.
  9. Así lo pidió la Virgen a Bernadette Soubirous, en las apariciones que tuvieron lugar entre el 11 de febrero y el 16 de junio de 1858.
  10. Lc 12, 33.
  11. Carta autógrafa al Cardenal E. Pacelli, del 3 de septiembre de 1937.