El olmo del paseo: XIII

El olmo del paseo de Anatole France
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XIII

El sol del mediodía lanzaba su luz penetrante y blanca. Ni la sombra de una ligera nube, ni el más pequeño soplo de aire. Sobre la quietud absoluta que todo lo envolvía en silencio, la inmensa claridad transparente inundaba con sus fulgores el espacio. En el paseo desierto proyectábase la inerte y pesada sombra de los olmos. Un peón caminero dormía en la cuneta que bordea las murallas. Los pájaros no se atrevían a cantar.

Sentado en la sombreada punta de un banco de piedra, en cuyas tres cuartas partes hería de lieno el sol, Bergeret olvidaba, protegido por los árboles clásicos y por la soledad apacible, a su mujer y a sus tres hijas; olvidaba su angustiosa vida en el hogar mezquino. Gozando, como Esopo, de su independencia intelectual, dejaba divagar libremente su imaginación analizadora entre los vivos y entre los muertos.

El reverendo padre Lantaigne, rector del Seminario, apareció al extremo del hermoso paseo, como siempre, asido a su breviario. Para ofrecer al eclesiástico la punta del banco de piedra resguardada por la sombra del olmo, el señor Bergeret se levantó. El padre Lantaigne aceptó la fineza sin hacer extremos de cortesía, con la dignidad austera tan propia de su carácter, que resultaba en sus acciones, libres de afectación y engreimiento, la sencillez suma. Sentóse a su lado el señor Bergeret, en la parte del banco donde el sol jaspeaba la piedra filtrado entre las hojas; su traje negro cubríase de oscilantes discos de oro, y sus ojos deslumhrados parpadeaban sin cesar. Insinuó la conversación pronunciando estas palabras halagadoras:

—Dicen por ahí, señor eclesiástico, y lo he oído a muchos, que le nombran a usted obispo de Tourcoing.

El augurio fue grato, en él confío...

pero con bastantes dudas y temores, porque me parece demasiado atinada la elección. Ya sabemos que no es costumbre hacer tan pulcramente las cosas. Tiene usted fama de monárquico, y eso le perjudica mucho. ¿Por qué no se hace usted republicano, como el Papa?

—Soy republicano, como el Papa; es decir, vivo en paz y no en guerra con el Gobierno de la República. Pero la paz no es el amor. Yo no puedo estimar la República.

—Supongo los motivos. Reprocha usted la hostilidad republicana contra el clero y la propaganda librepensadora.

—Ciertamente. Reprocho su impiedad y las persecuciones de que hace al clero víctima. Pero esta impiedad y esas persecuciones distan mucho de ser esenciales en el régimen actual. Son capricho de los republicanos, y no imposiciones de la República. Disminuyen o aumentan, según que lleguen al Poder tales o cuales personas. Hoy son más llevaderas, menos impetuosas que ayer; acaso mañana se agiganten. Acaso llegue un tiempo en que desaparezcan por completo, como no existían bajo la presidencia del general Mac-Mahón, al menos en los engañosos albores de su política, y bajo el Ministerio falaz del dieciséis de mayo. Esa impiedad y esas persecuciones derivan de las personas y no del régimen. Pero aun cuando la República fuera respetuosa con la Religión y sus ministros, yo la odiaría.

—¿Por qué?

—Porque la República es la diversidad. Y ésta es esencialmente perniciosa.

—No acabo de comprenderlo, señor eclesiástico. Y quisiera comprenderlo.

—Usted no me comprende porque le falta base teológica. En otro tiempo, la educación era muy distinta, y esa base teológica, de que ahora carecen hasta los hombres ilustrados, cualquier estudiante la poseía; era una enseñanza fundamental. En el siglo diecisiete, los hombres algo instruidos argumentaban razonando; hasta en los poetas. La doctrina de Por-Royal sostiene la Fedra, de Racine. Pero desde que la Teología tuvo que reducirse al Seminario, ya nadie razona, y los hombres de sociedad son casi tan ignorantes como los poetas y los sabios. ¿Pues no me ha dicho ayer el señor de Terremondre, paseando por este mismo lugar, y convencido en absoluto de que hablaba muy cuerdamente, que deberían hacerse mutuas concesiones? Nadie sabe nada y nadie medita nada. Frases y frases inútiles cruzan el espacio. Volvemos a la Torre de Babel. Usted, señor Bergeret, se resiente de haber leído a Voltaire con muchísima frecuencia, y muy poco a Santo Tomás.

—No lo niego. Pero decía usted, señor eclesiástico; decía usted que la República es "la diversidad", y que por eso resulta esencialmente perniciosa. Como no lo comprendo, quisiera que usted me lo explicara. Tal vez me convenza también.

"Soy bastante más teólogo de lo que usted imagina. He leído a Baronius con la pluma en la mano."

—No pasa Baronius de ser un analítico, aun cuando sea el más notable de todos, y estoy seguro de que solamente aprovecha usted de su lectura nimiedades históricas. Bastaría que tuviese usted unas ligeras nociones de teología para que no le sorprendiese ni le desconcertase mi afirmación.

"La diversidad es perniciosa. El carácter del mal es, precisamente, ser diverso. Este carácter se manifiesta en el Gobierno republicano, que se aleja de la unidad más que ningún otro Gobierno. Sobre carecer de unidad, carece también de independencia, de permanencia y de eficacia. Falto de todo indicio, ignora lo que debe hacer, y decide a ciegas, en absoluto desconocimiento. Aun cuando se mantiene para nuestro castigo, no es durable, porque la idea de duración implica la de identidad, y la República varía por momentos; lo que hoy sea, ni lo fue ayer ni lo será mañana. Ni siquiera sus vicios y su fealdad son propios de su naturaleza. Ya se ha visto que no la deshonran, que no la imposibilitan. Vergüenzas y escándalos que hubiesen derribado al imperio más fuerte la envolvieron sin turbarla. No es destructible, porque todo en ella es destrucción. Es la dispersión, es la discontinuidad, es la diversidad, es el mal."

—¿Habla usted en términos generales de la República, o sólo se refiere a la República francesa?

—Claro está que no tomo ahora en consideración la República romana, la República helvética, ni otras Repúblicas. Me refiero a la Francia republicana. Cada República se gobierna con leyes distintas y sólo tienen de común el nombre; por eso no me supondrá usted, señor mío, tan Cándido que agrupe cosas diferentes juzgándolas por su nombre, por una palabra nada más o por una tendencia que las opone todas, al parecer, a la Monarquía; oposición que no creo, en principio, vituperable. Pero la República francesa es un reino donde falta el rey, donde se carece de autoridad. La patria era muy vieja para sufrir amputaciones, y por eso es de temer un desenlace funesto.

—La enferma tiene aún mucha energía, mucha salud. Ha sobrevivido veintisiete años al Imperio, cuarenta y ocho a la Monarquía burguesa y sesenta y seis a la Monarquía legítima.

—Tal vez sería más atinado, más verdadero decir que durante un siglo Francia, herida de muerte, viene arrastrando, con alternativas de furor y de abatimiento, un resto miserable de vida. Y no suponga usted que me seduce lo pasado, ni que me descorazona ver mi tiempo tan distante de una edad de oro que nunca existió. Conozco la triste condición de los pueblos. Cada hora señala un peligro, cada día una desventura. Y es justo, es necesario que así sea. Los pueblos, como los hombres, no se darían cuenta de su vida si se hallaran exentos de pruebas rudas. La historia de Francia está llena de crímenes y de expiaciones. Dios castigó sin descanso a esta nación con el celo de un cariño inextinguible, y su bondad no quiso librarla de ningún sufrimiento mientras hubo reyes. Pero, siendo entonces cristiana, sus propias desdichas, consecuencia de sus desaciertos, eran provechosas y ejemplares. En ellas aparecía el carácter augusto del castigo; la servían de lección y de consejo, y le ofrecían la salud, la fuerza y la gloria. Pero ya el sufrimiento sólo representa dolor, ya no tiene significación consoladora; por eso no se comprende, y desespera; sin poder evitarlo, se le rechaza; por eso a todo trance, insensatamente, se busca la felicidad. Cuando se pierde la fe sagrada, con la idea de lo absoluto se borra la inteligencia de lo relativo y hasta el sentimiento de la Historia. Sólo Dios enlaza con lógica los acontecimientos humanos, que sin El no logran sucederse de una manera inteligible y clara. De cien años acá, la historia de Francia es un enigma para los franceses. Y, sin embargo, hubo en nuestros días una hora solemne de ansiedad y de esperanza.

"El caballero que a la hora señalada por Dios llega oportunamente, y que recibe cada vez nombre distinto en las distintas épocas de la Historia, llamándome Salmanasar, Nabucodonosor, Ciro, Cambises, Memmio, Tito, Alarico, Atila, Mahomet Segundo, Guillermo, el enviado de Dios había pasado sobre Francia, la cual, humillada, ensangrentada, mutilada, miró al cielo. ¡Que su buena intención le sea tenida en cuenta!

"Recobrando con la fe la inteligencia, parecía comprender la significación consoladora de sus providenciales e inmensas desdichas. Indujo a hombres justos y cristianos a formar una prudente asamblea, y aquellos hombres renovando una costumbre soberana consagraron la Francia dolorida y triste al corazón de Jesús. Viéronse, como en los tiempos de San Luis, alzarse basílicas en las cumbres de los montes, atrayendo las miradas ansiosas de las ciudades penitentes; viose a los ciudadanos elegidos preparar la restauración de la Monarquía..."

El señor Bergeret masculló:

"Primero, la asamblea de Burdeos; segundo, el Sagrado Corazón de Montmartre, y !a iglesia de Fourvieres, en Lyón; tercero, la Comisión de los Nueve y la misión del señor Chesnelong."

—¿Qué murmura usted entre dientes?

—Nada. Preparo notas para la continuación del Discurso acerca de la Historia Universal.

—No haga burla, ni se niegue a la evidencia. Se aguardaba, como si alguien oyera ya en la lejanía de los caminos, el trote de los caballos blancos del coche regio; ¡volvía el rey! Enrique Dieudonné acababa de restablecer el principio de autoridad que da origen y arraigo a las dos fuerzas sociales: el mandato y la obediencia; acababa de restaurar con la fe divina el orden humano, y con la exaltación religiosa los principios de la política: la jerarquía, la ley, el precepto, la verdadera libertad, la unidad.

"Renovando sus tradiciones, la nación hallaba de nuevo, al orientar su futuro, el secreto de su fuerza y el indicio de su victoria.

"Dios no lo consintió. Aquellos grandiosos intentos, atropellados por el enemigo, a cuyos odios no basta la cruel hartura, siempre insaciable, combatidos por muchos franceses, mal apoyados por sus propios adalides, fueron destruidos en un día. Las puertas de la patria se le cerraron a Enrique Dieudonné, y el pueblo se precipitó en la República, lo cual equivale a decir que repudió su herencia, que renunció a sus derechos y a sus deberes, para gobernarse a su gusto y vivir a sus anchas en esa libertad que Dios reprime y que destruye sagradas imágenes, el orden y las leyes. En lo sucesivo, el error, entronizado como un rey, publicaba sus mandatos, y la Iglesia, víctima de incesantes vejaciones, fue pérfidamente colocada entre una imposible abdicación y una culpable rebeldía."

—¿Usted clasificará, sin duda, entre las vejaciones intolerables que se impusieron a la Iglesia, la expulsión de las Congregaciones?

—A todas luces, la expulsión de las Congregaciones parece como la obra de una intención malsana y como el fruto de un pensamiento impío. Es además, cierto de toda certeza que los religiosos expulsados no eran acreedores a semejante rigor. Se procedió contra ellos en la convicción de que los golpes recibidos por las Congregaciones quebrantarían la Iglesia. Pero no fue así: la Iglesia robusteció su autoridad recobrando las parroquias todo su prestigio y todos los recursos que durante algún tiempo se habían inclinado mucho hacia las capillas de varias Ordenes religiosas. Nuestros enemigos desconocen la Iglesia; en aquella ocasión iban guiados por un jefe menos ignorante que los otras, y, por consiguiente, seguro de que no podía destruirnos; sólo para satisfacer las ansias de los exaltados ordenó una guerra simulada y aparatosa. No era un ataque decisivo la expulsión de las Congregaciones. Merecen toda clase de honores, y se les tributaron sinceramente, las víctimas de aquella persecución desdichada; pero estimo que nuestro clero secular puede cumplir la piadosa misión a que se le destina, gobernando las almas y administrando el culto católico, sin ampararse ni servirse de los regulares. ¡Ay!, la República infirió a la Iglesia heridas menos cacareadas y más dolorosas. Usted se interesa bastante por cuanto se refiere a la enseñanza, señor Bergeret, para que sea necesario descubrirle asuntos que, sin duda, conoce; pero la herida mayor que ha recibido la Iglesia, herida cruel y envenenadora, fue la intromisión de sacerdotes imbéciles, por su carácter y por sus ideas, elevándolos al episcopado. Ya he dicho bastante. Pero ¿cómo se consuela el patriota? Juzgando con serenidad, se advierte que todos los miembros del Estado fueron invadidos por la corrupción y la gangrena. En veinte años, ¡cuántos progresos hizo el mal! Tenemos un jefe de Estado cuya única virtud es la impotencia, y que resulta criminal en cuanto se le supone dispuesto a tomar una iniciativa o a pensar en que sería razonable tomarla; ministros en absoluto sometidos a un Parlamento inepto, con fama de prevaricador, y cuyos individuos, cada vez más ignorantes, fueron amaestrados, preparados y designados por las asambleas impías de los francmasones para realizar un daño superior a sus fuerzas, pero que sobrepujan con su inacción turbulenta las mayores desdichas; un funcionarismo que acrece sin cesar, profuso, ávido, indecoroso, en el que la República supone crearse un apoyo, y al cual nutre para su ruina; una magistratura reclutada sin orden ni concierto con tanta frecuencia imbuida por el Poder, que sería difícil no suponerla en demasía complaciente; un Ejército que absorbe sin cesar, como toda la nación, precupaciones funestísimas de igualitaria independencia, y que devuelve a la ciudad y a los campos una juventud averiada por el cuartel, inútil para los oficios y para las trabajosas labores, envilecidas por el ocio; un profesorado sin otra misión que hacer cundir el ateísmo y la inmoralidad; una diplomacia falta de tiempo y de prestigio para los asuntos de Estado, que deja las funciones de política exterior y la conclusión de alianzas en manos de vinateros, dependientes de bazar y periodistas; en una palabra: todos los poderes, legislativo y ejecutivo, judicial, militar y civil, aparecen mezclados, revueltos, entrechocando y destruyéndose unos a otros; impera un Poder irrisorio, cuya flaqueza devastadora dio al pueblo los dos principios más disolventes y mortales que la impiedad fabricó en tiempo alguno: el divorcio y el maltusianismo. Todos, todos los males de que acabo de hacer una rápida enumeración pertenecen a la República y emanan del espíritu republicano; la República es, esencialmente, perniciosa. Es perniciosa proclamando una libertad que Dios no ha instituido: el Señor absoluto de todo lo creado delegó una parte de su autoridad entre sacerdotes y reyes; la República es perniciosa proclamando una igualdad que Dios no ha instituido: el Señor absoluto de todo lo creado estableció jerarquías y dignidades graduadas en el Cielo y en la Tierra; es perniciosa instituyendo la tolerancia que Dios no puede admitir en su inmensa bondad, porque lo malo es intolerable; también es perniciosa cuando atiende a la opinión del pueblo como si la muchedumbre de ignorantes debiera prevalecer contra el corto número de inteligentes que respetan la voluntad de Dios, la cual gravita en todos los actos dei Gobierno, como un principio cuyas consecuencias no tienen límite; por fin, es perniciosa declarando libres los cultos religiosos, y esto equivale a proteger con su indiferencia la impiedad, la incredulidad, el escarnio, la diversidad que todo lo daña y lo aniquila.

—¿No se decía usted hace un momento, señor eclesiástico, tan republicano como el Papa, y decidido a vivir en paz con la República?

—Naturalmente. Obligado a vivir en su seno, serán mis armas la sumisión y la obediencia. Rebelarme contra el Gobierno republicano sería poner en práctica sus principios y contradecir mis creencias. La rebelión, aun siendo contra ellos, me asemejaría más a ellos que a mí mismo.

"El dogma no consiente servirse de la maldad contra los malos. Para la patria francesa, para nosotros, la República es el soberano. Si usa mal de su poder, o si no lo ejerce, suyo será el crimen, y que de sus crímenes responda. Yo debo solamente obedecer, cumplir la misión que me ha sido encomendada. Humilde sacerdote, rector del Seminario, tal vez obispo, nunca negaré a la República ningún servicio a que venga obligado. Recuerdo que San Agustín, en Hipona, sitiada por los vándalos, murió siendo obispo y ciudadano romano. Yo, tan lejos de todo merecimiento por mi pequeñez apostólica, me propongo seguir el ejemplo del más glorioso doctor de la Iglesia y morir en Francia como sacerdote y ciudadano, rogando a Dios que me libre de la barbarie invasora."

Los olmos del paseo comenzaban a inclinar hacia Oriente su tupida sombra. Un airecillo fresco, efluvio de una tormenta lejana, estremeció las hojas de los árboles. Mientras una mariquita paseaba tranquilamente por su manga derecha, el señor Bergeret contestó al padre Lantaigne del modo más afable:

—Señor eclesiástico, acaba usted de retratar a grandes pinceladas, con una elocuencia digna de los mayores encomios, el carácter del régimen democrático. Este régimen, sin duda, es muy parecido a la imagen en que usted lo representa; pero, aun así, es el que yo prefiero. En él se rompen todas las ataduras, lo cual debilita mucho los poderes del Estado, pero alivia un poco a los individuos y ofrece a las gentes una facilidad para vivir y una libertad que, por desgracia, las tiranías locales destruyeron.

"Indudablemente se hace más notoria la corrupción republicana que la monárquica, y esto depende solamente del número y la diversidad de personas que llegan al Poder. Esta corrupción resultaría menos visible y escandalosa teniéndola en secreto. La falta de secreto y de continuidad hacen imposible cualquier empresa para la República democrática; pero como las empresas de las Monarquías han arruinado a los pueblos con mucha frecuencia, no me siento disgustado por vivir a la sombra de un régimen incapaz de gigantescos designios. Lo que me agrada más de nuestra República es la sincera decisión que sustenta de no guerrear en Europa. Nuestra República es militar, pero no belicosa. Discurriendo acerca de los resultados probables de una guerra, los Gobiernos de otros países abrigan sólo el temor de la derrota; el nuestro sabe temer tanto la derrota como el triunfo. Y este saludable temor nos asegura la paz, que, sin duda, es el más valioso de todos los bienes.

"El defecto más grande que presenta el régimen actual es que resulta muy caro. No gasta ostentaciones y fastuosidades; no se distingue por su lujo en mujeres y caballos; pero, bajo una humilde apariencia, con su aspecto desaliñado, es costoso. Hay una turba de parientes pobres y de amigos a quienes a la fuerza es necesario servir. En eso derrocha; y lo más triste de todo, lo más abrumador, es que pesa sobre una tierra fatigada, cuyas energías no se renuevan. Y este régimen exige mucho dinero. Cuando advierte que se halla comprometida su fortuna, sus compromisos ya son mayores de lo que imagina. Y aumentarán aún. El mal no es nuevo. De la misma dolencia murió el antiguo régimen. Señor eclesiástico, le diré una verdad irrefutable: mientras el Estado se contenta con los recursos exigidos a los pobres; mientras embolsa las contribuciones que le asignan los obreros manuales con una regularidad mecánica, vive dichoso, tranquilo y estimado. Los economistas y los hombres de negocios reconocen su honradez y la pregonan. Pero en cuanto el Estado, a impulsos de la necesidad, se propone sacar dinero a los que lo tienen, y en cuanto impone a los ricos una ligera carga, se le hace comprender la enormidad intolerable de su crimen; se le dice que viola derechos y escarnece lo sagrado; que destruye la industria y el comercio; que aplasta a los pobres tocando a los ricos. No se le puede ocultar que se deshonra con tales procedimientos, y consigue que todo buen ciudadano le desprecie sinceramente. La ruina, entretanto, avanza lenta y segura. El Estado toca entonces a la renta y a la propiedad. Está perdido.

"Nuestros ministros se burlan de nosotros hablando del peligro clerical y del peligro socialista. No hay más que un peligro amenazador: la escasez de dinero. La República lo va notando por experiencia. La compadezco, y lamentaría su desgracia. Me crié bajo el imperio, en el amor de la República. 'La República es la justicia', me decía mi padre, profesor de Retórica en el colegio de Saint-Omer. No la conoció bien. La República no es la justicia: es la facilidad. Señor eclesiástico, si tuviera usted miras menos elevadas, menos graves, más accesibles a las ideas risueñas, le confesaría que la República actual, la de mil ochocientos noventa y seis, me agrada y me conmueve por su modestia. No la impacienta no ser admirada, y, sin exigir más que muy elementales respetos, renuncia en absoluto a la estimación. Se contenta con vivir. No desea otra cosa, y su deseo es legítimo. Hasta las más humildes criaturas insisten y se agarran a la vida. Temerosa de morir, como el leñador en la fábula, el boticario de Mantua en la tragedia de Romeo y Julieta, ese temor no le deja lugar a otros y se apodera de su espíritu, inextinguible, único. Recela de los príncipes y de las milicias. En peligro de muerte, sería muy cruel; trastornando su naturaleza el miedo, es creíble que despertara en ella instintos feroces. Pero mientras no atente nadie contra su vida y todos procuren su bienestar, es bondadosa. Un Gobierno así me complace y me tranquiliza. ¡Tantos otros fueron implacables por su soberbia! ¡Tantos otros afirmaron con excesos crueles su derecho, su grandeza y su prosperidad! ¡Tantos otros regaron con su sangre sus reales prerrogativas! La República no tiene soberbia ni majestad, ¡carencia feliz que nos la conserva inocente! Sólo vivir le satisface, y vive a gusto. Gobierna poco. Esto me parece acaso lo más digno de alabanza. Y como gobierna poco, es perdonable que gobierne mal. Sospecho que los hombres de todas las épocas exageraron mucho la necesidad de un Gobierno y las ventajas de un Poder inquebrantable. Seguramente, los poderes inquebrantables determinan la prosperidad y la grandeza de los pueblos. Pero los pueblos han padecido tanto a través de los siglos con su grandeza y su prosperidad, que no me parece extraño verlos renunciar a tales ventajas. La gloria les ha costado mucho; no nos lamentemos, pues, de los gobernantes, preocupados, a lo sumo, en luchas coloniales. Y si, al cabo, se demuestra la inutilidad completa de todo Gobierno, a la República de Carnot habrá que agradecer la experiencia de tan inapreciable principio. Nadie como él contribuyó a demostrarlo. Reflexionando así, me siento muy apegado a nuestras instituciones."

De tal modo hablaba el señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras.

El reverendo padre Lantaigne se levantó, sacándose del bolsillo un pañuelo a cuadros azules; restregóse los labios, guardólo nuevamente, y sonriendo, contra su costumbre, aseguró el breviario debajo del brazo, y dijo:

—-Usted razona de un modo muy agradable, señor Bergeret. Los retóricos discurrían así de la fortuna en Roma cuando Alarico entró con sus visigodos. Pero los retóricos de la quinta centuria lanzaban sobre los terebintos del Monte Esquilino pensamientos menos vanos. Porque Roma era cristiana entonces y usted ahora no lo es.

—Señor clérigo —respondió el catedrático—, sea usted obispo muy pronto, pero nunca rector de la Universidad.

—Es cierto, señor Bergeret —dijo el sacerdote con risa franca—; es cierto que si yo fuera rector de la Universidad, le cerraría la cátedra.

—Tal vez me hiciera con ello un buen servicio. Porque, sin cátedra, me vería obligado a escribir en los periódicos mis ideas, como Julio Lemaitre, y acaso lograra, como él...

—¡Ah! No haría usted mal papel entre los publicistas de talla. Y la Academia Francesa gusta de ingenios libres.

Dicho esto, se alejó con paso firme, grave y decidido. El señor Bergeret quedóse ocupando el banco de piedra, cuyas tres cuartas partes ya estaban en la sombra. Una roja mariquita que sobre su hombro sacudía sus élitros, voló al fin. El señor Bergeret mostrábase caviloso. No era feliz. Su ingenio punzante no tenía todos los aguijones orientados hacia lo exterior, y con frecuencia se lastimaba su propio ser con los alfilerazos de su ironía. Anémico y bilioso, tenía el estómago más debilitado, procurándole más disgustos y sufrimientos que goces y satisfacciones. Sus palabras eran imprudentes, y emitía sus juicios con tanta inoportunidad, que parecían, por lo exactos y seguros, de una malicia refinada. Con arte sutil aprovechaba todas las ocasiones en que pudiera perjudicarse. Inspiraba una lógica y general aversión entre los hombres, y esto le dolía, siendo sociable y propenso a comunicarse con sus semejantes. No había conseguido nunca formar discípulos, y daba su curso de Literatura latina solitario, en una especie de cueva húmeda y sombría, donde le sumergió la odiosidad fogosa de su enemigo el decano. El edificio era, sin embargo, espacioso. Construido en 1894, el nuevo local destinado a Universidad —como dijo el prefecto Worms-Clavelin en la inauguración—, atestiguaba la solicitud cariñosa del Gobierno republicano por la difusión de las luces. Había un anfiteatro decorado por León Glaize, con figuras alegóricas representando las ciencias y las letras, y allí daba el señor Compagnon su famoso curso de Matemáticas.

Mas los otros doctores, con la borla encarnada o amarilla, divulgaban distintos conocimientos en las aulas anchurosas y claras. Bergeret era el único de la casa que, sometido a la mirada irónica del bedel, bajaba, seguido por tres alumnos, al subsuelo tenebroso.

En aquel ambiente frío y malsano explicaba la Eneida con toda la ciencia de un profesor alemán y toda la delicadeza de un conferenciante francés. Allí, con su pesimismo literario y moral, afligía a su oyente más aprovechado, el señor Roux, de Burdeos; allí revelaba nuevos puntos de vista, de aterradoras consecuencias; allí salieron de sus labios aquellas palabras, repetidas y famosas, que hubieran debido quedar enterradas en las lobregueces del subterráneo:

"Fragmentos de procedencias varias, engarzados malamente unos con otros, constituyen la Iliada y la Odisea. Tales son los modelos de literatura imitados por Virgilio, por Fenelón y, en general, por todos los poetas y prosistas que representan la gloria y el orgullo de todas las literaturas clásicas."

El señor Bergeret no era feliz. No había recibido ninguna distinción honorífica. Es cierto que despreciaba las condecoraciones y diplomas; pero imaginaba que sería más agradable despreciarlos después de recibirlos. Viviendo completamente oscurecido, le conocían menos en su ciudad natal por sus talentos que al señor de Terremondre, autor de una Guía del viajero; que al general Milher, polígrafo notable de aquella región; menos que a su propio discípulo Alberto Roux, de Burdeos, autor de Nicea, poema en verso libre. Cierto es que despreciaba la gloria literaria, sabiendo que la fama europea de Virgilio se apoyaba en dos contrasentidos, un absurdo y un despropósito. Pero le dolía no relacionarse con escritores tales como Emilio Faguet, Renato Doumic y Jorge Pelliser, cuya manera de juzgar le parecía tan semejante a la suya. Hubiera querido conocerlos, vivir en París y frecuentar su trato; escribir como ellos, en las revistas, contradecirlos, ponerse a su nivel, sobrepujarlos. No desconocía su propia y delicada percepción intelectual, y había escrito algo, a su entender, meritorio y agradable.

Pero no era dichoso. Pobre, metido con su mujer y sus tres hijas en un tabuco, donde se disfrutaban con exceso las incomodidades e impertinencias de la vida común, entristecíale hallar sobre su escritorio un mechón de pelo y ver sus manuscritos chamuscados en los bordes por las tenacillas de rizar. No había para él en todo el mundo retiro más apacible y seguro que aquel banco del pasco, a la sombra de un olmo centenario, y el rincón de pergaminos y pastas viejas en la librería de Paillot.

Reflexionó un instante acerca de su triste condición. Luego abandonó su banco de piedra para encaminarse a su rinconcito de la librería.