​Acerba animi​ (1933) de Pío XI
Traducción de Wikisource de la versión oficial latina
publicada en Acta Apostolicae Sedis vol. XXIV, pp. 321-332.
ENCÍCLICA
A LOS VENERABLES HERMANOS ARZOBISPOS, OBISPOS Y OTROS ORDINARIOS EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA, SOBRE LA INICUA SITUACIÓN DE LA IGLESIA CATOLICA EN MÉXICO


PIO XI
VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

La angustia espiritual que Nos oprime el ánimo por la tristísima situación de la Humanidad en las presentes circunstancias, no debilita la especial preocupación que en gran manera sentimos por los queridos hijos de la nación mejicana, yprincipalmente por vosotros, Venerables Hermanos, merecedores de Nuestros cuidados paternales, puesto que desde hace tanto tiempo sois víctimas de tan crueles persecuciones.

De ahí que desde que comenzó Nuestro Pontificado, siguiendo las huellas de Nuestro inmediato Predecesor, por todos los medios y con todo interés Nos hemos esforzado a fin de que los que llaman preceptos, "constitucionales" no se llevasen funestamente a la práctica; puesto que esos preceptos atacaban a los derechos primarios e inmutables de la Iglesia, no pudimos menos de condenarlos y reprobarlos repetidas veces, cuando la ocasión se presentaba. Precisamente por este motivo no quisimos dejase de haber un Legado Nuestro en vuestra República. Sin embargo, mientras recientemente la mayoría de los jefes de los demás Estados han reanudado con interés amistosas relaciones diplomáticas con la Sede Apostólica, en cambio, los gobernantes de la República Mejicana no sólo se han empleado en cerrar toda vía de transacción para una conciliación mutua, sino que, aún infringiendo y violando las promesas dadas hacía poco por escrito, han actuado contra lo que todos esperaban, demostrando, por tanto, suficientemente cuáles eran sus opiniones y propósitos con la Iglesia, repetidamente expulsaron a Nuestros Legados. ¡De este modo, pues, se llegó a aplicar durísimamente el artículo 130 de la ley a que dan el nombre de «Constitución»; ley ciertamente ofensiva para la Religión Católica, tal como detestándola y lamentándola, declaramos solemnemente en la Encíclica Iniquis afflictisque, de 18 de Noviembre de 1926.

Asimismo se han promulgado gravísimas penas contra aquellos que infrinjan ese capítulo de tal ley, y con nueva e injusta injuria a la Jerarquía eclesiástica se ha establecido que los sacerdotes que particularmente tuviesen permiso para ejercer públicamente su sagrado ministerio, en modo alguno pasen de un determinado número que señalarán los legisladores de cada uno de los Estados.

Producida esta injusta e intolerantemente situación, que somete a la Iglesia de Méjico a la autoridad civil y al arbitrio de unos gobernantes hostiles a la Religión Católica, Vosotros, Venerables Hermanos, decretasteis que se interrumpieran públicamente los servicios del culto divino; y al mismo tiempo pedisteis a todos los fieles cristianos para reclamasen eficazmente contra semejantes incalificables disposiciones. Mientras tanto por vuestra apostólica fortaleza de ánimo y constancia, casi todos vosotros apartados de vuestra patria, habéis contemplado de lejos los santos combates y martirio de vuestro clero y grey; y aquellos de vosotros —poquísimos en número— que pudisteis casi prodigiosamente permanecer ocultos en vuestras respectivas diócesis, no poco consuelo y esfuerzo habéis dado al pueblo cristiano con el ejemplo de vuestra nobilísima firmeza. Sobre estas cosas Nos hemos referidos en alocuciones y públicos discursos , y más detenida y claramente en la Encíclica Iniquis afflictisque que antes citamos, congratulándonos principalmente de que la egregia conducta del clero —cuando administraba los Sacramentos a los fieles, no sin peligro de la propia vida— y los hechos heroicos de muchos seglares —cuando con increíbles y nunca oídos trabajos sufridos con fortaleza, y con gran detrimento de sus bienes, gustosamente y con espléndidez han acudido en auxilio de los sagrados ministros — han producido profunda admiración en todo el orbe de la tierra.

Y entre tanto, no hemos querido faltar a Nuestro deber dejando de excitar con consejos de palabra y por escrito a los sacerdotes y fieles de Cristo, a fin de que con proceder cristiano resistan según sus fuerzas a las leyes inicuas, exhortándoles asimismo para que de tal modo aplaquen con oraciones y penitencias la justicia de la sempiterna Deidad, que cuanto antes el providentísimo y misericordiosísimo Dios se sirva benignamente dar alivio y fin a estas persecuciones. Ni hemos dejado de procurar que Nuestros hijos de todo el mundo, uniendo con Nos sus oraciones, pidan por sus hermanos mejicanos tan indignamente tratados; a la cual invitación Nuestra respondieron con admirable entusiasmo.

Es más, no hemos descuidado los procedimientos humanos que han estado en Nuestra mano para poder proporcionar algún alivio a Nuestros queridos hijos, puesto que hemos exhortado instantemente a todo el orbe católico para que a los afligidos hermanos de la Iglesia mejicana se les auxiliase aun con una colecta; y hemos conjurado también, una y otra vez a los mismos jefes supremos de las Naciones con las que Nos unen lazos de amistad para que no dejasen de considerar la anormal y gravísima situación de tantos fieles cristianos.

Ahora bien, ante tan gran muchedumbre de ciudadanos perseguidos que no dejaban de resistir valerosa y generosamente, los que gobiernan el Estado mejicano, para salir de algún modo de una peligrosa situación, que no podían dominar y vencer según sus deseos, manifestaron claramente que no se oponían a llegar a un arreglo de todo este asunto, después de oír las opiniones de una y otra parte. Así, pues, aunque desgraciadamente Nos conocíamos por experiencia que no podíamos confiar en semejantes promesas, sin embargo juzgamos que debíamos considerar si era o no oportuno que continuase la suspensión pública de los sagrados ritos religiosos. Pues esta suspensión, aunque resultaba una eficacísima proteesta contra el capricho de los gobernantes de la República, prolongada por más tiempo, hubiese podido perjudicar a toda la esfera de lo civil y lo religioso; además, lo que es más importante, esta suspensión, según Nos habían hecho presente no pocos autores de la mayor autoridad, causaba no poco daño a los fieles cristianos que, privados de muchos auxilios espirituales necesarios para la vida cristiana y obligados con frecuencia a abandonar el cumplimiento de sus propios deberes religiosos, y en esta situación eran llevados, poco a poco, a apartarse del sacerdocio católico, y por tanto a retirarse de sus beneficios sobrenaturales. Añádase a esto que, como los Obispos se hallaban desde hacia tanto tiempo alejados de sus respectivas diócesis, esta situación no podía menos de contribuir a la relajación y debilitación de la disciplina eclesiástica; lo que era tanto más doloroso, cuanto que, en tan gran persecución de la Iglesia mejicana, el pueblo cristiano y los sacerdotes necesitaban en sumo grado de la dirección y gobierno de los que el Espíritu Santo puso como Obispos para regir a la Iglesia de Dios[1]

Por consiguiente, cuando en el año 1929 el presidente de la República mejicana declaró públicamente que no era su propósito destruir la "identidad de la Iglesia" con la aplicación de las citadas leyes, ni menospreciar la Jerarquía Eclesiástica, Nos, teniendo en cuenta solamente la salvación de las almas, juzgamos que de ningún modo se podía renunciar a este o cualquier otro medio para reintegrar a su dignidad la Jerarquía. Es más, aún consideramos que debíamos pensar si sería oportuno renovar de momento los servios públicos del culto divino, puesto que lucía alguna esperanza de remediar males más graves y que parecían alejarse aquellas causas principales que movieron a los Obispos a juzgar que esos servicios debían suspenderse, renovarlos por el momento. Con lo que, ciertamente, no era Nuestra intención ni aprobar las leyes mejicanas contra la Religión, ni retractarnos de ese modo de las reclamaciones hechas en contra de ellas, de modo que ya no hubiese que oponerse todo lo posible a esas leyes, tal como habíamos decretado. Se trataba solamente de lo siguiente: puesto que los gobernantes de la República daban a entender que abrazaban propósitos distintos, esto parecía exigir que se suspendieran aquellos procedimientos de resistencia que más bien pudieran resultar perjudiciales al pueblo cristiano, y que se adoptasen otros realmente más oportunos.

Más, de todos es sabido que la tan esperada paz y conciliación no respondió a Nuestros deseos. Porque, violadas palpablemente las condiciones estipuladas en la conciliación, de nuevo se encarnizaron con los Obispos, sacerdotes y fieles cristianos, castigándolos con penas y cárceles; y con la mayor tristeza vimos que no sólo no se llamaba del destierro a todos los Obispos, sino que más bien aun de aquellos que gozaban del beneficio de seguir en la patria, algunos, con desprecio de las cláusulas legales, eran expulsados de sus confines; que en no pocas diócesis los templos, los seminarios, los palacios episcopales y demás edificios sagrados no habían sido en modo alguno dedicados de nuevo a su uso propio; finalmente, que, con desprecio de las indudables promesas hechas, muchos clérigos y seglares que habían defendido valientemente la fe de sus mayores eran entregados a la envidia y odio disimulado de sus enemigos.

Además, no bien cesó la suspensión pública del culto divino, sobrevino y se generalizó una acérrima campaña de calumnias por parte de la prensa contra los sagrados ministros, contra la Iglesia y contra el mismo Dios, y todos saben que la Sede Apostólica creyó era deber suyo reprobar y proscribir una de esas publicaciones que, por su más criminal impiedad y por su manifiesto propósito de concitar por medio de calumnias el odio contra la Religión, había sobrepasado radicalmente toda clase de límites.

Únese a esto que no sólo en las escuelas, donde se enseñan los elementos del saber, la ley prohíbe que se expliquen los preceptos de la doctrina católica, sino que aun a menudo se incita en ellas a los que tienen el cargo de educar a la niñez a que se esfuercen en formar las almas de los jóvenes en los errores y disolventes costumbres de la impiedad; lo que causa no pequeño perjuicio a los padres cristianos si quieren poner a buen recaudo la completa inocencia de sus hijos. Por esto, así como bendecimos desde el fondo del alma a estos padres y madres de familia e igualmente a los profesores y maestros que celosamente los auxilian en este asunto, así también os exhortamos en el Señor a vosotros, Venerables Hermanos, a uno y otro clero y a todos los fieles cristianos para que no dejéis de preocuparos, según sea posible, de las escuelas y de la educación de la juventud, teniendo principalmente presente a la multitud del pueblo que estando más en contacto con la doctrina tan amplísimamente propagada de los ateos, masones y comunistas, necesita más de vuestro celo apostólico. Y estad persuadidos de que vuestra patria sera, sin duda, en el futuro, tal como, educando debidamente a los jóvenes, la hayáis hecho vosotros.

Mientras se ha luchado rudísimamente contra el punto de mayor importancia, del que dimana la vida misma de toda la Iglesia, a saber: contra el Clero, contra la Jerarquía católica, precisamente con el designio de que, poco a poco, desaparezca del seno de la República. Pues aunque proclame la Constitución del Estado mejicano que los ciudadanos tienen la libre facultad de opinar lo que quieran, de pensar y creer lo que gusten; sin embargo —como frecuentemente, cuando la ocasión se ha presentado, lo hemos lamentado—, con manifiesta discrepancia y contradicción dispone que cada uno de los Estados federados de la República señalen y designen un número fijo de sacerdotes, a los que se permita ejercer su ministerio y administrarlo al pueblo, no sólo en los templos, sino a domicilio y en el recinto de las casas. Lo cual resulta tanto más gravemente un enorme crimen por los procedimientos y modos como se está aplicando esta ley. Porque si la Constitución manda que los sacerdotes no pasen de cierto número, prevé, sin embargo, que no vayan a ser insuficientes en cada región para las necesidades del pueblo católico; y en modo alguno prescribe que en éste asunto se desprecie a la Jerarquía eclesiástica; lo cual, por lo demás, se reconoce y comprueba paladina e indiscutiblemente en el Pacto que se llama "modus vivendi". Ahora bien, en el Estado de Michoacán se ha decretado que sólo haya un sacerdote para 33.000 fieles cristianos; en el de Chihuahua, uno para 45.000; en el de Chiapa uno para 60.000, y finalmente, en el de Veracruz uno sólo para 100.000. Con todo, no hay quien no vea que de ningún modo se puede, con semejantes restricciones, administrar los Sacramentos al pueblo cristiano, que de ordinario vive en dilatadísimas regiones. Y sin embargo, los perseguidores, como arrepentidos de su excesiva condescendencia, han impuesto cada vez más restricciones: no pocos seminarios cerrados por algunas autoridades de los Estados, casas parroquiales nacionalizadas y en muchos lugares se han señalado los templos en los que únicamente, y no más allá de los límites del territorio que se determina, puedan los sacerdotes, aprobados por la autoridad civil, celebrar el culto divino.

Ahora bien, lo que las autoridades de algunos Estados han ordenado: que cuando los eclesiásticos usen de su facultad de ejercer su ministerio no tienen los empleados públicos que guardar respeto alguno a ninguna Jerarquía; es más: que a todos los Prelados, esto es, a los Obispos y aun a los que ostenten el cargo de Delegado Apostólico se les prohíbe completamente esa facultad, pone patentemente de manifiesto que quieren destruir y arrasar la Iglesia católica.

Brevemente hemos querido hasta aquí recordar, recorriendo sus principales aspectos, la durísima situación de la Iglesia mejicana, para que todos aquellos que se interesan por el buen régimen y paz de los pueblos, considerando que esta persecución, totalmente incalificable, no se diferencia mucho, sobre todo en algunos Estados, de la que se ensaña en las horribilísimas regiones de Rusia, reciban ante esta abominable conjura nuevo entusiasmo con que se opongan como dique a ese fuego devastador de todo orden social.

Así también deseamos daros testimonio una vez más a vosotros, Venerables Hermanos, y a los hijos queridos de la nación mejicana, de Nuestro paternal interés, con el que os seguimos con la vista en todos vosotros aquejados con penas; de este interés Nuestro precisamente emanaron aquellas normas que dimos por conducto de Nuestro querido hijo el Cardenal Secretario de Estado[a], en el pasado mes de enero, y que igualmente os comunicamos por medio de Nuestro Delegado Apostólico. Porque como se trata de un asunto íntimo relacionado con la Religión, tenemos ciertamente el derecho y el deber de decretar unos procedimientos y normas más adecuadas, que todos quienes se glorían del nombre de católicos no pueden menos de obedecer. Y justo es que aquí Nos declaremos claramente que con atención penetrante y quieta inteligencia hemos meditado todos aquellos avisos y consejos que ya la Jerarquía eclesiástica, ya los seglares Nos habían enviado; todos, decimos, aun aquellos que parecían pedir se volviera, como antes, en año 1926, a un sistema más severo de resistencia, suspendiendo públicamente de nuevo en toda la República los actos del culto divino.

En lo que se refiere, pues, al modo de proceder, como los sacerdotes no se hallan tan coartados en todos los Estados, ni en todas partes se halla tan abatida la autoridad y dignidad de la Jerarquía eclesiástica, dedúcese de ello que, así como de distinto modo se llevan a la práctica estos infaustos decretos, no debe ser, en manera alguna, semejante la manera de proceder de los fieles de la Iglesia de Cristo.

En lo cual estimamos ser realmente de justicia el honrar con especiales alabanzas a aquellos Obispos mejicanos que, como sabemos por noticias llegadas a Nos, han expuesto con la mayor diligencia las normas repetidamente dadas por Nos, lo que Nos place declarar abiertamente aquí porque si algunos —impulsados por el deseo de defender su propia fe más que por una exquisita prudencia en estos difíciles asuntos— por las diversas maneras de proceder de los Obispos, según las distintas circunstancias locales, han sospechado que había en ellos designios contrarios a los suyos, estén completamente persuadidos de que semejante censura está completamente desprovista de todo fundamento.

Mas, porque cualquiera limitación del número de sacerdotes no puede menos de ser una grave violación de los derechos divinos, es necesario que los Obispos y los demás clérigos y seglares ante esta injusticai, combatiendo y reprobando por todos los medios legítimos esta injusticia, reclamen contra las autoridades públicas; este proceder convencerá por completo a los cristianos, en especial a los ignorantes, que las autoridades civiles, con su actuación, pisotean la libertad de la Iglesia, de la que Nos, aunque arrecien los perseguidores no podemos sin duda alguna abdicar. Por lo cual, así como con gran consuelo espiritual hemos leído varias reclamaciones que han formulado los Obispos y sacerdotes de diócesis, víctimas de estas leyes inicuas, así Nos hemos añadido la Nuestra ante todo el orbe de la tierra, y de un modo especial ante aquellos que llevan los timones de los Estados, para que alguna vez por fin consideren que esta laceración del pueblo mejicano no sólo injuria gravemente a la eterna Deidad —oprimiendo a su Iglesia y a los fieles cristianos vulnerando su fe y conciencia religiosa— sino que aun es una peligrosa causa de esa revolución social por la que con todas sus fuerzas luchan los que niegan y odian a Dios.

Entre tanto, para que podamos aliviar y según nuestras facultades, poner remedio a estas calamitosas circunstancias, valiéndonos de todos los medios que aún se hallen a mano, es necesario que —conservando en todas partes en cuanto sea posible la celebración del culto divino— no se extinga en el pueblo la luz de la fe y el fuego de la caridad cristiana. Porque, aunque, como dijimos, se trate de impíos decretos que, puesto que se oponen a los santísimos derechos de Dios y de la Iglesia, ha de reprobarlos por tanto la ley divina, sin embargo, no hay duda de que es vano el miedo del que piense que va a colaborar con las autoridades en una acción injusta, si, sufriendo sus vejámenes, les pide autorización para ejercer el sagrado ministerio. Esta errónea opinión y modo de obrar, como de ellas se seguiría en todas partes la suspensión del culto religioso, acarrearía gran perjuicio a toda la grey de fieles cristianos.

Ciertamente hay que advertir que, sin duda, alguna es ilícito y completamente inmoral aprobar esta ley inicua o espontáneamente prestarle ayuda, lo cual, sin embargo, difiere grandemente de aquel modo de proceder con el que uno se somete contra su voluntad y agrado a estas órdenes indignas, es más, aún se comporta de modo que según sus fuerzas, lucha por disminuir el efecto de esos decretos.

Ahora bien, el sacerdote, cuando obligadamente pide a las autoridades públicas el permiso para ejercer los sagrados ministerios —sin el cual no puede celebrar el culto divino— tolera esto sólo a la fuerza para lograr evitar un daño mayor; y realmente no procede de modo distinto del que, despojado de sus bienes, se ve obligado a pedir al que le ha robado autorización para siquiera usar de lo que es suyo.

Esto no constituye la cooperación formal, sino solo material. Y aparte de esto, cualquier apariencia de "cooperar", como se dice, "formalmente", y de aprobar la ley, se disipa ante las solemnes y enérgicas reclamaciones hechas no sólo por la Sede Apostólica, sino aun por los Obispos y pueblo de la República mejicana. Añádase a esto la prudente costumbre seguida por los sacerdotes, garantizada con oportunas cautelas, de pedir, aunque forzadamente, a las autoridades del Estado permiso para ejercer libremente su sagrado ministerio, a pesar de que se hallan canónicamente instituidos para ello por mandato de los Obispos; porque en estas circunstancias no aprueban la ley, no prestan su asentimiento a lo mandado, sino que se someten a los inicuos decretos tan sólo "materialmente", como se dice, con el fin de suprimir el obstáculo que les impide celebrar el culto sagrado, sin quitar el cual se prohibirá el culto divino, con grandísimo daño a las almas. Enteramente del mismo modo los sagrados ministros, como es sabido, en los primeros tiempos de la Iglesia católica, pedían, aun pagando por ello una exacción, permiso para visitar a los mártires presos en las cárceles a fin de administrarles los Sacramentos; con lo cual, sin embargo, nadie que estuviese en su sano juicio pensó jamás que ellos cohonestaban y aprobaban de alguna manera la conducta de los perseguidores.

Esta es la doctrina completamente cierta y segura de la Iglesia Católica, la cual si, al aplicarla en la práctica, indujere a algunos a cierto equivocado escándalo, tendréis la obligación, Venerables Hermanos, de explicarles cuidadosa y ampliamente la solución que hemos propuesto.

Y si alguien, aun después de que fuese explicada por vosotros Nuestra intención, perseverare pertinazmente aún en esa falsa opinión, sepa, pues, que no evitará la nota de contumacia y obstinación.

Procedan, pues, todos bien animados con este freno de la obediencia y unanimidad de opiniones, lo que Nos más de una vez con íntima satisfacción del alma hemos alabado en el clero; y, depuestas las dudas y vacilaciones que surgieron inquietantemente desde el comienzo de la persecución, desarrollen los sacerdotes su más eficaz labor apostólica propia, después de pesar su decisión de sufrir valientemente cualquier cosa, sobre todo con los jóvenes y las clases populares. Igualmente esfuércense en infundir sentimientos de equidad, concordia y caridad a los que atacan a la Iglesia porque no la conocen suficientemente.

Sobre lo cual no podemos dejar de recomendar lo que, como sabéis, llevamos en las niñas de los ojos, a saber: que en todas partes se funde y cada día tenga mayor incremento la Acción Católica, conforme a aquellas normas[2], que dimos por conducto de nuestro Delegado Apostólico. Sabemos que el comenzarla es dificilísimo, sobre todo el principio, y en estas circunstancias; sabemos que no siempre se alcanzan los frutos deseados rápidamente; pero sabemos que esto es necesario y más eficaz que toda otra manera de proceder, según ha dado a conocer la experiencia de aquellas naciones que salieron de la crisis de semejantes calamidades.

Además, aconsejamos insistentemente a los hijos queridos del pueblo mejicano aquella estrechísima unión en el Señor en que se distinguen con la Madre Iglesia, e igualmente con su Jerarquía, fuentes de la gracia divina y de la virtud cristiana; aprendan diligentemente la doctrina de la Religión; imploren del Padre de las misericordias paz y prosperidad para su desgraciada patria, y consideren como un honor y un deber personal el prestar su ayuda a los sagrados ministros en las filas de la Acción Católica.

Con amplísimas alabanzas honramos, pues, a aquellos, tanto de uno y otro clero como seglares, que movidos de un encendido amor a la Religión y obedientes a esta Sede Apostólica, realizaron actos dignísimos de ser recordados, que habrían de inscribirse en los fastos modernos de la Iglesia mejicana, y los conjuramos instantemente en el Señor para que no desistan de dedicarse a defender con todas sus fuerzas los sacrosantos derechos de la Iglesia, con aquella paciencia que han tenido en los sufrimientos y trabajos de la que hasta ahora han dado nobilísimos ejemplos. Pero no podemos terminar esta Encíclica sin que dirijamos Nuestros pensamientos de un modo especial a vosotros, Venerables Hermanos, fieles intérpretes de Nuestra mente, y os confesamos que tanto más unidos estamos con vosotros y lo experimentamos, cuanto más duras calamidades sufrís en el ejercicio del ministerio apostólico; y tenemos por cierto que, puesto que sabéis que estáis unidos espiritualmente al Vicario de Jesucristo, sacáis de ello consuelo y ánimo, para que con mayor alegría perseveréis en la tan ardua y santísima labor con la que llevéis a la grey que se os ha confiado al puerto de la eterna salvación.

Mas para que os acompañe siempre el auxilio de la divina gracia y os aliente la divina misericordia, con pródigo amor paterno os damos, Venerables Hermanos y queridos Hijos, la Bendición Apostólica, prenda de dones celestiales.

Datado en Roma, en San Pedro, el día 29 del mes de Septiembre, Dedicación del Arcángel San Miguel, del año 1932, decimoprimero de Nuestro Pontificado.


PÍO XI

Referencias editar

  1. Act 20, 28.
  2. Cfr. también Carta Apostólica «Paterna sane sollicitudo», de 2 de febrero de 1926.

Notas a la traducción editar

  1. Eugenio Pacelli, futuro papa Pío XII, fue Secretario de Estado desde 1930 a 1939.