Diferencia entre revisiones de «Blancanieve y Rojarosa»
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{{encabezado|Blancanieve y Rojarosa|los [[Hermanos Grimm]]|Traducido por [[José Sánchez Biedma]] (1879).}}
Una pobre mujer vivía en una cabaña en medio del campo; en un huerto situado delante de la puerta, había dos rosales, uno de los cuales daba rosas blancas y el otro rosas encarnadas. La viuda tenía dos hijas que se parecían a los dos rosales, la una se llamaba Blancanieve y la otra Rojarosa. Eran las dos niñas lo mas bueno, obediente y trabajador que se había visto nunca en el mundo, pero Blancanieve tenía un carácter más tranquilo y bondadoso; a Rojarosa
Iban con frecuencia al bosque para coger frutas silvestres, y los animales las respetaban y se acercaban a ellas sin temor. La liebre comía en su mano, el cabrito pacía a su lado, el ciervo jugueteaba delante de ellas, y los pájaros, colocados en las ramas, entonaban sus mas bonitos gorjeos.
Nunca
Una vez que pasaron la noche en el bosque, cuando las despertó la aurora, vieron a su lado un niño muy hermoso, vestido con una túnica de resplandeciente blancura, el cual
Blancanieve y Rojarosa tenían tan limpia la cabaña de su madre, que se podía cualquiera mirar en ella. Rojarosa cuidaba en verano de la limpieza, y todas las mañanas, al despertar, encontraba su madre un ramo, en el que había una flor de cada uno de los dos rosales. Blancanieve encendía la lumbre en invierno y colgaba la marmita en los llares, y la marmita, que era de cobre amarillo, brillaba como unas perlas de limpia que estaba. Cuando nevaba por la noche, decía la madre: -Blancanieve, ve a echar el cerrojo, y luego se sentaban en un rincón a la lumbre; la madre se ponía los anteojos y leía en un libro grande; y las dos, niñas la escuchaban hilando; cerca de ellas estaba acostado un pequeño cordero y detrás dormía una tórtola en su caña con la cabeza debajo del ala.
Una noche, cuando estaban hablando con la mayor tranquilidad, llamaron a la puerta. -Rojarosa; dijo la madre, ve a abrir corriendo, pues sin duda será algún viajero extraviado que buscará asilo por esta noche.
Rojarosa fue a descorrer el cerrojo y esperaba ver entrar algún pobre, cuando asomó un oso su gran cabeza negra por la puerta entreabierta. Rojarosa echó a correr dando gritos, el cordero comenzó a balar, la paloma revoloteaba por todo el cuarto y Blancanieve corrió a esconderse detrás de la cama de su madre. Pero el oso
-Acércate al fuego, pobre oso; contestó la madre, pero ten cuidado de no quemarte la piel.
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Entonces vinieron las dos hermanas, y se acercaron también poco a poco el cordero y la tórtola y olvidaron su temor.
-Hijas,
Las niñas cogieron entonces la escoba y le barrieron toda la piel; después se extendió delante de la lumbre manifestando con sus gruñidos que estaba contento y satisfecho. No tardaron en tranquilizarse por completo; y aún en jugar con este inesperado huésped. Le tiraban del pelo, se subían encima de su espalda le echaban a rodar por el cuarto, y cuando gruñía, comenzaban a reír. El oso las dejaba hacer cuanto querían, pero cuando veía que sus juegos iban demasiado lejos, les decía:
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Algún tiempo después, envió la madre a sus hijas a recoger madera seca al bosque, vieron un árbol muy grande en el suelo, y una cosa que corría por entre la yerba alrededor del tronco, sin que se pudiera distinguir bien lo que era. Al acercarse distinguieron un pequeño enano, con la cara vieja; y arrugada y una barba blanca de una vara de largo. Se le había enganchado la barba en una hendidura del árbol, y el enano saltaba como un perrillo atado con una cuerda que no puede romper; fijó sus ardientes ojos en las dos niñas, y las dijo:
-¿Qué hacéis ahí mirando? ¿por que, no venís a socorrerme?
-¿Cómo te has dejado coger así en la red, pobre hombrecillo? le preguntó Rojarosa.
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-¡Qué bestia eres! exclamó el enano, ¿no ves que es ese maldito pez que quiere arrastrarme al agua?
Un pescador había echado el anzuelo, mas por desgracia el aire enredó el hilo en la barba del enano, y cuando algunos instantes después mordió el cebo un pez muy grande, las fuerzas de la débil criatura no bastaron para sacarle del agua y el pez que tenía la ventaja atraía al enano hacia sí, quien tuvo que agarrarse a los juncos y a las yerbas de la ribera, a pesar de lo cual le arrastraba el pez y se veía en peligro de caer al agua. Las niñas llegaron a tiempo para detenerle y procuraron, desenredar su barba, pero todo en vano, pues se hallaba enganchada en el hilo. Fue
Poco tiempo después envió la madre a sus hijas a la aldea para comprar hilo, agujas y cintas, tenían que pasar por un erial lleno de rosas, donde distinguieron un pájaro muy grande que daba vueltas en el aire, y que después de haber volado largo tiempo por encima de sus cabezas, comenzó a bajar poco a poco, concluyendo por dejarse caer de pronto, al suelo. Al mismo tiempo se oyeron gritos penetrantes y lastimosos. Corrieron y vieron con asombro a un águila que tenía entre sus garras a su antiguo conocido el enano, y que procuraba llevársele. Las niñas, guiadas por su bondadoso corazón, sostuvieron al enano con todas sus fuerzas, y se las hubieron también con el águila que acabó por soltar su presa; pero en cuanto el enano se repuso de su estupor, les gritó con voz gruñona: -¿No podíais haberme cogido con un poco más de suavidad, pues habéis tirado de tal manera de mi pobre vestido que me le habéis hecho pedazos? ¡Qué torpes sois! Después cogió un saco de piedras preciosas y se deslizó a su agujero, enmedio de las rosas. Las niñas estaban acostumbradas a su ingratitud y así continuaron su camino sin hacer caso, yendo a la aldea a sus compras.
Cuando a su regreso volvieron a pasar por aquel sitio, sorprendieron al enano que estaba vaciando su saco de piedras preciosas, no creyendo que transitase nadie por allí a aquellas horas, pues era ya muy tarde. El sol al ponerse iluminaba la pedrería y lanzaba rayos tan brillantes, que las niñas se quedaron inmóviles para contemplarlas. -¿Por qué os quedáis ahí embobadas?
Iba a continuar un dicterio, cuando salió del fondo del bosque un oso completamente negro, dando terribles gruñidos. El enano quería huir lleno de espanto, pero no tuvo tiempo para llegar a su escondrijo, pues el oso le cerró el paso; entonces le dijo suplicándole con un acento desesperado: -Perdonadme, querido señor oso, y os daré todos mis tesoros, todas esas joyas que veis delante de vos, concededme la vida: ¿qué ganaréis en matar a un miserable enano como yo? Apenas me sentirías entre los dientes; no es mucho mejor que cojáis a esas dos malditas muchachas, que son dos buenos bocados, gordas como codornices? Y zampáoslas en nombre de Dios.
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Las niñas se habían salvado, pero el oso les gritó: -¿Blancanieve? ¿Rojarosa? No tengáis miedo, esperadme.
Reconocieron su voz y se detuvieron, y cuando estuvo cerca de ellas, cayó de repente su piel de oso y vieron a un joven vestido con un traje dorado. -Soy un príncipe,
Blancanieve se casó con el príncipe y Rojarosa con un hermano suyo y repartieron entre todos los grandes tesoros que el enano había amontonado en su agujero. Su madre vivió todavía muchos años tranquila y feliz cerca de sus hijos. Tomó los dos rosales y los colocó en su ventana, donde daban todas las primaveras hermosísimas rosas blancas y encarnadas.
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