Diferencia entre revisiones de «Sensibilidad y heroísmo, o Portugal y Castilla»

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{{brecha}}Si no fuera, como es, nuestra Península, un continente amurallado contra los vientos y los mares, para impedir que los aires del Atlántico lleguen al Mediterráneo y los del Mediterráneo al Atlántico, los de Africa a Europa y los de Europa a Africa, de suerte que cada uno de sus frentes no respira sino el aire que le azota, y lo alto del bastión su propia sutileza, sería inexplicable el contraste de temperamentos que ofrecen los pueblos de Portugal y de Castilla, pueblos en que casi son comunes el territorio y pasado, tan parecido el idioma que se comprenden mutuamente sin esfuerzo, indistinguible el tipo físico, una misma la sangre y hasta idénticos los apellidos, si se escribieran de la misma manera.<br />
{{brecha}}El castellano se ha hecho, ante todo, hombre de aguante, porque se lo ha exigido el clima. Si sólo tuviera que aguantar un invierno como el de Rusia o un verano como el de Marruecos podría permitirse el lujo de ser tan exaltado y tan apático como el ruso y el moro. Pero después de sufrir un invierno casi moscovita, ha de resistir un verano sudanés, y ello no puede hacerlo económicamente sino cerrando puertas y ventanas al viento de la calle. Lo esencial del castellano es su perenne defensa contra el calor y contra el frío. Ha de abroquelarse, ha de resistir, ha de aguantar, ha de defenderse contra el calor. Al cabo de los siglos, el alma misma se encastilla y alza su sorna contra la invasión de las ideas y de los sentimientos. Si no fuera porque los viajes, el trabajo, el tráfico con la costa, la caza, el atletismo, la moda, lo modifican también continuamente, acabaría por hacerse aquel ser pétreo que definió Spinoza diciendo que su esencia no consistía sino en la tendencia a perseverar en su ser.<br />
{{brecha}}Portugal, en cambio, posee un clima cuya pérfida tentación consiste en hacer creer que no hace falta defenderse contra él. Es un país de sol, que es claridad, sequía y calor; pero la claridad está moderada por la bruma y las nubes; la aridez , por la lluvia y el rocío; el calor, por el viento y la brisa del mar. La temperatura de Lisboa en enero es de catorce o quince grados a la sombra; la misma que en Madrid dentro de mi cuarto de trabajo, después de gastarme cinco o seis pesetas diarias en carbón. Es el de Portugal un clima que se vive lo más del año sin sentirlo, lo que es decir que el alma puede dedicarse entera a la contemplación y absorción de la naturaleza circundante. Así me explico, al menos, la ternura con que hablan los portugueses de sus tierras. El cuerpo de Camöens podrá irse por tierra extraña y nueva, empero: "El alma que en la vida la acompaáña,—en alas del ligero pensamiento,—para vos, aguas, va, y en vos se baña.—Dulces y claras aguas del Mondego".<br />
{{brecha}}Bellos como son el clima y el paisaje, más bella es aún la emoción con que los portugueses hablan de ellos: "Un paisaje de contrastes que se abrazan y besan con amor", dice Teixeira de Pascoaes. Y ayer mismo casi se me saltaban las lágrimas al escuchar la devoción religiosa con que me hablaba de los olivos cenicientos de Coimbra el ex ministro de Comercio Sr. Nuno Simoes, que no es un blando lírico, sino un cerebro fuerte casi exclusivamente dado a los negocios del Estado. ¿Será que el paisaje hace a los portugueses irremediablemente líricos? No digo tanto; pero el castellano no puede, aunque quiera, abandonarse a su paisaje, porque el clima no se lo permite, mientras que el portugués, a poco que se olvide de prevenirse contra la tentación, se sentirá volar con los pájaros, doblarse al viento con la brizna de hierba, llorar con las hojas desprendidas del árbol y resistir el propio peso con los paveses de la calle. Esto es ya lirismo. Esto es también casi erotismo. Es arder en la llama de la vida, acaso para no ser después sino ceniza. No fué el andaluz sino el portugués ancestral quien hizo decir a don Manuel Machado: "Mi voluntad se ha muerto una noche de luna".<br />
{{brecha}}Impresionables, excitables. Así son y tienen que ser los portugueses que no se han defendido contra su clima suave. Comprendo que se traten unos a otros de excelencia. Han tenido que levantarse una barrera que les proteja mutuamente contra la tentación de darse todo el tiempo de puñetazos o de abrazos. Por desgracia, el tratamiento no les protege sino cuando se ven. Vuelta la espalda, les es difícil juzgarse mutuamente con mesura. Cuando cayó la Monarquía, hacía ya años que sus hombres todos habían sido devorados en espíritu, por la maledicencia. Ahora está atravesando la República una crisis análoga, aunque se me dice que injustificada.<br />