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cráneos y objetos de piedra en número suficiente para poder formarme una idea del interés que ofrecía el estudio del indígena patagónico. Los primeros resultados de esa escursión, publicada merced a la buena voluntad del Profesor Broca, me dieron a conocer que había aún mucho que reunir allí para la historia antigua del hombre en América.

Había descubierto singulares formas craneanas que indicaban elementos étnicos distintos, puros y mezclados, esparcidos en un espacio muy limi­tado; sílices tan magníficamente trabajados que despiertan admiración por esos hombres primiti­vos, incultos y sepultados en la barbarie, pero do­tados de un sentimiento artístico bastante ade­lantado.

Mi vocación estaba decidida: había descubierto un tesoro científico y era necesario explotarlo.

La gran cuestión del hombre fósil cuya existen­cia, aún no hace muchos años, era considerada co­mo un mito, acababa de ser sometida a discusión por eminentes sabios, y los congresos y reuniones arqueológicas y antropológicas llamaban la aten­ción del mundo entero.

Esos sabios habían entrevisto, hacía tiempo, para la humanidad, una antigüedad mayor que la que le asignaban las tradiciones bíblicas, y la ciencia escudriñaba impasible, en busca de la verdad, las capas geológicas formadas por los grandes ca­taclismos de la creación.

La cronología vulgar había sido desechada, y en cambio se concedía al hombre una edad tan considerable que no podía avaluarse por años ni por siglos y para la cual la época histórica era un segundo en la hora de los tiempos.

Los sílices rudamente tallados y la mandíbula humana, envuelta aún en el rojo sudario del diluvium de Moulin-Quignon, habían demostrado a