Diferencia entre revisiones de «Don Diego Portales. Juicio Histórico»

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== I. ==
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== Capítulo: I ==
 
Tal vez ningún hombre público de Chile ha llamado más la atención que don Diego Portales, con la particularidad de que a ninguno se le ha quemado más incienso, a ninguno se le ha elogiado más sin contradicción, más sin discusión sobre su mérito.
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Estaba ya en sus treinta y un años de edad Portales, cuando comenzó a figurar en la vida pública, no como empleado sino como negociante.
 
 
== II. ==
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== Capítulo: II ==
 
En 1823 la Junta gubernativa, que había sucedido en el mando al general O’Higgins, creó el estanco de tabacos extranjeros, “como el único recurso a mano que se presentaba para ocurrir a los inmensos gastos que se agolpaban sobre la hacienda, empeñada en más de un millón de pesos y anulada en todos sus ramos”. Pero dejó libre la venta de tabaco del país y estableció el estanco bajo la dirección del Estado.
 
El Congreso Nacional, que se reunió poco después, dictó una ley mandando establecer el estanco de tabacos, licores y naipes, desde el 1º de enero de 1825, dejando siempre libre el cultivo y venta del tabaco chileno; pero asignando, como capital del estanco, trescientos mil pesos del empréstito inglés, para que con este capital, y todos los privilegios fiscales y el privilegio exclusivo de importación y venta, se pusiera el estanco en subasta, bajo las mejores condiciones para el Estado [1]<ref>Todas las leyes a que se alude en este escrito, se registran en los boletines de la época respectiva.
</ref>. Pero esta ley fue reformada después por el senado conservador y legislador, a propuesta del ejecutivo, cuyo ministro de hacienda era don Diego José Benavente, mandando que la subasta del estanco se hiciera por partidos y por el término de cuatro años, afianzando los subastadores, a satisfacción de la caja de descuentos, el valor de la subasta y las cantidades de dinero y tabacos que esta oficina debía entregarles en el acto del remate.
 
Con todo, cinco meses después de esta ley (agosto de 1824) y estando el ejecutivo encargado exclusivamente de la administración del Estado por acta del senado hecha el 21 de julio de 1824, el mismo ministro de hacienda expide un decreto aprobando una contrata con la casa de Portales, Cea y Cía. sobre el estanco de tabaco, naipes, licores extranjeros y té, celebrada bajo las mismas bases y condiciones que decretó el último congreso, y que el senado tuvo a bien anular, a propuesta del ministro que ahora las rehabilitaba con un rasgo de pluma.
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El Congreso Nacional dio pues una ley en 2 de octubre de 1826, trasladando el estanco al fisco y mandando verificar en el término de tres meses un juicio de compromiso con los empresarios para liquidar el negocio. Esta ley, que no aparece en el Boletín respectivo, no fue puntualmente cumplida, pues en mayo de 1827 se expidió otro decreto señalando nuevo término para verificar el juicio y decidiendo sobre ciertos reclamos dilatorios de los empresarios. A fines del mismo año, todavía la cuestión estaba pendiente, y solo a principios de 1828 se registra en los diarios de la época la noticia de la aprobación de las cuentas de los empresarios.
 
 
== III. ==
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== Capítulo: III. ==
 
Con todo, la ley de 1826 trajo otro género de resultados que obraron de una manera bien efectiva en la situación política. Portales se puso en campaña y él y su círculo fueron bautizados con el apellido de estanqueros en la lucha de los partidos. Hasta entonces no figuraban en la arena sino dos bandos, el de los liberales o pipiolos que dominaba, y el de los pelucones o serviles que hacía la oposición. Los estanqueros entraron en liza formando causa común con estos últimos porque eran propiamente una fracción de los pelucones, por sus principios e intereses, y porque su misión no tenía otro fin que derrocar a la administración que les había arrancado el monopolio del estanco.
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El ejército del Sur marchó sobre la capital, aclamando la libertad de los pueblos y apellidando la defensa de la Constitución. La sangre de más de dos mil víctimas iba a sellar el triunfo de los pelucones y estanqueros, sobre la administración liberal; y Portales debía trocar su papel de conspirador por el de Ministro de Estado. Vamos a estudiarlo en esta segunda faz de su vida pública.
 
 
== IV. ==
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== Capítulo: IV ==
 
Cuando Portales fue nombrado Ministro de Estado en los departamentos de Relaciones Exteriores, del Interior, y de Guerra y Marina, por primera vez en 6 de abril de 1830, no estaba todavía triunfante la revolución pelucona que él habla promovido.
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El ejército insurrecto había llegado hasta las puertas de la capital a fines de 1829. Se apellidaba Libertador, en tanto que los fautores de la revolución no tenían otro propósito que reaccionar contra la única administración liberal que ha tenido la república, destrozando la Constitución democrática de 1828. ¿Se pretendía acaso libertar a Chile de los liberales y de la Constitución más liberal de que nos cuenta su historia?
 
El Presidente Pinto no había tomado una sola medida contra la insurrección, antes bien, había dejado el puesto, haciendo una renuncia en que formulaba como causales de su separación, las mismas que los revolucionarios invocaban para justificar su movimiento. No era extraño: una fracción de los pelucones, que entonces se llamaba de los O’Higginistas, se había aprovechado de la liberalidad del gobierno y de los puestos que en él tenía para insinuarse en e1 ánimo del general Pinto, y aún para interesarle en la candidatura a la vice presidencia de su Ministro de Hacienda, don Francisco Ruiz Tagle [2]<ref>Renuncia del general Pinto.- He recibido el oficio de V. E. del día de ayer, en que se sirve trasladarme el que con igual fecha le dirige el presidente de la Cámara de Diputados, comunicándole la orden del Congreso general para que me apersonase ante él, hoy a las doce, a recibir el encargo de Presidente de la República.
 
El inesperado honor que me hace la Representación Nacional en este decreto, después de la repugnancia que he manifestado dos veces, a tomar sobre mis débiles fuerzas la responsabilidad de tan alto cargo, me deja penetrado de reconocimiento, pero de ningún modo altera mi resolución.
 
No insisto en mis enfermedades habituales. No invoco el principio incontestable de que toda grave responsabilidad debe ser voluntariamente contraída. En otras circunstancias hubiera renunciado gustoso este derecho. Motivos de un orden superior me hacen imposible hacerlo.
 
Algunas de las primeras operaciones del Congreso adolecen, en mi concepto, de un vicio de ilegalidad que, extendiéndose necesariamente a la administración que obrase en virtud de ellas, o que pareciere reconocerlas, la haría vacilar desde los primeros pasos y la despojaría de la confianza pública.
 
No me erijo en el juez del Congreso. Lo respeto demasiado. La inteligencia que doy a la carta constitucional, será tal vez errónea; pero basta que en un punto de tanta importancia difieran mis opiniones de las del Congreso; basta que entre los principios que lo dirigen y los míos, no exista aquella armonía sin la cual no concibo que ninguna administración pueda ser útil; basta sobre todo la imposibilidad de aceptar la presidencia sin aparecer partícipe en actos que no juzgo conformes a la ley, o de una tendencia perniciosa, para que me sea no solo lícito, sino obligatorio el renunciarla.
 
Al represar por tercera, y espero que por última vez, esta resolución, he creído que debía a la nación, que me ha distinguido con su confianza, la exposición franca de mis sentimientos, y suplico a V. E. me haga el honor de trasmitirla al Congreso.- Dios guarde a V. E. muchos años.- Santiago, octubre 18 de 1829.
 
F. A. Pinto. Volver.
</ref>.
 
La votación del Congreso debía determinar la elección de Vice Presidente. Dos O’Higginistas, Ruiz Tagle y el general Prieto, el cual habían logrado aquellos colocar en el mando del ejército, habían obtenido votos, con don Joaquín Vicuña, que era el candidato liberal. El Presidente se empeñaba por el primero, pero el Congreso eligió al último. He aquí la causa del rompimiento entre el Congreso y el Presidente. Los O’Higginistas no se conformaron, y la revolución estalló, aclamando la nulidad de la elección y protestando contra el despotismo del Congreso.
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Largamente se disputó en aquel conciliábulo sobre esa proposición, que los pelucones no admitían, sin querer comprender la abnegación de sus adversarios. Ellos exigían un sacrificio imposible, porque era deshonroso: querían que los liberales disolvieran el Congreso, declarando nulos todos sus actos, y renunciando todos, como lo había hecho el Presidente Pinto, sin imponer condiciones ni exigir garantías.
 
Eran ya, las cuatro de la mañana, cuando el general Prieto, que no había desplegado sus labios, se levantó para retirarse, y respondió a la interpelación que le dirigió uno de los liberales: que “no podía aceptar la proposición porque sus compromisos eran muy fuertes y estaban muy adelantados”. Portales, que era el árbitro para desligar al general de esos compromisos, no estaba presente, y su personero, Rodríguez Aldea, no había aceptado el medio que se proponía: eso era bastante. El general se retiró, y por consiguiente, la cuestión debía ser resuelta por las armas[3].<ref>Este suceso ha sido narrado cuando vivían varios de sus autores y testigos, que lo han confirmado al autor.
</ref>.
 
Y en efecto, en la mañana del 15 de diciembre, el estampido del cañón, el estruendo de una batalla, sobrecogieron a los vecinos de Santiago, durante dos horas, que bastaron al general Lastra para destrozar completamente al ejército insurrecto, dispersándole más de sus dos terceras partes, y llegando más allá de las posiciones que ese ejército ocupaba. El general Prieto, envuelto en el desorden de su línea, se halló rodeado de sus enemigos, y dando la mano al comandante del batallón Concepción, pidió la paz. El mayor general Viel mandó cesar el ataque, llamó hermanos a los vencidos; y el general Lastra, advertido de lo que ocurría, corrió también a dar muestras de su generosidad en busca del general Prieto y lo acompañó a su campamento. Entre tanto, por órdenes verbales, los prisioneros y los pasados fueron devueltos, los dispersos volvieron a su línea, y medio reorganizado ya el ejército vencido, el general Prieto, obedeciendo a las sugestiones de Portales y de los amigos de éste, declaró a los jefes vencedores, que quedaban prisioneros en su poder, y recabó de ellos la orden de reunir allí a todos sus oficiales para celebrar una junta de guerra.
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El nuevo presidente había nombrado de ministro al clérigo Meneses, que también acababa de ser el secretario de la junta, para hacer comprender a los liberales que en el ejecutivo quedaban asociados los principios del gobierno de Marcó representados en el ministerio, y los del gobierno de O’Higgins representados en el presidente.
 
Mas éste, falto de espíritu para encaminar la reacción, renuncia su cargo un mes después de su nombramiento, empujado por las instancias de Portales y de los demás directores de la reacción. El vice presidente lo reemplaza, y se estrena confiriendo a don Diego Portales los ministerios del Interior y de Relaciones Exteriores, de Guerra y Marina, esperando de su amor patrio este nuevo e importante servicio a la causa pública [4]<ref>Hasta, ese momento no había prestado ninguno.
</ref>; pero conserva en el ministerio de hacienda a don Juan Francisco Meneses (6 de abril de 1830).
 
 
== V. ==
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== Capítulo: V ==
 
Don Diego Portales entra a ejercer un poder absoluto que todos temían ejercer. En aquellos tiempos no era fácil encontrar quien quisiera ser tirano de su patria: en los nuestros cualquiera se pinta solo para serlo, o a lo menos para gobernar demasiado; y subdelegado hemos conocido nosotros que se excusaba de sus arbitrariedades, diciendo que no concebía la razón por qué el Presidente solo había de tener facultades extraordinarias, cuando él también las necesitaba en su subdelegación. ¡Admirable contagio del vicio y del abuso!
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Portales era inflexible en su sistema y no parecía sino que se complacía en luchar con sus enemigos y en prolongar la lucha, sin sesgar en circunstancia alguna. El coronel Viel había salvado una columna de la derrota de Lircay, y a principios de mayo apareció con seiscientos hombres en Illapel. El gobierno mandó contra él al general Aldunate, sin darle instrucciones, a pesar de que el general había puesto por condición que se las dieran, porque él no estaba dispuesto a combatir sino a pacificar. Las fuerzas del gobierno llegaron a aproximarse a las de Viel, pero les era imposible empeñarse en un combate, porque sobre no exceder de cuatrocientos hombres, carecían de movilidad, pues su caballería solo a alcanzaba a ciento noventa hombres, mientras que la de los constitucionales llegaba a cuatrocientos. El general Aldunate, cediendo a esta situación desventajosa, y más que todo, estimulado por su idea de evitar otra catástrofe como la de Lircay, provoca una transacción, y por este medio obtiene un verdadero triunfo con el tratado de Cuzcuz, celebrado el 17 de mayo de 1830 y según el cual se somete la división de Viel, sin más condiciones que la de que se conserven a los oficiales sus empleos, no se les persiga por sus opiniones y se deje volver con pasaporte a sus hogares a todos los capitulados. El general Aldunate se comprometió con su palabra de honor al cumplimiento de estas condiciones tan fáciles de cumplir como provechosas para el gobierno, porque ellas eran las mismas que prometía el artículo 2º del decreto de 17 de abril a los militares que se rindieran.
 
Pero el ministro Portales no pensó así, y aunque ya habían sido cumplidas por los constitucionales las estipulaciones, los persiguió, encarceló y desterró como a los demás; y desaprobó el convenio en una nota dirigida al general Aldunate el 24 de mayo, en la cual revela la nueva política y declara textualmente que el gobierno no puede aprobar el convenio, porque esa aprobación lo comprometería a retroceder en su marcha. “El gobierno cree, decía el ministro al general, que V. S. no era dueño de su palabra de honor que empeñó, y que por esta razón no le liga de modo alguno”; y al lado de esta peregrina creencia, agrega el ministro esta otra frase, que a modo de aquel tremendo ridículo de Triboulet, espanta y hace sonreír al mismo tiempo: “el gobierno juzga que en el estado en que se encontró el país, era necesario y prudente ver con el más profundo sentimiento correr alguna sangre chilena, para evitar que después se derrame a torrentes”. Esto decía para significar al general que el gobierno “consideraba bajo diverso aspecto que él los medios de afianzar la paz, el orden y la tranquilidad públicas”, pues el general debía convencerse “como todas las personas de orden que sienten mejor acerca de la suerte y verdaderos intereses del país, que este se convertiría en un teatro de convulsiones y espantoso desorden, si los que los promueven siempre se dejasen en posesión de los elementos que torpemente se han puesto en sus manos” [5]<ref>No se trataba de eso, sino de dejarlos volver a sus hogares sin armas.
</ref>.
 
¡Horrible doctrina la de que el orden no se puede mantener sino derramando alguna sangre, y persiguiendo y negando toda capitulación, todo perdón a los adversarios aunque estén vencidos!
 
 
== VI. ==
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== Capítulo: VI ==
 
Portales tenía carácter y prendas para ser el jefe representante de la reacción colonial que se inauguraba entonces contra la revolución de la independencia, la que había llegado en 1828 a sus últimos resultados en Chile, planteando la república democrática que comenzaba a ensayarse, para llegar mas tarde a convertirse en realidad.
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Este triunfo será la obra de una nueva reacción del espíritu liberal, reacción que puede ser también tan costosa y sangrienta, como lo ha sido su contraria, si los que gobiernan no le facilitan su desarrollo adhiriendo a ella con fe, para encaminarla de una manera pacífica a su término. Si el espíritu liberal ha de reaccionar, tarde o temprano, contra el elemento salvaje, como ya sucede en Buenos Aires y Venezuela, contra la corrupción administrativa y social, como sucede en México, contra los intereses privilegiados y exclusivos, como ha sucedido en Nueva Granada, la voz del patriotismo americano aconseja a todos los que gobiernan echarse en esa misma vía para terminar de una vez la guerra deshonrosa y degradante a que nos han condenado los gobernantes que, como Portales, han venido a colocar la reacción colonial en la senda que llevaba la revolución para llegar a su fin.
 
 
== VII. ==
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== Capítulo: VII. ==
 
Diez y seis meses solamente estuvo Portales a cargo de los ministerios que se le encargaron por el gobierno revolucionario, antes de la batalla de Lircay, habiendo dejado de desempeñar el de guerra y marina durante el corto tiempo que lo ejerció el general Cruz; pero no necesitaba de más para dar el tono y trazar la marcha de la administración. A su salida, los liberales quedaban abatidos y sin acción ni representación ninguna, ni en la administración, ni en la prensa, ni en la enseñanza: de todas partes habían sido arrancados para el destierro. La policía de Santiago quedaba organizada para perseguir, por medio de un reglamento que atribuía a los vigilantes numerosas y temibles facultades. El ejército estaba bien pagado; y desde sus jefes hasta el último de sus soldados, sabían que la delación era un nuevo medio consagrado para adquirir ascensos, recompensas y favor del gobierno; y para el caso en que a pesar de semejantes alicientes fuese desleal, se había prestado una atención preferente a la organización y disciplina de la guardia nacional, agasajando a los artesanos y empeñando su gratitud, tanto por medio del trato personal e íntimo, como por decretos supremos, tal como el de 6 de mayo de 1830, en que el gobierno decía que “deseando dar un testimonio de su reconocimiento a los importantes servicios que estaban prestando a la nación los cuerpos cívicos de la capital, desde el momento en que los pueblos resolvieron vengar el ultraje con que fueron hollados sus sagrados derechos, había solicitado del Congreso de Plenipotenciarios autorización para invertir cinco mil pesos en vestuarios que debían dárseles sin cargo alguno”. La administración de las provincias quedaba completamente asegurada en manos de intendentes, gobernadores, asambleas y municipalidades de la devoción del gobierno y de toda su confianza; y por fin, se había hecho la elección de diputados, senadores y electores de presidente al arbitrio del partido triunfante y sin tener al frente un solo adversario.
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Portales bajaba del poder en los momentos en que era el árbitro absoluto de la voluntad y simpatías de su partido. Pudo ser presidente dos veces y lo rehusó, pudo ser dictador, como Rosas, presidente perpetuo, como Santa Cruz, pero jamás reveló tales intenciones. Semejante desprendimiento que tanto lo enaltece, y que nos proporciona la complacencia de rendirle un homenaje que la historia no le debe por sus principios, por su funesta política, por sus hechos administrativos, no era lo que le hacia grande a los ojos de sus secuaces y compañeros. Lo que estos admiraban y admiran aún era al hombre enérgico y sin miedo para despotizar, al político audaz que había sabido arruinar a sus enemigos, al ministro sin piedad que se burlaba de la desgracia que causaba, y cuyas palabras burlescas y actos de rabia o despecho se repetían y revestían de los colores de la anécdota para aplaudirlos y ensalzarlos. ¡Funesta y ridícula propensión de nuestra sociedad a considerar grande hombre al que tiene ínfulas de tirano y osadía para despreciar la libertad y encadenarla!
 
El ejemplo de esa osadía ha sido fecundo, como lo es siempre el mal ejemplo, y como que es tanto más fácil gobernar arbitrariamente que de un modo racional y ajustado al derecho y la justicia. La porción retrógrada de nuestra sociedad, por tanto, ha tenido varios hombres grandes de su gusto que admirar, pero ningún estadista a quien la historia deba aplausos; pues la política conservadora, que es la política de la mentira y de la arbitrariedad [6]<ref>Véase la introducción de nuestro libro La Constitución Política de la República de Chile comentada, en que está latamente demostrada esta verdad.
</ref>, no puede producir sino mediocres administradores o mandones enérgicos al estilo del que la fundó entre nosotros.
 
 
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== VIII. ==
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== Capítulo: VIII. ==
 
En los cuatro años que trascurrieron después de la renuncia, el gobierno pelucón se organizó completamente, formulando las bases de su política en la Constitución de 1833 y las de su administración en los trabajos de don Joaquín Tocornal y de don Ramón Cavareda que desempeñaron los ministerios que antes tenía Portales; y sobre todo en los del antiguo camarada de este ex ministro, don Manuel Rengifo, a quien él había llevado al ministerio de hacienda desde el 15 de junio de 1830.
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El Congreso de 1831, después de la separación de Portales, había declarado la necesidad de la reforma de la Constitución de 1828, mandando formar una Convención compuesta de diez y seis miembros de la cámara de diputados y veinte ciudadanos, unos y otros elegidos por el Congreso, y todos los cuales debían prestar juramento de hacer la reforma en los términos más oportunos para asegurar la paz y tranquilidad del pueblo chileno: (ley de 1º de octubre de 1831.)
 
Esos términos más oportunos no eran otros que los que produjeran una completa centralización de todos los poderes en el Ejecutivo, pues los revolucionarios de 1829, que propiamente eran contrarrevolucionarios, porque reaccionaban contra uno de los grandes fines de la revolución de la independencia, profesaban el principio de que la única y mejor garantía del Orden estaba en la acumulación de la autoridad en el poder ejecutivo, y no en la concordia de todos los intereses y de todos los derechos, que se había procurado buscar antes por medio de las instituciones liberales <ref>El Araucano, dirigido entonces por don Manuel José Gandarillas, tratando de refutar un luminoso y patriótico escrito de don Ventura Marín contra la reforma de la Constitución de 28, acusaba a este código de defectuoso por la extensión que daba al derecho de sufragio, porque admitía a los destinos públicos personas no calificadas, es decir, no propietarios acaudalados; porque establecía asambleas provinciales, y sobre todo, porque prohibía al ejecutivo arrojar del país a un perturbador secreto, o encerrar a un conspirador astuto, sin formarle causa. El periódico oficial se pronunciaba también contra las fórmulas, como el gobierno, y a este propósito replicaba el señor Marín palabras que no podemos dejar de copiar: “La arbitrariedad, decía, es hija del despotismo, y arbitrariedad e inobservancia de las fórmulas, son sinónimos, en la opinión del señor Constant, y de todos los que entienden el lenguaje de los políticos modernos. Estas barreras del poder ejecutivo son, como dice este autor, las divinidades tutelares de las asociaciones humanas, las únicas protectoras de la inocencia y las que mantienen por sí solas las relaciones de todos los hombres. Sin ellas todo es oscuro, todo se entrega a la conciencia solitaria, a la opinión vacilante: las fórmulas son las que prestan la evidencia, y por lo mismo, son el único recurso a que puede apelar el oprimido; y yo añado, ellas son la esencia de todo gobierno libre, lo que por tantos años han reclamado todos los pueblos cultos, y lo que en las presentes circunstancias nadie les puede quitar. Teniendo el poder ejecutivo la facultad indeterminada de extrañar a un perturbador oculto, sin que éste pueda reclamar la injusticia ante un tribunal de la nación, no hay legislador, no hay juez que no esté sujeto a la arbitrariedad del mandatario y de sus últimos agentes; no hay individuo en toda la república que no sienta el peso de una autoridad ilimitada; no hay ciudadano virtuoso que no tema la suerte de Malesherbes, de Vergniaud y Condorcet, y que no prefiera los azares de una revolución a los peligros de una situación precaria e insubsistente. Pero ¿para qué me canso en explanar una verdad que ha llegado a ser común? Baste decir a Vd., señor editor, que en Inglaterra tiembla el gobierno al usar de la facultad que le dan las cámaras de suspender el habeas corpus. No me diga usted que este lenguaje pertenece al dominio de la retórica, porque es una cosa vieja en todas partes que estos son los términos en que se responde a los defensores de los derechos del ciudadano. Si después de la última revolución convino revestir al ejecutivo de facultades extraordinarias, ha llegado el tiempo de que éstas cesen y de que se cierre, por la estricta observancia de la Constitución (la de 1828), una puerta que puede sumirlo todo en el abismo de la arbitrariedad o en los horrores de la anarquía...”. ¡Esta profecía se ha cumplido! Araucano, número 41, 42 y 43.
Esos términos más oportunos no eran otros que los que produjeran una completa centralización de todos los poderes en el Ejecutivo, pues los revolucionarios de 1829, que propiamente eran contrarrevolucionarios, porque reaccionaban contra uno de los grandes fines de la revolución de la independencia, profesaban el principio de que la única y mejor garantía del Orden estaba en la acumulación de la autoridad en el poder ejecutivo, y no en la concordia de todos los intereses y de todos los derechos, que se había procurado buscar antes por medio de las instituciones liberales [7].
</ref>.
 
A pesar de la formación de la Convención, el Congreso siguió funcionando y legislando, no solamente sobre los negociados ordinarios de la administración, sino también sobre objetos comprendidos en los dominios de la Constitución política, pues en septiembre de 1832 declaró que los artículos de aquel código relativos a mayorazgos exigían una especial declaración legislativa; en enero de 1833 mandó suspender las elecciones de senadores, diputados, miembros de las asambleas y municipalidades, por cuanto la Convención había ya derogado los artículos constitucionales relativos a este punto.
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La Corte Suprema absolvió a los jueces, salvando de este modo la independencia judicial de la invasión del sistema político del gobierno; pero su absolución no alcanzaba a reparar la grave ofensa hecha a la dignidad de los magistrados, ni mucho menos a moderar los efectos morales del ataque: desde entonces ya los jueces debían tener entendido que su independencia e integridad para juzgar podía traerles el odio del gobierno, y de seguro que no sería fácil hallar muchos magistrados valientes que quisieran afrontar ese odio, o por lo menos, poner en peligro su carrera.
 
== IX. ==
 
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El gobierno era poderoso: su marcha inflexible, sistemática, decidida, lo había rodeado de prestigio y de terror, y la fuerte organización que se había dado en todas las jerarquías de su autoridad, había asegurado definitivamente su triunfo y el de su partido. Los cuatro años trascurridos, desde la separación de Portales del ministerio hasta 1835, habían bastado a sus sucesores para consumar la empresa iniciada por aquel y elevar al partido pelucón a la plenitud de su predominio, al cenit de su poder. Pero la reacción colonial no se había operado todavía completamente, porque en el seno mismo del partido triunfante hallaba alguna resistencia: ella alcanzará a todo su esplendor más tarde, cuando, con la mayor naturalidad y sin resistencia ninguna, se erijan templos al fundador de la colonia, a título de ser el introductor de la religión y de haber sido tan gran conquistador; cuando el público se preocupe de milagros obrados en casa de un ministro de Estado [8]; cuando el mismo secretario universal del partido reaccionario, el canónigo Meneses, suba al púlpito a sancionar con su palabra de sacerdote las supercherías que se armen sobre la santidad de un donado; cuando, en fin, la prensa oficial proclame con descaro que “El partido conservador tiene por principal misión la de restablecer en la civilización y en la sociabilidad de Chile el espíritu español”, y los imitadores de Portales perfeccionen de tal modo el original, que lleguen a dar su nombre al sistema de política iniciado por aquel [9].
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== Capítulo: IX ==
 
El gobierno era poderoso: su marcha inflexible, sistemática, decidida, lo había rodeado de prestigio y de terror, y la fuerte organización que se había dado en todas las jerarquías de su autoridad, había asegurado definitivamente su triunfo y el de su partido. Los cuatro años trascurridos, desde la separación de Portales del ministerio hasta 1835, habían bastado a sus sucesores para consumar la empresa iniciada por aquel y elevar al partido pelucón a la plenitud de su predominio, al cenit de su poder. Pero la reacción colonial no se había operado todavía completamente, porque en el seno mismo del partido triunfante hallaba alguna resistencia: ella alcanzará a todo su esplendor más tarde, cuando, con la mayor naturalidad y sin resistencia ninguna, se erijan templos al fundador de la colonia, a título de ser el introductor de la religión y de haber sido tan gran conquistador; cuando el público se preocupe de milagros obrados en casa de un ministro de Estado [8];<ref>En cuando1852 else mismohabló secretario universal del partido reaccionario, el canónigo Meneses, suba al púlpito a sancionar con su palabramucho de sacerdote las supercherías que se armen sobre la santidadverdad de un donado;milagro cuando,del enánima fin,del la prensa oficial proclame con descaro que “El partido conservador tiene por principal misión lasiervo de restablecerDios en la civilización yBardesi en lacasa sociabilidaddel deMinistro Chiledel el espíritu español”Culto, y losla imitadoresprensa deen Portalesgeneral perfeccionen de tal modotrasmitió el original,hecho quesin lleguencomentarios. a dar su nombre al sistema de política iniciado por aquel [9].
</ref>; cuando el mismo secretario universal del partido reaccionario, el canónigo Meneses, suba al púlpito a sancionar con su palabra de sacerdote las supercherías que se armen sobre la santidad de un donado; cuando, en fin, la prensa oficial proclame con descaro que “El partido conservador tiene por principal misión la de restablecer en la civilización y en la sociabilidad de Chile el espíritu español”, y los imitadores de Portales perfeccionen de tal modo el original, que lleguen a dar su nombre al sistema de política iniciado por aquel <ref>Últimamente se ha llamado Montt-Varismo la política que antes pudo llamarse con igual propiedad Portalismo o Tocornalismo o Egañismo, etc.
</ref>.
 
Pero lo que es en 1835, todavía la reacción colonial luchaba con los resabios de liberalismo que aun se conservaban; y una prueba de ello tenemos en aquella divergencia que se abrigaba en el seno del gabinete, y de que antes hemos hecho mérito. Por ese tiempo traspiró hasta el público esa divergencia, con motivo del proyecto de una legación a España para solicitar el reconocimiento de nuestra independencia, que el ministro del Interior había formulado. Los amigos del ministro de Hacienda estallaron; y Benavente, el antiguo ministro de la contrata del estanco, el compañero de Portales desde la época del Hambriento, fundó un periódico titulado el Philopolita, que apareció por primera vez el 3 de agosto de aquel año, con el objeto confesado de corregir el fanatismo y negligencia del ministro del Interior. “La prensa periódica, según el Philopolita, estaba en la más espantosa nulidad”, como que en realidad no había papel alguno hasta entonces, si no era el periódico oficial; pero el ejemplo del Philopolita fue fecundo y luego aparecieron el Farol para apoyar y defender al ministro atacado, y el Chileno y el Voto público, para segundar el ataque. El Philopolita se declaraba liberal por convencimiento y protestaba odiar la tiranía, no obstante que había contribuido tan eficazmente a fundarla; elogiaba la marcha del gobierno, daba su voto por la reelección del Presidente de la república, pero sostenía que “el ministro del Interior era inepto, negligente para todo, menos para servir al fanatismo, pues su conato era poner a Chile en el estado en que estaba la España de los aciagos días de los Felipes”. A más de esto, desde su primer número hizo oposición acalorada contra la misión que se proyectaba para España.
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El movimiento de la prensa producido por el Philopolita duró solamente hasta diciembre. En 1836, durante los primeros seis meses, todo enmudeció, y el gobierno asumió de nuevo su actitud imponente. Pero ya en julio principió a cambiar enteramente la situación, y entraron el gobierno y la sociedad en una época de agitación y de actividad verdadera, que sobrevivió al ministro Portales, y durante la cual desplegó la administración pelucona todos los recursos de que eran capaces sus directores y adquirió toda la gloria y el poder que le han servido para perpetuarse en el mando.
 
 
== X. ==
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== Capítulo: X ==
 
En uno de esos días, el menos pensado, llegó a Valparaíso un bergantín peruano, el Flor del Mar, trayendo correspondencia del encargado de negocios de Chile en Lima con la noticia de que el 7 de julio en la noche había zarpado del Callao una expedición contra Chile mandada por el general Freire y compuesta de la fragata Monteagudo y bergantín General Orbegoso, ambos de la escuadra peruana.
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Los arrendatarios tripularon sus buques en el Callao, pagando a algunos de sus marineros en la capitanía de puerto; y tomando sus papeles para Guayaquil, zarparon con bandera peruana el 7 de julio en la noche, pero sin llevar a bordo al general Freire. Al día siguiente en alta mar se les juntó el general y montó el Orbegoso. El coronel Puga y algunos otros se trasbordaron a la Monteagudo, y dando a conocer a la tripulación el objeto de la expedición, pusieron proas al sur, y marcharon juntos durante seis días. Su plan era tomar la guarnición y los presos de Juan Fernández y con ellos entrar a Valparaíso; o en caso de no poder verificarlo así, dirigirse a Chiloé, donde el general contaba con antiguas simpatías.
 
Pero en las alturas de Juan Fernández, el 1º de agosto, entre dos y tres de la mañana, la tripulación de 42 hombres de la Monteagudo, que navegaba sola, se sublevó, poniendo presos al coronel Puga y a sus compañeros que eran 11; y levantó una acta de adhesión al gobierno de Chile, aclamando comandante primero y segundo a Rojas y Zapata, que eran los caudillos de la insurrección. Rojas había concebido la idea de este movimiento desde que supo el objeto de la expedición, y aprovechando la oportunidad de haber sido comisionado en alta mar con Zapata y otros para trasbordar del Orbegoso las tercerolas y sables que traían los expedicionarios, se confabuló con ellos fácilmente, persuadiéndolos de que no tenían nada que esperar de una empresa tan arriesgada, mientras que podían recibir pingües recompensas del gobierno de Chile, si le entregaban la fragata. Rojas, que era de una familia aristocrática de Chile, había fugado en su niñez de la casa paterna, y de marinero había recorrido toda la costa del Pacífico. Después de haber sido jornalero mucho tiempo en Guayaquil, se había trasladado al Callao, y hallándose mal en este puerto y con la determinación de volverse a su anterior residencia, se enganchó en la Monteagudo; pero se sintió violentamente contrariado cuando en la navegación supo cual era el verdadero rumbo del buque y el objeto de la empresa. Animoso como era, y sin ninguna simpatía por los expedicionarios, se propuso y logró cruzar sus planes[10]<ref>Rojas fue después nuestro cliente, y sus relaciones, así como las del capitán general Freire y otros actores de aquellos sucesos, nos han servido para formar esta relación, en vista de los documentos oficiales de la época.
</ref>.
 
Entre tanto el gobierno había puesto en acción todos sus recursos para excitar el patriotismo con la idea de que la expedición era un ataque del gobierno peruano a nuestra independencia nacional. Los antiguos infantes de la patria y las milicias de Santiago y Valparaíso, por indicaciones bajadas de lo alto, hicieron pomposos ofrecimientos de sus servicios, y el gobierno les correspondió con decretos laudatorios. La gran mayoría de la nación, no obstante, estaba a la expectativa de los sucesos, haciendo votos en el fondo de su corazón por el buen éxito de la empresa de los liberales, cuyas desgracias los habían hecho altamente simpáticos; pero como el terror inspirado por la política del gobierno había aniquilado el espíritu público e introducido la desconfianza, todos callaban y disimulaban sus esperanzas.
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El día anterior había tomado a San Carlos de Chiloé el general Freire con diez y ocho hombres, y se había instalado allí pacíficamente a esperar la fragata; pero en su lugar llegó la goleta Elisa que iba a dar la noticia de la expedición, y cayó en poder de los expedicionarios. Los días pasaban y el general no tomaba medida alguna: apenas se habían encontrado doscientos malos fusiles y trescientos pesos. Urbistondo escribía a Lima sobre la fortuna que habían tenido en la toma de Chiloé, pero lamentaba la escasez de armamento y decía que si lo hubieran traído, habrían podido poner en pié de guerra un ejército de cuatro mil hombres. Al fin el 28 en la noche llegó la suspirada Monteagudo, pero tripulada y armada por tropas del gobierno. Su comandante Díaz fingió una completa docilidad a las indicaciones del práctico que salió a introducirla; pero a las pocas horas ya se había apoderado sin dificultad del Orbegoso, de la Elisa y de las fortalezas. Al día siguiente, la autoridad destituida se reinstaló, y el general Freire con algunos de sus amigos se asilaron en una ballenera, de donde los sacó Díaz y los trajo prisioneros a Valparaíso. Así fracasó en poco más de un mes la mal calculada expedición de los chilenos proscritos, que estimulados por su desesperación y engañados por sus esperanzas y por la fe que tenían en su causa, se habían lanzado sin recursos a una empresa tan arriesgada.
 
 
== XI. ==
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== Capítulo: XI ==
 
El Ministro Portales no se había preocupado demasiado con la expedición. Otra idea antigua en su mente le había dominado, la idea de llevar la guerra al Perú, como un medio de ocupar útilmente la atención de los chilenos, afianzando el poder de su partido y llenando la esperanza que abrigaba de poner orden en aquella república, como creía haberlo puesto en Chile. Los triunfos de Santa Cruz le habían alarmado, la organización de la confederación Perú-Boliviana le infundía temores por la suerte de los estados débiles que iban a quedar alrededor de aquel coloso, la pretensión de hacer un puerto de depósitos en Arica le preocupaba por el porvenir de Valparaíso, la injustificable suspensión decretada por Orbegoso del tratado de Chile con el Perú, que había ratificado el gobierno de Salaverri en enero de 1835, y la expedición de los chilenos expatriados le habían irritado. Portales dejaba de ser un simple mandón: las circunstancias habían despertado su patriotismo y le convertían ya en hombre de Estado, que extendía sus miras mas allá de su gobierno, que salía de la órbita estrecha de un tiranuelo y aspiraba a mantener la dignidad de su patria. Una nueva faz de su vida pública empieza aquí, y en ella se manifiesta, más activo, más fecundo, más atrevido, que cuando se ocupaba solamente en perseguir liberales, como que la política exterior le presenta un campo más franco a su arbitrariedad.
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No cabe en nuestro propósito hacer la historia de aquella guerra, que es tarea de largo aliento y que por otra parte sale de los límites de la época del hombre público que tratamos de juzgar. El Ministro Portales la concibió y la emprendió con un atrevimiento de que no hay ejemplo entre los políticos mediocres que han regido la República después de los fundadores de la independencia; y aunque en un tiempo no fue la empresa aceptada por la opinión pública, ni tuvo él la fortuna de consumarla y de hacerla aceptar, empeñando el orgullo nacional, forma ella sin embargo su gloria y el mejor testimonio de la energía de su carácter y de la fecundidad de esa inteligencia clara que había recibido del cielo para hacer la felicidad de su patria, si las pasiones políticas no lo hubiesen extraviado en el sentido de la arbitrariedad y del despotismo. La historia, que le considera como una víctima de tan funesto extravío, debe también reconocer la gloria que conquisto en sus últimos días.
 
 
== XII. ==
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notas:<references />
== Capítulo: XII. ==
 
Las consecuencias de su arbitrariedad le colocaban entonces en una situación terrible, que le embarazaba naturalmente en el desempeño de la empresa tan ardua que se había echado a cuestas, al hacer la guerra a la Confederación. Guerra más terrible, sin treguas y dolorosa, era lo que tenía que sostener en Chile con los intereses que su política tiránica había puesto en conflicto. Los enemigos de la administración estaban condenados por la persecución a no descansar un momento en la tarea de conquistar las garantías que se les negaban, y no veían en la guerra con el Perú sino un recurso adoptado para fortificar y cimentar el despotismo de que ellos eran víctimas. Parece que la excitación y el calor que el empeño de la República había producido, despertaban el espíritu público, por tan largo tiempo abatido, en un sentido contrario a la administración y al ministro que aparecía como su mejor apoyo. Así es que en esa época, en que el gobierno apelaba al patriotismo para salvar el honor nacional empeñado, los enemigos del gobierno acudían también al patriotismo para reconquistar las libertades públicas, conspirando, a merced de la situación. No había en esto sino un resultado muy lógico de la política restrictiva e inflexible del ministro Portales, que le enajenaba la voluntad de una gran mayoría y le hacia antipático aún en la empresa mas patriótica y más interesante al país que había acometido.
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Todavía más, las facultades extraordinarias y todas esas precauciones no bastaban: el ministro temía siempre a la guerra que se veía precisado a mantener por su política interior. Las leyes y las fórmulas le molestaban, y se le presenta sin embargo como el modelo del gran gobernante. No sabía, no podía, no quería gobernar de un modo regular, y de esta situación nació la celebérrima ley de 31 de enero de 1837. El complaciente Congreso de entonces abatió su dignidad hasta el punto de tener la impudencia de ”declarar en estado de sitio toda la República, por el tiempo que durase la guerra con el Perú, autorizando en consecuencia al Presidente de la República para usar de todo el poder público que su prudencia hallare necesario para regir el Estado, sin otra limitación que la de no poder condenar por sí ni aplicar penas, debiendo emanar estos actos de los tribunales establecidos o que en adelante estableciere el mismo Presidente”.
 
La exageración absolutista había llegado a su colmo. Quedábamos treinta años más atrás, en plena colonia: poder absoluto y arbitrario, clase privilegiada, la de los adictos al poder, fanatismo triunfante y dominante, terror, nulidad del espíritu público, postración universal... El Congreso de Portales no había abierto la Constitución, no le había hecho el saludo de los duelistas antes de matarla; el golpe había sido alevoso, ciego, rabioso. Aquel Congreso traidor a la patria, a la revolución de 1810 y a su propio Código fundamental, no había visto que no cumplía con la parte vigésima del artículo 82 de este Código con determinar la duración del estado de sitio por el tiempo que durase la guerra con el Perú, puesto que aquella disposición exige un determinado tiempo, y era muy incierto e indeterminado y vago el de la duración de la guerra. Tampoco entendió el artículo 161, que suspende el imperio de la Constitución durante el estado de sitio, pero solamente en cuanto a las garantías individuales, y no en cuanto al orden constitucional, ni para trasladar a manos del Presidente la autoridad de todos los poderes constituidos, ni todo el poder público que su prudencia hallare necesario para regir el Estado [11]<ref>Véase la comprobación de esta doctrina en la Constitución política comentada, página 478, artículo 161.
</ref>, porque semejante traslación sería un mal mayor que el que autorizara la declaración de sitio, cualquiera que fuese. Pero a más de tamañas infracciones, aquel Congreso refractario, no satisfecho con encomendar la suerte de la República a la prudencia arbitraria del Presidente, le autorizó también expresamente para establecer tribunales especiales, atropellando la Constitución, que quiere por su artículo 134 que ninguno sea juzgado por comisiones especiales, y que por su artículo 161 dispone precisamente que las medidas que tomare el Presidente contra las personas en estado de sitio, no puedan exceder de un arresto o traslación a cualquier punto de la República. Esta terrible ley prohibía al Presidente condenar por sí, pero le daba el poder de condenar por medio de los tribunales extraordinarios que estableciere, para no verse obligado a respetar la jurisdicción de los ordinarios, que juzgando conforme a las leyes existentes, podían contrariar su política y limitar su poder absoluto. Es cierto que tal Dictadura era determinada por la duración de una guerra indeterminada, pero los efectos de las medidas que dictara eran permanentes. ¡Un poco de menos desinterés personal en el ministro Portales, menos modestia y patriotismo en sus compañeros de gobierno, y la monarquía absoluta habría quedado establecida para siempre, con cualquier nombre, con cualquier pretexto! ¡La execración de la posteridad caiga sobre aquel Congreso, así como pesa sobre él la tremenda improbación de la historia!
 
Dos días después de creada esta dictadura, el ministro Portales expedía su tan conocido decreto de los Consejos de guerra permanentes, “atendiendo a la necesidad de remover las causas que favorecen la impunidad de los delitos políticos, los más perniciosos para las sociedades, y que consisten principalmente en los trámites lentos y viciosos a que tienen que ceñirse los tribunales ordinarios”. Compuestos aquellos consejos del juez letrado nombrado por el gobierno y de dos individuos más, nombrados también por el gobierno, estaban destinados a juzgar los delitos políticos y los de infidencia o inteligencia con el enemigo, cualquiera que fuese el fuero de los reos o su clase, con arreglo a la Ordenanza militar, según un sumario formado por noticia o sospecha del delito, y en el término de tres días contados desde la terminación del sumario y dentro de los cuales debían practicarse todas las diligencias del juicio. De la sentencia de estos consejos no se concedía apelación, ni otro recurso alguno, sino el que fuese dirigido a hacer efectiva la responsabilidad de los jueces por su sentencia o porque dejasen pasar más tiempo del concedido, pues el gobierno temía que hasta esos jueces le fueran infieles.
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Un mes después, ya esos consejos manchaban nuestra historia con la sangre de tres víctimas inocentes acusadas de una conspiración aislada, sin elementos, sin acto alguno que la comprobase; y tres meses más tarde, caían otros nueve desgraciados bajo la cuchilla de aquéllos sangrientos tribunales... ¡No toquemos el velo del olvido que encubre tan atroz hecatombe ofrecida en aras del despotismo! ¡Lloremos sí el extravío de la política que busca el respeto de las instituciones en la violación de las leyes sacrosantas que aseguran los derechos naturales del hombre! ¡Protestemos sí con la conciencia de la historia, que será la de la posteridad, contra ese extravío que pretende, que aspira a presentar como el grande hombre de una república al tirano que la degradó con su despotismo!
 
Aquella institución tremenda tenía el carácter de un ataque violento y extraordinario a la Constitución y a las leyes de la república; pero la historia no puede complacerse en presentarla como un hecho aislado y remoto, porque al fin la perfección del sistema político que la dictó ha logrado convertirla en una institución ordinaria, autorizando, por medio del artículo 56, título 76 de la Ordenanza del ejército, a los consejos de guerra ordinarios para juzgar sin apelación, y sometiendo en la práctica a semejantes tribunales todos los delitos políticos, cualquiera que sea el fuero o clase de los delincuentes. Así, lo que fue un recurso extremo en manos del ministro Portales, ha llegado a ser en las de sus sucesores un medio común y ordinario [12]<ref>Dicho artículo de la ordenanza está mandado observar en esta forma por un simple decreto de 9 de marzo de 1852, siendo de advertir que la ordenanza misma es un decreto.
</ref>.
 
Tranquilizado un tanto aquel ministro con las providencias que había tomado contra los enemigos que le suscitaba su funesta política, concibió la plausible idea de aprovechar su poder absoluto para organizar la administración; y considerando que el poder público que el gobierno investía para regir el Estado no debía limitarse a los negocios de la guerra con el Perú, sin embargo de que esta guerra era el único motivo de la autorización, emprendió la tarea de legislar sobre la administración de justicia, para que su dictadura no fuera estéril.
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El ministro recibía de vez en criando denuncios que desechaba con desdén, confiando en el terror. Se le anunciaba que Vidaurre, el militar que él había suscitado, engrandecido para que sirviese de guardián de su poder, conspiraba; y el ministro desechaba el denuncio como un exceso del celo de sus espías, porque no se imaginaba que Vidaurre tuviera otro estímulo más alto en su corazón que la gratitud por el ministro que halagaba y satisfacía todas sus ambiciones de militar, y que hasta lo mimaba con cariños y obsequios amistosos. En el desgraciado ministro se verificaba entonces el proverbio antiguo: Cum vult perdere Jupiter dementat.
 
 
== XIII. ==
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== Capítulo: XIII. ==
 
Tranquilizado un tanto aquel ministro con las providencias que había tomado contra los enemigos que le suscitaba su funesta política, concibió la plausible idea de aprovechar su poder absoluto para organizar la administración; y considerando que el poder público que el gobierno investía para regir el Estado no debía limitarse a los negocios de la guerra con el Perú, sin embargo de que esta guerra era el único motivo de la autorización, emprendió la tarea de legislar sobre la administración de justicia, para que su dictadura no fuera estéril.
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El ministro recibía de vez en criando denuncios que desechaba con desdén, confiando en el terror. Se le anunciaba que Vidaurre, el militar que él había suscitado, engrandecido para que sirviese de guardián de su poder, conspiraba; y el ministro desechaba el denuncio como un exceso del celo de sus espías, porque no se imaginaba que Vidaurre tuviera otro estímulo más alto en su corazón que la gratitud por el ministro que halagaba y satisfacía todas sus ambiciones de militar, y que hasta lo mimaba con cariños y obsequios amistosos. En el desgraciado ministro se verificaba entonces el proverbio antiguo: Cum vult perdere Jupiter dementat.
 
 
== XIV. ==
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== Capítulo: XIV. ==
 
Los anuncios se realizaron al fin de una manera terrible y cuando el ministro estaba más lleno de confianza. El 3 de junio de 1837, a las dos de la tarde, se complacía en revistar el regimiento Maipo en la plaza de Quillota, donde se acantonaban las fuerzas que debían expedicionar al Perú, y felicitaba al coronel Vidaurre por la brillante disciplina de sus soldados. De retirada a su cuartel, el regimiento hizo una evolución y circuló al ministro y a sus acompañantes: Vidaurre les intimó prisión y los encerró con una custodia de ciento cincuenta hombres, haciendo poner grillos al ministro. Después puso cerco al cuartel de cazadores de a caballo, y al fin de una larga conferencia con su jefe, logró asociarlos al motín; pero el comandante Vergara que había aceptado, por no poder resistir en aquellos momentos a la fuerza amotinada, se separó con 224 cazadores, en cuanto tuvo a su disposición las cabalgaduras que entonces le faltaban.
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Cuando en la mañana del domingo 4 de junio llegó a Santiago la noticia, el palacio del presidente fue invadido por una multitud inmensa que, ávida de saber lo cierto, llegó hasta entreverarse con los personajes del gobierno: todos preguntaban, y nadie tomaba providencia alguna, ni nadie se hacía cargo de que aquel desorden mismo ponía en peligro a los gobernantes: allí se disputaba, se conjeturaba, se lamentaba, se aplaudía, y al lado de los partidarios de la autoridad que vituperaban y se afligían, se hallaban los opositores que aplaudían y se felicitaban. Si el motín de Quillota hubiera tenido alguna relación medianamente organizada en Santiago, habría sido en aquel acto segundado con el mejor resultado. Pero tan luego como se moderó la primera impresión, el gobierno desplegó toda su actividad para poner en acción aquí y en Valparaíso sus infinitos elementos de defensa.
 
Entre tanto los revolucionarios habían levantado un acta, que firmaron todos los jefes y oficiales del cantón, el coronel Sánchez el primero, menos los comandantes García y Necochea, que habían sido aprisionados con el ministro, y los que estaban fuera o en comisión. Vidaurre declaró ante todos que aquella acta era su bandera y su proclama [13]<ref>La siguiente es el Acta de la revolución, tal como aparece original en el proceso que se formó a los que la firmaron. Las frases entre comillas fueron dictadas por el mismo Vidaurre.
 
En la ciudad de Quillota, cantón principal del ejército expedicionario sobre el Perú, a tres de junio de 1837 años, reunidos espontáneamente los jefes y oficiales infrascritos, con el objeto de acordar las medidas oportunas “para salvar la patria de la ruina y precipicio a que se halla expuesta por el despotismo absoluto de un solo hombre, que ha sacrificado constantemente a su capricho la libertad</ref>.
 
En sus conversaciones, no obstante, decía a los suyos que en su concepto debían conservarse todas las autoridades, menos Portales y sus adictos, que el Congreso debía ser llamado a deliberar y arreglarlo todo. Solo la caída del ministro era el objeto de su aspiración y se pronunciaba enérgicamente contra su política.