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Fue un día de fiesta para la cabeza del distrito la repentina visita del diputado, un señorón de Madrid, tan poderoso para aquella buenas gentes, que hablaban de él como de la Santisima Providencia. Hubo gran paella en el huerto del alcalde, un festín pantagruélico, amenizado por la banda del pueblo y contemplado por todas las mujeres y chiquillos que asomaban curiosos tras las tapias.
 
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La flor del distrito estaba allí: los curas de cuatro o cinco pueblos, pues el diputado era defensor del orden y los sanos principios; los alcaldes y todos los muñidores que en tiempos de elección trotaban por los caminos, trayéndole a don José las actas incólumes para que manchase su blanca virginidad con cifras monstruosas.
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Entre las sotanas nuevas y los trajes de fiesta oliendo a alcanfor y con los pliegues del arca, destacábanse majestuosos los lentes de oro y el negro chaqué del diputado; pero, a pesar de toda su prosopopeya, la providencia del distrito apenas si llamaba la atención.
 
Todas las miradas eran para un hombrecillo con calzones de pana y negro pañuelo a la cabeza, enjuto, bronceado, de fuertes quijadas, y que tenia al lado un pesado retaco, no cambiando de asiento sin llevar tras si la vieja arma, que parecía un adherente de su cuerpo.
 
Era el famoso Quico Bolsón, el héroe del distrito, un ''roder'' con treinta años de hazañas, al que miraba la gente joven con temor casi supersticioso, recordando su niñez, cuando las madres decían para hacerles callar: «Que viene Bolsón.»
 
A los veinte años tumbó a dos por cuestión de amores, y después, al monte con el retaco, a hacer la vida de ''roder'', de caballero andante de la sierra. Más de cuarenta procesos estaban en suspenso, esperando que tuviera la bondad de dejarse coger. Pero ¡bueno era él! Saltaba como una cabra, conocía todos los rincones de la sierra, partía de un balazo una moneda en el aire, y la Guardia Civil, cansada de correrías infructuosas, acabó por no verle. Ladrón, eso nunca. Tenia sus desplantes de caballero, comía en el monte lo que le daban por admiración o miedo los de las masias, y si sabia en el distrito algún ratero, pronto le alcanzaba su retaco; él tenia su honradez y no quena cargar con robos ajenos. Sangre..., eso si, hasta los codos. Para él, un hombre valía menos que una piedra del camino; aquella bestia feroz usaba magistralmente todas las suertes de matar al enemigo: con bala, con navaja; frente a frente, si tenían agallas para ir en su busca; a la espera y emboscados, si eran tan recelosos y astutos como él. Por cebos había ido suprimiendo a los otros próceres que infestaban la siena; en los caminos, uno hoy y otro mañana, había asesinado a antiguos enemigos, y muchas veces bajó a los pueblos en domingo para dejar tendidos en la plaza, a la sabida de la misa mayor, a alcaldes o propietarios influyentes.
 
Ya no me molestaban ni me perseguían. Mataba por pasión politica a hombres que apenas conocía, por asegurar el triunfo de don José, eterno representante del distrito. La bestia feroz era, sin darse cuenta de ellos, una gana del pólipo electoral que se agitaba muy lejos, en el Ministerio de la Gobernación.
 
 
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