Diferencia entre revisiones de «Fabla salvaje/IV»
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{{brecha}}Ya en la chacra, una tarde Balta, al tornar de su trabajo, dio de abrevar a sus bueyes en la laguna de enfrente de la cabaña. A su vez, él, sediento y transido de cansancio, fue a la fuente de agua limpia que manaba entre los matorrales, arrodillose y bebió directamente. Se oyó los tragos durante algunos instantes, sumersos los labios. De repente, Balta saltó bruscamente y
{{brecha}}De nuevo, y después de algunos meses, aconteció a Balta muy parecida cosa a la que le sucedió aquella tarde de julio ante el espejo. Entre el juego de ondas que producían sus labios al sorber el agua, habían percibido sus ojos una imagen extraña, cuyos trazos fugitivos palpitaron y diéronse contra las sombras fugaces y móviles de las hierbas que cubren en brocal el manantial. El chasquido punteado y ruidoso de sus labios al beber erizó de pavor la visión especular. ¿Quién le seguía así? ¿Quién jugaba con él así, por las espaldas, y luego se escabullía con tal artimaña y tal ligereza? ¿Qué era lo que había visto? La inquietud
{{brecha}} Balta era un hombre no inteligente acaso, pero de gran sentido común y muy equilibrado. Había estudiado, bien o mal, sus cinco años de instrucción primaria. Su ascendencia era toda formada de tribus de fragor, carne de surco, rústicos corazones al ras de la gleba patriarcal. Había crecido, pues, como un buen animal racional, cuyas sienes situarían linderos, esperanzas y temores
{{brecha}} Desde aquel día en que
{{brecha}} El domingo próximo fue al pueblo. Dio en la plaza con un viejo amigo suyo, camarada de escuela que fue. No pudo resistir a la tentación de comunicarle sus cuitas. El relato lo hizo riendo, dudando por momentos, otras veces poblada el ánima de mil sospechas, herida de pueril indignación, o torvamente intrigada. El otro se echó a reír a las primeras frases de Balta, y después
{{brecha}} – No es extraño. A mí me sucede a veces cosa muy semejante. En ocasiones, y esto me acontece cuando menos lo pienso, cruzan como relámpago por mi mente una luz y un mundo de cosas y personas que yo quiero atrapar con el pensamiento, pero que pasan y se deshacen apenas aparecen. Cuando estuve en Trujillo, un señor a quien referí esto me dijo que eran rasgos de locura y que debía yo cuidarme mucho...
{{brecha}}Balta no pudo entender nada de esto. El relato de su amigo resultole muy profundo y complicado.
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{{brecha}}Era la tercera vez que sorprendía aquella presencia aleve y desconocida. Tampoco dio noticias de esta nueva aventura a su mujer, aunque un instante sus cavilaciones atreviéronse -¡con esa maldita libertad del pensamiento!- a suponer cosas horribles y ofensivas para ella; o quizá, por eso mismo, no la refería nada, y seguía con rigurosa discreción la pista de cuanto pudiera sobrevenir a sus sospechas...
{{brecha}}Con el de curso de los días mostrábase Balta más taciturno y sombrío. Tenía de vez en cuando largos recogimientos, en que se ponía abstraído y como sonámbulo, o solía alejarse de la casa
{{brecha}}– Oye, ven. Siéntate aquí.
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{{brecha}}Guardó silencio ella, inclinada. Nunca había sido desconfiado él; ¡jamás la espina más leve de un posible olvido hirió su corazón! Fraternal ternura, fe religiosa y ciega, puro y cándido regazo los había unido siempre.
{{brecha}}Adelaida penetró al patio, y Balta
{{brecha}}Había tomado una vaga aversión por los espejos. Balta los recordaba con informe y oscuro desagrado. Una noche se soñó en un paraje bastante extraño, llano y monótonamente azulado; veíase solo allí, y poseído de un enorme tenor ante su soledad, trataba de huir sin poderlo conseguir. En cualquier sentido que fuese, la superficie aquella continuaba. Era como un espejo inconmensurable, infinito, como un océano inmóvil, sin límites. En una claridad deslumbrante, de sol en pleno mediodía, sus náufragas pupilas apenas alcanzaban a encontrar por compañía única su sombra, una turbia sombra intermitente, la que moviéndose a compás de su cuerpo, ya aparecía enorme, ancha, larga; ya se achicaba, ludíase hasta hacerse una hebra impalpable,o ya se escurría totalmente, para volver a pasar a veces tras de sí,como un relámpago negro, jugando de esta suerte un juego de mofa despiadada que aumentaba su pavor hasta la desesperación... Cuando despertó, a los gritos de su mujer,estaban sus ojos arrasados en lágrimas.
{{brecha}} – ¿Qué has estado soñando? -le preguntó Adelaida, solícita e inquieta-. ¡Te has quejado mucho!...
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{{brecha}} Y ambos callaron.
{{brecha}} Lo extraño, como se verá, era que Balta no hacía partícipe de nada de estas incidencias a su mujer. Observaba con ella, en este respecto, el más hermético y cerrado silencio. Y de este modo desarrollábase en su espíritu, como una inmensa tenia escondida, una raíz nerviosa, cuya savia había ascendido desde la linfa estéril de un aciago cristal... ¿Por qué no la había noticiado todo, desde el primer instante, a su compañera? ¿Por qué, al contrario, junto a esa hebra torturadora, que no se sabe a dónde había de ir a ensartarse, encendíase un granate desconocido entre los brazos de su amor? ¿Por qué bajaba ese beso tempestuoso y tan cargado? ¿Por qué esa pasión exaltada y dolorosa nacía? La tragedia empezaba, pues, a apolillar, de tal manera, a ocultas, y capa a capa, de la médula para afuera, aquel duro y milenario alcanfor que hace de viga céntrica suspenso de largo en largo, a modo de espina dorsal, en el techo del hogar...
{{brecha}}Balta empezaba a sentir un recelo, quizá sin motivo, por su mujer, un recelo oscuro e inconsciente, del cual él no se daba cuenta. Ella tampoco se daba cuenta, aunque notaba que su marido cambiaba en sus relaciones con ella, de modo muy palpable.
{{brecha}} – Vámonos ya al pueblo -
{{brecha}} – Aún hay mucho que hacer - respondió Balta misteriosamente.
{{brecha}} Desde el domingo en que conversó con su amigo en la plaza, no había vuelto al pueblo. Cuantas veces se ofreció la necesidad de que lo hiciera por razones domésticas, negábase a ello, invocando diversos
{{brecha}} Triste y siniestra expresión iba cobrando su semblante. En los días de enero, en que caía aguacero o terribles granizadas, y cuando los campos negros y barbechados ya daban la sensación de gruesos paños fúnebres, estrujados, doblados en grandes pliegues caprichosos, o desganados y echados al viento, pábulo tormentoso adquirían sus inquietudes. Los chubascos, que duraban algunas horas, hacían numerosas charcas en el patio resquebrajado de la morada. Balta, si no había ido a las melgas, o si, a causa de la lluvia, veíase obligado a suspender el trabajo y a recogerse, permanecía sentado en uno de los poyos del corredor, cruzados los brazos, oyendo absortamente el zumbar de la tempestad y del viento sobre la pajiza techumbre que amenazaba entonces zozobrar. Allí solía estarse, hasta que sobreviniera alguna circunstancia que lo reclamase; tal, por ejemplo, para espantar a los puercos que, a causa del eléctrico fluido del aire, hozaban nerviosos el portillo del chiquero, rugiendo y haciendo un ruido ensordecedor. Los golpeaba él con un palo y afianzaba y guarnecía con nuevos cantos la entrada del corral; pero los animales no cedían y seguían rugiendo y empujando con rabia salvaje las piedras de la poterna. "¡Pero qué tienen estos animales del diablo!...", exclamaba Balta, poseído de una impresión de cólera y sutil inquietud de presagio.
{{brecha}} El ronquido de la tempestad crecía, y como propinando largos rebencazos al cuerpo entero del viejo bohío, despertaba en todo él intermitentes estremecimientos de zozobra y de tenor, en que, era el chirrido fácil de una armella suelta, era la caída incierta de una teja deshecha por tenaz humedad; era aquella chorrera verticilar que, siguiendo el sublime juego del aire enrarecido y ahogado, la densidad de la lluvia de la que fugaba el ozono azorado, y los invisibles sesgos de la luz adolorida, evacuaba, y, acentuando su curva aun más asombrosamente, disputaba de súbito otro cauce entre la paja del techo; era el golpe batido y familiar del batán, donde molía Adelaida para la merienda, todo detonaba en los nervios, y una vaga impresión funesta suscitaba en el ánimo. Tal un cerdo maltón, de rojizo cerdaje y grandes púas dorsales, que recién acababa de dejar la leche, por haberse perdido su madre no se sabe por dónde en las jalcas, se puso a gritar como loco, corriendo de aquí para allá, entre los demás. Balta le dio una pedrada, y el pobrecito bajó la voz, y así, de rato en rato, se estuvo quejando toda la tarde. ¡Oh la medrosa voz animal, cuando graves desdichas nos llegan!
{{brecha}} Balta, sin saber por qué, tuvo miedo afuera y se fue a la cocina. Al cruzar el patio, lleno de charcas, vio temblar borrosa y corrediza una silueta sobre las aguas que danzaban bajo la tempestad. Cuando entró a la cocina lo hizo corriendo y como
{{brecha}} – ¡Aún hay mucho que hacer!... Nos iremos en febrero.
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