Diferencia entre revisiones de «El hombre mediocre (1926)/Capítulo IV»

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{{encabezado|[[El hombre mediocre]]|[[José Ingenieros]]}}
 
{{c|'''<center>CAPÍTULO IV </center>'''}}
 
{{c|'''<center>LOS CARACTERES MEDIOCRES </center>'''}}
 
<center>{{c|[[El hombre mediocre: 5#I. HOMBRES Y SOMBRAS|I. Hombres y sombras.]] - [[El hombre mediocre: 5#II. LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES|II. La domesticación de los mediocres.]] - [[El hombre mediocre: 5#III. LA VANIDAD|III. La vanidad.]] - [[El hombre mediocre: 5#IV. LA DIGNIDAD|IV. La dignidad.]]</center>}}
 
 
__NOTOC__
 
===='''<center>{{c|I. HOMBRES Y SOMBRAS </center>}}====
 
Desprovistos de alas y de penacho, los caracteres mediocres son incapaces de volar hasta una cumbre o de batirse contra un rebaño. Su vida es perpetua complicidad con la ajena. Son hueste mercenaria del primer hombre firme que sepa uncirlos a su yugo. Atraviesan el mundo cuidando su sombra e ignorando su personalidad. Nunca llegan a individualizarse: ignoran el placer de exclamar "yo soy", frente a los demás. No existen solos. Su amorfa estructura los obliga a borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en una secta, en una bandería: siempre a embadurnarse de otros. Apuntalan todas las doctrinas y prejuicios, consolidados a través de siglos. Así medran. Siguen el camino de las menores resistencias, nadando a favor de toda corriente y variando con ella; en su rodar aguas abajo no hay mérito: es simple incapacidad de nadar aguas arriba. Crecen porque saben adaptarse a la hipocresía social, como las lombrices a la entraña.
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Los caracteres excelentes ascienden a la propia dignidad nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuyo reflujo resisten con tesón. Frente a los otros se les reconoce de inmediato, nunca borrados por esa brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es todo brillo y arista:
 
<center>{{c|''"Firmeza y luz, como cristal de roca",''</center>}}
 
breves palabras que sintetizan su definición perfecta. No la dieron mejor Teofrasto o Bruyére. Han creado su vida y servido un Ideal, perseverando en la ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por grandes esfuerzos: seguros en sus creencias, leales a sus afectos, fieles a su palabra. Nunca se obstinan en el error, ni traicionan jamás a la verdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la ingratitud. Pujan contra los obstáculos y afrontan las dificultades. Son respetuosos en la victoria y se dignifican en la derrota como si para ellos la belleza estuviera en la lid y no en su resultado. Siempre, invariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual fugitivo divisan un Ideal más respetable cuanto más distante. Estos optimates son contados; cada uno vive por un millón. Poseen una firme línea moral que les sirve de esqueleto o armadura. Son alguien. Su fisonomía es la propia y no puede ser de nadie más; son inconfundibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativas fecundas. Las gentes domesticadas los temen, como la llaga al cauterio; sin advertirlo, empero, los adoran con su desdén. Son los verdaderos amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porvenir, los que destruyen y plasman. Son los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don de resistir a la rutina y pueden librarse de su tiranía niveladora. Por ellos la Humanidad vive y progresa. Son siempre excesivos; centuplican las cualidades que los demás sólo poseen en germen. La hipertrofia de una idea o de una pasión los hace inadaptables d su medio, exagerando su pujanza; mas, para la sociedad, realizan una función armónica y vital. Sin ellos se inmovilizaría el progreso humano, estancándose como velero sorprendido en alta mar por la bonanza. De ellos, solamente de ellos, suelen ocuparse la historia y el arte, interpretándolos como arquetipos de la Humanidad.
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===='''<center>{{c|II. LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES </center>}}====
 
Gil Blas de Santillana es una sombra: su vida entera es un proceso continuo de domesticación social. Si alguna línea propia permitía diferenciarle de su rebaño, todo el estercolero social se vuelca sobre él para borrarla, complicando su insegura unidad en una cifra inmensa. El rebaño le ofrece infinitas ventajas. No sorprende que él la acepte a cambio de ciertos renunciamientos compatibles con su estructura moral. No le exige cosas inverosímiles; bástale su condescendencia pasiva, su alma de siervo.
Gil Blas de Santillana es una sombra: su vida entera es un pr
continuo de domesticación social. Si alguna línea propia permitía diferenciarle de su rebaño, todo el estercolero social se vuelca sobre él para borrarla, complicando su insegura unidad en una cifra inmensa. El rebaño le ofrece infinitas ventajas. No sorprende que él la acepte a cambio de ciertos renunciamientos compatibles con su estructura moral. No le exige cosas inverosímiles; bástale su condescendencia pasiva, su alma de siervo.
 
Mientras los hombres resisten las tentaciones, las sombras resbalan por la pendiente; si alguna partícula de originalidad les estorba, la eliminan para confundirse mejor en los demás. Parecen sólidas y se ablandan, ásperas y se suavizan, ariscas y se amansan, calurosas y se entibian, resplandecientes y se opacan, ardientes y se apaciguan, viriles y se afeminan, erguidas y se achatan. Mil sórdidos lazos las acechan desde que toman contacto con sus símiles: aprenden a medir sus virtudes y a practicarlas con parsimonia. Cada apartamiento les cuesta un desengaño, cada desvío les vale una desconfianza. Amoldan su corazón a los prejuicios y su inteligencia a las rutinas: la domesticación les
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Las sombras viven con el anhelo de castrar a los caracteres firmes y decapitar a los pensadores alados, no perdonándoles el lujo de ser viriles o tener cerebro. La falta de virilidades es elogiada como un refinamiento, lo mismo que en los caballos de paseo. La ignorancia parece una coquetería, como la duda elegante que inquieta a ciertos fanáticos sin ideales. Los méritos conviértense en contrabando peligroso, obligados a disculparse y ocultarse, como si ofendieran por su sola existencia. Cuando el hombre digno empieza a despertar recelos, el envilecimiento colectivo es grave; cuando la dignidad parece absurda y es cubierta de ridículo, la domesticación de los mediocres ha llegado a sus extremos.
 
 
===='''<center>{{c|III. LA VANIDAD </center>}}====
 
El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí mismo; asciende a la dignidad. La sombra pone el suyo en la estimación ajena y renuncia a juzgarse; desciende a la vanidad. Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser o parecer. Cuando un ideal de perfección impulsa a ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad; cuando el afán de parecer arrastra a cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la vanidad.,
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El orgullo, subsuelo indispensable de la dignidad, imprime a los hombres cierto bello gesto que las sombras censuran. Para ello el babélico idioma de los vulgares ha enmarañado la significación del vocablo, acabando por ignorarse si designa un vicio o una virtud. Todo es relativo. Si hay méritos, el orgullo es un derecho; si no los hay, se trata de vanidad. El hombre que afirma un Ideal y se perfecciona hacia él, desprecia, con eso, la atmósfera inferior que le asfixia; es un sentimiento natural, cimentado por una desigualdad efectiva y constante. Para los mediocres, sería más grato que no les enrostrara esa humillante diferencia; pero olvidan que ellos son sus enemigos, constriñendo su tronco robusto como la hiedra a la encina, para ahogarle en el número infinito. El digno está obligado a burlarse de las mil rutinas que el servil adora bajo el nombre de principios; su conflicto es perpetuo. La dignidad es un rompeolas opuesto por el individuo a la marea que le acosa. Es aislamiento de los domésticos y desprecio de sus pastores, casi siempre esclavos del propio rebaño.
 
===='''<center>{{c|IV. LA DIGNIDAD </center>}}====
 
El que aspira a parecer renuncia a ser. En pocos hombres súmanse el ingenio y la virtud en un total de dignidad: forman una aristocracia natural, siempre exigua frente al número infinito de espíritus omisos. Credo supremo de todo idealismo, la dignidad es unívoca, intangible, intransmutable. Es síntesis de todas las virtudes que acercan al hombre y borran la sombra: donde ella falta no existe el sentimiento del honor. Y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclavos.