Diferencia entre revisiones de «El Secreto de Don Juan»

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''A Tito Arata''
 
Uno de esos últimos compromisos de la tarde, cuya tiránica futilidad asume carácter de obligación en el atolondramiento de las ciudades populosas, más atareado por el trabajo y más mudable que la inquietud, habíamos acarreado, con el retraso fatal de las citas porteñas... sin carácter íntimo —pues quiero creer que las de esta clase formarán la excepción, aun aquí— el contratiempo de no encontrar comedor reservado en aquel restaurante, un tanto bullicioso, si se quiere, pero que nuestro anfitrión, Julio D., consideraba el único de Buenos Aires donde pudieran sentarse confiados en la seguridad de una buena mesa, cuatro amigos dispuestos a celebrar sin crónica el regreso de un ausente. Debimos, pues, resignarnos a la promiscuidad, por cierto brillante, del salón común, con sus damas muy rubias, sus caballeros muy afeitados, su orquesta muy frecuente y su iluminación de joyería, que valorizaba con limpidez ojos seguidores y diamantes audaces; pero Julio D. consiguió, a título de cliente privilegiado, la promesa de una eventual desocupación para tomar el café a solas. Todos ustedes conocen a Julio D. lo suficiente para dispensarme la inicial de su apellido que han completado sin vacilar, pero tras la cual disimulo, la semitransparencia de la buena educación, no exenta, para el caso, de justa ironía, la característica falta de puntualidad con que nos había retrasado, siendo, no obstante, el anfitrión. Verdad es que el desenfadado compañero sabe, al propio tiempo, ganarse todos los perdones, con la afectuosa lealtad de un cariño rayano en abnegación para quien merece su amistad, y hasta con la firmeza ya proverbial de su defecto. Franco, varonil, corazón de oro en el más amplio sentido de la palabra, es, respecto al tiempo, valioso e inseguro como un reloj de mujer. La comparación pertenece a Julián Eguía, quien, comentando cierta vez en el Círculo de Armas la “deliciosa inexactitud” y el imperturbable valor de nuestro amigo cuyo padrinazgo desempeñó en aquellos dos lances que nadie olvida, habíalo definido con uno de sus habituales juegos de palabras: —Como buen estoico que es, tiene la despreocupación de la última hora... Por ahí habrán acabado ustedes de conocerlo. No tengo, en cambio, para qué ocultar el nombre de los otros dos comensales: Fabián Lemos, el conocido sportman aficionado a las letras clásicas que cultiva con acierto, aunque negándose a publicar, lo que, sin duda, es una lástima, y ese eterno desterrado y brillante conversador de Julián Eguía, que va frisando los sesenta y cinco en incansable vagancia —o mejor dicho, acaso, divagación de artista estéril— por todas las capitales con excepción de la nuestra— y suya,
hasta la médula del viejo porteño que es —pues sólo reside acá un trimestre cada dos o tres años, sin perjuicio de proclamar que, en suma, Buenos Aires le parece la fea más agradable del mundo. Sí, pues, Julián Eguía en persona, con su chispa elegante, sus retruécanos, nada insistentes, por lo demás, su discreto saber, y hasta sabiduría, de gran viajero y de gran lector, su dejo romántico y sus narraciones extraordinarias, que no debe interrumpir la más mínima duda, so pena de provocar en castigo un silencio irreducible y una curiosidad mortificada con verdadera maestría. Inútil añadir que nuestra comida celebraba uno de sus regresos. El recién llegado manifestábase más contento que nunca: —Seña inequívoca de que te volverás pronto —dijo Lemos, empleando, a pesar de una diferencia de treinta años, el tuteo que autorizaba la frescura realmente notable de su interlocutor, con cierta impertinencia de camarada jovial. —Así ha de ser, mal patriota, recalcó Julio D. —Cuestión de temperamento. Yo necesito alejarme para querer más a la patria, como tirando la cuerda se le levanta el temple. —Sin embargo —dije a mi vez— sostienes que Buenos Aires te gusta. —No cabe duda. He dicho que es una fea digna de ser amada. Pero el amor de las feas es como los cordiales amargos. Exige pequeña dosis y excluye la repetición. —Celebro el dicho, aunque me parece más ingenioso que aceptable en quien declara, asimismo, que la porteña... —... es la más linda de las mujeres. Ah, cierto. De eso podemos estar seguros y orgullosos. Y no lo digo por esta sala demasiado internacional, sino por nuestras reuniones de clase, por nuestro Colón, por Palermo, por las calles, las calles, sobre todo, que para encanto de mi vejez se van volviendo todas Floridas... Y sin recoger nuestra sonrisa ante aquel mal retruécano en que se despuntaba el vicio impenitente: —Con todo, prosiguió, resulta curiosísimo este otro aspecto de la ciudad: el cosmopolita. Buenos Aires es, por decirlo así, una encrucijada del universo. Por aquí, malos o buenos, pasan todos los tipos interesantes del mundo, desde Lloyd George hasta Bolo Paschá. —Todos, en efecto, afirmó Lemos. —Y si hubieran existido —sonrió Julio D.— el Judío Errante y Don Juan Tenorio... —Mi madre contaba —interrumpió Eguía— que en tiempo de Rosas pasó por acá el Judío Errante. En cuanto a Don Juan, puedo afirmarlo sobre la fe de mis canas. —Convengo en que has realizado bastante bien la leyenda del judío andariego, y no ignoraba tu inclinación donjuanesca. —Te equivocas, Julio; o mejor dicho, has acertado sin querer con tus alusiones. Seriamente hablando, yo he conocido a Don Juan.