Diferencia entre revisiones de «Ilíada»

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710 Tales fueron sus palabras, que todos los reyes aplaudieron, admirados del discurso de Diomedes, domador de caballos. Y hechas las libaciones, volvieron a sus respectivas tiendas, acostáronse y el don del sueño recibieron.
 
== CANTO X ==
 
1 Los príncipes aqueos durmieron toda la noche, vencidos por plácido sueño, mas no probó sus dulzuras el Atrida Agamemnón, pastor de hombres, porque en su mente revolvía muchas cosas. Como el esposo de Hera, la de hermosa cabellera, relampaguea cuando prepara una lluvia torrencial, el granizo o una nevada que cubra los campos, o quiere abrir en alguna parte la boca inmensa de la amarga guerra; así, tan frecuentemente, se escapaban del pecho de Agamemnón los suspiros, que salían de lo más hondo de su corazón, y le temblaban las entrañas. Cuando fijaba la vista en el campo teucro, pasmábanle las numerosas hogueras que ardían delante de Ilión, los sones de las flautas y zampoñas y el bullicio de la gente; mas cuando a las naves y al ejército aqueo la volvía, arrancábase furioso los cabellos, aliando los ojos a Zeus, que mora en lo alto, y su generoso corazón lanzaba grandes gemidos. Al fin, creyendo que la mejor resolución sería acudir a Néstor Nelida, el más ilustre de los hombres, por si entrambos hallaban un medio que librara de la desgracia a todos los dánaos, levantóse, vistió la túnica, calzó los blancos pies con hermosas sandalias, echóse una rojiza piel de corpulento y fogoso león que le llegaba hasta los pies, y asió la lanza.
 
 
25 También Menelao estaba poseído de terror y no conseguía que se posara el sueño en sus párpados, temiendo que les ocurriese algún percance a los aqueos que por él habían llegado a Troya, atravesando el vasto mar, y promovido tan audaz guerra. Cubrió sus anchas espaldas con la manchada piel de un leopardo, púsose luego el casco de bronce, y tomando en la robusta mano una lanza, fue a despertar a Agamemnón, que imperaba poderosamente sobre los argivos todos y era venerado por el pueblo como un dios. Hallóle junto a la popa de su nave, vistiendo la magnífica armadura. Grata le fue a éste su venida. Y Menelao, valiente en el combate habló el primero diciendo:
 
 
37 —¿Por qué, hermano querido, tomas las armas? ¿Acaso deseas persuadir a algún compañero para que vaya como explorador al campo teucro? Mucho temo que nadie se ofrezca a prestarte este servicio de ir solo durante la divina noche a espiar al enemigo, porque para ello se requiere un corazón muy osado.
 
 
42 Respondióle el rey Agamemnón:
—Ambos, oh Menelao, alumno de Zeus, tenemos necesidad de un prudente consejo para defender y salvar a los argivos y las naves, pues la mente de Zeus ha cambiado, y en la actualidad le son más aceptos los sacrificios de Héctor. Jamás he visto ni oído decir que un hombre realizara en un solo día tantas proezas como ha hecho Héctor, caro a Zeus, contra los aqueos, sin ser hijo de un dios ni de una diosa. De sus hazañas se acordarán los argivos mucho y largo tiempo. ¡Tanto daño ha causado a los aqueos! Ahora, anda, encamínate corriendo a las naves y llama a Ayante y a Idomeneo; mientras voy en busca del divino Néstor y le pido que se levante, vaya con nosotros al sagrado escuadrón de los guardias y les dé órdenes. Obedeceránle más que a nadie, puesto que los manda su hijo junto con Meriones, servidor de Idomeneo. A entrambos les hemos confiado de un modo especial esta tarea.
 
 
60 Dijo entonces Menelao, valiente en el combate:
— ¿Cómo me encargas y ordenas que lo haga? ¿Me quedaré con ellos y te aguardaré allí o he de volver corriendo cuando les haya participado tu mandato?
 
 
64 Contestó el rey de hombres Agamemnón:
— Quédate allí: no sea que luego no podamos encontrarnos, porque son muchas las sendas que hay a través del ejército. Levanta la voz por donde pasares y recomienda la vigilancia, llamando a cada uno por su nombre paterno y ensalzándolos a todos. No te muestres soberbio. Trabajemos también nosotros, ya que cuando nacimos Zeus nos condenó a padecer tamaños infortunios.
 
 
72 Esto dicho, despidió al hermano bien instruido ya, y fue en busca de Néstor, pastor de hombres. Hallóle en su pabellón, junto a la negra nave, acostado en blanda cama. A un lado veíanse diferentes armas —el escudo, dos lanzas, el luciente yelmo— y el labrado bálteo con que se ceñía el anciano siempre que, como caudillo de su gente, se armaba para ir al homicida combate; pues aún no se rendía a la triste vejez. Incorporóse Néstor apoyándose en el codo, alzó la cabeza, y dirigiéndose al Atrida le interrogó con estas palabras:
 
 
82 —¿Quién eres tú, que vas solo por el ejército y los navíos, durante la tenebrosa noche, cuando duermen los demás mortales? ¿Buscas acaso a algún centinela o compañero? Habla. No te acerques sin responder. ¿Qué deseas?
 
 
86 Respondióle el rey de hombres Agamemnón:
— ¡Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Reconoce al Atrida Agamemnón, a quien Zeus envía y seguirá enviando sin cesar más trabajos que a nadie, mientras la respiración no le falte a mi pecho y mis rodillas se muevan. Vagando voy; pues, preocupado por la guerra y las calamidades que padecen los aqueos, no consigo que el dulce sueño me cierre los ojos. Mucho temo por los dánaos; mi ánimo no está tranquilo, sino sumamente inquieto; el corazón se me arranca del pecho y tiemblan mis robustos miembros. Pero si quieres ocuparte en algo, ya que tampoco conciliaste el sueño, bajemos a ver los centinelas; no sea que, vencidos del trabajo y del sueño, se hayan dormido, dejando la guardia abandonada. Los enemigos se hallan cerca y no sabemos si habrán decidido acometernos esta noche.
 
 
102 Contestó Néstor, caballero gerenio:
— ¡Glorioso Atrida, rey de hombres Agamemnón! A Héctor no le cumplirá el próvido Zeus todos sus deseos, como él espera; y creo que mayores trabajos habrá de padecer aún si Aquileo depone de su corazón el enojo funesto. Iré contigo y despertaremos a los demás: al Tidida, famoso por su lanza; a Odiseo, al veloz Ayante de Oileo y al esforzado hijo de Fileo. Alguien podría ir a llamar al deiforme Ayante Telamonio y al rey Idomeneo, pues sus naves no están cerca, sino muy lejos. Y reprenderé a Menelao por amigo y respetable que sea y aunque tú te enfades, y no callaré que duerme y te ha dejado a ti el trabajo. Debía ocuparse en suplicar a los príncipes todos, pues el peligro que corremos es terrible.
 
 
119 Dijo el rey de hombres Agamemnón:
— ¡Anciano! Otras veces te exhorté a que le riñeras, pues a menudo es indolente y no quiere trabajar; no por pereza o escasez de talento, sino porque volviendo los ojos hacia mi, aguarda mi impulso. Mas hoy se levantó mucho antes que yo mismo, presentóseme y le envié a llamar a aquellos de que acabas de hablar. Vayamos y los hallaremos delante de las puertas, con la guardia; pues allí es donde les dije que se reunieran.
 
 
128 Respondió Néstor, caballero gerenio:
—De esta manera, ninguno de los argivos se irritará contra él ni le desobedecerá, cuando los exhorte o les ordene algo.
 
 
131 Apenas hubo dicho estas palabras, abrigó el pecho con la túnica, calzó los blancos pies con hermosas sandalias, y abrochóse un manto purpúreo, doble, amplio, adornado con lanosa felpa. Asió la fuerte lanza, cuya aguzada punta era de bronce, y se encaminó a las naves de los aqueos, de broncíneas corazas. El primero a quien despertó Néstor, caballero gerenio, fue Odiseo, que en prudencia igualaba a Zeus. Llamóle gritando, su voz llegó a oídos del héroe, y éste salió de la tienda y dijo:
 
 
141 —¿Por qué andáis vagando así, por las naves y el ejército, solos, durante la noche inmortal? ¿Qué urgente necesidad se ha presentado?
 
 
143 Respondió Néstor, caballero gerenio:
— ¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Odiseo, fecundo en recursos! No te enojes, porque es muy grande el pesar que abruma a los aquivos. Síguenos y llamaremos a quien convenga, para tomar acuerdo sobre si es preciso fugarnos o combatir todavía.
 
 
148 Tal dijo. El ingenioso Odiseo, entrando en la tienda, colgó de sus hombros el labrado escudo y se juntó con ellos. Fueron en busca de Diomedes Tidida, y le hallaron delante de su pabellón con la armadura puesta. Sus compañeros dormían alrededor de él, con las cabezas apoyadas en los escudos y las lanzas, clavadas por el regatón en tierra; el bronce de las puntas lucía a lo lejos como un relámpago del padre Zeus. El héroe descansaba sobre una piel de toro montaraz, teniendo debajo de la cabeza un espléndido tapete. Néstor, caballero gerenio, se detuvo a su lado, le movió con el pie para que despertara, y le daba prisa, increpándole de esta manera:
 
 
159 —¡Levántate, hijo de Tideo! ¿Cómo duermes a sueño suelto toda la noche? ¿No sabes que los teucros acampan en una eminencia de la llanura, cerca de las naves, y que solamente un corto espacio los separa de nosotros?
 
 
162 De esta suerte habló. Y aquél, recordando en seguida del sueño, dijo estas aladas palabras:
 
 
164 —Eres infatigable, anciano, y nunca dejas de trabajar. ¿Por ventura no hay otros aqueos más jóvenes, que vayan por el campo y despierten a los reyes? ¡No se puede contigo, anciano!
 
 
168 Respondióle Néstor, caballero gerenio:
—Sí, hijo, oportuno es cuanto acabas de decir. Tengo hijos excelentes y muchos hombres que podrían ir a llamarlos, pero es muy grande el peligro en que se hallan los aqueos: en el filo de una navaja están ahora la triste muerte y la salvación de todos. Ve y haz levantar al veloz Ayante y al hijo de Fileo, ya que eres más joven y de mí te compadeces.
 
 
177 Dijo. Diomedes cubrió sus hombros con una piel talar de corpulento y fogoso león, tomó la lanza, fue a despertar a aquéllos y se los llevó consigo.
 
 
180 Cuando llegaron al escuadrón de los guardias, no encontraron a sus jefes dormidos, pues todos estaban alerta y sobre las armas. Como los canes que guardan las ovejas de un establo y sienten venir del monte, a través de la selva, una terrible fiera con gran clamoreo de hombres y perros, se ponen inquietos y ya no pueden dormir; así el dulce sueño huía de los párpados de los que hacían guardia en tan mala noche, pues miraban siempre hacia la llanura y acechaban si los teucros iban a atacarlos. El anciano viólos, alegróse y para animarlos profirió estas aladas palabras:
 
 
192 —¡Vigilad, así, hijos míos! No sea que alguno se deje vencer del sueño y demos ocasión para que el enemigo se regocije.
 
 
194 Dijo, y atravesó el foso. Siguiéronle los reyes argivos que habían sido llamados al consejo, y además Meriones y el preclaro hijo del anciano, porque aquéllos los invitaron a deliberar. Pasado el foso sentáronse en un lugar limpio donde el suelo no aparecía cubierto de cadáveres: allí habíase vuelto el impetuoso Héctor, después de causar gran estrago a los argivos, cuando la noche los cubrió con su manto. Acomodados en aquel sitio, conversaban; y Néstor, caballero gerenio, comenzó a hablar diciendo:
 
 
204 —¡Oh amigos! ¿No habrá nadie que, confiando en su ánimo audaz, vaya al campamento de los magnánimos teucros? Quizás hiciera prisionero a algún enemigo que ande cerca del ejército, o averiguara, oyendo algún rumor, lo que los teucros han decidido: si desean quedarse aquí, cerca de las naves, o volverán a la ciudad cuando hayan vencido a los aqueos. Si se enterara de esto y regresara incólume, sería grande su gloria debajo del cielo y entre los hombres todos, y tendría una hermosa recompensa: cada jefe de los que mandan en las naves le daría una oveja con su corderito —presente sin igual— y se le admitiría además en todos los banquetes y festines.
 
 
218 De tal modo habló. Enmudecieron todos y quedaron silenciosos, hasta que Diomedes, valiente en la pelea les dijo:
 
 
220 —¡Néstor! Mi corazón y ánimo valeroso me incitan a penetrar en el campo de los enemigos que tenemos cerca, de los teucros; pero si alguien me acompañase, mi confianza y mi osadía serían mayores. Cuando van dos, uno se anticipa al otro en advertir lo que conviene; cuando se está solo, aunque se piense, la inteligencia es más tarda y la resolución más difícil.
 
 
227 Tales fueron sus palabras, y muchos quisieron acompañar a Diomedes. Deseáronlo los dos Ayaces, ministros de Ares; quísolo Mediones; lo anhelaba el hijo de Néstor; ofrecióse el Atrida Menelao, famoso por su lanza; y por fin, también Odiseo se mostró dispuesto a penetrar en el ejército teucro, porque el corazón que tenía en el pecho aspiraba siempre a ejecutar audaces hazañas. Y el rey de hombres Agamemnón dijo entonces:
 
 
234 —¡Diomedes Tidida, carísimo a mi corazón! Escoge por compañero al que quieras, al mejor de los presentes; pues son muchos los que se ofrecen. No dejes al mejor y elijas a otro peor por respeto alguno que sientas en tu alma, ni por consideración al linaje, ni por atender a que sea un rey mas poderoso.
 
 
240 Habló en estos términos porque temía por el rubio Menelao. Y Diomedes, valiente en la pelea, replicó:
 
 
242 —Si me mandáis que yo mismo designe el compañero, ¿cómo no pensaré en el divino Odiseo, cuyo corazón y ánimo valeroso son tan dispuestos para toda suerte de trabajos, y a quien tanto ama Palas Atenea? Con él volveríamos acá aunque nos rodearan abrasadoras llamas, porque su prudencia es grande.
 
 
248 Respondió el paciente divino Odiseo:
— ¡Tidida! No me alabes en demasía ni me vituperes, puesto que hablas a los argivos de cosas que les son conocidas. Pero vámonos, que la noche está muy adelantada y la aurora se acerca; los astros han andado mucho, y la noche va ya en las dos partes de su jornada y sólo un tercio nos resta.
 
 
254 En diciendo esto, vistieron entrambos las terribles armas. El intrépido Trasimedes dio al Tidida una espada de dos filos —la de éste había quedado en la nave— y un escudo, y le puso un morrión de piel de toro sin penacho ni cimera, que se llama catetyx y lo usan los jóvenes para proteger la cabeza. Meriones proporcionó a Odiseo arco, carcaj y espada, y le cubrió la cabeza con un casco de piel que por dentro se sujetaba con fuertes correas y por fuera presentaba los blancos dientes de un jabalí, ingeniosamente repartidos, y tenía un mechón de lana colocado en el centro. Este casco era el que Autólico había robado en Eleón a Amintor Orménida, horadando la pared de su casa, y que luego dio en Escandia a Anfidamante de Citera; Anfidamante lo regaló, como presente de hospitalidad, a Molo; éste lo cedió a su hijo Meriones para que lo llevara, y entonces hubo de cubrir la cabeza de Odiseo.
 
 
272 Una vez revestidos de las terribles armas, partieron y dejaron allí a todos los príncipes. Palas Atenea envióles una garza, y si bien no pudieron verla con sus ojos, porque la noche era oscura, oyéronla graznar a la derecha del camino. Odiseo se holgó del presagio y oró a Atenea:
 
 
278 —¡Oyeme, hija de Zeus, que lleva la égida! Tú, que me asistes en todos los trabajos y conoces mis pasos, séme ahora propicia más que nunca, oh Atenea, y concede que volvamos a las naves cubiertos de gloria por haber realizado una gran hazaña que preocupe a los teucros.
 
 
283 Diomedes, valiente en la pelea, oró luego diciendo:
—¡Ahora óyeme también a mí, invicta hija de Zeus! Acompáñame como acompañaste a mi padre, el divino Tideo, cuando fue a Tebas en representación de los aquivos. Dejando a los aqueos, de broncíneas corazas, a orillas del Asopo, llevó un agradable mensaje a los cadmeos; y a la vuelta realizó admirables proezas con tu ayuda, excelente diosa, porque benévola le acorrías. Ahora, acórreme a mí y préstame tu amparo. E inmolaré en tu honor una ternera de un año, de frente espaciosa, indómita y no sujeta aún al yugo, después de derramar oro sobre sus cuernos.
 
 
295 Tales fueron sus respectivas plegarias, que oyó Palas Atenea. Y después de rogar a la hija del gran Zeus, anduvieron en la oscuridad de la noche, como dos leones, por el campo donde tanta carnicería se había hecho, pisando cadáveres, armas y denegrida sangre.
 
 
299 Tampoco Héctor dejaba dormir a los valientes teucros; pues convocó a los próceres, a cuantos eran caudillos y príncipes de los troyanos, y una vez reunidos les expuso una prudente idea:
 
 
303 —¿Quién, por un gran premio, se ofrecerá a llevar al cabo la empresa que voy a decir? La recompensa será proporcionada. Daré un carro y dos corceles de erguido cuello, los mejores que haya en las veleras aqueas, al que tenga la osadía de acercarse a las naves de ligero andar —con ello al mismo tiempo ganará gloria— y averigüe si éstas son guardadas todavía, o los aqueos, vencidos por nuestras manos, piensan en la fuga y no quieren velar porque el cansancio abrumador los rinde.
 
 
313 Tal fue lo que propuso. Enmudecieron todos y quedaron silenciosos. Había entre los troyanos un cierto Dolón, hijo del divino heraldo Eumedes, rico en oro y en bronce; era de feo aspecto, pero de pies ágiles y el único hijo varón de su familia con cinco hermanas. Este dijo entonces a los teucros y a Héctor:
 
 
319 —¡Héctor! Mi corazón y mi ánimo valeroso me incitan a acercarme a las naves, de ligero andar, y explorar el campo. Ea, alza el cetro y jura que me darás los corceles y el carro con adornos de bronce que conducen al eximio Pelida. No te será inútil mi espionaje, ni tus esperanzas se verán defraudadas, pues atravesaré todo el ejército hasta llegar a la nave de Agamemnón, que es donde deben de haberse reunido los caudillos para deliberar si huirán o seguirán combatiendo.
 
 
328 Así se expresó. Y Héctor, tomando en la mano el cetro, prestó el juramento:
— Sea testigo el mismo Zeus tonante, esposo de Hera. Ningún otro teucro será llevado por estos corceles, y tú disfrutarás perpetuamente de ellos.
 
 
332 Con tales palabras, jurando lo que no había de cumplirse, animó a Dolón. Este, sin perder momento, colgó del hombro el corvo arco, vistió una pelicana piel de lobo, cubrió la cabeza con un morrión de piel de comadreja, tomó un puntiagudo dardo, y saliendo del ejército, se encaminó a las naves, de donde no había de volver para darle a Héctor la noticia. Dejó atrás la multitud de carros y hombres, y andaba animoso por el camino. Y Odiseo, de jovial linaje, advirtiendo que se acercaba a ellos, habló así a Diomedes:
 
 
341 —Ese hombre, Diomedes, viene del ejército; pero ignoro si va como espía a nuestras naves o se propone despojar algún cadáver de los que murieron. Dejemos que se adelante un poco más por la llanura, y echándonos sobre él le cogeremos fácilmente; y si en correr nos aventajare, apártale del ejército, acometiéndole con la lanza y persíguele siempre hacia las naves, para que no se guarezca en la ciudad.
 
 
349 Esto dicho, tendiéronse entre los muertos, fuera del camino. El incauto Dolón pasó con pie ligero. Mas cuando estuvo a la distancia a que se extienden los surcos de las mulas —éstas son mejores que los bueyes para tirar de un arado en tierra noval—, Odiseo y Diomedes corrieron a su alcance. Dolón oyó ruido y se detuvo, creyendo que algunos de sus amigos venían del ejército teucro a llamarle por encargo de Héctor. Pero así que aquellos se hallaron a tiro de lanza o más cerca aún, conoció que eran enemigos y puso su diligencia en los pies huyendo, mientras ellos se lanzaban a perseguirle. Como dos perros de agudos dientes, adiestrados para cazar, acosan en una selva a un cervato o a una liebre que huye chillando delante de ellos; del mismo modo, el Tidida y Odiseo, asolador de ciudades, perseguían constantemente a Dolón después que lograron apartarle del ejército. Ya en su fuga hacia las naves iba el troyano a topar con el cuerpo de guardia, cuando Atenea dio fuerzas al Tidida para que ninguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se le adelantara y pudiera jactarse de haber sido el primero en herirle y él llegase después. El fuerte Diomedes arremetió a Dolón, con la lanza, y le gritó:
 
 
370 —Tente, o te alcanzará mi lanza; y no creo que puedas evitar mucho tiempo que mi mano te dé una muerte terrible.
 
 
372 Dijo, y arrojó la lanza; mas de intento erró el tiro, y ésta se clavó en el suelo después de volar por cima del hombro derecho de Dolón. Paróse el troyano dentellando —los dientes crujíanle en la boca—, tembloroso y pálido de miedo, Odiseo y Diomedes se le acercaron, jadeantes, y le asieron de las manos, mientras aquél lloraba y les decía:
 
 
378 —Hacedme prisionero y yo me redimiré. Hay en casa bronce oro y hierro labrado: con ello os pagaría mi padre inmenso rescate, si supiera que estoy vivo en las naves aqueas.
 
 
382 Respondióle el ingenioso Odiseo:
— Tranquilízate y no pienses en la muerte. Ea, habla y dime con sinceridad: ¿Adónde ibas solo, separado de tu ejército y derechamente hacia las naves, en esta noche oscura, mientras duermen los demás mortales? ¿Acaso a despojar a algún cadáver? ¿Por ventura Héctor te envió como espía a las cóncavas naves? ¿O te dejaste llevar por los impulsos de tu corazón?
 
 
390 Contestó Dolón, a quien le temblaban las carnes:
— Héctor me hizo salir fuera de juicio con muchas perniciosas promesas: accedió a darme los solípedos corceles y el carro con adornos de bronce del eximio Pelida, para que, acercándome durante la rápida y oscura noche a los enemigos, averiguase si las veleras naves son guardadas todavía, o vosotros, que habéis sido vencidos por nuestras manos, pensáis en la fuga y no queréis velar porque el cansancio abrumador os rinde.
 
 
400 Díjole sonriendo el ingenioso Odiseo:
— Grande es el presente que tu corazón anhelaba. ¡Los corceles del aguerrido Eácida! Difícil es que nadie los sujete y sea por ellos llevado, fuera de Aquileo, que tiene una madre inmortal. Ea, habla y dime con sinceridad: ¿Dónde, al venir, has dejado a Héctor, pastor de hombres? ¿En qué lugar tienen las marciales armas y los caballos? ¿Cómo se hacen las guardias y de qué modo están dispuestas las tiendas de los teucros? Cuenta también lo que están deliberando: si desean quedarse aquí cerca de las naves o volverán a la ciudad cuando hayan vencido a los aqueos.
 
 
412 Contestó Dolón, hijo de Eumedes:
— De todo voy a informarte con exactitud. Héctor y sus consejeros deliberan lejos del bullicio junto a la tumba de Ilo; en cuanto a las guardias por que me preguntas, oh héroe, ninguna ha sido designada para que vele por el ejército ni para que vigile. En torno de cada hoguera los troyanos, apremiados por la necesidad, velan y se exhortan mutuamente a la vigilancia. Pero los auxiliares, venidos de lejas tierras, duermen y dejan a los troyanos al cuidado de la guardia porque no tienen aquí a sus hijos y mujeres.
 
 
423 Volvió a preguntarle el ingenioso Odiseo:
—¿Estos duermen mezclados con los troyanos o separadamente? Dímelo para que lo sepa.
 
 
426 Contestó Dolón, hijo de Eumedes:
— De todo voy a informarte con exactitud. Hacia el mar están los carios, los peonios, armados de corvos arcos, y los léleges, caucones y divinos pelasgos. El lado de Timbra lo obtuvieron por suerte los licios, los arrogantes misios, los frigios, domadores de caballos, y los meonios, que combaten en carros. Mas ¿por qué me hacéis estas preguntas? Si deseáis entraros por el ejército teucro, los tracios recién venidos están ahí, en ese extremo, con su rey Reso, hijo de Eyoneo. He visto sus corceles, que son bellísimos, de gran altura, más blancos que la nieve y tan ligeros como el viento. Su carro tiene lindos adornos de oro y plata, y sus armas son de oro, magníficas, admirables, y más propias de los inmortales dioses que de hombres mortales. Pero llevadme ya a las naves de ligero andar, o dejadme aquí, atado con recios lazos, para que vayáis y comprobéis si os hablé como debía.
 
 
446 Mirándole con torva faz le replicó el fuerte Diomedes:
— No esperes escapar de ésta, oh Dolón, aunque tus noticias son importantes, pues has caído en nuestras manos. Si te dejásemos libre o consintiéramos en el rescate, vendrías de nuevo a las veleras naves a espiar o a combatir contra nosotros, y si por mi mano pierdes la vida, no causarás más daño a los argivos.
 
 
454 Dijo: y Dolón iba como suplicante, a tocarle la barba con su robusta mano, cuando Diomedes, de un tajo en el cuello, le rompió ambos tendones; y la cabeza cayó en el polvo, mientras el troyano hablaba todavía. Quitáronle el morrión de piel de comadreja, la piel de lobo, el flexible arco y la ingente lanza; y el divino Odiseo, cogiéndolo todo con la mano, levantólo para ofrecerlo a Atenea, que preside a los aqueos, y oró diciendo:
 
 
462 —Huélgate de esta ofrenda, ¡oh diosa! Serás tú la primera a quien invocaremos entre las deidades del Olimpo. Y ahora guíanos hacia los corceles y las tiendas de los tracios.
 
 
465 Dichas estas palabras, apartó de sí los despojos y los colgó de un tamarisco, cubriéndolos con cañas y frondosas ramas del árbol, que fueran una señal visible para que no les pasaran inadvertidos, al regresar durante la rápida y oscura noche. Luego, pasaron adelante por encima de las armas y de la negra sangre, y llegaron al escuadrón de los tracios que, rendidos de fatiga, dormían dispuestos en tres filas con las armas en el suelo y un par de caballos junto a cada guerrero. Reso descansaba en el centro, y tenía los ligeros corceles atados con correas a un extremo del carro. Odiseo viole el primero y lo mostró a Diomedes:
 
 
477 —Ese es el hombre, Diomedes, y ésos los corceles de que nos habló Dolón, a quien matamos. Ea, muestra tu impetuoso valor y no tengas ociosas las armas. Desata los caballos, o bien mata hombres y yo me encargará de aquéllos.
 
 
482 Tal dijo, y Atenea, la de los brillantes ojos, infundió valor a Diomedes, que comenzó a matar a diestro y a siniestro: sucedíanse los horribles gemidos de los que daban la vida a los golpes de la espada, y su sangre enrojecía la tierra. Como un mal intencionado león acomete al rebaño de cabras o de ovejas, cuyo pastor esta ausente; así el hijo de Tideo se abalanzaba a los tracios, hasta que mató a doce. A cuantos aquél hería con la espada, Odiseo, asiéndolos por el pie, los apartaba del camino, para que luego los corceles de hermosas crines pudieran pasar fácilmente y no se asustasen de pisar cadáveres, a lo cual no estaban acostumbrados. Llegó el hijo de Tideo adonde yacía el rey, fue éste el décimotercero a quien privó de la dulce vida, mientras daba un suspiro; pues en aquella noche el hijo de Eneo aparecíase en desagradable ensueño a Reso, por orden de Atenea. Durante este tiempo, el paciente Odiseo desató los solípedos caballos, los ligó a entrambos con las riendas y los sacó del ejército aguijándolos con el arco, porque se le olvidó tomar el magnífico látigo que había en el labrado carro. Y en seguida silbó, haciendo seña al divino Diomedes.
 
 
503 Mas éste, quedándose aún, pensaba qué podría hacer que fuese muy arriesgado: si se llevaría el carro con las labradas armas, ya tirando del timón, ya levantándolo en alto, o quitaría la vida a más tracios. En tanto que revolvía tales pensamientos en su espíritu, presentóse Atenea y habló así al divino Diomedes:
 
 
509 —Piensa ya en volver a las cóncavas naves, hijo del magnánimo Tideo. No sea que hayas de llegar huyendo, si algún otro dios despierta a los teucros.
 
 
512 Así habló. Diomedes, conociendo la voz de la diosa, montó sin dilación a caballo; Odiseo subió al suyo, aguijóles con el arco y ambos volaron hacia las veleras naves aqueas.
 
 
515 Apolo, que lleva arco de plata, estaba en acecho desde que advirtió que Atenea acompañaba al hijo de Tideo, e indignado contra ella, entróse por el ejército de los teucros y despertó a Hipocoonte, valeroso caudillo tracio y sobrino de Reso. Como Hipocoonte, recordando del sueño, viera vacío el lugar que ocupaban los caballos y a los hombres horriblemente heridos y palpitantes todavía, comenzó a lamentarse y a llamar por su nombre al querido compañero. Y pronto se promovió gran clamoreo e inmenso tumulto entre los teucros, que acudían en tropel y admiraban la peligrosa aventura a que unos hombres habían dado cima, regresando luego a las cóncavas naves.
 
 
526 Cuando ambos héroes llegaron al sitio en que mataran al espía de Héctor, Odiseo, caro a Zeus, detuvo los veloces caballos; y el Tidida, apeándose, tomó los cruentos despojos, que puso en las manos de su amigo, volvió a montar y picó a los corceles. Estos volaron gozosos hacia las cóncavas naves, pues a ellas deseaban llegar. Néstor fue el primero que oyó las pisadas de los caballos, y dijo:
 
 
533 —¡Amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Me engañaré o será verdad lo que voy a decir? El corazón me ordena hablar. Oigo pisadas de caballos de pies ligeros. Ojalá Odiseo y el fuerte Diomedes trajeran del campo troyano solípedos corceles; pero mucho temo que a los más valientes argivos les haya ocurrido algún percance en el ejército teucro.
 
 
540 Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando aquéllos llegaron y echaron pie a tierra. Todos los saludaban alegremente con la diestra y con afectuosas palabras. Y Néstor, caballero gerenio, les preguntó el primero:
 
 
544 —¡Ea, dime, célebre Odiseo, gloria insigne de los aqueos! ¿Cómo hubisteis estos caballos: penetrando en el ejército teucro o recibiéndolos de un dios que os salió al camino? Muy semejantes son a los rayos del sol. Siempre entro por las filas de los teucros, pues aunque anciano no me quedo en las naves, y jamás he visto ni advertido tales corceles. Supongo que los habréis recibido de algún dios que os salió al encuentro, pues a entrambos os aman Zeus, que amontona las nubes y su hija Atenea la de los brillantes ojos.
 
 
554 Respondióle el ingenioso Odiseo:
— ¡Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Fácil le sería a un dios, si quisiera, dar caballos mejores aún que éstos, pues su poder es muy grande. Los corceles por los que preguntas, anciano, llegaron recientemente y son tracios: el valiente Diomedes mató al dueño y a doce de sus compañeros, todos aventajados, y cerca de las naves dimos muerte al décimotercero, que era un espía enviado por Héctor y otros teucros ilustres a explorar este campamento.
 
 
564 De este modo habló; y muy ufano, hizo que los solípedos caballos pasaran al foso, y los aqueos siguiéronle alborozados. Cuando estuvieron en la hermosa tienda del Tidida, ataron los corceles con bien cortadas correas al pesebre, donde los caballos de Diomedes comían el trigo dulce como la miel. Odiseo dejó en la popa de su nave los cruentos despojos de Dolón, para guardarlos hasta que ofrecieran un sacrificio a Atenea. Los dos héroes entraron en el mar y se lavaron el abundante sudor de sus piernas, cuello y muslos. Cuando las olas les hubieron limpiado el sudor del cuerpo y recreado el corazón, metiéronse en pulimentadas pilas y se bañaron. Lavados ya y ungidos con craso aceite, sentáronse a la mesa; y sacando de una cratera vino dulce como la miel, en honor de Atenea lo libaron.
 
== CANTO XI ==
 
1 Eos se levantaba del lecho, dejando al bello Titonio, para llevar la luz a los dioses y a los hombres, cuando enviada por Zeus se presentó en las veleras naves aqueas la cruel Discordia con la señal del combate en la mano. Subió la diosa a la ingente nave negra de Odiseo, que estaba en medio de todas, para que le oyeran por ambos lados hasta las tiendas de Ayante Telamonio y de Aquileo; los cuales habían puesto sus bajeles en los extremos, porque confiaban en su valor y en la fuerza de sus brazos. Desde allí daba aquélla grandes, agudos y horrendos gritos, y ponía mucha fortaleza en el corazón de todos, a fin de que pelearan y combatieran sin descanso. Y pronto les fue más agradable batallar que volver a la patria tierra en las cóncavas naves.
 
 
15 El Atrida alzó la voz mandando que los argivos se apercibiesen, y el mismo vistió la armadura de luciente bronce. Púsose en torno de las piernas hermosas grebas sujetas con broches de plata, y cubrió su pecho con la coraza que Ciniras le diera como presente de hospitalidad. Porque hasta Chipre había llegado la noticia de que los aqueos se embarcaban para Troya, y Ciniras, deseoso de complacer al rey, le dio esta coraza, que tenía diez filetes de pavonado acero, doce de oro y veinte de estaño, y tres cerúleos dragones erguidos hacia el cuello y semejantes al iris que el Cronión fija en las nubes como señal para los hombres dotados de palabra. Luego, el rey colgó del hombro la espada, en la que relucían áureos clavos, con su vaina de plata sujeta por tirantes de oro. Embrazó después el labrado escudo, fuerte y hermoso, de la altura de un hombre, que presentaba diez círculos de bronce en el contorno, tenía veinte bollos de blanco estaño y en el centro uno de negruzco acero, y lo coronaba la Medusa, de ojos horrendos y torva vista, con el Terror y el Fobo a los lados. Su correa era argentada, y sobre la misma enroscábase cerúleo dragón de tres cabezas entrelazadas, que nacían de un solo cuello. Cubrió en seguida su cabeza con un casco de doble cimera, cuatro abolladuras y penacho de crines de caballo, que al ondear en lo alto causaba pavor, y asió dos fornidas lanzas de aguzada broncínea punta, cuyo brillo llegaba hasta el cielo. Y Atenea y Hera tronaron en las alturas para honrar al rey de Micenas, rica en oro.
 
 
47 Cada cual mandó entonces a su auriga que tuviera dispuestos el carro y los corceles junto al foso; salieron todos a pie y armados, y levantóse inmenso vocerío antes que la aurora despuntara. Delante del foso ordenáronse los infantes, y a éstos siguieron de cerca los que combatían en carros. Y el Cronión promovió entre ellos funesto tumulto y dejó caer desde el éter sanguinoso rocío porque había de precipitar al Hades a muchas y valerosas almas.
 
 
56 Los teucros pusiéronse también en orden de batalla en una eminencia de la llanura, alrededor del gran Héctor, del eximio Polidamante, de Eneas, honrado como un dios por el pueblo troyano, y de los tres Antenóridas: Polibo, el divino Agenor y el joven Acamante, que parecía un inmortal. Héctor, armado de un escudo liso, llegó con los primeros combatientes. Cual astro funesto, que unas veces brilla en el cielo y otras se oculta detrás de las pardas nubes; así Héctor, ya aparecía entre los delanteros, ya se mostraba entre los últimos, siempre dando órdenes y brillando como el relámpago del padre Zeus, que lleva la égida.
 
 
67 Como los segadores caminan en direcciones opuestas por los surcos de un campo de trigo o de cebada de un hombre opulento, y los manojos de espigas caen espesos; de la misma manera, teucros y aqueos se acometían y mataban, sin pensar en la perniciosa fuga. Igual andaba la pelea, y como lobos se embestían. Gozábase en verlos la luctuosa Discordia, única deidad que se hallaba entre los combatientes; pues los demás dioses permanecían quietos en sus palacios construidos en los valles del Olimpo y acusaban al Cronión, el dios de las sombrías nubes, porque quería conceder la victoria a los teucros. Mas el padre no se cuidaba de ellos; y, sentado aparte, ufano de su gloria, contemplaba la ciudad troyana, las naves aqueas, el brillo del bronce, a los que mataban y a los que la muerte recibían.
 
 
84 Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros y los hombres caían. Cuando llegó la hora en que el leñador prepara el almuerzo en la espesura del monte, porque tiene los brazos cansados de cortar grandes árboles y su corazón apetece la agradable comida, los dánaos, exhortándose mutuamente por las filas y peleando con bravura, rompieron las falanges teucras. Agamemnón, que fue el primero en arrojarse a ellas, mató a Bianor, pastor de hombres, y a su compañero Oileo, hábil jinete. Este se había apeado del carro para sostener el encuentro, pero el Atrida le hundió en la frente la aguzada pica, que atravesó el casco —a pesar de ser de duro bronce— y el hueso, conmovióle el cerebro y postró al guerrero cuando contra aquél arremetía. Después de quitarles a entrambos la coraza, Agamemnón, rey de hombres, dejólos allí, con el pecho al aire, y fue a dar muerte a Iso y a Antifo, hijos bastardo y legítimo, respectivamente, de Príamo, que iban en el mismo carro. El bastardo guiaba y el ilustre Antifo combatía. En otro tiempo Aquileo, habiéndolos sorprendido en un bosque del Ida, mientras apacentaban ovejas, atólos con tiernos mimbres; y luego, pagado el rescate, los puso en libertad. Mas entonces el poderoso Agamemnón Atrida le envasó a Iso la lanza en el pecho, sobre la tetilla, y a Antifo le hirió con la espada en la oreja y le derribó del carro. Y al ir presuroso a quitarles las magníficas armaduras, los reconoció, pues los había visto en las veleras naves cuando Aquileo, el de los pies ligeros, se los llevó del Ida. Bien así como un león penetra en la guarida de una ágil cierva, se echa sobre los hijuelos y despedazándolos con los fuertes dientes les quita la tierna vida, y la madre no puede socorrerlos, aunque esté cerca, porque le da un gran temblor, y atraviesa, azorada y sudorosa, selvas y espesos encinares, huyendo de la acometida de la terrible fiera; tampoco los teucros pudieron librar a aquéllos de la muerte, porque a su vez huían ante los argivos.
 
 
122 Alcanzó luego el rey Agamemnón a Pisandro y al intrépido Hipóloco, hijos del aguerrido Antímaco (éste, ganado por el oro y los espléndidos regalos de Alejandro, se oponía a que Helena fuese devuelta al rubio Menelao ): ambos iban en un carro, y desde su sitio procuraban guiar los veloces corceles, pues habían dejado caer las lustrosas riendas y estaban aturdidos. Cuando el Atrida arremetió contra ellos, cual si fuese un león, arrodilláronse en el carro y así le suplicaron:
 
 
131 —Haznos prisioneros, hijo de Atreo, y recibirás digno rescate. Muchas cosas de valor tiene en su casa Antímaco: bronce, oro, hierro labrado; con ellas nuestro padre te pagaría inmenso rescate, si supiera que estamos vivos en las naves aqueas.
 
 
136 Con tan dulces palabras y llorando, hablaban al rey; pero fue amarga la respuesta que escucharon :
 
 
138 —Pues si sois hijos del aguerrido Antímaco, que aconsejaba en la junta de los troyanos matar a Menelao y no dejarle volver a los aqueos, cuando vino a título de embajador con el deiforme Odiseo, ahora pagaréis la insolente injuria que nos infirió vuestro padre.
 
 
143 Dijo, y derribó del carro a Pisandro; diole una lanzada en el pecho y le tumbó de espaldas. De un salto apeóse Hipóloco, y ya en tierra, Agamemnón le cercenó con la espada los brazos y la cabeza, que tiró, haciéndola rodar como un mortero, por entre las filas. El Atrida dejo a éstos, y seguido de otros aqueos de hermosas grebas, fue derecho al sitio donde más falanges, mezclándose en montón confuso, combatían. Los infantes mataban a los infantes, que se veían obligados a huir, los que combatían desde el carro hacían perecer con el bronce a los enemigos que así peleaban, y a todos los envolvía la polvareda que en la llanura levantaban con sus sonoras pisadas los caballos. Y el rey Agamemnón iba siempre adelante, matando teucros y animando a los argivos. Como al estallar voraz incendio en un boscaje, el viento hace oscilar las llamas y lo propaga por todas partes, y los arbustos ceden a la violencia del fuego y caen con sus mismas raíces; de igual manera caían las cabezas de los teucros puestos en fuga por Agamemnón Atrida, y muchos caballos de erguido cuello arrastraban con estrépito por el campo los carros vacíos y echaban de menos a los eximios conductores, pero éstos, tendidos en tierra, eran ya más gratos a los buitres que a sus propias esposas.
 
 
163 A Héctor, Zeus le sustrajo de los tiros, el polvo, la matanza, la sangre y el tumulto; y el Atrida iba adelante, exhortando vehementemente a los dánaos. Los teucros corrían por la llanura, deseosos de refugiarse en la ciudad, y ya habían dejado a su espalda el sepulcro del antiguo Ilo Dardánida y el cabrahigo; y el Atrida les seguía el alcance, vociferando, con las invictas manos llenas de polvo y sangre. Los que primero llegaron a las puertas Esceas y a la encina, detuviéronse para aguardar a sus compañeros, los cuales huían por la llanura como vacas aterrorizadas por un león que, presentándose en la oscuridad de la noche, da cruel muerte a una de ellas, rompiendo su cerviz con los fuertes dientes y tragando su sangre y sus entrañas; del mismo modo el rey Agamemnón Atrida perseguía a los teucros, matando al que se rezagaba, y ellos huían espantados. El Atrida, manejando la lanza con gran furia, hizo caer a muchos, ya de pechos, ya de espaldas, de sus respectivos carros. Mas cuando le faltaba poco para llegar al alto muro de la ciudad, el padre de los hombres y de los dioses bajó del cielo con el relámpago en la mano, se sentó en una de las cumbres, y llamó a Iris, la de doradas alas, para que le sirviese de mensajera:
 
 
186 —¡Anda, ve, rápida Iris! Dile a Héctor estas palabras: Mientras vea que Agamemnón, pastor de hombres, se agita entre los combatientes delanteros y destroza filas de hombres, retírese y ordene al pueblo que combata con los enemigos en la sangrienta batalla. Mas así que aquél, herido de lanza o de flecha, suba al carro, les daré fuerzas para matar enemigos hasta que llegue a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y comience la sagrada noche.
 
 
195 Dijo, y la veloz Iris, de pies ligeros como el viento, no dejó de obedecerle. Descendió de los montes ideos a la sagrada Ilión, y hallando al divino Héctor, hijo del belicoso Príamo, de pie en el sólido carro, se detuvo a su lado, y le habló de esta manera:
 
 
200 —¡Héctor, hijo de Príamo, que en prudencia igualas a Zeus! El padre Zeus me manda para que te diga lo siguiente: Mientras veas que Agamemnón, pastor de hombres, se agita entre los combatientes delanteros y destroza sus filas, retírate de la lucha y ordena al pueblo que combata con los enemigos en la sangrienta batalla. Mas así que aquél, herido de lanza o de flecha, suba al carro, te dará fuerzas para matar enemigos hasta que llegues a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y comience la sagrada noche.
 
 
210 Cuando Iris, la de los pies ligeros, hubo dicho esto, se fue. Héctor saltó del carro al suelo sin dejar las armas; y blandiendo afiladas picas, recorrió el ejército, animóle a luchar y promovió una terrible pelea. Los teucros volvieron la cara a los aqueos para embestirlos; los argivos cerraron las filas de las falanges; reanudóse el combate, y Agamemnón acometió el primero, porque deseaba adelantarse a todos en la batalla.
 
 
218 Decidme ahora, Musas que poseéis olímpicos palacios, cuál fue el primer troyano o aliado ilustre que a Agamemnón se opuso.
 
 
221 Fue Ifidamante Antenórida valiente y alto de cuerpo, que se había criado en la fértil Tracia, madre de ovejas. Era todavía niño cuando su abuelo materno Ciseo, padre de Teano, la de hermosas mejillas, le acogió en su casa; y así que hubo llegado a la gloriosa edad juvenil, le conservó a su lado, dándole a su hija en matrimonio. Apenas casado, Ifidamante tuvo que dejar el tálamo para ir a guerrear contra los aqueos: llegó por mar hasta Percote, dejó allí las doce corvas naves que mandaba y se encaminó por tierra a Ilión. Tal era quien salió al encuentro de Agamemnón Atrida. Cuando los dos héroes se hallaron frente a frente, acometiéronse y el Atrida erró el tiro, porque la lanza se le desvió; Ifidamante dio con la pica un bote en la cintura de Agamemnón, más abajo de la coraza, y aunque empujó el astil con toda la fuerza de su brazo, no logró atravesar el labrado tahalí, pues la punta al chocar con la lámina de plata se torció como plomo. Entonces el poderoso Agamemnón asió de la pica, y tirando de ella con la furia de un león, la arrancó de las manos de Ifidamante, a quien hirió en el cuello con la espada, dejándole sin vigor los miembros. De este modo cayó el desventurado para dormir el sueño de bronce, mientras auxiliaba a los troyanos, lejos de su joven y legítima esposa, cuya gratitud no llegó a conocer después que tanto le diera: habíale regalado cien bueyes y prometido mil cabras y mil ovejas de las innumerables que sus pastores apacentaban. El Atrida Agamemnón le quitó la magnífica armadura y se la llevó abriéndose paso por entre los aqueos.
 
 
248 Advirtiólo Coón, varón preclaro e hijo primogénito de Antenor, y densa nube de pesar cubrió sus ojos por la muerte del hermano. Púsose al lado de Agamemnón sin que éste lo notara, dióle una lanzada en medio del brazo, en el codo, y se lo atravesó con la punta de la reluciente pica. Estremecióse el rey de hombres Agamemnón, mas no por esto dejó de luchar ni de combatir; sino que arremetió con la impetuosa lanza a Coón, el cual se apresuraba a retirar, asiéndole por el pie, el cadáver de Ifidamante, su hermano de padre, y a voces pedía auxilio a los más valientes. Mientras arrastraba el cadáver a través de la turba, cubriéndole con el abollonado escudo, Agamemnón le envasó la broncínea lanza, dejó sin vigor sus miembros, y le cortó la cabeza sobre el mismo Ifidamante. Y ambos hijos de Antenor, cumpliéndose su destino, acabaron la vida a manos del Atrida y descendieron a la morada de Hades.
 
 
264 Entróse luego Agamemnón por las filas de otros guerreros, y combatió con la lanza, la espada y grandes piedras mientras la sangre caliente brotaba de la herida; mas así que ésta se secó y la sangre dejó de correr, agudos dolores debilitaron sus fuerzas. Como los dolores agudos y acerbos que a la parturiente envían las Ilitías, hijas de Zeus, las cuales presiden los alumbramientos y disponen de los terribles dolores del parto; tales eran los agudos dolores que debilitaron las fuerzas del Atrida. De un salto subió al carro; con el corazón afligido mandó al auriga que le llevase a las cóncavas naves, y gritando fuerte dijo a los dánaos:
 
 
276 —¡Amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Apartad vosotros de las naves, que atraviesan el ponto, el funesto combate; pues a mí el próvido Zeus no me permite combatir todo el día con los teucros.
 
 
280 Así dijo. El auriga picó con el látigo a los caballos de hermosas crines, dirigiéndolos a las cóncavas naves; ellos volaron gozosos, con el pecho cubierto de espuma, y envueltos en una nube de polvo sacaron del campo de la batalla al fatigado rey.
 
 
284 Héctor, al notar que Agamemnón se ausentaba, con penetrantes gritos animó a los troyanos y a los licios:
 
 
286 —¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo a cuerpo combatís! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor. El guerrero más valiente se ha ido, y Jove Cronión me concede una gran victoria. Pero dirigid los solípedos caballos hacia los fuertes dánaos y la gloria que alcanzaréis será mayor.
 
 
291 Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Como un cazador azuza a los perros de blancos dientes contra un montaraz jabalí o contra un león; así Héctor Priámida, igual a Ares, funesto a los mortales, incitaba a los magnánimos teucros contra los aqueos. Muy alentado, abrióse paso por los combatientes delanteros, y cayó en la batalla como tempestad que viene de lo alto y alborota el violáceo ponto.
 
 
299 ¿Cual fue el primero, cuál el último de los que entonces mató Héctor Priámida cuando Zeus le dio gloria?
 
 
301 Aseo, el primero, y después Autónoo, Opites, Dólope, Clítida, Ofeltio, Agelao, Esimno, Oro y el bravo Hipónoo. A tales caudillos dánaos dio muerte, y además a muchos hombres del pueblo. Como el Céfiro agita y se lleva en furioso torbellino las nubes que el veloz Noto reuniera y gruesas olas se levantan y la espuma llega a lo alto por el soplo del errabundo viento; de esta manera caían ante Héctor muchas cabezas de hombres plebeyos.
 
 
310 Entonces gran estrago e irreparables males se hubieran producido, y los aqueos, dándose a la fuga no habrían parado hasta las naves, si Odiseo no hubiese exhortado a Diomedes Tidida:
 
 
313 —¡Tidida! ¿Por qué no mostramos nuestro impetuoso valor? Ea, ven aquí, amigo; ponte a mi lado. Vergonzoso fuera que Héctor, de tremolante casco, se apoderase de las naves.
 
 
316 Respondióle el fuerte Diomedes:
— Yo me quedaré y resistiré, aunque será poco el provecho que obtendremos; pues Zeus, que amontona las nubes, quiere conceder la victoria a los teucros y no a nosotros.
 
 
320 Dijo, y derribó del carro a Timbreo, envasándole la pica en la tetilla izquierda; mientras Odiseo hería al escudero del mismo rey a Molión, igual a un dios. Dejáronlos tan pronto como los pusieron fuera de combate y penetrando por la turba causaron confusión y terror, como dos embravecidos jabalíes que acometen a perros de caza. Así, habiendo vuelto a combatir, mataban a los teucros; en tanto los aqueos, que huían de Héctor, pudieron respirar placenteramente.
 
 
328 Dieron también alcance a dos hombres que eran los más valientes de su pueblo y venían en un mismo carro, a los hijos de Mérope percosio: éste conocía como nadie el arte adivinatoria, y no quería que sus hijos fuesen a la homicida guerra; pero ellos no le obedecieron, impelidos por el hado que a la negra muerte los arrastraba. Diomedes Tidida, famoso por su lanza, les quitó la vida y les despojó de las magníficas armaduras. Odiseo mató a Hipódamo y a Hipéroco.
 
 
336 Entonces el Cronión, que desde el Ida contemplaba la batalla, igualó el combate en que teucros y aqueos se mataban. El hijo de Tideo dio una lanzada en la cadera al héroe Agástrofo Peónida, que por no tener cerca los corceles no pudo huir, y ésta fue la causa de su desgracia: el escudero tenía el carro algo distante, y él se revolvía furioso entre los combatientes delanteros, hasta que perdió la vida. Atisbó Héctor a Odiseo y a Diomedes, los arremetió gritando, y pronto siguieron tras él las falanges troyanas. Al verle, estremecióse el valeroso Diomedes y dijo a Odiseo, que estaba a su lado:
 
 
347 —Contra nosotros viene esa calamidad, el impetuoso Héctor. Ea, aguardémosle a pie firme y cerremos con él.
 
 
349 Dijo, y apuntando a la cabeza de Héctor, blandió y arrojó la ingente lanza, que fue a dar en la cima del yelmo; pero el bronce rechazó al bronce, y la punta no llegó al hermoso cutis por impedírselo el casco de tres dobleces y agujeros a guisa de ojos, regalo de Febo Apolo. Héctor retrocedió un buen trecho, y penetrando por la turba, cayó de rodillas, apoyó la robusta mano en el suelo y obscura noche cubrió sus ojos. Mientras el Tidida atravesaba las primeras filas para recoger la lanza que en el suelo se clavara. Héctor tornó en su sentido, subió de un salto al carro, y dirigiéndolo por en medio de la multitud evitó la negra muerte. Y el fuerte Diomedes, que lanza en mano le perseguía, exclamó:
 
 
362 —¡Otra vez te has librado de la muerte, perro! Muy cerca tuviste la perdición, pero te salvó Febo Apolo, a quien debes de rogar cuando sales al campo antes de oír el estruendo de los dardos. Yo acabaré contigo si más tarde te encuentro y un dios me ayuda. Y ahora perseguiré a los demás que se me pongan al alcance.
 
 
368 Dijo; y empezó a despojar el cadáver de Peónida, famoso por su lanza. Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, que se apoyaba en una columna del sepulcro del antiguo rey Ilo Dardánida, armó la ballesta y la asestó al hijo de Tideo, pastor de hombres. Y mientras éste quitaba al cadáver del valeroso Agástrofo la labrada coraza, el versátil escudo de debajo de la espalda y el pesado casco, aquél disparo y el tiro no fue errado; la flecha atravesóle al héroe el empeine del pie derecho y se clavó en tierra. Alejandro salió de su escondite, y con grande y regocijada risa se gloriaba diciendo:
 
 
380 —Herido estás, no se perdió el tiro. Ojalá que, acertándote en un ijar, te hubiese quitado la vida. Así los teucros tendrían un respiro en sus males, pues te temen como al león las baladoras cabras.
 
 
384 Sin turbarse le respondió el fuerte Diomedes:
— ¡Flechero, insolente, únicamente experto en manejar el arco, mirón de doncellas! Si frente a frente midieras conmigo las armas, no te valdría la ballesta ni las abundantes flechas. Ahora te alabas sin motivo, pues sólo me rasguñaste el empeine del pie. Tanto me cuido de la herida como si una mujer o un insipiente niño me la hubiese causado, que poco duele la flecha de un hombre vil y cobarde. De otra clase es el agudo dardo que yo arrojo: por poco que penetre deja exánime al que lo recibe, y la mujer del muerto desgarra sus mejillas, sus hijos quedan huérfanos, y el cadáver se pudre enrojeciendo con su sangre la tierra y teniendo a su alrededor más aves de rapiña que mujeres.
 
 
396 Así dijo. Odiseo, famoso por su lanza, acudió y se le puso delante. Diomedes se sentó, arrancó del pie la aguda flecha y un dolor terrible recorrió su cuerpo. Entonces subió al carro y con el corazón afligido mandó al auriga que le llevase a las cóncavas naves.
 
 
401 Odiseo, famoso por su lanza, se quedó solo; ningún aqueo permaneció a su lado, porque el terror los poseía a todos. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu así le hablaba:
 
 
404 —¡Ay de mí! ¿Qué me ocurrirá? Muy malo es huir, temiendo a la muchedumbre, y peor aún que me cojan, quedándome solo, pues a los demás dánaos el Cronión los puso en fuga. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? Sé que los cobardes huyen del combate, y quien se descuella en la batalla debe mantenerse firme, ya sea herido, ya a otro hiera.
 
 
411 Mientras revolvía tales pensamientos en su mente y en su corazón, llegaron las huestes de los escudados teucros, y rodeándole, su propio mal entre ellos encerraron. Como los perros y los florecientes mozos cercan y embisten a un jabalí que sale de la espesa selva aguzando en sus corvas mandíbulas los blancos colmillos, y aunque la fiera cruja los dientes y aparezca terrible, resisten firmemente; así los teucros acometían entonces por todos lados a Odiseo, caro a Zeus. Mas él dio un salto y clavó la aguda pica en un hombro del eximio Deyopites; mató luego a Toón y Eunomo; alanceó en el ombligo por debajo del cóncavo escudo a Quersidamante, que se apeaba del carro y cayó en el polvo y cogió el suelo con las manos; y dejándolos a todos, envasó la lanza a Cárope Hipásida, hermano carnal del noble Soco. Este, que parecía un dios, vino a defenderle, y deteniéndose cerca de Odiseo, hablóle de este modo:
 
 
430 —¡Célebre Odiseo, varón incansable en urdir engaños y en trabajar! Hoy o podrás gloriarte de haber muerto y despojado de las armas a ambos Hipásidas, o perderás la vida, herido por mi lanza.
 
 
434 Cuando esto hubo dicho, le dio un bote en el liso escudo: la fornida lanza atravesó la luciente rodela, clavóse en la labrada coraza y levantó la piel del costado, pero Palas Atenea no permitió que llegara a las entrañas del héroe. Comprendió Odiseo que, por el sitio, la herida no era mortal, y retrocediendo, dijo a Soco estas palabras:
 
 
441 —¡Ah infortunado! Grande es la desgracia que sobre ti ha caído. Lograste que cesara de luchar con los teucros, pero yo te digo que la perdición y la negra muerte te alcanzarán hoy, y vencido por mi lanza me darás gloria, y a Hades, el de los famosos corceles, el alma.
 
 
446 Dijo; y como Soco se volviera para huir, clavóle la lanza en el dorso, entre los hombros, y le atravesó el pecho. El guerrero cayó con estrépito, y el divino Odiseo se jactó de su obra:
 
 
450 —¡Oh Soco, hijo del aguerrido Hipaso, domador de caballos! Te sorprendió la muerte antes de que pudieses evitarla. ¡Ah mísero! A ti, una vez muerto, ni el padre ni la veneranda madre te cerrarán los ojos, sino que te desgarrarán las carnívoras aves cubriéndote con sus tupidas alas; mientras que a mi, cuando me muera, los divinos aqueos me harán honras fúnebres.
 
 
456 Dichas estas palabras, arrancó de su cuerpo y del abollonado escudo la ingente lanza que Soco le arrojara; brotó la sangre y afligióse el héroe. Los magnánimos teucros, al ver la sangre, se exhortaron mutuamente entre la turba y embistieron todos a Odiseo; y éste retrocedió, llamando a voces a sus compañeros. Tres veces gritó cuanto un varón puede hacerlo a voz en cuello; tres veces Menelao, caro a Ares, le oyó, y al punto dijo a Ayante, que estaba a su lado:
 
 
465 —¡Ayante Telamonio, de jovial linaje, príncipe de hombres! Oigo la voz del paciente Odiseo como si los teucros, habiéndole aislado en la terrible lucha, lo estuviesen acosando. Acudámosle, abriéndonos calle por la turba, pues lo mejor es llevarle socorro. Temo que a pesar de su valentía, le suceda alguna desgracia solo entre los teucros, y que después los dánaos lo echen muy de menos.
 
 
472 Así diciendo partió y siguióle Ayante, varón igual a un dios. Pronto dieron con Odiseo, caro a Zeus, a quien los teucros acometían por todos lados como los rojizos chacales circundan en el monte a un cornígero ciervo herido por la flecha que un hombre le tirara con el arco —salvóse el ciervo, merced a sus pies, y huyó en tanto que la sangre estuvo caliente y las rodillas ágiles; postrólo luego la veloz saeta, y cuando carnívoros chacales lo despedazaban en la espesura de un monte, trajo el azar un voraz león que, dispersando a los chacales, devoró a aquél—; así entonces muchos y robustos teucros arremetían al aguerrido y sagaz Odiseo, y el héroe, blandiendo la pica, apartaba de sí la cruel muerte. Pero llegó Ayante con su escudo como una torre, se puso al lado de Odiseo y los teucros se espantaron y huyeron a la desbandada. El belígero Menelao, asiendo por la mano al héroe, sacóle de la turba mientras el escudero acercaba el carro.
 
 
489 Ayante, acometiendo a los teucros, mató a Doriclo, hijo bastardo de Príamo, e hirió a Pándoco, Lisandro, Píraso y Pilartes. Como el hinchado torrente que acreció la lluvia de Zeus baja por los montes a la llanura, arrastra muchos pinos y encinas secas, y arroja al mar gran cantidad de cieno; así el ilustre Ayante desordenaba y perseguía por el campo a los enemigos y destrozaba corceles y guerreros. Héctor no lo había advertido, porque peleaba en la izquierda de la batalla, cerca de la orilla del Escamandro: allí las cabezas caían en mayor número, y un inmenso vocerío se dejaba oír alrededor del gran Néstor y del bizarro Idomeneo. Entre todos revolvíase Héctor, que, haciendo arduas proezas con su lanza y su habilidad ecuestre, destruía las falanges de jóvenes guerreros. Y los aqueos no retrocedieran aún si Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, no hubiese puesto fuera de combate a Macaón, mientras descollaba en la pelea, hiriéndole en la espalda derecha con trifurcada saeta. Los aqueos, aunque respiraban valor, temieron que la lucha se inclinase, y aquél fuera muerto y al punto habló Idomeneo al divino Néstor:
 
 
511 —¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Ea, sube al carro, póngase Macaón junto a ti, y dirige presto a las naves los solípedos corceles. Pues un médico vale por muchos hombres, por su pericia en arrancar flechas y aplicar drogas calmantes.
 
 
516 Dijo; y Néstor, caballero gerenio, no dejó de obedecerle. Subió al carro y tan pronto como Macaón, hijo del eximio médico Asclepio, le hubo seguido, picó con el látigo a los caballos y éstos volaron de su grado hacia las cóncavas naves, pues les gustaba volver a ellas.
 
 
521 Cebriones, que acompañaba a Héctor en el carro, notó que los teucros eran derrotados, y dijo al hermano:
 
 
523 —¡Héctor! Mientras nosotros combatimos con los dánaos en un extremo de la batalla horrísona, los demás teucros son desbaratados y se agitan en confuso tropel hombres y caballos. Ayante Telamonio es quien los desordena; bien le conozco por el ancho escudo que cubre sus espaldas. Enderecemos a aquel sitio los corceles del carro, que allí es más empeñada la pelea, mayor la matanza de peones y de los que combaten en carros, e inmensa la gritería que se levanta.
 
 
531 Habiendo hablado así, azotó con el sonoro látigo a los caballos de hermosas crines. Sintieron éstos el golpe y arrastraron velozmente por entre teucros y dánaos el ligero carro, pisando cadáveres y escudos; el eje tenía la parte inferior cubierta de sangre y los barandales estaban salpicados de sanguinolentas gotas que los cascos de los corceles y las llantas de las ruedas despedían. Héctor, deseoso de penetrar y deshacer aquel grupo de hombres, promovía gran tumulto entre los dánaos, no dejaba la lanza quieta, recorría las filas de aquéllos y peleaba con la lanza, la espada y grandes piedras; solamente evitaba el encuentro con Ayante Telamonio, porque Zeus se irritaba contra él siempre que combatía con un guerrero más valiente.
 
 
544 El padre Zeus, que tiene su trono en las alturas, infundió temor en Ayante y éste se quedó atónito, se echó a la espalda el escudo, formado por siete boyunos cueros, paseó su mirada por la turba como una fiera, y retrocedió volviéndose con frecuencia y andando a paso lento. Como los canes y pastores ahuyentan del boíl a un tostado león, y vigilando toda la noche, no le dejan llegar a los pingües bueyes; y el león, ávido de carne, acomete furioso y nada consigue, porque caen sobre él multitud de venablos arrojados por robustas manos y encendidas teas que le dan miedo, y cuando empieza a clarear el día se marcha la fiera con ánimo afligido; así Ayante se alejaba entonces de los teucros, contrariado y con el corazón entristecido, porque temía mucho por las naves aqueas. De la suerte que un tardo asno se acerca a un campo, y venciendo la resistencia de los niños que rompen en sus espaldas muchas varas, penetra en él y destroza las crecidas mieses; los muchachos lo apalean; pero, como su fuerza es poca, sólo consiguen echarlo con trabajo, después que se ha hartado de comer; de la misma manera los animosos troyanos y sus auxiliares, venidos de lejas tierras, perseguían al gran Ayante, hijo de Telamón, y le golpeaban el escudo con las lanzas. Ayante, unas veces mostraba su impetuoso valor y revolviendo detenía las falanges de los teucros, domadores de caballos; otras, tornaba a huir; y moviéndose con furia entre los teucros y los aqueos, conseguía que los enemigos no se encaminasen a las naves. Las lanzas que manos audaces despedían, se clavaban en el gran escudo o caían en el suelo delante del héroe, codiciosas de su carne.
 
 
575 Cuando Eurípilo, preclaro hijo de Evemón, vio que Ayante estaba tan abrumado por los tiros, se colocó a su lado, arrojó la reluciente lanza y se la clavó en el hígado debajo del diafragma, a Apisaoón Fausíada, pastor de hombres, dejándole sin vigor las rodillas. Corrió en seguida hacia él y se puso a quitarle la armadura. Pero advirtiólo Alejandro, y disparando la ballesta contra Eurípilo, logró herirle en el muslo derecho: la caña de la saeta se rompió, quedó colgando y apesgaba el muslo del guerrero. Este retrocedió al grupo de sus amigos para evitar la muerte; y dando grandes voces, decía a los dánaos:
 
 
587 —¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Deteneos, volved la cara al enemigo, y librad de la muerte a Ayante, que está abrumado por los tiros y no creo que escape con vida del horrísono combate. Rodead al gran Ayante, hijo de Telamón.
 
 
592 Tales fueron las palabras de Eurípilo al sentirse herido, y ellos se colocaron junto al mismo con los escudos sobre los hombros y las picas levantadas. Ayante, apenas se juntó con sus compañeros, detúvose y volvió la cara a los teucros. Y siguieron combatiendo con el ardor de encendido fuego.
 
 
597 En tanto, las yeguas de Neleo, cubiertas de sudor, sacaban del combate a Néstor y a Macaón, pastor de pueblos. Reconoció al último el divino Aquileo, el de los pies ligeros, que desde lo alto de la ingente nave contemplaba la gran derrota y deplorable fuga, y en seguida llamó, desde allí mismo, a Patroclo, su compañero: oyóle éste, y, parecido a Ares, salió de la tienda. Tal fue el origen de su desgracia. El esforzado hijo de Menetio habló el primero, diciendo:
 
 
606 —¿Por qué me llamas, Aquileo? ¿Necesitas de mí? Respondió Aquileo, el de los pies ligeros:
 
 
608 —¡Noble hijo de Menetio, carísimo a mi corazón! Ahora espero que los aquivos vendrán a suplicarme y se postrarán a mis plantas, porque no es llevadera la necesidad en que se hallan. Pero ve, Patroclo, caro a Zeus, y pregunta a Néstor quién es el herido que saca del combate. Por la espalda tiene gran parecido con Macaón, hijo de Asclepio, pero no le vi el rostro; pues las yeguas, deseosas de llegar cuanto antes, pasaron rápidamente por mi lado.
 
 
616 Dijo. Patroclo obedeció al amado compañero y se fue corriendo a las tiendas y naves aqueas.
 
 
618 Cuando aquellos hubieron llegado a la tienda del Nelida, descendieron del carro al almo suelo, y Eurimedonte, servidor del anciano, desunció los corceles. Néstor y Macaón dejaron secar el sudor que mojaba sus corazas, poniéndose al soplo del viento en la orilla del mar; y penetrando luego en la tienda, se sentaron en sillas. Entonces les preparó una mixtura Hecamede, la de hermosa cabellera, hija del magnánimo Arsínoo, que el anciano se había llevado de Ténedos cuando Aquileo entró a saco esta ciudad: los aqueos se la adjudicaron a Néstor, que a todos superaba en el consejo. Hecamede acercó una mesa magnífica de pies de acero, pulimentada; y puso encima una fuente de bronce con cebolla manjar propio para la bebida, miel reciente y sacra harina de flor, y una bella copa guarnecida de áureos clavos que el anciano se llevara de su palacio y tenía cuatro asas —cada una entre dos palomas de oro— y dos sustentáculos. A otro anciano le hubiese sido difícil mover esta copa cuando después de llenarla se ponía en la mesa, pero Néstor la levantaba sin esfuerzo. En ella la mujer, que parecía una diosa, les preparó la bebida: echó vino de Pramnio, raspó queso de cabra con un rallo de bronce, espolvoreó la mezcla con blanca harina y les invitó a beber así que tuvo compuesta la mixtura. Ambos bebieron, y apagada la abrasadora sed, se entregaban al deleite de la conversación cuando Patroclo, varón igual a un dios, apareció en la puerta. Vióle el anciano; y levantándose del vistoso asiento, le asió de la mano, le hizo entrar y le rogó que se sentara; pero Patroclo se excusó diciendo:
 
 
648 —No puedo sentarme, anciano alumno de Zeus; no lograrás convencerme. Respetable y temible es quien me envía a preguntar a cuál guerrero trajiste herido; pero ya lo sé, pues estoy viendo a Macaón, pastor de hombres. Voy a llevar, como mensajero, la noticia a Aquileo. Bien sabes tú, anciano alumno de Zeus, lo violento que es aquel hombre y cuán pronto culparía hasta un inocente.
 
 
655 Respondióle Néstor, caballero gerenio:
— ¿Cómo es que Aquileo se compadece de los aqueos que han recibido heridas? ¡No sabe en qué aflicción está sumido el ejército! Los más fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos, yacen en las naves. Con arma arrojadiza fue herido el poderoso Diomedes Tidida, con la pica, Odiseo, famoso por su lanza, y Agamemnón; a Eurípilo flecháronle en el muslo, y acabo de sacar del combate a este otro, herido también por una saeta que el arco despidiera. Pero Aquileo, a pesar de su valentía, ni se cura de los dánaos ni se apiada de ellos. ¿Aguarda acaso que las veleras naves sean devoradas por el fuego enemigo en la orilla del mar, sin que los argivos puedan impedirlo, y que unos en pos de otros sucumbamos todos? Ya el vigor de mis ágiles miembros no es el de antes. ¡Ojalá fuese tan joven y mis fuerzas tan robustas como cuando, en la contienda surgida entre los eleos y los pilios por el robo de bueyes, maté a Itimoneo, hijo valiente de Hipéroco, que vivía en la Elide, y tomé represalias. Itimoneo defendía sus vacas, pero cayó en tierra entre los primeros, herido por el dardo que le arrojara mi mano, y los demás campesinos huyeron espantados. En aquel campo logramos un espléndido botín: cincuenta vacadas, otras tantas manadas de ovejas, otras tantas piaras de cerdos, otros tantos rebaños copiosos de cabras y ciento cincuenta yeguas bayas, muchas de ellas con sus potros. Aquella misma noche lo llevamos a Pilos, ciudad de Neleo, y éste se alegró en su corazón de que me correspondiera una gran parte, a pesar de ser yo tan joven cuando fui al combate. Al alborear, los heraldos pregonaron con voz sonora que se presentaran todos aquellos a quienes se les debía algo en la divina Elide y los caudillos pilios repartieron el botín. Con muchos de nosotros estaban en deuda los epeos, pues como en Pilos éramos pocos, no ofendían; y en años anteriores había venido el fornido Heracles, que nos maltrató y dio muerte a los principales ciudadanos. De los doce hijos de Neleo, tan sólo yo quedé con vida; todos los demás perecieron. Engreídos los epeos, de broncíneas corazas, por tales hechos, nos insultaban y urdían contra nosotros inicuas acciones. El anciano Neleo tomó entonces un rebaño de bueyes y otro de trescientas cabras con sus pastores por la gran deuda que tenía que cobrar en la divina Elide: había enviado cuatro corceles, vencedores en anteriores juegos, uncidos a un carro, para aspirar al premio de la carrera, el cual consistía en un trípode. Y Augías, rey de hombres, se quedó con ellos y despidió al auriga, que se fue triste por lo ocurrido. Airado por tales insultos y acciones, el anciano escogió muchas cosas y dio lo restante al pueblo, encargando que se distribuyera y que nadie se viese privado de su respectiva porción. Hecho el reparto, ofrecimos en la ciudad sacrificios a los dioses. Tres días después se presentaron muchos epeos con carros tirados por solípedos caballos, y toda la hueste reunida; y entre sus guerreros figuraban ambos Moliones, que entonces eran niños y no habían mostrado aun su impetuoso valor. Hay una ciudad llamada Trioesa, en la cima de un monte contiguo al Alfeo, en los confines de la arenosa Pilos: los epeos quisieron destruirla y la sitiaron. Mas así que hubieron atravesado la llanura, Atenea descendió presurosa del Olimpo, cual nocturna mensajera, para que tomáramos las armas, y no halló en Pilos un pueblo indolente pues todos sentíamos vivos deseos de combatir. A mí, Neleo no me dejaba vestir las armas y me escondió los caballos, no teniéndome por suficientemente instruido en las cosas de la guerra. Y con todo eso, sobresalí, siendo infante, entre los nuestros, que combatían en carros; pues fue Atenea la que me llevó al combate. Hay un río nombrado Minieo, que desemboca en el mar cerca de Arena: allí los caudillos de los pilios aguardamos que apareciera la divinal Eos, y en tanto afluyeron los infantes. Reunidos todos y vestida la armadura, marchamos llegando al mediodía a la sagrada corriente del Alfeo. Hicimos hermosos sacrificios al prepotente Zeus, inmolamos un toro al Alfeo, otro a Poseidón y una gregal vaca a Atenea, la de los brillantes ojos; cenamos sin romper las filas, y dormimos con la armadura puesta, a orillas del río. Los magnánimos epeos estrechaban el cerco de la ciudad, deseosos de destruirla, pero antes de lograrlo se les presentó una gran acción de guerra. Cuando el resplandeciente sol apareció en lo alto, trabamos la batalla, después de orar a Zeus y a Atenea. Y en la lucha de los pilios con los epeos fui el primero que mató a un hombre, al belicoso Mulio, cuyos solípedos corceles me llevé. Era este guerrero yerno de Augías, por estar casado con la rubia Agamede, la hija mayor, que conocía cuantas drogas produce la vasta tierra. Y acercándome a él, le envasé la broncínea lanza, le derribé en el polvo, salté a su carro y me coloqué entre los combatientes delanteros. Los magnánimos epeos huyeron en desorden, aterrorizados de ver en el suelo al hombre que mandaba a los que combatían en carros y tan fuerte era en la batalla. Lancéme a ellos cual obscuro torbellino, tomé cincuenta carros, venciendo con mi lanza y haciendo morder la tierra a los dos guerreros que en cada uno venían; y hubiera matado a entrambos Moliones Actóridas, si su padre, el poderoso Poseidón, que conmueve la tierra, no los hubiese salvado, envolviéndolos en espesa niebla y sacándolos del combate. Entonces Zeus concedió a los pilios una gran victoria. Perseguimos a los eleos por la espaciosa llanura, matando hombres y recogiendo magníficas armas hasta que nuestros corceles nos llevaron a Buprasio, la roca Olenia y Alisio, al sitio llamado la colina, donde Atenea hizo que el ejército se volviera. Allí dejé tendido al último hombre que maté. Cuando desde Buprasio dirigieron los aqueos los rápidos corceles a Pilos, todos daban gracias a Zeus entre los dioses y a Néstor entre los hombres. Tal era yo entre los guerreros, si todo no ha sido un sueño. Pero del valor de Aquileo sólo se aprovechará él mismo, y creo que ha de ser grandísimo su llanto cuando el ejército perezca. ¡Oh amigo! Menetio te hizo un encargo el día en que te envió desde Ptía a Agamemnón; estábamos en el palacio con el divino Odiseo y oímos cuanto aquél te dijo. Nosotros, que entonces reclutábamos tropas en la fértil Acaya, habíamos llegado al palacio de Peleo, que abundaba de gente, donde encontramos al héroe Menetio, a ti y a Aquileo. Peleo, el anciano jinete, quemaba dentro del patio pingües muslos de buey en honor de Zeus, que se complace en lanzar rayos; y con una copa de oro vertía el negro vino en la ardiente llama, mientras vosotros preparabais la carne de los bueyes. Nos detuvimos en el vestíbulo, Aquileo se levantó sorprendido, y cogiéndonos de la mano nos introdujo, nos hizo sentar y nos ofreció presentes de hospitalidad, como se acostumbra a hacer con los forasteros. Satisficimos de bebida y de comida al apetito, y empecé a exhortaros para que os vinierais con nosotros; ambos lo anhelabais y vuestros padres os daban muchos consejos. El anciano Peleo recomendaba a su hijo Aquileo que descollara siempre y sobresaliera entre los demás, y a su vez Menetio, hijo de Actor, te aconsejaba así:
 
 
786 ¡Hijo mío! Aquileo te aventaja por su abolengo, pero tú le superas en edad; aquél es mucho más fuerte, pero hazle prudentes advertencias, amonéstale e instrúyele y te obedecerá para su propio bien.
 
 
790 Así te aconsejaba el anciano, y tu lo olvidas. Pero aún podrías recordárselo al aguerrido Aquileo y quizás lograras persuadirle. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoverías su corazón? Gran fuerza tiene la exhortación de un amigo. Y si se abstiene de combatir por algún vaticinio que su madre, enterada por Zeus, le ha revelado, que a lo menos te envíe a ti con los demás mirmidones, por si llegas a ser la aurora de salvación de los dánaos, y te permita llevar en el combate su magnífica armadura para que los teucros te confundan con él y cesen de pelear; los belicosos aqueos, que tan abatidos están se reanimen, y la batalla tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo. Vosotros, que no os halláis extenuados de fatiga, rechazaríais fácilmente de las naves y tiendas hacia la ciudad a esos hombres, que de pelear están cansados.
 
 
804 Dijo, y conmovióle el corazón. Patroclo fuese corriendo por entre las naves para volver a la tienda de Aquileo Eácida. Mas cuando llegó a los bajeles del divino Odiseo —allí se celebraban las juntas y se administraba justicia ante los altares erigidos a los dioses—, regresaba del combate cojeando, el noble Eurípilo Evemónida, que había recibido un flechazo en el muslo: abundante sudor corría por su cabeza y sus hombros, y la negra sangre brotaba de la grave herida, pero su inteligencia permanecía firme. Viole el esforzado hijo de Menetio, se compadeció de él, y suspirando dijo estas aladas palabras:
 
 
816 —¡Ah infelices caudillos y príncipes de los dánaos! ¡Así debíais en Troya, lejos de los amigos y de la patria, saciar con vuestra blanca grasa a los ágiles perros! Pero dime, héroe Eurípilo, alumno de Zeus: ¿ Podrán los aqueos sostener el ataque del ingente Héctor, o perecerán vencidos por su lanza?
 
 
822 Respondióle Eurípilo herido:
— ¡Patroclo, de jovial linaje! Ya no hay defensa para los aqueos, que corren a refugiarse en las negras naves. Cuantos fueron hasta aquí los más valientes, yacen en sus bajeles, heridos unos de cerca y otros de lejos por los teucros, cuya fuerza va en aumento. Pero, ¡sálvame! Llévame a la negra nave, arráncame la flecha del muslo, lava con agua tibia la negra sangre que fluye de la herida y ponme en ella drogas calmantes y salutíferas, que, según dicen, te dio a conocer Aquileo, instruido por Quirón, el más justo de los Centauros. Pues de los dos médicos, Podalirio y Macaón, el uno creo que está herido en su tienda, y a su vez necesita de un buen médico, y el otro sostiene vivo combate en la llanura troyana.
 
 
837 Contestó el esforzado hijo de Menetio:
— ¿Cómo acabará esto? ¿Qué haremos, héroe Eurípilo? Iba a decir al aguerrido Aquileo lo que Néstor gerenio, protector de los aqueos, me encargó; pero no te dejaré así, abrumado por el dolor.
 
 
842 Dijo; y cogiendo al pastor de hombres por el pecho, llevólo a la tienda. El escudero, al verlos venir, extendió en el suelo pieles de buey. Patroclo recostó en ellas a Eurípilo y sacó del muslo, con la daga, la aguda y acerba flecha; y después de lavar con agua tibia la negra sangre, espolvoreó la herida con una raíz amarga y calmante que previamente había desmenuzado con la mano. La raíz calmo el dolor, secóse la herida y la sangre dejó de correr.
 
== CANTO XII ==
 
1 En tanto el fuerte hijo de Menetio curaba, dentro de la tienda, la herida de Eurípilo, acometíanse confusamente argivos y teucros. Ya no había de contener a éstos ni el foso ni el ancho muro que al borde del mismo construyeron los dánaos, sin ofrecer a los dioses hecatombes perfectas, para que los defendiera a ellos con las veleras naves y el mucho botín que dentro se guardaba. Levantado el muro contra la voluntad de los inmortales dioses, no debía subsistir largo tiempo.
 
 
10 Mientras vivió Héctor, estuvo Aquileo irritado y la ciudad del rey Príamo no fue expugnada, la gran muralla de los aqueos se mantuvo firme. Pero cuando hubieron muerto los más valientes teucros, de los argivos, unos perecieron y otros se salvaron, la ciudad de Príamo fue destruida en el décimo año, y los argivos se embarcaron para regresar a su patria; Poseidón y Apolo decidieron arruinar el muro con la fuerza de los ríos que corren de los montes ideos al mar: el Reso, el Heptáporo, el Careso, el Rodio, el Gránico, el Esepo, el divino Escamandro y el Simois, en cuya ribera cayeron al polvo muchos cascos, escudos de boyuno cuero y la generación de los hombres semidioses.—Febo Apolo desvió el curso de los ríos y dirigió sus corrientes a la muralla por espacio de nueve días, y Zeus no cesó de llover para que más presto se sumergiese en el mar. Iba al frente de aquellos el mismo Poseidón que bate la tierra, con el tridente en la mano, y tiró a las olas los cimientos de troncos y piedras que con tanta fatiga echaron los aquivos, arrasó la orilla del Helesponto de rápida corriente, enarenó la gran playa en que estuvo el destruido muro, y volvió los ríos a los cauces por donde discurrían sus cristalinas aguas.
 
 
34 De tal modo Poseidón y Apolo debían obrar más tarde. Entonces ardía el clamoroso combate al pie del bien labrado muro, y las vigas de las torres resonaban al chocar de los dardos. Los argivos, vencidos por el azote de Zeus, encerrábanse en el cerco de las cóncavas naves por miedo a Héctor, cuya valentía les causaba la derrota, y éste seguía peleando y parecía un torbellino. Como un jabalí o un león se revuelve, orgulloso de su fuerza, entre perros y cazadores que agrupados le tiran muchos venablos —la fiera no siente en su ánimo audaz ni temor ni espanto, y su propio valor la mata—, y va de un lado a otro, probando, y se apartan aquéllos hacia los que se dirige; de igual modo agitábase Héctor entre la turba y exhortaba a sus compañeros a pasar el foso. Los corceles, de pies ligeros, no se atrevían a hacerlo, y parados en el borde relinchaban, porque el ancho foso les daba horror. No era fácil, en efecto, salvarlo ni atravesarlo, pues tenía escarpados precipicios a uno y otro lado y en su parte alta grandes y puntiagudas estacas, que los aqueos clavaron espesas para defenderse de los enemigos. Un caballo tirando de un carro de hermosas ruedas difícilmente hubiera entrado en el foso y los peones meditaban si podrían realizarlo. Entonces llegóse Polidamante al audaz Héctor, y dijo:
 
 
61 —¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus auxiliares! Dirigimos imprudentemente los caballos al foso, y éste es muy difícil de pasar, porque está erizado de agudas estacas y a lo largo de él se levanta el muro de los aqueos. Allí no podríamos apearnos del carro ni combatir, pues se trata de un sitio estrecho donde temo que pronto seríamos heridos. Si Zeus altisonante, meditando ma1es contra los aqueos, quiere destruirlos completamente para favorecer a los teucros, deseo que lo realice cuanto antes y que aquéllos perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Pero si los aqueos se volviesen, y viniendo de las naves nos obligaran a repasar el profundo foso, me figuro que ni un mensajero podría retornar a la ciudad, huyendo de los aqueos que nuevamente entraran en combate. Ea, obremos todos como voy a decir. Los escuderos tengan los caballos en la orilla del foso y nosotros sigamos a Héctor a pie, con armas y en batallón cerrado, pues los aqueos no resistirán el ataque si sobre ellos pende la ruina.
 
 
80 Así habló Polidamante, y su prudente consejo plugo a Héctor, el cual en seguida y sin dejar las armas, saltó del carro a tierra. Los demás teucros tampoco permanecieron en sus carros; pues así que vieron que el divino Héctor lo dejaba, apeáronse todos, mandaron a los aurigas que pusieran los caballos en línea junto al foso, y agrupándose formaron cinco batallones que, regidos por sus respectivos jefes, emprendieron la marcha.
 
 
88 Iban con Héctor y Polidamante los más y mejores, que anhelaban romper el muro y pelear cerca de las cóncavas naves; su tercer jefe era Cibrión, porque Héctor había dejado a otro auriga inferior para cuidar del carro. De otro batallón eran caudillos Paris, Alcátoo y Agenor. El tercero lo mandaban Heleno y el deiforme Deífobo, hijos de Príamo, y el héroe Asio Hirtácida, que había venido de Arisbe, de las orillas del río Seleente, en un carro tirado por altos y fogosos corceles. El cuarto lo regía Eneas, valiente hijo de Anquises, y con él Arquéloco y Acamante, hijos de Antenor, diestros en toda suerte de combates. Por último, Sarpedón se puso al frente de los ilustres aliados, eligiendo por compañeros a Glauco y al belígero Asteropeo, a quienes tenía por los más valientes después de sí mismo, pues él descollaba entre todos. Tan pronto como hubieron embrazado los fuertes escudos y cerrado las filas, marcharon animosos contra los dánaos; y esperaban que éstos, lejos de oponer resistencia, se refugiarían en las negras naves.
 
 
108 Todos los troyanos y sus auxiliares venidos de lejas tierras, siguieron el consejo del eximio Polidamante, menos Asio Hirtácida, príncipe de hombres, que negándose a dejar el carro y al auriga, se acercó con ellos a las veleras naves. ¡Insensato! No había de librarse de la funesta muerte, ni volver, ufano de sus corceles y de su carro, de las naves a la ventosa Ilión; porque su hado infausto le hizo morir atravesado por la lanza del ilustre Idomeneo Deucálida. Fuese, pues, hacia la izquierda de las naves, al sitio por donde los aqueos solían volver de la llanura con los caballos y carros; hacia aquel lugar dirigió los corceles, y no halló las puertas cerradas y aseguradas con el gran cerrojo, porque unos hombres las tenían abiertas, con el fin de salvar a los compañeros que, huyendo del combate, llegaran a las naves. A aquel paraje enderezó los caballos, y los demás le siguieron dando agudos gritos, porque esperaban que los aqueos, en vez de oponer resistencia, se refugiarían en las negras naves. ¡Insensatos! En las puertas encontraron a dos valentísimos guerreros, hijos gallardos de los belicosos lapitas: el esforzado Polipetes hijo de Pirítoo, y Leonteo, igual a Ares, funesto a los mortales. Ambos estaban delante de las altas puertas, como encinas de elevada copa, que, fijas al suelo por raíces gruesas y extensas, desafían constantemente el viento y la lluvia; de igual manera aquéllos, confiando en sus manos y en su valor, aguardaron la llegada del gran Asio y no huyeron. Los teucros se encaminaron con gran alboroto al bien construido muro, levantando los escudos de secas pieles de buey, mandados por el rey Asio, Yámeno, Orestes, Adamante Asíada, Toón y Enomao, Polipetes y Leonteo hallábanse dentro e instigaban a los aqueos, de hermosas grebas, a pelear por las naves; mas así que vieron a los teucros atacando la muralla y a los dánaos en clamorosa fuga, salieron presurosos a combatir delante de las puertas, semejantes a montaraces jabalíes que en el monte son objeto de la acometida de hombres y canes, y en curva carrera tronchan y arrancan de raíz las plantas de la selva, dejando oír el crujido de sus dientes, hasta que los hombres, tirándoles venablos, les quitan la vida; de parecido modo resonaba el luciente bronce en el pecho de los héroes a los golpes que recibían, pues peleaban con gran denuedo, confiando en los guerreros de encima de la muralla y en su propio valor. Desde las torres bien construidas los aqueos tiraban piedras para defenderse a sí mismos, las tiendas y las naves de ligero andar. Como caen al suelo los copos de nieve que impetuoso viento, agitando las pardas nubes, derrama en abundancia sobre la fértil tierra, así llovían los dardos que arrojaban aqueos y teucros, y los cascos y abollonados escudos sonaban secamente al chocar con ellos las ingentes piedras. Entonces Asio Hirtácida, dando un gemido y golpeándose el muslo exclamó indignado:
 
 
164 —¡Padre Zeus! Muy falaz te has vuelto, pues yo no esperaba que los héroes aqueos opusieran resistencia a nuestro valor e invictas manos. Como las abejas o las flexibles avispas que han anidado en fragoso camino y no abandonan su hueca morada al acercarse los cazadores, sino que luchan por los hijuelos; así aquéllos, con ser dos solamente, no quieren retirarse de las puertas mientras no perezcan, o la libertad no pierdan.
 
 
173 Tal dijo; pero sus palabras no cambiaron la mente de Zeus, que deseaba conceder tal gloria a Héctor.
 
 
175 Otros peleaban delante de otras puertas, y me sería difícil, no siendo un dios, contarlo todo. Por doquiera ardía el combate al pie del lapídeo muro; los argivos, aunque llenos de angustia, veíanse obligados a defender las naves; y estaban apesarados todos los dioses que en la guerra protegían a los dánaos. Entonces fue cuando los lapitas empezaron el combate y la refriega.
 
 
182 El fuerte Polipetes, hijo de Pirítoo, hirió a Dámaso con la lanza a través del casco de broncíneas carrilleras: el casco de bronce no detuvo a aquella, cuya punta de bronce también, rompió el hueso; conmovióse el cerebro, y el guerrero sucumbió mientras combatía con denuedo. Aquél mató luego a Pilón y a Ormeno. Leonteo, hijo de Antímaco y vástago de Ares, arrojó un dardo a Hipómaco y se lo clavó junto al ceñidor; luego desenvainó la aguda espada, y acometiendo por en medio de la muchedumbre a Antífates, le hirió y le tumbó de espaldas; y después derribó sucesivamente a Menón, Yámeno y Orestes, que fueron cayendo al almo suelo.
 
 
195 Mientras ambos héroes quitaban a los muertos las lucientes armas, adelantaron la marcha con Polidamante y Héctor los más y más valientes de los jóvenes, que sentían un vivo deseo de romper el muro y pegar fuego a las naves. Pero detuviéronse indecisos en la orilla del foso, cuando ya se disponían a atravesarlo, por haber aparecido encima de ellos y a su derecha un ave agorera: un águila de alto vuelo, llevando en las garras un enorme dragón sangriento, vivo, palpitante, que no había olvidado la lucha, pues encorvándose hacia atrás hirióla en el pecho, cerca del cuello. El águila, penetrada de dolor, dejó caer el dragón en medio de la turba y chillando, voló con la rapidez del viento. Los teucros estremeciéronse al ver la manchada sierpe, prodigio de Zeus, que lleva la égida. Entonces, acercóse Polidamante al audaz Héctor, y le dijo:
 
 
211 —¡Héctor! Siempre me increpas en las juntas, aunque lo que proponga sea bueno; mas no es decoroso que un ciudadano hable en las reuniones o en la guerra contra lo debido, sólo para acrecentar tu poder. También ahora he de manifestar lo que considero conveniente. No vayamos a combatir con los dánaos cerca de las naves. Creo que nos ocurrirá lo que diré si vino realmente para los teucros, cuando deseaban atravesar el foso, esta ave agorera: un águila de alto vuelo, a la derecha, llevando en las garras un enorme dragón sangriento y vivo, que hubo de soltar pronto antes de llegar al nido y darlo a los polluelos. De semejante modo, si con gran ímpetu rompemos ahora las puertas y el muro, y los aqueos retroceden, luego no nos será posible volver de las naves en buen orden por el mismo camino; y dejaremos a muchos teucros tendidos en el suelo, a los cuales los aquivos, combatiendo en defensa de sus naves, habrán matado con las broncíneas armas. Así lo interpretaría un augur que, por ser muy entendido en prodigios, mereciera la confianza del pueblo.
 
 
230 Encarándole la torva vista, respondió Héctor, de tremolante casco:
— ¡Polidamante! No me place lo que propones y podías haber pensado algo mejor. Si realmente hablas con seriedad, los mismos dioses te han hecho perder el juicio; pues me aconsejas que, olvidando las promesas que Zeus tonante me hizo y ratificó luego, obedezca a las aves aliabiertas, de las cuales no me cuido ni en ellas paro mientes, sea que vayan hacia la derecha por donde aparecen Eos y el Sol, sea que se dirijan a la izquierda, al tenebroso ocaso. Confiemos en las promesas del gran Zeus, que reina sobre todos, mortales e inmortales. El mejor agüero es éste: combatir por la patria. ¿Por qué te dan miedo el combate y la pelea? Aunque los demás fuéramos muertos en las naves argivas, no debieras temer por tu vida: pues ni tu corazón es belicoso, ni te permite aguardar a los enemigos. Y si dejas de luchar, o con tus palabras logras que otro se abstenga, pronto perderás la vida, herido por mi lanza.
 
 
251 Dijo, y echó a andar. Siguiéronle todos con fuerte gritería, y Zeus, que se complace en lanzar rayos, enviando desde los montes ideos un viento borrascoso, levantó gran polvareda en las naves, abatió el ánimo de los aqueos, y dio gloria a los teucros y a Héctor, que fiados en las prodigiosas señales del dios y en su propio valor, intentaban romper la gran muralla aquea. Arrancaban las almenas de las torres, demolían los parapetos y derribaban los zócalos salientes que los aqueos habían hecho estribar en el suelo para que sostuvieran las torres. También tiraban de éstas, con la esperanza de romper el muro de los aqueos. Mas los dánaos no les dejaban libre el camino; y protegiendo los parapetos con boyunas pieles, herían desde allí a los enemigos que al pie de la muralla se encontraban.
 
 
265 Los dos Ayaces recorrían las torres, animando a los aqueos y excitando su valor; a todas partes iban, y a uno le hablaban con suaves palabras y a otro le reñían con duras frases porque flojeaba en el combate:
 
 
269 —¡Amigos, Ya seáis preeminentes, mediocres o los peores, pues los hombres no son iguales en la guerra! Ahora el trabajo es común a todos y vosotros mismos lo conocéis. Que nadie se vuelva atrás, hacia los bajeles, por oír las amenazas de un teucro; id adelante y animaos mutuamente por si Zeus olímpico, fulminador, nos permite rechazar el ataque y perseguir a los enemigos hasta la ciudad.
 
 
277 Dando tales voces animaban a los aqueos para que combatieran. Cuan espesos caen los copos de nieve cuando en el invierno Zeus decide nevar, mostrando sus armas a los hombres, y adormeciendo a los vientos, nieva incesantemente hasta que cubre las cimas y los riscos de los montes más altos, las praderas cubiertas de loto y los fértiles campos cultivados por el hombre, y la nieve se extiende por los puertos y playas del espumoso mar, y únicamente la detienen las olas, pues todo lo restante queda cubierto cuando arrecia la nevada de Zeus: así, tan espesas, volaban las piedras por ambos lados, las unas hacia los teucros y las otras de éstos a los aqueos y el estrépito se elevaba sobre todo el muro.
 
 
290 Mas los teucros y el esclarecido Héctor no habrían roto aún las puertas de la muralla y el gran cerrojo, si el próvido Zeus no hubiese incitado a su hijo Sarpedón contra los argivos, como a un león contra bueyes de retorcidos cuernos. Sarpedón levantó el escudo liso, hermoso, protegido por planchas de bronce obra de un broncista, que sujetó muchas pieles de buey con varitas de oro prolongadas por ambos lados hasta el borde circular; alzando, pues, la rodela y blandiendo un par de lanzas, se puso en marcha como el montaraz león que en mucho tiempo no ha probado la carne y su ánimo audaz le impele a acometer un rebaño de ovejas yendo a la alquería sólidamente construida; y aunque en ella encuentre hombres que, armados con venablos y provistos de perros, guardan las ovejas, no quiere que lo echen del establo sin intentar el ataque, hasta que saltando dentro, o consigue hacer presa o es herido por un venablo que ágil mano le arroja; del mismo modo, el deiforme Sarpedón se sentía impulsado por su ánimo a asaltar el muro y destruir los parapetos. Y en seguida dijo a Glauco, hijo de Hipóloco:
 
 
310 —¡Glauco! ¿Por qué a nosotros nos honran en la Licia con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a orillas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar? Preciso es que ahora nos sostengamos entre los más avanzados y nos lancemos a la ardiente pelea, para que diga alguno de los licios, armados de fuertes corazas:
 
 
318 No sin gloria imperan nuestros reyes en la Licia; y si comen pingües ovejas y beben exquisito vino, dulce como la miel, también son esforzados, pues combaten al frente de los licios.
 
 
322 ¡Oh amigo! Ojalá que huyendo de esta batalla, nos libráramos de la vejez y de la muerte, pues ni yo me batiría en primera fila, ni te llevaría a la lid, donde los varones adquieren gloria; pero como son muchas las muertes que penden sobre los mortales, sin que éstos puedan huir de ellas ni evitarlas, vayamos y daremos gloria a alguien, o alguien nos la dará a nosotros.
 
 
329 Así dijo; y Glauco ni retrocedió ni fue desobediente. Ambos fueron adelante en línea recta, siguiéndoles la numerosa tropa de los licios.
 
 
331 Estremecióse al advertirlo Menesteo, hijo de Peteo, pues se encaminaban hacia su torre llevando consigo la ruina. Ojeó la cohorte de los aqueos, por si divisaba a algún jefe que librara del peligro a los compañeros, y distinguió a entreambos Ayaces, incansables en el combate, y a Teucro, recién salido de la tienda, que se hallaban cerca. Pero no podía hacerse oír por más que gritara, porque era tanto el estrépito, que el ruido de los escudos al parar los golpes, el de los cascos guarnecidos con crines de caballo, y el de las puertas llegaba al cielo; todas las puertas se hallaban cerradas, y los teucros, detenidos por las mismas, intentaban penetrar rompiéndolas a viva fuerza. Y Menesteo decidió enviar a Tootes, el heraldo para que llamase a Ayante:
 
 
 
343 —Ve, divino Tootes, y llama corriendo a Ayante, o mejor a los dos, esto sería preferible, pues pronto habrá aquí gran estrago. ¡Tal carga dan los caudillos licios, que siempre han sido sumamente impetuosos en las encarnizadas peleas! Y si también allí se ha promovido recio combate venga por lo menos el esforzado Ayante Telamonio y sígale Teucro, excelente arquero.
 
 
351 Tal dijo; y el heraldo oyóle y no desobedeció. Fuese corriendo a lo largo del muro de los aqueos, de broncíneas corazas; se detuvo cerca de los Ayaces, y les habló en estos términos:
 
 
354 —¡Ayaces, jefes de los argivos, de broncíneas corazas! El caro hijo de Peteo, alumno de Zeus, os ruega que vayáis a tomar parte en la refriega, aunque sea por breve tiempo. Que fuerais los dos sería preferible, pues pronto habrá allí gran estrago. ¡Tal carga dan los caudillos licios, que siempre han sido sumamente impetuosos en las encarnizadas peleas! Y si también aquí se ha promovido recio combate, vaya por lo menos el esforzado Ayante Telamonio y sígale Teucro, excelente arquero.
 
 
364 Así habló; y el gran Ayante Telamonio no fue desobediente. En el acto dijo al de Oileo estas aladas palabras:
 
 
366 —¡Ayante! Vosotros, tú y el fuerte Licomedes, seguid aquí y alentad a los dánaos para que peleen con denuedo. Yo voy allá, combatiré con aquéllos, y volveré tan pronto como los haya socorrido.
 
 
370 Dichas estas palabras, Ayante Telamonio partió, acompañado de Teucro, su hermano de padre, y de Pandión, que llevaba el corvo arco de Teucro. Llegaron a la torre del magnánimo Menesteo, y penetrando en el muro, se unieron a los defensores, que ya se veían acosados; pues los caudillos y esforzados príncipes de los licios asaltaban los parapetos como un oscuro torbellino. Trabóse el combate y se produjo gran vocerío.
 
 
378 Fue Ayante Telamonio el primero que mató a un hombre, al magnánimo Epicles, compañero de Sarpedón, arrojándole una piedra grande y áspera que había en el muro cerca del parapeto. Difícilmente habría podido sospesarla con ambas manos uno de los actuales jóvenes, y aquél la levantó y tirándola desde lo alto a Epicles, rompióle el casco de cuatro abolladuras y aplastóle los huesos de la cabeza; el teucro cayó de la elevada torre como salta un buzo, y el alma separóse de sus miembros. Teucro, desde lo alto de la muralla, disparó una flecha a Glauco, esforzado hijo de Hipóloco, que valeroso acometía; y dirigiéndola adonde vio que el brazo aparecía desnudo, le puso fuera de combate. Saltó Glauco y se alejó del muro, ocultándose para que ningún aqueo, al advertir que estaba herido, profiriera jactanciosas palabras. Apesadumbróse Sarpedón al notarlo; mas no por esto se olvidó de la pelea, pues habiendo alcanzado a Alcmaón Testórida, le envasó la lanza que al punto volvió a sacar: el guerrero dio de ojos en el suelo, y las broncíneas labradas armas resonaron. Después, cogiendo con sus robustas manos un parapeto, tiró del mismo y lo arrancó entero; quedó el muro desguarnecido en su parte superior y con ello se abrió camino para muchos.
 
 
400 Pero en el mismo instante acertáronle a Sarpedón, Ayante y Teucro; éste atravesó con una flecha el lustroso correón del gran escudo, cerca del pecho; mas Zeus apartó de su hijo la muerte, para que no sucumbiera junto a las naves; Ayante, arremetiendo, dio un bote de lanza en el escudo, penetró en éste la punta e hizo vacilar al héroe cuando se disponía para el ataque. Apartóse Sarpedón del parapeto; pero no se retiró, porque en su ánimo deseaba alcanzar gloria. Y volviéndose a los licios, iguales a los dioses, les exhortó diciendo:
 
 
409 —¡Oh licios! ¿Por qué se afloja tanto vuestro impetuoso valor? Difícil es que yo solo, aunque haya roto la muralla y sea valiente, pueda abrir camino hasta las naves. Ayudadme todos, pues la obra de muchos siempre resulta mejor.
 
 
413 Tales fueron sus palabras. Los licios, temiendo la reconvención del rey, junto con éste y con mayores bríos que antes, cargaron a los argivos; quienes, a su vez, cerraron las filas de las falanges dentro del muro, porque era grande la acción que se les presentaba. Y ni los bravos licios a pesar de haber roto el muro de los dánaos, lograban abrirse paso hasta las naves; ni los belicosos dánaos podían rechazar de la muralla a los licios desde que a la misma se acercaron. Como dos hombres altercan, con la medida en la mano, sobre los lindes de campos contiguos y se disputan un pequeño espacio; así, licios y dánaos estaban separados por los parapetos, y por cima de los mismos hacían chocar ante los pechos las rodelas de boyuno cuero y los ligeros broqueles.
 
 
427 Ya muchos combatientes habían sido heridos con el cruel bronce, unos en la espalda, que al volverse dejaron indefensa, otros a través del mismo escudo. Por doquiera torres y parapetos estaban regados con sangre de teucros y aqueos. Mas ni aun así los teucros hacían volver la espalda a los aqueos. Como una honrada obrera coge un peso y lana y los pone en los platillos de una balanza equilibrándolos hasta que quedan iguales para llevar a sus hijos el miserable salario; así el combate y la pelea andaban iguales para unos y otros, hasta que Zeus quiso dar excelsa gloria a Héctor Priámida, el primero que asaltó el muro aqueo. El héroe, con pujante voz, gritó a los teucros:
 
 
440 —¡Acometed, teucros domadores de caballos! Romped el muro de los argivos y arrojad a las naves el fuego abrasador.
 
 
442 De tal suerte habló para excitarlos. Escucháronle todos; y reunidos, fuéronse derechos al muro, subieron y pasaron por encima de las almenas, llevando siempre en las manos las afiladas lanzas.
 
 
445 Héctor cogió entonces una piedra de ancha base y aguda punta que había delante de la puerta: dos de los más forzudos hombres del pueblo, tales como son hoy, con dificultad hubieran podido cargarla en un carro: pero aquél la manejaba fácilmente, porque el hijo del artero Cronos la volvió liviana. Bien así como el pastor lleva en una mano el vellón de un carnero, sin que el peso le fatigue; Héctor, alzando la piedra, la conducía hacia las tablas que fuertemente unidas formaban las dos hojas de la alta puerta y estaban aseguradas por dos cerrojos puestos en dirección contraria, que abría y cerraba una sola llave. Héctor se detuvo delante de la puerta, separó los pies, y, estribando en el suelo para que el golpe no fuese débil, arrojó la piedra al centro de aquélla: rompiéronse ambos quiciales, cayó la piedra dentro por su propio peso, recrujieron las tablas, y como los cerrojos no ofrecieron bastante resistencia, desuniéronse las hojas y cada una se fue por su lado, al impulso de la piedra. El esclarecido Héctor, que por su aspecto a la rápida noche semejaba, saltó al interior: el bronce relucía de un modo terrible en torno de su cuerpo, y en la mano llevaba dos lanzas. Nadie, a no ser un dios, hubiera podido salirle al encuentro y detenerle cuando traspuso la puerta. Sus ojos brillaban como el fuego. Y volviéndose a la tropa, alentaba a los teucros para que pasaran la muralla. Obedecieron, y mientras unos asaltaban el muro, otros afluían a las bien construidas puertas. Los dánaos refugiáronse en las cóncavas naves y se promovió un gran tumulto.
 
== CANTO XIII ==
 
1 Cuando Zeus hubo acercado a Héctor y los teucros a las naves, dejó que sostuvieran el trabajo y la fatiga de la batalla; y desviando de los mismos los ojos refulgentes, miraba a lo lejos la tierra de los tracios, diestros jinetes; de los misios, que combaten de cerca; de los ilustres hipomolgos, que se alimentan con leche; y de los abios, los más justos de los hombres. Y ya no volvió a poner los brillantes ojos en Troya, porque su corazón no temía que inmortal alguno fuera a socorrer ni a los teucros ni a los dánaos.
 
 
10 Pero no en vano el poderoso Poseidón, que bate la tierra, estaba al acecho en la cumbre más alta de la selvosa Samotracia, contemplando la lucha y la pelea. Desde allí se divisaba todo el Ida, la ciudad de Príamo y las naves aqueas. En aquel sitio habíase sentado Poseidón al salir del mar, y compadecía a los aqueos, vencidos por los teucros, a la vez que cobraba gran indignación contra Zeus.
 
 
17 Pronto Poseidón bajó del escarpado monte con ligera planta; las altas colinas y las selvas temblaban bajo los pies inmortales, mientras el dios iba andando. Dio tres pasos, y al cuarto arribó al término de su viaje, a Egas; allí en las profundidades del mar, tenía palacios magníficos, de oro, resplandecientes e indestructibles. Luego que hubo llegado, unció al carro un par de corceles de cascos de bronce y áureas crines que volaban ligeros; y seguidamente envolvió su cuerpo en dorada túnica, tomó el látigo de oro hecho con arte, subió al carro y lo guió por cima de las olas. Debajo saltaban los cetáceos, que salían de sus escondrijos, reconociendo al rey; el mar abría, gozoso, sus aguas, y los ágiles caballos, con apresurado vuelo, sin dejar que el eje de bronce se mojara, conducían a Poseidón hacia las naves aqueas.
 
 
32 Hay una vasta gruta en lo hondo del profundo mar entre Ténedos y la escabrosa Imbros; y al llegar a la misma, Poseidón, que bate la tierra, detuvo los bridones, desunciólos del carro, dióles a comer un pasto divino, púsoles en los pies trabas de oro indestructibles e indisolubles, para que sin moverse de aquel sitio aguardaran su regreso, y se fue al ejército de los aquivos.
 
 
39 Los teucros, semejantes a una llama o a una tempestad y poseídos de marcial furor, seguían apiñados a Héctor Priámida con alboroto y vocerío; y tenían esperanzas de tomar las naves y matar entre las mismas a todos los aqueos.
 
 
43 Mas Poseidón, que ciñe y bate la tierra, asemejándose a Calcante en el cuerpo y en la voz infatigable, incitaba a los argivos desde que salió del profundo mar, y dijo a los Ayaces, que ya estaban deseosos de combatir:
 
 
47 —¡Ayaces! Vosotros salvaréis a los aqueos si os acordáis de vuestro valor y no de la fuga horrenda. No me ponen en cuidado las audaces manos de los teucros, que asaltaron en tropel la gran muralla, pues a todos resistirán los aqueos, de hermosas grebas; pero es de temer, y mucho, que padezcamos algún daño en esta parte donde aparece a la cabeza de los suyos el rabioso Héctor, semejante a una llama, el cual blasona de ser hijo del prepotente Zeus. Una deidad levante el ánimo en vuestro pecho para resistir firmemente y exhortar a los demás con esto podríais rechazar a Héctor de las naves, de ligero andar, por furioso que estuviera y aunque fuese el mismo Olímpico quien le instigara.
 
 
59 Dijo así Poseidón, que ciñe y bate la tierra, y tocando a entrambos con el cetro, llenóles de fuerte vigor y agilitóles todos los miembros, y especialmente los pies y las manos. Y como el gavilán de ligeras alas se arroja desde altísima y abrupta peña, enderezando el vuelo a la llanura para perseguir a un ave; de aquel modo apartóse de ellos Poseidón, que bate la tierra. El primero que le reconoció fue el ágil Ayante de Oileo quien dijo al momento a Ayante, hijo de Telamón:
 
 
68 —¡Ayante! Un dios del Olimpo nos instiga, transfigurado en adivino, a pelear cerca de las naves; pues ese no es Calcante, el inspirado augur: he observado las huellas que dejan sus plantas y su andar, y a los dioses se les reconoce fácilmente. En mi pecho el corazón siente un deseo más vivo de luchar y combatir, y mis manos y pies se mueven con impaciencia.
 
 
76 Respondió Ayante Telamonio:
— También a mí se me enardecen las audaces manos en torno de la lanza y mi fuerza aumenta y mis pies saltan y deseo batirme con Héctor Priámida, cuyo furor es insaciable.
 
 
81 Así éstos conversaban, alegres por el bélico ardor que una deidad puso en sus corazones.
 
 
83 En tanto, Neptuno, que ciñe la Tierra, animaba a los aqueos de las ultimas filas, que junto a las veleras naves reparaban las fuerzas. Tenian los miembros relajados por el penoso cansancio, y se les llenó el corazón de pesar cuando vieron que los teucros asaltaban en el tropel la gran muralla: contemplabánlo con los ojos arrasados de lágrimas, y no creían escapar de aquel peligro. Pero Neptuno que bate la tierra, reanimó facilmente las esforzadas falanges. Fue primero a incitar a Teucreo, Leito, el heroe Peneleo, Toante, Deipiro, Meriones y Antiloco, aguerridos campeones; y para alentarlos les dijo estas aladas palabras:
 
 
95 —¡Qué vergüenza, argivos, jóvenes adolescentes! Figurábame que peleando conseguiríais salvar las naves; pero si cejáis en el funesto combate, ya luce el día en que sucumbiremos a manos de los teucros. ¡Oh dioses! Veo con mis ojos un prodigio grande y terrible que jamás pensé que llegara a realizarse. ¡Venir los troyanos a nuestros bajeles! Parecíanse antes a las medrosas ciervas que vagan por el monte, débiles y sin fuerza para la lucha, y son el pasto de chacales, panteras y lobos; semejantes a ellas, nunca querían los teucros afrontar a los aqueos, ni osaban resistir su valor y sus manos. Y ahora pelean lejos de la ciudad junto a los bajeles, por la culpa del jefe y la indolencia de los hombres, que, no obrando de acuerdo con él, se niegan a defender los navíos, de ligero andar, y reciben la muerte cerca de los mismos. Mas, aunque el poderoso Agamemnón sea el verdadero culpable de todo, porque ultrajó al Pelida de pies ligeros, en modo alguno nos es lícito dejar de combatir. Remediemos con presteza el mal, que la mente de los buenos es aplacable. No es decoroso que decaiga vuestro impetuoso valor, siendo como sois los más valientes del ejército. Yo no increparía a un hombre tímido porque se abstuviera de pelear, pero contra vosotros se enciende en ira mi corazón. ¡Oh cobardes! Con vuestra indolencia, haréis que pronto se agrave el mal. Poned en vuestros pechos vergüenza y pundonor, ahora que se promueve esta gran contienda. Ya el fuerte Héctor, valiente en la pelea, batalla cerca de las naves y ha roto las puertas y el gran cerrojo.
 
 
125 Con tales amonestaciones, el que ciñe la tierra instigó a los aqueos. Rodeaban a los Ayaces fuertes falanges que hubieran declarado irreprochables Ares y Atenea, que enardece a los guerreros, si por ellas se hubiesen entrado. Los tenidos por más valientes aguardaban a los teucros y al divino Héctor y las astas y los escudos se tocaban en las cerradas filas! la rodela apoyábase en la rodela, el yelmo en otro yelmo, cada hombre en su vecino, y chocaban los penachos de crines de caballo y los lucientes conos de los cascos cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan apiñadas estaban las filas! Cruzábanse las lanzas, que blandían audaces manos, y ellos deseaban arremeter a los enemigos y trabar la pelea.
 
 
136 Los teucros acometieron unidos, siguiendo a Héctor, que deseaba ir en derechura a los aqueos. Como la piedra insolente que cae de una cumbre y lleva consigo la ruina, porque se ha desgajado, cediendo a la fuerza de torrencial avenida causada por la mucha lluvia, y desciende dando tumbos con ruido que repercute en el bosque, corre segura hasta el llano, y allí se detiene, a pesar de su ímpetu; de igual modo, Héctor amenazaba con atravesar fácilmente por las tiendas y naves aqueas, matando siempre, y no detenerse hasta el mar; pero encontró las densas falanges, y tuvo que hacer alto después de un violento choque. Los aqueos le afrontaron; procuraron herirle con las espadas y lanzas de doble filo y apartáronle de ellos; de suerte que fue rechazado, y tuvo que retroceder. Y con voz penetrante, gritó a los teucros:
 
 
150 —¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo peleáis! Persistid en el ataque, pues los aqueos no resistirán largo tiempo, aunque se hayan formado en columna cerrada; y creo que mi lanza les hará retroceder pronto, si verdaderamente me impulsa el dios más poderoso, el tonante, esposo de Hera.
 
 
155 Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entre los teucros iba muy ufano Deífobo Priámida, que se adelantaba, ligero, y se cubría con el liso escudo. Meriones arrojóle una reluciente lanza y no erró el tiro: acertó a dar en la rodela hecha de pieles de toro, sin conseguir atravesarla, porque aquélla se rompió en la unión del asta con el hierro. Deífobo apartó de sí el escudo, temiendo la lanza del aguerrido Meriones, y este héroe retrocedió al grupo de sus amigos, muy disgustado, así por la victoria perdida, como por la rotura del arma, y luego se encaminó a las tiendas y naves aqueas para tomar otra de las que en su bajel tenía.
 
 
169 Los demás batallaban, y una vocería inmensa se dejaba oír. Teucro Telamonio fue el primero que mató a un hombre, al belígero Imbrio, hijo de Méntor, rico en caballos. Antes de llegar los aquivos, Imbrio moraba en Pedeo con su esposa Medesicasta, hija bastarda de Príamo; mas cuando las corvas naves de los dánaos aportaron en Ilión, volvió a la ciudad, descolló entre los teucros y vivió en el palacio de Príamo, que le honraba como a sus propios hijos. Entonces el hijo de Telamón hirióle debajo de la oreja con la gran lanza, que retiró en seguida; y el guerrero cayó como el fresno nacido en una cumbre que desde lejos se divisa, cuando es cortado por el bronce y vienen al suelo sus tiernas hojas. Así cayó Imbrio, y sus armas, de labrado bronce, resonaron. Teucro acudió corriendo, movido por el deseo de quitarle la armadura; pero Héctor le tiró una reluciente lanza; y violo aquél y hurtó el cuerpo, y la broncínea punta se clavó en el pecho de Anfímaco, hijo de Ctéato Actorión, que acababa de entrar en combate. El guerrero cayó con estrépito, y sus armas resonaron. Héctor fue presuroso a quitarle al magnánimo Anfímaco el casco que llevaba adaptado a las sienes; Ayante levantó, a su vez, la reluciente lanza contra Héctor, y si bien no pudo hacerla llegar a su cuerpo, protegido todo por horrendo bronce, diole un bote en medio del escudo y rechazó al héroe con gran ímpetu, éste dejó los cadáveres y los aqueos los retiraron. Estiquio y el divino Menesteo, caudillos atenienses, llevaron a Anfímaco al campamento aqueo; y los dos Ayaces, que siempre anhelaban la impetuosa pelea, levantaron el cadáver de Imbrio. Como dos leones que habiendo arrebatado una cabra de los agudos dientes de los perros, la llevan en la boca por los espesos matorrales en alto, levantada de la tierra; así los belicosos Ayaces, alzando el cuerpo de Imbrio, lo despojaron de las armas; y el hijo de Oileo, irritado por la muerte de Anfímaco, le separó la cabeza del tierno cuello y la hizo rodar por entre la turba, cual si fuese una bola, hasta que cayó en el polvo a los pies de Héctor.
 
 
206 Entonces Poseidón, airado en el corazón porque su nieto había sucumbido en la terrible pelea, se fue hacia las tiendas y naves de los aqueos para reanimar a los dánaos y causar males a los teucros. Encontróse con él Idomeneo, famoso por su lanza, que volvía de acompañar a un amigo a quien sacaron del combate porque los teucros le habían herido en la corva con el agudo bronce. Idomeneo, una vez lo hubo confiado a los médicos, se encaminaba a su tienda, con intención de volver a la batalla. Y el poderoso Poseidón, que bate la tierra, díjole, tomando la voz de Toante, hijo de Adremón, que en Pleurón entera y en la excelsa Calidón reinaba sobre los etolos y era honrado por el pueblo cual si fuese un dios:
 
 
219 —¡Idomeneo, príncipe de los cretenses! ¿Qué se hicieron las amenazas que los aqueos hacían a los teucros?
 
 
221 Respondió Idomeneo, caudillo de los cretenses:
— ¡Oh Toante! No creo que ahora se pueda culpar a ningún guerrero, porque todos sabemos combatir y nadie está poseído del exánime terror, ni deja por flojedad la funesta batalla; sin duda debe de ser grato al prepotente Cronión que los aqueos perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Mas, oh Toante, puesto que siempre has sido belicoso y sueles animar al que ves remiso, no dejes de pelear y exhorta a los demás.
 
 
231 Contestó Poseidón, que bate la tierra:
— ¡Idomeneo! No vuelva desde Troya a su patria y venga a ser juguete de los perros quien en el día de hoy deje voluntariamente de lidiar. Ea, toma las armas y ven a mi lado; apresurémonos, por si, a pesar de estar solos, podemos hacer algo provechoso. Nace una fuerza de la unión de los hombres, aunque sean débiles; y nosotros somos capaces de luchar con los valientes.
 
 
239 Dichas estas palabras, el dios se entró de nuevo por el combate de los hombres; e Idomeneo yendo a la bien construida tienda, vistió la magnífica armadura. tomó un par de lanzas y volvió a salir, semejante al encendido relámpago que el Cronión agita en su mano desde el resplandeciente Olimpo para mostrarlo a los hombres como señal: tanto centelleaba el bronce en el pecho de Idomeneo mientras éste corría. Encontróse con él, no muy lejos de la tienda, el valiente escudero Meriones que iba en busca de una lanza; y el fuerte Diomedes dijo:
 
 
249 —¡Meriones, hijo de Molo, el de los pies ligeros, mi compañero más querido! ¡Por qué vienes, dejando el combate y la pelea? ¿Acaso estás herido y te agobia puntiaguda flecha? ¿Me traes, quizá, alguna noticia? Pues no deseo quedarme en la tienda, sino pelear.
 
 
254 Respondióle el prudente Meriones:
— ¡Idomeneo, príncipe de los cretenses, de broncíneas corazas! Vengo por una lanza, si la hay en tu tienda; pues la que tenía se ha roto al dar un bote en el escudo del feroz Deífobo.
 
 
259 Contestó Idomeneo, caudillo de los cretenses:
— Si la deseas, hallarás, en la tienda, apoyadas en el lustroso muro, no una, sino veinte lanzas, que he quitado a los teucros muertos en la batalla; pues jamás combato a distancia del enemigo. He aquí por qué tengo lanzas, escudos abollonados, cascos y relucientes corazas.
 
 
266 Replicó el prudente Meriones:
— También poseo en la tienda y en la negra nave muchos despojos de los teucros, mas no están cerca para tomarlos; que nunca me olvido de mi valor, y en el combate, donde los hombres se hacen ilustres, aparezco siempre entre los delanteros desde que se traba la batalla. Quizá algún otro de los aqueos de broncíneas corazas no habrá fijado su atención en mi persona cuando peleo, pero no dudo que tú me has visto.
 
 
274 Idomeneo, caudillo de los cretenses, díjole entonces:
— Sé cuán grande es tu valor. ¿Por qué me refieres estas cosas? Si los más señalados nos reuniéramos junto a las naves para armar una celada, que es donde mejor se conoce la bravura de los hombres y donde fácilmente se distingue al cobarde del animoso —el cobarde se pone demudado, ya de un modo ya de otro, y como no sabe tener firme ánimo en el pecho, no permanece tranquilo, sino que dobla las rodillas y se sienta sobre los pies, y el corazón le da grandes saltos por el temor de la muerte y los dientes le crujen; y el animoso no se inmuta ni tiembla, una vez se ha emboscado, sino que desea que cuanto antes principie el funesto combate—, ni allí podrían reprocharse tu valor y la fuerza de tus brazos. Y si peleando te hirieran de cerca o de lejos, no sería en la nuca o en la espalda, sino en el pecho o en el vientre, mientras fueras hacia adelante con los guerreros más avanzados. Mas, ea, no hablemos de estas cosas, permaneciendo ociosos como unos simples; no sea que alguien nos increpe duramente. Ve a la tienda y toma la fornida lanza.
 
 
295 Así dijo, y Meriones, igual al veloz Ares, entrando en la tienda, cogió una broncínea lanza y fue en seguimiento de Idomeneo, muy deseoso de volver al combate. Como va a la guerra Ares, funesto a los mortales, acompañado del Terror, su hijo querido, fuerte e intrépido, que hasta al guerrero valeroso causa espanto; y los dos se arman y saliendo de la Tracia enderezan sus pasos hacia los éfiros y los magnánimos flegias, y no escuchan los ruegos de ambos pueblos, sino que dan la victoria a uno de ellos; de la misma manera, Meriones e Idomeneo, caudillos de hombres, se encaminaban a la batalla, armados de luciente bronce. Y Meriones fue el primero que habló, diciendo:
 
 
307 —¡Deucaliónida! ¿Por dónde quieres que penetremos en la turba: por la derecha del ejército, por en medio o por la izquierda? Pues no creo que los aqueos, de larga cabellera, dejen de pelear en parte alguna.
 
 
311 Respondióle Idomeneo, caudillo de los cretenses:
— Hay en el centro quienes defiendan los navíos: los dos Ayaces y Teucro, el más diestro arquero aquivo y esforzado también en el combate a pie firme; ellos se bastan para rechazar a Héctor Priámida por fuerte que sea y por incitado que esté a la batalla. Difícil será, aunque tenga muchos deseos de batirse, que triunfando del valor y de las manos invictas de aquéllos, llegue a incendiar los bajeles; a no ser que el mismo Cronión arroje una tea encendida en las veleras naves. El gran Ayante Telamonio no cedería a ningún hombre mortal que coma el fruto de Deméter y pueda ser herido con el bronce o con grandes piedras; ni siquiera se retiraría ante Aquileo, que destruye los escuadrones, en un combate a pie firme; pues en la carrera Aquileo no tiene rival. Vayamos, pues, a la izquierda del ejército, para ver si presto daremos gloria a alguien, o alguien nos la dará a nosotros.
 
 
328 Tal dijo; y Meriones, igual al veloz Ares, echó a andar hasta que llegaron al ejército por donde Idomeneo le indicara.
 
 
330 Cuando los teucros vieron a Idomeneo, que por su impetuosidad parecía una llama, y a su escudero, ambos revestidos de labradas armas, animáronse unos a otros por entre la turba y arremetieron todos contra aquél. Y se trabó una refriega, sostenida con igual tesón por ambas partes, junto a las popas de los navíos. Como aparecen de repente las tempestades, suscitadas por los sonoros vientos en ocasión en que los caminos están muy secos y se levantan nubes de polvo; así entonces unos y otros vinieron a las manos deseando en su corazón matarse recíprocamente con el agudo bronce por entre la turba. La batalla, destructora de hombres, se presentaba horrible con las largas y afiladas picas que los guerreros manejaban; cegaba las ojos el resplandor del bronce de los lucientes cascos, de las corazas recientemente bruñidas y de los escudos refulgentes de cuantos iban a encontrarse; y hubiera tenido corazón muy audaz quien al contemplar aquella acción se hubiese alegrado en vez de afligirse.
 
 
345 Los dos hijos poderosos de Cronos, disintiendo en el modo de pensar, preparaban deplorables males a los héroes. Zeus quería que triunfaran Héctor y los teucros para glorificar a Aquileo, el de los pies ligeros, mas no por eso deseaba que el ejército aqueo pereciera totalmente delante de Ilión, pues sólo se proponía honrar a Tetis y a su hijo, de ánimo esforzado. Poseidón había salido ocultamente del espumoso mar, recorría las filas y animaba a los argivos; porque le afligía que fueran vencidos por los teucros, y se indignaba mucho contra Zeus. Igual era el origen de ambas deidades y uno mismo su linaje, pero Zeus había nacido primero y sabía más; por esto Poseidón evitaba el socorrer abiertamente a aquéllos; y transfigurado en hombre, discurría, sin darse a conocer por el ejército y le amonestaba. Y los dioses inclinaban alternativamente en favor de unos y de otros la reñida pelea y el indeciso combate; y tendían sobre ellos una cadena irrompible e indisoluble que a muchos les quebró las rodillas.
 
 
361 Entonces Idomeneo, aunque ya semicano, animó a los dánaos, arremetió contra los teucros, llenándoles de pavor, y mató a Otrioneo. Este había acudido de Cabeso a Ilión cuando tuvo noticia de la guerra y pedido en matrimonio a Casandra, la más hermosa de las hijas de Príamo, sin obligación de dotarla; pero ofreciendo una gran cosa: que echaría de Troya a los aqueos. El anciano Príamo accedió y consintió en dársela; y el héroe combatía, confiando en la promesa. Idomeneo tiróle la reluciente lanza y le hirió mientras se adelantaba con arrogante paso: la coraza de bronce no resistió, clavóse aquélla en medio del vientre, cayó el guerrero con estrépito, e Idomeneo dijo con jactancia:
 
 
374 —¡Otrioneo! Te ensalzaría sobre todos los mortales si cumplieras lo que ofreciste a Príamo Dardánida cuando te prometió a su hija. También nosotros te haremos promesas con intención de cumplirlas: traeremos de Argos la más bella de las hijas del Atrida y te la daremos por mujer, si junto con los nuestros destruyes la populosa ciudad de Ilión. Pero sígueme, y en las naves que atraviesan el ponto nos pondremos de acuerdo sobre el casamiento; que no somos malos suegros.
 
 
383 Hablóle así el héroe Idomeneo, mientras le asía de un pie y le arrastraba por el campo de la dura batalla; y Asio se adelantó para vengarle, presentándose como peón delante de su carro, cuyos corceles, gobernados por el auriga, sobre los mismos hombros del guerrero resoplaban. Asio deseaba en su corazón herir a Idomeneo; pero anticipósele éste y le hundió la pica en la garganta, debajo de la barba, hasta que salió al otro lado. Cayó el teucro como en el monte la encina, el álamo o el elevado pino que unos artífices cortan con afiladas hachas para convertirlo en mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante de los corceles y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo con las manos el polvo ensangrentado. Turbóse el escudero, y ni siquiera se atrevió a torcer la rienda a los caballos para escapar de las manos de los enemigos. Y el belígero Antíloco se llegó a él y le atravesó con la lanza, pues la broncínea coraza no pudo evitar que se la clavara en el vientre. El auriga, jadeante, cayó del bien construido carro; y Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, sacó los caballos de entre lo teucros y se los llevó hacia los aqueos, de hermosas grebas.
 
 
402 Deífobo, irritado por la muerte de Asio, se acercó mucho a Idomeneo y le arrojó la reluciente lanza. Mas Idomeneo advirtiólo y burló el golpe encogiéndose debajo de su rodela, la cual era lisa y estaba formada por boyunas pieles y una lámina de bruñido bronce con dos abrazaderas: la broncínea lanza resbaló por la superficie del escudo, que sonó roncamente, y no fue lanzada en balde por el robusto brazo de aquél, pues fue a clavarse en el hígado, debajo del diafragma de Hipsenor Hipásida, pastor de hombres, haciéndole doblar las rodillas. Y Deífobo se jactaba así, dando grandes voces:
 
 
414 —Asio yace en tierra, pero ya está vengado. Figuróme que al descender a la morada de sólidas puertas del terrible Hades, se holgará su espíritu de que le haya proporcionado un compañero.
 
 
417 Así habló. Sus jactanciosas frases apesadumbraron a los argivos y conmovieron el corazón del belicoso Antíloco, pero éste, aunque afligido, no abandonó a su compañero, sino que corriendo se puso junto a él y le cubrió con la rodela. E introduciéndose por debajo de dos amigos fieles, Mecisteo, hijo de Equio, y el divino Alástor, llevaron a Hipsenor, que daba hondos suspiros hacia las cóncavas naves.
 
 
424 Idomeneo no dejaba que desfalleciera su gran valor y deseaba siempre o sumir a algún teucro en tenebrosa noche, o caer él mismo con estrépito, librando de la ruina a los aqueos. Poseidón dejó que sucumbiera a manos de Idomeneo el hijo querido del noble Esietes, el héroe Alcátoo (era yerno de Anquises y tenía por esposa a Hipodamia, la hija primogénita, a quien el padre y la veneranda madre amaban cordialmente en el palacio porque sobresalía en hermosura, destreza y talento entre todas las de su edad y a causa de esto casó con ella el hombre más ilustre de la vasta Troya): el dios ofuscóle los brillantes ojos y paralizó sus hermosos miembros, y el héroe no pudo huir ni evitar la acometida de Idomeneo, que le envasó la lanza en medio del pecho, mientras estaba inmóvil como una columna o un árbol de alta copa, y le rompió la coraza que siempre le había salvado de la muerte, y entonces produjo un sonido ronco al quebrarse por el golpe de la lanza. El guerrero cayó con estrépito; y como la lanza se había clavado en el corazón, movíanla las palpitaciones de éste; pero pronto el arma impetuosa perdió su fuerza. E Idomeneo con gran jactancia y a voz en grito exclamó:
 
 
446 —¡Deífobo! Ya que tanto te glorias, ¿no te parece que es una buena compensación haber muerto a tres, por uno que perdimos? Ven hombre admirable, ponte delante y verás quién es el descendiente de Zeus que aquí ha venido; porque Zeus engendró a Minos, protector de Creta; Minos fue padre del eximio Deucalión, y de éste nací yo que reino sobre muchos hombres en la vasta Creta y vine a las naves para ser una plaga para ti, para tu padre y para los demás teucros.
 
 
455 Así se expresó, y Deífobo vacilaba entre retroceder para que se le juntara alguno de los magnánimos teucros o atacar él solo a Idomeneo. Parecióle lo mejor ir en busca de Eneas, y le halló entre los últimos; pues siempre estaba irritado con el divino Príamo, que no le honraba como por su bravura merecía. Y deteniéndose a su lado, le dijo estas aladas palabras:
 
 
463 —¡Eneas, príncipe de los teucros! Es preciso que defiendas a tu cuñado, si te tomas algún interés por los parientes. Sígueme y vayamos a combatir por tu cuñado Alcátoo, que te crió cuando eras niño y ha muerto a manos de Idomeneo, famoso por su lanza.
 
 
468 Tal fue lo que dijo. Eneas sintió que en el pecho se le conmovía el corazón, y llegóse hacia Idomeneo con grandes deseos de pelear. Este no se dejó vencer del temor, cual si fuera un niño; sino que le aguardó como el jabalí que confiando en su fuerza, espera en un paraje desierto del monte el gran tropel de hombres que se avecina, y con las cerdas del lomo erizadas y los ojos brillantes como ascuas aguza los dientes y se dispone a rechazar la acometida de perros y cazadores; de igual manera Idomeneo, famoso por su lanza, aguardaba sin arredrarse a Eneas, ágil en la lucha, que le salía al encuentro; pero llamaba a sus compañeros, poniendo los ojos en Ascálafo, Afareo, Delpiro, Meriones y Antíloco, aguerridos campeones, y los exhortaba con estas aladas palabras:
 
 
481 —Venid, amigos, y ayudadme; pues estoy solo y temo mucho a Eneas, ligero de pies, que contra mí arremete. Es muy vigoroso para matar hombres en el combate, y se halla en la flor de la juventud, cuando mayor es la fuerza. Si con el ánimo que tengo, fuésemos de la misma edad, pronto le daría ocasión para alcanzar una gran victoria o él me la proporcionaría a mí.
 
 
487 Así dijo; y todos con el mismo ánimo en el pecho y los escudos en los hombros, se pusieron a la vera de Idomeneo. También Eneas exhortaba a sus amigos, echando la vista a Deífobo, Paris y el divino Agenor, que eran asimismo capitanes de los teucros. Inmediatamente marcharon las tropas detrás de los jefes, como las ovejas siguen al carnero cuando después del pasto van a beber, y el pastor se regocija en el alma; así se alegró el corazón de Eneas en el pecho al ver el grupo de hombres que tras él seguía.
 
 
496 Pronto trabaron alrededor del cadáver de Alcátoo un combate cuerpo a cuerpo, blandiendo grandes picas; y el bronce resonaba de horrible modo en los pechos al darse botes de lanza los unos a los otros. Dos hombres belicosos y señalados entre todos, Eneas e Idomeneo, iguales a Ares, deseaban herirse recíprocamente con el cruel bronce. Eneas arrojó él primero la lanza a Idomeneo; pero como éste la viera venir, evitó el golpe: la broncínea punta clavóse en tierra, vibrando, y el arma fue echada en balde por el robusto brazo. Idomeneo hundió la suya en el vientre de Enomao y el bronce rompió la concavidad de la coraza y desgarró las entrañas: el teucro, caído en el polvo, asió el suelo con las manos. Acto continuo Idomeneo arrancó del cadáver la ingente lanza, pero no le pudo quitar de los hombros la magnífica armadura porque estaba abrumado por los tiros. Como ya no tenía seguridad en sus pies para recobrar la lanza que arrojara, ni para librarse de la que le tiraran, evitaba la cruel muerte combatiendo a pie firme; y no pudiendo tampoco huir con ligereza, retrocedía paso a paso. Deífobo, que constantemente le odiaba, le tiró la lanza reluciente y erró el golpe, pero hirió a Ascálafo, hijo de Ares; la impetuosa lanza se clavó en la espalda, y el guerrero, caído en el polvo, asió el suelo con las manos. Y el ruidoso y furibundo Ares no se enteró de que su hijo hubiese sucumbido en el duro combate porque se hallaba detenido en la cumbre del Olimpo, debajo de áureas nubes, con otros dioses inmortales a quienes Zeus no permitía que intervinieran en la batalla.
 
 
526 La pelea cuerpo a cuerpo se encendió entonces en torno de Ascálafo, a quien Deífobo logró quitar el reluciente casco; pero Meriones, igual al veloz Ares, dio a Deífobo una lanzada en el brazo y le hizo soltar el casco con agujeros a guisa de ojos, que cayó al suelo produciendo ronco sonido. Meriones, abalanzándose a Deífobo con la celeridad del buitre arrancóle la impetuosa lanza de la parte superior del brazo y retrocedió hasta el grupo de sus amigos. A Deífobo sacóle del horrísono combate su hermano carnal Polites: abrazándole por la cintura, le condujo adonde tenía los rápidos corceles con el labrado carro, que estaban algo distantes de la batalla, gobernados por un auriga. Ellos llevaron a la ciudad al héroe, que se sentía agotado, daba hondos suspiros y le manaba sangre de la herida que en el brazo acababa de recibir.
 
 
540 Los demás combatían y alzaban una gritería inmensa. Eneas, acometiendo a Afareo Caletórida, el que contra él venía, hirióle en la garganta con la aguda lanza: la cabeza se inclinó a un lado, arrastrando el casco y el escudo, y la muerte destructora rodeó al guerrero. Antíloco, como advirtiera que Toón volvía pie atrás, arremetió contra él y le hirió: cortóle la vena que, corriendo por el dorso, llega hasta el cuello, y el teucro cayó de espaldas en el polvo y tendía los brazos a los compañeros queridos. Acudió Antíloco y le despojó de la armadura, mirando a todos lados, mientras los teucros iban cercándole e intentaban herirle; mas el ancho y labrado escudo paró los golpes, y ni aun consiguieron rasguñar la tierna piel del héroe, porque Poseidón, que bate la tierra, defendió al hijo de Néstor contra los muchos tiros. Antíloco no se apartaba nunca de los enemigos, sino que se agitaba en medio de ellos; su lanza, jamás ociosa, siempre vibrante, se volvía a todas partes, y él pensaba en su mente si la arrojaría a alguien, o acometería de cerca.
 
 
560 No se le ocultó a Adamante Asiada lo que Antíloco meditaba en medio de la turba; y acercándosele, le dio con el agudo bronce un bote con el escudo. Pero Poseidón, el de cerúlea cabellera, no permitió que quitara la vida a Antíloco e hizo vano el golpe rompiendo la lanza en dos partes, una de las cuales quedó clavada en el escudo, como estaca consumida por el fuego, y la otra cayó al suelo. Adamante retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la muerte; pero Meriones corrió tras él y arrojóle la lanza, que penetró por entre el ombligo y el pubis, donde son muy peligrosas las heridas que reciben en la guerra los míseros mortales. Allí, pues, se hundió la lanza, y Adamante, cayendo encima de ella, se agitaba como un buey a quien los pastores han atado en el monte con recias cuerdas y llevan contra su voluntad; así aquél, al sentirse herido, se agitó algún tiempo, que no fue largo porque Meriones se le acercó arrancóle la lanza del cuerpo, y las tinieblas velaron los ojos del guerrero.
 
 
576 Heleno dio a Deípiro un tajo en una sien con su gran espada tracia y le rompió el casco. Este, sacudido por el golpe, cayó al suelo, y rodando fue a parar a los pies de un guerrero aquivo que lo alzó de tierra. A Deípiro, tenebrosa noche le cubrió los ojos.
 
 
581 Gran pesar sintió por ello el Atrida Menelao, valiente en el combate, y blandiendo la lanza, arremetió, amenazador, contra el héroe y príncipe Heleno, quien, a su vez, armó la ballesta. Ambos fueron a encontrarse deseosos el uno de alcanzar al contrario con la aguda lanza, y el otro de herir a su enemigo con la flecha que el arco despidiera. El Priámida dio con la saeta en el pecho de Menelao, donde la coraza presentaba una concavidad; pero la cruel flecha fue rechazada y voló a otra parte. Como en la espaciosa era saltan del bieldo las negruzcas habas o los garbanzos al soplo sonoro del viento y al impulso del aventador; de igual modo, la amarga flecha, repelida por la coraza del glorioso Menelao, voló a lo lejos. Por su parte Menelao Atrida, valiente en la pelea hirió a Heleno en la mano en que llevaba el pulimentado arco; la broncínea lanza atravesó la palma y penetró en la ballesta. Heleno retrocedió hasta el grupo de sus amigos, para evitar la muerte; y su mano, colgando, arrastraba el asta de fresno. El magnánimo Agenor se la arrancó y le vendó la mano con una honda de lana de oveja bien tejida, que les facilitó el escudero del pastor de hombres.
 
 
601 Pisandro embistió al glorioso Menelao. El hado funesto le llevaba al fin de su vida, empujándole para que fuese vencido por ti, oh Menelao, en la terrible pelea. Así que entrambos se hallaron frente a frente, acometiéronse, y el Atrida erró el golpe porque la lanza se le desvió; Pisandro dio un bote en la rodela del glorioso Menelao, pero no pudo atravesar el bronce: resistió el ancho escudo y quebróse la lanza por el asta cuando aquél se regocijaba en su corazón con la esperanza de salir victorioso. Pero el Atrida desnudó la espada guarnecida de argénteos clavos y asaltó a Pisandro; quien, cubriéndose con el escudo, aferró una hermosa hacha, de bronce labrado, provista de un largo y liso mango de madera de olivo. Acometiéronse, y Pisandro dio un golpe a Menelao en la cimera del yelmo, adornado con crines de caballo, debajo del penacho; y Menelao hundió su espada en la frente del teucro, encima de la nariz: crujieron los huesos, y los ojos, ensangrentados, cayeron en el polvo, a los pies del guerrero, que se encorvó y vino a tierra. El Atrida, poniéndole el pie en el pecho, le despojó de la armadura; y blasonando del triunfo dijo:
 
 
620 —¡Así dejaréis las naves de los aqueos, de ágiles corceles, oh teucros soberbios e insaciables de la pelea horrenda! No os basta haberme inferido una vergonzosa afrenta, infames perros, sin que vuestro corazón temiera la ira terrible del tonante Zeus hospitalario, que algún día destruirá vuestra ciudad excelsa. Os llevasteis, además de muchas riquezas, a mi legítima esposa, que os había recibido amigablemente; y ahora deseáis arrojar el destructor fuego en las naves que atraviesan el ponto, y dar muerte a los héroes aqueos; pero quizás os hagamos renunciar al combate, aunque tan enardecidos os mostréis. ¡Padre Zeus! Dicen que superas en inteligencia a los demás dioses y hombres, y todo esto procede de ti. ¿Cómo favoreces a los teucros, a esos hombres insolentes, de espíritu siempre perverso, y que nunca se hartan de la guerra, a todos tan funesta? De todo llega el hombre a saciarse: del sueño, del amor, del dulce canto y de la agradable danza, cosas más apetecibles que la pelea, pero los teucros no se cansan de combatir.
 
 
640 En diciendo esto, el eximio Menelao quitóle al cadáver la ensangrentada armadura; y entregándola a sus amigos, volvió a batallar entre los combatientes delanteros.
 
 
643 Entonces le salió al encuentro Harpalión, hijo del rey Pilémenes, que fue a Troya con su padre a pelear y no había de volver a la patria tierra: el teucro dio un bote de lanza en medio del escudo del Atrida, pero no pudo atravesar el bronce y retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la muerte, mirando a todos lados; no fuera alguien a herirle con el bronce. Mientras él se iba, Meriones le asestó el arco, y la broncínea saeta se hundió en la nalga derecha del teucro, atravesó la vejiga por debajo del hueso y salió al otro lado. Y Harpalión, cayendo allí en brazos de sus amigos, dio el alma y quedó tendido en el suelo como un gusano; de su cuerpo fluía negra sangre que mojaba la tierra. Pusiéronse a su alrededor los magnánimos paflagones, y colocando el cadáver en un carro, lleváronlo, afligidos, a la sagrada Ilión; el padre iba con ellos derramando lágrimas, y ninguna venganza pudo tomar de aquella muerte.
 
 
660 Paris, muy irritado en su espíritu por la muerte de Harpalión, que era su huésped en la populosa Paflagonia, arrojó una broncínea flecha. Había un cierto Euquenor, rico y valiente, que era vástago del adivino Poliido, habitaba en Corinto y se embarcó para Troya, no obstante saber la funesta suerte que allí le aguardaba. El buen anciano Poliido habíale dicho repetidas veces que moriría de penosa dolencia en el palacio o sucumbiría a manos de los teucros en las naves aqueas; y él, queriendo evitar los reproches de los aquivos y la enfermedad odiosa con sus dolores, decidió ir a Ilión. A éste, pues, Paris le clavó la flecha por debajo de la quijada y de la oreja: la vida huyó de los miembros del guerrero, y la oscuridad horrible le envolvió.
 
 
673 Así combatían, con el ardor de encendido fuego. Héctor, caro a Zeus, aún no se había enterado, e ignoraba por completo que sus tropas fuesen destruidas por los argivos a la izquierda de las naves. Pronto la victoria hubiera sido de éstos. ¡De tal suerte Poseidón, que ciñe y sacude la tierra, los alentaba y hasta los ayudaba con sus propias fuerzas! Estaba Héctor en el mismo lugar adonde llegara después que pasó las puertas y el muro y rompió las cerradas filas de los escudados dánaos. Allí, en la playa del espumoso mar, habían sido colocadas las naves de Ayante y Protesilao; y se había levantado para defenderlas un muro bajo, porque los hombres y corceles acampados con aquel paraje eran muy valientes en la guerra.
 
 
685 Los beocios, los yáones, de larga vestidura; los locros, los ptiotas y los ilustres epeos detenían al divino Héctor, que, semejante a una llama, porfiaba en su empeño de ir hacia las naves; pero no conseguían que se apartase de ellos. Los atenienses habían sido designados para las primeras filas y los mandaba Menesteo, hijo de Peteo, a quien seguían Fidas, Estiquio y el valeroso Biante. De los epeos eran caudillos Meges Filida, Anfión y Dracio. Al frente de los ptiotas estaban Medonte y el belígero Podarces; aquél era hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayante, y vivía en Fílace, lejos de su patria, por haber dado muerte a un hermano de Eriopis, su madrastra y mujer de Oileo; y el otro era hijo de Ificlo Filácida. Ambos combatían al frente de los ptiotas y en unión con los beocios para defender las naves.
 
 
701 El ágil Ayante de Oileo no se apartaba un instante de Ayante Telamonio: como en tierra noval dos negros bueyes tiran con igual ánimo del sólido arado, abundante sudor brota en torno de sus cuernos, y sólo los separa el pulimentado yugo mientras andan por los surcos para abrir el hondo seno de la tierra; así, tan cercanos el uno del otro estaban los Ayaces. Al Telamonio seguíanle muchos y valientes hombres, que tomaban su escudo cuando la fatiga y el sudor llegaban a las rodillas del héroe. Mas al talentoso hijo de Oileo no le acompañaban los locros, porque no podían sostener una lucha a pie firme: no llevaban broncíneos cascos, adornados con crines de caballo, ni tenían rodelas ni lanzas de fresno; habían ido a Ilión, confiando en sus ballestas y en sus hondas de lana de ovejas retorcidas, y con las mismas destrozaban las falanges teucras. Aquéllos peleaban con Héctor y los suyos; éstos ocultos detrás, disparaban; y los teucros apenas pensaban en combatir, porque las flechas los ponían en desorden.
 
 
723 Entonces los teucros hubieran vuelto en deplorable fuga de las naves y tiendas a la ventosa Ilión, si Polidamante no se hubiese acercado al audaz Héctor para decirle:
 
 
726 —¡Héctor! Eres reacio en seguir los pareceres ajenos. Porque un dios te ha dado esa superioridad en las cosas de la guerra, ¿crees que aventajas a los demás en prudencia? No es posible que tú solo lo reúnas todo. La divinidad, a uno le concede que sobresalga en las acciones bélicas, a otro en la danza, al de más allá en la cítara y el canto; y el longividente Zeus pone en el pecho de algunos un espíritu prudente que aprovecha a gran número de hombres, salva las ciudades y lo aprecia particularmente quien lo posee. Te diré lo que considero más conveniente. Alrededor de ti arde la pelea por todas partes; pero de los magnánimos teucros que pasaron la muralla, unos se han retirado con sus armas, y otros, dispersos por las naves, combaten con mayor número de hombres. Retrocede y llama a los más valientes caudillos para deliberar si nos conviene arrojarnos a las naves, de muchos bancos, por si un dios nos da la victoria, o alejarnos de las mismas antes que seamos heridos. Temo que los aqueos se desquiten de lo de ayer, porque en las naves hay un varón incansable en la pelea, y me figuro que no se abstendrá de combatir.
 
 
748 Así habló Polidamante, y su prudente consejo plugo a Héctor, que saltó en seguida del carro a tierra, sin dejar las armas, y le dijo estas aladas palabras:
 
 
751 —¡Polidamante! Reúne tú a los más valientes caudillos, mientras voy a la otra parte de la batalla y vuelvo tan pronto como haya dado las convenientes órdenes.
 
 
754 Dijo; y semejante a un monte cubierto de nieve, partió volando y profiriendo gritos por entre los troyanos y sus auxiliares. Todos los caudillos se encaminaron hacia el bravo Polidamante Pantoida así que oyeron las palabras de Héctor. Este buscaba en los combatientes delanteros a Deífobo, al robusto rey Heleno, a Adamante Asíada, y a Asio, hijo de Hirtaco; pero no los halló ilesos ni a todos salvados de la muerte: los unos yacían, muertos por los argivos, junto a las naves aqueas; y los demás, heridos, quién de cerca, quién de lejos, estaban dentro de los muros de la ciudad. Pronto se encontró, en la izquierda de la batalla luctuosa, con el divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera que animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear; y deteniéndose a su lado, díjole estas injuriosas palabras:
 
 
769 —¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! ¿Dónde están Deífobo, el robusto rey Heleno, Adamante Asíada y Asio, hijo de Hirtaco? ¿Qué es de Otrioneo? Hoy la excelsa Ilión se arruina desde la cumbre, y horrible muerte te aguarda.
 
 
774 Respondióle el deiforme Paris:
—¡Héctor! Ya que tienes intención de culparme sin motivo, quizá otras veces fui más remiso en la batalla, aunque no del todo pusilánime me dio a luz mi madre. Desde que al frente de los compañeros promoviste el combate junto a las naves, peleamos sin cesar contra los dánaos. Los amigos por quienes preguntas han muerto, menos Deífobo y el robusto rey Heleno, los cuales, heridos en el brazo por ingentes lanzas, se fueron, y el Cronión les salvó la vida. Llévanos adonde el corazón y el ánimo te ordenen; te seguiremos presurosos, y no dejaremos de mostrar todo el valor compatible con nuestras fuerzas. Más allá de lo que éstas permiten, nada es posible hacer en la guerra, por enardecido que uno esté.
 
 
788 Así diciendo, cambió el héroe la mente de su hermano. Enderezaron al sitio donde era más ardiente el combate y la pelea; allí estaban Cebriones, el eximio Polidamante, Falces, Orteo, Polifetes igual a un dios, Palmis, Ascanio y Moris, hijos los dos últimos de Hipotión, todos los cuales habían llegado el día anterior de la fértil Ascania, y entonces Zeus les impulsó a combatir. A la manera que un torbellino de vientos impetuosos desciende a la llanura, acompañado del trueno de Zeus, y al caer en el mar con ruido inmenso levanta grandes y espumosas olas que se van sucediendo; así los teucros seguían en filas cerradas a los jefes, y el bronce de las armas relucía. Iba a su frente Héctor Priámida, cual si fuese Ares, funesto a los mortales: llevaba por delante un escudo liso, formado por muchas pieles de buey y una gruesa lámina de bronce, y el refulgente casco temblaba en sus sienes. Movíase Héctor, defendiéndose con la rodela, y probaba por todas partes si las falanges cedían; pero no logró turbar el ánimo en el pecho de los aqueos. Entonces Ayante adelantóse con ligero paso y provocóle con estas palabras:
 
 
810 —¡Varón admirable! ¡Acércate! ¿Por qué quieres amedrentar de este modo a los argivos? No somos inexpertos en la guerra, sino que los aqueos sucumben bajo el cruel azote de Zeus. Tú esperas quemar las naves, pero nosotros tenemos los brazos prontos para defenderlas; y mucho antes que lo consigas, vuestra populosa ciudad será tomada y destruida por nuestras manos. Yo te aseguro que está cerca el momento en que tú mismo, puesto en fuga, pedirás al padre Zeus y a los demás inmortales que tus corceles sean más veloces que los gavilanes; y los caballos te llevarán a la ciudad, levantando gran polvareda en la llanura.
 
 
821 Así que acabó de hablar, pasó por cima de ellos, hacia la derecha, un águila de alto vuelo, y los aquivos gritaron animados por el agüero. El esclarecido Héctor respondió:
 
 
824 —¡Ayante lenguaz y fanfarrón!, ¿qué dijiste? así fuera yo hijo de Zeus, que lleva la égida, y me hubiese dado a luz la venerable Hera y gozara de los mismos honores que Atenea o Apolo, como este día será funesto para todos los argivos. Tú también morirás si tienes la osadía de aguardar mi larga pica: ésta te desgarrará el delicado cuerpo; y tú, cayendo junto a las naves aqueas, saciarás de carne y grasa a los perros y aves de la comarca troyana.
 
 
833 En diciendo esto, pasó adelante; los otros capitanes le siguieron con vocerío inmenso; y detrás las tropas gritaban también. Los argivos movía, por su parte gran alboroto y, sin olvidarse de su valor, aguardaban la acometida de los más valientes teucros. Y el estruendo que producían ambos ejércitos llegaba al éter y a la morada resplandeciente de Zeus.
 
== CANTO XIV ==
 
1 Néstor, aunque estaba bebiendo, no dejó de advertir la gritería; y hablando al descendiente de Asclepio, pronunció estas aladas palabras:
 
 
3 —¡Oh divino Macaón! ¿Cómo te parece que acabarán estas cosas? Junto a las naves crece el vocerío de los robustos jóvenes. Tú, sentado aquí, bebe el negro vino, mientras Hecamede, la de hermosas trenzas, pone a calentar el agua del baño y te lava después la sangrienta herida, y yo, en el ínterin subiré a un altozano para ver lo que ocurre.
 
 
9 Dijo; y después de embrazar el labrado escudo de reluciente bronce, que su hijo Trasimedes, domador de caballos, dejara allí por haberse llevado el del anciano, asió la fuerte lanza de broncínea punta y salió de la tienda. Pronto se detuvo ante el vergonzoso espectáculo que se ofreció a sus ojos: los aquivos eran derrotados por los feroces teucros y la gran muralla aquea estaba destruida. Como el piélago inmenso empieza a rizarse con sordo ruido y purpúrea, presagiando la rápida venida de los sonoros vientos, pero no mueve las olas hasta que Zeus envía un viento determinado; así el anciano hallábase perplejo entre encaminarse a la turba de los dánaos de ágiles corceles, o enderezar sus pasos hacia el Atrida Agamemnón, pastor de hombres. Parecióle que sería lo mejor ir en busca del Atrida, y así lo hizo; mientras los demás, combatiendo, se mataban unos a otros, y el duro bronce resonaba alrededor de sus cuerpos a los golpes de las espadas y de las lanzas de doble filo.
 
 
27 Encontráronse con Néstor los reyes, alumnos de Zeus, que antes fueron heridos con el bronce—el Tidida, Odiseo y Agamemnón, hijo de Atreo—, y entonces venían de sus naves. Estas habían sido colocadas lejos del campo de batalla, en la orilla del espumoso mar: sacáronlas a la llanura las primeras, y labraron un muro delante de las popas. Porque la ribera, con ser vasta, no podía contener todos los bajeles en una sola fila, y por esto los pusieron escalonados y llenaron con ellos el gran espacio de costa que limitaban altos promontorios. Los reyes iban juntos, con el ánimo abatido, apoyándose en las lanzas, porque querían presenciar el combate y la clamorosa pelea; y cuando vieron venir al anciano, se les sobresaltó el corazón en el pecho. Y el rey Agamemnón, dirigiéndole la palabra, exclamó:
 
 
42 —¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! ¿Por qué vienes, dejando la homicida batalla? Temo que el impetuoso Héctor cumpla la amenaza que me hizo en su arenga a los teucros: Que no regresaría a Ilión antes de pegar fuego a las naves y matar a los aquivos. Así decía, y todo se va cumpliendo. ¡Oh dioses! Los aqueos, de hermosas grebas, tienen, como Aquileo, el ánimo poseído de ira contra mí y no quieren combatir junto a los bajeles.
 
 
52 Respondió Néstor, caballero gerenio:
— Patente es lo que dices, y ni el mismo Zeus altitonante puede modificar lo que ya ha sucedido. Derribado está el muro que esperábamos fuese indestructible reparo para las veleras naves y para nosotros mismos; y junto a ellas los teucros sostienen vivo e incesante combate. No conocerías por más que lo miraras, hacia qué parte van los aqueos acosados y puestos en desorden: en montón confuso reciben la muerte, y la gritería llega hasta el cielo. Deliberemos sobre lo que puede ocurrir, por si damos con alguna idea provechosa; y no propongo que entremos en combate porque es imposible que peleen los que están heridos.
 
 
64 Díjole el rey de hombres Agamemnón:
— ¡Néstor! Puesto que ya los teucros combaten junto a las popas de las naves y de ninguna utilidad ha sido el muro con su foso que los dánaos construyeron con tanta fatiga, esperando que fuese indestructible reparo para los barcos y para ellos mismos; sin duda debe de ser grato al prepotente Zeus que los aqueos perezcan sin gloria aquí, lejos de Argos. Antes yo veía que el dios auxiliaba, benévolo, a los dánaos; mas al presente da gloria a los teucros, cual si fuesen dioses bienaventurados, y encadena nuestro valor y nuestros brazos. Ea, obremos todos como voy a decir. Arrastremos las naves que se hallan más cerca de la orilla, echémoslas al mar divino y que estén sobre las anclas hasta que venga la noche inmortal; y si entonces los teucros se abstienen de combatir, podremos botar las restantes. No es reprensible evitar una desgracia, aunque sea durante la noche. Mejor es librarse huyendo, que dejarse coger.
 
 
82 El ingenioso Odiseo, mirándole con torva faz, exclamó:
—¡Atrida! ¿Qué palabras se escaparon de tus labios? ¡Hombre funesto! Debieras estar al frente de un ejército de cobardes y no mandarnos a nosotros, a quienes Zeus concedió llevar al cabo arriesgadas empresas bélicas desde la juventud a la vejez, hasta que perezcamos. ¿Quieres que dejemos la ciudad troyana de anchas calles, después de haber padecido por ella tantas fatigas? Calla y no oigan los aqueos esas palabras, las cuales no saldrían de la boca de ningún varón que supiera hablar con espíritu prudente, llevara cetro y fuera obedecido por tantos hombres cuantos son los argivos sobre quienes imperas. Repruebo completamente la proposición que hiciste: sin duda nos aconsejas que botemos al mar las naves de muchos bancos durante el combate y la pelea, para que más presto se cumplan los deseos de los teucros, ya al presente vencedores, y nuestra perdición sea inminente. Porque los aqueos no sostendrán el combate si las naves son echadas al mar; sino que, volviendo los ojos adonde puedan huir, cesarán de pelear, y tu consejo, príncipe de hombres, habrá sido dañoso.
 
 
103 Contestó el rey de hombres Agamemnón:
— ¡Oh Odiseo! Tu duro reproche me ha llegado al alma; pero yo no mandaba que los aqueos arrastraran al mar, contra su voluntad, las naves de muchos bancos. Ojalá que alguien, joven o viejo, propusiera una cosa mejor, pues le oiría con gusto.
 
 
109 Y entonces les dijo Diomedes, valiente en la pelea:
— Cerca tenéis a tal hombre —no habremos de buscarle mucho, si os halláis dispuestos a obedecer; y no me vituperéis ni os irritéis contra mi, recordando que soy más joven que vosotros, pues me glorío de haber tenido por padre al valiente Tideo, cuyo cuerpo está enterrado en Tebas. Engendró Porteo tres hijos ilustres que habitaron en Pleurón y en la excelsa Calidón: Agrio, Melas y el caballero Eneo, mi abuelo paterno, que era el más valiente. Eneo quedóse en su país, pero mi padre, después de vagar algún tiempo, se estableció en Argos porque así lo quisieron Zeus y los demás dioses, casó con una hija de Adrasto y vivió en una casa abastada de riqueza: poseía muchos trigales, no pocas plantaciones de árboles en los alrededores de la población, y copiosos rebaños; y aventajaba a todos los aquivos en el manejo de la lanza. Tales cosas las habréis oído referir como ciertas que son. No sea que, figurandoos quizás que por mi linaje he de ser cobarde y débil, despreciéis lo bueno que os diga. Ea, vayamos a la batalla, no obstante estar heridos, pues la necesidad apremia; pongámonos fuera del alcance de los tiros para no recibir lesiones sobre lesiones, animemos a los demás y hagamos que entren en combate cuantos, cediendo a su ánimo indolente, permanecen alejados y no pelean.
 
 
133 Así se expresó, y ellos le escucharon y obedecieron. Echaron a andar, y el rey de hombres Agamemnón iba delante.
 
 
135 El ilustre Poseidón, que sacude la tierra, estaba al acecho; y transfigurándose en un viejo, se dirigió a los reyes, tomó la diestra de Agamemnón Atrida y le dijo estas aladas palabras:
 
 
139 —¡Atrida! Aquileo, al contemplar la matanza y la derrota de los aqueos, debe de sentir que en el pecho se le regocija el corazón pernicioso, porque está falto de juicio. ¡Así pereciera y una deidad le cubriese de ignominia! Pero los bienaventurados dioses no se hallan irritados contigo, y los caudillos y príncipes de los teucros serán puestos en fuga y levantarán nubes de polvo en la llanura espaciosa; tú mismo los verás huir desde las tiendas y naves a la ciudad.
 
 
147 Cuando así hubo hablado, dio un gran alarido y empezó a correr por la llanura. Cual es la gritería de nueve o diez mil guerreros al trabarse la marcial contienda, tan pujante fue la voz que el soberano Poseidón, que bate la tierra, hizo salir de su pecho. Y el dios infundió valor en el corazón de todos los aqueos para que lucharan y combatieran sin descanso.
 
 
153 Hera, la de áureo trono, mirando desde la cima del Olimpo, conoció a su hermano y cuñado, y regocijóse en el alma; pero vio a Zeus sentado en la más alta cumbre del Ida, abundante en manantiales, y se le hizo odioso en su corazón. Entonces Hera veneranda, la de los grandes ojos, pensaba cómo podría engañar a Zeus, que lleva la égida. Al fin parecióle que la mejor resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida, por si Zeus, abrasándose en amor, quería dormir a su lado y ella lograba derramar sobre los párpados y el prudente espíritu del dios, dulce y placentero sueño. Sin perder un instante, fuese a la habitación labrada por su hijo Hefesto —la cual tenía una sólida puerta con cerradura oculta que ninguna otra deidad sabía abrir—, entró, y habiendo entornado la puerta, lavóse con ambrosía el cuerpo encantador y lo untó con un aceite craso, divino, suave y tan oloroso que al moverlo en el palacio de Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difundió por el cielo y la tierra. Ungido el hermoso cutis, se compuso el cabello, y con sus propias manos formó los rizos lustrosos, bellos, divinales, que colgaban de la cabeza inmortal. Echóse en seguida el manto divino, adornado con muchas bordaduras, que Atenea le hiciera; y sujetólo al pecho con broche de oro. Púsose luego un ceñidor que tenía cien borlones, y colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Después, la divina entre las diosas se cubrió con un velo hermoso, nuevo, tan blanco como el sol; y calzó sus nítidos pies con bellas sandalias. Y cuando hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos, salió de la estancia; y llamando a Afrodita aparte de los dioses, hablóle en estos términos:
 
 
190 —¡Hija querida! ¿Querrás complacerme en lo que te diga, o te negarás, irritada en tu ánimo, porque yo protejo a los dánaos y tú a los teucros?
 
 
193 Respondióle Afrodita, hija de Zeus:
— ¡Hera, venerable diosa, hija del gran Cronos! Di qué quieres; mi corazón me impulsa a realizarlo, si puedo y es hacedero.
 
 
197 Contestóle dolosamente la venerable Hera:
— Dame el amor y el deseo con los cuales rindes a todos los inmortales y a los mortales hombres. Voy a los confines de la fértil tierra para ver a Océano, padre de los dioses, y a la madre Tetis, los cuales me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio, cuando el longividente Zeus puso a Cronos debajo de la tierra y del mar estéril. Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y del tálamo, porque la cólera anidó en sus corazones. Si apaciguara con mis palabras su ánimo y lograra que reanudasen el amoroso consorcio, me llamarían siempre querida y venerable.
 
 
211 Respondió de nuevo la risueña Afrodita:
— No es posible ni sería conveniente negarte lo que pides pues duermes en los brazos del poderosísimo Zeus.
 
 
214 Dijo; y desató del pecho el cinto bordado, de variada labor, que encerraba todos los encantos: hallábanse allí el amor el deseo, las amorosas pláticas y el lenguaje seductor que hace perder el juicio a los más prudentes. Púsolo en las manos de Hera, y pronunció estas palabras:
 
 
219 —Toma y esconde en tu seno el bordado ceñidor donde todo se halla. Yo te aseguro que no volverás sin haber logrado lo que te propongas.
 
 
222 Así habló. Sonrióse Hera veneranda, la de los grandes ojos; y sonriente aún, escondió el ceñidor en el seno. Afrodita, hija de Zeus, volvió a su morada. Hera dejó en raudo vuelo la cima del Olimpo, y pasando por la Pieria y la deleitosa Ematia, salvó las altas y nevadas cumbres de las montañas donde viven los jinetes tracios, sin que sus pies tocaran la tierra; descendió por el Atos al fluctuoso ponto y llegó a Lemnos, ciudad del divino Toante. Allí se encontró con Hipno, hermano de la Muerte; y asiéndole de la diestra, le dijo estas palabras:
 
 
233 —¡Oh Hipno, rey de todos los dioses y de todos los hombres! Si en otra ocasión escuchaste mi voz, obedéceme también ahora, y mi gratitud será perenne. Adormece los brillantes ojos de Zeus debajo de sus párpados, tan pronto como, vencido por el amor, se acueste conmigo. Te daré como premio un trono hermoso, incorruptible, de oro; y mi hijo Hefesto, el cojo de ambos pies, te hará un escabel que te sirva para apoyar las nítidas plantas, cuando asistas a los festines.
 
 
242 Respondióle el dulce Hipno:
— ¡Hera, venerable diosa, hija del gran Cronos! Fácilmente adormecería a cualquiera otro de los sempiternos dioses y aun a las corrientes del río Océano, que es el padre de todos ellos, pero no me acercaré ni adormeceré a Zeus Cronión, si él no lo manda. Me hizo cuerdo tu mandato el día en que el animoso hijo de Zeus se embarcó en Ilión, después de destruir la ciudad troyana. Entonces sumí en grato sopor la mente de Zeus, que lleva la égida, difundiéndome suave en torno suyo; y tú, que te proponías causar daño a Heracles, conseguiste que los vientos impetuosos soplaran sobre el ponto y lo llevaran a la populosa Cos, lejos de sus amigos. Zeus despertó y encendióse en ira: maltrataba a los dioses en el palacio, me buscaba a mí, y me hubiera hecho desaparecer, arrojándome del éter al ponto, si la Noche, que rinde a los dioses y a los hombres, no me hubiese salvado; lleguéme a ella, y aquél se contuvo, aunque irritado, porque temió hacer algo que a la rápida Noche desagradara. Y ahora me mandas realizar otra cosa peligrosísima.
 
 
263 Respondióle Hera veneranda, la de los grandes ojos:
— ¡Hipno! ¿Por qué en la mente revuelves tales cosas? ¿Crees que el longividente Zeus favorecerá tanto a los teucros, como, en la época en que se irritó, protegía a su hijo Heracles? Ea, ve y prometo darte, para que te cases con ella y lleve el nombre de esposa tuya, la más joven de las Cárites, Pasitea, cuya posesión constantemente anhelas.
 
 
270 Así habló. Alegróse Hipno, y respondió diciendo:
— Jura por el agua sagrada de la Estix, tocando con una mano la fértil tierra y con la otra el brillante mar, para que sean testigos los dioses subtartáreos que están con Cronos, que me darás la más joven de las Cárites, Pasitea, cuya posesión constantemente anhelo.
 
 
277 Así dijo. No desobedeció Hera, la diosa de los níveos brazos, y juró como se le pedía, nombrando a todos los dioses subtartáreos, llamados Titanes. Prestado el juramento, partieron ocultos en una nube, dejaron atrás a Lemnos y la ciudad de Imbros, y siguiendo con rapidez el camino, llegaron a Lecto, en el Ida, abundante en manantiales y criador de fieras; allí pasaron del mar a tierra firme, y anduvieron haciendo estremecer bajo sus pies la cima de los árboles de la selva. Detúvose Hipno, antes que los ojos de Zeus pudieran verle, y encaramándose en un abeto altísimo que naciera en el Ida y por el aire llegaba al éter, se ocultó entre las ramas como la montaraz ave canora llamada por los dioses calcis y por los hombres cymindis.
 
 
292 Hera subió ligera al Gárgaro, la cumbre más alta del Ida; Zeus, que amontona las nubes, la vio venir; y apenas la distinguió, enseñoreóse de su prudente espíritu el mismo deseo que cuando gozaron las primicias del amor, acostándose a escondidas de sus padres. Y así que la tuvo delante, le habló diciendo:
 
 
298 —¡Hera! ¿A dónde vas, que tan presurosa vienes del Olimpo, sin los caballos y el carro que podrían conducirte?
 
 
300 Respondióle dolosamente la venerable Hera:
— Voy a los confines de la fértil tierra, a ver a Océano, padre de los dioses, y a la madre Tetis, que me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio. Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y del tálamo, porque la cólera anidó en sus corazones. Tengo al pie del Ida los corceles que me llevarán por tierra y por mar, y vengo del Olimpo a participártelo; no fuera que te enfadaras si me encaminase, sin decírtelo, al palacio del Océano, de profunda corriente.
 
 
312 Contestó Zeus, que amontona las nubes:
— ¡Hera! Allá se puede ir más tarde. Ea, acostémonos y gocemos del amor. Jamás la pasión por una diosa o por una mujer se difundió por mi pecho, ni me avasalló como ahora: nunca he amado así, ni a la esposa de Ixión, que parió a Parítoo, consejero igual a los dioses; ni a Dánae, la de bellos talones, hija de Acrisio, que dio a luz a Perseo, el más ilustre de los hombres, ni a la celebrada hija de Fénix, que fue madre de Minos y de Radamantis, igual a un dios; ni a Semele, ni a Alemena en Tebas, de la que tuve a Heracles, de ánimo valeroso, y de Semele a Dióniso, alegría de los mortales: ni a Deméter, la soberana de hermosas trenzas, ni a la gloriosa Leto, ni a ti misma: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.
 
 
329 Replicóle dolosamente la venerable Hera:
— ¡Terribilísimo Cronión! ¡Qué palabras proferiste! ¡Quieres acostarte y gozar del amor en las cumbres del Ida, donde todo es patente! ¿Qué ocurriría si alguno de los sempiternos dioses nos viese dormidos y lo manifestara a todas las deidades? Yo no volvería a tu palacio al levantarme del lecho; vergonzoso fuera. Mas si lo deseas y a tu corazón es grato, tienes la cámara que tu hijo Hefesto labró cerrando la puerta con sólidas tablas que encajan en el marco. Vamos a acostarnos allí, ya que folgar te place.
 
 
341 Respondióle Zeus, que amontona las nubes:
— ¡Hera! No temas que nos vea ningún dios ni hombre: te cubriré con una nube dorada que ni el Sol, con su luz, que es la más penetrante de todas, podría atravesar para mirarnos.
 
 
346 Dijo el Cronión, y estrechó en sus brazos a la esposa. La tierra produjo verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto espeso y tierno para levantarlos del suelo. Acostáronse allí y cubriéronse con una hermosa nube dorada, de la cual caían lucientes gotas de rocío.
 
 
352 Tan tranquilamente dormía el padre sobre el alto Gárgaro, vencido por el sueño y el amor y abrazado con su esposa. El dulce Hipno corrió hacia las naves aqueas para llevar la noticia a Poseidón, que ciñe la tierra, y deteniéndose cerca de él, pronunció estas aladas palabras:
 
 
357 —¡Oh Poseidón! Socorre pronto a los dánaos y dales gloria, aunque sea breve, mientras duerme Zeus, a quien he sumido en dulce letargo, después que Hera, engañándole, logró que se acostara para gozar del amor.
 
 
361 Dicho esto, fuese hacia las ínclitas tribus de los hombres. Y Poseidón, más incitado que antes a socorrer a los dánaos, saltó en seguida a las primeras filas y les exhortó diciendo:
 
 
364 —¡Argivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria a Héctor Priámida, para que se apodere de los bajeles y alcance gloria? así se lo figura él y de ello se jacta, porque Aquileo permanece en las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero Aquileo no hará gran falta, si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Ea, obremos todos como voy a decir. Embrazad los escudos mayores y más fuertes que haya en el ejército, cubríos la cabeza con el refulgente casco, coged las picas más largas, y pongámonos en marcha: yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva a esperarnos. Y el varón que, siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger sus hombros, déselo al menos valiente y tome otro mejor.
 
 
378 En tales términos habló, y ellos le escucharon y obedecieron. Los mismos reyes —el Tidida, Odiseo y Agamemnón Atrida—, sin embargo de estar heridos, formaban el escuadrón; y recorriendo las hileras, hacían el cambio de las marciales armas. El esforzado tomaba las más fuertes y daba las peores al que le era inferior. Tan pronto como hubieron vestido el luciente bronce, se pusieron en marcha; precedíales Poseidón, que sacude la tierra, llevando en la robusta mano una espada terrible, larga y puntiaguda, que parecía un relámpago; y a nadie le era posible luchar con el dios en el funesto combate, porque el temor se lo impedía a todos.
 
 
388 Por su parte, el esclarecido Héctor puso en orden a los teucros. Y Poseidón, el de cerúlea cabellera, y el preclaro Héctor, auxiliando éste a los teucros y aquél a los argivos, extendieron el campo de la terrible pelea. El mar, agitado, llegó hasta las tiendas y naves de los argivos, y los combatientes se embistieron con gran alboroto. No braman tanto las olas del mar cuando, levantadas por el soplo terrible del Bóreas, se rompen en la tierra; ni hace tanto estrépito el ardiente fuego en la espesura del monte, al quemarse una selva; ni suena tanto el viento en las altas copas de las encinas, si arreciando muge; cuanta fue la grita de teucros y aqueos en el momento en que, vociferando de un modo espantoso, vinieron a las manos.
 
 
402 El preclaro Héctor arrojó él primero la lanza a Ayante, que contra él arremetía, y no le erró; pero acertó a dar en el sitio en que se cruzaban la correa del escudo y el tahalí de la espada, guarnecida con argénteos clavos, y ambos protegieron el delicado cuerpo. Irritóse Héctor porque la lanza había sido arrojada inútilmente por su mano, y retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la muerte. El gran Ayante Telamonio, al ver que Héctor se retiraba, cogió una de las muchas piedras que servían para calzar las naves y rodaban entonces entre los pies de los combatientes, y con ella le hirió en el pecho, por cima del escudo, junto a la garganta; la piedra lanzada con ímpetu, giraba como un torbellino. Como viene a tierra la encina arrancada de raíz por el rayo de Zeus, despidiendo un fuerte olor de azufre; y el que se halla cerca desfallece, pues el rayo del gran Zeus es formidable; de igual manera, el robusto Héctor dio consigo en el suelo y cayó en el polvo: la pica se le fue de la mano, quedaron encima de él escudo y casco, y la armadura de labrado bronce resonó en torno del cuerpo. Los aquivos corrieron hacia Héctor, dando recias voces, con la esperanza de arrastrarlo a su campo; mas, aunque arrojaron muchas lanzas, no consiguieron herir al pastor de hombres, ni de cerca, ni de lejos, porque fue rodeado por los más valientes teucros —Polidamante, Eneas, el divino Agenor, Sarpedón, caudillo de los licios, y el eximio Glauco—, y los otros tampoco le abandonaron, pues se pusieron delante con sus rodelas. Los amigos de Héctor levantáronle en brazos, condujéronle adonde tenía los ágiles corceles con el labrado carro y el auriga, y se lo llevaron hacia la ciudad, mientras daba profundos suspiros.
 
 
433 Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus engendró, bajaron a Héctor del carro y le rociaron el rostro con agua: el héroe cobró los perdidos espíritus, miró a lo alto, y poniéndose de rodillas, tuvo un vómito de negra sangre; luego cayó de espaldas, y la noche obscura cubrió sus ojos, porque aun tenía débil el ánimo a consecuencia del golpe recibido.
 
 
440 Los argivos, cuando vieron que Héctor se ausentaba, arremetieron con más ímpetu a los teucros, y sólo pensaron en combatir. Entonces, el veloz Ayante de Oileo fue el primero que, acometiendo con la puntiaguda lanza, hirió a Satnio Enópida, a quien una náyade había tenido de Enope, mientras éste apacentaba rebaños a orillas del Sátniois: Ayante de Oileo, famoso por su lanza, llegóse a él, le hirió en el ijar y le tumbó de espaldas; y en torno del cadáver, teucros y dánaos trabaron un duro combate. Fue a vengarle Polidamante, hábil en blandir la lanza, e hirió en el hombro derecho a Protoenor, hijo de Areilico: la impetuosa lanza atravesó el hombro, y el guerrero, cayendo en el polvo, cogió el suelo con sus manos. Y Polidamante exclamó con gran jactancia y a voz en grito:
 
 
454 —No creo que el brazo robusto del valeroso hijo de Pántoo haya despedido la lanza en vano; algún argivo la recibió en su cuerpo y me figuro que le servirá de báculo para apoyarse en ella y descender a la morada de Plutón.
 
 
458 Así habló. Sus jactanciosas palabras apesadumbraron a los argivos y conmovieron el corazón del aguerrido Ayante Telamonio, a cuyo lado cayó Protoenor. En el acto arrojó Ayante una reluciente lanza a Polidamante, que ya se retiraba; éste dio un salto oblicuo y evitóla, librándose de la negra muerte; pero en cambio la recibió Arquéloco, hijo de Antenor, a quien los dioses habían destinado a morir: la lanza se clavó en la unión de la cabeza con el cuello, en la primera vértebra, y cortó ambos ligamentos; cayó el guerrero, y cabeza, boca y narices llegaron al suelo antes que las piernas y las rodillas. Y Ayante, vociferando, al eximio Polidamante le decía:
 
 
470 —Reflexiona, oh Polidamante, y dime sinceramente:
¿La muerte de ese hombre no compensa la de Protoenor? No parece vil, ni de viles nacidos, sino hermano o hijo de Antenor, domador de caballos pues tiene el mismo aire de familia.
 
 
475 Así dijo, porque le conocía bien; y a los teucros se les llenó el corazón de pesar. Entonces Acamante, que se hallaba junto al cadáver de su hermano para protegerlo, envasó la lanza a Prómaco, el beocio, cuando éste cogía por los pies al muerto e intentaba llevárselo. Y enseguida, jactóse grandemente, dando recias voces:
 
 
479 —¡Argivos, que sólo con el arco sabéis combatir y nunca os cansáis de proferir amenazas! El trabajo y los pesares no han de ser solamente para nosotros, y algún día recibiréis la muerte de este mismo modo. Mirad a Prómaco, que yace en el suelo, vencido por mi pica, para que la venganza por la muerte de un hermano no sufra dilación. Por esto el hombre que es víctima de alguna desgracia anhela dejar un hermano que pueda vengarle.
 
 
486 Así se expresó. Sus jactanciosas frases apesadumbraron a los argivos y conmovieron el corazón del aguerrido Peneleo, que arremetió contra Acamante; pero éste no aguardó la acometida. Peneleo hirió a Ilioneo, hijo único que a Forbante —hombre rico en ovejas y amado sobre todos los teucros por Hermes, que le dio muchos bienes— su esposa le pariera: la lanza, penetrando por debajo de una ceja, le arrancó la pupila, le atravesó el ojo y salió por la nuca, y el guerrero vino al suelo con los brazos abiertos. Peneleo, desnudando la aguda espada, le cercenó la cabeza, que cayó a tierra con el casco, y como la fornida lanza seguía clavada en el ojo, cogióla, levantó la cabeza cual si fuese una flor de adormidera, la mostró a los teucros, y blasonando del triunfo, dijo:
 
 
501 —¡Teucros! Decid en mi nombre a los padres del ilustre Ilioneo que le lloren en su palacio; ya que tampoco la esposa de Prómaco Alegenórida recibirá con alegre rostro a su marido cuando, embarcándonos en Troya, volvamos a nuestra patria.
 
 
506 Así habló, A todos les temblaban las carnes de miedo, y cada cual buscaba a donde huir para librarse de una muerte espantosa.
 
 
508 Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cuál fue el primer aquivo que alzó del suelo cruentos despojos cuando el ilustre Poseidón, que bate la tierra, inclinó el combate en favor de los aqueos.
 
 
511 Ayante Telamonio, el primero, hirió a Hirtio Girtíada; Antíloco hizo perecer a Falces y a Mérmero, despojándolos luego de las armas; Meriones mató a Moris e Hipotión Teucro quitó la vida a Protoón y Perifetes; y el Atrida hirió en el ijar a Hiperenor, pastor de hombres: el bronce atravesó los intestinos, el alma salió presurosa por la herida, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero. Y el veloz Ayante, hijo de Oileo, mató a muchos; porque nadie le igualaba en perseguir a los guerreros aterrorizados, cuando Zeus los ponía en fuga.
 
== CANTO XV ==
 
1 Cuando los teucros hubieron atravesado en su huída el foso y la estacada, muriendo muchos a manos de los dánaos, llegaron al sitio donde tenían los corceles e hicieron alto, amedrentados y pálidos de miedo. En aquel instante despertó Zeus en la cumbre del Ida, al lado de Hera, la de áureo trono. Levantóse y vio a los teucros perseguidos por los aqueos, que los ponían en desorden; y entre éstos, al soberano Poseidón. Vio también a Héctor tendido en la llanura y rodeado de amigos, jadeante, privado de conocimiento, vomitando sangre; que no fue el más débil de los aqueos quien le causó la herida. El padre de los hombres y de los dioses, compadeciéndose de él miró con torva y terrible faz a Hera, y así le dijo:
 
 
14 —Tu engaño, Hera maléfica e incorregible, ha hecho que Héctor dejara de combatir y que sus tropas se dieran a la fuga. No sé si castigarte con azotes, para que seas la primera en gozar de tu funesta astucia. ¿Por ventura no te acuerdas de cuando estuviste colgada en lo alto y puse en tus pies sendos yunques, y en tus manos áureas e irrompibles esposas? Te hallabas suspendida en medio del éter y de las nubes, los dioses del vasto Olimpo te rodeaban indignados, pero no podían desatarte —si entonces llego a coger a alguno, le arrojo de estos umbrales y llega a la tierra casi sin vida—, y yo no lograba echar del corazón el continuo pesar que sentía por el divino Heracles, a quien tú, produciendo una tempestad con el auxilio del Bóreas arrojaste con perversa intención al mar estéril y llevaste luego a la populosa Cos, allí le libré de los peligros y le conduje nuevamente a la Argólide, criadora de caballos, después que hubo padecido muchas fatigas. Te lo recuerdo para que pongas fin a tus engaños y sepas si te será provechoso haber venido de la mansión de los dioses a burlarme con los goces del amor.
 
 
34 Así se expresó. Estremecióse Hera veneranda, la de los grandes ojos, y pronunció estas aladas palabras:
 
 
36 —Sean testigos Gea y el anchuroso Urano y el agua de la Estix, de subterránea corriente—que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses—, y tu cabeza sagrada y nuestro tálamo nupcial, por el que nunca juraría en vano. No es por mi consejo que Poseidón, el que sacude la tierra, daña a los teucros y a Héctor y auxilia a los otros; su mismo ánimo debe de impelerle y animarle, o quizás se compadece de los aqueos al ver que son derrotados junto a las naves. Mas yo aconsejaría a Poseidón que fuera por donde tú, el de las sombrías nubes, le mandaras.
 
 
47 Así dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y respondió con estas aladas palabras:
 
 
49 —Si tú, Hera veneranda, la de los grandes ojos, cuando te sientas entre los inmortales estuvieras de acuerdo conmigo; Poseidón, aunque otra cosa deseara, acomodaría muy pronto su modo de pensar al nuestro. Pero si en este momento hablas franca y sinceramente, ve a la mansión de los dioses y manda venir a Iris y a Apolo famoso por su arco; para que aquélla, encaminándose al ejército de los aqueos, de corazas de bronce, diga al soberano Poseidón que cese de combatir y vuelva a su palacio; y Febo Apolo incite a Héctor a la pelea, le infunda valor y le haga olvidar los dolores que le oprimen el corazón, a fin de que rechace nuevamente a los aquivos, los cuales llegarán en cobarde fuga a las naves de muchos bancos del Pelida Aquileo. Este enviará a la lid a su compañero Patroclo que morirá, herido por la lanza del preclaro Héctor, cerca de Ilión, después de quitar la vida a muchos jóvenes, y entre ellos al ilustre Sarpedón, mi hijo. Irritado por la muerte de Patroclo, el divino Aquileo matará a Héctor. Desde aquel instante haré que los teucros sean perseguidos continuamente desde las naves, hasta que los aqueos tomen la excelsa Ilión. Y no cesará mi enojo, ni dejaré que ningún inmortal socorra a los dánaos, mientras no se cumpla el voto del Pelida, como lo prometí, asintiendo con la cabeza, el día en que Tetis abrazó mis rodillas y me suplicó que honrase a Aquileo, asolador de ciudades.
 
 
78 De tal suerte habló. Hera, la diosa de los níveos brazos, no fue desobediente, y pasó de los montes ideos al vasto Olimpo. Como corre veloz el pensamiento del hombre que habiendo viajado por muchas tierras, las recuerda en su reflexivo espíritu, y dice: estuve aquí o allí, y revuelve en la mente muchas cosas; tan rápida y presurosa volaba la venerable Hera, y pronto llegó al excelso Olimpo. Los dioses inmortales, que se hallaban reunidos en el palacio de Zeus, levantáronse al verla y le ofrecieron copas de néctar. Y Hera aceptó la que le presentaba Temis, la de hermosas mejillas, que fue la primera que corrió a su encuentro, y le dijo estas aladas Palabras:
 
 
90 —¡Hera! ¿Por qué vienes con esa cara de espanto? Sin duda te atemorizó tu esposo, el hijo de Cronos.
 
 
92 Respondióle Hera, la diosa de los níveos brazos:
—No me lo preguntes, diosa Temis; tú misma sabes cuán soberbio y despiadado es el ánimo de Zeus. Preside tú en el palacio el festín de los dioses, y oirás con los demás inmortales qué desgracias anuncia Zeus; figúrome que nadie, sea hombre o dios, se regocijará en el alma por más alegre que esté en el banquete.
 
 
100 Dichas estas palabras, sentóse la venerable Hera. Afligiéronse los dioses en la morada de Zeus. Aquélla, aunque con la sonrisa en los labios, no mostraba alegría en la frente, sobre las negras cejas. E indignada exclamó:
 
 
104 —¡Cuán necios somos los que tontamente nos irritamos contra Zeus! Queremos acercanos a él y contenerle con palabras o por medio de la violencia; y él, sentado aparte, ni nos hace caso, ni se preocupa, porque dice que en fuerza y poder es muy superior a todos los dioses inmortales. Por tanto, sufrid los infortunios que respectivamente os envíe. Creo que al impetuoso Ares le ha ocurrido ya una desgracia, pues murió en la pelea Ascálafo, a quien amaba sobre todos los hombres y reconocía por su hijo.
 
 
113 Así habló. Ares bajó los brazos, golpeóse los muslos, y suspirando dijo:
 
 
115 —No os irritéis conmigo, vosotros los que habitáis olímpicos palacios, si voy a las naves aqueas para vengar la muerte de mi hijo; iría aunque el destino hubiese dispuesto que me cayera encima el rayo de Zeus, dejándome tendido con los muertos, entre sangre y polvo.
 
 
119 Dijo, y mandó al Terror y a la Fobo que uncieran los caballos mientras vestía las refulgentes armas. Mayor y más terrible hubiera sido entonces el enojo y la ira de Zeus contra los inmortales; pero Atenea, temiendo por todos los dioses se levantó del trono, salió por el vestíbulo, y quitándole a Ares de la cabeza el casco, de la espalda el escudo y de la robusta mano la pica de bronce, que apoyó contra la pared, dirigió al impetuoso dios estas palabras:
 
 
128 —¡Loco, insensato! ¿Quieres perecer? En vano tienes oídos para oír, o has perdido la razón y la vergüenza. ¿No oyes lo que dice Hera, la diosa de los níveos brazos, que acaba de ver a Zeus olímpico? ¿O deseas, acaso, tener que regresar al Olimpo a viva fuerza, triste y habiendo padecido muchos males, y causar gran daño a los otros dioses? Porque Zeus dejará en seguida a los altivos teucros y a los aqueos, vendrá al Olimpo a promover tumulto entre nosotros, y castigará, así al culpable como al inocente. Por esta razón te exhorto a templar tu enojo por la muerte del hijo. Algún otro superior a él en valor y fuerza ha muerto o morirá, porque es difícil conservar todas las familias de los hombres y salvar a todos los individuos.
 
 
142 Dicho esto, condujo a su asiento al furibundo Ares. Hera llamó afuera del palacio a Apolo y a Iris, la mensajera de los inmortales dioses, y les dijo estas aladas palabras:
 
 
146 —Zeus os manda que vayáis al Ida lo antes posible; y cuando hubiéreis llegado a su presencia haced lo que os encargue y ordene.
 
 
149 La venerable Hera, apenas acabó de hablar, volvió al palacio y se sentó en su trono. Ellos bajaron en raudo vuelo al Ida, abundante en manantiales y criador de fieras, y hallaron al longividente Cronión sentado en la cima del Gárgaro, debajo de olorosa nube. Al llegar a la presencia de Zeus, que amontona las nubes, se detuvieron; y Zeus al verlos, no se irritó, porque habían obedecido con presteza las órdenes de Hera. Y hablando primero con Iris, profirió estas aladas palabras:
 
 
158 —¡Anda, ve, rápida Iris! Anuncia esto al soberano Poseidón y no seas mensajera falaz. Mándale que, cesando de pelear y combatir, se vaya a la mansión de los dioses o al mar divino. Y si no quiere obedecer mis palabras y las desprecia, reflexione en su mente y en su corazón si, aunque sea poderoso, se atreverá a esperarme cuando me dirija contra él; pues le aventajo mucho en fuerza y edad, por más que en su ánimo se crea igual a mí, a quien todos temen.
 
 
168 De este modo habló. La veloz Iris, de pies veloces como el viento, no desobedeció; y bajó de los montes ideos a la sagrada Ilión. Como cae de las nubes la nieve o el helado granizo, a impulso del Bóreas, nacido en el éter; tan rápida y presurosa volaba la ligera Iris; y deteniéndose cerca del ínclito Poseidón, así le dijo:
 
 
174 —Vengo, oh Poseidón, el de cerúlea cabellera, a traerte un mensaje de parte de Zeus, que lleva la égida. Te manda que, cesando de pelear y combatir, te vayas a la mansión de los dioses o al mar divino. Y si no quieres obedecer sus palabras y las desprecias, te amenaza con venir a luchar contigo y te aconseja que evites sus manos; porque dice que te supera mucho en fuerza y edad, por más que en tu ánimo te creas igual a él, a quien todos temen.
 
 
184 Respondióle muy indignado el ínclito Poseidón, que bate la tierra:
—¡Oh dioses! Con soberbia habla, aunque sea valiente, si dice, que me sujetará por fuerza y contra mi querer, a mí, que disfruto de sus mismos honores. Tres somos los hermanos nacidos de Rea y de Cronos: Zeus, yo y el tercero Hades, que reina en los infiernos. El universo se dividió en tres partes para que cada cual imperase en la suya. Yo obtuve por suerte habitar siempre en el espumoso y agitado mar, tocáronle a Hades las tinieblas sombrías, correspondió a Zeus el anchuroso cielo en medio del éter y las nubes; pero la tierra y el alto Olimpo son de todos. Por tanto, no obraré según lo decida Zeus; y éste, aunque sea poderoso, permanezca tranquilo en la tercia parte que le pertenece. No pretenda asustarme con sus manos como si tratase con un cobarde. Mejor fuera que con esas vehementes palabras riñese a los hijos e hijas que engendró, pues éstos tendrían que obedecer necesariamente lo que les ordenare.
 
 
200 Replicó la veloz Iris, de pies veloces como el viento:
—¿He de llevar a Zeus, oh Poseidón, el de cerúlea cabellera, una respuesta tan dura y fuerte? ¿No querrías modificarla? La mente de los sensatos es flexible. Ya sabes que las Erinies se declaran siempre por los de más edad.
 
 
205 Contestó Poseidón, que sacude la tierra:
—¡Diosa Iris! Muy oportuno es cuanto acabas de decir. Bueno es que el mensajero comprenda lo que es conveniente. Pero el pesar me llega al corazón y al alma, cuando aquél quiere increpar con iracundas voces a quien el hado hiciera su igual en suerte y destino. Ahora cederé, aunque estoy irritado. Mas te diré otra cosa y haré una amenaza: si a despecho de mí, de Atenea, que impera en las batallas, de Hera, de Hermes y del rey Hefesto, conservare la excelsa Ilión e impidiere que, destruyéndola, alcancen los argivos una gran victoria, sepa que nuestra ira será implacable.
 
 
218 Cuando esto hubo dicho, el dios que bate la tierra desamparó a los aqueos y se sumergió en el mar; pronto los héroes aquivos le echaron de menos. Entonces Zeus, que amontona las nubes, dijo a Apolo:
 
 
221 —Ve ahora querido Febo Apolo, a encontrar a Héctor, el de broncíneo casco. Ya Poseidón, que ciñe y bate la tierra, se fue al mar divino, para librarse de mi terrible cólera; pues hasta los dioses que están en torno de Cronos, debajo de la tierra, hubieran oído el estrépito de nuestro combate. Mucho mejor es para mí y para él que, temeroso haya cedido a mi fuerza, porque no sin sudor se hubiera efectuado la lucha. Ahora, toma en tus manos la égida floqueada, agítala, y espanta a los héroes aquivos; y luego cuídate, oh Flechador, del esclarecido Héctor e infúndele gran vigor hasta que los aqueos lleguen, huyendo, a las naves y al Helesponto. Entonces pensaré lo que fuere conveniente hacer o decir para que los aqueos respiren de sus cuitas.
 
 
236 Tal dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes Ideos, semejante al gavilán que mata a las palomas y es la más veloz de las aves, halló al divino Héctor, hijo del belicoso Príamo, ya no postrado en el suelo, sino sentado: iba cobrando ánimo y aliento, y reconocía a los amigos que le circundaban, porque la anhelación y el sudor habían cesado desde que Zeus decidiera animar al héroe. El flechador Apolo se detuvo a su vera, y le dijo:
 
 
244 —¡Héctor, hijo de Príamo! ¿Por qué te encuentro sentado, lejos de los demás y desfallecido? ¿Te abruma algún pesar?
 
 
246 Con lánguida voz respondióle Héctor, de tremolante casco:
—¿Quién eres tú, oh el mejor de los dioses, que vienes a mi presencia y me interrogas? ¿No sabes que Ayante, valiente en la pelea, me hirió en el pecho con una piedra, mientras yo mataba a sus compañeros junto a las naves de los aqueos, e hizo desfallecer mi impetuoso valor? Figurábame que vería hoy mismo a los muertos y la morada de Hades porque ya iba a exhalar el alma.
 
 
253 Contestó el soberano flechador Apolo:
“Cobra ánimo. El Cronión te manda desde el Ida como defensor, para asistirte y ayudarte, a Febo Apolo, el de la áurea espada; a mí que ya antes protegía tu persona y tu excelsa ciudad. Ea, ordena a tus muchos caudillos que guíen los veloces caballos hacia las cóncavas naves; y yo, marchando a su frente, allanaré el camino a los corceles y pondré en fuga a los héroes aquivos.
 
 
262 Dijo, e infundió un gran vigor al pastor de hombres. Como el corcel avezado a bañarse en la cristalina corriente de un río, cuando se ve atado en el establo come la cebada del pesebre, y rompiendo el ronzal sale trotando por la llanura, yergue orgulloso la cerviz, ondean las crines sobre su cuello y ufano de su lozanía mueve ligero las rodillas encaminándose al sitio donde los caballos pacen; tan ligeramente movía Héctor pies y rodillas, exhortando a los capitanes, después que oyó la voz de Apolo. Así como, cuando perros y pastores persiguen a un cornígero ciervo o a una cabra montes que se refugia en escarpada roca o umbría selva, porque no estaba decidido por el hado que el animal fuese cogido; si atraído por la gritería, se presenta un melenudo león, a todos los pone en fuga a pesar de su empeño; así también los dánaos avanzaban en tropel, hiriendo a sus enemigos con espadas y lanzas de doble filo; mas al notar que Héctor recorría las hileras de los suyos, turbáronse y se les cayó el alma a los pies.
 
 
281 Entonces Toante, hijo de Andremón y el más señalado de los etolos —era diestro en arrojar el dardo, valiente en el combate a pie firme y pocos aqueos vencíanle en las juntas cuando los jóvenes contendían sobre la elocuencia—, benévolo les arengó diciendo:
 
 
286 —¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece. ¡Cómo Héctor, librándose de la muerte, se ha vuelto a levantar! Gran esperanza teníamos de que hubiese sido muerto por Ayante Telamonio, pero algún dios protegió y salvó nuevamente a Héctor, que ha quebrado las rodillas de muchos dánaos, como ahora lo hará también, pues no sin la voluntad de Zeus tonante aparece tan resuelto al frente de sus tropas. Ea, obremos todos como voy a decir. Ordenemos a la muchedumbre que vuelva a las naves, y cuantos nos gloriamos de ser los más valientes, permanezcamos aquí y rechacémosle, yendo a su encuentro con las picas levantadas. Creo que por embravecido que tenga el corazón, temerá penetrar por entre los dánaos.
 
 
300 Así habló, y ellos le escucharon y obedecieron. Ayante, el rey Idomeneo, Teucro, Meriones y Meges, igual a Ares, llamando a los más valientes, los dispusieron para la batalla contra Héctor y los troyanos; y la turba se retiró a las naves aqueas.
 
 
306 Los teucros acometieron apiñados, siguiendo a Héctor, que marchaba con arrogante paso. Delante del héroe iba Febo Apolo, cubierto por una nube, con la égida impetuosa, terrible, hirsuta, magnífica que Hefesto, el broncista, diera a Zeus para que llevándola amedrentara a los hombres. Con ella en la mano, Apolo guiaba a las tropas.
 
 
312 Los argivos, apiñados también, resistieron el ataque. Levantóse en ambos ejércitos aguda gritería, las flechas saltaban de las cuerdas de los arcos y audaces manos arrojaban buen número de lanzas, de las cuales unas pocas se hundían en el cuerpo de los jóvenes poseídos de marcial furor, y las demás clavábanse en el suelo entre los dos campos, antes de llegar a la blanca carne de que estaban codiciosas. Mientras Febo Apolo tuvo la égida inmóvil, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Mas así que la agitó frente a los dánaos, de ágiles corceles, dando un fortísimo grito, debilitó el ánimo en los pechos de los aquivos y logró que se olvidaran de su impetuoso valor. Como ponen en desorden una vacada o un hato de ovejas dos fieras que se presentan muy entrada la oscura noche, cuando el guardián está ausente; de la misma manera, los aqueos huían espantados, porque Apolo les infundió terror y dio gloria a Héctor y a los teucros.
 
 
328 Entonces, ya extendida la batalla, cada caudillo teucro mató a un hombre. Héctor dio muerte a Estiquio y a Arcesilao: éste era caudillo de los beocios, de broncíneas corazas; el otro, compañero fiel del magnánimo Menesteo. Eneas hizo perecer a Medonte y a Yaso; de los cuales, el primero era hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayante y habitaba en Fílace, lejos de su patria, por haber muerto a un hermano de su madrastra Eriopis, y Yaso, caudillo de los atenienses, era conocido como hijo de Esfelo Bucólida. Polidamante quitó la vida a Mecisteo, Polites a Equio al trabarse el combate, y el divino Agenor a Clonio. Y Paris arrojó su lanza a Deyoco, que huía por entre los combatientes delanteros; le hirió en la extremidad del hombro, y el bronce salió al otro lado.
 
 
343 En tanto los teucros despojaban de las armas a los muertos, los aquivos, arrojándose al foso y a la estacada, huían por todas partes y penetraban en el muro, constreñidos por la necesidad. Y Héctor exhortaba a los teucros, diciendo a voz en grito:
 
 
347 —Arrojaos a las naves y dejad los cruentos despojos. Al que encuentre lejos de los bajeles, allí mismo le daré muerte, y luego sus hermanos y hermanas no le entregarán a las llamas, sino que le despedazarán los perros fuera de la ciudad.
 
 
352 En diciendo esto, azotó con el látigo el lomo de los caballos; y mientras atravesaba las filas, animaba a los teucros. Estos, dando amenazadores gritos, guiaban los corceles de los carros con fragor inmenso; y Febo Apolo, que iba delante, holló con sus pies las orillas del foso profundo, echó la tierra dentro y formó un camino largo y tan ancho como la distancia que medía entre el hombre que arroja una lanza para probar su fuerza y el sitio donde la misma cae. Por allí se extendieron en buen orden; y Apolo, que con la égida preciosa iba a su frente, derribaba el muro de los aqueos, con la misma facilidad con que un niño, jugando en la playa, desbarata con los pies y las manos lo que de arena había construido. Así tú, flechador Febo Apolo, destruías la obra que había costado a los aquivos muchos trabajos y fatigas, y a ellos los ponías en fuga.
 
 
367 Los aqueos no pararon hasta las naves, y allí se animaban unos a otros, y con los brazos alzados, profiriendo grandes voces, imploraban el auxilio de las deidades. Y especialmente Néstor gerenio, protector de los aqueos, oraba levantando las manos al estrellado cielo:
 
 
372 —¡Padre Zeus! Si alguien en Argos, abundante en trigales, quemó en tu obsequio pingües muslos de buey o de oveja, y te pidió que lograra volver a su patria, y tú se lo prometiste asintiendo; acuérdate de ello, Zeus Olímpico, aparta de nosotros el día funesto, y no permitas que los aquivos sucumban a manos de los teucros.
 
 
377 Tal fue su plegaria. El próvido Zeus atendió las preces del anciano Nelida, y tronó fuertemente.
 
 
379 Los teucros, al oír el trueno de Zeus, que lleva la égida, arremetieron con más furia a los argivos, y sólo en combatir pensaron. Como las olas del vasto mar salvan el costado de una nave y caen sobre ella, cuando el viento arrecia y las levanta a gran altura; así los teucros pasaron el muro, e introduciendo los carros, peleaban junto a las popas con lanzas de doble filo; mientras los aqueos, subidos en las negras naves, se defendían con pértigas largas, fuertes, de punta de bronce, que para los combates navales llevaban en aquellas.
 
 
390 En cuanto aquivos y teucros combatieron cerca del muro, lejos de las veleras naves, Patroclo permaneció en la tienda del bravo Eurípilo, entreteniéndole con la conversación y curándole la grave herida con drogas que mitigan los acerbos dolores. Mas, al ver que los teucros asaltaban con ímpetu el muro y se producía clamoreo y fuga entre los dánaos, gimió; y bajando los brazos, golpeóse los muslos, suspiró y dijo:
 
 
399 —¡Eurípilo! Ya no puedo seguir aquí, aunque me necesites, porque se ha trabado una gran batalla. Te cuidará el escudero, y yo volveré presuroso a la tienda de Aquileo, para incitarle a pelear. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoveré su ánimo? Gran fuerza tiene la exhortación de un compañero.
 
 
405 Dijo, y salió. Los aqueos sostenían firmemente la acometida de los teucros; pero, aunque éstos eran menos, no podían rechazarlos de las naves; y tampoco los teucros lograban romper las falanges de los dánaos y entrar en sus tiendas y bajeles. Como la plomada nivela el mástil de un navío en manos del hábil constructor que conoce bien su arte por habérselo enseñado Atenea; de la misma manera andaba igual el combate y la pelea, y unos pugnaban en torno de unas naves y otros alrededor de otras.
 
 
415 Héctor fue a encontrar al glorioso Ayante; y luchando los dos por un navío, ni Héctor conseguía arredrar a Ayante y pegar fuego a los bajeles, ni Ayante lograba rechazar a Héctor desde que un dios lo acercara al campamento. Entonces el esclarecido Ayante dio una lanzada en el pecho a Calétor, hijo de Clitio, que iba a echar fuego en un barco: el teucro cayó con estrépito y la tea desprendióse de su mano. Y Héctor, como viera que su primo caía en el polvo delante de la negra nave, exhortó a troyanos y licios, diciendo a grandes voces.
 
 
425 —¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo peleáis! No dejéis de combatir en esta angostura; defended el cuerpo del hijo de Clitio, que cayó en la pelea junto a las naves, para que los aqueos no lo despojen de las armas.
 
 
429 Dichas estas palabras, arrojó a Ayante la luciente pica y erró el tiro; pero, en cambio hirió a Licofrón de Citera, hijo de Mástor y escudero de Ayante, en cuyo palacio vivía desde que en aquella ciudad matara a un hombre: el agudo bronce penetró en la cabeza por encima de una oreja; y el guerrero, que se hallaba junto a Ayante, cayó de espaldas desde la nave al polvo de la tierra, y sus miembros quedaron sin vigor. Estremecióse Ayante, y dijo a su hermano:
 
 
437 —¡Querido Teucro! Nos han muerto al Mastórida, el compañero fiel a quien honrábamos en el palacio como a nuestros padres, desde que vino de Citera. El magnánimo Héctor le quito la vida. Pero ¿dónde tienes las mortíferas flechas y el arco que te dio Febo Apolo?
 
 
442 Así se expresó. Oyóle Teucro y acudió corriendo, con el flexible arco y el carcaj lleno de flechas; y una vez a su lado, comenzó a disparar saetas contra los teucros. E hirió a Clito, preclaro hijo de Pisenor y compañero del ilustre Polidamante Pantoida, que con las riendas en la mano dirigía los corceles adonde más falanges en montón confuso se agitaban, para congraciarse con Héctor y los teucros; pero pronto ocurrióle una desgracia, de que nadie, por más que lo deseara, pudo librarle: la acerba flecha se le clavó en el cuello, por detrás; el guerrero cayó del carro, y los corceles retrocedieron arrastrando con estrépito el carro vacío. Al notarlo Polidamante, su dueño, se adelantó y los detuvo; entrególos a Astínoo, hijo de Protiaón, con el encargo de que los tuviera cerca, y se mezcló de nuevo con los combatientes delanteros.
 
 
458 Teucro sacó otra flecha para tirarla a Héctor, armado de bronce; y si hubiese conseguido herirle y quitarle la vida mientras peleaba valerosamente, con ello diera fin al combate que junto a las naves aqueas se sostenía. Mas no dejó de advertirlo en su mente el próvido Zeus, y salvó la vida de Héctor, a la vez que privaba de gloria a Teucro, rompiéndole a éste la cuerda del magnífico arco cuando lo tendía: la flecha que el bronce hacía poderosa, torció su camino, y el arco cayó de las manos del guerrero. Estremecióse Teucro, y dijo a su hermano:
 
 
467 —¡Oh dioses! Alguna deidad que quiere frustrar nuestros medios de combate, me quitó el arco de la mano y rompió la cuerda recién torcida que até esta mañana para que pudiera despedir, sin romperse, multitud de flechas.
 
 
471 Respondióle el gran Ayante Telamonio:
— ¡Oh amigo! Deja quieto el arco con las abundantes flechas, ya que un dios lo inutilizó por odio a los dánaos; toma una larga pica y un escudo que cubra tus hombros, pelea contra los teucros y anima a la tropa. Que aun siendo vencedores, no tomen sin trabajo las naves, de muchos bancos. Sólo en combatir pensemos.
 
 
478 Así dijo. Teucro dejó el arco en la tienda, colgó de sus hombros un escudo formado por cuatro pieles, cubrió la robusta cabeza con un labrado casco, cuyo penacho de crines de caballo ondeaba terriblemente en la cimera, asió una fuerte lanza de aguzada broncínea punta, salió y volvió corriendo al lado de Ayante.
 
 
484 Héctor, al ver que las saetas de Teucro quedaban inútiles, exhortó a los troyanos y a los licios, gritando recio:
 
 
486 —¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo combatís! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor junto a las cóncavas naves; pues acabo de ver con mis ojos que Zeus ha dejado inútiles las flechas de un eximio guerrero. El influjo de Zeus lo reconocen fácilmente, así los que del dios reciben excelsa gloria, como aquellos a quienes abate y no quiere socorrer: ahora amilana a los argivos y nos favorece a nosotros. Combatid en escuadrón cerrado, junto a los bajeles; y quien sea herido mortalmente, de cerca o de lejos, cumpliéndose su destino, muera; que será honroso para él morir combatiendo por la patria, y su esposa e hijos se verán salvos, y su casa y hacienda no sufrirán menoscabo, si los aqueos regresan en las naves a su patria tierra.
 
 
500 Con esta palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Ayante exhortó también a sus compañeros:
 
 
502 —¡Qué vergüenza, argivos! Ya llegó el momento de morir o de salvarse rechazando de las naves a los teucros. ¿Esperáis acaso volver a pie a la patria tierra, si Héctor, de tremolante casco, toma los bajeles? ¿No oís cómo anima a todos los suyos y desea quemar los navíos? No les manda que vayan a un baile, sino que peleen. No hay mejor pensamiento o consejo para nosotros que este: combatir cuerpo a cuerpo y valerosamente con el enemigo. Es preferible morir de una vez o asegurar la vida, a dejarse matar paulatina e infructuosamente en la terrible contienda, junto a los barcos, por guerreros que nos son inferiores.
 
 
514 Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Héctor mató a Esquedio, hijo de Perimedes y caudillo de los focenses; Ayante quitó la vida a Laodamante, hijo ilustre de Antenor, que mandaba los peones; y Polidamante acabó con Oto de Cilene, compañero de Meges Filida y jefe de los magnánimos epeos. Meges, al verlo, arremetió con la lanza a Polidamante; pero éste hurtó el cuerpo —Apolo no quiso que el hijo de Panto sucumbiera entre los combatientes delanteros—, y aquél hirió en medio del pecho a Cresmo, que cayó con estrépito, y el aquivo le despojo de la armadura que cubría sus hombros. En tanto, Dólope Lampétida, hábil en manejar la lanza (habíalo engendrado Lampo Laomedontíada, que fue el más valiente de los hombres y estuvo dotado de impetuoso valor), arrancó contra Meges y acometiéndole de cerca, diole un bote en el centro del escudo; pero el Filida se salvó, gracias a una fuerte coraza que protegía su cuerpo, la cual había sido regalada en otro tiempo a Fileo en Efira, a orillas del río Seleente, por su huésped el rey Eufetes, para que en la guerra le defendiera de los enemigos, y entonces libró de la muerte a su hijo Meges. Este, a su vez, dio una lanzada a Dólope en la parte inferior de la cimera del broncíneo casco, rompióla e hizo caer en el polvo el penacho recién teñido de vistosa púrpura. Y mientras Dólope seguía combatiendo con la esperanza de vencer, el belígero Menalao fue a ayudar a Meges; y poniéndose a su lado sin ser visto, envasó la lanza en la espalda de aquél: la punta impetuosa salió por el pecho, y el guerrero cayó de bruces. Ambos caudillos corrieron a quitarle la broncínea armadura de los hombros y Héctor exhortaba a todos sus deudos e increpaba especialmente al esforzado Melanipo Hicetaónida; el cual, antes de presentarse los enemigos, apacentaba bueyes, de tornátiles pies, en Percote, y, cuando llegaron los dánaos en las encorvadas naves, fuese a Ilión, sobresalió entre los troyanos y habitó el palacio de Príamo, que le honraba como a sus hijos. A Melanipo, pues, le reprendía Héctor, diciendo:
 
 
553 —¿Seremos tan indolentes, Melanipo? ¿No te conmueve el corazón la muerte del primo? ¿No ves cómo tratan de llevarse las armas de Dólope? Sígueme; que ya es necesario combatir de cerca con los argivos, hasta que los destruyamos o arruinen ellos la excelsa Ilión desde su cumbre y maten a los ciudadanos.
 
 
559 Habiendo hablado así, echó a andar, y siguióle el varón, que parecía un dios. A su vez, el gran Ayante Telamonio exhortó a los argivos:
 
 
561 —¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón pundonoroso, y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren; los que huyen, ni gloria alcanzan ni entre sí se ayudan.
 
 
565 Así dijo; y ellos, que ya antes deseaban derrotar al enemigo, pusieron en su corazón aquellas palabras y cercaron las naves con un muro de bronce. Zeus incitaba a los teucros contra los aqueos. Y Menelao, valiente en la pelea, exhortó a Antíloco:
 
 
569 —¡Antíloco! Ningún aqueo de los presentes es más joven que tú, ni más ligero de pies, ni tan fuerte en el combate. Si arremetieses a los teucros e hirieras a alguno...
 
 
572 Así dijo, y alejóse de nuevo. Antíloco, animado, saltó más allá de los combatientes delanteros; y revolviendo el rostro a todas partes arrojó la luciente lanza. Al verle huyeron los teucros. No fue vano el tiro, pues hirió en el pecho, cerca de la tetilla, a Melanipo, animoso hijo de Hicetaón, que acababa de entrar en combate: el teucro cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. Como el perro se abalanza al cervato herido por una flecha que al saltar de la madriguera le tira un cazador, dejándole sin vigor los miembros; así el belicoso Antíloco se arrojó a ti, oh Melanipo, para quitarte la armadura. Mas no pasó inadvertido para el divino Héctor; el cual, corriendo a través del campo de batalla, fue al encuentro de Antíloco; y éste, aunque era luchador brioso, huyó sin esperarle, parecido a la fiera que causa algún daño, como matar a un perro o a un pastor junto a sus bueyes, y huye antes que se reúnan muchos hombres; así huyó el Nestórida; y sobre él, los teucros y Héctor, promoviendo inmenso alboroto, hacían llover acerbos tiros. Y Antíloco, tan pronto como llegó a juntarse con sus compañeros, se detuvo y volvió la cara al enemigo.
 
 
592 Los teucros, semejantes a carniceros leones, asaltaban las naves y cumplían los designios de Zeus, el cual les infundía continuamente gran valor y les excitaba a combatir, y al propio tiempo abatía el ánimo de los argivos, privándoles de la gloria del triunfo, porque deseaba en su corazón dar gloria a Héctor Priámida, a fin de que éste arrojase el abrasador y voraz fuego en las corvas naves, y se realizara de todo en todo la funesta súplica de Tetis. El próvido Zeus sólo aguardaba ver con sus ojos el resplandor de una nave encendida, pues desde aquel instante haría que los teucros fuesen perseguidos desde las naves y daría la victoria a los dánaos. Pensando en tales cosas, el dios incitaba a Héctor Priámida, ya de por sí muy enardecido, a encaminarse hacia las cóncavas naves. Como se enfurece Ares blandiendo la lanza, o se embravece el pernicioso fuego en la espesura de poblada selva, así se enfurecía Héctor: su boca estaba cubierta de espuma, los ojos le centelleaban debajo de las torvas cejas y el casco se agitaba terriblemente en sus sienes mientras peleaba. Y desde el éter, Zeus protegía únicamente a Héctor, entre tantos hombres, y le daba honor y gloria; porque el héroe debía vivir poco, y ya Palas Atenea apresuraba la llegada del día fatal en que había de sucumbir a manos del Pelida. Héctor deseaba romper las filas de los combatientes, y probaba por donde veía mayor turba y mejores armas; mas, aunque ponía gran empeño, no pudo conseguirlo, porque los dánaos, dispuestos en columna cerrada, hicieron frente al enemigo. Cual un peñasco escarpado y grande, que en la ribera del espumoso mar resiste el ímpetu de los sonoros vientos y de las ingentes olas que allí se rompen; así los dánaos aguardaban a pie firme a los teucros y no huían.
 
 
623 Y Héctor, resplandeciente como el fuego, saltó al centro de la turba como la ola impetuosa levantada por el viento cae desde lo alto sobre la ligera nave, llenándola de espuma mientras el soplo terrible del huracán brama en las velas y los marineros tiemblan amedrentados porque se hallan muy cerca de la muerte; de tal modo vacilaba el ánimo en el pecho de los aqueos. Como dañino león acomete un rebaño de muchas vacas que pacen a orillas del extenso lago y son guardadas por un pastor que, no sabiendo luchar con las fieras para evitar la muerte de alguna vaca de retorcidos cuernos, va siempre con las primeras o con las últimas reses; y el león salta al centro, devora una vaca y las demás huyen espantadas: así los aqueos todos fueron puestos en fuga por Héctor y el padre Zeus, pero Héctor mató a uno solo, a Perifetes de Micenas, hijo de aquel Copreo que llevaba los mensajes del rey Euristeo al fornido Heracles. De este padre obscuro nació tal hijo, que superándole en toda clase de virtudes, en la carrera y en el combate, figuró por su talento entre los primeros ciudadanos de Micenas y entonces dio a Héctor gloria excelsa. Pues al volverse, tropezó con el borde del escudo que le cubría de pies a cabeza y que llevaba para defenderse de los tiros; y enredándose con él, cayó de espaldas, y el casco resonó de un modo horrible en torno de las sienes. Héctor lo advirtió en seguida, acudió corriendo, metió la pica en el pecho de Perifetes y lo mató cerca de sus mismos compañeros, que, aunque afligidos, no pudieron socorrerle pues temían mucho al divino Héctor.
 
 
653 Por fin llegaron a las naves. Defendíanse los argivos detrás de las que se habían sacado primero a la playa, y los teucros fueron a perseguirlos. Aquéllos, al verse obligados a retroceder, se colocaron apiñados cerca de las tiendas, sin dispersarse por el ejército, porque la vergüenza y el temor se lo impedían, y mutua e incesantemente se exhortaban. Y especialmente Néstor, protector de los aqueos, dirigíase a todos los guerreros, y en nombre de sus padres así les suplicaba:
 
 
661 —¡Oh amigos! Sed hombres y mostrad que tenéis un corazón pundonoroso ante los demás varones. Acordaos de los hijos, de las esposas, de los bienes, y de los padres, vivan aún o hayan fallecido. En nombre de estos ausentes os suplico que resistáis firmemente y no os entreguéis a la fuga.
 
 
667 Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Atenea les quitó de los ojos la densa nube que los cubría, y apareció la luz por ambos lados, en los navíos y en la lid sostenida por los dos ejércitos con igual tesón. Vieron a Héctor, valiente en la pelea, y a sus propios compañeros, así a cuantos estaban detrás de los bajeles y no combatían, como a los que junto a las veleras naves daban batalla al enemigo.
 
 
674 No le era grato al corazón del magnánimo Ayante permanecer donde los demás aqueos se habían retirado; y el héroe, andando a paso largo, iba de nave en nave con una gran percha de combate naval que medía veintidós codos y estaba reforzada con clavos. Como un diestro cabalgador escoge cuatro caballos entre muchos, los guía desde la llanura a la gran ciudad por la carretera, muchos hombres y mujeres le admiran, y él salta continuamente y con seguridad del uno al otro, mientras los corceles vuelan; así Ayante, andando a paso tirado, recorría las cubiertas de muchas naves y su voz llegaba al éter. Sin cesar daba horribles gritos, para exhortar a los dánaos a defender naves y tiendas. Tampoco Héctor permanecía en la turba de los teucros, armados de fuertes corazas: como el águila negra se echa sobre una bandada de alígeras aves—gansos, grullas o cisnes cuellilargos—, que están comiendo a orillas de un río; así Héctor corría en derechura a una nave de negra proa, empujado por la mano poderosa de Zeus, y el dios incitaba también a la tropa para que le acompañara.
 
 
696 De nuevo se trabó un reñido combate al pie de los bajeles. Hubieras dicho que sin estar cansados ni fatigados, comenzaban entonces a pelear. ¡Con tal denuedo batallaban! He aquí cuáles eran sus respectivos pensamientos: los aqueos no creían escapar de aquel desastre, sino perecer; los teucros esperaban en su corazón incendiar las naves y matar a los héroes aquivos. Y con estas ideas, asaltábanse unos a otros.
 
 
704 Héctor llegó a tocar la popa de una hermosa nave de ligero andar; aquella en que Protesilao llegó a Troya y que luego no había de llevarle otra vez a la patria tierra. Por esta nave se mataban los aquivos y los teucros: sin aguardar desde lejos los tiros de flechas y dardos, combatían de cerca y con igual ánimo, valiéndose de agudas hachas, segures, grandes espadas y lanzas de doble filo. Muchas hermosas dagas, de obscuro recazo, provistas de mango, cayeron al suelo, ya de las manos, ya de los hombros de los combatientes; y la negra tierra manaba sangre. Héctor, desde que cogió la popa, no la soltaba; y teniendo entre sus manos la parte superior de la misma, animaba a los teucros:
 
 
718 —¡Traed fuego, y dispuestos en escuadrón cerrado, trabad la batalla! Zeus nos concede un día que lo compensa todo, pues, vamos a tomar las naves que vinieron contra la voluntad de los dioses y nos han ocasionado muchas calamidades por la cobardía de los viejos, que no me dejaban pelear cerca de aquéllas y detenían al ejército. Mas si entonces el longividente Zeus ofuscaba nuestra razón, ahora él mismo nos impele y anima.
 
 
726 Así dijo; y ellos acometieron con mayor ímpetu a los argivos. Ayante ya no resistió, porque estaba abrumado por los tiros: temiendo morir, dejó la cubierta, retrocedió hasta un banco de remeros que tenía siete pies, púsose a vigilar, y con la pica apartaba del navío a cuantos llevaban el voraz fuego, en tanto que exhortaba a los dánaos con espantosos gritos:
 
 
733 —¡Amigos, héroes dánaos, ministros de Ares! Sed hombres y mostrad vuestro impetuoso valor. ¿Creéis, por ventura, que hay a nuestra espalda otros defensores o un muro más sólido que libre a los hombres de la muerte? Cerca de aquí no existe ciudad alguna defendida con torres que nos proporcione refugio y cuyo pueblo nos dé auxilio para alcanzar una ulterior victoria; sino que nos hallamos en la llanura de los troyanos, de fuertes corazas, a orillas del mar y lejos de la patria. La salvación, por consiguiente, está en los puños; no en ser flojos en la pelea.
 
 
742 Dijo, y acometió furioso con la aguda lanza. Y cuantos teucros, movidos por las excitaciones de Héctor, quisieron llevar ardiente fuego a las cóncavas naves, a todos los mató Ayante con su larga pica. Doce fueron los que hirió de cerca, delante de los bajeles.