Diferencia entre revisiones de «La campana de Huesca»

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Línea 4470:
una historia de la infantería española, <br>
por [[Serafín Estébanez Calderón|El Solitario]]) </div>
 
 
 
-Aznar, Aznar, ¿eres tú? -preguntó Castana desde lo alto.
 
-Yo soy, mi amor -le respondió este, poniéndose de un salto en la azotea con que remataba la torre.
 
-Te esperaba con impaciencia. Cuánto has tardado. Pero ¡Dios mío! ¿Qué es eso, Aznar? ¿No vienes solo?
 
-Escucha, Castana -dijo Aznar-. La salvación de la reina, y la tuya, y la mía propia, dependen de tu discreción en este trance. Son amigos nuestros; no temas nada.
 
En esto, saltó uno, y luego otro, y otro de sus compañeros dentro de la azotea.
 
-¿Qué piensas hacer? -repuso Castana temblando.
 
-Castana, por mi amor que no temas, que todo será para bien nuestro; ¿no hay algún sitio en esta torre donde pudiéramos pasar la noche sin ser vistos?
 
-No lo hay, Aznar.
 
-¿Ninguno?
 
-Como no sea allá abajo en el gran patio; pero es habitación muy estrecha y húmeda; parece una mazmorra, y hay quien dice que de allí salen duendes y vestiglos, de puro horrenda que es.
 
-Cabalmente eso es lo que necesitamos, Castana; guíanos allá, y sea sin que lo sienta la tierra.
 
Castana cogió una pequeña lámpara que había dejado colgada en una almena, y comenzó a bajar las angostas escaleras de caracol por donde se comunicaba la torre con los pisos bajos. Al cabo de un cuarto de hora de bajar y andar se encontraron junto a una ancha puerta cubierta con planchas de hierro.
 
-¿Llegamos ya? -dijo Aznar.
 
-No por cierto -respondió Castana-; antes conviene que no hagáis ruido tú y tus compañeros, porque esta puerta da al campo, y aunque está cerrada, por lo que dicen, desde el tiempo de los moros, bien pudiera ser que anduviese cerca alguna ronda o atalaya.
 
-¿Una puerta? -dijo Aznar reflexionando un momento-. Y ¿dices que da al campo, muchacha?
 
-Lo que oyes -respondió Castana-, y el estar siempre cerrada es, según dicen, porque fue por ella por donde entraron los cristianos la vez primera; y el rey de entonces, que se llamaba don Sancho, don Pedro, o no sé cómo, no quiso que usase de tal entrada quien no lo mereciese tanto como él y los suyos.
 
-Tanto o más han de merecer los que mañana entren por ella, Castana -respondió el almogávar-. ¡Una puerta! ¡Una puerta! Foso habrá; pero no será difícil cegarlo.
 
-Foso hay, pero para pasarlo hay una puente todavía entera, que sirvió también, sin duda, en el tiempo de los moros.
 
-¡Eso más! -dijo Aznar-. Castana, mañana se me depara un buen día: tal, que he de dejar contento y satisfecho al rey, y al reino, y a mí propio.
 
En esto llegaron al aposento que antes Castana había descrito.
 
Y en verdad que no pecaba de exagerada su descripción. Dos arcos apuntados, cruzándose en el centro, componían la bóveda del techo, y del punto donde los dos arcos se juntaban, colgaba un garfio de hierro. La bóveda y las paredes eran de grandísimos sillares, mal asentados los unos sobre los otros, por manera que los unos parecían próximos a soltar de por sí la carga, y los otros prontos a rendirse al menor esfuerzo. Y, sin embargo, hoy los halla el viajero lo mismo que entonces estaban.
 
El suelo no tenía abrigo alguno, y la arena que lo formaba estaba tan húmeda, que de intento parecía mojada. Tres solas ventanas se contaban allí, y esas abiertas como nuestras modernas aspilleras, de modo que, comenzando por ser anchas hacia la parte de adentro, no mostraban por de fuera sino una línea, una cinta, el espacio indispensable para que se distinguiera la claridad en medio del día. Aznar, al ver este sitio tan lúgubre, soltó una carcajada feroz.
 
-¡Aznar! -exclamó Castana-; no pases tú, por Dios, la noche aquí; es un lugar enfermizo, espantoso.
 
-Sosiégate, Castana -replicó Aznar-: ya te he dicho que todo esto es para nuestro bien, y que mañana saldremos de cuidado. ¿Duerme alguno de los ricoshombres en el alcázar?
 
-No duerme aquí ninguno de ellos -respondió Castana.
 
-Y ¿a qué hora acuden a celebrar sus concilios, o cabildos, o juntas, o como se llamen?
 
-A cosa de las doce.
 
-Bien está, Castana. Hasta la una no avistará los muros el rey: hay tiempo para todo. Dinos ahora antes de retirarte si está muy apartada de este lugar la sala adonde se reúnen.
 
-No, aquí mismo -repuso Castana-. Sal por la puerta, y en lugar de tomar la escalera de la derecha, que es por donde hemos bajado nosotros, toma la de la izquierda, y a los pocos escalones te hallarás en el magnífico salón donde antes resplandecían nuestros reyes, y ahora imperan y se ostentan las personas de esos ricoshombres que Dios maldiga.
 
-Malditos están ya sus cuerpos, Castana, y bien puedes rogar, si eres misericordiosa, por sus almas. Mas ya es tiempo de que te retires, y nos dejes aquí a cumplir con lo que el rey nos tiene mandado.
 
Castana se dirigió a la puerta, y al pasar por junto a Aznar, le dijo con triste acento:
 
-¡Y yo que había creído pasar la noche en pláticas contigo! ¿Por qué me engañaste, Aznar? Después de tanto tiempo, y más cuando, la última noche que nos vimos, tampoco logré hablarte...
 
-Así Dios me ayude, Castana -repuso interrumpiéndola el almogávar-, como imaginado no tenía que para tal cosa sirviese nuestra cita. Yo no pensaba sino en verte y gozar a tu lado las alegrías de amante; pero después que te hablé, vinieron de suerte los sucesos, que fue menester aprovecharme de esta coyuntura para mayores cosas.
 
-¡Ingrato! -exclamó Castana.
 
-¡Ingrato! Júrote, Castana, que en cuanto el rey quede victorioso y se apacigüen estas turbulencias que me traen hecha ascuas la cabeza, me he de casar contigo, si es que quieres seguirme a la montaña.
 
Castana se sonrió y miró a Aznar con dulzura. Y saliendo del aposento, subió precipitadamente a su cuarto, por temor de verse acometida al paso de las sombras encantadas que, al decir de todos, solían vagar durante las noches por el alcázar.
 
Y cuenta la crónica que la pobre, aun viendo tan engañadas sus esperanzas en la cita, no pudo pegar los ojos en toda la noche de puro regocijo; y que no paró mientes, ni por un momento siquiera, en los propósitos de Aznar y sus compañeros, ni se puso a considerar si habría hecho bien o mal en esconderlos debajo de la torre.
 
Con la nueva promesa de matrimonio, juntaba ella la promesa que ya tenía de la reina, de que la heredaría de manera que dichosamente pudiera pasar sus días con su esposo; y sin cesar revolvía en su cabeza ilusiones, y esperanzas, y venturas. ¡Dichosa Castana! ¿Qué emperatriz ni qué reina pudiera compararse con ella en tales momentos? ¿Qué estado ni qué riquezas, ni qué esplendor han de brindar con más felicidad que aquella que daban a Castana un amor correspondido, y modestos y posibles deseos?
 
¡Ah, y qué bien se cambiara por Castana la reina doña Inés misma!
 
Ella tampoco dormía; pero no era de dichosa, por cierto, sino de infeliz. Porque había pasado ya el primer impulso de júbilo que la causó la nueva de la vuelta de su esposo. Y su situación era tan singular, que apenas podía decirse cuándo debiera más padecer, si al estar su esposo ausente, o al estar presente: si al ver que se dificultaban los deseos de don Ramiro, o al ver que, finalmente, los ponía por obra.
 
El triunfo de los grandes era la humillación, era la desesperación de su esposo querido; el triunfo de este era su propia desesperación y su humillación propia. Mientras don Ramiro estuvo fuera, deseó su vuelta, y al saber que estaba cerca, la temió. Porque ¿a qué volvía don Ramiro sino a abandonarla definitivamente? ¿Por qué peleaba don Ramiro sino por divorciarse de ella? Y si no volvía, ¿cómo había de recobrar por otra parte a su hija? ¿Cómo había de soportar la afrenta de su marido? ¡Pobre reina! ¡Pobre mujer!
 
Así pasaron la noche, como siempre, a pocos pasos de distancia una de otra, la reina doña Inés y su doncella Castana.
 
No bien amaneció, se levantaron entrambas.
 
-¿Oíste por azar a qué hora se espera que llegue ante la ciudad el rey? -dijo doña Inés.
 
-A cosa de la una -respondió Castana, recordando confusamente lo que había oído la noche anterior. Representósele luego toda la escena, y no pudo evitar se le demudase el rostro.
 
Doña Inés no lo notó, y lentamente comenzó a hacer su tocado, con ayuda, cual siempre, de Castana.
 
Tocado no tan espléndido ya como aquel que hacían juntas la tarde que precedió al triste sarao de que dimos cuenta a nuestros lectores en el comienzo de este relato. Mas, sin embargo, o miente el cronista, o doña Inés tuvo más cuenta con su tocado este día que no los otros anteriores. ¿Quería intentar el último esfuerzo? ¿Conservaría en su corazón la esperanza de seducir de nuevo el alma de su esposo?
 
El respeto religioso que le había inspirado la resolución de este, parece desmentirlo de todo punto; pero ¿quién sabe? Ello es que doña Inés se esmeró, y que halló medio de parecer más bella todavía: bella, cuando su tez estaba marchita, decaído su color, apagados sus ojos; cuando el llanto continuo y la continua pena se habían empleado por más de dos años en destruir sus encantos.
 
¡Oh, la decadencia de las mujeres bellas tiene un mérito singular para las almas sensibles! Es el hechizo del otoño con sus celajes rojizos y sus hojas secas que el viento va dejando caer una por una. Nunca es acaso la mujer tan bella como cuando está ya a punto de no serlo.
 
Llegó el sol al mediodía en los relojes pintados en las torres del alcázar, y doña Inés sintió latir su corazón fuertemente; faltaba poco, según Aznar le había dicho, para que estuviese en Huesca su esposo. Verdad es que temía aún que los ricoshombres le cerrasen las puertas; que tuviese que combatir para abrirlas. Pero acaso porque era más su miedo al triunfo que a la derrota, por el momento no pensaba en esta, y daba aquel como indudable. No se acordaba ya del poder, ni de las armas de los ricoshombres; no pensaba más sino en que había llegado la ocasión de separarse de su esposo, y separarse para siempre. El dolor ahogaba su corazón; sus ojos no podían ya guardar el secreto de las lágrimas, y alguna que otra gruesa y transparente rodaba con lentitud por sus mejillas. Ni siquiera se acordaba en aquel punto de Castana, y preocupada y sola fue a colocarse en una ventana de la torre que daba frente a la puerta principal del alcázar.
 
Había allí apostados unos cuantos almogávares de tan feroz catadura como todos los de su laya, entretenidos en afilar contra las piedras del muro las puntas de sus dardos, que en verdad no lo necesitaban; pero doña Inés no hizo alto en ello, porque ya los había visto en diversas partes, lo mismo recorriendo los caminos, que guarneciendo ciudades y fortalezas. Además, que después de conocer a Aznar, y de medir su gran valor y fidelidad, había también desaparecido de ella el horror que le inspiraban, y aun comenzaba a mirarlos a todos como amigos.
 
A poco de estar allí asomada, vio llegar a Gil de Atrosillo y a Lizana, muy presurosos, entretenidos en ardiente conversación, de tal suerte, que no pusieron los ojos siquiera en los almogávares.
 
-Ya lo dejo todo dispuesto -decía Lizana-; y por mi fe, que si tan cerca están como se cuenta, pronto sabrán que corre aún por nuestras venas la sangre de los guerreros del monte Pano. Juremos, Atrosillo, como juraron allí nuestros padres, perder la vida antes que consentir que los tiranos nos arranquen nuestros fueros santos.
 
-¿Y no os parece -repuso Atrosillo- que deberíamos haber salido a pelear a campo abierto? ¿No será mengua de nuestro honor defendernos detrás de estos muros inexpugnables?
 
-Soy más viejo que vos, Atrosillo, y no extrañaréis que me tenga también por más prudente. Muy bueno que sería eso, si a campo raso no pudiera aplastarnos su muchedumbre. Pero siendo tantos como dicen que son, mejor es que detrás de estos muros demos tiempo a que se disminuyan sus fuerzas, y se reúnan todas las nuestras, y podamos elegir el día y la hora de la batalla, saliendo cuando nos convenga al campo. No intentarán el asalto; pero si a tanto llegase su locura, al primer sonido de la trompeta acudiremos al muro, y daremos ración de carne a los cuervos para muchas semanas. Por Jesucristo vivo, que han de aprender a su costa estos mercaderes catalanes lo que es el pendón de Lizana.
 
Llegaron en esto al pie de la escalera principal, desde donde se descubrían muy bien la puerta y los almogávares, y Gil de Atrosillo dijo a Lizana:
 
-¡Qué veo! Por las barbas de mi abuelo, Lizana, que aquellos que allí están son almogávares, y no lo había reparado hasta ahora. ¿Quién ha encomendado a esos miserables la guarda del alcázar?
 
-Peor sería -dijo Lizana- que estuvieran en las torres o en las puertas de la ciudad. En punto están donde no pueden hacer mal alguno, ni abrir un rastrillo, ni echar una escala; y conque los muros exteriores del alcázar estén llenos de gente nuestra, basta para el seguro que necesitamos. Ya dije otra vez delante de vos que no conviene irritarlos ahora; tiempo llegará de que, a nuestro sabor, exterminemos su casta maldita... Sin duda, dispuso esto así Roldán, a quien ayer dejé encomendado que cuidase de la guarda del alcázar.
 
¡Triste sagacidad humana! Aquel viejo político, que tan lejos veía venir las cosas, no las reconocía luego cuando las tocaba ya quizás con sus propias manos.
 
¿Quién se fiara más de la previsión de ningún político, aunque sea viejo y sabio, si ahora le jugasen los almogávares alguna mala pasada a los señores?
 
Tras de aquella conversación breve, Lizana con sereno semblante, Atrosillo con aire de no ir satisfecho todavía, desaparecieron en las revueltas de la escalera que caía debajo del aposento en donde estaba la reina; y un instante después, se sintió un espantoso ruido.
 
-¡A mí, villanos! ¿No me conocéis? -exclamaba uno. Y era sin duda la voz de Férriz de Lizana.
 
Sintiose también otra voz que parecía de Gil de Atrosillo, la cual gritaba o hablaba muy alto; pero no pudo entenderse lo que decía. Hubo fragor de armas y voces sordas, y luego no se oyó más rumor alguno.
 
La reina, que no podía dudar de quién eran las voces, quedó aterrada, inmóvil, sin osar apartarse del alféizar de la ventana.
 
Pasados algunos momentos, entró Roldán.
 
-¿Qué hacéis aquí, almogávares? -preguntó más con desprecio que cólera a los que guardaban la puerta.
 
Mas ellos no contestaron.
 
-¿Qué hacéis, digo, cuando debiera custodiar esta puerta mi buena mesnada? -tornó a preguntarles con voz alterada y fiera.
 
Nadie le contestó tampoco; pero cuatro de los almogávares saltaron instantáneamente sobre el caballero: el uno le puso la mano en la espada, el otro le tapó la boca con un pedazo de malla, y alzándole a un tiempo en alto comenzaron a subir con él las escaleras. Momentos después bajaron como si tal cosa, como si nada hubiera acontecido. La reina, agitada con sus sentimientos contradictorios, con la conversación de Lizana y Atrosillo, y con los siniestros sonidos que había escuchado después, estaba ya aterrada; y esta escena de Roldán llevó al último punto su espanto.
 
Y en seguida vio llegar unos tras otros a los principales señores de la corte: muchos no repararon en los almogávares; otros, los miraron con extrañeza; pero no dijeron palabra. Y cada vez que subía alguno, se oía el mismo estruendo que la vez primera.
 
-¡Traidores! -decía este.
 
-¡Villanos! -clamaba otro.
 
Y luego, se sentían sordas voces y algunos gemidos; y poco después, nada, nada absolutamente.
 
-¡Castana! ¡Castana! -gritó doña Inés quitándose de la ventana, y al cabo de un rato que vio que más no subían, ni se sentía rumor ninguno.
 
Castana acudió al punto alegre, lozana, más linda y más graciosa que nunca. Pero al ver a doña Inés desencajada y llena de espanto, desapareció de su rostro toda muestra de alegría, y exclamó:
 
-¿Qué tenéis, señora mía? ¿Qué sucede?
 
-Castana -dijo la reina-; aquí debajo de nosotros están pasando horribles escenas; he sentido el son del hierro contra el hierro, y he oído muchos ayes de moribundos.
 
-¡Ay! -prorrumpió Castana, recordando que abajo estaban con Aznar otros muchos almogávares, y las palabras vagas, siniestras de la noche anterior-. ¿Conque ha habido lid? ¿Conque ha habido moribundos o muertos? Dios tenga piedad de Aznar, señora.
 
-¡De Aznar! ¿Qué dices, Castana?
 
Y la pobre doncella, bañada en llanto, contó a su señora cuanto había hecho, y visto, y oído.
 
-¡Han asesinado, pues, a los ricoshombres! -exclamó la reina, con tanto horror como asombro.
 
-¿Creéis que habrán sido ellos los muertos? ¿Estáis segura de que no habrá perecido Aznar? -dijo sencillamente Castana.
 
-Bien decía yo -continuó la reina sin prestarla atención, y sin pensar ya en sus propios agravios- que esos almogávares son de raza de lobos; ¡han asesinado, Dios se lo perdone, soberbios y todo, a los mejores varones de Aragón!
 
Pero al propio tiempo, se oyó ya lejano ruido de trompetas y clarines, y confuso estruendo y vocería. Por la puerta misma del alcázar entró un soldado de las mesnadas corriendo a más correr, y gritando:
 
-¡Al arma, al arma!, estamos perdidos; ¿no hay quien defienda la puerta cerrada del alcázar que da al campo? Por allí están entrando los almogávares en la ciudad. Bien podéis verlo desde el muro.
 
Al punto, los almogávares quisieron apoderarse de su persona; pero el fugitivo, mudando de camino al verlos venir hacia él, volvió a salirse a la calle gritando. Y, aunque ellos le dispararon algunos dardos, no debieron de acertarle, porque volvieron a recogerse pronto en el patio, no sin algunos votos e imprecaciones.
 
El estruendo y las voces en el ínterin se fueron poco a poco acercando; y luego, el concertado son de muchos instrumentos militares, y el pisar de muchos caballos, llegó ya a los oídos de doña Inés y de Castana.
 
-¡Viva el rey don Ramiro! -clamaba la muchedumbre.
 
Doña Inés cayó desfallecida, sin poder sufrir más en su corazón tan contrarios efectos. Castana, sentada a su lado, lloraba amargamente; ni una ni otra hablaron palabra por muy largo rato.
 
Y en esto, la vocería fue aumentándose, hasta inundar con su eco inmenso el alcázar; sonaron dentro del mismo patio los clarines y músicas militares, y el ruido de los caballos que allí paraban. No era posible dudar más; oíase la voz misma del rey, que venía entonando el Tedeum muy devotamente.
 
Doña Inés no pudo contenerse más entonces, y se asomó de nuevo a la ventana. El rey don Ramiro y el conde de Barcelona, ricamente armados ambos, acababan con efecto ya de apearse, y comenzaban a subir las escaleras; el patio del alcázar era un mar de puntas de lanzas y cascos y plumeros, y por entre los caballeros y caballos vagaban, rotos y espantosos, multitud de almogávares.
 
-¡Qué airoso está! -exclamó, olvidada ya, al parecer, de los difuntos ricoshombres, doña Inés-. ¡Qué bien le caen ya las armas!
 
Y después de dudar un momento sobre si debiera o no bajar al patio mismo a recibir al rey, se encaminó a esperar a sus aposentos, precipitadamente, y, como siempre, seguida de la fiel Castana.
 
Notábase que no entraba el gentío por la puerta principal que daba a la ciudad, sino por un pasadizo opuesto que debía de comunicarse con alguna otra, acaso aquella misma de que hablaron Aznar y Castana. Debía de ser por allí mismo, por donde ya tardíamente había advertido que entraba uno de los mesnaderos, puesto sin duda de atalaya en el muro.
 
Y en verdad que todos estos rápidos y dudosos y varios sucesos son de lo menos verosímil que el mozárabe apunta en este libro; pero no por eso parece que sea menos cierto. Cualquier azar contrario, cualquier mayor previsión, cualquier más grave tropiezo, habría hecho imposible, sin duda alguna, la sorpresa del alcázar, la prisión de los ricoshombres, la fácil entrada en aquella ciudad de tantos cubos y adarves; pero ¿cuándo empresas tales se han llevado a término de otra suerte que por mera casualidad en el mundo? Lo que hay es que, como dice un clásico, suele siempre ponerse del lado de los más audaces la fortuna.
 
 
 
 
== Capítulo XXVIII ==
 
<center> '''Donde se continúa en algo la materia del anterior, y así como al descuido, se aclaran sucesos no bien explicados hasta ahora '''</center>
 
 
<div align="right">
Y así fue temido el monje <br>
con el son de esta campana.
 
(Romance viejo) </div>
 
 
 
Poco después el rey don Ramiro y el conde don Berenguer, acompañados de muchos caballeros catalanes y aun algunos aragoneses, que habían estado esperando a juntarse con el más poderoso, llegaron al gran salón donde solían darse las regias audiencias. Grande fue el asombro de todos cuando le hallaron solo.
 
-Pensé -dijo el rey- hallarle ocupado por los ricoshombres, y que me disputasen desde aquí todavía el poder que heredé de mis abuelos, ya que no osaron disputarme las puertas.
 
-No me coge de sorpresa -dijo Berenguer-. Harto os dije antes de avistar estas torres de Huesca lo que luego punto por punto ha acontecido. Ya os anuncié yo que los ricoshombres, al vernos en armas, no osarían aguardar un momento, y la plebe y gente menuda, entregada a sí misma, abriría, como sin duda ha abierto, las puertas, y os aplaudiría con entusiasmo. Conozco a los magnates y al vulgo, que son iguales en todas partes; sobre todo el vulgo, que aplaude siempre al que triunfa, y que si ayer os menospreciaba porque os veía humilde y bueno, hoy ha de adoraros si os ve robusto y terrible.
 
-Tales lecciones -respondió don Ramiro- podéis vos aprovecharlas, que habéis de ser rey de Aragón en adelante, porque lo que es a mí, buen conde, pocos días me restan, por divina merced, de serlo.
 
El conde hizo una afectuosa reverencia al rey, y en aquel momento, mismo abriose cierta portezuela que había en el fondo del salón, y apareció Aznar seguido un de Fortuñón y de otros almogávares.
 
- ¡Aznar! -gritó al momento el rey-. ¿Qué fue de los ricoshombres? ¿Se han salido de Huesca? ¿Piensan hacer resistencia en sus castillos? ¿Huyeron cobardemente? ¿Y la reina? ¿Y mi hija?
 
-Los ricoshombres, señor -respondió Aznar gravemente-, no os molestarán más en esta vida, ni más levantarán contra vos las cabezas.
 
-¿Se han allanado, Aznar? -repuso el rey-. ¿Pues cómo no me avisaste de ello, según lo convenido? Corred al punto y disponed que nadie sea osado de tocar a uno solo de los ricoshombres, dondequiera que se hallen -dijo volviéndose a los de su comitiva.
 
Luego añadió:
 
-Y ¿cómo no cumplisteis mi encargo, Aznar? Creí que, allanados los ricoshombres, lo primero que oiría Huesca sería el son de esa campana de San Pedro, que con su sonido me llamase a mí al monasterio, ya que a ellos los había llamado a la sumisión y lealtad que me deben. Y aun ha estado en poco que no entrase a hierro y saco en esta ciudad fidelísima, que, lejos de ofrecerme resistencia, me ha abierto esa puerta del alcázar, y me está colmando de bendiciones. Sobre todo, a tus hermanos los almogávares, que conmigo vienen, Aznar, no sé cómo he podido contenerlos. Todavía me temo que hagan algún agravio; y cierto que sería para mí nueva desdicha -añadió suspirando.
 
-En cuanto a lo de la campana -respondió Aznar sin levantar los ojos del suelo, pero con grande aplomo-, no habéis de echarla de menos; porque si vos no la habéis sentido, sentida será en todo Aragón, y aun en todo el mundo. Venid, señor, y veréis qué tal campana he dispuesto.
 
Y echó a andar hacia la portezuela que había quedado abierta. Él rey y el conde le siguieron sin darse cuenta de aquellas extrañas palabras; bajaron algunos escalones, y se encontraron en el aposento que ya conocen nuestros lectores allí, donde la noche anterior dejó Castana a los almogávares.
 
La escasa luz de mediodía que alumbraba aquella lóbrega habitación puso delante de los ojos del rey y del conde un inesperado y horrorísimo espectáculo. Ambos, rey y conde, prorrumpieron en una exclamación terrible, no bien lo alcanzaron sus ojos. En derredor del garfio que colgaba del punto céntrico, de la bóveda, mirábanse catorce cabezas recién cortadas imitando en su colocación la figura de una campana: en lo interior de aquella extraña campana colgaba otra cabeza que hacía como de badajo, la cual reconocieron los presentes por del arzobispo Pedro de Luesia; las demás eran de Lizana, de Roldán, de Vidaura, de Gil de Atrosillo y del resto de los ricoshombres rebeldes.
 
Debajo había una enorme piedra que debía de servir de tajo para partir las gargantas; y en pie, junto a ella, se miraban dos negros de infernal catadura, con los alfanjes desnudos y goteando sangre: eran Yussuf y Assaleh, los esclavos del conde de Barcelona.
 
Más lejos estaban los troncos descabezados, y llenos de heridas algunos, entre los cuales se veían los cadáveres de no pocos almogávares que debieron de sucumbir en lid, porque estaban también acribillados de heridas.
 
Don Ramiro y don Berenguer retrocedieron desde luego, involuntariamente, y no pudiendo sufrir por mucho tiempo la vista de aquel espectáculo, lleno el primero de horror, y de miedo, con repugnante gesto, el segundo, salieron de allí al punto volviéndose al salón donde antes estaban.
 
-¿Quién ha ejecutado estas muertes? ¿Por orden de quién se han ejecutado? -preguntó en tanto, por tres o cuatro veces, don Ramiro, con acento que señalaba al mismo tiempo horror y cólera.
 
Fortuñón, comprendiendo el engaño, maldijo de nuevo la abreviatura a que lo atribuía. Aznar se dejó caer, al fin, a los pies de su rey, y le puso en las manos el pergamino, diciéndole con voz casi desfallecida:
 
-Aquí está esto, señor, firmado al parecer de vuestra propia mano; yo forjé falsamente tal escrito, y engañé con él a estos leales servidores vuestros; yo soy, pues, el único autor de la justicia que acabáis de ver. Mi corazón me dice que he hecho bien; que eso y no otra cosa merecían los traidores; que de ese modo y no de otro podía serviros. Mas si me equivoqué, castigadme; que con haber quitado tantas cabezas rebeldes y haber librado de ellas al reino, moriré yo por mi parte contento.
 
-Levántate, Aznar -le contestó sollozando el rey-; levántate, y Dios te perdone como yo los nuevos remordimientos que tu mal hecho va a causarme, y el triste nombre con que he de pasar a la posteridad por tu culpa. Y Dios quiera no dártelos a ti muy grandes, porque al cabo has cumplido aquí hoy también aquella tu negra venganza. Pero ahora recuerdo que yo principalmente tengo la culpa, por haberte dicho que fue Lizana el matador de tu hermano. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué va a ser de mí con tantos pecados a un tiempo?
 
En aquel momento apareció a la puerta Castana.
 
-¡Oh Castana, Castana! -continuó sin dejar de gemir el rey-. ¿Dónde está la reina, tu señora? ¿Dónde la princesa, mi hija?
 
Y añadió, acertando apenas a hablar:
 
-Soy más infeliz cada día, cada momento que pasa... La corona está maldita en mí... ¿Dónde, dónde se halla la princesa?
 
-La princesa está depositada en casa de Azlor -respondieron a un tiempo varias voces, sin dar tiempo a que hablase Castana.
 
-La reina -dijo por su lado esta- me envía deciros que os aguarda en sus aposentos.
 
-Ea, pues -repuso sin atender ya a Castana don Ramiro- Aznar y todos vosotros, vos Alqueizar, y vos, y vos -y al propio tiempo señalaba a los caballeros de su comitiva-, id a la casa de Azlor y traed acá a la princesa, a fin de que la vea y reconozca su tutor y futuro esposo el conde de Barcelona. Saludad desde ahora, aragoneses, a vuestro nuevo rey el buen don Berenguer, y a vuestra nueva reina doña Petronila.
 
Siguiose a estas palabras una aclamación inmensa.
 
El continente del conde, marcial y generoso, prevenía en su favor, de una parte; y de otra, el deseo de agradar en aquellos momentos al rey, ponía más aliento en todos los labios.
 
Y ninguno imaginó que, con aquel entusiasmo hacia los nuevos reyes, insultaba a los que entonces bajaban del trono; quizá la reina doña Inés, con su delicado instinto, hubiera comprendido este insulto.
 
Pero en tanto, las personas señaladas para traer a la princesa de casa de Azlor, se reunieron todas alrededor del rey, menos una: Aznar.
 
Ya hacía rato que Castana le buscaba con ojos inquietos entre la muchedumbre sin acertar con él.
 
Al ver ahora cuanto tardaba en reunirse con sus compañeros, el rey preguntó por él en voz alta, y nadie le respondió. Aznar se había hecho en un momento tan famoso, que su extraña ausencia excitó entre la multitud no poca curiosidad y sorpresa.
 
Por tres veces le llamó el rey; mas en ninguna de ellas respondió ni dio cuenta de su persona.
 
Y ¡oh facilidad prodigiosa del vulgo para forjar sucesos maravillosos! Cuando sonó la segunda pregunta del rey, ya dice el verídico cronista que corrían por la espaciosa sala varias versiones absurdas de su desaparición, sosteniendo estos que alados demonios le habían arrebatado de allí mismo para llevarle a pagar en los infiernos la muerte que había dado a los ricoshombres; opinando aquellos que, arrepentido y asombrado de su propio hecho, se había retirado de la concurrencia, manifestando a algunos, en confianza, que iba a consagrar al servicio de Dios lo que le quedase de vida.
 
Pero ni Aznar era para monje, ni el diablo se había tomado la molestia de pensar en él todavía.
 
La verdad era que el almogávar se miraba reclinado en la pared a un extremo de la sala, exánime, y, al parecer, sin vida.
 
Castana fue quien lo descubrió primero; ¿ni quién había de descubrir al amante primero que la mujer enamorada?
 
La pobre muchacha no pudo contener sus sentimientos, y sin respeto a los príncipes ni a la magnífica corte que allí estaba, se lanzó hacia el lugar donde descubrió al almogávar, gritando:
 
-¡Aznar! ¡Aznar!
 
La gente que había en el salón era tanta, que la doncella halló muchísimos obstáculos para abrirse camino.
 
Pero todos los ojos se fijaron en el punto hacia donde ella señalaba con las manos, y vieron a Aznar inmóvil, doblada la cabeza sobre el pecho, y apoyada la espalda en el muro.
 
El rey, aunque tan preocupado, no tardó en advertir el caso, y no recordando en aquel momento sino los grandes servicios que le debía, se adelantó hacia él presurosamente; todos los circunstantes le abrieron fácilmente el paso.
 
Entonces notaron muchos de los que miraban al almogávar a un tiempo, que por debajo del grosero capuchón de malla que vestía brotaba un torrente de sangre.
 
Castana se abrazó a él, exhalando profundos gemidos; el rey mandó llamar al punto a su físico, que era un hombre atezado y de sombrío semblante, el cual, con venir vestido a la cristiana, bien aparentaba haber nacido en las márgenes del Muluya, y haber estudiado en alguna de las escuelas famosas de Fez o de Córdoba.
 
El físico declaró que Aznar no estaba muerto, sino que se había desvanecido a causa de la mucha sangre que estaba perdiendo largo rato había, según las señales.
 
Tenía dos grandes heridas, en el pecho la una, y la otra en la cabeza, sin otros rasguños en diversas partes; su estado era verdaderamente grave, y el docto africano no se atrevió a responder de que sanase.
 
Al punto mandó don Ramiro, en el colmo ya del desconsuelo, que se le trasladase a una de las mejores habitaciones del alcázar; y dejando allí a todos sus caballeros y cortesanos, se entró por los aposentos solitarios a desahogar su corazón, más verdaderamente oprimido que nunca.
 
En tanto, Castana, separándose también de la corte, y olvidada de toda otra cosa, siguió al herido hasta su aposento; y allí pasó lo que quedaba de día y la noche entera, atendiendo a su respiración, a su voz, a sus más pequeños movimientos.
 
La pobre muchacha había forjado tales castillos en el aire, que apenas acertaba a comprender ahora cómo estuviesen a punto de desplomarse o desvanecerse con su amor y ventura.
 
Mas el físico era implacable.
 
Cada vez que entraba a ver al herido, exclamaba, sin tener por nada en cuenta la presencia de Castana:
 
-Será difícil que sobreviva.
 
Y Castana prorrumpía en copioso llanto.
 
Sólo Fortuñón, el viejo Fortuñón, era quien la consolaba; aunque más de lo que de hombre como él podía esperarse, mostrábase también cuidadoso y afligido por su parte.
 
De cuando en cuando Castana y Fortuñón se apartaban del lecho, y en un rincón del aposento se comunicaban sus temores y esperanzas.
 
Castana no hablaba más que de la curación del herido, o de su pérdida, que sólo el imaginarla le desgarraba las entrañas. Fortuñón mezclaba con estas conversaciones ciertos pormenores sobre el suceso, que la sencilla doncella, sin curiosidad de saberlos, veíase forzada a escuchar hartas veces.
 
-Esa herida que tiene en la cabeza -decía aquel- debió de recibirla de manos de alguno de los hombres de armas que guardaban el alcázar. Figúrate que al alborear el día salimos del zaquizamí donde nos metiste, muy sigilosamente, y bajamos al patio. Las puertas estaban cerradas todavía, y aquí y allí tendidos en el suelo dormían algunos mesnaderos de los más osados. Uno solo había quedado de atalaya, y, ese, con el cansancio y la proximidad del nuevo día, malamente peleaba con el sueño, como que tenía ya los ojos cerrados y la cabeza inclinada en el muro. «Dispárale tu dardo», le dije yo a Aznar, señalando al atalaya; mas no quiso creerme, antes haciendo ascos de matarle dormido, se acercó a él silenciosamente y le echó mano a la partesana para desarmarle. Pero el condenado del hombre no estaba más que transpuesto un poco, y despertó en aquel momento, y le dio un golpe con la partesana, que el valiente Aznar no pudo evitar desde tan cerca. Y bien que lo pagó el de la atalaya, porque sentirse herido y derribarle muerto de un solo tajo de su espada fue todo uno para Aznar. A los otros pobretes los sorprendimos durmiendo como lirones, y los pusimos a buen recaudo en ciertos sótanos del alcázar; y desde el patio recorrimos los demás puestos, y a los que los aguardaban que bien serían en todo seis docenas, los encerramos con sus compañeros, de suerte que quedamos por dueños del recinto. Y luego, como si tal cosa, a la hora acostumbrada, abrimos la puerta que da a la ciudad y la que da al campo, y aguardamos así a los ricoshombres y al rey. ¡Buena jornada fue, por vida mía! Pero créeme, Castana, que bien que sea por todo extremo valeroso Aznar, fue mi saber y prudencia y larga práctica de asaltos y sorpresas quien trazó y guió bien la de esta real fortaleza. A mí me debe el rey lo más del triunfo.
 
Castana, en vez de contestarle, como que acaso ni siquiera le oía, de cuando en cuando suspiraba tristemente, o iba a visitar el lecho del herido; y luego tornaba a dar cuenta de sus observaciones a Fortuñón.
 
El viejo almogávar se obstinaba, no obstante, en consolarla a su manera, con sus eternas relaciones.
 
-Moribundo está, Castana -le decía-, pero júrote que con haber peleado en el Alcoraz y haber asistido en el cerco de esta ciudad de Huesca, que fue de moros, como tú sabes, júrote, digo, que no vi en mi vida mayor valentía que la de Aznar, ni corazón más determinado. ¡Cuenta que eran valientes los ricoshombres! Así no fueran ellos contra el rey, ni parecieran tan soberbios como eran animosos y diestros. Tengo para mí que eran de los mejores caballeros del mundo. Sábete que con estar más de treinta de los nuestros apostados en la gran sala adonde ellos iban entrando, hubo algunos a quienes no pudimos rendir, sino rindiendo ellos antes la vida. ¡Qué Roldán! ¡Qué Roldán! Él solo despachó a dos de los nuestros en un santiamén. Pues ¿y el viejo Lizana? Lastimábame el verle, a mí que le conocí en el Alcoraz, y no quise poner mano sobre él, y Lizana, como si no le embargasen los años, supo deshacerse de ellos sin daño alguno. Entonces Aznar se arrojó a él, y por largo rato lidiaron cuerpo a cuerpo, y cierto que era cosa muy de ver aquella lucha. Aznar como más joven, era más ágil; pero no estaba tan bien armado, ni con mucho, como Lizana, ni era tan diestro como él en manejar la daga. Ninguno de nosotros ayudó a Aznar porque él lo prohibió expresamente; pero este tuvo a Dios de su parte, y derribó a su contrario, aunque a costa de esa herida del pecho que tanto mal le causa. Aun me parece oír a Lizana, cuando en el momento de expirar dijo, alzando los ojos al cielo: «Dios mío, tú que me dejaste ver el peligro, ¿por qué me cegaste tanto los ojos cuando lo tenía cerca, para que no lo viese ni pudiese evitarlo? ¿Qué vale esta prudencia de los años si no ha de servir más que para antever el mal, sin acertar casi nunca a remediarlo? ¡Dios mío, Dios mío, conserva para mis hijos la libertad de Aragón!». No pudo decir más, porque yo, que aunque muy atentamente le estaba oyendo, por no verla más padecer, ya que había de morir de todos modos, tomé sobre mí el doloroso encargó de acabarle de un golpe.
 
-¡Qué horror! -exclamó al oír este rasgo de compasión guerrera Castana.
 
Pero, sin embargo, en otra ocasión habría sentido su alma llena de orgullo al oír tales relaciones; porque son pocas las mujeres que no estiman el valor sobre todas las cosas, y en el siglo XII, bien pudiera decirse que era la mayor de las virtudes para enamorar corazones femeniles.
 
En el trance en que estaba Aznar, tales relaciones más bien afligían, naturalmente, que no daban consuelo alguno a la sensible amante.
 
Y según dice el cronista, así pasaron dos, cuatro, seis días sin notarse al parecer grande alivio en el almogávar; siempre Castana suspirando y Fortuñón relatando, sin otra esperanza ni compañía que la del físico renegado, el cual, o no respondía, o respondía mal a las preguntas que le hacían los vigilantes enfermeros, y a las de cualquier paje o caballero que por sí, o de parte del rey, venía a enterarse de la salud de Aznar.
 
Pero, al cabo, el alivio del enfermo fue ya incesante y claro. Y el médico mismo declaró que antes de mucho podría darle otra vez por sano.
 
Un día en que se mostraba ya muy animado, Castana salió por un momento, el viejo Fortuñón se durmió profundamente, y cuando volvió ella, y cuando él despertó, se hallaron vacío el lecho del enfermo; Aznar había desaparecido.
 
Castana y Fortuñón se devanaban los sesos por acertar las causas de aquella extraña desaparición; pero sólo pudieron saber, por el pronto, que uno de los escuderos que solían acudir a visitarle había entrado en el aposento, y que no bien se marchó este, se levantó detrás de él Aznar, aunque descolorido y tan flaco, que no parecía que pudiese dar un paso. Sin embargo de lo cual, supieron también, a ciencia cierta, que salió muy apresuradamente de la estancia.
 
 
 
 
== Capítulo XXIX ==
 
<center> '''El cual sería de gustosa lectura para las mujeres sensibles, si, más ducho en ciertas cosas el que escribe, hubiera acertado a pintarlas mejor '''</center>
 
 
<div align="right">
Proia et plora tendrement mais ce ne li valut noienent; por son proier et son plorer ne li laissa-il pas entrer.
 
(Fabliau de La Feme en une tor)
</div>
 
 
 
Basta del almogávar y de su querida, y volvamos atrás con nuestro asunto.
 
Así como así, aunque tan humildes, han llenado ya casi aquellos lo mejor de la historia. ¿No será justo que dejemos algún capítulo para doña Inés, algunas páginas ya para don Ramiro?
 
Pues a fe que bien lo merece la extraña situación en que ambos se encuentran.
 
Ya ha llegado don Ramiro, y, aunque de lejos, se ha cumplido el deseo de verle que tenía doña Inés; ya ha vuelto don Ramiro, y se han realizado los temores y las penas que doña Inés presentía.
 
Vino el trance de la separación, la hora de que don Ramiro entrase en aquel claustro de San Pedro el Viejo, tan lúgubre y tan sombrío, que había hecho levantar para ello; vino la ocasión de que doña Inés se hallase sola en el mundo, sin poder más llamarse esposa ni amante.
 
Por cierto que la historia se reanuda, y de suerte que no parece que haya transcurrido tiempo alguno, ni algunos sucesos. Ni parece que los ricoshombres se rebelaran, ni que el rey huyera, ni que don Ramiro, fuese guerrero por ser monje, ni que doña Inés llorara aquella ausencia que apartaba un tanto de ella la ausencia eterna de su amado. Todo vuelve al ser que tenía cuando se puso la última piedra en San Pedro el Viejo.
 
Pero no; hay una cosa de más, que son los nuevos remordimientos, que los sucesos últimos debían engendrar por fuerza en don Ramiro.
 
Pálido, desencajadas las facciones del rostro, dejó por eso, como queda dicho, el gran concurso que había acudido a recibirle, y se retiró a lo interior del alcázar.
 
No se había enterado, sin duda, del mensaje de Castana, ni contaba con que le esperase la reina, ni le dejaban sus remordimientos siquiera que en ella o en su hija parase por un momento entonces la memoria.
 
Vagando por aquí y por allí, veníasele la noche encima a tiempo que, montando casi a tientas cierta estrecha escalera, se halló en medio de un salón espacioso, mal alumbrado ya por los últimos reflejos del sol, que se hundía en aquel punto en el horizonte. Dos grandes ventanas, situadas a uno y otro extremo del salón, daban entrada a la puerta de una alcoba por algunos momentos casi oscura, y dudó largo rato si había o no de entrar en ella; parecía que una esperanza le impulsaba, al propio tiempo que un presentimiento le apartaba de allí. Estaba en el aposento de su mujer, veía delante la alcoba nupcial.
 
Entró al cabo. Entró, llevando consigo el tropel de sus remordimientos, que no le daban descanso alguno; buscando no sabía qué, una cosa imposible: la calma de los años de su infancia, el reposo de los días serenos de su monasterio.
 
Y entró mirando en los oscuros ojos que no le miraban; distinguiendo rostros que no había; ojos amenazadores, rostros ensangrentados.
 
Era el arzobispo Pedro de Luesia, con sus hábitos pontificales, segada la cabeza por la garganta, y destilando sangre; era Férriz de Lizana, revueltas y manchadas las venerables canas, azotadas las gloriosas cicatrices del rostro, maldiciendo aún después de muerto a sus asesinos; era Roldán, era García de Vidaura, eran todos los ricoshombres degollados. Era aquel valeroso joven Aznar, muerto quizá por él y en su defensa.
 
¡Ay de don Ramiro! ¡Ay del monje apóstata, por quien se habían hecho tantas muertes, aunque fuera sin orden suya, aunque de sus labios no hubiera salido otra palabra que la palabra perdón!
 
La sangre derramada debía caer sobre él gota a gota; aquel delito espantoso podía para él ser nueva causa de condenación eterna; con él y el quebrantamiento de sus votos, su perdición debía quizá ya reputarse como irremediable.
 
¡Ay, ay de don Ramiro! ¡Ay, ay del rey de Aragón!
 
Tal decía o pensaba él al entrar en la alcoba nupcial; y estas ideas, amontonándose en su fantasía, le arrastraban no sabía ya adónde, al través de tinieblas y tinieblas, por en medio de multiformes y horrendos fantasmas. Su exaltación religiosa había llegado a un punto tan extremo, que confinaba con el delirio, con la insania.
 
Y si al entrar en aquella alcoba, donde pasara tan venturosas horas, si hubiese hallado a solas por mucho tiempo con la noche y consigo mismo, otro habría sido, por ventura, el fin que señalasen las historias al rey den Ramiro: habría acabado por estar loco.
 
Pero al mirar desatentado por todas partes, sus ojos se fijaron sin querer en una sombra apacible que delante de él se fue levantando, la cual le pareció un rayo de luz en noche cerrada, un manantial en el desierto, un ángel del cielo que venía a templar su exaltación horrible.
 
¿Quién era aquella sombra? ¿Quién era aquella visión inesperada? Don Ramiro se paró, sin osar acercarse a ella, conteniendo aún la respiración como si temiera espantarla, como si pensara verla desaparecer, al modo que la niebla desaparece cuando se levanta el viento y, la paloma al sentir el son del torrente, y la espuma del mar al tocar con la arena en las playas.
 
Suspenso, inmóvil, puesto su ánimo entre los remordimientos y la esperanza, miraba don Ramiro y tornaba a mirar la aparición, sin comprenderla más por eso.
 
Parecíale que sus ojos comenzaban a acostumbrarse a las tinieblas, o que alguna antorcha misteriosa y celeste venía por especial encargo de Dios a alumbrarle. Lo cierto es que sus ojos distinguían ya claramente en lo oscuro; y a creer a los ojos, lo que había allí era una mujer arrodillada y de espaldas a la puerta por donde había entrado don Ramiro. Y era, dice el cronista, que en aquel instante mismo la luna había descubierto de repente, por entre las nubes que hasta entonces la celaban, su redondo disco de color de plata, y, algunos de sus rayos, serenos, espléndidos, penetraban hasta allí por una octógona claraboya abierta junto al techo de la alcoba. Vio, pues, real y verdaderamente don Ramiro que la mujer aquella tenía sueltos los cabellos, y derramados en una garganta blanca como el cuello de un cisne, cabellos por cierto de color de oro.
 
De cuando en cuando levantaba ella los brazos al cielo, y flotaban las anchas mangas de su blanca túnica; y, al hacer aquel movimiento, no parecía sino que iba tomar vuelo para levantarse en seguida al empíreo mismo.
 
Si era un ángel, las formas las tenía de mujer. Mas en verdad, ¿qué otra forma podrían tomar de ordinario los ángeles si bajaran con frecuencia a la tierra?
 
Mentira parece; pero el cronista asegura, y, no hay por qué negarle crédito, que, grandes como eran los combates que sostenía en su cabeza don Ramiro, se disiparon del todo en un punto; y su frente se serenó, y sus ojos se pusieron claros. Y la desatada rueda de sus pensamientos, calmó de súbito sus incansables giros; y en el momento mismo en que iba a estallar la locura en su mente, sintiola llena de inefable esperanza.
 
¿Será que Dios se compadezca al fin de sus cuitas? ¿Será que su justicia esté satisfecha con los tormentos que han desgarrado ya su alma, y envíe un ángel a que ponga término a ellos?
 
No lo sabe don Ramiro. Pero el caso es que sin querer, al iluminarle aquella idea de esperanza, dio algunos pasos hacia la visión dichosa de quien la recibía. Tornose, al oírlos, un rostro de mujer, y lanzó un grito indefinible; y levantose la sombra al punto. Don Ramiro reconoció en ella a la reina.
 
Su ilusión se había desvanecido, pero no la calma de su frente, no ya el repeso inefable de su corazón.
 
Porque, a la verdad, si doña Inés no era un ángel, era hermosísima, verdaderamente celestial, y no había medio de echar de menos junto a ella criatura alguna. Y luego el amor que dentro de su alma la profesaba don Ramiro; y luego la ausencia, y el recuerdo de que era madre de su hija, bien disculpaban que el rey se contentase con verla, y no echase de menos al pronto la divina ilusión que había perdido.
 
-¡Doña Inés!
 
-¡Don Ramiro!
 
Fueron, al verse, las primeras exclamaciones de los esposos. Don Ramiro dio tres pasos adelante para recibir a su esposa, y esta se precipitó a él con los brazos levantados. Pero al llegar uno junto a otro, don Ramiro volvió a echar atrás los mismos tres pasos que había dado hacia adelante, y doña Inés quedó parada, incierta, indicando en su actitud un abrazo, quizá un ósculo imposible: derramando gruesas lágrimas, que lentamente resbalaban por sus mejillas.
 
Al cabo don Ramiro rompió el silencio.
 
-¡Ah!, doña Inés -dijo-; a punto estamos ya de cumplir nuestros votos, y hoy más que nunca debemos abstenernos de faltar a ellos. Mirad cómo nos protege Dios: cómo vos os ha sacado de un género de cautiverio, y a mí de tantas humillaciones, a fin, sin duda, de que uno y otro podamos salvar nuestras pecadoras almas.
 
La reina no lloraba a la sazón: en sus ojos se leía esa resignación infinita, indefinible, que sólo saben y pueden tener las mujeres.
 
Don Ramiro continuó:
 
-¿Sabéis que me alegro de hallaros a solas antes de retirarme al monasterio? ¿Sabéis que es dichoso azar que yo aquí os encuentre? Por cierto que pensé al divisar a Huesca que saldríais a esperarme y...
 
-¡Ah!... ¿No os han dicho, mi señor, que os aguardaba yo aquí? -respondió la reina tímidamente al ver que su esposo no acababa la frase.
 
-Si he de deciros la verdad, no sé, no sé; mi cabeza ha estado tan revuelta, que acaso no debí de oírlo... Puede ser que Castana... Mas ahora recuerdo..., ¿no sabéis lo de Aznar? ¡Ah, señora! ¿No sabéis el negro fin de los ricoshombres?
 
Y al decir esto su frente comenzaba a nublarse de nuevo.
 
-¡Ah! Sí. Todo lo sé, don Ramiro -repuso la reina acompañando las palabras con un dulce suspiro.
 
-¡Oh! Pues entonces -dijo el rey acercándose a doña Inés-, entonces ya sabréis cuánta es mi desdicha: ya sabréis que nuevos remordimientos pesan sobre mí; yo no puedo, no puedo ya con ellos; no hay penitencia ya que baste a rescatar mis culpas enormes.
 
-Y, ¿cuáles tenéis vos, don Ramiro, en esas muertes? ¡Oh, esposo mío, no os atormentéis así voluntariamente! Cuando entrasteis, vuestro rostro estaba sereno, alegre, tal como debe estar el rostro del hermano cuando ve a la hermana querida tras de una peligrosa ausencia. Y ya veis que he aprendido a daros nombre de hermano... ¡Y eso que me ha costado tanto, tanto! Porque, mientras más esfuerzos hacía mi cabeza para enseñármelo, más me recordaba o ella o el corazón otro nombre de mayor ternura todavía. Pero hermano, hermano mío, ¿cuál es la causa de que al verme os hayáis de nuevo entristecido? Ya sé ya que no puedo serviros de consuelo; pero pesar, ¿por qué tampoco había de causároslo? ¡Ah! Yo no quiero nada, no os pido nada, sino que no me queráis nunca mal.
 
-¡Quereros mal! -exclamó don Ramiro-. ¡Ay! Ojalá que pudiese siquiera dejar de amaros... Porque la verdad es que yo..., os adoro..., que yo..., te adoro, Inés, te adoro; sábetelo por si no te veo..., por si jamás te hablo ya más de esto en adelante.
 
-¿Conque me queréis bien todavía? -dijo doña, Inés llena de júbilo, pero sin atreverse a repetir las palabras mismas de don Ramiro, bien que le supiesen a pocas.
 
-¿Que si te quiero bien, dices? ¡Ah! No, no por cierto -replicó espantado de sus propias palabras don Ramiro-. Dije que os amaba y os adoraba, y no debí decir sino que deseaba dejar pronto de veros...
 
-¡Pues qué! ¿Eso, eso de verdad deseáis? -repuso entonces doña Inés, saltándosele súbitamente las lágrimas.
 
-Eso deseo, sí, por el bien de vuestra alma y la mía.
 
-Entonces, ¿por qué no decís ni una vez sola que me amáis? ¿Por qué no confesar que me aborrecéis claramente? Ya comprendo bien por qué no prestateis atención a Castana cuando os dijo que yo os aguardaba en este aposento; no hay que buscar otra causa. Comprendo también ya que maldigáis la casualidad que nos ha reunido y que tanto os entristezca al verme, después de una ausencia que me ha costado ríos de lágrimas. ¿No os basta, pues, con que yo renuncie al nombre de esposa? Porque mis derechos bien podríais quitármelos; pero el nombre no, a no ser que, por complaceros, yo misma lo dejara. ¿No os basta eso, sino que a más habéis de deplorar y sentir estos pocos momentos en que me veis? ¿Qué diferencia hay entre pensar y obrar de tal suerte, y aborrecerme tal como digo?
 
Tras de estas extrañas mudanzas de dolor y de júbilo, de aspereza y cariño, hubo un instante entre los dos de silencio. Doña Inés lloraba a lágrima viva; don Ramiro procuraba poner algún orden en sus pensamientos. Al fin rompió este de nuevo a hablar, diciendo:
 
-Quizá estéis engañada, doña Inés: no me ha entristecido el veros; me ha entristecido el recordar, sin querer, aquellos sucesos horribles, espantosos, que me hacen tanto peso en la cabeza y me oprimen tanto el corazón. El veros, ¿cómo había de entristecerme? ¡Si yo os contara todo lo que ha un momento me ha sucedido! ¡Si yo os dijera que me habéis hecho feliz por un instante, feliz como el día de nuestras bodas, como apenas lo he sido, sino entonces, desde el punto en que solté los cilicios y vestí este malhadado traje de rey!
 
-¿Yo haceros feliz? ¿Tanto bueno me decís, don Ramiro? ¿Sabéis que no habría para mí felicidad como esa de poder haceros feliz, aunque fuera por instantes muy breves?
 
-Sí, sí; feliz y muy feliz me habéis hecho. Figuraos que yo venía cargado de remordimientos, loco, sin esperanza, y que al llegar aquí veo una sombra celestial, veo una mujer arrodillada que levantaba al cielo los brazos, como pidiendo misericordia para sí.
 
-¡Oh! No, no -le interrumpió doña Inés-; no la pedía para mí, pedíala para vos sólo.
 
-Gracias, gracias -continuó don Ramiro, acercándose ya a su mujer como si en algo le hubiese perdido el miedo-. Gracias, porque sin duda os oyó el Cielo, y la tuvo de mí en aquel momento. Ya sentía yo romperse dentro de mí alguna cosa: no sé si era el corazón, no sé si era la frente; sólo sé que era parte del ser mío lo que iba a estallar entonces, que era esta vida terrena, en que puede dar frutos todavía el arrepentimiento, lo que se me escapaba, dejando en mí solamente el aliento indispensable para padecer sin esperanza en el infierno.
 
-¡Oh, esposo mío! Calmaos, calmaos -le contestó dulcemente doña Inés, acercándose algo también por su parte, y mirándole con infinita dulzura.
 
-Sí, sí, me calmaré; dígoos que ya estoy bueno; antes de veros sí que deliraba, y aun creo que iba a volverme loco... Los locos no pueden ya tener arrepentimiento, ¿no es verdad?... ¿No es verdad que ya no saben ellos implorar para sí el perdón de sus culpas? ¿No es verdad que sí me hubiera vuelto loco mi espíritu habría quedado con la mancha que tiene, sin poder lavarla con la penitencia jamás? Pues a vos debo el poder esperar salvación todavía: el poder trabajar para conseguirla.
 
-Dichosa yo si tal hice, don Ramiro -repuso doña Inés con una sonrisa no menos tierna y dulce que sus miradas.
 
-Sí que lo hicisteis -continuó don Ramiro con mayor exaltación aún que antes-; os vi tan hermosa, con esos cabellos rubios derramados por la garganta, y ese vestido blanco, que parece tejido con aire y con luz; os vi, digo, tan celestial en todo, que no acerté a conoceros, y no me parecisteis ya vos misma, sino un ángel que bajaba del cielo a darme consuelos, trayéndome el perdón del Señor.
 
-¡Ah! -exclamó doña Inés, cubriéndose con las manos los ojos por un movimiento involuntario.
 
-¿Suspiráis?
 
-Suspiro, porque me habéis hecho creer que fue de mí propia de quien os viniera el consuelo, y no fue sino de una ilusión mentirosa de vuestros sentidos. ¿Qué comparación cabe entre un ángel del cielo y la triste y marchita esposa, o si no esposa, hermana, que ya tenéis?
 
-¡Oh! No digáis eso, dona Inés; no hay ángeles más bellos que vos..., que tú..., que tú, esposa mía; no puede haberlos...; me harás decir blasfemias...
 
Era de ver la satisfacción interior, el puro regocijo que se asomó de pronto en el rostro de doña Inés al oír estas amorosas palabras.
 
Don Ramiro, en tanto, sin reparar en ello, continuó de esta suerte:
 
-Yo no sé si habré cometido con esto un nuevo pecado; mas sabed, doña Inés, que si pensando que erais un ángel me acerqué a vos, cuando supe que erais vos misma, que era doña Inés a quien veía, no eché al ángel de menos. ¡Tan grata me iba siendo y me fue, al fin, vuestra vista!
 
Doña Inés, sin poder contener ya más la emoción de su pecho, lanzó un grito de alegría, y vacilando y sin pensar, fue a apoyar sus manos cruzadas en uno de los hombros de don Ramiro; mas este retrocedió con espanto algunos pasos, huyendo el cuerpo. Rendido, sin embargo, al propio tiempo, de su exaltación misma, se dejó caer en una de las grandes almohadas o cojines árabes que decoraban el aposento.
 
No halló allí, por cierto, reposo, si lo buscaba. Ideas, por el contrario, de dolor y de esperanza, de temor y de alegría, pasaron a un tiempo por su cabeza. Pero poco a poco se fueron deshaciendo todas ellas; sus ojos, cerrados, se abrieron de súbito, y al ver a doña Inés que suave y silenciosamente se había sentado a su lado y espiaba, al parecer, con tierno anhelo sus movimientos, una sola y nueva idea parece como que comenzó a arder en su mirada y a arrugar su frente; una que se conoció que le arrastraba a pesar suyo, como solían arrastrar su débil y vacilante espíritu todas las impresiones imprevistas y extrañas. No de otra suerte, en la apariencia, los reptiles del campo le hicieron tener miedo en la soledad, y el esfuerzo de Aznar le dio ánimo en el combate. ¿Qué idea le asaltará ahora? ¿Qué idea nueva, ardiente, poderosa, será esta que le infunde la vista de aquella hermosa doña Inés, que tan cerca de sí tenía en aquel momento?
 
Sin duda no es melancólica, puesto que sus ojos, generalmente apagados, brillan ahora con vívido fuego; sin duda no es de despecho, ya que se ve que una sonrisa de placer pasea fugitiva por sus labios.
 
Pero ¿quién que no conozca ya a fondo a los humanos habrá de comprender, a primera vista, tan oscuro y nunca visto enigma como este parece?
 
 
 
 
== Capítulo XXX ==
 
<center> '''Que el espíritu es fuerte, pero débil la carne, es lección de un santo padre, que halla aquí alguna demostración y ejemplo '''</center>
 
 
<div align="right">
¿Qui es lo foll, quin contramor se yguala? <br>
Segurs son dell, los morts...
 
(Ausiàs March: Obres de Amors)
 
 
 
Morir me conviene <br>
pues grosero fui: <br>
¡Ay, que Inglaterra <br>
ya no es para mí!
 
 
(Anónimo: Cancionero general) </div>
 
 
 
Largo iba ya siendo el capítulo anterior, tan largo, que ha sido fuerza que para otro dejemos el fin de las pláticas sentimentales de doña Inés y de don Ramiro. Mas cierto que el relato no pudo cortarse en mejor punto, porque así como la reina dio aquel grito de alegría de que hablamos a lo último del capítulo anterior, y don Ramiro se quedó como postrado en uno de los cojines del aposento, dice el cronista que hubo entre ambos ciertos instantes de silencio.
 
Miraba doña Inés a don Ramiro con amor, con curiosidad, con ansia, como deseando leer en su rostro los menores pensamientos. No quitaba sus ojos del suelo entre tanto don Ramiro, como si tuviese miedo de mirarla cara a cara. Y ni él ni ella se atrevían a reanudar una conversación, quién sabe para cuál de los dos más difícil entonces.
 
Un pretexto faltaba; un pequeño incidente o motivo, insignificante en otra ocasión cualquiera, bastaba ahora para que la conversación nuevamente comenzara y dieran suelta entrambos a los indefinibles y vagos pensamientos de que estaban poseídos.
 
Ese pretexto, ese incidente, ese motivo, se puso a buscarle doña Inés, y, como era natural, no tardó en encontrarlo.
 
-Veo, mi señor, que traéis aún atada al brazo la cinta blanca que os di por divisa -dijo.
 
-¿No veis que ella ha sido mi compañera desde entonces? -respondió don Ramiro-. En verdad que, cuanto yo he podido, he hecho por sacarla con honra del trance de armas en que, mal de mi grado, me he visto.
 
-¡Oh!, quitaosla, quitaosla ya.
 
-¿Por qué, doña Inés? -preguntó el rey algún tanto sorprendido-. ¿Pues no es vuestra divisa misma?
 
-Lo fue.
 
-Lo fue... Lo fue... ¿Y no lo es ya? Así Dios me ayude como no acierto...
 
-¿No veis -repuso graciosamente la reina- que dice la letra sin esperanza?
 
Bajó aquí la vista doña Inés, como si temiese haber dicho demasiado; y las rosas del rubor se abrieron incontinenti en sus mejillas. Don Ramiro en cambio abrió impensadamente sus ojos al oír aquellas inocentes, pero sin duda peligrosas palabras, y halló a doña Inés tan bella, tan lánguida, tan dulce, tan cerca de sí, que tornó a clavar impetuosamente la vista en el suelo, no sin que se notase antes en su persona cierto estremecimiento general, aunque pasajero.
 
-¿Y de qué tenéis esperanza, doña Inés? ¿No sabéis que a mí no me es posible tenerla ya en este mundo?
 
Tal dijo don Ramiro, después de otra larga pausa; su voz comenzaba a bajar de tono, y su lengua parecía más trabada que otras veces. La de doña Inés parecía en cambio cada vez más expedita y más dulce.
 
-No digo yo que vos la tengáis; hablo de que yo comienzo a tenerla -respondió ella.
 
-¿Vos? ¿Y por qué?
 
-¿Por qué? Yo os lo diré, puesto que sólo de vos depende ya el que se cumpla, o no, mi esperanza.
 
-Pues hablad, que si es cosa que yo puedo hacer, bien podéis contar con ella desde ahora..., a no ser que sea contrario a mis votos.
 
Muy débilmente debió de decir estas últimas palabras, porque la reina exclamó alegremente y como si no hubieran ellas llegado a sus oídos:
 
-¿De veras? ¿Me dais palabra, pues, de concederme cuanto os pida?
 
-Con tal digo, doña Inés, que no se oponga a mis votos -replicó don Ramiro, alzando la cabeza de nuevo para dirigir a su esposa una mirada que parecía como de súplica.
 
-No, no se opone, según creo -respondió doña Inés, mirándole a su vez con vivos y alegres ojos y pronunciando estas palabras, por lo que da a entender el mozárabe, con sabrosa y en ella desusada coquetería.
 
-Pues hablad -dijo el rey, tornando otra vez los ojos medio cerrados hacia el suelo.
 
Aquí ya doña Inés estuvo vacilando por algunos instantes, y tartamudeando luego, sin atreverse a decir de un golpe lo que quería; pero al fin, comenzó a hablar de esta manera:
 
-Es el caso, don Ramiro, que yo quisiera que..., ya veis que con esto en nada faltáis a vuestros votos..., quisiera, digo... ¿No me hicisteis ya un favor muy grande con quedaros a amparar a nuestra hija? ¿No dilatasteis ya un tal intento por dos años, a fin de ser piadoso con el fruto de nuestros amores? Pues sedlo conmigo ahora, señor, y no penséis más en la soledad del monasterio, sino veníos a vivir conmigo, o más bien dejad que yo vaya con vos a habitar en alguna ermita y retiro oculto, donde podamos los dos a un tiempo servir a Dios como hermanos.
 
-¡Doña Inés! -exclamó don Ramiro entre asombrado y confuso; pero también al parecer un poco distraído.
 
-¿Qué? ¿No os place contentar mi súplica? ¿Queréis, por ventura, que no desaparezca más de mi divisa esa letra impía que dice sin esperanza?
 
-Pero es el caso, doña Inés, que aún no acierto yo a entender bien qué cosa sea esa que meditáis.
 
-¡Oh!, yo os lo explicará claramente -respondió la reina más alentada, y sentando una de sus manos en el hombro de don Ramiro, sin que este huyese ya el cuerpo como antes-. Figuraos que en lugar de meteros en el sombrío y húmedo claustro de San Pedro el Viejo, os vinieseis conmigo a una de las mil ermitas que en tiempo de moros fundaron los cristianos por la montaña, menos habitadas hoy ya desde que se ganó a Huesca, que antes. Allí podríamos estar separados del mundo para siempre, y haciendo juntos vida ascética y devota. Dios os manda, sin duda, que os apartéis de una esposa, mas no de esta hermana y sierva doña Inés, que no desea otra cosa sino pasar el resto de sus años haciendo penitencia en vuestra compañía. Sí, por Dios, señor y antes esposo mío; yo labraré allí con mis propias manos el huerto, y prepararé por mí misma nuestras pobres colaciones; yo hilaré la lana de los corderos y haré por mí propia los sayales; vos leeréis en tanto los pergaminos que soléis leer, y oraremos y viviremos así constantemente como eremitas, ya que no nos es dado vivir y gozar como reyes.
 
Hemos descrito tantas veces las gracias de doña Inés, que por fuerza había de parecer importuno el describirlas de nuevo. Pero crean nuestros buenos lectores que, según lo que aquí indica el cronista, jamás había estado tan bella. Y el peso blando de su mano, y lo tierno de sus ojos, y las lágrimas que se dejaban entrever ahora en ellos, por miedo de no ser atendida, y su actitud entera suplicante, anhelosa, abandonada, hacían de ella un ser temible en la seducción para un alma de roca, que no para la del infeliz don Ramiro.
 
Y el monje tomó entonces entre sus dos manos la que le quedaba libre a doña Inés, y comenzó a acariciársela con suavidad suma.
 
Y aun quiso el azar que mientras doña Inés más suplicaba, se fuese más acercando e inclinándose involuntariamente más hacia don Ramiro, de manera que, al dejar de hablar ella, se hallaban los dos ya tan juntos, que sus alientos se confundían, y se tocaban todos sus vestidos, y, al mirarse, recíprocamente en los ojos se retrataban.
 
Y en esta disposición se mantuvo doña Inés embebecida por largo rato, y esperando favorable respuesta. Y don Ramiro estaba en el ínterin sin acertar a responder palabra, sintiendo que un fuego intenso le quemaba las entrañas, y sin que un solo pensamiento devoto pareciese ya por su mente; diríase, al verle, que les sentidos le arrastraban ya a su pesar, sin que más pudiese la razón contenerlos. Nada era tan peligroso como el silencio, entonces; pero no había cosa más difícil tampoco que el hablar en ocasión como aquella.
 
A don Ramiro no se le ocurrieron al fin otras palabras que las siguientes:
 
-¡Qué hermosa estáis, doña Inés! ¡Qué hermosa estáis!
 
Y ¡oh fatalidad! Fatalidad la de don Ramiro entonces, nada menos encaminada que a inutilizar todas sus penitencias en un punto. No bien dijo estas palabras, que envolvían en sí tan manifiesto amor, los flotantes cabellos de doña Inés vinieron a herir por casualidad su rostro; y Dios nos perdone, pero cualquiera habría dicho que cuando él los sintió pasar cerca, puso en ellos muy anhelosamente los labios.
 
-¡Ah don Ramiro, don Ramiro! -dijo la reina, no ya sin alguna turbación al ver aquellas demostraciones inesperadas-. Si me amáis todavía, ¿qué dificultad habéis de tener en concederme lo que os pido?
 
-Esposa mía, esposa mía -respondió tartamudeando don Ramiro-; no entiendo aún lo que decís: mas dejad que estreche esta vuestra mano entre las mías; yo necesito sentir algo vuestro en mí, y conmigo.
 
-Toda yo estaré con vos siempre -le dijo loca de júbilo doña Inés, al mismo tiempo que le estrechaba también por su parte una mano.
 
-¡Cómo te adoro, Inés! -dijo en esto, y fijando ya en ella sus ojos, sin más titubear, don Ramiro.
 
-¡Oh, gracias, mi señor! ¿Queréis que dé ahora mismo las órdenes para que juntos nos marchemos a una ermita de la montaña? Veréis allá cómo pasamos la vida en penitencia y soy toda vuestra, orando yo por vos, y vos por mí, sin otra idea que la de nuestro común y eterno reposo.
 
-No, no me has entendido, Inés -repuso ya arrebatado don Ramiro con voz ronca; y asiéndola de un brazo con todas sus fuerzas, le dio entonces un verdadero ósculo de amor en los labios.
 
Doña Inés le miró a la sazón conmovida, y vio que sus ojos brotaban llamas, que sus labios estaban cárdenos, que todo su semblante denotaba los impulsos mal reprimidos de una pasión desatentada, ciega, al parecer irresistible.
 
Mirole y tembló, y en aquel punto mismo, tornó a desaparecer su alegría, y sin saber por qué prorrumpió de repente en un copiosísimo llanto.
 
-Qué, ¿lloras, mi amor, lloras? -dijo don Ramiro, recogiendo las primeras lágrimas que rodaron por las mejillas de doña Inés, con sus propios labios.
 
-Lloro -respondió la reina-, porque claramente veo ya que es imposible que vivamos más juntos.
 
-¡Imposible!
 
-¡Imposible, ay de mí! Sí, imposible; este arrebato de pasión que estáis sintiendo pasará pronto, y en el propio punto que pase, os arrepentiréis, y aunque sea tan sin culpa mía, llegaréis a aborrecerme del todo, por haberlo excitado en vos.
 
Un verdadero torrente de lágrimas descendía en tanto por las mejillas de doña Inés, que se había levantado ya y tendía los brazos trémulos hacia el cielo.
 
La luz de la razón alumbró entonces de repente a don Ramiro, y exclamó cubriéndose el rostro con las manos:
 
-¡Infeliz, infeliz! ¿Qué hago? ¡Mujer fatal! ¡Ah, triste de mí!... -y saltando también del asiento se alejó largo trecho.
 
-Quería -continuó doña Inés entre sollozos- que viviésemos ya siempre como hermanos, como verdaderos hermanos; yo tengo, ¡ay!, valor para eso, ¿por qué no habéis de tenerlo también vos, esposo mío?
 
-Porque yo soy un miserable, y vos un ángel -gritó don Ramiro dándose a la par fuertes golpes de pecho-. Porque yo estoy condenado irremisiblemente; porque mi carne es flaca, de tal suerte, que no basta el espíritu para refrenarla; porque yo no sé mantenerme en mi deber; porque yo no merezco sino tormentos eternos.
 
-¡Oh, calmaos, calmaos, don Ramiro! -dijo doña Inés, enjugándose con las manos las lágrimas y dirigiéndose a él de nuevo afectuosamente.
 
-No, no hay calma para mí, ni puede haberla en este mundo; pero no os acerquéis, doña Inés; vuestra funesta hermosura ciega los ojos de mi entendimiento, y me pone a merced del infierno... Si es verdad que me amáis, si no me aborrecéis de veras, huid para siempre de mí..., que no os vuelva yo más a ver en esta vida.
 
-Pero es -replicó la reina- que yo no tengo fuerzas para tamaño sacrificio: téngolas para vivir con vos, como con un hermano, fuera del mundo y sus pompas: téngolas para morir en un desierto, y aun para no deciros que os amo; y no las tengo para perderos de vista, para dejar de oír vuestra voz, de sentir vuestro aliento, de respirar el mismo aire que vos respiráis, y al cabo morir con vos.
 
-Doña Inés, doña Inés, ¿queréis volverme loco? -exclamó desesperado el rey-. ¿No veis que necesito en esto de vuestra ayuda? ¿Por qué me la negáis?
 
-Y ¿quién me la dará a mí? -respondió la reina otra vez anegada en llanto.
 
Pero en aquel punto se oyó una gran gritería en el alcázar, y pocos instantes después resonó en las inmediatas salas la poderosa voz del conde de Barcelona.
 
Y oportunamente aconteció esto para cortar aquel diálogo imposible.
 
 
 
 
== Capítulo XXXI ==
 
<center> '''Donde se relata un famoso reto y desafío que, cuando menos se pensaba, tuvo lugar en la renombrada ciudad de Huesca ''' </center>
 
 
<div align="right">
Por eso fueron traidores <br>
en consejo, hecho y dicho: <br>
por eso riepto a los viejos, <br>
por eso riepto a los niños... <br>
Riepto el pan, riepto las carnes, <br>
riepto las aguas y el vino, <br>
desde las hojas del monte <br>
hasta las piedras del río.
 
(Reto a los de Zamora)
 
 
 
A la Emperatriz pregunta <br>
le responda por su vida <br>
¿quién era su caballero?
 
(Romance del Conde de Barcelona) </div>
 
 
 
Los gritos y voces que se oyeron en el alcázar significaban que traían ya en triunfo a la tierna princesa doña Petronila desde la casa del difunto Miguel de Azlor.
 
El conde de Barcelona la hacía vitorear de los señores de su comitiva; seguíala el pueblo con antorchas, y derramando juncias y flores: todo era júbilo y entusiasmo en derredor de la augusta niña.
 
-¡Viva Aragón! ¡Viva Cataluña! ¡Viva la nueva reina doña Petronila! ¡Viva el buen príncipe don Berenguer! -tales eran los clamores por todas partes.
 
Don Ramiro y doña Inés se levantaron a un tiempo, y volaron al encuentro de su hija, olvidándose por un momento de todo al verla y oír las dulces palabras con que sabía ya nombrarlos.
 
¿Qué tiene de extraño? Al fin, con remordimientos y todo, eran padres.
 
Y por más que fueran grandes los extremos que en esta ocasión hiciesen don Ramiro y doña Inés, de seguro los lectores de esta historia podrán de por sí imaginarlos, sin necesidad de que empleemos en ello tiempo y tinta.
 
Después del de aquellas vistas vino el día de los contratos entre el rey don Ramiro y el conde don Berenguer de Barcelona; y luego la jura y coronación, que fueron semejantes a aquellas otras, con cuya relación comienza este libro, bien que más bulliciosas y alegres.
 
Verdad es que ahora faltaban los mejores ricoshombres aragoneses; verdad que las más notables familias de Huesca estaban sumidas en dolor profundo, y algunas anegadas en llanto.
 
¿Pero qué le importa nunca al pueblo del dolor de los potentados?
 
¿Ni qué había entonces de común entre los pobres burgueses, que, sin saber bien por qué, reían y cantaban, y los ricos y poderosos nobles, que con harta razón lloraban y gemían?
 
Bien dijo el viejo Lizana, tan diestro en todo, menos en evitar la muerte: bien dijo que los burgueses de Huesca eran como los almogávares, enemigos de los ricoshombres, por más que no osasen mostrarlo tan a las claras.
 
De tal suerte nos suelen representar las viejas y nuevas historias, divididos entre sí a los altos y a los bajos, a los nobles y a los plebeyos, a los ricos y a los pobres, conteniéndose unos por otros, y unos a otros oprimiéndose, hasta dar lugar a que los dictadores o tiranos los igualen en humillación y servidumbre.
 
A la verdad, no puede llamársele a don Ramiro tirano; y el pueblo de Huesca antes se inclinaba a su causa, aun desdeñándole, que no a la de los ricoshombres, a quienes no podía menos de admirar con frecuencia: no sin culpa de ellos, que no sabían ser afables como valientes, ni justos y modestos, cuanto poderosos en oro, tierras y armas, o ricos en reputación y servicios.
 
Por su culpa asimismo los aborreció tanto Aznar; por culpa de ellos el hijo de la montaña movió su brazo al hecho terrible que había estado hasta allí pagando con su propia sangre, en el lecho del dolor donde le hemos visto, sin otra compañía que la de Fortuñón y Castana. ¡Fue uno de aquellos magnates tan despiadado para su hermano!
 
Si los plebeyos hubieran seguido siempre la voz de los grandes, si en todas partes los grandes hubieran sabido atraerse el amor de los plebeyos, jamás el despotismo monárquico habría pesado sobre el mundo, y todos los pueblos tendrían lo que tiene hoy alguno: libertades tradicionales, veneradas, eternas.
 
Pero nos apartamos de nuestro propósito: estamos extractando una crónica novelesca, que no componiendo discursos políticos.
 
Íbamos, pues, por la jura y coronación de doña Petronila y don Berenguer, como reyes de Aragón, y no habíamos salido, ni teníamos a qué salir, de los vicios muros de Huesca.
 
Dio don Ramiro al conde el reino tal como a la sazón estaba y había sido adquirido y poseído por don Sancho, su padre, y los reyes don Pedro y don Alonso, sus hermanos, recomendándole encarecida y piadosamente sus tierras y súbditos. Y obligolos juntamente a ellos, bajo juramento, a guardar siempre la vida y cuerpo del conde, sin ningún engaño, y obedecerle en todo por la fidelidad que a su hija debían como natural señora. Dicho se está que juró en cambio el conde no enajenar parte alguna del reino, y mantener en su fuerza y vigor los fueros, usos y costumbres de sus nuevos vasallos; que no eran gente los aragoneses, aun desacordes y mal unidos como a la sazón andaban, para sufrir que los gobernase hombre que no ofreciese respetar y guardar sus heredadas leyes; aquellas que el consentimiento común daba por justas y venerables.
 
Por la tarde del día, de clara y venturosa memoria, que ya se llamaba de la abdicación, acudieron los reyes viejos y los reyes nuevos a las usadas justas y ejercicios caballerescos, que más que nunca parecían indispensables en tamaño caso.
 
Inmenso pueblo rodeaba las entradas, y muchos hidalgos y damas de pro ocupaban los escalones sobrepuestos al palenque, con tal ocasión levantado.
 
Y eran ciertamente las damas más ricas y hermosas y los más apuestos galanes, no ya de aquellos contornos, sino de toda la montaña pirenaica, y aun de Zaragoza y Barcelona, las que embellecían, o los que coronaban, los andamios. Hasta muy bien mediada la fiesta, nada de particular había acontecido todavía. Sin rumor notable, o percance desdichado que turbasen el ¡Viva la gala! con que asordaban el aire los farautes, ni la alegría del pueblo, tenían ya probadas su gallardía y destreza los mejores caballeros allí presentes de Aragón y Cataluña.
 
-¡Bona carrera, bona carrera! -gritaban los últimos con frecuencia.
 
Veíase al par que los justadores aragoneses quedaban muy por debajo de los de la comitiva del conde de Barcelona; con lo cual no faltaba quien para al recordase a los muertos ricoshombres.
 
-¡Com arremet! -decía a lo mejor un catalán-. ¡Com dona les sperons! ¡Comporta les cames! ¡Y com lo cors sobre la sella!
 
A lo cual Contestaba cierto aragonés que lo oía con impaciencia:
 
-¡Oh, si estuviese aquí nuestro Roldán!
 
-Aun Férriz de Lizana daría harto que entender a los catalanes, con ser sus años tantos -añadió alguna vez otro vecino.
 
Pero no se oía por de pronto más. La multitud indiferente siguió aplaudiendo a los vencedores y saludando con vayas y desdeñosos motes a los vencidos; ya cuando en un juego tiraban los caballeros al tablado, ya cuando en otro corrían sortijas, ya cuando rompían lanzas sin hierro, repartidos en contrapuestas cuadrillas o escuadrones. Y fueron sobre todo celebrados los caballeros que alanceaban toros, ejercicio poco usado aún, y que se tenía por invención del Cid en ciertas antiguas fiestas de Castilla. Hasta hubo plácemes y vivas para los ciegos que, vendados los ojos, y armados de sendos palos, salieron a perseguir cerdos, haciendo suyos los que tocaban; regocijo con que a modo de moderno sainete se daba lugar al descanso de los caballeros.
 
De repente el son estridente y robusto de una trompeta sarracena hirió y maravilló los oídos de los circunstantes.
 
Todos miraron de acá para allá sin acertar nadie con el motivo de aquella novedad extraña, cuando vieron entrar por las puertas del palenque precedidos de un escudero con larga trompeta, horquilla para apoyarla en el punto de tocar, y arrastrando grande luto, hasta quince encapuzados de negro, que traían sendos caballos detrás con arzones igualmente negros, altas y puntiagudas lanzas y escudos triangulares con un fénix por divisa.
 
Tocó el trompetero nuevamente su melancólico y guerrero instrumento y en medio del silencio que se estableció al punto, gritó con voz desaforada:
 
-Fijosdalgo, caballeros, barones, quienquiera que seáis, aun de menor guisa, de los que nos han hecho tuerto y deshonra, en la traición y alevosía con que han matado a los principales caballeros establecidos para guardar la persona del rey, que eran de consuno homes honrados de su Consejo, y sus adelantados mayores, oíd, oíd este riepto: Presentes están estos quince caballeros que en corte del rey le demandan os dé a vosotros y vuestros favorecedores, sean cuales fueren, por traidores y alevosos, los cuales caballeros, si por batalla queréis desmentirlos, meterán las manos a ello, haciéndooslo confesar por vuestras lenguas, o lo probarán con mataros o echaros del campo. Licencia, señor rey, licencia para que estos caballeros defiendan a los dichos matadores que son tales traidores y aleves; y vosotros los retados salid pronto a hacer batalla para este juicio de Dios, que con su ayuda, la de la Virgen María y del señor San Jorge, hoy ha de quedar patente aquí que hubo con efecto traición y alevosía en la muerte de caballeros tan honrados. Recoged, recoged estos gajes.
 
Y diciendo tal arrojó el escudero, que hacía así de faraute, al suelo tantos guanteletes cuantos los paladines eran.
 
Imposible fuera pintar la confusión que estalló en los andamios y tablados del palenque, al ver entrar a los paladines desconocidos y oír después aquel inesperado pregón y atrevido reto.
 
Hubo al punto quien sospechó que fuesen los enlutados almas en pena de los ricoshombres. Y de ser esto, por cierto que se levantaban de sus tumbas muy bien pegadas las cabezas a los hombros, ágiles y poderosos como en los mejores días, para amparar su propia honra.
 
Mas otros, los menos quizá, sustentaban que no debían de ser sino hijos o deudos de los ricoshombres, que retaban, según podían y debían, por sus padres, hermanos o cercanos parientes.
 
Y mientras tal decía: «Aquel ha de ser Férriz de Lizana», replicaba tal otro: «No será él, sino Corberán, el mayor de sus hijos; y este de aquí puede muy bien ser Fortún, el menor de ellos, que vendrá por Roldán, o por alguno de los ricoshombres, que no dejaron sino amigos o vasallos que retasen por ellos».
 
De todas suertes, la confusión y la curiosidad eran grandes, y, más todavía que entre la multitud, en la Corte, y en el preeminente y pintado cadalso o tablado, donde asistían los reyes.
 
Don Ramiro, que durante toda la tarde no había mirado una vez siquiera a doña Inés, fijó en ella los ojos ahora, cual si le pidiese amparo, y los clavó luego en el suelo con espanto. A doña Inés, como mujer al fin, aunque reina, pronto se le agolparon las lágrimas a los ojos, que ni era tardía ni avara en ellas. Tan sólo el conde don Berenguer conservó aparentemente su serenidad y buen humor ordinario.
 
-Pardiez -dijo-, que son los quince de buena traza, y aun deben de ser lanzas poderosas y virtuosos caballeros. ¡Hola! Garcés, buen escudero, despáchate y ve a decir a esos valerosos paladines que el rey les da luego licencia de meterse en campo, exonerándolos, por lo particular del caso, de toda amonestación y consejo, y dispensándoles, por virtud de su potestad real, el plazo acostumbrado.
 
Ya había partido el mensajero, cuando añadió:
 
-Todo esto digo, con vuestra venia, don Ramiro, y júroos, por los negros ojos de esta mi dama niña, que por mi propia persona quisiera experimentar qué tal sonaban algunos de los hierros que tras de sí traen en mi armadura. Bienaventurado aquel que mostraret hoc verum esse per sacramentum quod defenderet per duellum, como decía el pergamino aquel que por delante me pusieron en cierta discordia de caballeros sabidores de leyes; pero ya aquí ahora, judicatum est decerni per duellum.
 
A nada de esto contestó don Ramiro, aunque más debía de entender de tales latines que el conde mismo, el cual los repetía sin saber quizá su exacto sentido, como ayudan no pocos a misa en nuestros días.
 
Y el negro trompeta, en el entretanto, volvió a tender sobre su horquilla el interminable instrumento, sopló, cual suele decirse ahora, de lo lindo, y luego que aquel sonó largamente, repitió el reto.
 
-Traidores serán los hijos cuanto sus padres, si es que lo son esos de los ajusticiados -dijo a la sazón, de modo que se le oyera, y no lejos de las personas reales, un cierto hidalgo aragonés, cortesano viejo, y anheloso, por mostrar adhesión al de Barcelona.
 
-No, por Dios, no lo son ahora -respondió este al punto- en defender la honra de sus padres, y procurar que resucite la suya propia. Y cierto que antes es de loar el deseo que traen de esclarecer en este reto y juicio de Dios, si fue o no justo el tal castigo, que yo en lugar de ellos hiciera otro tanto. Ya veréis cuán ciertamente dice aquí Dios hoy, cúya es la justicia, y cúya la injusticia: que yo no sé que en casos tales deje de decirlo jamás. Todo honrado caballero ha de ser amigo de estos tales juicios de Dios, precisamente. Y en él y en mi ánima que debía otorgárseles batalla, según la tienen ya acordada, dejando que pase el hecho adelante.
 
Calló avergonzado el cortesano, mas no por eso parecía que hubiera de hacer buena el suceso la opinión del conde. Porque a la verdad, si los de los capuces se mantenían plantados allí, mostrándose muy bien dispuestos al combate, y ni la trompeta ni la voz del retador enmudecían, no se descubría hombre ni caballo en derredor que pareciesen encaminados a entrar en liza respondiendo al reto.
 
Quizá tenía esto previsto el buen conde de Barcelona, porque bien que mostrase talante alegre y aparente indiferencia, viósele desde el principio cuchichear con Pedro de Fivallé y algún otro familiar de menos cuenta, encomendándoles algo que ambos se prestaron sin demora a cumplir, desapareciendo del tablado, aunque por su lado cada uno al tiempo mismo.
 
Pero el público, poco paciente en todos los siglos, murmuraba, en el ínterin, por acá y por allá que nadie se presentaría al combate, como no se había presentado hasta allí en la estacada ni retado ni campeón alguno.
 
-Ahora se verá -decía ya uno en los andamios, haciendo corro con caballeros aragoneses-, ahora se verá por esta prueba cuánto eran inocentes y leales los ricoshombres, y cómo son aleves sus matadores.
 
-No diré tal yo -respondió un joven infanzón-; mas no temo afirmar con todo eso que justo o injusto no habrá en Aragón caballero que quiera hacer campo por mantener lo primero, según se acostumbra en todo el mundo cuando siquiera es la razón dudosa en tan difíciles casos.
 
-Así es la verdad -añadió un tercero, que por el porte y traje parecía de mediana fortuna-. Aquí me tenéis a mí que pienso que el castigo fue justo, porque todo querían gobernárselo ellos de por sí, sin otros títulos que ser más ricos o más viejos, no mirando que corría por Aragón tan buena o mejor sangre que la suya. Mas, con todo eso...
 
-¡Ah! Sí, con todo eso -continuó otro, interrumpiéndole- no sostendríais tal opinión con la lanza, porque no parecía eso bien en ninguno de los castillos roqueros ni casas fuertes del reino. Y harto bien se comprende, que cierto pienso otro tanto yo.
 
-Y yo, y yo -dijo a la espalda una voz.
 
-Eso mantengo -añadió otro.
 
-Y yo, y yo -repitieron no pocos de los que podían oír aquella plática.
 
En otro lugar, un poco más apartado del que ocupaban estos aragoneses, hallábanse varios caballeros catalanes, los más de los cuales habían acompañado a don Berenguer desde el llano de Lérida.
 
-¿No saldréis vos a mantener el campo? -dijo uno de ellos al que tenía más cerca.
 
-No, por cierto -respondió este, añadiendo a su vez con tono irónico casi al propio tiempo: -¿Y vos?
 
-Tampoco -contestó el otro.
 
-¿Cuánto ha que os dejáis rogar para hacer campo y batalla, buenos caballeros? -exclamó uno de luenga barba negra, mirando a varios de los concurrentes-. No era así eso cuando andábamos juntos y por cualquier niñería solíamos trotar armados a espaldas de Santa María del Mar.
 
-Ni fuera hoy así -le replicó uno de los oyentes-, a presentársenos en Barcelona trance tal. Porque ¿pensáis -añadió, acercándose a su interlocutor-, pensáis, temerario caballero, que esta sea causa en que pueda poner mano un catalán honrado?
 
-Aut in campo aut in cruce, tengo yo para mí que fue traición la de los muertos y que pueda muy bien probarse -dijo un clérigo, con agria voz, e interviniendo en la conversación sin que nadie le llamase.
 
-Eso el juicio de Dios lo habría de decir -respondió a los dos precedentes interlocutores el barbinegro-; y yo en todo caso al campo y no más me atengo.
 
A tal punto llegaba la conversación cuando nuestro bien conocido Pedro de Fivallé se acercó a los caballeros que en tales discursos andaban, y les dijo:
 
-Manda nuestro buen señor el conde que os avise y declare que otorga cumplidísima licencia y permiso para hacer campo a cualquier hombre bueno y caballero de Cataluña que quisiere lidiar sobre esta querella. Sabéis no embargante que de él mismo sería tenido por malsín y aleve quien a combatir se prestara si en su ánimo no tuviese por justa la causa como lo es.
 
-Eso nos salve -dijo uno-. Ve, pues, y respóndele a nuestro buen conde que prontos estamos a lidiar, si él a todo riesgo nos lo manda; pero que, de voluntad propia, no nos permiten que lo hagamos nuestras buenas conciencias.
 
-Lo propio me acaban de contestar ciertos caballeros de Aragón, a quienes me ha enviado asimismo don Berenguer de parte de su rey don Ramiro -dijo oficiosamente Fivallé, y partió con la respuesta.
 
Al oírla, y ver que las horas pasaban en vano, sin que ni un solo paladín entrase en la liza, la alegre y serena faz del conde de Barcelona se fue ya nublando y las arrugas que tal cual vez se dibujaban en su frente comenzaron a parecer hinchadas y como preñadas de ira. De cuando en cuando volvía los ojos a don Ramiro, y la postración de aquel encendía más y más el fuego de su sangre, mientras el profundísimo dolor de doña Inés, la cándida sonrisa de la princesa doña Petronila, los murmullos de la plebe impaciente, que ponía de nuevo en tela de juicio si habría sido o no justo el castigo de los ricoshombres, todo le impulsaba, según podía juzgarse, a una resolución desesperada.
 
-Oídme un punto en puridad, don Ramiro -dijo al fin.
 
Don Ramiro alzó los ojos tristemente.
 
-Ayudadme en lo que os toca, procurando sólo disculpar mi partida, o hacer de modo que no me echen siquiera por un breve plazo de menos. En cuanto a mí, voy a tomar mis armas, que téngolas ya mandadas preparar por si acaso, para derribar por mi persona a esos campeones arrogantes; que los varones de mi casa eso y más sabrán siempre hacer, y hoy ha de quedar por ante notario, y en presencia de todos los caballeros honrados que aquí hay per bo e per lleyal e per quiti, aquel que para serviros bien quitó de este mundo a los osadísimos magnates.
 
-¿Y si os mataran? ¡Oh! ¿Qué va a ser de nosotros? -exclamó don Ramiro, asustado.
 
-Este ha de ser juicio de Dios -repuso don Berenguer-. ¿No sabéis que es infalible su justicia? Él peleará por el bueno y humillará a los malos.
 
-Pero el malo, el más malo, el peor de todos soy yo -dijo no sin gran suspiro el rey.
 
-¡Que eso penséis! -contestó don Berenguer-. Para mí tengo que los dichos ricoshombres están ya condenados por malos pecadores en la otra vida.
 
-Pero yo lo estoy en esta, yo lo estoy ya en esta: tan condenado como haya podido estarlo cualquiera... ¿Creeríais -añadió bajando la voz- que todavía me hubiese dejado vencer de la lujuria? Pues he estado a pique de repetir no ha mucho aún el más mortal de todos los pecados.
 
Y diciendo esto miró a la llorosa doña Inés con horror, y con disimulo se dio dos golpes de pecho.
 
-Idos a un fraile, que no a mí, con esas -repuso don Berenguer, que en otra ocasión se habría reído a carcajadas del escrúpulo, ardiendo entonces en cólera-. Daos buenos golpes de pecho, que yo por mi parte voy a defender a mi dama y mi reina, según me toca hacerlo. Armas son estas mías no de las voluntarias, sino necesarias. ¿Queréis que queden nuestros contrarios vencedores en este juicio de Dios, y en él sea declarado por alevosía, lo que fue, todo lo más, un tantico rigurosa justicia? Si no ponemos de nuestra parte la sabia sentencia, que no deja Dios de pronunciar nunca en la prueba solemne del combate, ¿qué autoridad tendrá en adelante el trono? ¿Qué respeto vuestra hija? Los mismos que os han ayudado a recobrar el cetro, que malamente habíais perdido, se conjurarán contra el de la princesa; y trocaranse en dolientes de ello, muchísimos que hoy parecen enemigos de la memoria de los ricoshombres. Tal es la gente, don Ramiro: yo con ser mozo bien sé estas cosas, porque he procurado aprovechar las lecciones de mi padre.
 
-¿Y así vos -replicó el de Aragón todavía- habréis de poneros de igual a igual delante de cada uno de esos vasallos?
 
A lo cual respondió el conde:
 
-Reys o fills de reys per que exercint actes militars no son mes que cavallers; tal es el fuero.
 
-Haced, pues, lo que os plazca -contestó don Ramiro-, que en verdad, a mí nada se me alcanza en esto del reinar, ni ya lo quiero tampoco. Protéjaos Dios y haga que sea este el último día de mi infeliz reinado, cual tengo dispuesto.
 
-Ya veréis qué traza me doy para descargar acero de esas acémilas, a estilo de Alemania y de Hungría.
 
Y en esto, el público prorrumpía ya en voces que sonaban hasta a irrespetuosas. Don Berenguer no hablé más, sino que rápidamente se deslizó entre los cortesanos, seguido de los celebérrimos Yussuf y Assaleh, que aquel día parecían más galanes que otras veces, y con alfanjes más recorvados, más anchos hacia la mitad, y más brillantes que nunca. Armáronle entre uno y otro bien pronto, como que armas y caballo estaban dispuestos, de resultas del aviso anterior; y, mientras tanto, al decir del cronista, cantaba alegremente a media voz el paladín coronado este romance viejo, en lenguaje mucho más anticuado aún, y que no copio al pie de la letra del códice mozárabe por hacer más inteligibles los versos, que no eran otros sino aquellos tan popularizados después:
 
 
<poem>
¡Ah, mal haya el caballero <br>
que cabalga sin paje, <br>
si se le cae la lanza <br>
no tiene quien se la alce, <br>
y si se le cae la espuela <br>
no tiene quien se la calce!
</poem>
 
 
Dio luego, a Fivallé en particular, ciertos pergaminos que sacó del seno, y llevaba siempre consigo en las arriesgadas empresas y aventuras que a cada paso solía acometer. Sin duda se contenía en ellos su última voluntad; y en verdad que no era preocupación sobrada esta vez, cuando, al parecer, había de lidiar él solo contra quince defensores o campeones. Antes de salir, en fin, de la tienda o pabellón en que se hallaban los príncipes, por aquel instante retirados de la vista del público para despedirle, dulcemente puso, sus labios en la frente de la reina niña: era el primer beso de esposo.
 
 
 
 
== Capítulo XXXII ==
 
<center> '''Donde se pone tan en claro como suele andar el sol a mediodía que fueron aleves los ricoshombres '''</center>
 
 
<div align="right">
Il frappe si fort que la pointe tout entière sort de l’autre côté.<br>
...Il lui brise l’écu et lui rompt les mailles du hambert <br>
lui fait entrer dans le corps les pans de son gonfanon, <br>
et, à pleine lance, l’abat mort des arçons.
 
 
(La Chançon de Roland)
 
 
Abajan las lanzan delant’los corazones... <br>
Martín Antolínez, metió mano al espada.
 
 
(Poema del Cid)
 
 
 
-¡Oh, alma fuerte e ingenio de buen humor! -no sin razón exclama al comenzar este capítulo el cronista. Nadie en lo uno ni en lo otro igualó jamás, como el romance dijo, a
 
 
:¡este conde don Ramón
:flor de la caballería!
 
 
Ninguno de los espectadores del reto contaba ya que hubiera quien lo aceptase, cuando
 
 
:ya que el plazo se cumplía
:armado de todas armas,
:bien a punto se ponía,
 
 
el inesperado campeón que al fin había de venir a batalla con los retadores.
 
Pero no bien sonó la trompeta del conde, todos comprendieron antes de divisarle que alguien acudía al campo. De allí a poco entró ya el que se daba por retado en el palenque,
 
 
:en un caballo morcillo,
:muy rijoso en demasía.
 
 
según viene a decir el texto original del romance en la crónica, seguido de un fiel de fechos o notario de Huesca, que parecía de mal talante y como si antes que el propio gusto las amenazas le trajesen. Todos los ojos, añade el mozárabe, se fijaron en el campeón, pero ninguno supo conocerle.
 
Venía sin mote ni divisa, trayendo el puntiagudo bacinete o casco normando, que fue de general uso antes de las Cruzadas, encima de la capucha de aquella cota de malla primitiva, forrada de anillos gordos y toscamente juntos, que antes que en otras naciones debieron de tomar de los árabes que la inventaron nuestros guerreros españoles. Bajaba por delante del bacinete hasta tocar con el labio superior por medio de una pieza de hierro, que formaba parte intrínseca de él, ancha cuanto la distancia entre ojo y ojo, y más hacia la boca que hacia la frente, con lo cual, y el embozo de la capucha de malla, que subía hasta el labio inferior, defendiendo casi totalmente las mejillas, ocultábase el rostro de manera que era dificilísimo dar por él con la persona. El escudo era alto, no muy ancho y en forma de cóncavo canalón, al modo romano, con el cual hasta la misma barba se cubría. Cosa sabida es, sin duda, que los hombres de armas entonces no se solían encerrar totalmente la cabeza en hierro, como hicieron después, a la usanza de los antiguos gladiadores.
 
Mientras todos se fijaban inútilmente en el recién venido, llegó este al sitio donde estaban los mantenedores, y, con majestuoso continente y reposada voz, dijo:
 
-Tened por alzados del suelo todos esos gajes, caballeros, y quien quiera de vosotros ser primero en la lid, salga adelante.
 
-Don Jaime -gritó al paladín que se movió antes otro de los que venían con él-: tened, y averigüemos primero si ese hombre no es persona vil, sino nuestro igual, y con quien podamos venir al juicio de Dios, sin contravenir a los buenos fueros y costumbres de Aragón.
 
-Y ¿cómo sé yo que vosotros seáis mis iguales? -replicó el recién venido con firme acento-, ¿ni quién os mete en averiguar si soy caballero o no, cuando yo no sé si sois personeros, que aquí asistís contra fuero, si agraviados, si deudos, ni he preguntado siquiera vuestros nombres, cuanto más vuestros linajes? Digan luego las obras quién somos.
 
-Bien habla, valeroso don García -repuso el don Jaime-; que puesto que nosotros no estamos para descubrirnos, ni hace falta, por fuerza hemos de aceptar el combate tomando por igual nuestro a cualquiera en este trance. Demás que todo vasallo puede, en ley de caballería, sacar la cara por su señor si está este impedido para aceptar un reto, y bien sabe Dios que lo está el que sin duda ordenó las injustas muertes.
 
Y no hubo más sino que rasgó luego don Jaime su largo capuz, quedando, no en armas lucidas, como Arias Gonzalo en parecida ocasión, sino, con cota de armas de negro cuero, cubierta, por defensa, de espesos anillos de hierro cosidos a la misma piel en figura de gruesas lentejas. Montó en el caballo arzonado de negro también, que le presentó su escudero, tomó de él la lanza, que llevaba una seña a manera de grímpola igualmente de jerga negra, embrazó el triangular escudo normando, y trotó hasta plantarse enfrente de su adversario.
 
-Paso, paso, no ha de ser así, sino con sujeción a las reglas de caballería, leyes y fueros, este encuentro y batalla; paso, si queréis tener seguro el campo, como buenos caballeros.
 
Así gritó en aquel propio punto a los contendientes uno de los dos jueces de la estacada, los cuales de antemano sabían por el mensaje del conde que el rey daba licencia para la lid, y que, bien que elegidos sólo para intervenir en el juego de armas corteses, también eran hombres de espantarse de los verdaderos hechos de armas, ni de excusar su oficio en formales y sangrientas ocasiones. Tiempos eran estos en que con frecuencia solía suceder, como dijo luego también el romance, aquello de que
 
 
:las cañas se vuelven lanzas.
 
 
 
No podía ser de otro modo, ciertamente, cuando el valor y la fuerza eran la ley común de las cosas humanas y todo, por uno u otro camino, se sometía a su imperio.
 
Detuvieron con dificultad ya el arranque a los poderosos bridones que montaban ambos contendientes; mientras, se les tomaba a ellos y todos los demás paladines el juramento de no traer hierbas, ni armas encentadas, y el de tener por justa su causa, y se daba una grita y pregón ordenando lo siguiente: «Que ninguno fuere osado, por cosa que sucediere a cualquier caballero, de dar voces o aviso, o menear mano, ni hacer seña, so pena de que por hablar le cortarían la lengua, y por hacer seña le cortarían la mano».
 
Hecho esto, los propios jueces o fieles mandaron sonar toda la música que allí había, con grandes estruendos y en el rasgado tono de romper batalla; y un rey de armas gritó tres veces, y arrojando a la última uno de sus propios guantes, el laissez aller.
 
Entonces, lanza en ristre, partieron a encontrarse los dos caballeros; con tan triste suerte para el de las negras armas, que, dándole su adversario por el poco espacio de rostro que en aquellas armaduras quedaba indefenso, le metió todo el hierro por el ojo izquierdo hasta los sesos, haciéndole saltar el ojo del casco, y dejándole clavado un palmo de su lanza rota.
 
La curiosidad con que hasta entonces asistió al imprevisto caso el auditorio, se convirtió de repente en admiración o espanto. Nadie, sin embargo, se atrevió a aplaudir al vencedor, por compasión al caballero infeliz, que tan pronto había mordido la tierra.
 
En este punto dijo el conde a grandes voces, disimulando cuanto pudo la voz, algo parecido a aquello de
 
 
<poem>
-Esto os haré conocer, <br>
ansí como estoy armado, <br>
y lidiaré con aquellos <br>
que no quieran confesarlo, <br>
o con cinco, uno a uno, <br>
como en España es usado.
</poem>
 
 
o con todos -añadió dejando ya el romance- cuantos mantengáis que fueran homes buenos los magnates castigados.
 
Pero no bien había pronunciado tales palabras y, cual suele decirse, en un abrir y cerrar de ojos, otro guerrero negro ocupó el lugar del muerto. Ni tardó en oírse nueva señal, ni tardaron en partir los caballeros; mas no se encontraron en las dos primeras carreras, por culpa del caballo que traía el de las negras armas, que no quiso arrancar derechamente, por más esfuerzos que su jinete hizo para ello. Al cabo se toparon a la tercera vez, y con no menor fortuna para el que pleiteaba en contra de los ricoshombres; porque hiriendo a su contendor en medio del pecho, resbaló de allí el hierro y le entró por debajo del sobaco izquierdo, donde no traía hierro el desdichado, sino sólo cuero, por lo cual le hizo una grande herida, pasándole un buen trozo de lanza de parte a parte el antebrazo, y derribándole con la fuerza del dolor en tierra.
 
Al ver que el hierro de la lanza rota le salía por el pecho y la espalda, y notar que no movía brazo ni pierna, los circunstantes le tuvieron también por muerto. Pero el rey de armas y un faraute le cataron o registraron, hallándole con herida que no parecía mortal; bien que por la respiración y el pulso comprendieran luego que, al caer del caballo, había perdido el sentido del golpe que dio con la cabeza en tierra.
 
Diose naturalmente por vencido a aquel segundo retador; y el pueblo, libre esta vez de parecer angustiado, se dejó llevar de su afición, prorrumpiendo en clamores de aplauso al caballero sin divisa. Como ninguno llevaba el solitario campeón, y sus contendores traían todos un moñudo fénix multicolor en la cota de armas, comenzose a apellidar a aquel así por todos lados desde entonces. Luego, tras los aplausos al vencedor, vinieron vayas de desprecio al malhadado escuadrón de los capuces. Todo en su caso y lugar como en los toros de ahora.
 
-Callad, villanos -dijo uno de los enlutados-, que ya haré de modo que por mi persona rescate los pasados vencimientos.
 
Y quitándose el capuz, cual sus predecesores, y tomando caballo y lanza, se adelantó a ocupar el puesto del recién caído, sin que por el orden en que estaban le hubiese llegado la vez.
 
Sonaron de nuevo atabales y trompetas, oyose otra vez el laissez aller, y los caballeros partieron uno contra otro. Al recio encuentro, volaron las lanzas en trizas, pero en esta ocasión sin que ni uno ni otro vacilara en los arzones.
 
Una aclamación inmensa se oyó por todas partes viendo ya igualado, al parecer, el combate; y el general interés se acrecentó con esto todavía más.
 
Volvieron a arremeterse los caballeros con nuevas lanzas, y también las hicieron astillas, y el furor de ambos fue tanto, que, precipitándose uno sobre otro en la carrera, llegaron a chocar sus propios cuerpos, estando en poco que del encuentro no midiesen los dos el suelo.
 
Fue este contendedor de los quince el que puso por algún espacio el juicio en duda, pero también cayó al cabo, y según dice casi textualmente la crónica, que lo más de este capítulo lo pone en versos de los que con cortas variaciones se leyeron después en los Romanceros.
 
 
<poem>
siete lanzadas tenía
desde el hombro al calcañal,
y otras tantas su caballo
desde la cincha al pretal;
</poem>
 
que eran hartas señales para probar el encarnizamiento con que allí peleó el vencido.
 
Otros dos ocuparon el puesto de los caídos, y por modos diferentes sucumbieron; pero el vencedor, después de haber derribado los cinco jinetes, que el uso de España le obligaba a rendir por sí solo, comenzó a moverse algo tardamente, cual si le aquejase la fatiga. Muchos del concurso comenzaron a clamar, a voces, sin respeto al pregón, que el retado había ya de sobra cumplido con su deber y que el lidiar con más de cinco, era, con efecto, contrario a nuestras leyes de caballería.
 
-Por San Jorge -dijo, entre tanto, uno de los catalanes, con quien poco antes hemos trabado conocimiento-, que no hay mejor lanza que esa en todo el mundo, y es gran dolor que su mala causa no nos permita ayudarle.
 
-¡Mala causa! -respondió el barbinegro, que tampoco nos es desconocido-: mirad si puede serlo una que consiente a su campeón derribar cinco honrados caballeros tan seguidos. No he visto igual caso en mis días.
 
-Tampoco he visto yo -repuso otro- que Dios deje tan solo a quien defiende buen derecho: el campeón valiente es, sin duda; pero claro está que Dios quiere que muera. ¿Ni cómo es posible que él sólo resista tantos encuentros? Reparad en su maltrecha y mohína apostura; quizá el primer hierro que dé en él le eche por tierra. Y ¿quién ha de tomar ya su demanda?
 
-Yo -dijo el barbinegro, levantándose súbitamente-. ¿No reparasteis en aquel postrer bote de lanza? Pues para mí tengo ya quién es el que los sabe asestar así en caso de apuro: dame eso indicios de quién sea el buen caballero, que ha desaparecido de otro lugar, tiempo hace, y está comprometido en la liza más de lo que pensáis todavía. Y puesto que no hay rey que mande cesar esta lid desigual, allá voy yo cuando menos, si no a vencer, a sucumbir también en la demanda.
 
-Pero reparad que si os conocen corre gran peligro vuestra persona: aquí mismo es, en este tablado, y parecíame a mí ya imprudencia que estuvieseis -le advirtió en voz baja un circunstante.
 
-No importa -respondió el determinado caballero secamente, y partió cual un rayo.
 
No muchos momentos después, ya no era uno, que eran dos los caballeros opuestos a otros tantos acusadores vestido el segundo con armas casi idénticas al primero. Y como si un mismo pensamiento hubiese brotado en dos personas a un tiempo, o la fortuna quisiera de una vez ponerse al lado del solitario caballero, antes que aquel nuevo campeón, que destrísimamente peleaba, y se revolvía también en un brioso alazán, rompiese lanza, apareció en su favor otro tercero, no de tan apuesto continente por cierto, ni tan bien armado, ni mucho menos tan hombre de a caballo cuanto sus compañeros, pero en la apariencia no menos ardido y esforzado. No traía este ningún linaje de casco o celada, sino la capucha sola del largo saco moruno de malla de hierro, que le pasaba de las rodillas, espada corta, mucho más que la de los demás contendores, y tosco calzado. Ágil a maravilla en su persona, todo lo más parecía hombre de armas de cualquier mesnada, que no particular y buen caballero.
 
Pero nadie estaba allí para reparar en tales menudencias. Ni siquiera tomaban ya los jueces del campo los usados juramentos. Todo el mundo simpatizaba con el caballero que de por sí solo había tomado a su cargo tamaña empresa, y tan lucidamente la llevaba hasta allí a cabo. Quienquiera, pues, que acudiese en su favor, seguro estaba de ser bien recibido, así por los jueces del campo como por el vulgo. A la verdad, los primeros, y la generalidad de los cortesanos, desde los principios entendieron bien la importancia política de aquel juicio de Dios, sobre todo los catalanes, tan interesados por la causa de la reina niña y del conde. Hasta se susurraba ya, por todas partes, que este último y no otro era el solitario y valerosísimo campeón. Los tres retadores, en suma, contaron de allí adelante con casi universal aprobación.
 
A todo esto, y mientras que sus dos auxiliares en traban en liza, el sin divisa tuvo que pelear con otros dos. Grande fue la fortuna con que dio todavía. Después de derribar a los cinco primeros adversarios con no muchos motes de lanza, según se ha visto, partió tres veces sin resultado contra uno de ellos, y hubo de poner mano a la espada. Valiole para echarle por tierra sin sentido de una gran cuchillada de revés sobre la capucha de la cara, el que su adversario esgrimía el hierro con mucha menos destreza que él y parecía menos suelto en el manejo del caballo. Con el otro contendiente hizo también un falso encuentro, y sin duda atribuyéndolo a culpa de su caballo, que no arrancaba como al principio, echó pie a tierra. Viose, con efecto, que el rendido era el caballo antes que no él, porque espada a espada combatió con aquel nuevo adversario hasta rendirlo, con muy graves estocadas, sin muestra de flaqueza. No obstante, a los peritos en casos tales no les cabía duda de que también él estuviese cansadísimo. Por eso, sin duda, los más valientes de los acusadores tuvieron algo a menos medirse con él y fueron en adelante a buscar a los que llegaban de refuerzo, de suerte que no se las hubo ya sino con otros dos de los más jóvenes y más flacos.
 
Cuando hubo vencido a pie al último de ellos, y héchole desmentir puñal en mano de su acusación y demanda, volvió los ojos en derredor buscando para sí nuevo enemigo, pero no encontró ya ninguno.
 
Sólo vio aún en pie a dos de los caballeros acusadores que todavía lidiaban desesperadamente con sus dos compañeros.
 
De estos el uno permanecía montado, y peleando lanza a lanza el otro tenía su caballo a pocos pasos tan sano y descansado, como si no hubiera llegado a servirse de él, y combatía a pie con la espada. El sin divisa, apoyado sobre su espada, roja de sangre la espuela que manaba de la ijada del caballo allí cercano, rojo también el petral y la cincha de este, y casi hecho pedazos el freno, se puso entonces a observar los diversos trances de aquella doble lid, en que bien podía tocarle parte todavía.
 
-Malsín -gritó de pronto, al ver que uno de los del fénix venía a toda rienda sobre el que peleaba a pie-. ¿Cómo no tiras la lanza, y del caballo te derribas y peleas de espada a espada con ese buen caballero que tienes delante? ¿Así osas lidiar con ventaja delante de hombres honrados?
 
No debía de ser muy grande con todo la que el interpelado alcanzara así, porque en aquel momento mismo fue vencido por su adversario.
 
Este esperó a pie firme el arranque del caballo, bien embrazada su rodela de cuero, y, hurtando el golpe de lanza. Dando luego instantáneamente un salto, sepultó su espada, hecha ya una sierra de tantas cuchilladas como a diestro y siniestro repartiera en el pecho del bruto generoso, que cayó al suelo, no sin aprisionar con su cuerpo al jinete, que no pudo levantarse sin dificultad, ni se habría levantado de ningún modo a no tardar algo, cual si tuviese herida que gravemente le molestase en el cuerpo, su adversario.
 
Muchos del concurso, avezados a tales ejercicios y combates, en voz alta se maravillaban de la extraña resolución del campeón, que, sin motivo aparente, se había derribado en el primer encuentro del caballo, tirando lejos la lanza, y más todavía de que por aquella propia manera hubiese vencido a sus dos primeros adversarios. Y, lo mismo que sobre estos había caído luego como un rayo, en bastante parte descubierto, para no ofrecer, según sabemos, en casos tales, defensa alguna, pensaban que haría con su tercer contendedor, matándole fácilmente.
 
Pero este último, a quien tan inesperadamente había apostrofado el conde, era hombre qui moult fu grantz, según observó uno de los espectadores, al parecer francés. Fiado, pues, en su aventajada estatura y grandes fuerzas, echose sobre nuestro campeón de a pie y dio con él al punto en tierra, poniéndosele encima. Todos le juzgaban ya vencedor, cuando el caballero transpirenaico, que debía de tener perspicaz la vista, dijo, tornando la cabeza a los que tenía detrás:
 
-Un costel prist a son costé... en ad frappé.
 
Y muy poco después:
 
-En son corps lui ad embatu per force le cotel agu.
 
Todos, sin saber el francés de entonces, se hicieron bien pronto cargo de lo sucedido, porque instantáneamente se puso el que parecía vencido en pie, haciendo a todos patente su victoria.
 
Y entre tanto, el otro caballero mantenedor había dado al primero de sus contrarios tan gran herida de lanza, que le falseó todo el escudo, y le quebrantó el arzón de la silla, parando al jinete tal, que después de bambolearse unos instantes, cayó al suelo, donde, estuviéralo o no, parecía muerto. Al segundo, a quien se le encabritó en un encuentro el caballo, le alcanzó su lanza por las faldas de la cota de armas, de ambos lados abiertas, según el uso, y caídas a un lado y otro del arzón por iguales partes, atravesándole el muslo, y la silla hasta penetrar en el cuerpo del bruto, el cual se dio a correr desbocado por el campo. Persiguió al desventurado caballero su enemigo, espada en mano, hasta que, perdidos los estribos, y saltando su caballo por las tablas que cerraban el palenque, quedó aquel echado del campo, y por consiguiente, vencido.
 
Al punto en que se puso a observar el conde el estado del combate, peleaba su primer auxiliar con el postrer caballero del fénix, que podía tocarle en suerte, al cual bien poco después de soltar el capuz negro, y tomar armas y caballo, le desarzonó de un soberbio golpe de lanza; pero estando su contrario muy en sí, todavía hubo de luchar con él cuerpo a cuerpo, y no queriendo desmentirse después, dio lugar a que con la daga de misericordia lo matase.
 
-¡Dios mío! -exclamó el primero de los mantenedores cuando vio aquel último trance de la contienda-, ¿quién es ese que así maneja las armas? -y dirigiéndose al victorioso jinete, le dijo-: Paréceme que nos conocemos, y que sabéis harto por quién habéis lidiado, señor caballero; ¿no podríais decirme, pues, vuestro nombre?
 
-No he de decirlo, mi señor, sin que me concedáis antes el perdón que pido.
 
-¿Perdón decís? ¿No acabáis de merecer mi agradecimiento y el de todo Aragón, con ayudarme a mostrar que fue justo el castigo de los rebeldes vasallos del rey? ¿No os debo a vos y al que está con vos la vida, porque de cierto no habría podido ya resistir muchos encuentros?
 
-Mas es, señor, que he sido yo como quien más rebelde.
 
-Y ¿no pensáis que acierte a excusar mi buena amistad vuestra mala rebeldía?
 
-Pero es, señor, que también he sido ya amigo y amigo ingrato.
 
-Para mí, sin duda.
 
-Para vos precisamente.
 
-Luego sois... Sois Dapifer... Sois don Guillén... Ya veis que no he olvidado vuestras lecciones en armas... ¿Mas qué me habláis de perdón? Con lo que por mí habéis aquí hecho, no sólo lo pasado se me olvida, sino que nuevamente os cuento por amigo. Mi senescal sois, y demás tened por vuestra de ahora para adelante la villa de Moncada, a fin de que en ella fundéis apellido y casa ilustre que recuerde al mundo la gran parte que habéis sido para acabar esta jornada. Devuélvoos, en suma, toda mi gracia... De vos depende, el Dapifer, alias de Moncada, no perderla ya nunca más.
 
Dicho esto, tendió su mano, que Dapifer se arrodilló delante del concurso para besar. Al propio tiempo se quitó el bacinete el conde, y gritó todo el pueblo entusiasmado:
 
-¡Es con efecto don Berenguer! ¡La flor de la caballería! ¡El príncipe de Aragón! ¡Es el rey de Aragón! ¡El conde de Barcelona!
 
Tales eran los gritos diversos.
 
Don Berenguer, en el ínterin, sin hacer alto en ellos, se dirigió hacia el otro caballero, que estaba en pie y con su capuchón de malla calado todavía.
 
-Y vos -le dijo-, ¿quién sois que tan valerosamente me habéis asistido también?
 
-Soy, señor, uno que merece perdón por haber usurpado, aunque sin gran fortuna, el nombre y prez de caballero. Pero ¿quién sino yo debía poner, señor, su pecho al fallo de este juicio de Dios? ¡Perdonadme!
 
Y descubriendo entonces el rostro, se vieron claras en él las pálidas y flacas facciones de Aznar.
 
-Caballero te he de armar yo ahora mismo -dijo el conde-, ya que tanto tu valentía lo merece. Pero..., ¿cómo osaste venir a pelear tan mal parado y enfermo? Dígote que bien te cuadra por esto sólo ser caballero, y has de serlo en este punto y hora.
 
-No en mis días, señor -respondió Aznar-. No sientan bien espuelas de oro en los hombres de mi laya; esta tarde misma he tenido que tirar la lanza y dejar el caballo, porque no sé pelear sino al modo que me enseñaron mis padres, y con él me va bien, y no quiero aprender otro, aunque sea el de personas que valen mucho más que yo por las armas. Almogávar he de ser, si lo permitís, toda la vida.
 
-Pues sé, y haz lo que bien te plazca -respondió el conde-, que para ti, Maniferro, he de ser yo siempre de todos modos, en cambio, y el mismo caso he de hacer de tu valor con hábitos de caballero, que con esotros humildes que sueles traer.
 
La ira había ya desaparecido de los ojos del conde, y en compañía de Dapifer y de Aznar se salió sonriendo del palenque; mientras las turbas del pueblo se retiraban pensando generalmente:
 
-«¡Bueno es esto del juicio de Dios! Ya no puede quedar a nadie duda: ni hay más sino que eran de verdad aleves los ricoshombres».
 
A la par de esto, un buen caballero de Aragón, y diz que deudo de más de uno de los muertos ricoshombres, decía a otro de sus iguales tristemente y acariciando sus canas barbas:
 
-Por las armas queda ya averiguado haber ellos cometido mal caso. ¡Ah malsines! ¡Quién lo pensara en tan bien nacidos caballeros como eran!
 
Poco a poco fue dispersándose luego el gentío, y ocupando solas el suelo, como el espacio, las tinieblas; porque apenas había ya dejado tiempo para acabar aquel suceso el día.
 
Cuando soltó don Berenguer en el ínterin su caballo y subió al tablado lujoso donde habían quedado los reyes, halló todavía allí, rodeada de olorosas antorchas, a doña Inés, que le dio gracias colmadas con una sonrisa de profunda melancolía; y a la infanta, que más cándida y linda que nunca, se puso a juguetear con sus armas: las mismas armas que acababan de mantener la autoridad de su corona. Don Ramiro había desaparecido por su parte, y al notarlo, dijo don Berenguer a uno de sus continuos y familiares:
 
-Lástima es, porque con esta lealtad espontánea de mi Dapifer, tan opuesta a la tenaz deslealtad de sus vasallos, le habría acabado, sin duda, de enseñar y mostrar todo lo que para regir bien su reino le ha faltado.
 
 
 
 
== Capítulo XXXIII ==
 
<center> '''Que trata de cosas místicas; es quizá más que ninguno gustoso, por ser el último de los que escribió el mozárabe '''</center>
 
 
 
<div align="right">
Pourquoy fus ie mis en ce monde <br>
Pourquoy ay ie prebistre Fortune <br>
Divant de vince tres immunde. <br>
«Les grans regretz du Prebistre Fortune, par avarice».
 
(Decir francés)
 
 
 
Mea culpa, mea culpa,
mea gravísima culpa.
</div>
 
 
Ya el lector inteligentísimo habrá comprendido por qué fue la extraña desaparición de Aznar, de que dimos cuenta en el capítulo XXVIII de esta verídica historia. El cronista mozárabe suele hacer cosas como esta, que es dejar de explicar los sucesos cuando tienen lugar; y luego, al cabo de tiempo, hacer de modo que mal o bien se entiendan, sin ponerse a decirlo claramente.
 
Así debe de suceder ahora con el rey don Ramiro, pues dice que acabado el juicio de Dios salió del palenque, sin saber nadie adónde iba, y no vuelve a nombrarle en su relato. En nuestra opinión, harto deja entender, no obstante, a qué fue y lo que hizo, con el siguiente caso particular que fielmente trasladamos de sus páginas a las nuestras.
 
Al despuntar el día que siguió al de las justas, y no imaginado juicio de Dios, dice que salieron de Huesca tres hombres; montado uno de ellos, que llevaba la delantera, en una mula, y los otros en buenos caballos. El aparato no era guerrero; pero con todo, bien podía distinguirse desde lejos el relumbrar de las espadas que, los dos que montaban caballos, llevaban pendientes del cinto.
 
Cualquiera habría dicho que estos eran escuderos de algún abad que caminaba a su iglesia, dado que por aquel tiempo no era prudente viajar sin tan razonable compañía, aun llevando tonsura y hábitos sagrados.
 
Y que fuese abad el jinete de la mula, no podía decirse de seguro, porque iba muy bien embozado en una ancha capa de lana, toscamente labrada; pero lo de eclesiástico, no podía faltar en él, según el corte de su pelo y el ancho sombrero de tal que traía.
 
Pues es el caso, que los tres jinetes se encaminaron al cercano lugar de Quicena, y atravesando sus polvorosas y desiguales calles, se encaminaron silenciosamente por la frondosa orilla del Flumen a Mont-Aragón.
 
Pronto llegaron al pie de la redonda y alta montaña, en cuya cima se levantaban sus altos y almenados torreones; y dejando a la derecha la villa de Mont-Aragón, de que no quedan hoy rastros siquiera, la cual había recibido su nombre del famoso monasterio, comenzaron lentamente a subir a lo alto.
 
La campana de la iglesia tocaba a misa a la sazón, y sus acentos, despedidos de la alta torre del centro, donde estaba situada, llenaban el aire, produciendo un indefinible sentimiento de melancolía y devoción.
 
De las vecinas montañas bajaban presurosos los campesinos a oír la misa del alba en el celebrado santuario, y todo lo largo del revuelto camino que a él subía mirábase lleno de gente fiel y pecadora que acudía a implorar la gracia de Dios.
 
A la verdad hay pocas tan poéticas como la misa del alba en el campo; los himnos espirituales de la Iglesia se juntan con el himno universal de la Naturaleza, aquel que cantan los pájaros de la arboleda y los manantiales de las rocas, y el eco de la soledad que va repitiendo, sin olvidar ninguno, todos los murmullos y todas las voces que se levantan por las vecinas tierras.
 
Los tres desconocidos jinetes echaron pie a tierra antes de llegar al foso, y se dirigieron al puente levadizo, que entonces estaba echado. La hora y la ocasión los eximieron de toda formalidad, y así nuestros tres caminantes, cruzando un claustro cuadrado, que encerraba en sí un patio pequeño con arriates de flores, entraron en la única y estrecha nave de la iglesia, donde ya había bastante gente esperando la misa.
 
El que había traído la mula se desembozó al entrar, y se mostró vestido de monje benito; sus dos escuderos (conozcámosles por este nombre), se arrodillaron a la puerta, y él fue a colocarse de rodillas delante del altar mayor.
 
En el retablo había una tabla con la imagen de Jesús Nazareno, la misma que Sancho Ramírez trajo de la montaña para levantar allí iglesia y fortaleza, que fuese cuartel general, como ahora se dice, del ejército de Cristo.
 
Delante de aquella imagen milagrosa habían consolado sus cultas durante diez años los sitiadores de Huesca; allí también tomaron aliento para ejecutar tan gran conquista y emprender otras mayores.
 
El monje no debía de ignorar tales historias, según lo devotamente que tenía puestos los ojos en la imagen y la verdadera contrición que mostraba su rostro.
 
Oyó misa sin levantarse un solo momento; y, terminada, estuvo aún por largo rato orando. Después se encaminó a la sacristía, preguntó por el venerable abad de la casa. Uno de los acólitos le mostró un confesionario, en donde a la sazón se hallaba practicando santamente su ministerio, rodeado de gran muchedumbre de fieles, que enardecidos en cristiano celo, se disputaban el puesto con acres palabras y descompuestas acciones, no de todo punto conformes con la ocasión y el lugar, mas, no por eso, menos piadosas.
 
El monje fue allá, y lejos de precipitarse como los otros, aguardó pacientemente a que todo hubiesen acabado. Luego, acercándose al confesionario:
 
-Padre -dijo-, concededme la gracia divina.
 
-Hermano -respondió el abad-, gran favor me haríais con aguardar a mañana, porque en verdad os digo que me faltan ya las fuerzas. Hace tres horas que estoy aquí sentado, y tengo más de sesenta años conmigo; conque perdonadme, digo, y volved mañana, que ya oiré largamente vuestras culpas.
 
-No puedo aguardar más, padre. Hace tres años que aguardo la absolución, y cada día necesito más de ella. Ha muchas noches que no he dormido; voy a volverme loco.
 
-¡Tres años! -exclamó el abad sorprendido.
 
-Tres años, sí -continuó el penitente-. Yo soy un mal monje que se casó contra sus votos, y contra sus votos tuvo y gozó algunos bienes; yo soy aquel a quien mandasteis que dejara mujer y bienes para poder lograr y merecer la absolución de tantas culpas; yo soy el mal abad, que a todos los de su orden, por ser en ella el primero, debió de dar ejemplo, y al contrario, por su causa...
 
-Vos..., ¿sois vos? -dijo el abad, y se levantó asombrado.
 
-Sentaos, padre mío, sentaos, y oídme por la misericordia de Dios. Soy sólo un gran pecador que viene a pedir absolución de sus culpas. Así me otorguen su intercesión también los santos monjes benitos San Agapito y San Félix de Córdoba; y el insigne mártir San Zoíl, en cuyo honrado monasterio de Santa María de Carrión tantos consuelos tengo recibidos de Dios, cuando no había podido excusarme de la vecina prelacía de Sahagún todavía.
 
-Decís bien, hijo, que no hermano -respondió el abad, sentándose al poco tiempo-. Quien quiera que seáis, poco importa ante el tribunal de Dios. Acercaos, acercaos más, para que nadie nos oiga.
 
Y el abad y el penitente hablaron bajo por largo espacio de tiempo. Gemía el segundo de cuando en cuando; sonaba grave, lenta y alterada la voz de aquel; pero nada más se percibía.
 
Muy grande debió de ser uno de los pecados, no obstante, porque el abad, alzando la voz, de suerte que casi pudo ya oírse en toda la iglesia, dijo:
 
-Y qué, hijo mío, ¿eso imaginasteis? ¿Tanto os seduce contra vuestros votos la belleza de aquella mujer? ¿Y aun osáis decir que la amáis?
 
-Padre mío, sí, la amo todavía, y con toda mi alma: es un ángel. ¡Ah! Es imposible verla y hablarle sin sentir por ella el amor que yo siento.
 
-¡Pecador! -replicó interrumpiéndole el abad-. Mirad que estáis ante el tribunal de Dios. Mirad que es gran pecado el pensar siquiera en lo que habláis.
 
-¡Oh, perdón, perdón! -repuso el monje sollozando-. Me ha hecho compañía muchas noches, en mis desvelos y vigilias agitadas y medrosas; me ha asistido enfermo; me ha preguntado siempre los afanes que dejaban traslucir mis suspiros; me ha enjugado con su cendal no pocas lágrimas. Ha sido, al fin, por mucho tiempo la compañera de mis desdichas, y es madre de mi hija. ¡Me he separado ya de ella para siempre! ¡No he de volver a verla jamás!
 
-No basta -continuó el abad-. Procurad también apartarla de vuestra mente, y no acordaros más de ella, si queréis ser agradable a Dios.
 
-¡Temo, padre, que me sea imposible olvidarla! ¿No os he ya dicho también que es la madre de mi hija?
 
-Bastará que sinceramente lo deseéis, para que Dios os perdone y preste su poderosa protección. No os acordéis de su belleza; no os acordéis siquiera de su virtud; el enemigo es sutil y se introduce por donde menos se piensa en los pensamientos del hombre. Olvidadla, olvidadla: no hay otro remedio, ya que tuvisteis la desgracia de haberla conocido.
 
-En cuanto a desearlo, padre, deseándolo estoy ya con toda mi alma; no hay cosa que más desee en este bajo mundo, aunque no lo haya logrado todavía.
 
-Bien, bien dicho, pecador. ¿Según eso, estáis verdaderamente arrepentido de vuestras culpas?
 
-Sí lo estoy, padre mío. Diera mil vidas, si las tuviera, por no haber cometido la menor de ellas.
 
-Pues entonces -dijo el abad-, bien podéis entrar en la gracia de Dios, mediante mi absolución espiritual.
 
Confesor y penitente hablaron por algún rato todavía, y al cabo, levantándose aquel, pronunció con voz solemne la absolución; tanto, que llamó la atención de los circunstantes.
 
Un momento después, el monje benito salió de la iglesia y del monasterio, y se encaminé de nuevo a Huesca.
 
En una de las primeras calles dejó a los escuderos que le acompañaban, y se entró solo en la iglesia antigua de San Pedro el Viejo, aquella que tal se llamaba ya en tiempos de la conquista por los años 1094 de Cristo.
 
Los dos, al parecer, escuderos, se encaminaron en seguida al alcázar, entrando en él como en casa propia; y las gentes que los miraban pasar, se iban diciendo al oído:
 
-Ese es el conde de Barcelona con su favorito Moncada.
 
 
 
 
== Capítulo XXXIV ==
 
<center> '''De algunas averiguaciones y descubrimientos que no estarían de más, y omite, sin saberse por qué, el prolijo cronista '''</center>
 
 
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Sonar gli archi d’ un portico acuti <br>
fa una squilla a rintocchi pereossa: <br>
l’un con l’altro guardandosi muti <br>
atanno i monaci intorno a uno fossa, <br>
atteggiati di cupo dolor.
 
(Tomasso Grossi: Canto di un Trovatore) </div>
 
 
 
Hasta aquí escribió el viejo mozárabe, cuya relación hemos seguido fidelísimamente, puesto que mucho nos haya dado que hacer con su pesadez y monotonía, y el sonsonete de antigüedad de su estilo, y, más que todo, con la mala letra gótica en que hemos hallado escritos estos pergaminos.
 
Trabajo nos ha costado también, y mucho, el trashojar y compulsar y revolver libros por acá y por allá, y el recoger detalles y pormenores sobre el fin de algunos de los personajes que hemos conocido en esta crónica.
 
La princesa doña Petronila, que, como sabemos, contaba sólo dos años de edad, quedó bajo la tutela del conde don Berenguer de Barcelona, después de unirse con él en esponsales de futuro, y de concertarse que se llevaría a término y consumaría el matrimonio en tiempo oportuno.
 
Y en efecto, este matrimonio se verificó, y los años adelante fueron famosos por España, y por todo el mundo, el rey don Berenguer y la reina doña Petronila, hombre aquel de gran valor y cordura, modelo esta de esposas honradas y de buenas reinas.
 
Y de Aragón y Cataluña se hizo entonces aquel poderoso Estado, que dio al mundo tanta envidia con sus leyes y tanto pavor con sus armas y conquistas.
 
Nadie hubiera creído, antes de verlo, que pudiera llevarse a dichoso término; unión que tenía por cimiento un matrimonio concertado entre personas de edad tan diversa. Pero el suceso demostró que la virtud de los príncipes y el patriotismo de los pueblos hace de ejecución fácil lo que más absurdo parece a los ojos descontentadizos del sentido común.
 
No hubo en uno u otro pueblo quien recordase más en adelante si era catalán o aragonés, ni se diese por vencedor o vencido, por dominado o dominante, por señor o vasallo. Y cierto que es imposible distinguir en las historias cuál de los pueblos lidió más y mejor en los ejércitos de don Berenguer y don Jaime, don Pedro y don Alfonso; cuál de ellos contaba más diestros soldados en las naves de Roger de Lauria, o en los escuadrones de Berenguer de Entenza; cúya fue la principal gloria en las empresas de las Baleares, de Sicilia y de África; cúyas el esfuerzo mayor cuando fue preciso arrojar a los franceses del otro lado del Pirineo, o ganar los castillos de Nápoles; cúyo el más acendrado patriotismo, cuando, unidas las dos naciones hermanas con su otra hermana Castilla, arrancaron entre las tres la media luna de las torres de la Alhambra. Aragoneses y catalanes corrieron el mundo buscando campos de batalla: no bien conquistada Murcia por los castellanos, se hallaron sin frontera de moros donde ejercitar su valentía, y hubieron de oír, a su pesar, el temeroso grito del almogávar los sofistas corrompidos de Constantinopla y los feroces jinetes de la Tartaria, los espléndidos barones de Atenas y los crueles jerifes de África. Siempre vencedores, jamás vencidos, sus chuzos, sus dardos, su desnudez, su miseria, dieron envidia y espanto a las más afortunadas naciones, así a las que nacían como a las que morían, lo mismo al Imperio turco que al Bajo Imperio. Siglos y siglos han pasado después de aquella unión afortunada, y todavía los pueblos hermanos no se han hartado de bendecir los nombres de sus autores, el conde don Berenguer y la reina doña Petronila.
 
No quedó tan glorioso el de don Ramiro, bien que viviese en San Pedro el Viejo, con muy santa vida, el resto de sus años. Cuéntase que no podía oír el sonido de la campana del monasterio, aquella campana de perdón tan siniestramente sustituida por Aznar, sin que las lágrimas viniesen a sus ojos, y salieran de sus labios algunas oraciones.
 
Pero es de creer, sin embargo, que allí, entre las columnas del sombrío claustro, y en las lóbregas capillas bizantinas en él enclavadas, y en el cercano cementerio de los mozárabes, se fuesen apagando sus pensamientos de amor, y sus recuerdos de doña Inés y del mundo.
 
Y si Dios no quiso quitarle los remordimientos de todo punto, algo, los aminoraría, por lo menos, aquella mansión devota, donde todo respira penitencia, y todo impone al alma resignación y silencio.
 
Porque de instante en instante debió de irse allí acortando su fantasía, secándose de momento en momento su corazón; y fuerza es que, al morir su fantasía, murieran también sus temores, y que, al agotarse su corazón, fueran desapareciendo en él los continuos dolores que antes le devoraban.
 
Y ¿quién sabe si le alentaría a llevar con resignación su infortunio el recuerdo por todas partes escrito en las piedras del muro, y en las losas del pavimento, de los infelices cristianos que allí iban a llorar su cautividad y miseria, en los días que poseyeron a Huesca los sectarios del islamismo? Como Dios los favoreció, al fin a aquellos, sacándolos de las manos de los infieles, pudo ciertamente favorecerle a él, librándole del peso de sus pecados antiguos.
 
Murió, al fin; murió don Ramiro, a solas con las piedras de San Pedro el Viejo, sin que nadie pueda ya decir cuáles fueron sus postreras palabras, ni sus esperanzas postreras, ni a quién iba encaminado el último de los pensamientos humanos que ocuparon su mente, o el último de los suspiros que por humano sentimiento salió de sus labios. Sus hermanos recogieron su cadáver, envuelto en bayetas, y con el cilicio puesto todavía, y vaciando el sepulcro de un romano, hallado entre los restos de la grande Osca de Sertorio, dentro de él lo depositaron. En aquella urna gentílica se ven representados con las acostumbradas figuras de ancianos, volcando sus cántaros, los dos humildes ríos que pasean el llano de Huesca: la Isuela el uno; el otro, sin nombre, que denomina Flumen a secas la geografía, desde los tiempos latinos. Dos alados genios parecen sostener el busto del primer vecino de aquella habitación fúnebre; quizá algún epicúreo, muerto al fin de uno de los convites cuya alegre descripción ha dejado Petronio, o en medio de los viles amores que el mismo ha descrito. Allí -¡singular capricho del tiempo!- ha permanecido el rey monje, bien olvidado por muchos siglos; hasta estos años últimos, en que los versos inmortales de un gran poeta, y la humilde prosa mía, se han ocupado en dibujar su persona.
 
De su esposa doña Inés se sabe que vivió también muy santamente lo que le quedó de vida, sin olvidar un momento a su esposo, mas sin quejarse por eso del abandono en que se hallaba.
 
Aznar se casó con Castana, según consta de unas viejas escrituras, heredándolos los reyes muy razonablemente, según la promesa de doña Inés. Y cuéntase que Aznar fue famoso siempre entre los almogávares por su valor y crueldad, y que dejó hijos que no desmintieron del padre, los cuales engendraron a otros que fueron de los más nombrados en las campañas de Italia y en la expedición a Oriente de la Gran Compañía. Mas pienso que no haya de desagradar a las lectoras el saber que Aznar, a pesar de su crueldad, trató amorosísimamente toda su vida a Castana, y que esta fue tan feliz con él como merecía serlo.
 
Del fin de Fortuñón, Carmesón y los demás almogávares, nada se ha podido averiguar, aunque es de creer que perecieran, como casi todos los de su laya, en alguna lid contra moros, o despeñados por algún precipicio, o enterrados en las nieves de la montaña.
 
Ni tampoco se sabe cosa alguna del buen monje Gaufrido, si no es que se le encontró en una taberna no bien salió del zaquizamí donde le metió Aznar tan en contra de su voluntad; y sin duda volvería a su convento, fiándose menos que solía de persona que le llamase para ejercitar sus letras.
 
Y casi nos atrevemos a asegurar también que en muchas ocasiones recordaría el trato que tuvo con el almogávar, echando a un tiempo de menos algún diente de los que le dejó resentidos y a punto de caer el golpe tremendo que recibiera, y aquellos sueldos jaqueses, tan prometidos como mal pagados después, por causa de las heridas del que debió de satisfacerlos.
 
Ramón Dapifer fue de los principales caballeros que se hallaron en el matrimonio y guerras de don Berenguer, y de los que acompañaron luego su cadáver, cuando vino, haciendo milagros, y en olor de santidad, desde Italia a Barcelona. Lo que prueba que murió muy viejo.
 
Pedro de Fivallé tuvo un descendiente harto más atrevido que él, y que ha dejado memoria en Cataluña de esforzadísimo, patricio.
 
Ruderico tomó órdenes sagradas, y fue canónigo andando el tiempo, sospechándose que lo pretendiera, más que por otra cosa, por satisfacer su afición a las golosinas y a los buenos bocados. Y aunque no hay bastantes datos para afirmarlo, sospéchase también que él fuese el paje que dio el pergamino del abad de Tomeras a Férriz de Lizana, mediante ciertas monedas de plata; lo cual probaría, siendo cierto, que era venal de suyo, y que no se contentaba con ser tercero de amor, sino que servía a todo el que bien le pagaba sus servicios. Cosa reprensible, sin duda, que obliga a decir la imparcialidad severa de la Historia.
 
Del abad de Mont-Aragón, algo también se ha de contar, que puesto que no sea personaje muy importante en este caso, la fortuna nos ha favorecido, deparándonos el hallazgo de cierta hoja suelta, en pergamino, que contiene una curiosa noticia de su vida. El hallazgo fue en una tarde de septiembre, durante la cual andaba yo, el humilde copista de esta crónica, visitando, en compañía de cierto amigo mío, las ruinas de Mont-Aragón.
 
Debajo de una gran torre de piedra, que permanece intacta, y que, al parecer, sirvió de campanario, hay una habitación que debió de ser la sacristía, con labores góticas de no mal gusto. Picome la curiosidad aquella sacristía, y más las labores, porque la iglesia, aunque tan antigua, como restaurada después en tiempo de gran corrupción, no muestra cosa alguna respetable y digna de atención por su antigüedad o mérito artístico; y entrando en la sacristía, no sin dificultad grande, porque estaba a medio tapiar y llena de escombros, de entre ellos alzó mi amigo, que no yo, la hoja a que me refiero, desprendida, sin duda, de algún librote que por allí anduvo.
 
Aquella hoja rezaba que en el año no sé cuántos, porque estaba muy borroso, de San Benito, y de la era de Mont-Aragón, estuvo el rey don Ramiro a hacer confesión general de sus culpas, y recibió la absolución de mano del santo prelado Fortuño, abad de la casa; y que en este hizo tanta impresión aquella conferencia, que mientras le duró la vida, no dejó de arrodillarse un solo día en el claustro, a la propia hora en que se verificó, orando muy devotamente por la salvación del rey monje.
 
¡Dios haya oído al santo prelado!
 
 
 
 
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