Diferencia entre revisiones de «La campana de Huesca»

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(Guillelmus Anelier de Tolosa) </div>
 
 
Aun cuando nada se hubiera sabido por Aznar, fácil habría sido entender que algo extraordinario y solemne sucedía en el alcázar de Huesca, al tiempo mismo que tenían lugar las largas pláticas y sucesos que contiene el capítulo antecedente.
 
En la propia estancia y lugar donde los ricoshombres dejaron preso a su señor y rey don Ramiro, se hallaban ahora recostados en los blandos cojines, o paseándose en bulliciosos grupos, catorce de ellos, que es decir todos menos uno, de cuantos tomaron parte en aquella determinación peligrosa. El que faltaba de ellos, bien claro se veía que era Férriz de Lizana, porque no era posible confundir con otras, ni por breve instante, su venerable faz y altiva apostura. Los demás, hablando y riendo, como la vez primera que allá los vimos, pudieran hacer creer a cualquiera que todo estaba como entonces; que nada había sucedido de singular o siniestro.
 
No obstante, los ojos ejercitados de un político habrían quizá adivinado que no todos los ánimos estaban tranquilos, que no era tan pura la alegría, tan verdadera la satisfacción, tan espontánea y sincera la risa, como ellos, de propósito, aparentaban. La zozobra, durante los peligros, es tan natural en los humanos, que no puede alejarse sin un artificio de la voluntad, y el artificio no es posible confundirlo, si bien se mira, con la naturaleza; la flor de trapo no se equivoca, por hábiles manos que la labren, con la hija lozana de los huertos.
 
Estaban los ricoshombres oprimidos, sin duda; sentían sobre sí la pesadumbre de un gran cuidado, acaso de un peligro notorio, y aunque todos eran valientes ocultamente luchaba en sus ánimos la ira con el honor, la ambición con el miedo; y aunque eran todos resueltos, dudaban y vacilaban por fuerza, en cuanto a sus propósitos y determinaciones.
 
Corrían de uno en otro grupo, los más curiosos, sedientos de palabras, de razones; revolvíanse, bullían, no paraban un punto en ninguna parte los noticieros, poco desemejantes, en verdad, a los noticieros de nuestros días; gente de lengua larga y cortísima conciencia, que hace de las sílabas palabras enteras, de las palabras, discursos; de los discursos, sucesos; de los sucesos, más que Dios podría, que es hacer que nazcan antilógicos imposibles.
 
De pronto, un silencio profundo interrumpió todas las conversaciones. Los ricoshombres tomaron asiento a uno y otro lado del salón. Férriz de Lizana, que acababa de entrar, se sentó en cierto sillón colocado en un testero, delante del dosel, donde en las ceremonias solían asistir los monarcas aragoneses. En un momento aquella reunión tumultuosa cobró el aspecto de un tribunal, de un senado, de una corporación venerable.
 
-Nobles y valerosos caballeros -dijo Lizana-: ¿persistís todos en el buen propósito que tenéis hecho de defender los fueros del reino?
 
-Sí, persistimos -dijeron todos los ricoshombres a un tiempo.
 
Y a la par oyose un sonido espantable de armas; era que los ricoshombres habían dejado caer sobre el pavimento las pesadas vainas de hierro que ocultaban los filos de sus espadas, señal de asentimiento, no por primera vez notada por el autor en su crónica.
 
-¿Y persistís -continuó Lizana- en no admitir ni jurar, de conformidad con lo que disponen nuestros fueros, por rey y señor de Aragón a una mujer, sea la infanta doña Petronila, por quien ahora se pretende, sea otra cualquiera?
 
-Sí, persistimos -volvieron a decir los ricoshombres, sonando de nuevo las espadas; y cierto, que al arzobispo le vino bien no usarla, porque de esa suerte no tuvo que mostrar, más claro que lo mostró en la expresión del rostro, cuánto se apartaba su dictamen del de los demás presentes.
 
-Pues siendo así -dijo Lizana - preparaos a contestar a un mensaje del rey, y sea tal la respuesta como merezca el mensaje, teniendo en cuenta lo que ordenan nuestros fueros y lo que habéis prometido y jurado antes y ahora.
 
Dicho esto, llamó a dos escuderos, que se hallaban apostados a uno y otro lado de la puerta, y les dijo:
 
-Id por los mensajeros, cuya venida me habéis anunciado, y no olvidéis de recordarles cuánto debe de ser su respeto y moderación hablando con los ricoshombres de Aragón, que, en representación del rey y del reino, están aquí presentes.
 
Algunos de los noticieros que habían, hasta allí, acertado, pasearon sus ojos triunfantes por el concurso; otros, no tan felices, los clavaron en el suelo. Pocos momentos después del mandato de Lizana, los dos escuderos volvieron, guiando al buen Fivallé, que, como había Aznar anunciado, era quien traía el mensaje; y a los dos hombres, que por toda comitiva le acompañaban, los cuales no eran otros sino Yussuf y Assaleh, aquellos dos esclavos mudos en cuya discreción el conde don Berenguer, no sin motivo, confiaba tanto.
 
El traje de Fivallé había cambiado completamente; ya no colgaba de su espalda el laúd; ya no vestía las modestas ropas que en la montaña. Su corta túnica, con angostos galones de plata, su capa de escarlata guarnecida de plumas de halcones, su gorra de piel de conejo, con broches también de plata, y un anillo de oro que traía en la mano diestra, con vivísimos rubíes, aunque no muy grande por cierto, le deban, no ya sólo por persona principal, sino por verdadero rey de armas, como Aznar había dicho que era. Los dos esclavos no habían variado de traje más que de condición, y se ofrecían a los ojos tal como siempre, con su siniestro y sencillo atavío.
 
Que don Berenguer hubiese elegido para tal mensaje a su rey de armas, que era al propio tiempo su compañero de aventuras, nada tiene de extraño; pero el haberle dado a este por compañeros dos mudos, no parece que debiera tener otro objeto sino evitar que el dinero de los ricoshombres aragoneses pudiera penetrar sus secretos propósitos; siendo notorio que no hay mayor sagacidad que la del bolso para enterarse de las cosas más ocultas y poner a luz del día los más profundos misterios. Y recordando que Lizana sabía muy bien emplear todas las gracias y habilidades del dinero, no parece descaminada esta previsión de don Berenguer, si verdaderamente la tuvo, y no fue mera casualidad el que asistiesen con Fivallé los dos africanos.
 
Fivallé se adelantó con paso firme hacia el centro del salón, y allí, haciendo una profunda reverencia, aguardó a que Lizana, como persona que hacía cabeza en el concurso, le diese licencia de hablar.
 
Lizana, a fuer de viejo y prudente, le miró muy bien primero, para ver con qué género de hombre se las había. Luego, con la ordinaria autoridad de sus palabras, le dijo:
 
-Mensajero, hanme referido que te has presentado a las puertas de esta ciudad con caballo, lanza y escuderos, solicitando ver y hablar al que fuese alcaide de sus fortalezas, o señor de sus armas, o guardador de sus haciendas, o dispensador de su justicia. No ignoro que tal es la fórmula con que suelen acercarse los heraldos de los príncipes y reyes enemigos a las plazas que amenazan con sus armas; pero como Aragón no tiene enemigos a la presente hora, si no son los perros mahometanos, y de estos no solemos ni queremos merecer cortesías, mándote que digas, antes de todo, cuál es tu nombre y el de tu señor, y de qué hueste o reino vienes, que por tu voz quiera declararnos la guerra.
 
-Vengo -contestó Fivallé con firme acento, como quien ejercita un oficio o deber ordinario, y no recela que el cumplirlo puede traerle daño alguno-, vengo de parte del muy poderoso don Ramiro, por la divina merced de Nuestro Señor Jesucristo, y la intercesión de su Santa Madre, rey de Aragón, a ordenaros a vos, don Férriz de Lizana, y a todos los ricoshombres, prelados y caballeros aquí presentes, si sois en verdad los que señoreáis estas fortalezas, y gobernáis estas armas, y guardáis estas haciendas, y dispensáis aquí la justicia, que le entreguéis las fortalezas, que no os pertenecen, y rindáis las armas ante vuestro señor natural, y a él dejéis el encargo de guardar las dichas haciendas, y dispensar la dicha justicia, por ser todos derechos y deberes suyos, no vuestros, supuesto que él es el rey, y vosotros sois no más que sus vasallos.
 
-Deslenguado malsín, vil escudero -dijo, levantándose, Lizana-. ¿Cómo te atreves a hablar en tales términos a los ricoshombres del reino? ¿Quién eres tú para deslindar los derechos del rey y los nuestros? ¿Piensas, por ventura, que haya de ampararte o valerte el hábito que vistes? Por San Jorge que he de enseñarte cuánto va de un verdadero rey de armas que viene de poder a poder, con el seguro que le dan las leyes de caballería, a un villano que osa insultar en su propio alcázar al trono y la nación aragonesa en nosotros representados. ¡Hola, escuderos! No hay más que oír; llevaos a este villano y echadlo al río desde una torre.
 
-Ahora conozco al valeroso Lizana -dijo Roldán por lo bajo-. Parecíame a mí que la edad iba enfriando su sangre y que tenía ya más de sabio que de ardido y determinado; pero he aquí que echa tanto fuego por los ojos como pudo el día del Alcoraz.
 
-Ya verás -le contestó García de Vidaura- cómo sabe hermanar la ferocidad del león con la prudencia del raposo; yo, como le conozco de más tiempo, entiendo sus cosas mejor que tú.
 
En esto, Fivallé, confundido por el inopinado arranque del caballero, no acertaba a decir palabra. Pero al ver que los escuderos iban a apoderarse de su persona para cumplir la orden de Lizana, en alta, aunque no ya segura voz, dijo estas palabras:
 
-Yo sé tan bien como quien más las leyes de las naciones y de la caballería, señores caballeros, y sé por lo mismo que no osaréis cumplir tal amenaza. Queréis intimidarme, pero no lo lograréis; y aunque hubiese de morir verdaderamente, no sería antes de cumplir con mi obligación del todo. Dígoos que el rey don Ramiro os ordena dejar esta ciudad con todas sus fuerzas y gobierno, retirándoos al punto a vuestros castillos, y de lo contrario, os declara por mi voz aleves y traidores, y reos de lesa majestad en lo divino y humano, condenándoos...
 
-¡Infames escuderos! -gritó ya fuera de sí Lizana-. ¿Qué hacéis que aquí mismo no le arrancáis la lengua al desalmado? Por Cristo, que he de mandar que a vosotros también os desuellen vivos.
 
Todos los caballeros participaban de su indignación, y estaban puestos en pie, acariciando cada cual la empuñadura de su daga. Roldán la puso ya fuera de la vaina, y sólo le detuvo el considerar que aquel hombre podía ser muy bien un villano, indigno de morir allí a tan nobles manos como las suyas. El buen arzobispo de Zaragoza, como sabemos, presente, pensó interceder por él; pero no tuvo valor para tanto, después que bien miró y advirtió la cólera en que hervían sus compañeros. Fivallé según la palidez de rostro y el temblor le sus rodillas: no daba ya por su vida un ardite; pero la voz del deber le mantenía firme la voluntad y todavía tuvo aliento para añadir:
 
-No me defenderé, los escuderos; podéis matarme a mansalva; pero de este crimen que va a cometerse, no sólo responderán vuestros señores, sino que vosotros también responderéis con la cabeza a vuestro rey don Ramiro y a mi señor natural, el muy valeroso y muy excelso don Ramón Berenguer, conde de Barcelona.
 
-¿Por qué mientas al conde de Barcelona? -dijo al oír esto Lizana-. Habla, villano, y veamos con qué pretendes engañarnos y librarte del merecido castigo. ¿Eres de verdad, como dices, vasallo del conde de Barcelona?
 
-Vasallo soy suyo -contestó el mensajero, más recobrado.
 
-Tu nombre.
 
-Pedro de Fivallé.
 
-Tu profesión.
 
-Rey de armas del conde de Barcelona.
 
-¿Tienes algún documento o testimonio que lo acredite?
 
-Sí tengo -contestó Fivallé-: bien podéis ver cómo los rubíes de este anillo trazan sobre el oro las barras de sus armas: no han llevado tal anillo y barras nunca sino sus mensajeros, según es sabido en todo el mundo.
 
-Cierto es -dijo Lizana-; pero trae acá el anillo, que no te las has con quien no sepa descifrar cualquier engaño.
 
El anillo corrió de mano en mano, y todos convinieron en que era y debía de ser su dueño el conde de Barcelona y no otro. La sorpresa de todos fue tan grande ahora, como había sido antes la ira
 
-Ahora bien: Pedro de Fivaje -dijo Lizana bien puedes hablar cuanto te plazca; pero no más que en nombre del conde de Barcelona.
 
-El conde de Barcelona, mi señor -continuó entonces Fivallé-, no tiene más que deciros, sino lo propio que de parte del rey don Ramiro tengo dicho, supuesto que los dichos rey y conde son, de hoy más, no sólo aliados, sino deudos estrechos, con los esponsales y matrimonio concertados, entre el conde don Berenguer, de una parte, y de otra la infanta doña Petronila, hija de don Ramiro, y legítima heredera de este reino. A la cual mi señora y reina os exijo y ordeno también que dejéis libre en el instante.
 
En este punto llegó al último extremo el asombro de los concurrentes. Sólo el viejo Lizana, a gran maravilla de todos, conservó, en su apostura y acento de voz, serenidad completa. Paseó los ojos alrededor, examinando qué efecto hubiesen hecho tales nuevas en sus compañeros, y luego dijo:
 
-¿Has acabado?
 
-Acabado he, poderoso señor -contestó Fivallé.
 
-Pues ve y dile a tu amo el conde de Barcelona, que aceptamos el reto y desafío que nos hace, y que de hoy más Aragón le tendrá por enemigo, y nuestros guerreros buscarán a los suyos para pelear cuantas veces quiera él ponerlos en campo. Y añádele que, aunque es injusta la guerra que nos declara y odioso además que entre sí se destrocen las armas cristianas, de eso él, que no nosotros, habrá de dar a Dios cuenta en el otro mundo. Por lo que toca al rey don Ramiro y su hija, nosotros nos entenderemos con ellos como ordenan los fueros del reino, y como mejor nos cumpla y parezca, declarando traidores y rebeldes, desde ahora, a cuantos coadyuven a abanderizar el reino, con el fin de privarlo de sus antiquísimas y bien adquiridas libertades. ¿Oíste bien lo que dije?
 
-Sí, oí -respondió Fivallé-; y en nombre de mi señor, el conde, dejo aquí este guante en señal del reto y desafío.
 
Y dijo esto quitándose uno de los de delgadas escamas de acero que llevaba.
 
-Tomadlo, y dadle el vuestro, valeroso Roldán -repuso Lizana-. Y tú, Fivallé, sábete que si a título de rey de armas del conde de Barcelona te he perdonado tus insolencias, como el día de mañana te encuentre en Huesca, o nombres en su recinto al rey don Ramiro, te he de colgar, a título de rebelde, de una almena. Hoy vence en ti lo de mensajero del conde a lo de emisario de la rebeldía; mañana será al contrario, y repítote, por el santo del Alcoraz que si no me crees he de dar un buen día tu cabeza a los cuervos del contorno. Vete al punto.
 
Fivallé no se hizo segundar la intimación, y tomando el guante de Roldán se salió de la estancia seguido de sus negros compañeros, que aunque no habían comprendido bien las palabras, habían interpretado harto bien los hechos para dejar de requerir sus armas a medida que veían que las suyas acariciaban los ricoshombres.
 
Cuando Lizana se vio a solas con los suyos, tomó la palabra, y dijo:
 
-Los tiempos que yo temía están aquí, Roldán amigo: no daréis ahora por sobrados mis temores. Extraña es esa alianza, extraños son esos esponsales, extraño es todo lo que está pasando; pero no importa, lo esencial es que conozcamos el riesgo que nos amenaza. Quizá a estas horas tienen junta, entre el rey y el conde, bastante hueste para que no podamos mantener el campo; quizá osen sitiarnos dentro de estos muros, por más que, según son ellos de fuertes, sea empresa de muchos años rendirlos; quizá los salvajes montañeses acudan ya de todas las partes del reino en ayuda del rey con el intento de humillar nuestro justo orgullo y despoblar nuestros cotos, y hacer leña de nuestros bosques, y anidarse en nuestros castillos; quizá el hierro de los almogávares esté ya despierto: hora es de que despertemos también nosotros y nos preparemos a lidiar y vencer, a vencer o morir en esta demanda.
 
-Sea así -dijeron levantándose los caballeros.
 
-Pero esto de los esponsales -añadió Roldán- no cesa de admirarme. ¿Cómo puede habérsele ocurrido a ese buen conde de Barcelona contraerlos con una niña de dos años?
 
-Legítima cosa es -contestó suspirando el arzobispo, que aun no había movido siquiera los labios para responder a la arenga pasada-; legítima, según los sagrados cánones.
 
-Antes habéis de decir que pérfida y malvada -repuso Lizana-. ¿Por ventura, no adivináis cuál es el objeto? Pues no es otro sino sujetarnos a la potencia de los extranjeros. Cuando nosotros buscamos a don Ramiro en el monasterio y quisimos ser suyos y le defendimos con tantos afanes, fue por no reconocer sino a rey muy natural. ¿Y ahora toleraríamos que nos viniese a gobernar un extranjero? ¿Qué sería del honor del reino? ¿Qué de nuestros nombres? ¿Qué de nuestros fueros? Bien sabéis que nuestros padres ordenaron para eso sólo que no sucediesen hembras en el reino; bien sabéis que por eso sólo nos negamos a jurar por reina a la princesa, cuando lo pretendió el rey.
 
-Fuerza, es que reunamos en Cortes el reino, y les propongamos negocio tan arduo -dijo uno de los caballeros.
 
-Ese es mi propósito -dijo Lizana-; y aun despachada está la convocatoria a las ciudades que tienen voto en Cortes, y a los nobles y prelados ausentes para que se junten con los que ya estamos y deliberamos en Huesca. Ni penséis que desisto de esto para en adelante; porque si bien no podremos llenar todas las formalidades y requisitos, los tiempos nos excusan de ellas, y harto será que no reunamos bastantes votos en los diversos brazos para sacar triunfante nuestra causa, puesto que en suma es la causa del reino, y todo él está interesado como nosotros mismos en el triunfo. Mas no hay que pensar en tal por lo pronto. Los sucesos se han adelantado mucho con esta desdichada alianza del rey y el conde de Barcelona. Mañana mismo podemos tenerlos delante de estos muros, y es preciso, ante todo, acudir a la defensa.
 
-¿Pero creéis -dijo Roldán- que todos los reyes y condes y villanos del mundo deban darnos temor detrás de estos muros fortísimos, a nosotros con nuestras fieles mesnadas?
 
-Siempre -contestó Lizana- es ciego vuestro valor, Roldán amigo. Recordad que no me he equivocado hasta ahora en ninguna de mis sospechas más de lo que humanamente es inevitable. Desde aquella ausencia que hizo don Ramiro en una noche de festejos, véngoos diciendo de antemano cuanto ha sucedido. Y ya habéis visto hasta qué punto, con voluntad o sin ella, pueden perjudicarnos los clérigos; ya habéis visto que el rey, tan manso como parecía, sabe derramar sangre, y es capaz de disponer de la nuestra como de las sobras de unas vinajeras, y separar de los cuerpos nuestras cabezas como él ha mudado de hábito. También advertiréis cómo no le faltan aliados y defensores a don Ramiro contra vuestra lanza y la mía, a pesar de ser tan recia la vuestra y haber ganado alguna prez la mía en el Alcoraz y en otras mil ocasiones; y no dejaréis de reconocer asimismo cuál locura habría sido dejar libre a la princesa en poder de su madre, de donde habría pasado a manos del conde de Barcelona, realizándose esos esponsales, que, en idea sólo con razón os espantan ahora. Deos todo esto prudencia y confianza en mí para atender y seguir en adelante mis consejos.
 
-Tenéis razón -dijo Roldán, convencido-. Hablad, sabio Lizana, hablad, que ni estos caballeros ni yo haremos más que lo que vos ordenéis. Hablad y decidnos lo que receláis ahora.
 
-Ahora recelo del pueblo, de los ciudadanos, de estos menestrales que vosotros despreciáis mientras yo los vigilo y sé, a precio de oro, sus más íntimas conversaciones. Cuando advirtieron la prisión del rey, manifestaron sólo incredulidad o extrañeza, porque veían que todo lo podíamos; mas no bien se nos escapó el rey, adelantáronse ya a compadecerle y a murmurar muchos de que no compartiésemos con ellos el Gobierno. Si ahora ven que no podemos sostenernos, sino dentro de estos muros, y que nos asedian turbas de villanos almogávares, son capaces de fraguar alguna traición por dentro que cara y muy cara nos cueste.
 
-¿Eso más? -dijo Roldán.
 
-Eso más -contestó Lizana-; el cuándo ni el cómo, no sabré deciroslo; pero cualquier cosa debemos temer cuando la hueste enemiga se presente delante de estos muros.
 
-Vos sois nuestro natural caudillo, Lizana. Decidnos qué hemos de hacer, pues, para precavernos y para defendernos y ofender a nuestros enemigos.
 
-Decidlo, decidlo -repitieron los demás caballeros puestos ya en pie alrededor del sillón donde estaba sentado Lizana.
 
-Oíd -dijo el viejo-. Es preciso que por ahora tratemos moderadamente a los villanos, aun a esos perros de almogávares, si por ventura quedan algunos en Huesca. Hacer porque entiendan, si es tiempo todavía, la justicia de nuestra causa. Y al propio tiempo es preciso tener muy bien guardadas por nuestros mesnaderos las puertas y torres de la ciudad, y poner atalayas que nos anuncien la vecindad del enemigo. En cuanto a nosotros, ya lo sabéis; hoy, mañana, todos los días nos reuniremos para deliberar, en este alcázar, como hasta aquí, y ya iremos determinando conforme nazcan las ocasiones.
 
 
 
 
== Capítulo XXIV ==
 
<center> '''Donde se preparan y entrevén los sucesos que, andando capítulos, han de poner fin a esta historia '''</center>
 
 
<div align="right">
F’orte d’armi apparechio s’a duna di Tolosa pei campi é pel vallo, che far tristo un ribelle vassallo il signor di Provenza giuró!...
 
Tommaso Grossi: Canto di un Trovatore </div>
 
 
Pocos momentos después de llegar al patio del alcázar, se encontró Pedro de Favillé con su buen compañero Aznar.
 
El rey de armas y sus dos extraños escuderos estaban rodeados de soldados con antorchas encendidas.
 
-¿Qué sucede? -preguntó Aznar.
 
-Que los ricoshombres de Aragón, reunidos por su propia autoridad y convocatoria en este alcázar, se niegan a reconocer por reina a doña Petronila, y han dado a entender muy claramente que no dejarán entrar en Huesca ni al rey de Aragón ni al conde de Barcelona -contestó Fivallé.
 
-Pues si eso pasa -repuso Aznar-, no hay más sino que me salí con la mía, porque nunca pensé que el mandato y perdón del rey lo aceptasen los ricoshombres.
 
-Vamos a nuestro alojamiento, y allí hablaremos despacio -repuso Fivallé.
 
-Sea como decís -añadió Aznar.
 
Y entrambos echaron a andar para la calle nombrada del Salvador, adonde, en casa grande para los tiempos, estaban aposentados.
 
No bien llegaron allá y se despidieron los de la comitiva, dijo Aznar a Pedro de Fivallé:
 
-¿Nada se os ocurre que hacer ahora?
 
-A mí nada -respondió el otro-, si no es que nos vayamos cuanto antes, porque el viejo Lizana, sin oírme apenas, juró por San Jorge, el que está en la ermita del Alcoraz, que si nos halla aquí el día de mañana han de servir de espantapájaros nuestras cabezas en lo alto del muro. Ni me atreví a hablarle de su perdón, no fuera que por menosprecio adelantase ese mal propósito que tiene.
 
-De eso será lo que Dios quiera, Fivallé -replicó Aznar-; pero oíd: don Ramiro y don Berenguer nos enviaron acá para que allanásemos la entrada, de suerte que no tuvieran que poner cerco a la ciudad. Con tal objeto concedieron el perdón que con vos traéis. Y porque los ricoshombres, empedernidos en su traición, no la acepten, ¿no hemos de allanarles nosotros la entrada de la ciudad evitando un largo cerco?
 
-No se me ocurre cómo lo habríamos de conseguir -respondió Fivallé-, según que yo los he visto de soberbios; ni me parece que podamos hacer más que salir ahora de aquí cuanto antes, y dar parte de todo a nuestros príncipes, para que los traten con todo el rigor de la guerra.
 
-Ni por pienso, Fivallé; no es eso lo que conviene -repuso Aznar-. Al abrigo de tales muros y tan recios, y de las noventa torres que circuyen la ciudad, los ricoshombres podrán mantenerse en su rebelión por mucho tiempo, y aun no les sería imposible levantar el reino y desbaratar los intentos del buen rey don Ramiro, y de su aliado.
 
-Así es la verdad, Aznar -dijo el rey de armas-; pero, ¿cómo hemos de remediarlo?
 
-El cómo ya lo buscaremos -continuó Aznar-. Lo que importa es que convengamos en buscarlo. Ni don Ramiro ni don Berenguer nos mandaron que saliéramos de aquí: «Id, dijeron, y anticipadles nuestro perdón mientras llegamos a la ciudad. Si al entrar en ella oímos que repica sola la campana de San Pedro el Viejo, entenderemos que sois vosotros quien la tocáis, y que no debemos hacer daño a los ricoshombres, porque ellos han reconocido ya su culpa, sometiéndose a nuestros mandatos; mas si la campana no suena, o suenan otras a modo de rebato, entenderemos lo contrario, y haremos por sorprender el lugar y entrarlo a escalas vista, o de no, pondrémosle cerco, y lo combatiremos a hierro y fuego». Bien se ve, Fivallé, que no previeron el caso de que saliésemos de aquí, puesto que no nos lo dijeron.
 
-Eso fue que no previeron tampoco el caso de que los ricoshombres estuvieran tan determinados y fuesen capaces de plantarnos de espantapájaros en el muro.
 
-O acaso -contestó Aznar- que fiaban en que nosotros no dejaríamos que cuajase el propósito de la resistencia, y descargaríamos en otros el mal oficio de espantar los pájaros con las cabezas.
 
-¡Imposible! -replicó Fivallé asombrado-. ¿Quién había de imaginar semejante cosa? ¿Qué fuerzas son las nuestras para resistir? ¿Cómo hemos de excusar el peligro si no es fuera de los muros, corriendo, a más correr, según es de prudentes, en tales ocasiones como esta? Aznar, contad además con lo que habláis; no dejemos por acá las cabezas aun antes que recelamos.
 
-¿Eso os espanta? -dijo Aznar.
 
-No me espanta, sino porque ha de ser inútilmente -contestó Fivallé.
 
-Inútilmente no -continuó Aznar-; y una vez que eso sólo os empece y mortifica, aguardadme aquí, que yo vendré dentro de poco y os daré traza con que logremos nuestro intento. ¿Aguardaréis?
 
-Sí aguardaré, aunque no espere fruto alguno.
 
-Pues hasta luego, y confiad en que mayor servicio que este que hemos de hacer ahora, nunca lo han hecho vasallos a reyes.
 
Salió Aznar diciendo esto, y, por entre las revueltas callejuelas del contorno, llegó al Coso, ancha calle, que a la sazón comenzaban a formar los vecinos, construyendo casas por enfrente de los grandes muros de piedra, en aquel arrabal que, desde el tiempo de los moros, estaba allí fuera encerrado en un robusto paredón de tierra. Caminaba precipitadamente y con un si es no es de regocijo en el rostro; traslucíasele una satisfacción grande, aunque siniestra, y de cuando en cuando hablaba solo, en tono tan alto, que era imposible que no lo oyesen los curiosos transeúntes.
 
-¿No es este el caso? -decía-. ¿No basta ya para cumplir mi promesa? Bien sabía yo que él haría de modo que mereciese de nuevo la muerte... Morirá por lo mío y por lo del rey.
 
En una de las primeras calles del arrabal se paró delante de cierta casa, más destruida y de más vil aspecto que las otras, y dio diversos golpes.
 
Abrieron con una larga tomiza desde arriba, subió, y en una sala estrechísima y mal amueblada se encontró manos a boca con Fortuñón, aquel viejo y primer compañero suyo, que conocen ya nuestros lectores.
 
-Fortuñón -dijo Aznar-, loado sea Dios que aquí te encuentro, y ahora feliz vejez la tuya, que así te inclina al regalo de las ciudades, para que puedas continuar hasta en ellas tus esforzados hechos. Dime, Fortuñón, ¿tienes en tus venas todo el valor antiguo? ¿Amas al rey como le amaron siempre nuestros antepasados? ¿Te fías tú de mí, como te fiabas de mi padre García de Aznar?
 
-Sí tengo, sí amo, sí fío -respondió compendiosamente Fortuñón por la primera vez de su vida, al notar lo arrebatado de las preguntas.
 
-Loado sea Dios, que te hallo tal como creía. ¿Y no temerás menear de nuevo las armas en servicio del rey? ¿Herirás a quien él te mande, sin preguntar su nombre? Recuerda que así obraron siempre los de nuestra raza.
 
-Dígote que por el rey y por ti, hará cuanto sea justo.
 
-¿Qué número de almogávares habrá a estas horas dentro de Huesca?
 
-No pasarán de cincuenta, Aznar.
 
-¿Conóceslos tú a todos?
 
-A todos.
 
-¿Qué tal gente son?
 
-Pero Díaz es el uno, aquel hijo del campanero de Oviedo que se vino años atrás con nosotros, y Juan de Sobrarbe otro y está además ese perro de Ramiro Benedrís, que dice que viene de reyes moros, y él es moro en las obras, aunque sea en los pensamientos cristiano, y Men Loharre, y...
 
-No quería saber los nombres de todos, mas sólo si era gente con la cual se pudiera contar en cualquiera honrado trance.
 
-No la hay mejor entre los almogávares.
 
-Basta, Fortuñón: esa gente necesito. Sólo falta que todos te reconozcan por caudillo. ¿Hay entre ellos, por ventura, alguno que sea más viejo que tú?
 
-¡Más viejo que yo! -contestó al punto Fortuñón, como picado de que tal osara suponer el mancebo-. Somos ya pocos los que quedamos de aquellos tiempos en que se daban batallas como la del Alcoraz, y se tomaban ciudades como esta de Huesca. ¡Más viejo que yo! A fe, a fe que mis años no los he llevado en cuenta, ni de mis padres pude averiguar los que tenía, porque muy temprano se olvidaron de ellos; mas yo te contaré cosas que presencié y otras en que puse mano, que no haya en todo el reino tres personas que las recuerden. ¿Ni cómo ha de haberlos más viejos que yo entre los almogávares? La vida se acaba pronto en la montaña, y la lid, antes peleando que comiendo, y antes corriendo tierras que descansando en mullidos lechos; milagro es que el cielo haya conservado tanto la mía.
 
Aznar escuchó toda esta retahíla con su acostumbrada impaciencia; luego, reprimiéndose lo que pudo, habló al viejo almogávar de esta manera:
 
-Ea, pues, Fortuñón, sirva tu larga edad y el crédito y mando que ella te asegura entre los almogávares para una grande empresa, la cual ha de ser no menos acepta a Dios que provechosa al rey.
 
-Continúa, Aznar -repuso Fortuñón.
 
-Ya sabrás cómo los ricoshombres del reino, aquí reunidos, se han rebelado contra don Ramiro, hermano del batallador don Alonso y del glorioso don Pedro, e hijo del valiente Sancho Ramírez, con quien hiciste las primeras armas.
 
-¡Y cuán diferente que es este don Ramiro de su padre y hermanos! ¡Oh si a aquellos hubiese conocido! -dijo interrumpiéndole Fortuñón.
 
-Eso no es del caso -replicó con calor Aznar, viendo el contrario efecto que sus citas habían producido-. ¿Negarás tú ahora, con todo, eso, que sean rebeldes y dignos de castigo los ricoshombres que se han alzado contra el rey don Ramiro?
 
-Cierto es que obraron mal; pero, hijo mío, no te descompongas tanto contra los ricoshombres; mira que ellos son imagen del rey, como el rey es imagen de Dios.
 
-¡Que no me descomponga con ellos! -exclamó Aznar-. Son traidores, Fortuñón, son traidores, y nosotros los leales no debemos respetarlos ni tenerlos en nada, sino por el contrario, lavar en su sangre las afrentas que hacen al rey.
 
-Muy adelante te lleva la cólera; ¿es quizá para algo de eso para lo que requieres mi brazo?
 
-Precisamente para eso; para que entre tú y yo y esos almogávares, rematemos de una vez a los más soberbios de los ricoshombres, y demos libre entrada al rey dentro de estos muros.
 
-Pues vuélvome de lo dicho, Aznar, y aconséjote que no te metas en tales honduras, que luego los grandes de la tierra entre sí se acomodan, y solemos nosotros los pequeños pagarlo todo.
 
-¿Y así cumples la palabra que me diste de servir al rey, y de herir a quien él te mandase, sin preguntar su nombre? ¿Y así muestras el amor que dices que me tienes? ¿Y así imitas los hechos de tus mayores? Nunca mi padre García de Aznar hubiera temido, como tú temes, ni hubiera faltado, como tú faltas, a tus promesas.
 
Al decir esto Aznar, sus ojos lanzaban rayos de ira, su voz temblaba, su brazo levantado desafiaba todos los obstáculos.
 
-¿Mas qué te va o te viene, locuelo de Aznar, para que tanto fijes tu atención en ello? -respondió Fortuñón sin curarse del gesto indignado de su compañero-. ¿Qué tienes tú que ver con las discordias del rey y de los ricoshombres? Dígote que al cabo el rey perdonará a sus rebeldes cortesanos y capitanes, y que estos no perdonarán jamás por su parte a los que en nombre del rey los ofendan o lastimen ahora.
 
-Por eso mismo, no trato yo sino de hacer que su perdón sea imposible; por eso mismo no trato yo sino de penarlos de suerte que más no puedan vengar ofensas, ni reparar sus daños -repuso con ronca voz Aznar-. Y tú que sabes la suerte de mi hermano, ¿todavía osas preguntarme qué es lo que tengo con los ricoshombres? ¿Sabes que he averiguado ya que fue el viejo de Lizana quien entregó a sus perros de caza el cuerpo de mi Lupo, aquel pobre hermano que mi padre dejó al morir a cargo tuyo y mío?
 
-¡Fue Lizana! -repuso Fortuñón asombrado.
 
-Lizana fue... Pero no hablemos de eso, no, no. Has de saber que si quiero matarle, es porque importa al servicio del rey, es porque con hacerlo, se evitará mucha sangre y se adelantará muchos días el que reinen en Aragón y Cataluña el buen príncipe don Berenguer y la princesa doña Petronila.
 
-No entiendo lo que me dices, Aznar. ¿De qué don Berenguer hablas? No le hubo en mis días de ese nombre entre los príncipes de Aragón. Habla, dime, ¿cómo puede ser novedad tan extraña, y de mí tan poco oída hasta ahora?
 
-Fortuñón, dejémonos de ociosas palabras. O me sigues o no. Si tú no me acudes, yo solo intentaré la empresa; yo solo iré a las casas de los principales ricoshombres, tan temibles capitanes y cortesanos como son, y de algunos de ellos libraré a Aragón a costa de mi sola vida.
 
-¡Oh!, no hagas tal, Aznar -exclamó Fortuñón interrumpiéndole-. No hagas tal, que te perderás sin remedio ni provecho alguno.
 
-Sí haré -replicó el joven almogávar, más exaltado que nunca-; y lo haré porque no se diga que ha dejado de haber almogávares en Aragón; por no faltar a la memoria de mi padre, que siempre fue leal, y quiso que lo fuese su hijo. ¡Es tan bueno el rey! ¡Es tan valeroso don Berenguer! ¡Son tan soberbios los ricoshombres! No me contradigas, porque estoy resuelto: o he de morir o he de salir victorioso de estos rebeldes. Discurre ahora, Fortuñón, si te conviene ayudarme en mi empresa a dejarme solo a que perezca de cierto en la demanda.
 
Fortuñón se puso a meditar, apoyando su blanca cabeza entre las manos. Luego, después de un breve rato de meditación, dio dos o tres vueltas por la estrecha sala, y parándose delante de Aznar, exclamó, no sin exhalar antes un profundo suspiro:
 
-¡No puede ser! Y Dios sabe cuánto me pesa no complacerte. Pídeme otra cosa, pero eso de ir contra los ricoshombres como por acá dicen de motu proprio, sin mandamiento ni disposición de nadie, no esperes que lo haga jamás. El deseo de venganza ciega tus ojos, hijo mío; ábrelos a la razón de mis palabras, y verás cómo no es justo ni conveniente, sobre ser peligrosísimo y de éxito casi imposible.
 
-¡Oh! Si nace tu resistencia de que a tu parecer no tenemos mandamiento ni disposición de nadie, cuenta con que estás en grande error. Orden tengo del rey, orden terminante... de don Ramiro, por supuesto, porque de ese don Berenguer, que no conozco, ni las entiendo, ni las quiero entender, por vida mía. No he oído hablar siquiera de las otras cosas extrañas que me dijiste; y como tú tampoco te has explicado mayormente...
 
-¡Fortuñón! La orden es de don Ramiro. ¿A qué meterse hoy en otras honduras?
 
-Pues ¡acabaras! -repuso a esto Fortuñón-. ¿Por qué no mostrarme, desde luego, el pergamino, y no hubiera disputa? Bien sabes que soy entendido en letras, porque en mi niñez, como te he contado algunas veces, me dedicaron mis padres a monaguillo, en Jaca. Ea, pues, muéstrame ese pergamino, y vea yo mandado del propio rey lo que tú me dices, y harelo, aunque me cueste la vida.
 
-¿Pergaminos dices?... A fe que pergaminos no faltan, y...
 
En lugar de estos puntos suspensivos, puso el almogávar, en voz baja, sendas maldiciones contra los oficiosos padres de Jaca, que habían enseñado a leer al monaguillo.
 
-¿Lo traes ahí? -continuó, en el ínterin, Fortuñón-. ¡Cómo cambian los tiempos! Por cierto que en los días de tu abuelo y de tu padre, aquellos famosos guerreros, de quien tanto te he hablado, nadie habría confiado tan importante mensaje a un hombre que contase diez años más que tú. Y los pergaminos y leyendas que hubo en la conquista de esta fortísima ciudad de Huesca, así los de los moros como los nuestros, fueron llevados o traídos por hombres de canas y de experiencia, que bien supiesen sortear los tiempos y las ocasiones. Y aun recuerdo que tu abuelo, tu abuelo, Aznar, que era el hombre más forzudo y ágil que haya yo conocido en este mundo, decía muchas veces que no quería trono verde para astil de dardo, ni pan todavía caliente para la boca, ni hombre mozo para estos mensajes. Pero tú lo suples todo, con la discreción maravillosa que tienes para tu edad, y aunque siempre habría sido más acertado que el rey hubiese acudido a mí o a otro de más años, como más prudente, no niego que tú puedas sacar fuerzas de flaqueza, y obrar también como hombre de seso. Si tienes el pergamino, dígote que el traerlo tú, más me servirá de satisfacción que de envidia, y no tienes más que desdoblarlo al punto. Pero acuérdate, Aznar, de tu abuelo...
 
Al llegar a este punto le interrumpió Aznar, que, si no, el viejo era hombre de no acabar en diez años. Hacía ya rato que no apartaba los ojos de un sitio, como quien está sumido en grandes meditaciones; pero a la sazón brillaba en ellos la alegría. Parecía satisfecho, como hombre que acabase de salir de un grande apuro.
 
-Ya te conozco, mi viejo Fortuñón -dijo, poniendo la mano en el hombro de su camarada-. Acuéstate ahora, pues, y el pergamino donde la orden está escrita yo te lo mostraré a la noche, que, puesto que yo no entienda en leer como tú, para eso viene en mi compañía el honrado Pedro de Fivallé, rey de armas del buen conde de Barcelona, el cual trae consigo el tal documento, y sabe muy bien que en él se contiene y reza lo que digo. Mas te oí decir que no debíamos los villanos entremeternos en estas reyertas del rey y de los ricoshombres; ¿has variado de opinión ya, de todo punto?
 
-Sin mandato del rey, debí añadir, que no era otro mi intento, porque lo que él manda, ningún vasallo, pésele o no, puede excusarse de cumplirlo.
 
-¿Y temerás todavía las venganzas de los ricoshombres?
 
-Ya sabré resignarme a ellas por obedecer al rey -contestó Fortuñón suspirando.
 
-¿Es decir, que con esa orden, todo está compuesto, y hallaré en ti ayuda para todo?
 
-Cabalmente: todo con esa orden; nada sin ella; has comprendido perfectamente mi pensamiento.
 
-Pues la tendrás. Esta noche te aguardo a las doce en punto en mitad de la plaza de la Misleida. Ten apostados a nuestros camaradas por las cercanías de manera que no infundan recelo, ni pongan en alarma a los atalayas del muro.
 
-Allí estaré, y todo lo tendré dispuesto como tú quieres, que en las ocasiones es donde han de verse los que son para poco, o los que tienen grande espíritu en su cuerpo. Y a fe que mi padre, aunque algunos deslenguados murmuran que fue hijo de moros, como los del Benedrís, no fue sino valentísimo cristiano, que mató más moros que árboles hay en las orillas estas de la Isuela y del Flumen. Y aquí, donde me ves a mí, testigo tu padre García de Aznar, a quien Dios tenga en su gloria, porque era también valiente, como ninguno, y...
 
-¿No acabarás, buen Fortuñón? -le dijo Aznar, impaciente-. Otro día oiré el fin de esa historia, que por hoy no puedo más detenerme.
 
Y echó a correr desalado.
 
-¡Siempre el mismo! -murmuró tristemente Fortuñón-. Nadie me quita de la cabeza que estos rapaces del día nos tienen envidia, por lo que hemos vivido más que ellos, y porque hemos visto y oído cosas que ellos jamás verán ni oirán de seguro. ¿Cómo han de hallarse ellos ya en cosa tan insigne como fue este cerco de Huesca o aquella batalla de Alcoraz?
 
Y poco más que el tiempo que tardó Fortuñón en pensar esto a solas, invirtió el otro almogávar en volver a su casa.
 
 
 
== Capítulo XXV ==
 
<center> '''Cómo es verdad que Dios castiga sin palo ni piedra pruébase con el ejemplo del lego Gaufrido, que lo que recibió fue una puñada '''</center>
 
 
<div align="right">
Hubo mientes como puños, <br>
hubo puños como mientes.
 
 
([[Francisco de Quevedo y Villegas|Quevedo]]) </div>
 
 
Aznar subió de un salto la angosta y revuelta escalera de la casa donde estaba aposentado, sita en la calle del Salvador, como en otro lugar queda dicho.
 
-Pedro de Fivallé -dijo al llegar a lo alto-: ya está todo compuesto. Mañana entrarán los príncipes en Huesca sin resistencia alguna, y haremos sonar tal campana, que con sólo oírla esta vez desfallezcan todos los rebeldes del mundo, cuanto más los del reino.
 
Fivallé le miró, como asombrado, sin hablar una palabra.
 
-Traed el pergamino -continuó Aznar- donde se trata del perdón de los ricoshombres rebeldes.
 
-Aquí lo tenéis: ¿mas vos sabéis leer, Aznar?
 
-No entendí en mi vida de tales brujerías; que mi padre no me crió para monje, sino para soldado, y de los almogávares, que son doblemente soldados que los otros.
 
-Pues ¿para qué queréis entonces el pergamino?
 
-Vais a oírlo. ¿Recordáis el suceso de aquel mal caballero Castellet que nos refirió el buen conde don Berenguer una noche en la montaña?
 
-Sí, recuerdo.
 
-¿Recordáis cómo dijo que aquel falsario quitó las letras que tenían unos pergaminos, y puso otras que más le convenían?
 
-Sí, recuerdo.
 
-Pues he aquí la ocasión de aprovechar el cuento. Bien decía don Berenguer, que de todo había en esto de la escritura, es decir, que unas veces servía para bien y para mal otras. Ahora le toca servir para bien, porque es fuerza que al punto quitéis lo que reza, y en su lugar pongáis lo que yo os vaya diciendo.
 
-No me atrevería a tanto -respondió Fivallé-. Pero aun cuando me atreviera, es el caso que, si leer sé muy razonablemente, de escribir no entiendo más que vos mismo.
 
-¡Diablo! -exclamó Aznar-, esta si que es gran dificultad, e inesperada.
 
Y sin saber qué partido tomar, comenzó a dar vueltas por la sala donde se hallaban, ora asomándose a las ventanas, ora quitándose de ellas, sin discurrir, al parecer, buena salida en el laberinto en que se veía metido.
 
-¡No lo harán! ¡No, no me obedecerán, si no tengo este pergamino! -gritaba de cuando en cuando.
 
Cosas de Aznar. Para aquel hombre, pensar y poner las obras en ejecución, era todo uno, según hemos visto en otros trances: audaz por la edad, por la raza, por el ejercicio, y alentado con el buen éxito de sus empresas, puesto que le habían salido bien hasta entonces las más arriesgadas; diestro, ágil, poderoso en fuerzas y armas, no había obstáculo que le estorbase el comenzar y llevar adelante su intento.
 
Mas por esta vez la dificultad que se ofrecía era realmente tan grave que, si no le hizo arrepentirse o temer, le tuvo por largo espacio confuso.
 
Si se trataba de derribar a un gigante brazo a brazo, o de asaltar la torre más levantada, y aunque fuera de lidiar solo con un ejército, Aznar no lo habría meditado tanto, sino que ciegamente se habría arrojado al obstáculo, y o lo habría vencido, o habría muerto en la demanda. Pero eran letras lo que había que hacer, letras, y el valeroso almogávar, ni de vista apenas las conocía. Hubo momento en que deseó ya que sus padres le hubieran criado para monje, y no para tan soldado como era.
 
Otras veces, abandonando el proyecto fundado en aquel pergamino, se ponía a maldecir a Fortuñón a grandes voces, afeándole su cobardía en no querer emprender nada contra los ricoshombres, sin mandato escrito del rey, y jurando que tomarla de él notable venganza, con haber sido tan amigo de su padre y todo, cuando la ocasión le viniera a cuento.
 
Yendo, y viniendo, Y revolviendo cosas en su cabeza, hasta llegó a fijarse en la idea de dejar aparte a Fortuñón, e ir por sí a buscar a los almogávares que había en Huesca, y persuadirlos de que acometiesen tamaña empresa. Pero ni él sabía dónde podría hallarlos, en ciudad que le era aún poco conocida, ni dado que los hallase, razonablemente podía confiar en que le siguieran.
 
La empresa era arriesgadísima y espantosa de imaginar: el número y fama y riqueza de los ricoshombres era para poner respeto en los más osados.
 
Y como Aznar no tenía aún la autoridad de los años, si viéndole en peligro de su persona, no habría almogávar que no le acudiese por amor, y algo de eso que hoy llamamos espíritu de cuerpo, no era posible que tal lograse, cuando apenas podía él explicar, ni comprender ellos, los móviles de tan sangriento y arriesgado propósito.
 
Y a todo esto comenzaba a anochecer, y no parecía sino que la proximidad de las tinieblas aumentase más el desasosiego del almogávar. Paseaba el aposento, miraba por las ventanas, increpaba a Fortuñón y a los padres de Jaca, maldecía a los que tan incompletas letras dieron a Fivallé, y todo en vano.
 
Por fin, entre la turba de escuderos y menestrales que cruzaba en bullicio la calle, vio moverse los hábitos de un monje.
 
-Ese monje, ese monje debe de saber escribir -exclamó-. Nada me falta.
 
Y de un salto se puso en la calle.
 
Aquello fue una dichosísima inspiración.
 
-Padre mío -le dijo sin más ni menos, y como si le hubiese conocido toda la vida-: por ventura ¿sabéis vos escribir?
 
-No habéis de llamarme padre, que no soy sino lego, hermano -respondió el monje-. Mas, ¿cómo si sé escribir? No hay en toda la comarca otro convento donde tan buenas letras se hagan como en ese glorioso Mont-Aragón, ni hay allí otra mano como la mía para toda clase de escrituras.
 
-Pues el caso es, buen lego, o buen diablo, o lo que seáis -dijo Aznar-, que yo necesito de vuestra habilidad maravillosa para que me escribáis un pergamino importante.
 
-Eso no puedo y ahora, que tengo que recoger limosna, hermano. Y hable con más reverencia, que si no soy padre de almas, todavía paso por lego de autoridad en el convento.
 
-De reverencia no se trate -replicó Aznar-, porque haré cuanto os plazca y parezca. Mas en lo de no escribir, será fuerza que amanséis el ánimo, porque lo propio que si escribís habrá para vos buenos sueldos jaqueses de Aragón, si en ello no consentís, me temo, que hayan de desaparecer por de pronto vuestras narices de una puñada, padre lego.
 
-Hablaras antes lo de los sueldos, y no hubiera en mí la dificultad más pequeña, que aunque es verdad lo del quehacer, no es tal que no dé algún espacio. Y más que, lo que tú me ofreces, limosna es, aunque para mí, que tanto las he menester como el convento. Pero en eso de la puñada habría mucho que decir; que si quieres probar estos míos luego que gane los sueldos ofrecidos, a tu costa sabrás cómo el lego Gaufrido se pinta solo para andar en carnes ajenas, ni más ni menos que para trazar letras y ringorrangos en un pergamino.
 
-Todo será como os cumpla, Gaufrido; que con que escribáis lo que dicte, me doy yo por mi parte por contento -respondió alegremente el almogávar.
 
Entraron sin más en la caza, y cerrando cuidadosamente las puertas del aposento, recogió Aznar, de manos de Fivallé, el pergamino que contenía el perdón, y lo puso en manos del buen Gaufrido, diciéndole:
 
-Quitad primero esas letras, menos lo que haya sobre el nombre, autoridad y sello del rey, que por ahí debe de andar, no sé si a los principios o a los fines.
 
-Un momento... -dijo Fivallé, que estaba presente.
 
-Y ¿para qué, Fivallé? -dijo Aznar-. Quitad eso, digo, padre lego.
 
El monje recordó que este era el de los sueldos ofrecidos, y no hizo caso del otro. Y sacando del pecho una cajita con ciertos instrumentos e ingredientes, comenzó lentamente a borrar lo escrito del pergamino.
 
Así que hubo terminado esta tarea, dijo:
 
-Dictad.
 
-Vos, Fivallé, le dictaréis todo lo que se necesite y sea de costumbre en una sentencia de muerte contra varias personas, que yo no sé tampoco de esas cosas -dijo entonces, por su parte, Aznar.
 
-Pero ¿estáis loco, amigo? ¿Qué pensáis hacer? -repuso Fivallé.
 
-Ayudadme en esto -continuó Aznar-, que para lo demás me daré yo solo trazas, y hará de modo que ambos ganemos prez en este mundo y el otro.
 
El rey de armas se encogió de hombros, y sin atreverse ya a contrarrestar la voluntad poderosa del almogávar, comenzó a dictar la sentencia, aunque no sin dudar y balbucir, y detenerse como quien obra de mala gana.
 
-Reparad que son nobles -dijo Aznar como a la mitad-. Tratadlos ahí según su condición merece.
 
Pedro de Fivallé se paró entonces, más que nunca dudoso; luego continuó dictando.
 
-¿Y los nombres? -preguntó embarazado cuando hubo llegado al punto de ponerlos.
 
-Eso me toca a mí, que bien lo sé todos -contestó Aznar-. Miguel de Azlor es uno.
 
Y el lego escribió sin decir una palabra; no así Fivallé, que sintió estremecerse todo su cuerpo.
 
-Otro, Gil de Atrosillo -continuó el almogávar.
 
Y volvió el lego a escribir y a temblar el rey de armas.
 
Aznar dictaba con la indiferencia más grande. Los pliegues que había levantado en su frente la pasada incertidumbre habían desaparecido del todo, y en su fisonomía, varonilmente hermosa, más bien se leía la satisfacción que ningún otro sentimiento.
 
Después de Gil de Atrosillo, dijo:
 
-Pedro de Yergues.
 
Y luego:
 
-García de Vidaura.
 
Pedro de Fivallé no pudo contenerse por más tiempo y exclamó:
 
-Si no miente la fama, esos son de los más esforzados y famosos ricoshombres de Aragón. ¿Pensáis de veras que se les pueda quitar la vida con esta falsa sentencia que mandáis escribir, o qué género de intriga y mojiganga es esta?
 
Aznar prosiguió sin contestarle:
 
-Férriz de Lizana.
 
-¿El héroe del Alcoraz? -Prorrumpió Fivallé-. El nombre de ese guerrero ha llegado hasta nosotros los catalanes, todo resplandeciente de gloria: allá en Barcelona os lo hemos envidiado muchas veces.
 
Aznar se sonrió siniestramente. Y sin cuidarse de las palabras del atribulado rey de armas, continuó:
 
-Roldán.
 
-¿También Roldán? -exclamó estupefacto Fivallé-. ¿También Roldán? Eso es imposible, Aznar; os estáis burlando de mí, y acaso de vos mismo si tal pensáis. Ni debe ser que se acabe en un día con la flor de Aragón, ni puede ser que se consiga eso. ¿Con qué medios contáis para acometer tal empresa? ¿Dónde están las gentes que han de seguiros? ¿Dónde las armas? ¿Dónde los capitanes?
 
Aznar le miró entonces fijamente, y con entera voz le dijo:
 
-Buen escudero, yo defiendo a mi rey, y sé cómo debo defenderle; cuidad vos de defender a vuestro conde y de lo que convenga a su servicio. Ya, acabando en un día con estos soberbios ricoshombres, hago libre a Aragón y libre al trono. Pues que el conde de Barcelona viene a ocupar este trono y a reinar en Aragón, ved vos si os conviene impedirlo. Sin estas muertes que deploráis, ni don Berenguer dejará de ser conde, ni Aragón y Cataluña se verán unidos jamás.
 
El almogávar discurría como el mejor político de su tiempo; sus palabras, rudas en la forma, estaban llenas de inteligencia, de verdad. Fivallé sintió suspensa su razón. Pero no bastaba; era preciso que se convenciese también su corazón acobardado por la magnitud de la empresa.
 
-Todo ello será cierto -respondió-. Y no parece, al oíros, sino que anduvisteis en cortes de reyes antes que en riscos y cuevas de la montaña. Pero es imposible, sin embargo, que lo ejecutemos nosotros solos.
 
-Si acaso no lo conseguimos, a bien que nosotros cumpliremos con dejar nuestras vidas en el trance.
 
-Con todo, con todo -murmuré el rey de armas, más temeroso de parecer cobarde que decidido a dejar pronto la vida.
 
-Apresurémonos, que es tarde -dijo a la sazón Gaufrido.
 
-Hermano -respondió Aznar-, ¿quién son los que van apuntados hasta ahora?
 
-Miguel de Azlor, Gil de Atrosillo, Pedro de Yergues, García de Vidaura, Férriz de Lizana, Roldán.
 
-Pedro, de Luesia -continuó Aznar.
 
-¡El arzobispo! -exclamó ya el monje, tan indiferente hasta entonces-. ¡El arzobispo! No, yo no escribo eso, no puedo, no quiero escribirlo. Págame mi trabajo, y quédate con el diablo, que no con Dios, porque esto no puede ser cosa buena.
 
-Proseguid, buen lego, escribiendo -le contestó Aznar-, que más cuenta os ha de traer que el resistiros.
 
-No, en mis días -repuso Gaufrido.
 
-¿Que no, don lego? Pues tomad eso a cuenta de lo que os espera, y ved luego si os convendrá mediros conmigo.
 
Y al decir esto, descargó Aznar una puñada en el carrillo derecho del pobre Gaufrido, con tal brío, que le derribó cuan largo era en el suelo. Alzose el lego gimiendo, y bañada en sangre la boca.
 
-¡Santo Dios; me ha dejado el muy perro sin un diente sano! Hijo de Lucifer, ¿así te atreves a poner las manos en un lego de mis campanillas? He de hacer que te desuellen vivo.
 
Tales fueron las exclamaciones de Gaufrido.
 
-Aún habrá más -dijo Aznar moviendo el puño...
 
-No, por vida de tu madre -respondió el monje, olvidando sus vengativos propósitos-. Me basta, me basta.
 
-Pues aún he de hacer que os sobre, si otra vez osáis resistir a lo que yo diga.
 
-No resistiré, pero no puedo con el dolor del carrillo; me lo has hecho cecina; si eres cristiano, deja que me repare un momento siquiera.
 
-No, no, escribid, escribid lo que ya os dije -respondió Aznar-. Tiempo habrá para todo.
 
El lego volvió a sentarse, y puso temblando: Pedro de Luesia.
 
Y en seguida Aznar dictó otros y otros, hasta quince, de los mejores ricoshombres del reino, aquellos que, como sabemos, ejercían entonces el gobierno de las cosas públicas.
 
No bien se hubo acabado la tarea, Aznar cogió el pergamino y le dijo a Fivallé:
 
-Leed esto, no sea que el don leguillo nos haya engañado. Y vos, Gaufrido, venid acá: los sueldos se os darán colmados, pero no será hasta mañana. Por esta noche habéis de quedar encerrado aquí abajo, porque no conviene que hombre que sabe lo que vos salga esta noche a la calle.
 
-¿Eso más? -exclamó el lego-. Déjame ir, que ya se me hace tarde para volver a mi convento; déjame ir, y te perdono los sueldos que me debes, con ser tanta la necesidad en que nos hallamos yo y el convento.
 
-No permita Dios, Gaufrido, que yo os quite el fruto de vuestro trabajo. Pasad acá abajo la noche, y amanecerá Dios, y medraréis, y medraremos todos.
 
Y cogiéndole de un brazo Aznar, no bien dijo esto, le arrastró a un zaquizamí muy oscuro, lleno de polvo y de muebles rotos, y cerró cuidadosamente la puerta, sin que el lego osara más oponer resistencia. Vuelto a la sala, preguntó a Pedro de Fivallé:
 
-¿Está bien puesto cuanto le hemos dictado?
 
-Bien puesto está -respondió el otro.
 
-Ea, pues, seguidme si bien os place, Fivallé: os aseguro que hemos de salir triunfantes en esta empresa.
 
-Pero, Aznar, ¿estáis loco? Mientras más pienso ello, más me confundo -respondió el rey de armas-. Paréceme -dijo- que os andáis en burlas, porque lo que es en sana razón, nadie es capaz de imaginar lo que imagináis.
 
-¿Y en esas estáis todavía? -contestó Aznar-. Vive el Cielo que no he de contar con vos para nada; quedaos, Fivallé, puesto que tanto miedo os asiste; quedaos, y servid a vuestro señor con cobardes palabras, que yo con las armas he de servir ahora al vuestro y al mío.
 
-¿Me insultáis? Por la Virgen del Mar, que he de probaros que hay valor en mí de sobra, y que si no os sigo a esa empresa es porque en ella no os asiste la menor cordura. Aquí mismo ha de ser: en este aposento.
 
Y el ultrajado rey de armas, lleno el rostro de vergüenza y de cólera los ojos, desnudó la espada.
 
Aznar le estuvo contemplando por breve rato. Dos o tres veces, así como a su pesar, llevó la mano al astil de uno de sus dardos, mas volvió a retirarla al punto.
 
-¿No os atrevéis? -dijo Fivallé, alentado con aquel silencio, y queriendo devolver al almogávar la afrenta que le había hecho.
 
-No, no me atrevo, buen Fivallé -contestó el almogávar con aparente calma.
 
Y en tanto, sus ojos saltaban dentro de sus órbitas, estremecíanse sus rodillas y sus brazos, y su voz temblaba.
 
-Nunca el almogávar había hecho tanto sobre sí mismo; nunca había reprimido de tal suerte sus sentimientos.
 
-No hablarais mal -repuso Fivallé- y os ahorraríais esto de que yo tuviera que mostraros quién soy.
 
Dijo tal con tono desdeñoso y vano, como de persona que muestra moderación en la victoria; aunque, a decir verdad, no estuviese muy descontento en su interior de hallar al almogávar tan tímido.
 
Este, al oírlo ahora, lanzó un rugido de cólera; toda su sangre se le agolpó a la cabeza.
 
-¡Oh! No puede ser... -exclamó-. Don Ramiro... Lizana..., lo perderíamos todo..., ¡paciencia!
 
Y sin decir más que estas palabras entrecortadas, se salió de la estancia corriendo, y en un vuelo se puso en la calle.
 
Allí, junto a la puerta de la casa, se encontró con Yussuf y Assaleh, que dormían a pierna suelta sobre el polvo de las no empedradas calles.
 
-Yussuf, Assaleh -dijo, acompañando con un puntapié cada una de estas exclamaciones-: seguidme.
 
-No le sigáis -gritó desde el balcón Fivallé.
 
Pero los siniestros africanos se levantaron y echaron a andar detrás del almogávar. No entendían apenas las lenguas de los cristianos, y siguieron a Aznar, porque en sus gestos y movimiento del brazo le conocieron la voluntad de que se fuesen con él, que no porque de sus palabras la hubiesen deducido. Por eso ni entendieron ni obedecieron al rey de armas. Parece que a la manera de ciertos animales domésticos, entendían sólo por la costumbre de oír sus mandatos a su amo el conde de Barcelona.
 
 
 
 
== Capítulo XXVI ==
 
<center> '''Que Aznar no dejaba de acudir a las citas de amor '''</center>
 
 
<div align="right">
Aún la medianoche <br>
no era llegada, <br>
ya subía Hernando <br>
por una escala. <br>
Y entra muy feroz <br>
por la ventana <br>
un arnés vestido <br>
y espada sacada. <br>
-Caballeros malos, <br>
¿qué hacéis aquí?
 
(Cancionero)</div>