Diferencia entre revisiones de «La campana de Huesca»

Contenido eliminado Contenido añadido
Lingrey (Discusión | contribs.)
Lingrey (Discusión | contribs.)
Línea 2068:
 
(Crónica de Corbera)
</div>
 
 
Aznar, separándose del sendero que llevaban, echó por unas hazas recién sembradas que hacia la parte de la derecha se velan, y anduvo por ellas largo trecho.
 
De cuando en cuando sonaban voces indefinibles, unas veces más lejos, otras más cerca, según soplaba el viento en el campo. Pasaron algunos momentos de incertidumbre, durante los cuales el almogávar apuró cuantos recursos podía ofrecerle su ejercitado instinto, y la sagacidad admirable de los de su laya para conocer de qué parte venían tales voces y ruidos, que anunciaban población cercana.
 
No bien lo hubo averiguado, echó a andar precipitadamente, y, al cabo de medio cuarto de hora, o poco más, llegó delante de una pequeña aldea asentada sobre una colina, a orillas de un arroyo de poco caudal, que, con el silencio de la noche, claramente se oía zumbar entre las peñas.
 
Las bocacalles estaban cerradas con toscas empalizadas y zanjas, y, detrás de tales defensas oíanse pasos como de gente que las guardase; que en los tiempos que corrían, ni el más miserable lugar estaba libre de algaradas o rebatos, dado que si no los fraguaban moros, poco lejanos todavía, siempre había ricohombre codicioso o pueblo rival que en ellos pusiese mano.
 
Aznar andaba tan calladamente, que no fue sentido de los atalayas del lugar.
 
Y notando que entrar por las calles no era posible, dio dos vueltas en derredor, a ver si parecía más hacedero asaltar alguna casa principal.
 
Eran las tapias de enormes piedras del vecino arroyo, unidas con argamasa de tierra, y de la cresta colgaban espinosas bardas. Aznar no se arredró, sin embargo.
 
Llegose a una de gran apariencia para aquel tiempo y lugar, y de las que más lejos caían de las bocacalles donde estaban los guardas, y se encaramó en las tapias sin gran dificultad, a lo que pudo observarse.
 
Al llegar a la cresta desató de su cintura la ancha piel de toro que traía por abrigo, plantola sobre las bardas, y apoyando en ellas las manos saltó al otro lado. La caída hubiera sido mortal para otro que el almogávar. Mas este se levantó sin el menor daño, y atentamente se puso a mirar por el patio, plantado de maíz y árboles frutales.
 
Al fijarlos ojos en un punto, se escapó de su pecho una exclamación de alegría: era que a la parte frontera de aquella por donde había entrado descubría una puerta lóbrega sobre todo encarecimiento, pero sin postigo ni otra cosa que la cerrase.
 
Entró entonces por ella y se halló en medio de un espacioso establo: los bueyes continuaron comiendo su paja de centeno, con su ordinaria gravedad, y saboreándola tranquilamente. El almogávar no deseó más sino que en todos los habitantes de la casa hubiera igual reposo y mansedumbre.
 
Pero, antes de mucho, los descompuestos ladridos de un perro vinieron a mostrarle que no era para cumplido su deseo. El perro se acercaba, y Aznar temía lo largo de la lucha por el ruido, y porque daría lugar a que despertase la gente de la casa.
 
Recordando entonces una treta muy usada en sus montañas contra los lobos hambrientos, salió al patio, cortó una rama de fresno, y en un instante la afiló muy bien por los extremos.
 
Apenas había acabado de hacerlo todavía, cuando el perro, que era un mastín enorme y defendido con collar y puntas de hierro, se abalanzó a él. Aznar le aguardó puesto de rodillas, cogido por la mitad el palo de fresno con la mano izquierda, y con la derecha levantada la cuchilla. Luego, al verlo ya encima, introdújole entre las quijadas el puño siniestro: quiso morderle el animal, y las dos puntas de fresno se le clavaron por arriba y por abajo a un tiempo, no dejándole más cerrar la boca.
 
Al punto que así lo tuvo sujeto, el almogávar le descargó una cuchillada en la cabeza, tan sobre seguro, que el fiel can cayó muerto a sus plantas sin exhalar un aullido.
 
No había tiempo que perder, porque de un momento a otro la gente de la casa podía despertarse.
 
Aznar no había encontrado aún lo que buscaba; pero estaba seguro de que, en casa como aquella, no podían faltar caballos de guerra, puesto que ningún rico de la época dejaba de tenerlos.
 
Salió del establo y vagó algunos momentos por grandes cuadras de ganado y habitaciones desamparadas, hasta que al fin topó con dos soberbios caballos, puestos a un pesebre muy bien abastecido, según lo que sonaba el crujir de dientes, con que se regalaban en él aquellos animales dichosos.
 
Aznar, lleno de regocijo, desató el uno; mas entonces recordó que no tenía por dónde salir con él.
 
A aquel hombre singular le bastaba saber dónde estaba su objeto: el modo de lograrlo dejábalo siempre a la fortuna y a su propio esfuerzo y destreza.
 
Otro que él no habría pensado en buscar caballo, solo y a tales horas, para don Ramiro. Pero a pensarlo, hallándose en una población tan grande y con las entradas fortalecidas, habría al fin abandonado su intento sin osar asaltar las tapias. Y si por acaso hubiese llegado a este punto, lo que es con el medio de rematar su obra no habría acertado jamás.
 
Pero los almogávares no se parecían a los demás hombres, y Aznar era el más determinado de todos.
 
Pocos momentos le bastaron para imaginar cómo había de salir de tal aprieto.
 
La cuadra se comunicaba con el interior de la casa por una gran puerta, cuyas maderas estaban harto quebrantadas del tiempo, y mal clavadas y unidas.
 
Aznar levantó con la espada uno de los tablones sin gran esfuerzo. Metió en seguida la mano por la gran abertura que quedó, y pudo así descorrer la barra de hierro que aseguraba por dentro la puerta.
 
Con esto no halló más obstáculo para entrar en el ancho zaguán de la casa. No se sentía aún allí el menor ruido: solamente los canes de la vecindad multiplicaban de una manera sus ladridos, que bien daban a entender que algo inusitado pasaba por allí junto.
 
Aznar, seguro ya del logro de su empresa, se encaminó a la puerta que daba a la calle, y la abrió de par en par: volvió a la cuadra, ensilló el caballo en un santiamén, y montándose en él de un salto, salió a escape.
 
No había perdido de vista todavía la casa cuando sintió por todos los contornos abrirse y cerrarse postigos, y preguntarse unos a otros los vecinos qué novedad era aquella, de que en tales horas corriera tan desesperadamente un caballo por el lugar.
 
Poco después oyó ya detrás de sí los gritos de «¡Alarma, al ladrón, al ladrón!», los cuales partían sin duda de la casa de donde había sacado el caballo.
 
Aznar preparó sus dardos, y apretó más los ijares al animal, que en tan corta carrera echaba blancos espumarajos por la boca.
 
De pronto, al revolver un esquinazo, hallose en cierta plazoleta que caía ya fuera del lugar: solo que estaba cerrada con empalizadas y zanjas como todas las otras salidas.
 
Tendió entonces la vista, y divisó a un hombre que allí hacía la atalaya, el cual se adelantaba hacia él como para reconocerle.
 
No había otro medio de escapar que combatir, y el almogávar no quiso dilatarlo. Luego que se halló a proporcionada distancia, disparó contra él uno de sus dardos, mas no acertó el golpe.
 
-Voto va, mal dardo -exclamó Aznar-, que es la primera vez que me falláis, y que en peor ocasión no pudisteis hacerlo.
 
Sacó el otro dardo, lo disparó, y aquella vez tuvo más fortuna: el atalaya cayó muerto a sus pies.
 
Entonces salvó zanjas y empalizadas de un salto, y, así como se contó por libre, partió a toda rienda hacia el punto donde le esperaba don Ramiro.
 
Mas tuvo que pasar por delante de algunas de las tapias del pueblo; y los vecinos ya dispuestos, y aquí y allá apostados, dispararon contra él un diluvio de flechas y piedras.
 
Aznar temió que le matasen el caballo y que fuesen perdidos sus esfuerzos; pero no podía por menos de pasar al lado de las tapias, porque al frente de ellas estaba casi tajada la colina, y más allá muy quebrado el terreno, de suerte que el salto podía estropear al bruto, que parecía generoso y fuerte.
 
Alguna vez, al oír zumbar la piedra, poderosamente disparada, de honda enemiga, miró al caballo y exhaló un grito de ira; y al sentir por junto a su cabeza los silbidos de las flechas y ballestas, agradeció más a Dios que su propia salvación la salvación de aquel bruto, que era la única esperanza del rey.
 
Mas ello fue por obra de un momento. El caballo corría desesperadamente, el jinete lo aguijaba más y más, y antes de mucho pudieron, lejos de las tapias del lugar, y fuera del alcance de los irritados burgueses, correr sin obstáculo por el llano.
 
Y ahora advertimos que, por seguir al almogávar en su audaz intento y aventura, nos hemos olvidado del rey, que, como primero en autoridad, merece, sin alguna duda, prioridad y preferencia sobre todos los personajes de esta crónica.
 
Pero aunque se tache de importuno esto de citar y citar al autor primitivo de la historia, fuerza es decir que a él, antes que a otro, corresponde la falta, puesto que así dejó colocadas las cosas en su manuscrito. Y es que al buen mozárabe, aunque leal, le divertían más el ánimo los hechos de Aznar que los hechos de don Ramiro, con ser este rey y aquel vasallo: achaque, en verdad, de algunos otros que han tenido ocasión de saber los varios y casi increíbles sucesos de esta historia.
 
 
 
 
== Capítulo XV ==
 
<center> '''De un miedo muy grande con que probó Dios a cierto caballero, y cómo este se dispuso a recobrar su honra con grandes hazañas '''</center>
 
 
 
<div align="right">
... Et Deus recessit a me <br>
et exaudire me noluit.
 
 
(Saúl)
 
 
 
Las riendas tomad, señor, <br>
con aquesta mano misma <br>
con que asides el escudo, <br>
y ferid en la morisma. <br>
El Rey, como sabe poco, <br>
luego allí les respondía: <br>
-Con esa tengo el escudo, <br>
tenellas yo no podría, <br>
ponédmelas en la boca <br>
que sin embarazo iba.
 
 
(Romance viejo) </div>
 
 
Don Ramiro quedó solo al desaparecer Aznar: solo en el ancho y silencioso campo.
 
La noche no era oscura, pero los matorrales, que vestían uno de los lados del camino, hacían que lo pareciese, dando de sí una sombra densa y fatídica.
 
Por algunos momentos se mantuvo aún don Ramiro en medio del camino. Luego se dirigió pausadamente hacia el matorral, y se sentó en lo más áspero de él, al pie de unos enebros de agrias y verdes hojas, en sitio desde donde bien podía distinguir la vuelta del almogávar.
 
Las sombras le envolvían allí de suerte que no veía nada en derredor suyo. Sólo al lejos alcanzaba su vista, allí donde el matorral no extendía ya sus apretados troncos y enmarañado ramaje, donde la luna, que andaba embozada y esquiva, y las lejanas estrellas podían derramar libremente su luz pálida.
 
Cualquier hombre tranquilo, despreocupado, se habría conmovido en aquel lugar: cualquiera habría dado entrada en su ánimo a pensamientos melancólicos. Don Ramiro no tuvo que darles entrada, porque ya los tenía dentro de sí: no hizo más que fijarse en ellos.
 
¡Oh! ¡La muerte, la muerte! Este fue el primer pensamiento que ocupó su atención. Aquel hombre no se ocupaba tanto en otra cosa ninguna. Quien quiera convencerle de algo, ha de conminarle con la muerte de no hacerlo; quien quiera mantenerle en un propósito, sólo con la idea de no morir le mantendrá; quien quiera enternecerle, háblele de la muerte; quien quiera darle contento, haga, si es posible, porque no recuerde la muerte jamás.
 
Y sin embargo, aquel hombre corría acaso a levantar la guerra y a provocar mortíferos combates. Aquel hombre había alzado el claustro de San Pedro el Viejo, donde existe, como en su propio lugar y aposento, la idea de morir, donde se desvanece, sin querer, la idea de la vida; había edificado tranquilamente su sepulcro.
 
No ha de decirse por eso que don Ramiro fuese un hombre extraordinario en el bien o en el mal, en esta o en aquella calidad de espíritu. Lejos de eso, lo que principalmente le distinguió en la vida fue su vulgaridad misma, fue el parecerse al común de los hombres.
 
Tales contradicciones y luchas viven siempre en el alma humana, refrenadas por la voluntad poderosa, o libres y sueltas a su albedrío.
 
La duda en la voluntad trae al punto la contradicción en las obras. Y que don Ramiro dudaba, ¿quién ha de ignorarlo que haya seguido los pasos de la presente historia? Quería salvar su alma y salvar a su hija: atormentábale el haber pecado tanto contra sus votos y también el no haber hecho ya penitencia; y en el punto mismo en que habría dado la vida por rescatar a su hija y vengarse de los ricoshombres, consideraba que no podía darla, por nadie ni por nada, puesto que se cifraba en vivir la salvación de su alma.
 
En este estado del espíritu, son los sentidos absolutos señores del hombre. Porque como a la voluntad le falta norte y enmudece y se para, queda a ellos abandonado el pensamiento; y según las impresiones externas que le comunican, se inclina él de acá o de allá, ora al recelo, ora a la esperanza, ya a la desesperación, ya a la alegría.
 
Así es que, al verse en aquel matorral don Ramiro, ¿quién había de señorear sus pensamientos, sino la sombra espesa que cegaba sus ojos y los vagos murmullos que quebrantaban sus oídos? ¿Quién sino las inocentes matas que, viciosas, crecieron en aquel paraje, sin sospechar que rey fugitivo, no monje en pecado, ni padre amoroso, ni esposo ausente viniera a buscar albergue debajo de ellas? ¿Quién sino la turba de reptiles desconocidos que nacen para vivir un día arrastrándose por los troncos de los árboles, o removiendo, al correr por el suelo, las hojas secas?
 
En la duda que pesaba sobre don Ramiro, tocante a sus deberes, en aquella contradicción perpetua que le hacía amar y despreciar la vida, temer y buscar la muerte, su pensamiento quedó entregado a las tinieblas y a los ruidos de la noche, a las matas y a los reptiles, los cuales dieron la victoria al horror; y, fuerza es decirlo, el buen campeón se sintió aquejado del miedo.
 
Que cuesta pena creerlo cuando todos sabemos quiénes fueron sus padres: hombres de hierro que así morían como vivían mordiendo polvo y apellidando guerra. Pero a bien que de ninguno de ellos se cuenta que llevara sobre sí la duda y el remordimiento que don Ramiro; y a bien que ninguno de ellos fue criado, como este, entre salmodias y cilicios, en un monasterio humilde de benitos. ¡Cuántos latidos le costó al corazón de don Ramiro cada mecida de las ramas que aquí y allá empujaba el viento; cada silbo, cada paso, cada voz de los insectos que bullían en la espesura!
 
Dos o tres veces se levantó para huir; pero ¿adónde iba? Tuvo que desistir de su propósito. Temió que le hubiese abandonado Aznar y que ya no volviera; temió que todo lo pasado fuese trama de los ricoshombres para traerle allí y matarle más a su placer; temió hasta que el rayo del cielo viniera a herirle entre la maleza, o que pudieran devorarle los insectos, ministros viles de la cólera de Dios.
 
Hubo vez en que sintió claramente el galopar de muchos caballos; luego los vio cruzar por el camino con sus propios ojos, y rezó y tembló, y en su ánimo experimentó ya todo el arrepentimiento de la última hora y todos los tormentos del suplicio.
 
Pero los caballos siguieron adelante, y don Ramiro volvió a quedarse a solas con su miedo.
 
Y así pasó muy cerca de una hora; hora durante la cual vio don Ramiro la imagen de la muerte debajo de todas las formas posibles, y agotó todas las oraciones y toda la contrición de su espíritu.
 
Al cabo oyó el ruido de un solo caballo que a la carrera se acercaba, y, un momento después apareció Aznar en el camino; echó pie a tierra y miró por todas partes, por ver si hallaba a don Ramiro.
 
Mas este apenas acertaba a dar crédito a sus ojos, y permanecía en el suelo tendido, debajo del tronco añejo que, mudo, había presenciado sus penas.
 
-Señor, señor -gritó Aznar.
 
Don Ramiro no contestó.
 
-Señor, señor -volvió a gritar el almogávar, un poco inquieto ya. Hubo el mismo silencio.
 
Pero el almogávar tenía vista de lince e instinto de perro sabueso, y no tardó en hallarle aun en medio de tanta oscuridad.
 
-¿Qué es eso, señor? -le dijo-. ¿Qué? ¿No queréis responder a vuestro fiel Aznar? Si he tardado algo, ved que no fue mía la culpa, sino de esos perros lugareños que tienen harto guardada su hacienda.
 
Don Ramiro rompió al fin el silencio:
 
-¿Eres tú, Aznar? -preguntó con voz tímida.
 
-El mismo soy, señor; levantaos y dejad el enojo, que en Dios y en mi ánima que no pude remediarlo.
 
Alzose penosamente el rey, y al verse junto al almogávar, se halló otro hombre; desaparecieron de repente los fantasmas que le acosaban, y se sintió fuerte, audaz.
 
-¡Ah! -dijo al ver el caballo-. ¿Cómo has podido traerlo contigo?
 
-Montad en él, señor -contestó Aznar-, y no perdamos más instantes.
 
-Vamos, Aznar, porque has de saber que he sentido pasar cerca de mí un escuadrón de jinetes, y ahora sospecho que sean de los despachados en Huesca a perseguirme.
 
-Sí eran, señor -repuso el almogávar-, que, a la verdad, hemos perdido mucho tiempo. Subid os digo, y partamos.
 
-Ayúdame, Aznar; ya sabes que no soy muy gran jinete; como que no había montado nunca en otras caballerías que las sesudas mulas del convento, cuando a estas tales desdichas y pecados me trajeron.
 
Y diciendo esto, puso las manos don Ramiro en la espalda del almogávar, y con tal apoyo y el de las crines del bruto, logró encaramarse en la silla. Pero al retirar los dedos de la espalda del almogávar hallóselos bañados en sangre.
 
-¿Qué es esto, Aznar? -prorrumpió el rey-. ¿Estás herido? No pasemos de aquí sin que yo te cure; porque has de saber que, allá en Tomeras donde yo me hallaba, aprendí un tanto el arte de curar heridos y enfermos.
 
-No pensemos en ello, señor; coged las bridas y vamos.
 
-Pero ¿no te molesta la herida?
 
-Es una flecha harto aguda que ha logrado penetrar un poco por el tejido de la malla; mas no hayáis temor, que eso así se lo curan los almogávares -y diciendo y haciendo, se arrancó de un tirón la flecha y la arrojó de sí largo trecho.
 
-Pero tienes sangre también en la cabeza y en los brazos, Aznar; no, no partiremos de aquí sin que te cure -y el buen rey fue a arrojarse del caballo.
 
-Por Dios, que no hagáis tal -exclamó el almogávar-; lo de la cabeza no pasa de una descalabradura; piedra de mal villano que, si yo no trajera tanta prisa, hubiéranmela pagado aunque, por pacto con el demonio, se escondiera en el infierno. Y esto de los brazos debe de ser de las garras de un can, que ya estará en el otro mundo, si para los canes lo hay.
 
-No digas esas cosas, Aznar -replicó el escrupuloso monje.
 
-Y vos no os detengáis, señor. Guiad acá a la izquierda, que, si nos persiguen, ya sólo por ahí podremos escaparnos.
 
Picó don Ramiro y partió el caballo a la carrera; el almogávar, liada en la mano derecha la cola del bruto, corría a la par del rey.
 
-¿Sabes -decía don Ramiro- que cada vez temo más que se me desboque también este caballo?
 
-No hayáis miedo alguno mientras vaya yo aquí asido -respondió el almogávar.
 
Y caballero y escudero corrieron de esta manera más de dos horas.
 
Poco antes de romper el día, dijo Aznar al rey:
 
-Regocijaos, señor, porque ya estamos libres de los ricoshombres.
 
-¿Qué, no temes que nos alcancen aún con caballos más ligeros que este? Mira que yo pienso que unos que pasaron por cerca de mí durante tu ausencia eran caballeros de Huesca que iban en nuestra demanda. Bien que lo recuerdo ahora. Salvome el matorral que allí había de que me viesen.
 
-¡Ojalá que ya los encontrásemos y que fuese en estos sitios! -respondió el almogávar.
 
-¿Qué dices, Aznar? ¿Por qué has de querer ya aquí que los encontremos?
 
-Porque estoy seguro de acabar con ellos. ¿Veis esas rocas y precipicios? ¿Veis aquellas cuevas que parecen de fieras? Pues no son sino moradas de vasallos vuestros, y harto más fieles que los que atrás dejáis.
 
-No es la primera vez que paso por estos sitios, Aznar. Ahora que la luz del día alguna cosa ya nos alumbra, veo claramente que aquí mismo fui testigo, tiempo ha, de un suceso que también me ha traído sus remordimientos, con no estar yo en él culpado. Y es que imagino que pude, aunque no pude, a la verdad, evitarlo. Entonces apenas conocía yo ese nombre enrevesado de almogávares que lleváis, ni sabía que fuese tanta vuestra fidelidad.
 
Aznar se inmutó por un momento y dijo con mal reprimido despecho:
 
-Yo también recuerdo un suceso, señor: un suceso de aquí mismo, y tal, que no puede haberle más doloroso en el mundo. Pero no es con lamentos como yo me acuerdo de eso: es con propósitos de venganza que, juro a Dios, he de cumplir, aunque tuviera que escalar el cielo. La ofensa pide ofensa, y sangre la sangre: así dicen los buenos en la montaña.
 
-Mira, Aznar, que Dios manda perdonar las injurias; mira que es gran pecado el ser vengativo -replicó el rey-. Si yo venzo al fin a mis enemigos, no he de vengarme de ellos, sino obligándoles a disfrutar de mi perdón según ordena la ley de Cristo. Haz tú lo mismo, Aznar; hazlo por amor de Dios y de mí.
 
-¿Qué es perdón? -repuso Aznar-. No lo tendrían ellos para vos a ser los más fuertes, como no lo tuvieron para el hijo de mi padre.
 
-¿Era hermano tuyo el de la desdicha que dices?
 
-Mi hermano era.
 
-¿Sería robusto y valeroso como tú?
 
-Era mozo, muy mozo; pero a bien que hermano mayor queda, que sabrá salir por él cuando bien sea.
 
-También era mozo, y mucho, el que hizo destrozar aquí mismo a los pies de su caballo Férriz de Lizana. ¿No te he dicho que es horrible el suceso que recuerdo en estos lugares? Dígote que, sin ser yo culpado, no pude alejar de mí el remordimiento en muchos días, y aun ahora me parece que lo siento. ¡Pobre mozo! Bien he rezado por su alma, pero todavía le debo algunas oraciones.
 
-Férriz... Férriz de Lizana... el viejo Férriz- decía entre tanto el almogávar-. No..., no hay duda, es él. Mi cólera me lo decía: le aborrezco desde que oí su nombre. ¿Qué apostamos, señor -añadió ya en voz alta-, a que nos referimos a un mismo suceso entrambos?
 
El rey estaba ya rezando un padrenuestro y le hizo seña de que no le interrumpiera. Al cabo de algunos momentos, dijo:
 
-Ten cuenta, Aznar, ten cuenta con no hablarme mientras rezo, que es pecado apartar a uno de sus devociones, y aun temo que estas de ahora no le hayan aprovechado por culpa tuya al difunto.
 
-Decía -repitió Aznar, sin hacer caso de la exhortación-, decía que quizá sea uno el mismo suceso de que hablamos ambos, y que el hombre que visteis matar quizá no fuera otro que mi propio hermano.
 
-Y es verdad -respondió el rey como quien despierta de un sueño-. Su traje era igual al tuyo, y ahora recuerdo que tenía tus mismas facciones, ásperas y tostadas del sol y tu propio atrevimiento. ¡Pobre mozo! Tu hermano sería, sin duda, y yo te ofrezco rezar ahora doble por él de lo que antes rezaba; débese creer que estará en el cielo, según fue horrible la muerte que le dieron, y más no mereciéndola, porque a Dios nada se le queda por pagar en el universo. Y siendo así, casi puedes agradecérselo a sus matadores; y harta venganza será para él, que habiendo querido hacerle daño, le hayan proporcionado la gloria eterna. Y si ellos se condenan, lo que Dios no permita... Pero Aznar, ¿qué gritas? ¿No me escuchas?
 
-Sí, sí, escucho -contestó Aznar con amarga sonrisa. Y en tanto decía como para sí: -¿Conque erais vos, don Lizana, el hombre que yo buscaba con tanto anhelo por todas partes? ¡Ah, mal caballero! Habéismela de pagar aunque os escondáis en lo más hondo de la tierra, como las raíces de los robles viejos. Si yo, como vos, calzara espuela de oro, bien os mostrara en campo vuestra vileza; mas puesto que nos tomáis por alimañas del monte, eso seré yo para vos, y serán estos dardos mis uñas, que más os valiera haber topado con las de un oso hambriento de los de esta sierra, o las de un rabioso lobo de los que la hambre misma suele traer a aullar de noche a las huertas de Huesca.
 
Don Ramiro, juzgando que Aznar le oía atentamente, iba a la par diciendo:
 
-Recuerdo una por una todas las circunstancias. Ya iba para diez horas que corríamos estos montes sin hallar una mala cabra montés. Lizana y los caballeros que habían querido celebrar mi llegada a Huesca con una nunca vista partida, se mostraban afrentados y desesperados. Los perros ladraban alrededor de sus amos, no hallando huella de gamo o cabra que seguir por los riscos; los caracoles de caza sonaban en vano, y los ojeadores, desmayados, daban por frustradas sus más diestras estratagemas. Y sólo yo me regocijaba, porque ni la sangre de las fieras quería que se derramase por mi causa. Férriz de Lizana... Pero no te aires contra él, Aznar; a saber que era tu hermano, quizá no hubiera osado ofenderle. Ya siento haber pronunciado su nombre. Júrame «que no tomarás de él venganza alguna.
 
-Imposible, imposible -respondió Aznar con tal voz que hacia buena aquella comparación de sí con un lobo rabioso, que él mismo había hecho antes-. Imposible, señor; y por Dios os pido que sigáis el relato, que harto me importa ya el oírlo entero.
 
-Aznar, creí que eras temeroso de Dios y bueno, y que por eso consagrabas tu brazo a mí y a mi hija. Creí que preferías el servicio de Dios y del rey a los impulsos de tu cólera.
 
-Esa idea no os aflija, señor, que yo sé que con emplear mis armas en Lizana hoy o mañana, he de prestar muy gran servicio a Dios, y a vos y a vuestra hija.
 
-No, no; júrame que sólo alzarás contra él tus armas por fuerza y por servir a Dios y a tus reyes, y no por ira o venganza. Júralo, hijo mío, que ya te tengo amor y me interesa sobre manera la salvación de tu alma, la cual, si tal no hicieses, no conseguirías de modo alguno; pues Dios dijo que perdonásemos a nuestros enemigos, como Él perdonó a los suyos en este mundo. Bien sé todo este proceso y doctrina, porque aunque ahora voy en traza de guerrero, he sido, y aun soy, antiguo sacerdote y padre de almas.
 
-¡Que me place! -respondió el almogávar con siniestra sonrisa-. Yo sé que cumpliré con mi deber siempre que mate a Lizana, y sé que habrán de ganar con ello Dios y el rey. Dad por jurado cuanto queráis.
 
-No lo daré yo por tal sin que te vea hacer la señal de la cruz y jurarlo de veras.
 
-Pues júrolo por todas estas cruces -dijo Aznar cruzando las manos-. Mas ya que en esto os le complacido, ¿me negaréis, señor, el fin del relato? Era mi hermano, mi hermano: ya veis si me interesarán los pormenores de su muerte.
 
-Dígote -continuó entonces el rey-, que iban todos desesperados de no encontrar caza, cuando tropezamos con un mozo, cual ya te he dicho, de tu mismo traje y estatura, bien que de edad algo menor que la tuya.
 
-Sí, era dos años más mozo. Proseguid, proseguid, por vida vuestra.
 
El almogávar, con su natural franqueza y el interés que la conversación le inspiraba, se había olvidado de todo punto de que hablaba con el rey. Este, sin reparar en ello, continuó:
 
-Pues así como vio a tu hermano el de Lizana, exclamó irritado: «Estos perros son los que matan todas las reses del monte para regalar con ellas sus viles cuerpos, de modo que cuando el poderoso rey de Aragón viene a cazar con sus ricoshombres y caballeros, no halla una miserable cabra silvestre. ¡Estamos en terreno acotado! ¿Qué haces tú ahora, villano infiel, qué haces aquí con esas armas?». Decir esto y dirigirse a él con la espada desenvainada, fue todo uno; pero el mozo no se arredró, y echó mano a sus dardos. Entonces, Lizana, como si tuviera que habérselas con un jabalí, le azuzó los perros, que en un momento le destrozaron, a pesar de mis clamores; y pasó luego por encima de él con su caballo, de suerte que debió de quedar de todo punto desconocido.
 
-Así fue como le encontré al día siguiente de vuelta de una algarada; y antes de darle sepultura, propuse en mi ánimo tomar venganza. ¡Oh, don Lizana, don Lizana, trataremos vos y yo largamente de ese fuero que os atribuís los señores, de bien o mal tratar a los vasallos o villanos! Lo cual no se me ha logrado hasta aquí; pero se me logrará, Dios mediante, sin faltar al juramento que he prestado.
 
Pronunció estas palabras Aznar con más lastimoso acento que hubiera empleado hasta entonces, y hubo entre los dos silencio por algún tiempo. Rompiolo el rey al cabo, diciendo:
 
-¿Sabes, Aznar, que es hora de atender a nosotros mismos? En gran peligro estamos, si no mienten las señas.
 
-Ojalá que en mayor no se hubiese visto mi hermano, señor. Aquel día no quedaban almogávares en la montaña; pero hoy, si yo diera un silbido, vierais acudir aquí gente capaz de dar cuenta en un abrir y cerrar los ojos de todos los infanzones de Huesca.
 
-Dalo, Aznar, que quiero yo conocer a esa gente; habíanmelos pintado como feroces y bárbaros; pero ya sabes que, desde que te conozco a ti, me siento inclinado a estimarlos.
 
-No ha de llamárselos sino en la ocasión; mas hacéis bien en quererlos, que ellos son la flor de vuestros vasallos. Ellos son los que os darán la victoria cuantas veces se la pidáis, y extenderán el nombre de vuestra raza por todo el mundo. Diera un ojo de la cara porque los vierais pelear.
 
-Pues mira, Aznar -dijo el rey-, pienso que sin tanto han de cumplirse tus deseos. Tú no puedes distinguirlos desde ahí abajo, pero yo desde aquí veo muy bien un escuadrón de caballeros que sube hacia este alto por donde nosotros vamos.
 
-¿Eso hay? -respondió el almogávar-. Pues dejad que yo iré a reconocerlos y veré si son, con efecto, los que pensamos. Mas ¡voto va!, que he perdido mis dardos; erré el uno y dejé el otro en el cuerpo de un mezquino burgués que maté allá abajo, y ahora voy a despreciar la ocasión de derribar de sus caballos a dos gentiles jinetes.
 
-¿Otro mataste allá? Eres sanguinario, Aznar.
 
-Así me criaron en la montaña, señor, y así he de ser toda mi vida. Los almogávares somos ovejas con nuestros amigos y lobos con nuestros contrarios, quienquiera que sean.
 
-Malhadado oficio el de las armas, Aznar. Pero ¿querrás creer que ahora que te veo a ti animoso y que me acuerdo de las afrentas que esos ricoshombres me han hecho pasar, y de la cautividad de mi hija, siento así como deseos de reñir, aunque tenga que derramar mucha sangre también? Dios me perdone, Aznar; que es la primera vez que esto me ocurre en la vida.
 
-Eso es que recordáis de quién venís, señor. He oído contar muchas veces a la lumbre cómo vuestro abuelo murió en la jornada de Graus, y vuestro padre delante de Huesca, y vuestro hermano don Alonso en Fraga. Por eso los almogávares amamos tanto a los de vuestra casa, porque todos saben pelear como osos bravos y morir como santos. Y para mí tengo, señor, que no habéis de ser el menor de ellos, si bien nunca os ejercitasteis en armas como los otros.
 
En esto, distinguíase ya a la escasa claridad de la aurora el escuadrón de caballeros que venía marchando hacia ellos; veíanse flotar al viento las banderolas de las lanzas, y casi podían leerse los motes de los escudos. Aznar se adelantó algunos pasos a reconocerlos, y notó que de los primeros, y como gobernando el escuadrón, venía el esforzado Roldán. Entonces, viendo que no había duda de que fuesen adversarios, dio un silbido prolongado, y que resonó por todos aquellos contornos, y luego otro y otro hasta tres veces, y vuelto al lado de don Ramiro, le dijo:
 
-¡Oh, si viniera ese viejo desleal de Lizana! Vierais cómo con su sangre pagaba ahora mismo la mala muerte que ordenó dar a mi hermano. Mas ya que eso no sea, no faltará, a Dios gracias, con quien combatir. Tomad, señor, el escudo y las riendas con aquella mano, y con esta otra desnudad la espada.
 
-No ha de ser así -dijo el rey-, que no sé yo cómo he de poder tener las riendas con la mano izquierda y valerme de ella al propio tiempo para manejar el escudo. Tomaré las riendas con la boca, y así iré bien desembarazado.
 
-Señor, seguid mi consejo; tomad las riendas y el escudo con una propia mano.
 
-Ahora te digo yo, Aznar, que no hay que hablar más en ello, porque la ocasión es de pelear como buenos, y no de aprender galanas posturas. Júrote que me siento otro; no sé qué ardor singular siento por mis venas; paréceme que bastaría yo sólo para todos esos.
 
Y con efecto, sus ojos lanzaban rayos de fuego; su rostro estaba encendido; su corazón firme; no parecía el mismo hombre que horas antes había tenido miedo, y que tanto había pensado en la muerte. El almogávar había logrado imprimir en aquel espíritu incierto y vacilante su valor mismo. Aquella impresión externa imperaba tanto en don Ramiro como antes habían influido en él las sombras espesas y los desconocidos murmullos del matorral donde por largo rato estuvo a solas.
 
 
 
 
== Capítulo XVI ==
 
<center> '''En el cual se narra una grande y descomunal batalla que no fuera para creída si por tan seguro conducto no nos viniera '''</center>
 
 
<div align="right">
¿E quina gent es aquesta qui van nuus, é despullets, qui no vesten mas sol un casot é no porten darga, ne escut?... E los Almugavers que oyren aço entrebunir dixeren: vuy sera queus mostrarem qui som.
 
(Muntaner: Chrónica. Es llibre molt antich) </div>
 
 
El cronista de esta verídica historia debía de ser grande enemigo de los almogávares, porque al comenzar el presente capítulo desata contra ellos su mala lengua y los maldice sin caridad ni medida.
 
-¡Oh gente cruel -exclama-, que no perdonasteis nunca al de espuela de oro ni al de humilde cayado, que así herís en las carnes ternísimas del infante como en el acerado peto del soldado, y lo propio os cebáis que en sangre de hombres en sangre de hermosas mujeres! Todavía recuerda Huesca con espanto el día en que traspasasteis sus puertas, porque todo lo disteis al saco y violencia. Ni sirvió a mis hermanos mozárabes su fidelidad a la santa fe de nuestro Dios, ni les aprovechó el recibiros como libertadores. Vosotros nos motejasteis de cobardes, porque permanecimos en la ciudad, en lugar de escapar a los montes altos y vivir en vuestra mala compañía, dentro de cavernas y peñascales; y a la par nos tratasteis que a los mismos moros. Y aun osabais decir, al ultrajarnos, que menos criminales eran ellos en defender su ley con las almas que no nosotros en practicarla entre fieles, fiando a la oración y no a las manos la redención de nuestra esclavitud.
 
Mas ¿qué mucho que así obréis, almogávares, si sola en la persona horribles, en el vestir fieras, en el nacer de raza varia y diversa prosapia, de suerte que apenas hay en vosotros quien sepa de su ascendencia o pueda decir algo de sus hijos? ¿No se alistan todo género de malhechores en vuestras bandas? ¿No vivís perpetuamente en la montaña sin bajar nunca al llano, sino para traer el robo y la matanza? ¿No habláis todos en ciertos géneros de algarabías o jergas, una de las cuales llaman algunos romance; y es gran pena por cierto, el que por vuestra culpa, y la de los villanos de la villa, vaya extendiéndose en el reino, y comunicándose a los de mejor y más vieja alcurnia?
 
¡Oh! ¡Bien fuera que nadie entendiese vuestros gritos y voces salvajes! ¡Bien es que os alimentéis con carne de fieras y hierbas del campo, y que más moréis en soledades y desiertos que en los pueblos! ¡Bien es que durmáis en el suelo y padezcáis tan grandes miserias, puesto que sois tan semejantes a los salvajes brutos en crueldad, y en dureza a los osos, o más bien quizá a las rocas de la montaña! ¡Ay, mal haya de vosotros, almogávares, mal haya de vosotros, y así os depare el Cielo, como tenéis negros y espantosos los rostros, espantoso y negro castigo en la otra vida!
 
Y por este estilo prosigue el bueno del cronista en sus imprecaciones.
 
Mas si, prescindiendo de estas sentencias dictadas por boca enemiga, llegamos a examinar los hechos de aquella gente, parece que no faltaban en ella buenas partes que oscurecían las malas, con serlo tanto y ser tantas como asegura el cronista.
 
Sin ir más lejos, este Aznar Garcés, a quien de escudero hemos traído en pos del rey don Ramiro hasta las sierras que corren entre Aragón y Cataluña, si era hombre cruel, no parecía horrible por su persona, a no mentir la honrada Castana. Y mostrábase, a la par que valiente y astuto y gallardo, fidelísimo, que es prenda, no de malvados, sino de las más escasas entre los honrados hombres.
 
Buena prueba de ello fue el encuentro con el escuadrón de Roldán que comenzamos a relatar en el capítulo antecedente.
 
Aparte ociosas palabras, sin otra voz que el grito de «¡San Jorge y a ellos!», Aznar desnudó la espada corta que llevaba al cinto, y se adelantó hacia el escuadrón de los caballos.
 
-Para, para, hijo mío -le gritó el rey-. Pídele antes a Dios mentalmente que te perdone la sangre tuya y ajena que vas a derramar en defensa de tu rey. No he de consentir sin eso que peleemos.
 
-Que me place -dijo el almogávar.
 
Y la oración no sabemos si la hizo; pero claramente se vio que no apartaba ojo de los contrarios, como si observase sus movimientos y estudiase el modo de contrarrestarlos.
 
El camino iba cortando por allí la falda de una montaña frontera de otra no menos alta que ella, y si de una parte apenas los ojos acertaban a descubrir las contrapuestas cimas, de otra podía causar vahídos de cabeza lo profundo del abismo que se abría entre ellas. Todo lo ancho del camino no parecía de tres varas, formando vueltas y revueltas en esa figura que ahora llamamos de zigzag, y como ya, por entonces faltaban buenos caminos y ni siquiera había escuelas especiales que enseñaran a construirlos, notábase en este la singular circunstancia de que, en los puntos donde revolvía, se estrechase más y más, de manera que apenas podían pasar dos caballos de frente.
 
En una de estas revueltas, se apostó Aznar con la espada desnuda, y el rey a caballo, y desnuda también la suya, cogidas las riendas con la boca y cubierto con el escudo, se colocó detrás, haciendo como una segunda línea de combate.
 
Roldán, no bien que los vio, puesto que dudase que dos hombres solos osaran contraponerse a su escuadrón, donde bien se contarían cincuenta jinetes, envió a dos caballeros que los reconociesen y alejasen del puesto. Pero lejos de ceder don Ramiro y su escudero, lanzaron a la par, el grito de «¡Mueran los traidores!», y con denuestos e injurias provocaron al combate a los caballeros que venían de descubierta. Maravilloles a estos la determinación, y más viendo la apostura burlesca del jinete, y las pocas armas y defensas que el peón traía consigo, y creyendo fácil castigar aquello que imaginaban locura, pasaron adelante a la carrera ambos, al decir del romance:
 
 
::La lanza como una entena,
::el fuerte escudo embrazado.
 
Pero Aznar no pareció intimidarse por eso; antes aguardó inmóvil, y al verlos a diez pasos, calculó el espacio que entre sí dejarían los dos caballos, y se plantó en él antes que los caballeros, apercibiéndose, pudiesen variar la dirección de sus lanzas, que ya habían puesto, para herirle, en ristre. Luego, al emparejar los caballeros con él, hundió la espada en el pecho del caballo que venía de la parte del abismo; vaciló este por un instante y cayó rodando de peña en peña con su jinete desventurado. El otro caballero erró el golpe de lanza a la carrera, porque como el camino se ensanchaba de la parte en que se hallaba el rey, no pudo venir contra él rectamente, y pasó sin herirle por su lado. Entonces don Ramiro se lanzó a él, espada en mano, como quien en sí propio ignora el efecto de las armas, y ha llegado a perderles por acaso el miedo, que es decir con furia ciega.
 
Recibiole también su contrario con la espada, y en un momento se cubrieron de sendos golpes, abollándose bien las cotas de malla, sin que a don Ramiro le empeciera el tener asidas las riendas con la boca, ni al otro le contuviese un punto el pelear con su rey, dado que ni aun podía conocerle en tal traza. Mas pronto puso Aznar término a la contienda, derribando malherido al caballo de una tremenda estocada en el vientre, y rematando al caballero de una cuchillada terrible, con que le partió en dos trozos el bacinete o casco y la cabeza.
 
Y en esto acudió a rienda suelta al lugar del combate el buen caballero Roldán, seguido ya de todo su valeroso escuadrón.
 
Aznar cogió de las bridas al caballo muerto y en un santiamén lo arrastró hasta el sitio en que el camino se angostaba. Allí lo acabó de un solo golpe en la cabeza, y colocándolo delante, para que sirviese su cuerpo de muro, aguardó vecino del rey a los contrarios.
 
Caballero y escudero no se dirigieron hasta allí en el combate sino una sola vez la palabra.
 
-Bravamente peleáis, señor -dijo Aznar.
 
-Tú sí, que no hay oso o lobo de estos montes que te iguale -respondiole el rey, maravillado de la serenidad con que tales hazañas ejecutaba.
 
Al llegar luego los primeros caballos del escuadrón al lugar en que la batalla se hacía, retrocedieron espantados: veían allí patas arriba el cuerpo de su compañero, y por más que aguijoneaban los jinetes, no era posible hacerlos pasar adelante. Roldán fue el único que de un salto logró ponerse al punto de la otra parte, y con tamaña rapidez, que no pudo el almogávar estorbárselo. Acometiole entonces don Ramiro. Roldán, que vio sin lanza a su contrario, tiró al precipicio la suya, y desnudando la espada, le recibió con el mayor esfuerzo.
 
Largo rato estuvieron acuchillándose sin consecuencia. Roldán era mucho más diestro, don Ramiro tenía más coraje, más resolución entonces de morir o vencer.
 
Aznar, en tanto, ardía en deseos de socorrer a su señor, pero no se atrevía a desamparar el puesto, por temor de que los del escuadrón quitasen de en medio el cuerpo del caballo, que era el único estorbo que los detenía, y pasando adelante, hiciesen imposible la resistencia.
 
Sonaban redoblados los golpes entre Roldán y don Ramiro; impacientábanse los caballeros de su escuadrón, viendo que pasar adonde él estaba no les era posible, y pensaban en poner pie a tierra para lograrlo; rugía de cólera el almogávar y miraba a la cima del monte como si algo esperase que no venía.
 
-¿Quién eres -le dijo Roldán a don Ramiro-, que de tan extraño modo coges la rienda y tan rabiosamente peleas?
 
-Soy uno a quien debes largos agravios y que hoy piensa vengarlos por sí mismo, ya que pudiendo vengarlos por otros medios ha dejado escapar las ocasiones.
 
-Pues esfuérzate -replicó Roldán-, porque no te las has con hombre que deja hacer en sí venganzas.
 
Las últimas palabras de Roldán apenas ya pudo oírlas el rey, porque en aquel momento se oyó un son espantable en lo alto de la montaña: eran alaridos salvajes, choque rudo del hierro contra las peñas, y confusamente entre el gran ruido, se escuchaban estas voces muchas veces repetidas:
 
-¡Desperta, ferres! ¡Desperta, ferres!
 
Aznar lanzó un grito de júbilo, y cogiendo la espada con entrambas manos, comenzó a golpear con toda su fuerza en las peñas del suelo, gritando también al propio tiempo:
 
-¡Desperta ferres! ¡Desperta ferres!
 
Don Ramiro y Roldán hicieron retroceder a sus caballos, cada uno por su lado, y suspendieron a un tiempo el combate, y alzando la vista hacia la cima donde se oían aquellas voces, la vieron coronada por hasta dos docenas de hombres, cuya feroz apostura podía poner espanto en el más fuerte ánimo.
 
A don Ramiro le pareció que, comparado con aquella gente, podía pasar Aznar por culto y gentil caballero; así venían de rotos y mal vestidos, negra la tez, sangrientos los ojos; si unos con capellinas de malla, otros sin ellas; si este con pieles de lobo o de toro, aquel con pieles de oso o gato montés, atadas a la cintura, todos ellos con calzas y antiparas de cuero viejo y rudas abarcas de monte.
 
Traían chuzos en las manos, espada corta como la de Aznar, y los propios dardos de afiladísimas puntas cuadrangulares que solía traer este consigo, sin más diferencia sino que las de algunos de ellos, por falta de hierros, sin duda, parecían de agudos pedernales.
 
-Son los almogávares, señor -gritó Aznar-; ahora verán estos soberbios y traidores de ricoshombres con quién se las han.
 
Y a toda prisa bajaban, en el ínterin, los recién venidos por la pendiente escarpadísima de la montaña, tan fácilmente cual pudieran por el llano.
 
Tres o cuatro de ellos se plantaron de un salto al lado de Aznar, y repartidos los otros por diversas partes de la pendiente, comenzaron a arrojar dardos y piedras contra los caballeros.
 
Apenas hubo lugar a la defensa. Ni uno sólo de estos dardos de los almogávares se perdió en hombre o caballo, y los peñascos enormes que, cuando no tiraban con hondas, echaban a rodar de lo alto, pronto pusieron maltrechos a los que en la primera acometida quedaron sanos.
 
Aznar, viendo en tanta rota el escuadrón, partió como un rayo a ayudar a su señor contra Roldán, el cual, a decir verdad, le traía apurado en demasía.
 
-¡Detente! -exclamó don Ramiro-, que este hombre ha de ser mi prisionero: date, date, Roldán, y te otorgaré la vida.
 
-¿Dónde oísteis -preguntó Roldán- que así se diesen los que llevan mi nombre y son de mi casa y solar? Aun he de mostraros quién soy.
 
-Permitid, señor, que le baje esa altivez, y ponga en lo que razón es la reputación de su casa y nombre -dijo Aznar.
 
-Roldán -repuso el rey-. Yo te mando que te des, que es hora ya de que te rindas por las armas al que escarneciste sin ellas. ¿Te acuerdas de aquel juramento desacostumbrado e injurioso que me tomaste en Huesca? ¿Te acuerdas de la vanagloria que mostrabas el día en que prendiste a tu rey, acompañado de muchos otros traidores vasallos? Venías sin duda ahora a prenderme de nuevo o quitarme la vida; vas he aquí que te hago yo cautivo cuando lo pensabas menos.
 
Y diciendo esto se arrancó el tosco bacinete de hierro que llevaba, no pudiendo sin eso quitarse la visera que a la sazón se usaba.
 
-¡El rey en armas! -exclamó todo asombrado Roldán-. ¿Qué diablo anda aquí? Cosa es ella que veo y no creo: paréceme obra de encantamiento.
 
Miró al par en derredor y ya halló tomados por almogávares el frente y las espaldas; tendió la vista hacia donde había dejado a sus compañeros, y se encontró con poquísimos de ellos.
 
-¡Aragón, Aragón! ¡San Jorge, San Jorge! -gritaban al herir los raros caballeros que se mantenían firmes.
 
-¡Vía sus, vía sus! ¡Despierta hierro! -respondían por su parte los almogávares.
 
Todavía, a la verdad, estábanse defendiendo muy bien, aunque desmontados, de parte de los caballeros, tal cual veterano de los más diestros y esforzados, y este o el otro joven, que, habiendo entonces salido a su primera campaña, querían sacar a todo trance airosas las divisas y empresas de sus damas.
 
Tremendos, sin duda, eran los botes de lanza o los mandobles que a sus casi desnudos contrarios enderezaban, y grande la defensa que les prestaban a ellos los bruñidos anillos de hierro de sus cotas, y sus anchos escudos triangulares, todo lo cual habrá ocasión de describir más despacio.
 
Pero poco les aprovecharon tales ventajas.
 
Los almogávares alcanzaban con el combate el poderoso empuje del toro, la ligereza y cautela del tigre, la bravura del león y el rencor de la hiena.
 
Tan pronto avanzando cuando cejando, esquivando el golpe ajeno, y no dando sino sobre seguro el propio, rendían primero a los adalides adversos y luego sin piedad los mataban.
 
Así fueron cayendo uno tras otro aquellos valientes, los unos gloria ya, grande esperanza los otros del reino de Aragón.
 
Y a tiempo fijó Roldán en ellos sus ojos, que vio caer a su ayo Per Villanova, anciano orgulloso y valiente, a quien debía mucha parte de sus altos intentos y condición dura, y morir luego a su propio deudo Galcerán de Foch, joven que hacía sus primeras armas y en quien tenía él muy gran cariño puesto.
 
,Conmovido apartó la vista de allí, mas no halló donde fiar esperanza alguna, porque hacia todos lados se miraba igual espectáculo.
 
La pendiente que desde el camino o más bien trocha bajaba al abismo abierto entre las dos montañas fronteras, mirábase salpicada, de hombres y caballos muertos o moribundos ya aquí, ya allá tendidos en las matas, o recogidos por las salientes peñas.
 
En un momento había acontecido todo aquel estrago, y la confusión y desbarate de los caballeros, al sentir el inesperado ataque de los almogávares y sus piedras y dardos, debió de ser grande, porque no había dos cadáveres juntos y muy pocos hierros de lanza aparecían ensangrentados.
 
Aumentaba el espanto del suceso el ver rodar de cuando en cuando los cadáveres, por algún instante detenidos en la mitad de la pendiente, hasta lo profundo del abismo.
 
Roldán no se acobardó; antes bramaba de rabia como una fiera acorralada en el ojeo, que ve llegar ya los perros de la traílla y siente el trote de los caballos de los cazadores.
 
Veíase sin medios de escapar por uno y por lado del camino, y ni esperaba que el rey le perdonase la vida, ni quería debérsela tampoco, según era de soberbia su condición.
 
«Muramos, Roldán -dijo para sí-; muramos con la honra ilesa y sin caer en manos de estos perros».
 
Y luego, dirigiéndose al rey con arrogante voz le habló de esta manera:
 
-Rey don Ramiro; no creas que has de vengarte en mi persona de la enemiga que me tienes, ni pienses que he de pedirte perdón de mis hechos porque te vea poderoso y yo me sienta flaco y solo entre tu gente. Valor hay en mí para morir cien veces antes que soportar afrenta alguna que empañe la gloria de mi casa. El último soy de los Roldanes, y si ahora mismo aquí sucumbo, quiero hacer de suerte que no parezca menor en las historias el último que el primero.
 
-Prendedle -gritó Aznar a los almogávares que estaban puestos a espaldas del caballero, y al propio tiempo dio él algunos pasos adelante.
 
-No le hagáis daño -dijo el rey, notando que algunos de los almogávares le apuntaban sus dardos.
 
Pero Roldán cortó la disputa como nadie imaginara, que fue apretando los ijares de su caballo, y dirigiéndose de tal suerte que lo obligó a saltar al abismo.
 
Todos los presentes creyeron por un momento que se había despeñado; pero al cabo le vieron con su generoso trotón trepar por los fronteros riscos, aunque dificultosamente, y luego correr a toda brida por la cima de la opuesta montaña, y transponer al fin en breve por entre los matorrales que la vestían.
 
El rey, Aznar y los almogávares lanzaron todos a un tiempo una exclamación de asombro.
 
De la cima de una montaña a la cima de la otra había muy buen espacio, y por en medio corría un arroyo profundo y copioso, de trecho en trecho interrumpido por estrepitosas caídas de agua; que tal era el abismo dónde habían ido a parar los hombres de armas de Roldán. De suerte que nunca jinete del mundo dio tan arriesgado salto, ni antes ni después, como este.
 
Por eso, desde entonces es conocido aquel sitio con el nombre de Salto de Roldán; y, al través de tantos siglos se ha perpetuado así hasta nosotros el hecho memorable.
 
Hoy, que el tiempo ha carcomido sin saberse cómo la una y la otra montaña, hasta poner entre ellas más de doscientos pasos de distancia haciendo también desaparecer la antigua senda que fue teatro del combate, el suceso puede bien darse por increíble.
 
Vuelto de aquel primer asombro del rey, dijo a su escudero:
 
-¿Cómo podré yo pagar, mi buen Aznar, los favores que debo a esos tus compañeros?
 
-Pagadlos con saber y reconocer que son leales. Y ahora encaminémonos a donde bien os plazca.
 
-A las tierras de Poniente o de Levante, donde halle en propios o extraños soldados que me ayuden a rescatar mi trono.
 
-Bastáraos con los propios, si bien quisiereis -repuso Aznar.
 
Y cogiendo de las riendas el caballo de don Ramiro, porque no tropezase más en aquel riscoso camino, echó a andar hacia adelante, seguido de los otros almogávares.
 
 
 
== Capítulo XVII ==
 
<center> '''Prosiguen las pláticas y aventuras '''</center>
 
 
<div align="right">
Oigo el son bronco de tus cien campanas.
 
(J. de Iza)
 
 
 
... De esta suerte
yo tengo de acompañarte, <br>
y si te has de condenar <br>
contigo me has de llevar, <br>
que nunca pienso dejarte.
 
([[El condenado por desconfiado]])
</div>
 
 
El día era de los últimos de primavera. El combate fue tan breve, que con haber comenzado a la luz clara del alba, cuando acabó no había bajado el sol todavía de los picachos de la sierra. Saltaba de los valles un viento húmedo y blando que recogía con ansia el pecho; levantábanse de cuando en cuando algunas liebres tendidas en el césped de los barrancos, y corrían a ocultarse por estrechos agujeros, debajo de las grandes peñas; y al sentar el pie los caminantes, doblábase para siempre la hierba cargada de rocío. Y todavía las tórtolas no habían vuelto a sus nidos, y sus huevos abandonados blanqueaban en los verdes chaparrales; todavía las palomas torcaces no habían apagado la sed de la noche en los arroyos, y a bandadas volaban hacia ellos.
 
Al amor de los arroyos solían hallarse alegres, aunque pobres lugarcillos: todos con su iglesia a medio hacer y sus torres de piedra: los unos, desparramados por las agrias cuestas, y los otros asentados en los valles, con sus rústicas puertas de madera de encina, sus tapias y casillas de barro y piedra, y sus huertas cargadas de árboles frutales donde silbaba lúgubre la oropéndola.
 
Pasados estos lugares y alguno que otro chaparral, la sierra no ofrecía más que montes despojados por el hacha de los conquistadores; cuevas profundas, asilo ordinario de los vencidos, majestuosos precipicios por donde se despeñaban algunos de los arroyos formando sonoras cascadas. Y por en medio de los precipicios y los montes se abría perezosamente la senda que cruzaban el buen caballero don Ramiro y sus valerosos almogávares, poco atentos, por cierto, a los espectáculos bellos o sublimes que la Naturaleza ofrecía.
 
Aznar, que iba de guía, desde el sitio del combate torció a la derecha, encaminándose por las montañas que rodean, de la parte de Oriente, la hoya de Huesca. Caminaban de prisa y con recelo aún; porque no era difícil que los alcanzasen todavía con mayores fuerzas, dado que ellos tenían que recorrer una circunferencia muy ancha, a la cual se podía tocar desde Huesca, por cualquier punto, con un corto radio.
 
Durante muchas horas alcanzaron a ver a lo lejos los muros y blancas casas de la ciudad, y los alminares morunos heridos del sol espléndido de la primavera. Por más tiempo todavía tuvieron delante de los ojos las oscuras y altísimas torres de Mont-Aragón, y los corpulentos álamos que señalaban la confluencia del Flumen y de la Isuela; no lejos del lugar adonde la Virgen de la Huerta, morena y de cabos negros, se vino luego a hacer compañía a la Virgen de Salas, que es blanca y rubia, con el milagroso fin, sin duda, de que se honrase en un mismo santuario, bajo los dos tipos principales de la humana belleza, a la madre de Dios. Muchas veces el viento trajo a los oídos de los caminantes revuelto son de campanas, que tocaban al parecer a rebato, porque el viento soplaba de la parte de la ciudad. Una oyeron claramente el tañido de la campana principal de Mont-Aragón; pero no era sino que llamaba a los fieles a la oración de mediodía.
 
Y era mediodía en verdad.
 
Y el sol hería ya los rostros, haciendo brotar copioso sudor en ellos; y habría sido penoso el caminar a tales horas para otros que los almogávares. Pero estos, sueltos y ágiles, echaban siempre por lo más áspero a modo de cabras monteses; disparaban sus dardos a los árboles que crecían en lo hondo de los precipicios, sin más objeto que bajar a recogerlos, con manifiesto peligro; cruzaban cien veces que no una, el camino, ora llevados de la curiosidad, ora de la sola impaciencia del ánimo. No era don Ramiro tan ágil y robusto, y, con ir a caballo y todo, hubiera dado alguna muestra de cansancio a no ser por la exaltación en que el peligro y la ira habían puesto su pacífica naturaleza.
 
Las lejanas vistas de Huesca y de su alcázar moruno, las más vecinas torres de Mont-Aragón, el sonido de las campanas de la ciudad y del monasterio mantenían viva su exaltación agolpando a su frente las ideas y los sentimientos antiguos, al propio tiempo que los nuevos. Parecíanle ya sueños el combate, la victoria, la fuga misma, el andar por donde andaba y con quien andaba, todo lo que era realidad, en fin, y tomaba acaso por realidad los sueños y preocupaciones de su espíritu. Pero poco a poco fue la exaltación cediendo al tiempo y al cansancio, y cuando desaparecieron de su vista la ciudad y el llano de Huesca y dejaron de oírse las campanas, se halló ya a punto don Ramiro de no poder comprender del todo la situación en que estaba.
 
Oyó detrás de sí precisamente una voz áspera y un sí es o no vinosa, que decía:
 
-Aznar, Aznarote, no niegues tus pecados, que con pecadores te las has y no de los menores. Cuando tú haces tantas ausencias de la sierra y te estás en la ciudad meses enteros, buen vino bebes allá y buenas mozas te recrean. Ni pienses que he echado en saco roto el que hayas traído la cabeza vuelta al llano durante todo el camino. No parece sino que has dejado algún pellejo tuyo en compañía de cuatro buenos bebedores, y temes que mientras andas por estos cerros no te dejen gota de él con que echar luego un mal trago. No nos hemos criado así, Aznar, ni yo ni tu padre. Treinta años tenía yo y no sabía aún lo que era el buen vino, ni lo que era una buena moza; verdad es que ahora no estoy cierto de saberlo bien tampoco.
 
Don Ramiro, recordando entonces a aquel a quien tanto debía, volvió el rostro diciendo:
 
-Aznar, Aznar, adelántate, que quiero departir contigo algún rato.
 
Aznar se adelantó con efecto.
 
-No me has dicho, por fin -añadió el rey- hacia qué parte me llevas.
 
-Vamos hacia Barbastro, que de allí no está muy lejana la frontera de Cataluña, y será fácil reunir un golpe de almogávares de acá y de allá que espante a los más osados rebeldes.
 
Don Ramiro calló, y tornó a preguntar después de un largo rato:
 
-¿Y está muy lejos esa ciudad de Barbastro adonde me llevas?
 
-No os quiero llevar precisamente a Barbastro, sino a un buen lugar de los contornos, que tiempo tenemos de alargarnos a la ciudad. Y en cuanto a la distancia, no es ya mucha, y yo sé que llegaréis sano y salvo.
 
Hubo otro rato de silencio, y al cabo de él volvió a decir don Ramiro:
 
-Aznar, Aznar, ¿sabes que advierto que esta tu gente y, camaradas, si son valerosos en el pelear, no son muy escrupulosos en la fe? Enséñales, enséñales, hijo mío, cuánto les conviene ajustar sus obras a los mandatos de Dios. Muéstrales cuán tristes cosas sean el pecado y la condenación eterna. Aquí me tienes a mí que estoy condenado y...
 
-¿Condenado? -exclamó el almogávar, interrumpiéndole a pesar suyo-. ¿Condenado?... -y con ser quien era sintió cierto estremecimiento en el cuerpo.
 
-Sí, condenado, hijo mío. ¿No te lo había dicho todavía? Habránmelo impedido mis pesares y ocupaciones. Condenado estoy, hijo mío, tanto como hombre haya podido estarlo en esta vida.
 
-Más bajo, señor, más bajo. Mirad que si os oyen, no habrá muchos de estos valientes que os sigan, porque da la casualidad de que todos son cristianos viejos, y almogávares tan temerosos de Dios como cualquiera. Y aun yo mismo me precio de buen cristiano, que, puesto que yerre mucho en esta vida, todavía espero que arrepintiéndome a la última hora, Dios me perdone, porque siempre he oído decir que es misericordioso.
 
-Hablas como un lego de convento bien endoctrinado -dijo el rey-. Así es, como tú dices; y en arrepintiéndote a la última hora de todo corazón, no tengas miedo de que el diablo emplee en ti sus uñas.
 
-¿Pues, y cómo no os arrepentís vos para salvaros? Verdad es que no ha llegado vuestra última hora, y que, según decís, estáis ya condenado; pero a fe mía, que no he oído decir hasta ahora que nadie se condene en vida.
 
-Es que mía pecados son más grandes que ningunos, y hay quien no me deja hacer penitencia. ¿No te tengo declarado que fue aviso y permisión del Cielo aquel peligro tan grande que corrí a la orilla de la Isuela? ¡Oh si me dejaran hacer penitencia! ¡Oh si no me impidieran que la hiciese!
 
-¿Quién os lo impide, señor? Por ventura, ¿se entremeten también en eso los ricoshombres? -dijo sencillamente el almogávar.
 
-Sí, se entremeten, Aznar.
 
-¿Conque no os dejan siquiera hacer penitencia? ¿Pues qué tienen que ver ellos con vuestros pecados?
 
-Es que yo peco siendo rey, cuando no debía de serlo, y ellos quieren a la fuerza que lo sea.
 
-No os entiendo -dijo Aznar-. En Huesca corrían no sé qué murmullos ayer tarde; pero no pude comprender nada cierto, según eran de contradictorias las voces. Al veros preso y fugitivo y oír que queríais rescatar vuestro trono, pensé que los ricoshombres trataban de quitároslo y quitaros, a la par, vuestra hija. Juzgad de mí sorpresa, ahora que me decís ser vos quien quiere dejarlo y ellos quienes lo impiden y estorban. Y aun no entiendo tampoco cómo pueda haber pecado en ser rey, cuando he oído decir que hay en el cielo algún santo que fue rey en este mundo, y de los más poderosos y esforzados.
 
-Bien veo que eres discreto, Aznar; pero no es posible que se te alcancen estas cosas tan hondas. Otra cosa sería si hubieses cursado como yo letras sagradas, siquiera fuesen pocas, como son las mías.
 
-Así es la verdad, que no lo entiendo ni sé por qué os prendieron los ricoshombres, ni por qué se apoderaron de vuestra hija, ni siquiera para qué ha de ser esto de reunir armas y gente y levantar pendón de guerra.
 
-¡Cómo ha de ser! -dijo don Ramiro-. Tu oficio es pelear y no te está bien el mezclarte en tales intrigas y sucesos de cortes y de reyes. Tu buen discurso no basta para ello.
 
Calló don Ramiro y calló Aznar, entregándose uno y otro a largas meditaciones; las de aquel no hay que decir a qué se referían; las de este es de notar que siendo tan rudo como era, se referían a los más graves asuntos de la política de su época, sin que le empeciesen para ello las últimas palabras de don Ramiro.
 
Y andando, andando, el rey monje y el político escudero pasaron horas tras horas, y el sol comenzó a declinar, y antes de mucho no iluminó más que las cimas de los montes, y poco después se hundió de golpe detrás del pico más alto de la sierra. La luz del crepúsculo cayó misteriosa y lúgubre sobre las cuestas y los valles, al cabo.
 
Era ya aquello, a no dudarlo, lo más inculto y deshabitado de la sierra; ni un castillo roquero, ni una ermita milagrosa, ni siquiera un chozo humilde de pastores, nada se hallaba al paso que indicase labor humana.
 
De trecho en trecho manaban de las rocas copiosos hilos de agua, que, después de encharcar el camino, iban a perderse en lo hondo de los barrancos o a bañar estériles malezas. Con ser los fines de la primavera, apenas matizaba alguna violeta silvestre la parda sombra de los montes; o si la había, era tan espinosa la hierba entre la cual crecía, que se desgarraba la mano infeliz que osaba tocarla. Sólo algunas encinas olvidadas señoreaban aún las altas rocas o extendían sus raíces por los barrancos, inclinando las hojosas copas a lo hondo. Las había tan mal sujetas a la tierra o tan quebrantadas por los aguaceros y huracanes, que al menor soplo de viento se agitaban, parecía que hubiera podido moverlas el aliento de un hombre.
 
Los innumerables rumores del crepúsculo bajaban ya rodando por las cuestas, o subían en ecos de los hondos valles; hijos del agua, del viento, de los reptiles, quizá de espíritus encerrados en las piedras y en las hojas, que soberbio niega el hombre, porque no han tenido a bien visitar sus ojos todavía. No podía decirse que fuera de noche, pero no era ya de día. Todos los contornos se iban borrando, todos los colores desapareciendo, y al cabo de algunos instantes sólo se distinguían el color del cielo y los contornos de las estrellas.
 
En este punto don Ramiro interrumpió sus meditaciones, gritando:
 
-Aznar, Aznar, ¿sabes que no puedo sostenerme en el caballo? Mis pensamientos me han sostenido hasta aquí; pero ya me faltan enteramente las fuerzas. Tengo aturdida la cabeza, la vista se me va, los brazos se me doblan al peso de las bridas; muero, muero si no hallamos por aquí descanso y alimento.
 
Y tenía razón el monje, porque más de veinticuatro horas eran pasadas sin que probase bocado ni bebida alguna, y poco menos de veinte hacía que no dejaba la silla del caballo. Cualquiera habría hecho alto, cual don Ramiro lo hizo en este punto, denotando en gestos y acciones que le era imposible pasar adelante; cuanto y más un hombre, criado en el método y reposo de abadías y palacios, como él era. Aun no podría explicarse su extraordinaria fortaleza sin el calenturiento afán que embarazaba su ánimo.
 
Verdad es que los almogávares no se notaban así el ayuno, ni la sed, ni la fatiga; pero ¿qué había en ellos que pudiesen igualar los demás hombres? Ellos sabían pegar los labios a las húmedas rocas, y recoger el agua pura que allí manaba o buscar hierbas con que entretener el paladar y los dientes; y caminar con hambre, y reír cuando la sed devoraba sus labios. Así es que nadie hubiera dicho que tan larga jornada trajesen hecha, sufriendo tamañas penalidades. El crepúsculo de la tarde los hallaba dispuestos a pelear, ni más ni menos que los halló la primera luz de la mañana.
 
Ninguno de estos almogávares excedía a nuestro Aznar en fortaleza; él ni aun había probado la hierba, o el agua de las peñas, como algunos de sus camaradas. Y, fuerza es decir, no sintiendo en sí necesidad alguna, se había olvidado de las del rey. Pero como le tenía tan conocido, al oírle decir que no podía pasar ya adelante, se encendieron sus ojos en ira; aquel era un nuevo obstáculo, y no el menor que hubiera ofrecido hasta entonces la fuga.
 
-El caso es, señor -dijo con el acento más blando que supo-, que estamos a tres horas de Barbastro todavía, y estos montes no pecan de solitarios y tranquilos a la medianoche, ni andan muy sobrados de comodidades. Volviendo atrás o yendo adelante podremos hallar sitios y lugares harto más cómodos y seguros que este. Pero aquí precisamente no es posible que hagamos alto. Desde aquellos picachos cercanos podríais distinguir la frontera de los moros, y aunque hubieran de acudir algunos más almogávares en nuestra ayuda llegado el trance, si se les ocurriese a los perros hacer esta noche una algarada, tendríamos mucho en que entender con ellos.
 
-¿Moros dices? -respondió el rey turbado-. Ya veo, ya veo que Dios me trae a poder de infieles para que sea más cruel mi muerte y mi castigo; he aquí evidente su Providencia, Aznar; he aquí lo que logra el hombre con querer sustraerse a la cólera de Dios.
 
Y comenzó a persignarse de seguida.
 
-Aznar -dijo en esto uno de los almogávares de más edad-, o me falta el conocimiento, o gente ha llegado aquí, y no ha pasado adelante, de modo que debe de andar escondida por estos matorrales. Ha rato que vengo siguiendo las huellas de los caballos. Ahora acabo de perderlas, y no quedan más que las de los hombres que aquí sin duda se desmontaron. El número no podré decírtelo, pero...
 
-Cuatro son, no más, buen Carmesón -dijo, interrumpiéndole, otro de los almogávares-; y cierto que la edad te va quitando el conocimiento, cuando no has sabido contarlos. Yo sé y veo bien hacia dónde se encaminaron hombres y caballos.
 
El rey, que escuchaba afanosamente aquellas conversaciones, metió entonces espuelas a su corcel; pero vacilaba ya en la silla, y claramente se veía que le era imposible acabar la jornada.
 
Aznar, que había visto hasta entonces sin temor aquellas huellas, comenzó a desesperar de la salvación del rey. «Estos caballos -decía para sí- deben de ser de moros que nos han descubierto, y han venido a dar noticia de nuestra llegada a otros moros, que nos esperan, sin duda, emboscados. Por aquí suelen andar almogávares, y llamándolos con mi silbo harto sería que, entre unos y otros, no pudiéramos asegurarle al rey la fuga, aunque fuera dejando nuestros cuerpos por despojo a esos perros maldecidos. Pero si son muchos y nos matan, y el rey no puede tenerse a caballo y no sabe huir, ¿qué va a ser de su persona? ¡Pobre rey! Debe de ser cierto que está condenado en vida, como dice, según se le cierran los caminos para salvarse».
 
Intenciones tuvo de santiguarse el almogávar; pero venciendo en él lo áspero de la condición a las debilidades de la conciencia, acabó por jurar y decir una blasfemia.
 
En esto hirió sus oídos el sonido de un laúd, y al punto mismo, una voz más agria que dulce, entonó en toscas melodías un romance, cuyo significado no se podía comprender bien, porque no dejaban que llegaran siempre las palabras, y todo entero se oyese, las ráfagas del viento. Sólo sonaron claramente de cuando en cuando trozos de versos que muchos almogávares repetían, como si los supiesen de coro:
 
<poem>
Búscanse dos caballeros
que defiendan la su vida,
contra los acusadores
que en el campo se vería
la justicia cuya era
y a quién Dios favorecía.
</poem>
 
 
Esto fue lo primero que escucharon, y en otros momentos posteriores trajo el viento estos otros trozos del romance:
 
 
<poem>
Ya se parte el buen conde
con el fraile que le guía...
Las rodillas en el suelo
el buen conde así decía:
Yo soy, muy alta señora,
de España la ennoblecida,
y de Barcelona conde,
ciudad de gran nombradía...
Bien seáis venido, conde;
buena sea vuestra venida...
Vuestra vida está segura,
pues que Dios bien lo sabía
que es falsa la acusación
que contra mí se ponía...
Parten el sol los jueces,
cada cual toma su vía,
arremeten los caballos,
gran encuentro se hacía...
Don Ramón a su contrario
de tal encuentro le hería,
que del caballo abajo
derribado le había.
</poem>
 
 
-Amigo es él -dijo Aznar en este punto-, y de los buenos por cierto, que con cantarme ese romance, seguiríale yo al cabo del mundo. Oye, Carmesón, en trance estás de reparar tu falta de conocimiento en lo de los caballos; corre y averigua quiénes son los que tan sabrosamente entretienen la noche en la maleza. Apuesto a que ellos nos proporcionan cuando necesitamos, que es hogar seguro y cena ajustada a la calidad de este caballero con quien venimos.
 
No fue menester que el Carmesón se adelantase mucho, porque los del laúd y el cantar, no menos sagaces que los almogávares, ya habían notado que cerca de ellos andaba gente, por lo cual guardaron repentinamente silencio; y antes de que llegase al sitio de donde salían los sonidos para observarlos, se encontró ya el almogávar con un hombre que al parecer lo observaba a él cautelosamente.
 
El desconocido fue quien al cabo rompió primero el silencio, diciendo:
 
-Vuelve esos tus dardos al cinto, almogávar, que entre tú y yo no puede haber sino paz y buena compañía. ¿Qué gente es esa que viene contigo? ¿Sois todos almogávares?
 
-Todos menos uno -respondió Carmesón-. Pero, ¿y tú quién eres, que te metes a hacer preguntas a los que vienen a hacértelas a ti mismo?
 
-Torpe andas, Carmesón. Torpe te tienen los años.
 
-Lo sé, porque no es la primera vez que lo oigo esta noche. Pero torpe y todo, ten por cierto que no he de errar el tiro en tu cuerpo si no me dices pronto quién eres.
 
-¿Qué es eso? ¿Qué tardas y qué hablas? -gritó Aznar, que ya se acercaba impacientemente.
 
El desconocido se puso a silbar en voz baja del modo mismo que Aznar había silbado para llamar a los almogávares.
 
-Nuestro silbido es -dijo Carmesón-, no hay duda. Pero... ¡mal haya de mí que no le he conocido antes! Razón tenéis para llamarme torpe, torpísimo. Sosiégate, Aznar, no es otro que Maniferro, el buen Maniferro que ha meses echábamos de menos por estas sierras. Maldita oscuridad la de la noche, y malditos años los míos que me van tapando los ojos.
 
Al oír el nombre de Maniferro todos los almogávares prorrumpieron en estrepitosos vivas. Y aun algunos de ellos, desnudando los hierros, comenzaron a golpearlos contra las piedras, pronunciando, como en señal de alegría, aquel terrible grito de guerra:
 
¡Desperta, ferres!
 
 
 
== Capítulo XVIII ==
 
<center> '''Descríbese un moderado banquete y no poco alegre festín '''</center>
 
 
<div align="right">
... Como sátiros desnudos y hambrientos saltando de peña en peña...
 
(Felíu de la Peña y Fariel: Anales)
 
 
 
Un rrey atan poderoso <br>
e sennor de atal campanna, <br>
non yaga commo rraposo, <br>
enconado en la montanna.
 
Sy vos sodes rrey guerrero, <br>
buen cauallero en siella, <br>
salide aqueste otero, <br>
reçibir rrey de Castiella.
 
(Poema de Don Alonso el Onceno)
</div>