Diferencia entre revisiones de «La campana de Huesca»

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Bajó rápidamente, cruzó el claustro y los pasadizos, montó a caballo en la barbacana, y en compañía de dos escuderos que allí le estaban aguardando, tomó a toda rienda el camino de Huesca, salvando primero la empinada y revuelta senda que bajaba del monasterio a la llanura, y luego los vados de la Isuela, que con sus aguas cerraban el camino.
 
 
 
== Capítulo VIII ==
 
<center> '''Que no merece leerse por otra cosa sino porque desata y esclarece algunos nudos y oscuridades que dejan en sí los precedentes '''</center>
 
 
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Por fuerza cuasi le sacaron del monasterio, que salir él no quería, ni desabrigarse de su hábito.
 
(Fray Gauberto Fabricio de Vagad: Crónica de Reyes aragoneses.) </div>
 
 
 
Pasó la noche de aquel día en que hubo lugar la coronación del rey don Ramiro, con notable sosiego y silencio, lo mismo en el Rabalgerit o barrio de los judíos, que en el de San Martín o morería, y en toda la grande y populosa ciudad de Huesca.
 
Los honrados burgueses descansaron del placer del día, que más que nada cansan los placeres en este mundo; y de la muchedumbre de forasteros que al gran rumor de las fiestas había acudido a Huesca, muchos fueron los idos en el punto en que se acabaron las luminarias y el sarao del alcázar, y otros se prepararon, con el reposo de la noche, a hacer larga jornada al día siguiente.
 
Amaneció Huesca, en él, como una belleza de treinta o más años, que deja sus galas y se entrega al sueño después de largas horas de celos, y de amor, y de danza, y de estruendo.
 
No hay cosa más triste que el lugar en donde se disfruta un placer, cuando pasado este se le mira de nuevo.
 
Tales y tan melancólicas parecían las calles y plazas de Huesca, que al asomar la cabeza los vecinos por sus estrechas ventanas exclamaban de consuno: «¡Ha caído sombra sobre la ciudad!». Y nunca en verdad había lucido el sol con más ricos reflejos y con esplendor más grande.
 
Este día era completamente contrario al anterior.
 
Mal día para el común de los ciudadanos. Gran día para aquellos tristes en quienes el otro hubiese engendrado penas, que de todo se ve en los grandes regocijos, y es ley eterna del mundo que no haya risa a la cual no responda algún llanto.
 
Así es como en el alcázar de los poderosos reyes de Aragón saludan al nuevo día, por lo mismo que es triste, por lo mismo que trae sombra, las dos personas de quien menos pudiera imaginarse. El rey recién coronado y la reina recién casada; don Ramiro y doña Inés.
 
Pintar los tormentos que padeció durante aquella noche la noble hija de los Poitiers fuera imposible; que los tormentos supremos del alma no se pintan, como no puede pintarse el espíritu impalpable, y a la par invisible, donde nacen y se sustentan.
 
Doña Inés amaba a don Ramiro con ternura; amaba al hijo que sentía en sus entrañas, porque es privilegio de las madres amar sin ver ni oír, y sin saber si llegará o no a existir el ser que aman. Amaba también la grandeza que la rodeaba; y ¿por qué no había de amarla? ¿Por ventura no son dignos de tentar a cualquier alma humana la dorada silla donde se sientan los reyes sobre todos los hombres y sobre todas las mujeres, y la obediencia de tantos, y el amor de tantos, y el poder de tanto hacer y conseguir como acierte a desear el ánimo? No; no andaba errado Roldán cuando en otro lugar llamaba a la corona seductora.
 
Y amando doña Inés a su esposo y al hijo por nacer, y amando la grandeza y el trono mismo, ¿qué no sentiría viendo perdidos esposo y trono para sí, trono y padre para su hijo?
 
Pero de todo, lo que más debía llegarle al alma era ignorar la causa de mal tamaño; y no hallar ni de cerca ni de lejos algún remedio.
 
La causa muy bien la sabía don Ramiro; pero lo que es con el remedio no acertaba él más que su doliente esposa.
 
Los lectores deben saber, no por el relato del cronista, que anda en ello harto oscuro, sino porque así lo rezan todas las historias de España, que el rey don Ramiro II era monje en el monasterio de Tomeras, cuando los grandes de Aragón, congregados y reunidos en las Cortes de Monzón, determinaron alzarle por rey.
 
Su padre, Sancho Ramírez, estando sobre Huesca, imaginó hacer un don, el mayor que pudiera al cielo, para que se le mostrase propicio en aquella empresa; y el don no fue otro que este hijo, a quien metió de monje en San Benito en el monasterio de San Pons de Tomeras. De allí quisieron promoverle repetidas veces sus hermanos, los gloriosos reyes don Pedro y don Alonso el Batallador, a alguna mitra o prelacía de importancia, donde diese creces a lo ilustre de su nacimiento; y, en diversas ocasiones le nombraron para la abadía de Sahagún y los obispados de Burgos, Pamplona y Roda.
 
Y por cierto que con motivo de su ida al famosísimo monasterio de San Faguz, Fagún o Facundo, que luego se llamó de Sahagún en Castilla, corrió por el mundo una triste historia, que no debía de tener por verdadera nuestro cronista, cuando amargamente se queja en algunos lugares del monje anónimo de aquella lejana y santa casa, que por escrito la puso. Decíase nada menos sino que el mozo abad don Ramiro había mandado traer a su presencia cuanto había en Sahagún de precioso, así en telas como en alhajas, y aun en reliquias, separando lo que le pareció de más valor, y entre otras cosas unas riquísimas cruces de oro, para llevárselo a San Pons de Tomeras. Bien que el monje anónimo esto afirme con formales palabras diciendo: «traio en testimonio al cielo que no miento», parécele al copista de esta crónica que no hay por qué cargar con otro tan gran pecado al doliente monje, que ya los tenía sobre sí tamaños, supuesto que no le dio crédito alguno hombre de tal verdad como el mozárabe.
 
Pero lo que no puede dudarse es que don Ramiro, bien hallado con la vida ascética que hasta allí traía, no quiso conservar la posesión de tales beneficios, y permaneció al fin en el convento de Tomeras, hasta que, como arriba decimos, le alzaron por rey los señores aragoneses, buscándole también esposa joven y bella, y de calidad correspondiente a la suya, que fue doña Inés de Poitiers. Sobraron obispos que diesen por bueno y legítimo el tal matrimonio, y el Pontífice mismo lo autorizó, cuando menos, con su silencio.
 
Gran mella debieron de hacer los encantos del poder; gran mella también las caricias de aquella mujer joven, hermosa y cortesana en el corazón del monje, que desde sus primeros años no había pensado en otra cosa que en el claustro, ni imaginado otra vida que la del cenobita.
 
¿Qué tiene de extraño que prestase fácil oído a los que le predicaban que la salud pública demandaba su apostasía, y que, antes serviría a Dios en el tálamo y el trono, que en los altares? ¿Qué tiene de extraño que el amor por una parte, por otra el poderío, las caricias de aquí, de allá las lisonjas, apartasen de su memoria por algunos meses los cilicios y el convento? ¡Era doña Inés tan bella! ¡Es tan encantadora la lisonja! ¡Es, como queda dicho, tan deslumbrante el brillo del trono!
 
Mas si hubo un tiempo en que estuviesen tibios sus recuerdos, nunca, a la verdad, se vieron muertos.
 
Tal vez doña Inés recogió en momentos de embriaguez y de encanto una mirada de pavor en los ojos de su esposo; tal vez sorprendió en él a deshora movimientos instintivos de retraimiento y así como de repugnancia. Y es cierto que, al ver la osadía de los ricoshombres, y al notar las pretensiones de don Alonso de Castilla, y la rebeldía del de Navarra, y al oír hablar de alardes y arreos de guerra, o de los peligros y empresas que para defender su trono eran indispensables, solía echar de menos don Ramiro en voz alta la tranquilidad que durante cuarenta años le había proporcionado la vida monástica.
 
Fio su secreto al abad de Tomeras, a quien miraba aún como superior y padre; comunicole sus primeros temores y remordimientos; pidiole consejos con que atender a los males que prevenía, y remediar el desasosiego de su espíritu. Pero el de Tomeras creyó que el desasosiego provenía del temor que le infundían los ricoshombres; y así se contentó con enviarle aquel sagaz aviso que sorprendió Lizana, y que puso a este en cuidado tanto. Con reprimir a los ricoshombres pensaba el abad que el rey se entregaría tranquilo a las dulzuras del poder y del matrimonio.
 
Y no hay que extrañar en aquel abad que no se acordara para nada del remordimiento religioso del rey ni de los graves motivos en que se fundaba. Si antes de aceptar el trono y de contraer matrimonio le hubiesen consultado, acaso se habría opuesto a uno y otro, porque diz que era sincero y firme en su piedad, y no era seguro entonces que los votos monásticos pudiera desatarlos nadie, ni el Papa mismo; pero después de hecho el mal, quizá comprendía que la salus populi podía excusarlo en cierto modo, y que no era ya cuerdo desear que con el arrepentimiento y abdicación del rey se renovaran los peligros del reino, acrecentándose más aún los pasados, con las pasiones que los últimos sucesos habían encendido.
 
Cabalmente el moro acechaba más que nunca entonces la ocasión de arrojar de nuevo a los cristianos a las cumbres fragosísimas del Pirineo. Y los reyes de Castilla y de Navarra no esperaban más sino que faltase don Ramiro para recordar sus pretensiones a la corona aragonesa, y llenar de armas el reino; con lo cual hallarían aún mayor facilidad los infieles para traer a ejecución sus malos propósitos.
 
Nada de esto pudo ocurrírsele al abad de Mont-Aragón, cuando le habló a don Ramiro, como, hubiera podido hablarle a un monje cualquiera: nada de esto podía tampoco justificar del todo su apostasía a los ojos acalorados y escrupulosos del rey. Lo que para otros parecía ser dudoso, para él no lo era: tenía el presentimiento o la sospecha siempre de que ni el Papa, ni los obispos, ni nadie podía dispensarle de cumplir sus votos.
 
Con todo, mientras vivió el abad de Tomeras don Ramiro, tranquilo con sus consejos, supo refrenar los remordimientos; de suerte que apenas se traslucían en sus obras y palabras. Y a vivir aquel en la época a que se refiere la crónica no hubiera este ido a consultar con el de Mont-Aragón sus cuitas.
 
Pero muerto su prelado, se halló el rey a solas con su corazón y su fantasía. Y a medida que avanzaba el tiempo y se disipaba el encanto del primer instante, mayores inquietudes sentía en el alma: inquietudes vagas, sin forma ni color. ¿Quién había de decir que el día de la coronación y jura hubiese de dar tan horrenda forma y color tan siniestro a aquellas vacilaciones de su espíritu?
 
No tenemos ya que narrar cómo concluyó la fiesta: el rey estuvo a punto de perecer, y sólo se salvó por un género de milagro. Y en el punto de inquietud en que se hallaba su alma, aquello fue una tea que, tocando en hacinados combustibles, produjo un horrible incendio.
 
Los remordimientos, mal escondidos, asomaron de repente en el alma del monje: pareciole ver el semblante de Dios, irritado de su apostasía, tremendo como cuando maldijo a Sodoma, negado a toda misericordia para con él. La tarde de aquel día la pasó en hondo afán y recelo: ni miró, siquiera una vez, a sus caballeros, que por celebrar su coronación rompían lanzas y exponían sus cuerpos al hierro: ni hubo medio de que, en una sola ocasión, viniera la risa a sus labios.
 
Acabáronse las justas, y el rey se retiró a su alcázar, y se encerró solo en un aposento. ¡Loca idea buscar la soledad en tal punto! Son pocos los hombres que pueden consultar sus penas con el silencio de la noche y la soledad: pocos, como pocas son en ellos las conciencias perfectas y los ánimos justos.
 
Ni una ni otro tenía, a la verdad, don Ramiro.
 
Estaba aquel aposento en una torre altísima, obra misteriosa de los moros, y desde las ventanas se descubrían muy bien la corriente del río y la campiña. Pues cada vez que algún lucero se reflejaba en las paredes de la torre, miraba el monje sin querer los letreros árabes, allí esculpidos, y parecíale ver en ellos el mane, thezel, phares de la Escritura: no recordaba entonces que aquellas extrañas letras las hubiese visto nunca. Movía el viento levemente los álamos de la Isuela, y parecíale al monje que eran fantasmas que salían del lecho del río y caminaban hacia las ventanas de su aposento para prenderle y conducirle a la mansión de los réprobos. Dos o tres veces puso el oído junto al muro, por ver si era la voz de Dios lo que sentía, y no era sino el agua del río que allí enfrente de la torre se quebraba en unas piedras.
 
Rendido de tanto luchar consigo mismo, levántase al fin, y casi instintivamente saca los hábitos de su orden que conservaba en su cámara: vísteselos y sale del aposento, y luego del alcázar.
 
El aire de la noche no alcanzó a templar en lo más mínimo el ardor de su frente.
 
Hubo instante en que pensó ponerse en camino para Tomeras, y arrodillarse en la tumba de aquel abad que había sido su maestro, pensando que ella le inspirase algún alivio; pero al ver brillar a lo lejos, sobre la cima de un monte, las luces de Mont-Aragón, recordó que el de esta casa era tenido por de los más santos del mundo, y allá caminó sin demora.
 
No tenemos ya que narrar lo que le ocurrió en el monasterio; ni cómo, vuelto al alcázar, entró en el aposento de su mujer, y participole como tenía resuelto separarse de ella.
 
Y he aquí cómo por tan largo rodeo hemos venido a dar en que don Ramiro bien sabia la causa de su extraña determinación, ya que el remedio no se le alcanzase más que a su infortunada esposa.
 
Porque, a la verdad, las palabras de doña Inés habían acabado de poner en desorden las ideas de don Ramiro.
 
Ser padre y huir del hijo: tener una corona y dársela a otro que no a él, y sellar su frente al nacer con una marca de baldón: depararle una vida oscura y pobre en lugar de otra gloriosa y feliz, son cosas que espantan al corazón más animoso, y capaces de contrarrestar los más decididos propósitos en el hombre que siente y que piensa.
 
Don Ramiro, cuando vino de Mont-Aragón, quería renunciar aquel mismo día la corona en cualquiera de sus competidores, y abandonando a la reina, volver a los pies del abad para obtener la absolución y pasar el resto de su vida en el claustro con mayores cilicios y penitencias que nunca. Pero al oír de doña Inés que estaba embarazada, sintió caer su espíritu, dudó, tembló, y el alba del día en que debía ejecutar sus intentos pareció sin que nada hubiera resuelto todavía.
 
El primer rayo de luz que penetró en su estancia lució para él no menos siniestro que luce para el reo que está en capilla aquel que le anuncia el día postrero.
 
Tanto luchar le fatigaba, le rendía, y, sin embargo, más amaba la lucha que la resolución, cualquiera que fuese, porque de dos que miraba como posibles, tanto temía a la una como a la otra.
 
Lucha del espíritu con el espíritu, del sentimiento divino con el sentimiento humano, del precepto sobrenatural con los naturales; lucha que Dios envió a Abrahán para probar su fidelidad, y que apenas cabe dentro de un alma por grande que sea: lucha que sólo comprenderán los padres y las madres que por azar recorran estas páginas, y que apenas acertarán a concebir quienes no lo sean.
 
El primer impulso, el impulso espontáneo, enérgico, de la voluntad, le dice siempre al padre que se sacrifique por su hijo. Pero ¿ha de sacrificarle tanto como la vida eterna? ¿Ha de preferir esta su flaqueza mundana al soberano mandato de Dios?
 
 
 
 
== Capítulo IX ==
 
<center> De una plática sentimental que pasó entre el rey don Ramiro, de buena memoria, y la hermosa doña Inés de Poitiers </center>
 
 
 
<div align="right">
No lloréis, casada <br>
de mi corazón, <br>
que, pues yo soy vuestro, <br>
lloraré por vos.
 
 
(Romancero general) </div>
 
 
 
En tales angustias estaba don Ramiro cuando, de repente, se le puso ante los ojos su esposa doña Inés, pálida, descompuesta, sin otras galas que el dolor, sin más compañía que el llanto.
 
No podía haber llegado más a propósito.
 
Don Ramiro comenzaba a sentir que no bastaba su ánimo para soportar, ni bastaba su pensamiento para resolver tan grandes contrariedades como albergaba en el espíritu.
 
Al ver a doña Inés, que era tan infeliz o más que él, y sin culpa alguna; al contemplar doloridos sus ojos, donde tantas veces había encontrado ventura, y pálidas sus mejillas, y contristadas todas sus facciones, notó que la piedad embargaba su voluntad, y sintió arder por un momento en su alma el afecto antiguo.
 
Dio algunos pasos hacia ella, y, ya iba a hablarle, cuando doña Inés se antepuso diciendo:
 
-¿Queréis oírme, don Ramiro?
 
-Hablad, hablad -respondió el rey.
 
-No vengo -continuó, diciendo doña Inés- a reclamar el amor que ya habéis quitado de mí.
 
-¡Ojalá, señora, que pudiera devolvéroslo!
 
-No vengo a preguntaros siquiera la causa de mi desdicha, que bien sé que en nada os he faltado; y harto se me alcanza que, para dejarme, os han de sobrar pretextos que exponer y razones con que escudaros.
 
-Así es la verdad, doña Inés, que no me habéis faltado en nada; y es cierto también que me sobran razones para apartarme de vos.
 
Doña Inés parecía indignada de la fría seguridad con que el rey iba asintiendo a su discurso.
 
-Sé, pues, que debo resignarme a vuestra injusticia -prosiguió con algún más calor que en los principios-, y que, en adelante, nada puedo esperar de vos para mí.
 
-¿Injusticia decís, doña Inés? -replicó ya don Ramiro, sin más estar en su mano guardar reparo-. ¡Injusticia! Si la hubo fue en tomaros por esposa, fue en unir mi suerte con la vuestra, en compartir con vos el regio tálamo.
 
-Soy noble, rey don Ramiro -repuso altivamente doña Inés, que con aquellas palabras de su esposo creyó afrentada su alcurnia-; soy noble, y los de mi casa no es esta la primera vez que se sientan en tronos. Y de todas suertes, mirad si os conviene, don Ramiro, afrentar a la mujer que es todavía vuestra esposa porque ya no la améis.
 
-No me habéis entendido, doña Inés -dijo el rey- y es que ignoráis todavía la causa de nuestra desdicha. Jamás ha habido mujer más digna que vos de ocupar un trono, ni más capaz de hacer feliz a un esposo que no tuviese, cual yo tengo sobre mí, el anatema del cielo. El mal estuvo precisamente en que yo os amase tanto como os he amado; en que vos me correspondierais tan fielmente como me habéis correspondido; en que hayamos sido tan dichosos como hemos sido.
 
-Ahora sí que no os entiendo -exclamó doña Inés, asombrada.
 
-Bien me entenderéis a poco más que diga. Yo era monje profeso, monje benito: no había poder en el mundo bastante a romper mis votos, y los he roto, sin embargo. Nuestro matrimonio es nulo, ya os lo indiqué; nulo ante Dios y los hombres. Ni penséis que de ahora sólo lo sepa, porque ha ya mucho tiempo que lo sospechaba, sino que no quería decíroslo, por temor de que os aquejase el llanto. Ya, ya no puedo negároslo. ¿No habéis visto cuánto peligro ha corrido mi vida esta tarde? Pues ese fue aviso del Cielo, que manda que nos separemos: estamos en pecado, doña Inés, estamos en pecado, y no hay poder humano que sin él pueda reunirnos en este mundo.
 
Doña Inés, que era crédula por demás, como todas las mujeres de su tiempo, y que había oído hablar continuamente en su infancia de avisos del Cielo, tuvo pronto por verdadero lo que su esposo decía: calló y lloró en silencio algunos instantes.
 
-¿Sabéis -exclamó luego- que se me ha quitado un gran peso del alma?
 
-¿Por qué, doña Inés?
 
-Porque ya sé que vos no me aborrecéis; ya sé que no soy indigna de vos; ya sé que ninguna otra mujer me ha usurpado vuestro corazón. Ahora, si el Cielo os ha avisado de que no debéis hacer vida de esposo conmigo, separémonos y amémonos como hermanos.
 
-Sois una santa, doña Inés -dijo el rey con dulzura-. A mí si que, con oíros, se me ha quitado muy gran peso del alma. No hay más que separarnos ya en paz.
 
-Resignémonos con la voluntad de Dios.
 
-Resignémonos, doña Inés, que Él es quien sabe encaminar todas las cosas; y así como nos juntó, nos separa ahora para probar nuestra fidelidad.
 
Don Ramiro no estaba ya desesperado, sino enternecido: doña Inés parecía más tranquila, pero de sus ojos corrían aún abundantes lágrimas.
 
-¿Sabéis qué pienso, don Ramiro? -dijo al cabo de breves momentos doña Inés-. Eso sólo me traía, y con la conversación se me iba olvidando. Venía a deciros que ya que me dejarais a mí, cuidaseis al menos de nuestro hijo. ¿Qué hemos de hacer con él ahora? ¿Cuál de los dos habrá de guardarle y enseñarle el nombre del otro?
 
Aquellas palabras hirieron a don Ramiro, como hiere los ojos la luz inesperada de un relámpago.
 
-Es verdad, doña Inés. ¿Y nuestro hijo? ¿Qué hemos de hacer con él?
 
-Sus abuelos y su padre fueron reyes, y él no lo será.
 
-Triste suerte la suya, doña Inés.
 
-Acaso sea vuestra propia imagen, y, sin embargo, reducido a la condición particular, mirarase menospreciado de los otros reyes y tratado como igual por nuestros vasallos.
 
-Es verdad; ¡será menos preciado de los reyes! ¡Será de otros reyes vasallo!
 
-¿Y quién sabe si don Alonso de Castilla o don García de Navarra, o el mismo don Pedro de Atares, o cualquiera, en fin, a quien pongan ahora por rey los aragoneses, se deshará de nuestro hijo por cualquier modo? Nuestro hijo les daría harta sombra en el reino, y de esas cosas se ven, según dicen, muchas por el mundo.
 
-¡Oh!, tenéis razón, doña Inés -prorrumpió el rey-; parece duro que nosotros abandonemos y desheredemos a nuestro pobre hijo.
 
-Y ¿cómo no, si le declaráis mal nacido o bastardo, declarando nulo nuestro matrimonio?...
 
-Es que no le declararé tal; antes sostendré a la faz del mundo entero que fue habido en legítimo consorcio, y que mi hijo debe llevar esta corona que a mí tanto me pesa.
 
-¿Y el mandato de Dios, don Ramiro? Mas en verdad que el inocente infante no puede estar comprendido en su ira: si él no ha podido ofenderle, ¿cómo ha de llevar tan gran castigo? ¿Qué parte tiene él en las culpas de sus padres?
 
-No, no le desheredaremos, doña Inés -repitió el rey-: suceda lo que suceda, la corona de Aragón será, con efecto, para nuestro hijo.
 
-No diréis, pues, que es nulo nuestro matrimonio.
 
-No, no lo diré jamás.
 
-Pero si ahora dejáis el trono, ¿cómo he de saber yo sola conservárselo? ¿Cómo podré resistir a los ricoshombres y a los príncipes extranjeros? ¿Por ventura querrán ellos jurarle o reconocerle por rey?
 
-Es cierto: tengo que dejarle jurado y reconocido por rey. Veo ya claramente que tampoco puedo ahora dejar el trono -respondió don Ramiro suspirando.
 
-¿Conque es decir, que seguiremos juntos hasta que nazca nuestro hijo; y aun uno, ¡qué digo uno!, dos años más, que es la edad que al menos necesita para ser coronado?
 
-¡Uno, dos años! Dios se apiade de mí, doña Inés. Es demasiado sacrificio.
 
-Pero vos lo haréis así, porque de no, todo lo demás sería inútil. ¿Lo haréis, lo haréis, no es verdad?
 
-¿Decís que dos años?
 
-Dos.
 
-Repito que Dios se apiade de mí.
 
-Él cuidará, sin duda, de vuestra alma.
 
-El caso es que cuide ahora de mi cuerpo. Porque si alguna calentura le mata en estos dos años, o más de dos años todavía, que he de llevar sobre él mi pecado, se irán juntos al otro mundo mi pecado y mi alma; y sin penitencia y sin absolución, no sé si Dios querrá dejarme entrar al fin en la gloria.
 
-Dios favorece siempre a los buenos padres y a los que amparan a los inocentes, y vos seréis buen padre, y no puede darse en todo mayor inocencia que la de nuestro hijo.
 
-Cueste lo que cueste, estoy resuelto a aguardar los dos años, y ojalá que sea como vos decís, doña Inés; ojalá que Dios me deje vivir ese tiempo. Ojalá que no me mate sin penitencia.
 
-¡Oh! Gracias, gracias, señor -exclamó doña Inés arrodillándose delante del rey-. Mirad, no me atrevo ya a abrazaros, pero nunca me habéis parecido tan grande como ahora, nunca os he amado tanto como en este momento. Perezcamos nosotros, si es preciso; padezcamos tormentos eternos, pero salvemos a nuestro hijo de la afrenta y aun de la muerte que de otro modo le espera.
 
-Me hacéis temblar, doña Inés. ¿Preferiríais vos la condenación eterna, a privar del trono a nuestro hijo?
 
-Yo no sé lo que me digo, señor. Mas Dios, que a vos os hizo padre y a mi madre, perdonará este natural amor, y Él nos dará tiempo de hacer penitencia por todo después que hayamos logrado nuestro intento.
 
-Amén, doña Inés, amén. No habrá cilicio que yo no me imponga desde este momento, y el tiempo que medie desde ahora hasta el día en que veamos rey a nuestro hijo lo pasaré orando por él y por nosotros la mayor parte.
 
-Yo os imitaré en la penitencia y oraciones.
 
-Pero ¿sabéis, doña Inés, que ya no debemos hablarnos juntos si no es en público? ¿Sabéis que en adelante no hemos de ser otra cosa que hermanos, como vos misma habéis dicho?
 
-¿Y qué importa, si lo principal está conseguido? ¿Veis estas lágrimas, don Ramiro? Son de amor que os tengo, de amor que me abrasa las entrañas y que acabará por quitarme la vida. Pero aún soy capaz de este sacrificio, y del otro no lo era; aún soy capaz de separarme de vos, y no lo era de abandonar a nuestro hijo.
 
-Y yo también, doña Inés, os amo con toda mi alma. Como que no he conocido otra mujer que vos, ni en otra he puesto jamás el pensamiento. Pero, ¡ay!, advertid que tales palabras no nos son ya lícitas; habladme no más que como a un hermano.
 
-Está bien, señor; no sé si podré acostumbrarme, mas yo he de ensayarme en ello.
 
-Id con Dios -dijo don Ramiro tristemente.
 
Doña Inés dio algunos pasos y volvió luego la cabeza; sus ojos eran un mar de llanto y los ojos de don Ramiro denotaban el dolor más intenso.
 
-¿Conque me amáis? -dijo aquella.
 
-¡Que si os amo! -respondió este-. ¿No os he dicho que con toda mi alma?
 
-Es que yo no me canso de oírlo, porque es ya mi único consuelo.
 
-No sé, sin embargo, si puedo repetirlo muchas veces sin pecado.
 
-¿Aun eso me negaríais?
 
-Aun eso creo yo que quiere Dios que os niegue.
 
-Sois cruel. Mas no os quejaréis de mis importunaciones.
 
Dio otros pasos más, y, cerca ya de la puerta, volvió aún el rostro diciendo:
 
-¿Me negaréis el ósculo postrero?
 
-¡Ah! -exclamó don Ramiro, y se cubrió el rostro con entrambas manos.
 
Doña Inés no insistió entonces, y haciendo un poderoso esfuerzo sobre sí misma, salió de la estancia.
 
 
 
== Capítulo X ==
 
<center> '''Que sirve para dar tiempo al tiempo y ocasión a que vengan otros inauditos sucesos. '''</center>
 
 
<div align="right">
Quien espera desespera.
 
(Dicho vulgar) </div>
 
 
 
Pasaron seis meses tranquilamente, o al menos sin alteración alguna en las cosas del reino.
 
El rumor de la renuncia del rey, que, como suele suceder en estas cosas, había ya comenzado a correr entre la muchedumbre, fuese lentamente apagando.
 
Los ricoshombres y prelados, alarmados en los principios con los recelos de Lizana y la revelación de Roldán, llegaron a creer que no se realizaría ya ninguno de los intentos del rey, y que todo seguiría como hasta entonces. Daba mayor motivo a esta creencia el ver que don Ramiro no replicaba a ninguna de sus pretensiones, antes bien dejaba en sus manos cuantos castillos y haciendas querían, y no disponía nada sin su consejo. Aun parecía que se afanase más que al principio por hacerse amar de ellos y tenerlos contentos y satisfechos.
 
Únicamente la reina doña Inés, en soledad de continuo, y de continuo llorosa, era sabedora del secreto y vivía con zozobra; y sentía que el pesar se le aumentaba a medida que más cerca llegaban los sucesos.
 
La bella hija de los condes de Poitiers había salvado los derechos de su hijo, pero no había sido sino a costa de los suyos propios.
 
En adelante sólo la ternura filial podía ocupar sus horas, porque de esposa no esperaba más que el nombre, y, de reina sólo le quedaba escaso tiempo y azarosa vida.
 
Y en tanto pesar, la desventurada doña Inés no contaba siquiera con el consuelo de depositar sus confianzas en un pecho amigo. Porque ni a su esposo le vela sino en público, ni en su corte había otra persona que le inspirase cariño sino aquella Castana, su doncella, en la cual era mayor el buen deseo que no la cordura; de suerte que no parecía prudente poner en sus manos secreto de tanta monta.
 
Sin embargo, con esta Castana era sólo con quien hallaba algún alivio la reina, recordando a su lado cosas pasadas, como las fiestas del día de su boda, y las aclamaciones con que fue recibida por la Corte de Aragón al llegar a la frontera, y el llanto de sus padres, al dejar tal hija en tierra extraña. Hablaron también en diversas ocasiones del azar del día de la coronación, del peligro del rey, de la destreza del almogávar; y, tan pequeño como debía de ser a los ojos de una reina cuanto se refiriese al hijo de las montañas, ello era que nunca dejaba de detener en él la plática, poniendo más de una vez colorada a Castana.
 
La sencillez de esta en el responder y el poco arte con que ocultaba sus sentimientos, hubieran hecho que adivinase la reina antes de mucho que ella adoraba en el almogávar. Pero con el diálogo que acertó a oír la noche infeliz del baile, no tenía ya que adivinarlo, sabiendo que no era otro que este el amante con quien la había sorprendido.
 
Pero imaginó que parte del cariño que Castana le profesaba sería debido al favor que había hecho al rey, y amando más que nunca a Castana, y estimando tanto como ya estimaba al almogávar, propúsose hacerlos felices, siendo ella misma su protectora y madrina en el matrimonio.
 
Es ley de las almas generosas gozar con las ajenas venturas; y no ha de extrañarse por lo mismo que la poderosa reina de Aragón olvidase por algunos instantes sus cuitas, pensando en que sería buena casada y muy feliz con su marido la pobre Castana.
 
Con todo, no consentía su dignidad que se diese por entendida del todo, y aun llegó a fingirse a las veces más ignorante de la buena fortuna del almogávar que al amor de Castana viniese a cuento. El día que más explícitamente hablaron, no pasaron sus confianzas de las que denota el siguiente diálogo:
 
-¿No has vuelto a saber del almogávar? -decía doña Inés.
 
-No, señora; no se ha vuelto a saber de él -respondió Castana, en lo cual claramente mentía.
 
-Habrá perecido en alguna de esas guerras que los de su gente mueven en la frontera.
 
Dijo esto la reina para probar el amor de Castana.
 
-No lo permita Dios, señora -respondió esta-; no creo yo que haya fenecido, porque no pienso que nadie sea capaz de matarle en lid, y en la montaña no se hallan traidores que fuera de ella maten al contrario.
 
-¿Sabes que quisiera volverle a ver para hacerle alguna merced?
 
-Y mucho que lo creo, señora mía, y no lo deseo yo menos que vos.
 
-Castana, ¿estás prendada del almogávar?
 
-No, señora, no; esto que siento desde que le vi debe de ser agradecimiento de mi lealtad por el servicio que prestó al rey.
 
Sonreíase la reina al escuchar tales palabras, que estaban tan de acuerdo con sus benévolas sospechas, y pasaba a otra cosa. Y en estos y en otros entretenimientos pasaron los días, hasta cumplir los seis meses que hemos señalado al comenzar este capítulo.
 
Don Ramiro, por su parte, invirtió este tiempo de un modo que a muchos pareció extraño, puesto que no llegaron a comprender, hasta más tarde, su verdadero significado.
 
Ya hemos hablado de la predilección que suele demostrar el cronista mozárabe, de quien tomamos este relato, por cierta iglesia de San Pedro, donde él y sus padres y abuelos, desde el tiempo de los godos, asistían diariamente a los oficios divinos, sin empecerles que estuviera la ciudad en poder de los musulmanes.
 
Pues esta iglesia, a la cual llamaban ya en tiempo de la conquista, que es decir muy cerca de ochocientos años antes de ahora, San Pedro el Viejo, a causa de su antigüedad remota, comenzó de pronto a aumentar y engrandecer don Ramiro.
 
Había en ella convento de benitos, los cuales hacían muy penitente vida, y oraban de continuo, ora al pie de aquellos altares levantados quizá de orden de los ministros cristianos de Constantino, ora junto a las cruces del estrecho cementerio, cuyas piedras, aquí y allí plantadas sobre las sepulturas, conservaban esculpidos todavía nombres romanos y godos.
 
Desde el día en que supo el rey que era padre, comenzó a ordenar trazas y a acopiar materiales; y luego, de allí a poco, emprendió la construcción de un claustro anejo a aquella antiquísima iglesia. Diariamente se le veía asistir a los trabajos y dirigirlos, y aun enmendar con sus propias manos los toscos dibujos de los escultores de la época, y ayudar con ellas a levantar las columnas y capiteles que habían de cerrar el claustro.
 
Nunca obra más sombría reflejó quizá más sombríos pensamientos.
 
Nadie entrará, de seguro, en aquel claustro, intacto todavía, que no sienta en su corazón algo de pavor, de recogimiento o de tristeza.
 
Aun pregonan aquellos muros que son obra de un monje sin otros deseos que el silencio de la soledad y el reposo de la muerte; de un penitente que, puesto en Dios el espíritu, no quería dejar para los sentidos ni luz, ni aire, ni agua, sino solamente tierra; de un hombre a quien la vida mortificaba, y a quien el pensamiento de morir se le aparecía con placer de continuo.
 
El claustro de San Pedro el Viejo es una tumba.
 
Allí fue donde, al cabo de los seis meses, recibió nuevas el rey de que la reina estaba de parto. Y por primera vez, desde el día de la coronación, animose su rostro un tanto, y una idea humana, terrenal, cruzó por su mente.
 
Poco después vinieron a decirle que la reina había dado a luz una criatura. Alzó los ojos al cielo, murmuró algunos rezos y ordenó que se apresurasen los trabajos en el monasterio.
 
A la tarde de aquel día, cuando la luz faltaba ya completamente del claustro, y no era posible seguir en ello, volvió, como de ordinario, al alcázar y entró a ver a su esposa.
 
-Mirad, señor, a vuestra hija -le dijo doña Inés con ternura.
 
-Será hermosa como vos -respondió don Ramiro.
 
-¡Hermosa como yo! -y la pobre mujer, no osando siquiera darle el nombre de esposo, dijo-: gracias, señor, gracias.
 
Don Ramiro se inclinó hacia la frente de la tierna princesa, y puso en ella los labios.
 
Luego, recobrando al parecer su ordinaria frialdad, dijo:
 
-Aragón os saludará, desde este día feliz, por madre de su reina.
 
-¡Día feliz! -repuso doña Inés-. Sin duda que lo es, señor: sin duda que debe serlo.
 
Don Ramiro comprendió que había cometido una indiscreción, pero no estaba para remediarla. A pesar de la frialdad que mostraba tener, lo cierto es que las lágrimas se agolpaban a sus ojos. La Naturaleza, siempre poderosa, vencía por algunos momentos la preocupación extraordinaria de su espíritu.
 
-Ponedle, doña Inés, vuestro nombre -dijo, por fin, con mal encubierta ternura.
 
Las mujeres saben apreciar muy exquisitamente todos los sentimientos tiernos, todas las ideas delicadas.
 
Y al oír aquellas palabras que le mostraban tan claramente el cariño de su esposo, no pudo la reina resistir más y prorrumpió en copioso llanto.
 
-No, mi nombre no quiero que lo tenga: no quiero que sea cual yo de desdichada.
 
-Sosegaos, señora -dijo don Ramiro-. Contad que esa agitación y sentimiento pueden seros funestos a vos y a vuestra hija.
 
Y como esto dijo, se salió de la estancia.
 
La princesa fue bautizada con gran pompa al día siguiente, y con efecto no se le puso el nombre de doña Inés. San Pedro el Viejo era la tumba elegida por el rey, y, en triste memoria de aquel lugar, le pusieron Petronila. En cuanto a don Ramiro, reservado como siempre en sus pensamientos, y, como siempre misterioso, continuó yendo todos los días a San Pedro el Viejo para estar a la mira de las obras del claustro.
 
Sólo se notó que desde el nacimiento de su hija cada vez aceleraba más los trabajos y se mostraba más deseoso de que se concluyesen cada día.
 
Todavía se ven en el claustro las parduscas columnas, ora aisladas, ora agrupadas de dos en dos y de cuatro en cuatro, que hizo levantar en aquellos días don Ramiro.
 
Todavía duran los capiteles donde labraron a su vista los mejores artífices de su tiempo flores desconocidas y hojas de familia indescifrable; guerreros que parecen monjes y monjes que tienen trazas de soldados; reyes, obispos, escuderos, monaguillos en concursos y procesiones que, por tal o cual atributo se conocen, no ciertamente por la expresión de los rostros o la propiedad de los vestidos.
 
Allí se ven aún brazos que parecen cuerpos, y cuerpos que parecen brazos; allí caras mayores que los cuerpos que las sustentan, o cuerpos gigantes con rostros de niños.
 
¡Absurdos respetables! ¡Errores que el entendimiento saluda hasta con entusiasmo, porque en ellos se ve comenzar a vivir al arte cristiano!
 
¿Quién dirá hoy cuáles fueron las indicaciones, cuáles las mejoras que el monje rey introdujo en aquellas obras? ¿Quién puede saber los nombres de los artífices que se emplearon, bajo su dirección, en trazar aquellos cuerpos y flores, y en asentar aquellas tosquísimas columnas? Pequeños detalles a los cuales daría valor y aun preciosidad el largo transcurso de los años, cayeron, como tantos otros, de hasta mayor importancia para los hombres, en la sima inmensa que siempre tiene abierta el olvido en la Historia.
 
Dos muy cumplidos gastó don Ramiro en la fábrica, y cuando la vio terminada, no pudo contener una exclamación de alegría:
 
-¡Ya nada me queda por hacer! -dijo.
 
Y de vuelta al alcázar, saludó a su esposa más afectuosamente que solía, y besó con más amor que nunca la frente de la infantita doña Petronila, que ya había aprendido a seguirle con los ojos y a nombrarle padre.
 
Mas cierto que se engañaba el buen rey, porque mucho le quedaba por hacer todavía para lograr sus intentos. Y es fortuna para nosotros; que de otra suerte, pronto habría de dar punto, por fuerza, la crónica curiosísima del mozárabe.
 
 
 
 
== Capítulo XI ==
 
<center> '''Donde se ve que los ricoshombres de aquella edad no eran tan sufridos como otros que andan ahora '''</center>
 
 
 
<div align="right">
Que no quieren tomar rey <br>
sino al que lo merecía.
 
(Romancero viejo)
 
 
 
Ye el frutu de sos amores <br>
coidu recién casada, <br>
retratu del que bien quier,<br>
prenda d’una namorada. <br>
Míralu tienra y sospira <br>
porque el so penar la mata; <br>
..................... <br>
¿Qué fará la probe Tuxa <br>
cuando el so ñeñin s’abrasa, <br>
y ye perdido el so lloru <br>
y á mexoralu non basta?
 
(Poesía asturiana)
</div>
 
 
En un gran salón del alcázar de Huesca, adornado con primorosos artesones de madera, mirábanse reunidos cierto día como hasta quince ricoshombres, los mejores del reino.
 
Pedro de Luesia, el arzobispo, era uno, y otro aquel Roldán tan determinado, y Gil de Atrosillo, y Miguel de Azlor, y Sancho de Fontova, y el viejo Férriz de Lizana, y un cierto García de Peña, y otro nombrado Ramón de Foces, y otro aún, a quien apellidaban Pedro Coruel, y García de Vidaura, y Pedro de Vergues, y cinco más cuyos nombres calla la crónica.
 
Caballeros todos ellos, no hay que decirlo; valerosos en armas, ricos en hacienda, osados y ambiciosos a porfía, basta saber lo que eran para que se suponga.
 
Largo rato pasaron en sabroso entretenimiento, ora repartidos en grupos, ora en general conversación: al cabo se abrió la puerta principal del salón, y dos heraldos anunciaron en alta voz al rey.
 
Los ricoshombres nombrados dejaron entonces su plática, y se adelantaron a recibirle.
 
Don Ramiro parecía más contento que de ordinario, saludó más afectuosamente que nunca a los magnates del reino.
 
Sentose luego en la silla que le estaba preparada, y habló de esta manera:
 
-Bien sabéis, mis buenos caballeros y ricoshombres, cuán a disgusto mío fue el salir del convento y tomar mujer y entender en el gobierno del reino. La salud del Estado fue lo único que pudo moverme a dejar la vida tranquila que traía, y faltar a los votos de monje que tenía hechos. Pues mientras ha sido necesaria mi persona, he atendido a gobernaros como mejor he sabido, si no siempre con acierto, con buena voluntad en todas ocasiones. Mas ahora siento que ya no hago falta por acá, y es hora de que vuelva a la vida penitente, para la cual me juzgo harto más a propósito que para esta que he traído hace tres años. Déjoos una hija que debe sucederme en el trono, según es razón, y con ella, los años adelante seréis más felices que lo habéis sido conmigo. Sólo falta que vosotros la juréis como leales, reconociéndola por legítima señora del reino. Así os lo premie Dios, amén.
 
Calló el rey, y los ricoshombres se miraron unos a otros, sin poder ocultar la sorpresa que este singular discurso les causaba, y comenzaron a hablar entre sí, con poco respeto.
 
-¿No os decía yo que no os fiarais de su aparente calma? -dijo Lizana el primero.
 
-¡Ah! Mal abad de Mont-Aragón -añadió Roldán-, tú tienes la culpa de todo eso.
 
-Sosegaos, Roldán -repuso García de Vidaura-. ¿No oísteis decir que del dicho al hecho ha gran trecho? Todavía ha de verse esto muy despacio.
 
-Lo que yo pienso es -dijo el arzobispo, menos impetuoso que sus compañeros- que, lejos de ofendernos con eso, nos hace un bien muy grande. ¿Qué más podemos desear sino tener por reina a una niña de dos años? Así haremos mejor lo que convenga.
 
-Verdad es, padre -dijo Atrosillo-; por cogulla que sea este, no deja de mostrar sus rarezas, y más indigno es de nosotros tener por monarca a un monje, que tener a una niña de pecho.
 
-Lo del monje no le estorbaba -repuso acaloradamente el arzobispo-. Monjes hay...
 
Pero sin darle tiempo para continuar, dijo gravemente Lizana:
 
-¿Así os ocupáis en miserables propósitos y disputas cuando tenéis el ciervo a tiro de jabalina? Por San Jorge y Santiago, patronos de los caballeros, que no he visto mayor desatinar en mis días. Primero que nuestro interés propio, primero que nuestro gusto están la conversación y defensa de los fueros y leyes que nos legaron nuestros padres. Aunque supiese que el moro había de quemar todos mis castillos, y llevarse prisioneros a todos mis vasallos, no dejaría de oponerme a un contrafuero; y primero consentiría en que me cortasen el puño derecho, con que suelo esgrimir la espada, que no ceder un ápice de nuestros privilegios y leyes y derechos.
 
-Bien dice -exclamaron a un tiempo cuatro o seis de los concurrentes.
 
El arzobispo se encogió de hombros, pero calló; y algunos caballeros, o más dóciles o más rudos que los primeros, se contentaron con herir el suelo con las puntas de los aceros envainados, como en señal de asentimiento.
 
El rey, con quien tan poca cuenta tenían los preopinantes, no oyó unas cosas, de otras no entendió lo que querían decir, y, advirtiendo sólo que nadie le respondía, dijo después de algunos minutos de silencio:
 
-¿Nada se os ocurre, los buenos caballeros? ¿No es verdad que os causa contento mi resolución? Yo no sirvo para gobernaros.
 
Férriz de Lizana, como más autorizado que los otros por sus canas y largos servicios y conocimiento de reyes, tomó al fin la palabra y habló de esta manera:
 
-Grande espanto es, señor, lo que nos causa vuestra resolución, no sólo porque en sí ha de ser dañosa para el Estado, sino más todavía porque tal hayáis determinado sin contar con nuestro consejo. Los reyes en Aragón no tienen, señor, autoridad para tanto: que, así como así, no tienen más que aquella que nuestros antepasados delegaron en ellos en el monte Pano: y vos mismo la debéis a nuestra elección, que no a otra cosa. Dejar vos el trono será gran daño para Aragón en las presentes circunstancias; pero ¿cuánto más no ha de serlo que lo dejéis sin el arrimo y defensa de aquellas leyes que tan glorioso le hicieron ya por el mundo? De mí sé decir que no he de consentirlo.
 
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -gritaron todos al propio tiempo.
 
Don Ramiro se estremeció al oír aquella reprobación unánime y no esperada.
 
-Nobles caballeros -dijo con voz menos firme que la majestad pedía en tal ocasión-: ¿Queréis obligarme a llevar la corona en la cabeza contra mi voluntad? ¿Queréis forzarme a que me falte a mí propio y falte a lo que debo a Dios y a mis votos? ¿No os basta con haberme privado por tanto tiempo de la paz de mi monasterio? ¿No os dejo ya lo que necesitabais, que era sucesión a la Corona?
 
-¡Pobre monje! No le aflijáis -dijo uno de los caballeros a los que más cerca tenía.
 
-¡Triste Cogulla! -exclamaron otros.
 
Férriz de Lizana volvió a tomar la palabra:
 
-Nosotros -dijo- no queremos forzaros a vivir en el mundo, dado que tanto os molesta; lo que deseamos es que no se deroguen las costumbres antiguas del reino, y que las Cortes aragonesas sean llamadas a juzgar en los casos graves, conforme al fuero. Y en verdad os digo, señor, que tengo por la cosa más grave y nueva y desaforada el que mujer suceda en estos reinos. Las Cortes son, señor, y no vos, las llamadas a decidir si hemos de jurar o no a doña Petronila, que no será nunca por mi voto.
 
-Ni por el mío, ni por el mío -dijeron los más jóvenes de la concurrencia, para los cuales era voz de oráculo la del viejo Lizana.
 
Los demás, subyugados también por la autoridad que daban sus experiencias y servicios a Lizana, ora opinasen como él, ora de otro modo, el hecho es que apoyaron con su silencio la negativa propuesta.
 
-Pero ¿quién, si no es mi hija, ha de gobernaros cuando yo me entre en mi monasterio? -preguntó cándidamente el rey.
 
-Eso es cabalmente lo que ha de decidir el reino junto en Cortes -dijo Lizana-, y reyes no faltarán, señor; que los que ya hallaron uno en un claustro, traza se darán para hallar otro en cualquiera parte. Si es que no mudáis de resolución, que sí pienso que mudaréis, aun tengo para mí que el Cielo ha de recompensar vuestro sacrificio dándoos un varón, a quien legítimamente podamos admitir por rey.
 
-¡Un varón! ¡Otro hijo! -exclamó, horrorizado, don Ramiro-. Te perdono, Lizana, porque tú ignoras lo que a mí me pasa, porque no comprendes mis votos; mis culpas... Dios haya piedad de ti, Lizana, que debes de ser gran pecador, cuando tan poca cuenta tienes con que yo lo sea.
 
-Dígoos que no aflijáis al pobre Cogulla, que harto trabajo tiene con ser quien es -repitió uno de los caballeros, más compasivo que los demás, a media voz.
 
Lizana le hizo con un imperioso gesto que callara, y dirigiéndose al rey con afectado respeto, le dijo:
 
-Señor: ni a vos ni al reino conviene que os retiréis de nuevo al claustro. Tal vez sugestiones de malvados os hayan traído a este punto: volved en vos, y pensad en los males que va a ocasionar vuestra conducta, que, con esto comprenderéis cuánto más ajustado sea a la doctrina de Cristo el quedaros que no el iros, y el gobernar en paz y justicia estos reinos, que no el orar al pie de los altares; pues hombres para orar hay muchos, y para ser reyes, y reyes buenos, siempre son pocos en el mundo. Vuestra hija será reina casándose con uno de los poderosos reyes vecinos; y para Aragón os dará Dios luego un varón como conviene.
 
Todos los circunstantes aprobaron con señas o sonrisas el discurso del artificioso viejo. Mas el rey frunció el ceño y gritó desesperado:
 
-¡Un hijo! ¡Un hijo! Jamás. No eres tú quien hablas, Lizana: es el demonio mismo, el demonio que ve que se le escapa ya mi alma... Vade retro, espíritu de las tinieblas: vade retro, que ya te conozco y no te aprovecharán tus artificios: así, ni más ni menos, me decías hace tres años, los tres años, ¡ay!, de continuo suplicio en que me has tenido sujeto al trono.
 
Los caballeros opinaron unánimemente que el rey estaba loco. La contradicción le encendía el alma, dándole una expresión mucho más exaltada y extraña que cuando comunicó su resolución a doña Inés; y esta tenía para él harto más benevolencia que los ricoshombres presentes. Y, sin embargo, doña Inés le juzgó ya por loco; ¿qué tenía, pues, de particular que por tal le tuviesen los ricoshombres?
 
-Pero señor -fue a replicar Lizana.
 
-No, no escucho nada: jurad por reina a mi hija, juradla al momento -dijo el rey brotando llamas por los ojos.
 
-Démosle gusto, Lizana -dijo tímidamente el arzobispo como temeroso de nueva repulsa-: su hija de dos años será un rey a pedir de boca, y, poco importan las costumbres del reino, si con tan general provecho las alteramos.
 
-Habláis, reverendo arzobispo -dijo Lizana-, como quien no tiene hijos que hereden su grandeza y sus derechos. Para vos todo está encerrado en vuestra persona; mas nosotros tenemos que mirar por nuestros descendientes. Y si hoy, porque nos aprovecha, alteramos el derecho de suceder, que sabiamente adoptaron nuestros padres, para estorbar que por manera de rebaño fuésemos dados en dote de una princesa heredera, a cualquier rey extranjero, perdiendo patria, poder y gloria en un punto, ¿cómo podremos restablecerlo en lo sucesivo? ¿Ni cómo habremos de exigir que se guarden los fueros del reino en otras cosas, si en esta conspiramos a que se quebranten?
 
Dijo esto último Lizana en voz alta, de modo que bien lo oyera el rey.
 
-¿Conque es decir -dijo este- que desobedeceréis claramente mis mandatos?
 
-Es decir -contestó Lizana-, que en obediencia de los fueros y costumbres antiguos no podemos admitir como reina a doña Petronila; y que haréis muy bien en conformaros con permanecer en el trono hasta que Dios os conceda un hijo.
 
La sangre de su abuelo Ramiro I, el que libró a su madrastra de la hoguera, y murió como tan bueno en Graus; la de su padre Sancho Ramírez, que pereció también atravesado por saeta mora; la de su hermano don Pedro, que conquistó a Huesca, y la de aquel otro valentísimo hermano que acababa de morir en Fraga, bullía al cabo en sus venas. Y poderosamente excitado por sus ideas religiosas que los ricoshombres contrariaban, y por el cariño de padre que desconocían, la cólera y el esfuerzo, que habían dormido en él por tanto tiempo, se despertaron en un punto.
 
-Necios sois y traidores -les dijo-, que no prudentes y caballeros. Me habéis traído a la perdición, ¿Y ahora os burláis de mis penas? No será por mucho tiempo: idos, que voy a disponer las cosas de modo que os arrepintáis de vuestra insolencia. No, no tendréis en mí, en adelante, al príncipe complaciente que habéis tenido hasta ahora: lobo hambriento he de ser para vosotros, supuesto que queréis que lo sea. Idos al punto de mi presencia.
 
Al decir estas palabras, sus ojos, por lo común apagados, brotaban fuego; su fisonomía, decaída, cobró una expresión y una fuerza espantables.
 
Los grandes, más bien maravillados que no acobardados por aquel arranque de ira, se dirigieron hacia la puerta sin responder palabra.
 
Los hombres de armas la guardaban.
 
-Oíd los de la mesnada -dijo Férriz de Lizana-: ¿de qué casa es vuestro pendón?
 
-Somos, señor -respondieron los hombres de armas-, de la casa de Azlor.
 
-Ea, pues, Miguel de Azlor -repuso Lizana dirigiéndose al ricohombre de tal apellido, que venía detrás de todos-, mandad a los vuestros que no dejen entrar ni salir a nadie por esta puerta sin nueva orden. A nadie, ¿entendéis? No haya excepción en ello. Y vosotros, Roldán, Gil de Atrosillo, Vidaura, corred a vuestras mesnadas, aquí y allá puestas de guardia en el alcázar, y que no dejen salir ni entrar a nadie tampoco, so pena de la vida.
 
-Vasallos, ¿os atrevéis a prender a vuestro rey? -gritó don Ramiro al oír aquellos extraños mandatos.
 
-No nos atrevemos -replicó Lizana- sino a defender nuestros fueros.
 
-Temed, caballeros malos, mi cólera cuando logre desasirme de vuestros lazos.
 
-Es que acaso no lo logréis -respondió bruscamente Roldán.
 
Y volviendo las espaldas, se alejaron los ricoshombres hablando o riendo siniestramente sin curarse de sus gritos y amenazas.
 
Oyose, aunque a distancia, claramente la voz de Lizana, que decía:
 
-No os burléis de sus amenazas, que ya las cumplirá él si le dejamos cumplirlas. A fe que consejo no le falta, pues ya sabéis el que le dio el mal abad de Tomeras; y bien pudiera juntar este con el que le ha dado el de Mont-Aragón de dejar el trono. Y que dejara el trono, pase, pero dejarnos a nosotros sin cabezas, eso no, pues la mía, al menos, se halla muy a gusto sobre mis hombros.
 
Una carcajada general de los ricoshombres respondió a estas palabras.
 
El rey quiso salir detrás de ellos, pero por más que hizo no pudo ya; los hombres de armas, caladas las viseras y bien empuñadas las partesanas, le cerraron el paso como si no le conociesen.
 
Don Ramiro se desesperó y con razón que le sobraba.
 
No contar con esta resistencia de los ricoshombres había sido imprevisión notable; mas el monje no lo atribuyó a eso, sino más bien a enemistad del Cielo, que quería quitarle los medios de hacer penitencia y de morir en gracia.
 
Su cerebro, enflaquecido con la continua meditación religiosa y lleno de preocupaciones y de misteriosas historias, parecía no conllevar ya el menor peso que echase sobre él la mala fortuna.
 
Dos o tres veces rogó a sus guardias que enviasen por el abad de Mont-Aragón, a fin de que al punto le absolviese, aunque hubiera de dejar abandonada la empresa de coronar a su hija; pero los fieles soldados no hicieron caso de sus ruegos.
 
Su imaginación comenzó entonces a representarle como posible que los ricoshombres quisieran asesinarle; y, antes que no la muerte, espantábale el perder la vida sin haber hecho penitencia. Y al propio tiempo el gran impulso de ira que excitaron en él las palabras descomedidas de los grandes se iba convirtiendo en abatimiento; la reacción fue horrible.
 
Así pasó el resto del día, encerrado y preso en su propio alcázar el rey de Aragón, y en el entretanto toda Huesca era rumor, toda armas, toda aprestos de guerra.
 
De una parte, los ricoshombres atendían a llevar adelante sus empeños; y aunque vacilando aún sobre lo que les conviniese hacer, disponíanse ya para resistir a los amigos del rey, si los tenía, y a los reyes extranjeros que por piedad o por ambición pudieran tomar parte en la contienda.
 
De otra, el pueblo, a quien rápidamente habían llegado, como suele acontecer, las nuevas del suceso, y no poco alteradas como siempre, más asombrado que resuelto, vagaba por acá y por allá llenando en copiosas muchedumbres calles y plazas; pero sin expresar ningún sentimiento de aprobación ni de cólera.
 
Y los servidores de la casa del rey, amedrentados, huían o se escondían, que suele ser costumbre de tales gentes en ocasiones como ella.
 
En tanto, la reina doña Inés, harto acostumbrada ya a no ver a su esposo, ignoró por muchas horas lo que ocurría.
 
Hallábase asomada en un ajimez del alcázar, desde donde miraba correr las aguas de la Isuela, formando cien revueltas por entre los sotos frondosos de sus orillas.
 
Allí procuraba divertir sus ojos con las hermosas vistas que se descubrían; mas, ¿cómo apartar de su mente tan negros pensamientos como la acosaban?
 
A su lado estaba Castana, con la tierna princesa en los brazos. De cuando en cuando volvía el rostro la madre y aplicaba sus labios con indecible deleite en el rostro de la hija; y aun a veces la bañaba en llanto, que luego cuidadosamente secaba con una finísima fazalella o pañuelo de aquellos que, ya por entonces, venían de Flandes.
 
Sonaron dos golpes discretos a la puerta de la estancia, y Castana fue a abrirla, llevando en brazos a la princesa.
 
Nunca lo hubiera hecho, porque en el propio tiempo que abría, saltaron sobre ella dos guerreros, y arrancándole el uno a la princesa de los brazos, se la dio al otro, diciendo:
 
-Ponedla en seguro -y este desapareció como un relámpago.
 
Castana prorrumpió en un grito lastimero y cayó contra el muro desvanecida.
 
Doña Inés volvió el rostro al oír aquel grito. Mirar y ver que no estaba allí su hija fue obra de un instante, y dirigiéndose a aquel de los guerreros que había permanecido en la estancia, le asió del brazo con fuerza y le dijo con voz temblorosa:
 
-¡Mi hija, mi hija! ¿Quién sois? ¿Adónde va mi hija?
 
El guerrero se alzó la visera y la reina reconoció en él a Roldán.
 
-¿Adónde se han llevado a mi hija, Roldán? ¿Esto os ha mandado el rey?
 
-Confiad, señora, en quien la tiene en sus manos -respondió el caballero.
 
-No, no confío en nadie. ¿Dónde está? ¿Dónde está mi hija? -exclamó la reina.
 
Y seguida de Castana, que había ya vuelto en sí del momentáneo desvanecimiento que le causara aquel acontecimiento inesperado, se precipitó por la puerta, sin saber adónde iba.
 
«¡Pobre mujer! -dijo para sí Roldán, que, aunque ambicioso y fiero, no carecía de la sensibilidad caballeresca de su tiempo-. Ya se lo decía yo a Lizana; pero él discurre a fuer de prudente. ¿Cómo hemos de dejar escapar tan importante presa y rehenes? Acaso la prisión del rey no sería nada sin esta. Tristes tiempos y ocasiones vamos alcanzando; no puede uno siquiera ser galante con las mujeres, que es lo primero que le enseñaron sus padres».
 
En estos pensamientos embebecido, se alejó por opuesto camino del que había traído la reina.
 
 
 
 
==Capítulo XII ==
 
<center> '''De cómo Aznar Garcés era hombre que solía hallar todas las puertas abiertas '''</center>
 
 
 
<div align="right">
¡Ay Dios, qué buen caballero <br>
el maestre de Calatrava!
 
(Romance de viejo) </div>
 
 
La reina y Castana recorrieron diversas salas y aposentos, bajaron y subieron escaleras, cruzaron anchos corredores, sin sentir otro ruido que el que producían sus pisadas.
 
-¡Mi hija, mi hija! -gritaba la reina de cuando en cuando, pero en vano.
 
Y el caso era que no sabía si por mandado de su esposo se la habían quitado o no; si estaba o no segura de su vida misma.
 
Al cabo de mucho andar y revolver llegaron a una puerta donde se hallaban de guardadores dos hombres de armas. La reina, sin verlos siquiera, se lanzó a la puerta; pero los hombres de armas cruzaron delante de ella los hierros de sus partesanas, y le impidieron que entrase.
 
-¿Qué hacéis? -dijo doña Inés-, ¿sabéis que os oponéis al paso de la reina?
 
Los hombres de armas no respondieron, y tranquilamente se apoyaron sobre sus partesanas, como antes estaban.
 
Doña Inés comprendió que aquello podía muy bien tener relación con el rapto de su hija.
 
-¿Sois vosotros -tornó a decirles-, los que guardáis a la princesa? Dejadme que entre y le dé siquiera un beso: mirad, guerreros, que soy su madre.
 
No respondieron ellos tampoco; pero en aquel momento salió de lo interior de la sala un hondo gemido.
 
Doña Inés se estremeció: la voz era muy conocida de ella, y penetró en sus entrañas.
 
-¿Quién está ahí? -exclamó llena de horror.
 
Otro gemido más doloroso que el anterior volvió a escucharse.
 
Doña Inés, sin poderse contener más, se arrojó a la puerta; mas los soldados volvieron a cruzar las armas y uno de los hierros hirió levemente su mano derecha.
 
Al ver correr la sangre de su señora, Castana se abrazó con ella, gritando:
 
-Estáis herida, señora, herida. ¡Favor, favor, que han herido a la reina!
 
Oyéronse entonces unos pasos un tanto presurosos en lo interior de la estancia, y uno de los hombres de armas dijo al otro:
 
-Oye, Corberán: paréceme que nuestro prisionero se levanta y que viene hacia acá; bueno será que entres adentro, mientras yo guardo la puerta.
 
Y en esto, las sombras de la noche habían inundado completamente el espacio; los aposentos del alcázar se miraban todos en la mayor oscuridad; no se oían por ninguna parte escuderos ni servidumbre; las únicas personas que ocupaban el lugar de la escena eran aquel hombre de armas que había quedado plantado en mitad de la puerta, inmóvil y silencioso, y a poco trecho dos mujeres llorosas y aterrorizadas, que eran la reina doña Inés y Castana.
 
Una sola antorcha sujeta a una escarpia del muro alumbraba el sitio.
 
De pronto, se reflejó en el suelo una figura negra y corpulenta, que venía de la parte de las sombras, y al revolver un ángulo del corredor acababa de ser descubierta por la luz de la antorcha.
 
Doña Inés no pudo reprimir un ¡ay! de espanto; Castana, por el contrario, lanzó un grito de alegría.
 
-¿No ves, Castana? ¿No tiemblas? -dijo la reina.
 
-Lejos de temblar, señora mía, no quepo en mí de gozo; es el almogávar, aquel almogávar que salvó la vida a mi señor el rey el día de las fiestas.
 
-¿De veras? -exclamó llena de júbilo la reina-. ¡Oh! Pues que corra al punto, porque dentro de ese aposento he oído gemir a mi esposo; era él, era él, y Dios sabe si lo habrán muerto los asesinos que me han robado a mi hija.
 
-Confiad, señora, en su valor, que él es capaz, según yo creo, de acabar solo con todos los asesinos del mundo.
 
A la sazón, el almogávar caminaba por el corredor adelante, como hombre que bien conocía y que solía transitar por allí. Pero como se encontraba casi en la oscuridad, no le era dado distinguir las dos mujeres al que venía, bien que a él clarísimamente le distinguieran ellas.
 
Castana se le acercó silenciosamente, y tocándole en el brazo con dulzura, le dijo:
 
-Aznar, Aznar, ¿quieres servir de nuevo al rey en cosa en que acaso le vaya la vida?
 
-¿Quién eres? -respondió el almogávar-. ¿Eres, por ventura, alguna dama encantada, de esas que dicen que suelen habitar en estos palacios y castillos? ¿De qué rey me hablas? Si fuera del de Aragón, mi señor, no tienes más que disponer de toda mi sangre en su servicio; mas si es de algún rey moro, de aquellos que levantaron este alcázar, no digas más, que soy cristiano, aunque pecador, y mis abuelos fueron godos por todos cuatro costados, y, antes que no a servir, aprendí a matar reyes de esa laya. Y aun si quieres que te desencante y está en poder humano, yo lo haré de muy buena voluntad, que, puesto que seas mora, todavía ha de valerte la dulzura de tu voz y la hermosura que en ti estoy imaginando.
 
-Menos imaginaciones, señor almogávar, y vamos a las obras. Yo no soy mora, ni estoy encantada, ni soy otra cosa que la honrada Castana, doncella de la reina doña Inés, a quien sirvo, la cual está aquí a nuestro lado, toda llorosa, porque en aquel aposento frontero ha oído gemir muy tristemente a su esposo el rey don Ramiro, y recelaba que le haya acontecido alguna desdicha.
 
-¿Conque eres tú, Castana? ¿Tú a quien vengo buscando? -replicó el almogávar-. ¡Pecador de mí que no te haya conocido! Y es que tu voz está alterada: ¿será posible que le haya acontecido al rey alguna desdicha? ¿Quién osará ofenderle que no muera al punto a mis manos?
 
-Sálvale, almogávar, sálvale -dijo entonces la reina doña Inés, señalándole la puerta.
 
-Ten, ten -repuso Castana-. Hay dos hombres de armas en el aposento: cuenta con que te negarán la entrada.
 
-¿Qué es negar? -repuso con terrible acento el almogávar y echó mano a sus dardos. Lo distante del lugar donde esta conversación pasaba y la casi oscuridad del corredor impidieron que el atalaya advirtiese, al pronto cuántas eran las personas que hablaban; que puesto que divisase al lejos los bultos, creyó por algún tiempo que eran los que hacían las mujeres que había despedido, sin reparar en la figura del almogávar. Las últimas palabras dichas por este con fuerte acento le dieron a conocer que había allí un hombre, y a tiempo que Aznar Garcés, pues tal era, como sabemos, el nombre entero del almogávar, ponía mano a sus dardos, preguntó con voz de trueno:
 
-¿Quién va?
 
-Un escudero del rey -respondiole Aznar-, que os manda que dejéis libre esa entrada para él y estas damas que con él vienen.
 
-Pues volveos por otro camino, escudero -repuso el otro-, que no hay por aquí paso esta noche.
 
-Sí lo habrá -dijo Aznar-, aunque haya de servir de escalón tu maldito cuerpo.
 
Y asestando contra él uno de sus dardos, le partió el corazón, de suerte que no acertó a dar un gemido.
 
-¡Que no le mate! -exclamó la reina.
 
-Rogad a Dios por su alma -respondió Aznar. Y apartando el cadáver de la puerta, sin otra ceremonia que un puntapié, entró adelante, seguido a alguna distancia por la reina y Castana.
 
Halláronse primero con una antesala estrecha, y de allí pasaron a un aposento vacío, en el fondo del cual se descubría una puerta, por cuyas rendijas salían los reflejos de una luz opaca y casi perdida en aquel aposento tan ancho.
 
Al llegar como a la mitad de este aposento la puerta se abrió, y apareció ante ellos el otro hombre de armas, que, sin duda, volvía a reunirse con su compañero, el que quedó de atalaya. Y no hay más sino que lo logró, aunque no como él imaginaba. Porque a este ni aun le dejó preguntar quién va el almogávar, sino que desnudando la corta y ancha espada que llevaba al cinto, se fue para él, gritándole al propio tiempo con salvaje alarido:
 
-¡Vas a morir!
 
Sorprendido el contrario, apenas tuvo tiempo bastante para esperarle con la partesana.
 
Aznar, de un solo golpe cortó el robusto mango de roble de aquel arma, y echó a tierra la cuchilla. Dando en seguida un salto y otro alarido horrible, le asió con la siniestra mano por el cuello, y con la diestra le sepultó en el pecho la hoja de su espada.
 
Aquel hombre de armas cayó, como el otro, sin darle tiempo la muerte para que articulase una queja.
 
Al sentirse el ruido de la caída apareció en el umbral de la puerta el rey don Ramiro, trayendo en la mano una pequeña lámpara, de donde salía la escasa luz que, desde antes, se percibía.
 
No bien apareció, doña Inés se adelantó precipitadamente a encontrarle, y el almogávar, envainando la espada, se paró ante él con respetuosa apostura.
 
-¿Erais vos, don Ramiro? -dijo la reina.
 
-¿Erais vos, doña Inés? -dijo el rey.
 
-¿No os han hecho nada, esposo mío? -añadió aquella.
 
-Nada, si no es tenerme preso -contestó este-. ¿Paréceos poco para vasallos? Mas ¿por qué gritabais hace poco? No sé cómo habéis podido llegar hasta aquí.
 
-¿Cómo? -exclamó Castana-. ¿No veis quién viene con la reina? Es Aznar, Aznar, aquel valiente almogávar que os salvó en otro tiempo la vida; él ha derribado a sus pies cuantos estorbaban el paso; no lo hay más valiente en el mundo.
 
-¿Has muerto tú sólo a los dos guardas de esta puerta? -dijo el rey, reparando entonces en los dos cadáveres sangrientos tendidos a no muy larga distancia en el suelo.
 
-Perdonad, señor -contestó Aznar-, perdonadme, que en Dios y en mi ánima creí serviros con ello.
 
-Al contrario, Aznar amigo; ¡cómo podré pagarte lo que te debo! ¡Te has perdido por hacerme favor! Las puertas están tomadas, te cogerán aquí dentro y te matarán.
 
-Ya abrí yo, señor, entrada, a pesar de los mesnaderos, que Dios confunda. Venid conmigo, si queréis, al postigo que da a la puerta Desircata, y lo hallaréis de par en par, porque los dos hombres de armas que lo guardaban cayeron muertos como estos.
 
-¿También, Aznar?
 
-También, señor, quisieron vedarme la entrada y...
 
Parose aquí un tanto confuso el almogávar, a pesar de su impavidez natural.
 
-¿Podremos huir por allí? -continuó el rey sin reparar en ello.
 
-Sí, podréis -respondió Castana al punto-, que yendo con Aznar no ha de aconteceros desdicha alguna.
 
-Podreislo bien, según pienso -dijo Aznar modestamente.
 
-Apresurémonos, pues -repuso el rey.
 
-Tened, señor -dijo Aznar-. Será bueno que os arméis; yo le quitaré el casco, y cota, y espada a este malsín que es muerto, y servirán para vos, si bien os place.
 
-¡Armas! -exclamó el rey-. ¿Hallaremos, por ventura, quien me cierre el paso?
 
-¡Quién sabe! -respondió el almogávar meneando la cabeza.
 
-¡Oh! Pues entonces no os expongáis -dijo doña Inés-. Quedaos aquí. ¿Qué mal han de haceros vuestros vasallos?
 
-No se prende a un rey por lealtad ni por cortesía, doña Inés: dígoos que no sé la suerte que podrían depararme. ¿Y aun creéis que esto vaya encaminado contra mí sólo? ¿No adivináis que la causa de mi prisión es que quieren esos ricoshombres arrebatar el trono a nuestra hija?
 
-¡Ay de mí! -prorrumpió entonces doña Inés, dejando correr un mar de llanto-. Yo inquieta, temerosa, horrorizada, por no daros mayor pena, os he estado ocultando lo que pasa. ¡Me han quitado a nuestra hija! ¡Me la han robado! ¡La he buscado por todo el alcázar y no he podido dar con ella! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Adónde la habrán llevado? ¿Qué es lo que van a hacer con mi hija?
 
-¡Eso me ocultabas, doña Inés! -dijo don Ramiro al punto-. Y ¿cómo dejasteis que os la arrancaran de los brazos?
 
-¡Ah! De la propia suerte, señor, que vos dejasteis que os prendiesen -dijo doña Inés sollozando.
 
El rey notó que el rubor le quemaba las mejillas, y volvió a sentir en sus venas la excitación poderosa de dignidad y de ira que tanto maravilló a los ricoshombres, en la mañana de aquel propio día.
 
-Está bien, doña Inés -respondió-. Yo vengaré la afrenta mía y a la par rescataré a nuestra hija. Por su vida no temáis, que harto les importa a los grandes conservarla en rehenes. Quedaos en este alcázar hasta que yo venga, que a vos tampoco han de faltaros en cosa alguna: antes les convendrá que mostréis conformidad con vuestra suerte. Aznar, trae acá esas armas.
 
El almogávar le ayudó a que se las vistiese, no sin gran dificultad, porque el rey, a pesar de su buen ánimo, éranle harto molestos aquellos desusados atavíos.
 
No bien le vio armado, dijo el almogávar, si con gran respeto, no con menor firmeza:
 
-¿Vamos, señor?
 
-Vamos -respondió el rey-. Doña Inés, ¿no daréis a vuestro caballero alguna presea o divisa? Voy a hacer mis primeras y últimas armas: favorecedme con la protección de vuestro nombre.
 
Doña Inés no respondió por de pronto. Mas arrancando de su cintura una cinta blanca muy ancha y bordada de oro, la ató en el brazo de su esposo, diciéndole al propio tiempo:
 
-Ahí van mi color y mi mote, don Ramiro.
 
El rey miró las letras, primorosamente bordadas en la cinta, y leyó de esta suerte: Sin esperanza.
 
-¿No la tenéis de ver más a nuestra hija?
 
-Cruel sois, señor -repuso la reina, y se cubrió el rostro con las manos.
 
Don Ramiro la saludó tiernamente, y salió de la sala seguido de Aznar.
 
Durante esta corta conversación, el almogávar había dado señaladas muestra de impaciencia; y al verla terminada, echó a andar de prisa como para estimular el paso del rey.
 
Castana, que había recogido la lámpara de manos de don Ramiro, fue a alumbrarlos algún trecho, hasta que dieron con una estrecha escalera de caracol, que bajaba a uno de los patios del alcázar.
 
Al despedirse allí, se inclinó Castana al oído del almogávar, y le dijo:
 
-Si no llevas divisa ni mote, contigo sí que va mi esperanza, Aznar: cuida, que mucho confío en ella: cuida que no me la pierdas, y que te vea yo volver sano y salvo. Pero no vuelvas por Dios a querer desencantar ninguna mora, aunque por ahí vuelvas a encontrarte otra noche en un pasadizo casi a oscuras.
 
El almogávar fijó en ella los ojos con harta mayor dulzura que solía. Y notando el subido color con que la vergüenza bañaba sus mejillas, y la apasionada expresión de queja y cariño de sus ojos, le contestó:
 
-Yo cuidaré de tu esperanza, muchacha; que puesto que hasta ahora no haya estimado la vida en valor de un ardite, al verte a ti interesada por ella se me antoja que es cosa de algún precio.
 
No hubo tiempo para más.
 
Don Ramiro y el almogávar desaparecieron en la primera revuelta de la escalera, y Castana volvió al aposento donde había dejado a la reina, a la cual halló ya puesta de hinojos y orando.
 
La pobre muchacha, por más que amase a los reyes y se interesase por su buen servicio, no pudo menos de echar de menos la compañía de Aznar, de que, según dejó entender entre dientes, solía disfrutar todas las noches a aquella hora misma. ¿Y quién sabe lo que para su coleto diría Aznar, si como parece, venía buscando a Castana sola, cuando tropezó con los hombres de armas y doña Inés y don Ramiro, puesto que buscando amor se encontró por azar con aquellos peligros y tuvo que derramar sangre en vez de pronunciar palabras tiernas? Razón tenía el almogávar para quejarse de su fortuna; pero tal era él, y tan dado a las armas, que no parece probable que lo hiciese, no obstante.
 
 
 
 
== Capítulo XIII ==
 
<center> '''Comienzan las pláticas y aventuras del valeroso caballero don Ramiro de Aragón y su escudero Aznar Garcés '''</center>
 
 
 
<div align="right">
Muerta la lumbre solar <br>
iba la noche cerrando, <br>
y dos jinetes cruzando <br>
a caballo el olivar... <br>
Llevan, porque se presuma <br>
quién de los dos vale más, <br>
castor con cinta el de atrás, <br>
y el de delante con pluma.
 
 
(El capitán Montoya, cuento nuevo) </div>
 
 
Al pisar el patio del alcázar el fugitivo rey y su compañero, tropezaron con una mesnada que vería haciendo la ronda.
 
-¿Vamos a ellos, Aznar? -dijo don Ramiro.
 
-No por cierto -respondió el almogávar- si podemos engañarlos. Reservémonos las fuerzas para más adelante, que si Dios no lo remedia, no han de estarnos de sobra las que tengamos.
 
-¿Quién va? -preguntaron los de la ronda.
 
-Mesnada es de Férriz de Lizana -respondió Aznar.
 
Y sin mas pasaron unos y otros adelante.
 
-Mucho sabes, Aznar -dijo el rey-. ¿Quién te ha enseñado que con ese nombre nos dejarían libres?
 
-¿Quiénes habían de ser -replicó el almogávar- los desleales que os pusieron prisionero, sino vuestros ricoshombres? ¿Ni qué otro había de ser cabeza de tal rebelión si no era Férriz de Lizana?
 
En esto llegaron al postigo que buscaban, y lo hallaron abierto, sin otra guarda que los cadáveres de los dos hombres de armas que allí mató Aznar.
 
-¿Sabes, Aznar -dijo el rey, santiguándose-, que tienes cosas muy extrañas? ¿Por qué se te ocurrió forzar este puesto y entrar en el alcázar?
 
Aquí el almogávar se halló por segunda vez embarazado, sin acertar a dar respuesta. Al cabo, como si no hubiese atendido a lo principal de la pregunta, respondió de esta manera:
 
-Llegué al postigo, sin saber que esos pobres diablos lo guardaban, y díjeles como tenía licencia y autoridad de vos para entrar en el alcázar cuando se me antojase. Oír esto y soltar la carcajada los muy perros, fue todo uno: «Váyase el mendigo», exclamaba este. «No hay moneda que darle», decía el otro. «¿Quieres una mala capa con que arroparte?», preguntó el primero; y el segundo me ofreció burlescamente un jubón hecho jirones, que halló entre las inmundicias de la calle. «Sois nuevos en armas -les dije-; sin duda no habéis visto almogávares, ni hasta aquí supisteis de ellos; mas yo os daré lección tal que otra no necesitéis en la vida». Y diciendo y haciendo, puse mano a mis armas, y San Jorge me ayudó y di con entrambos en tierra. Pero ya estamos fuera de la puerta, señor; apretemos el paso, porque temo que nos persigan. Aquella ronda que encontramos en el patio del alcázar se encaminaba, por lo que vi, a los aposentos que acabábamos de dejar; y no bien noten nuestra falta, enviarán caballos ligeros a que sigan nuestras huellas.
 
No dejó de ocurrírsele alguna observación a don Ramiro sobre el tal relato; pero las últimas palabras del almogávar le hicieron olvidarla, fijándose sólo en lo que más a la sazón le importaba. Y por largo rato ni don Ramiro ni el almogávar hablaron palabra.
 
El rey fue quien primero rompió el silencio, diciendo:
 
-¿Adónde me guías, Aznar?
 
-A la montaña, señor, adonde hallemos seguro por lo pronto; que luego será tiempo de pensar en otra cosa.
 
-Es que yo quisiera reunir vasallos y armas con que contrarrestar a esos empedernidos ricoshombres.
 
-Ni unos ni otros han de faltaros, que así aquellos montes como los vecinos de Cataluña andan poblados de almogávares, que es gente entre la cual no distinguiríais un hombre de otro, más que uno de otro negro africano, de los que alguna vez traen los moros. Por allí hay hartas fragosidades donde escondernos, y amigos que nos ayuden; pero lo primero es salir de este llano maldecido donde los caballos pueden atropellarnos a mansalva, y llegar a tierra de espinos y guijarros. Luego de monte en monte iremos hasta donde convenga.
 
-¿De qué gente hablas? -dijo el rey-. Mira, Aznar, que yo no me fío de nadie.
 
-Fiaros debéis de estos que digo, que no son los ricoshombres y caballeros que os desacatan, sino de los leales montañeses que guardan la frontera.
 
-Paréceme, Aznar, que tú andas descontento de mis ricoshombres, y que no es de ahora el rencor que les muestras.
 
-Confiésoos, señor, que no gusto de verlos hartos de oro y poseedores de ricos castillos, y soberbios y lujosos, mientras yo duermo sobre las piedras, y me alimento con la carne de las fieras que mato, y la hierba que cojo con mis propias manos.
 
-Eso es murmurar de Dios, Aznar: no todos han de ser grandes en la tierra.
 
-Ni todos reyes, señor: nosotros los hijos de la montaña no queremos sino que uno sólo nos mande, ni más que a uno sólo respetamos como vasallos. Sea este rico, sea este honrado, sea este poseedor de joyas y castillos, y todos los demás obedezcan y repartan entre sí los bienes de este mundo, que es lo que quiso nuestro Redentor.
 
-No pensaba yo que tan buen discurso tuvieses, Aznar. Sabes demasiado para tus años y para la vida que traes. Paréceme al oírte que estoy oyendo a mi difunto padre, al abad, digo, de San Pons de Tomeras, que es a quien yo tenía por tal hasta que Dios se lo llevó para sí. Y en verdad -añadió suspirando- que si yo hubiera seguido sus consejos, no me vería en el trance que me veo.
 
-No sé qué consejos serían los del santo abad; pero de mí sé decir que me habría parecido más espléndida la Misleida el día de vuestra coronación y jura, a hallar debajo de sus bóvedas algunas cabezas menos y algunas sepulturas más, con sus mármoles y letreros de oro.
 
-Siempre sangre, sangre; yo no sé, yo no quiero derramarla jamás.
 
-Pues ya sabéis que dice el adagio que «la letra con sangre entra», y...
 
-¿También sabes de adagios, Aznar?
 
-Los de esta especie, señor, se aprenden muy pronto en la montaña; y eso que no hay por allá más letras que la de los misales de las ermitas y monasterios.
 
-¿Y aprendéis también por allá los nombres de los ricoshombres rebeldes? Porque antes te oí señalar como tal a Férriz de Lizana.
 
-Los nombres, no; pero aprendemos a conocerlos; así es que no bien miré el rostro a ese viejo Lizana, se me vino en mientes que lo era.
 
En tales pláticas iban pasando el tiempo y andando leguas; el almogávar, con la facilidad de quien eso hacía por costumbre; don Ramiro, con la dificultad de quien jamás había caminado a pie por largo espacio, ni había llevado a cuestas peso tan grave como el de una armadura de hierro.
 
Al cabo de tres horas de camino, el rey se sintió completamente rendido y se sentó sobre una piedra.
 
-La noche está oscura -dijo- y aún faltan muchas horas para el alba; bien podemos descansar un poco, Aznar.
 
-No lo permita Dios, señor; antes haced un esfuerzo y salvémonos en la cercana montaña.
 
-No, no puedo dar un paso; primero consentiré que me cojan los rebeldes.
 
-Ea, pues, cargaros he sobre mis espaldas. Subid, y os llevaré como pueda hasta allá.
 
-Eso no, mi fiel Aznar; sería inútil huir de tal suerte. Nos alcanzarían al punto, y, tan rendidos, que ni siquiera podríamos defendernos.
 
-Es verdad, señor; ¿pero qué hemos de hacer? Pararnos aquí es imposible sin correr gravísimo riesgo.
 
En aquel momento se oyó, no lejos de allí, el ladrido de un perro y el canto de un gallo.
 
Aznar se dio una palmada en la frente, como si alguna idea feliz se le ocurriera, y dijo al rey:
 
-Esperadme aquí un instante, yo os traeré caballo donde podáis ir a vuestro placer.
 
-¡Oh, no, Aznar! -respondió el rey-. Mira que yo no me atrevo ya a montar a caballo; no he montado desde el día en que nos conocimos. No pienso montar más en mi vida.
 
-Voto va Dios.
 
-¡Aznar!...
 
-Perdonad que jure, señor; perdonadme, que así me criaron en la montaña, y mi lengua no acierta a contenerse como mi brazo no sabrá jamás abandonaros.
 
-Te perdono, te perdono; mas no hay que hablar de lo del caballo, Aznar. Tú no sabes tampoco lo que me sucede: tú no sabes tampoco lo que pesa sobre mí.
 
Y al decir esto, el semblante del rey parecía inmutado; miraba al cielo y a Aznar, y temblaba.
 
El almogávar anduvo suspenso por algunos instantes, sin saber qué partido tomar ni qué hacer en tan extraño caso.
 
-Señor -dijo luego al rey-, ¿queréis que a vos os prendan de nuevo los ricoshombres y a mí me maten sin remedio en castigo de la fidelidad que os he guardado? Y no hablemos de mi vida, porque vos no debéis tenerla en más que yo la tengo, que en harto poco es; pero de vos, señor, de vuestra prisión, ¿cómo hemos de hablar con paciencia? ¡Ah! Yo recuerdo bien que prometisteis a la reina, mi señora, vengar vuestras afrentas y aun rescatar a la princesa vuestra hija.
 
No obstante su fiereza, el almogávar se mostraba entonces un tanto vencido al dolor; y este sentimiento que se traslucía en sus palabras hacíase mayor y más elocuente al contemplar la poderosa expresión de su semblante y la enérgica resolución que asomaba a sus ojos.
 
-¡Aznar! -exclamó el rey-, tus palabras me penetran en el corazón, porque yo deseo rescatar a mi hija y deseo salvar tu vida. Mas no puede ser de esta suerte que me dices. Oye -añadió bajando la voz y acercándose al almogávar, como si otro que él pudiera oírlo, en medio del campo anchuroso donde se hallaban-, oye, Aznar, sábete que fue permitido del Cielo que el caballo mío se desbocase aquel día. Yo tengo pecados, muy grandes pecados que purgar en el otro mundo, y si ahora mismo vivo no es sino por misericordia sobrada de Dios. No me hagas tentar de nuevo esa misericordia: vete, vete tú de mi lado y sálvate y abandóname.
 
-Jamás, señor -respondió Aznar-; ¡qué poco conocéis a los almogávares! Ni a sol ni a sombra, ni de noche ni de día, ni en poblado ni en despoblado, habré de separarme de vos mientras estéis en desdicha. Yo moriré a vuestro lado, y vos volveréis a Huesca a ser en vuestro alcázar prisionero de los ricoshombres, y vuestra hija quedará en sus manos; no hay ya otro remedio, según veo.
 
Por largo rato hubo en ambos silencio; y era que ambos padecían a un tiempo. Don Ramiro, porque luchaba con tan contrarios intentos; Aznar, porque miraba perdidos en un punto todos los afanes empleados en salvar a su señor.
 
-¡Cómo avanza la noche! -dijo al cabo el almogávar. mirando a las estrellas-. Antes de mucho vendrán los rayos del sol a señalarnos a nuestros perseguidores: pocas horas le quedan al rey de ser libre.
 
Al oír esto, levantose repentinamente don Ramiro, y dijo con voz resuelta:
 
-¡Marchemos!
 
-¡Marchemos! -respondió el almogávar con júbilo.
 
Y así caminaron otra vez por algún tiempo.
 
Aznar había aliviado al rey de todo el peso de armas que podía: sólo llevaba este aún sobre sí la cota y las grevas, que no eran para vestidas de prisa en cualquier ocasión que se ofreciese. Mas con todo eso no pudo continuar andando mucho tiempo.
 
Al llegar a unos matorrales muy espesos que ya se extendían por la izquierda del camino hasta la montaña, don Ramiro se arrojó al suelo gritando:
 
-He hecho cuanto en mí estaba; no daré un paso más; no puedo darlo; me falta la respiración en el pecho, y los pies se me han destrozado en las peñas.
 
-Todavía estamos en peligro -murmuró Aznar.
 
-Quiere decir que el Cielo tiene determinado que no salgamos adelante con nuestros intentos -contestó el rey con evangélica resignación.
 
-Pero, señor -replicó Aznar desesperado-, ¿cómo habéis de conocer la voluntad de Dios si vos no ponéis toda la vuestra en conocerla? Dejad que yo os busque un caballo; montad en él y corramos, que yo sé que Dios ampara siempre las buenas causas, y es buena la nuestra.
 
-¿Y si se me desboca de nuevo, Aznar? ¿Y si perezco ahora? Considera que estoy aún en pecado; que puedo morir impenitente.
 
-Si el caballo se desboca, para eso está aquí el mismo dardo que otra vez lo paró en su carrera, y lo parará cien veces que sea necesario -respondió el almogávar con seguro acento-, y en cuanto a lo de morir ahora, ¿de qué otra suerte lo habéis de temer más, que cayendo en manos de los ricoshombres? Ya que han visto que sabéis escaparos, os guardarán con más cuidado que nunca; y no es de pensar que ignoren que la más segura prisión es el hoyo que abre el sepulturero en la tierra.
 
-¿Y crees tú, Aznar, que a tanto se atreverían mis vasallos? -exclamó el rey, cruzando entrambas manos sobre el pecho y alzando al cielo los ojos.
 
-Tengo buena memoria, señor, y recuerdo que no ha mucho le decíais a mi reina: «No se prende a los reyes ni por lealtad ni por cortesía». Y teníais razón, por mi vida; que quien tal hace, dispuesto está a todo, y no habrá cosa que, por impía o por extrema, le espante.
 
-¡Infames! -dijo el rey con rabia.
 
-Infames son, señor; mas si venís a sus manos, aún no han de faltarles medios para ocultar que lo sean tanto. Ya veis; cualquiera se mata de una caída, o perece en las garras de una fiera, o expira a manos de malhechores desconocidos. Y nada tendría de extraño que a vos los ricoshombres no os encontrasen sino muerto; y que, muerto, os llevasen a Huesca, donde llorarían mucho vuestra desdicha, y os harían pomposas exequias, al propio tiempo que se proclamaban señores del reino.
 
-¡Oh, Aznar! Razón tienes sobrada en lo que dices. Es fuerza huir, huir a toda costa de esos maldecidos ricoshombres. ¡Que no fuera yo tan ligero y tan fuerte como tú!
 
-Por eso para vos traeré yo un caballo donde bien caminéis; en todos estos contornos hay lugares muy poblados y muy ricos, donde habrá sobra de ellos que traer a vuestro servicio. ¿Oís? Hacia allá se sienten otros ladridos y cantar de gallos; voy al punto a poner por obra mi intento.
 
-Pero, Aznar -dijo el rey-, ¿cómo has de poder traer contigo un caballo? Los que haya, bien guardados estarán de sus dueños.
 
-Mal ha de estar con su vida quien estorbe mi intento -respondió el almogávar-; quedaos ahí escondido en ese matorral, que no tardaréis en verme llegar sano y salvo trayendo la presa conmigo.
 
Y sin decir más, echó a andar a largos pasos.
 
-¡Aznar! ¡Aznar! -gritó aún el rey-. Mira que es pecado tomar lo ajeno contra la voluntad de su dueño...
 
Pero el almogávar no le oía ya. Todo se le iba en caminar y decir para sí:
 
«¡Loado sea Dos, que me ha dejado convencerle! ¡Qué tímido que es este rey! Pero así nos lo dio Dios, y así es preciso tomarlo. Cuanto y más que lo que a él le falte de resolución tiénenlo de sobra algunos de sus vasallos; y de todas suertes siempre es más digno de favor y ayuda un rey, que no esos orgullosos ricoshombres que tanto mal nos hacen a todos y tanto les han hecho en particular a los míos».
 
Así, por lo que se ve, pensaba ya alguna gente común en el siglo remoto en que aconteció esta historia.
 
 
 
 
== Capítulo XIV ==
 
<center> '''Que es, si no de los más largos, de los más singulares de esta historia '''</center>
 
 
 
<div align="right">
No temían la braveza del mar <br>
ni las dificultades de la tierra.
 
 
(Crónica de Corbera)
</div>