Diferencia entre revisiones de «La campana de Huesca»

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Y debe de ser cierto, como afirma el mozárabe, que el suceso del rey y la hazaña del almogávar sirvieron de tema por todo aquel día y no pocos de los siguientes a las conversaciones de los cultos oscenses y de los villanos de la comarca, sin que pudieran poner aquellos en olvido los lances del torneo y justas con que se ocupó luego la tarde.
 
 
 
== Capítulo IV ==
 
<center>'''Que por ser todo esperanzas y temores entretiene y no satisface al curioso lector '''</center>
 
 
 
<div align="right">
Calandrias y ruiseñores <br>
que cantáis a la alborada, <br>
llevad nueva a mis amores <br>
como espero aquí sentada: <br>
La medianoche es pasada <br>
y no viene, <br>
sabedme si otra amada <br>
lo detiene.
 
([[La Celestina]])
</div>
 
 
En una de las torres del alcázar había un salón como partido en dos mitades por un amplio cortinaje de seda suspendido del techo y recogido de ordinario de entrambos lados. Cada una de las dos partes del salón suntuoso tenía una decoración diferente; pero ambas de estilo románico o bizantino. Graciosas galerías de arquitos, formadas con delgadas columnas de mármol, interrumpían, lo mismo en una que en otra parte, la desnudez de los altos muros. Dos grandes ventanas, a la sazón cerradas, se abrían en los extremos del salón, que iluminaban sólo entonces tres grandes lámparas de plata. Allí se hallaban, en la noche del día que se acaba de historiar, departiendo dos mujeres, de muy diferente calidad, según mostraba el que la una, en pie, servía a la otra sobre un cojín oriental sentada.
 
-Asegúrote, Castana -decía la de más calidad-, que aún no he vuelto del grande asombro y pena que me causó el suceso del rey.
 
-Loado sea Dios, señora mía, que sano y salvo le sacó de tal peligro -respondió la otra, al tiempo que le clavaba en el cabello, para sujetárselo, uno de varios alfileres de oro con piedras rojas que tenía en la mano.
 
La dama, que entre tanto colocaba en uno de sus blanquísimos dedos una sortija también de oro, con un hermoso zafiro, dijo de nuevo:
 
-¿Hallástete presente, Castana?
 
-Hallábame a la sazón en la torre del Oriente, y desde allí alcancé a ver muy bien lo que acontecía.
 
-Dicen que fue un buen caballero quien salió al paso al caballo y supo detenerlo: así Dios le ayude a él y a todos los de su casa.
 
-Pues os engañaron, señora -replicó con notable calor Castana-; no fue sino un rústico, un villano, uno de esos que nombran almogávares.
 
-Gente fiera es, Castana; mas dígote por mi ánima que cuanto horror hube de ellos hasta ahora, he de convertirlo en amor para en adelante.
 
-¡Si a este hubierais visto, señora! Mozo es que no ha de contar, por mi cuenta, los veinticinco años; alto, membrudo y ágil a maravilla, ojizarzo, pelinegro, trigueño en la color, mas en labios y mejillas matizada con purísimos carmines. ¡Si le hubierais visto, señora! Él, con su tosco traje, oscurecía a los más apuestos galanes de la corte; y cierto que, a calzar espuela de oro, no se la hubiera aventajado uno sólo de los justadores que esta tarde han entrado en la liza.
 
-Muy bien le miraste, Castana; que hartas señas das para visto de paso.
 
Castana se sonrojó al oír estas palabras, y por breve rato guardó silencio; cosa fácil entonces que atendía a ajustar al cabello de su señora un aro de oro con primorosas labores bizantinas y algunas piedras incrustadas de diversos colores. Corona de reina, sin duda, probablemente conservada desde el tiempo de los godos en la montaña; al ponérsela ahora la dama de quien tratamos, bien a las claras mostraba cuál fuese su clase y categoría. Luego, variando de intento de conservación, habló de esta manera Castana:
 
-¿Pondreisos ahora el collar de piedras blancas y azules bendecido por el Padre Santo, que os dio en arras mi señor el rey el día de las bodas? Grande es el broche y todo de oro. ¿Es cierto, señora, que hay dentro de él madera de aquella en que clavaron a Nuestro Señor Jesucristo?
 
-Sin duda alguna, Castana; y perlas y zafiros finos con las piedras; mas tráele pronto sin más discursos, que el tiempo pasa y es hora de acudir al sarao.
 
-Aquí está, señora. Tomad también este luengo manto de hilos de seda y oro con figuras de pájaros y flores, que dicen que es de tierra de moros. ¿Llevaréis allá hoy también la manteleta de armiño?
 
-Qué pregunta, Castana; quizá a presentarme en el sarao sin ellos no me conocerían por quien soy -respondió sonriendo la reina.
 
-¡Qué hermosa estáis!
 
Así exclamó, por último, Castana al ver en pie a su señora; la cual, puesto ya el manto, se miró un momento con indiferencia en un pequeño espejo de plata, quizá romano, que mal y pálidamente podía contener y reflejar su rostro sólo. Luego, poniéndole en manos de Castana, echó a andar hacia la puerta de la sala.
 
Pero antes de traspasar su umbral volvió la cabeza un punto la hermosa, y teniendo un tanto el paso, le dijo a la doncella:
 
-Por tu vida, Castana, respóndeme sin lisonja alguna a lo que quiero preguntarte. ¿Cómo me hallas esta noche? ¿No se me reconoce el susto pasado en el rostro? ¿Me va bien el tocado que me has hecho?
 
Tiempos amargos para las mujeres aquellos pobres y desnudos, en que vivían sin el moderno confidente de sus deseos, el cómplice de sus flaquezas, el íntimo amigo de sus encantos, el grande y verídico espejo de estirpe veneciana de nuestros días; mal reemplazado allí por uno metálico, de escaso brillo y redondo, que no bastaba a copiar de cuerpo entero a mujer alguna. Por no tener suficiente espejo, aquella mujer tan ansiosa por brillar y agradar, como francesa que era, pero tan ilustre por su nacimiento, puesto que venía de la ya antiquísima casa de los condes de Poitiers; tan orgullosa con ser reina, y nada menos que reina de Aragón, aquella doña Inés, en fin, de todos admirada y servida de todos, se prestaba a pedir así una frase halagüeña a una de las pobres doncellas de su servidumbre.
 
¡Oh! ¿Qué sería hoy de la más modesta de nuestras damas si no tuviera un espejo, un verdadero espejo, y hubiera de ignorar los íntimos secretos de su belleza, y no pudiera medir y contrastar el poder misterioso de sus atractivos? Dolor da de pensarlo. Porque cuanto hay por el mundo cambiar suele, menos el deseo de parecer bien en las mujeres. Todo en tal punto era en ella, hace siete siglos, como es hoy, ni más ni menos. No hay más sino perdonarle su flaqueza a doña Inés, por tanto. Juntamente salió ella al fin de la cámara regia con Castana; pero no entró con ella, sino con otras muchas que ya la esperaban para eso en el soberbio salón donde tenía lugar el sarao a que, en final honra y solemnidad del día, asistía la corte.
 
Castana, en tanto, no bien fio el cuidado y compañía de doña Inés a aquellas otras altivas damas y cortesanas, harto menos fieles que ella, corrió a su aposento, situado no lejos de la regia cámara. Allí la aguardaba ya un pajecillo vivo y alegre y retozón como sus años, que apenas le dejaban llegar a la adolescencia.
 
-Buenas noches, señora Castana -dijo al verla-, buenas noches. A fe que me habéis hecho correr más que un ciervo de los que levantan los lebreles del rey en la sierra de Guara. ¿Ni qué ciervo o lebrel pudiera compararse con ese endiablado de almogávar? No le perdone Dios lo que me ha hecho andar tras él todo el día vagando de acá para allá y sin descansar en ninguna parte. Él no come ni bebe, a lo que parece, ni a mí me ha dado tiempo para hacerlo. Y a Dios gracias que he tropezado con unos barquillos y algunas suplicaciones y confites en vuestras alacenas escondidos; y que mosén Blas, el sacristán de San Pedro, me ofreció al pasar por su puerta un buen trago de agua, que de otro modo hasta me habría faltado saliva en la lengua para daros noticia de mi encargo. ¡Oh perro, y bergante, y bárbaro de almogávar!...
 
Llevaba trazas de ir adelante, cuando Castana, tomándole la diestra oreja en una mano, comenzó a hacerle unas a modo de caricias, que a él no debieron de parecerle tales, según el grito que se escapó de sus labios, impidiéndole acabar la oración. Mientras se llevaba las manos a la oreja maltratada, poniéndosela a guisa de escudo, dio tiempo a Castana para decirle:
 
-Silencio, Ruderico, no hables mal de los que sirven al rey como tú no sabrás servirle en la vida. Si corriste tanto tras él, culpa fue tuya; que para decirle que una doncella de la reina quería hablarle, y dónde y cómo, maldito el tiempo que se necesitaba. ¿Por qué no le paraste de buenas a primeras y le dijiste mi encargo, sin más andanzas ni requilorios?
 
-¡Qué es decir! -exclamó el pajecillo sin apartar las manos de la dolorida oreja, pero con el mismo buen humor y soltura que al principio...- ¡qué es decir! El bárbaro..., digo, señora Castana, ese honrado de almogávar, no es para tomado de buenas a primeras, ni para hablado de burlas, como pretendéis. He ido todo el día detrás de él a ver si se sonreía, para embestirle y ¡zas!, echarle encima todo vuestro recado, y no he podido lograrlo hasta poco ha, entre dos luces. Cogí la ocasión por los cabellos, y adelantándome a él valerosamente, sin reparar en su feo gesto y apostura..., le dije...
 
Un nuevo grito del rapaz, y el ver que rápidamente se tapaba con la mano izquierda la oreja sana, puso, tan claro como la luz que acababa de recibir ella caricias, no menos amargas que las que había disfrutado poco antes su compañera.
 
-Cuenta, cuenta -exclamó ya entre veras y burlas-; cuenta con impacientarme, que nada tengo de cobarde, y tal como me veis, sé medirme con cualquiera de mi edad y más grande. Queden en dos los tirones, que no soy perro para andar desorejado, ni son para tanto las golosinas y los sueldos con que acudís a contentarme. Y en verdad, que si ahora me dieseis diez sueldos, no vendrían de más para la carrera que he tomado y el miedo que he vencido, y estos tirones recibidos, que más que de mano de doncella, pudieran ser de mano de... almogávar.
 
-Eso te perdono yo, Ruderico, de buen grado -replicó Castana-. Y los sueldos no serán diez, sino quince, con tal que del almogávar no hables mal, que ha servido muy bien al rey.
 
-Al rey, al rey -dijo el muchacho-. No soy tonto, señora Castana, y apostaría los quince sueldos que me debéis a que no es el servicio del rey lo que os mueve a darle una cita...
 
-¡Rapaz! -exclamó Castana poniéndose como un ascua-. Di la respuesta y calla, y serán cinco más los sueldos prometidos.
 
-Que me place -dijo Ruderico alegremente-. Antes os ha de cansar a vos el dar, que a mí el tomar, que todo lo necesito para mi honrado apetito y comodidades. Pues la respuesta fue como suya; no vi hombre tan extraño en la vida, con ser tan extraños los de su laya, y andar poblado de ellos medio reino.
 
-Acaba, acaba -dijo confusa la doncella.
 
-Acabaré -continuó el pajecillo- diciéndoos que con mal talante y peor sonido de voz, me respondió, no sin vacilar por un momento:
 
-Dile a esa doncella de que me hablas que no conozco a ninguna de las de su linaje y alcurnia, ni me fío de ellas, ni de ellas quiero saber cosa alguna. Pero que si para algo necesita de mi brazo, bien sé yo lo que se debe a las mujeres, y que no es de valerosos ánimos desatender sus ruegos; de modo que no faltaré, aunque me pese, al sitio y hora que dices.
 
Castana, entre avergonzada y alegre, no acertó a responder palabra. Sacó del pecho algunas monedas de puro cobre, y dijo:
 
-Toma, rapaz, toma los sueldos ofrecidos y vete, que aún he de andar cerca de mi señora hasta la hora de la cita.
 
Y diciendo esto se alejó presurosamente.
 
Lleno estaba en tanto el anchuroso salón del sarao de cuantas damas de alta alcurnia y grandes caballeros había en Aragón y en los vecinos condados de Francia.
 
Hablábase aquí y allá de los juegos y justas en que los caballeros habían empleado la tarde, y celebrábase tal golpe, tal suerte, tal hecho de destreza, loando a los unos por rebajar a los otros, que es lo menos que dicta la humana malignidad en semejantes ocasiones. Ni faltaba quien, olvidando los respetos del lugar, hablase y riese del suceso del rey, aunque sólo en puridad y voz baja. Pero cuando entró la reina en el salón, ya no se pensó en otra cosa que en la danza.
 
Y es de ver cómo el cronista mozárabe, puesto que viejo y devoto, habla de las hermosas damas que allí se hallaron, y lo vistoso de sus tocados y prendidos, lo rico de sus trajes, lo amable de sus conversaciones, lo ardiente y provocativo de sus ademanes, ora al hablar, ora al danzar, ya cuando inclinaban la cabeza hacia los labios de algún doncel por traer mejor al oído los dulces requiebros, ya cuando ceñían con sus blancos y flexibles brazos de leche y sangre (que el cronista, aunque tan anterior a Góngora, como era de tierra española, sabía bien usar tales conceptos); cuando ceñían, digo, la cintura del galán amante, dejándose ir en pos de las fantasías que forjan los sentidos, al son de los músicos instrumentos, al reflejo de las antorchas, al contacto de un pecho palpitante, al aliento de una boca enamorada.
 
Mas el interés de esta historia verídica llama nuestra atención a otro objeto, y es fuerza que descarguemos aquí de tales incidentes el puntual relato del cronista, por más que nuestro corazón, no tan viejo como el suyo, se deleite con tales descripciones.
 
Ello es que había, entre tantos corazones como allí gozaban, uno que en silencio gemía; uno, el que por más feliz contaban todos sin duda, el de la reina doña Inés. Y ¿qué tiene de extraño que tal se hallase la reina? Era mujer y sensible, y estaba recién casada, y amaba mucho a su esposo. Y no le vio al entrar en el sarao, y pasaban horas y horas, y no venía, y por más que le buscaban por el alcázar y por toda Huesca, nadie daba razón de su persona, con ser tan conocida de todos. Y los fieles servidores, aquí y allá enviados, iban volviendo, uno por uno y diciendo a la par a su señora:
 
-¡No está! ¡No está el rey! ¡No se sabe qué ha sido de él!
 
Largas horas transcurrieron sin que la corte notase aquel extraño caso; los unos explicaban tal ausencia por lo extravagante del carácter de don Ramiro; los otros ni siquiera reparaban en ella, que tan poca cuenta tenían con su persona. Y aun por eso la falta del rey no disminuyó en lo más pequeño el general regocijo.
 
Mientras dentro del alcázar toda era música y danza y galanteo, tañían a vuelo todas sus campanas, así la nobilísima iglesia de San Pedro el Viejo (que a fuer de mozárabe y de los antiguos que en tiempo de moros allí asistían a misa, no acertó el cronista a contarla en otro lugar que el primero), como la catedral y los demás templos y ermitas que en el recinto de la ciudad y en las vecinas campiñas habían levantado, en los breves años transcurridos desde la conquista, los piadosos aragoneses.
 
Y si de día los mal disfrazados ajimeces o las nuevas rejas de los cristianos se miraron adornadas con telas y flores, de noche resplandecían con millares de luces puestas en vasos de muy diversos colores, que, ora formaban anillos de enroscadas serpientes, ora semejaban frondosos árboles de fuego y mágicas flores, ora encantados castillos, como aquellos que el vulgo de la época fabricaba en su fantasía, poblándolos de afligidas damas y de alados dragones y vestiglos. Regocijo con que los honrados oscenses gustosísimamente se prestaron a celebrar la coronación y jura de don Ramiro, no bien oyeron el bando de los jurados de la ciudad, donde eran amenazados con graves penas los que se mostrasen tristes en ocasión tan para risa y contento.
 
Pero unas tras otras las horas de aquella noche alegre fueron pasando, aun más de prisa que pasan ordinariamente; que eso quiere Dios para que no haya aquí abajo completos placeres. Comenzaron, a apagarse las luminarias, quedaron desiertas las calles, y dentro del alcázar la concurrencia fue disminuyendo insensiblemente, y callando la música, y muriendo las danzas.
 
En aquel punto fue cuando cundió la inopinada ausencia de don Ramiro y comenzaron a formarse sobre ella extraños comentarios, abriéndose fácil camino las más absurdas versiones.
 
Importunada de todos, unos porque le preguntaban y otros porque no, trémula y casi llorosa, retirose del salón doña Inés, marchitas ya sus galas, demudado el dulce color de sus mejillas.
 
Y la concurrencia, no sin vagar algún tiempo todavía por los anchos corredores y salas del alcázar, hablando y murmurando, desapareció para entregarse tranquilamente al sueño.
 
No fue antes, sin embargo, que el viejo Férriz de Lizana y el valeroso Roldán pudieran consultar uno con otro sus pensamientos.
 
Encaminábanse a paso corto a la puerta principal del salón, medio vacío ya de gente y lleno de calor, de aromas, de flores perdidas en la agitación de las danzas. Lizana venía por un lado, Roldán por otro; y al punto de cruzar la puerta, los dos se miraron, y reconociéndose, a un tiempo llegaron a hablarse. Roldán fue quien comenzó el diálogo, diciendo en voz baja:
 
-Loado sea Dios, mi docto amigo, que hallo quien pueda explicarme este suceso. ¿Dónde está? ¿A qué ha ido? ¿Qué pretende hacer el buen Cogulla? No calléis nada de cuanto se os alcance, que hombre tenéis en mí de quien se puede fiar cualquier secreto.
 
-El caso es que nada se me alcanza en eso - contestó gravemente Lizana.
 
-Pues juro a Dios, Lizana, que si vos no sabéis de ello, dudo ya que algo sepa el mismo rey don Ramiro.
 
-Dígoos que yo no sé nada; y él..., él sabe demasiado, a lo que pienso.
 
-Por las barbas de mi padre, y las de los doce pares, y las de Carlomagno mismo, y todas las barbas de este mundo y el otro, ¿nos habremos dejado sorprender de un fraile mentecato? ¿Sabéis que, según lo que os oigo de oscuro y siniestro, estoy por creer que es hora de poner a salvo nuestras cabezas, antes que de pensar en el gobierno del reino que teníamos en las manos? Voto al santo del Alcoraz, Lizana, que...
 
-No hay juramentos que valgan, Roldán amigo. Sospecho de enemigos harto más temibles que el rey, y aun más que todos los buenos caballeros por quien juráis, sin exceptuar el mismo Carlomagno. La clerecía y gente de iglesia comienza a ponérsenos de malas, y los hay en ella más agudos que vuestra buena lanza, más invulnerables que la armadura misma de vuestro abuelo, más diestros que los flecheros de Fez y los honderos mallorquines, que tantas veces os han abollado en vano el almete.
 
-Estaba en que teníamos de nuestra parte al buen abad de Mont-Aragón y al de...
 
-Pues no hay que precipitar los juicios, Roldán. También creíamos tener con nosotros a aquel condenado abad de San Pons, ya difunto, y aun por eso vos y yo, y otros caballeros, hicimos cuantiosos dones a su iglesia. Mas no le estorbaron nuestros dones para que procurase nuestra perdición muy santamente.
 
-¿Eso hizo, Lizana?
 
-Eso, y no hay más sino que yo he visto con mis propios ojos el documento que lo reza.
 
-Pero ¿qué tenía que ver con nosotros el vicio cogulla de Tomeras? Ni esta era su tierra, ni nosotros éramos sus feligreses, ni él desde Francia y nosotros desde Aragón podíamos hacer más que querernos o aborrecernos sin fruto; ni malo ni bueno, ni sabroso ni amargo.
 
-Os engañáis, Roldán. Cuando aconsejé a los ricoshombres del reino que procurasen tener contento al abad, dando de por mí el ejemplo de regalarle una hermosa lámpara de bronce...
 
-De plata era la mía -dijo a esto Roldán.
 
-Siempre fuisteis pródigo -repuso Lizana-, y tengo predicho que habéis de morir sin hacienda.
 
Iba a replicar Roldán, cuando Lizana, sin dejarle pronunciar palabra, continuó de este modo:
 
-Poco importa eso, valeroso amigo mío, y ojalá que mayores cosas no hubieran de ocuparnos. El caso es, digo, que cuando yo quería ganar con dádivas y sumisiones al abad de San Pons, sabía bien que desde Tomeras y todo podía hacernos alguna mala partida.
 
-Decís que habéis visto documentos.
 
-He visto un pergamino que, muy bien sellado, envió pocos días antes de su muerte al rey. Así como supe que había llegado un lego con él, me apresuré a derramar en las palmas de las manos de cierto pajecillo hábil suficiente número de monedas de plata, para que no tuviera inconveniente en robárselo a su señor por un momento y traerlo a que lo viese y estudiase sus letras.
 
-Bienaventurado vos, Lizana, que sabéis leer, y doblemente bienaventurados nosotros que tenemos en vos tal y tan sagaz adalid. Ya veo que no es posible que el Cogulla nos haya sorprendido.
 
-Amén -respondió Lizana, no sin menear la cabeza y los labios, como hombre que tiene más confianza en sí propio que en los sucesos.
 
-Bien recordaréis lo que decía el pergamino.
 
-Decía que era preciso cortar nuestras cabezas, como los tallos viciosos del huerto se cortan para que no impidan la fecundidad y lozanía de las plantas.
 
-¡Diablo! -exclamó Roldán-. ¿Cómo pudisteis leer todo eso con paciencia? A ser yo, habría deshecho con mi daga el pergamino y el consejo.
 
-Pues yo, que no gusto de obras inútiles, leí y callé; mas desde entonces, a pesar de la oportuna muerte del abad, no he perdido al rey de vista un momento. Y he aquí por qué hoy temo; temo, Roldán amigo, alguna cosa grave, por más que no acierte a dar con ella.
 
-Ahora veo yo que es más arduo el caso de lo que pensaba. Pero, en verdad, ¿creéis que el rey encuentre algún apoyo para ejecutar el consejo del difunto? ¿Pensáis que él ya lo recuerde siquiera? ¿Habrá en Aragón alguna lanza que ose medirse con la vuestra, Lizana? ¿Osaría el rey averiguarlo, si por acaso la hubiese?
 
-No discurráis así, Roldán; pensemos antes que en fieros, en el modo de vencer a nuestros enemigos, porque no hay que dudar que los tenemos. Es preciso poner de nuestra parte a los clérigos; atraernos, cueste lo que cueste, al abad de Mont-Aragón, que, por más cercano, es hoy el que más y más funesto influjo pudiera ejercer en el rey.
 
Y acabando de decir estas palabras, salieron ambos caballeros del alcázar, no sin haber cruzado los pasadizos y bajado las escaleras tan lentamente como se necesitaba para que llegasen hasta allí con este diálogo.
 
 
 
== Capítulo V ==
 
<center> '''Llegan las lástimas '''</center>
 
<div align="right">
Qui de mal fet es adolorit <br>
es senyal cert, qu’en l’acte’s ignorant
 
(Ausiàs March: Obres de Amors)
 
 
 
De Francia vine a Castilla, <br>
nunca dejara yo Francia... <br>
Caseme en un día aciago, <br>
martes fue, por la mañana, <br>
y al miércoles enviudaron <br>
el tálamo y la esperanza.
 
 
(Romancero general) </div>
 
 
La reina acompañada en tanto de damas y servidumbre, se retiró a sus aposentos. No tardó en despedir a todos, deseando hallarse a solas con su fiel doncella Castana, a fin de compartir con ella sus temores y sus lágrimas; que tanto era el amor de aquella muchacha humilde a su poderosa señora. Pero aunque doña Inés la llamó dos tres veces, Castana no dio de sí alguna muestra; parecía cosa de encantamiento.
 
Ya había notado doña Inés la ausencia de Castana en las últimas horas del baile; pero ocupada en la de su esposo, no era posible que esta le infundiese extrañeza. No tardó ahora en juntarlas y relacionarlas dentro de su espíritu. Pensamientos de horrible absurdo, multiformes contradictorios, ardientes, cruzaron por su fantasía. La superstición de la época era harto a propósito para ello.
 
No sabiendo apenas qué hacía, echose a andar por un corredor angosto y oscuro, cuyo extremo daba a cierta torrecilla, donde solía habitar Castana. Su pie breve no levantaba ruido en el pavimento y así pudo llegar hasta la puerta de la torrecilla sin ser sentida de dos personas que claramente hablaban dentro, con poco recato a la verdad una de ellas, la cual debía de ser de robustos órganos, según lo que retumbaba su acento en las toscas piedras del muro.
 
La reina se detuvo primero asustada. Luego, oyendo la voz de Castana, se tranquilizó un poco, pero puso atención a lo que hablaban. Tal vez la movió a ello la esperanza de que tratasen de sus desdichas y de averiguar por tan extraña manera lo que no acertaban a explicar su razón ni sus recuerdos. Tal vez la curiosidad, pero..., ¡oh pecado que perdiste a Eva y has afligido a casi todas sus descendientes! ¿Será posible que quepas en corazones reales y que aun en aquellos momentos de duelo te albergues en el de doña Inés?
 
No por cierto. Pero el cronista, como viejo y marrullero, no dejó de sospecharlo, diciendo que la curiosidad es el alma de las mujeres y que, en próspera o adversa fortuna, impera en ellas del mismo modo, prefiriendo sus satisfacciones a todas las de la tierra.
 
Y el caso es que doña Inés se puso de manera que oyó claramente estas palabras:
 
-¿No te irás, Aznar? No puedo más estar aquí sin que la reina note mi ausencia; y en verdad que si supiera lo que he hecho contigo, quitaría de mí su cariño, y yo me moriría de dolor.
 
-Castana -respondió su interlocutor-, cabalmente lo que has hecho es lo que más ya me enamora de ti. Yo no podría querer a esas remilgadas doncellas que luchan de mentirillas para rendirse de verdad cada día. Por eso no he querido a ninguna mujer hasta ahora. A mí me place la franqueza, y que quien quiera a uno se lo diga, lo mismo que quien a uno le aborrece. Así soy yo, Castana, así me crio mi padre en la montaña.
 
-Y así te imaginaba yo, Aznar, y por eso te he tomado amor tan súbito y tan grande.
 
-El que yo te tengo ya es tal, que por nada lo cambiaría en este mundo si no es por el cumplimiento de la venganza que tengo jurada a los matadores de mi hermano.
 
-¿De verdad me quieres, Aznar?
 
-No sabía de ti, ni había visto tus negros ojuelos, y los ojos alegrísimos de tu cara; y, sin embargo, al oír al pajecillo ruin que me enviaste, me dio en el corazón que algo bueno iba a sucederme. Y eso que nada bueno esperaba de las mujeres, y más de vosotras las cortesanas, a quienes tenía muy aborrecidas en mi ánimo.
 
-De todas suertes, he hecho por ti una cosa que no debía, Aznar. Por acá soléis ser vosotros los que habláis primero de amor.
 
-Vive Dios, ¿qué importa, Castana? Quien llega primero a tiro de dardo del moro, ese comienza la pelea; el que espera a que el enemigo le ataque bellaco es y cobarde a luz y a sombra: yo no sé más que esto, que es lo único de que hablamos en la montaña. Por los huesos de mi padre, que, en cuanto encuentre al matador de mi hermano, y le mate yo en justa venganza, he de casarme contigo.
 
-Me asustan tus propósitos, Aznar... Pero vete, vete ahora, que tu dilación puede traerme alguna pena.
 
-No ha de ser, hermosa Castana, sin que sellemos este amor con un beso de tus labios.
 
-¡Oh! Nunca, nunca -exclamó Castana, poniéndose como una grana de encendida.
 
-¿Nunca? Voto va muchacha que...
 
-Si no es Dios servido que nos casemos -añadió dulcemente Castana.
 
-Como soy Aznar Garcés -repuso el desairado amante-, que no entiendo de ningunos escrúpulos. Me quieres, te quiero; ¿qué más esperas, ni qué más necesitamos para besarnos a nuestro sabor como buenos muchachos?
 
-No, no, Aznar. No puedo darte gusto sin cometer un pecado, y más quisiera morir que cometerlo a sabiendas.
 
-Dame el beso o reñimos -exclamó con poco amable acento el impetuoso almogávar que por tal le habrán ya conocido nuestros lectores-. Dámele, o no volverás a verme en tu vida.
 
A estas palabras, los ojos de Castana debieron de inundarse en lágrimas, porque Aznar añadió al punto:
 
-¡Qué diablos! ¿Ya lloras? No eres tú para los de mi laya y linaje, Castana. Mi madre no lloró en cuarenta años que estuvo casada con mi padre; y eso que el viejo la traía de acá para allá como cabra montés, y no la respetaba más en su cólera que a cualquier moro o judío.
 
-Lloro -respondió Castana- porque quieres un imposible, y has de reñir conmigo si no lo hago. Si ahora te besara, Aznar, ¿cómo entraría mañana en la misa de San Pedro a pedirle a Dios por mi salud y la tuya? Dios no me oiría. Ni ¿cómo podría confesar este sábado que viene con mosén Blas, que pone tan mala cara al menor de mis pecados, llevando sobre mí uno tan grande? Y luego -añadió llorando-, que vendrán a verme las doncellas de mi edad y me dará mucha envidia de ellas, porque yo era de las más buenas de todas, y ahora serán todas ellas más buenas que yo.
 
-¿Qué es esto? -murmuró Aznar, de modo que bien pudo oírse-. Las cosas de esta muchacha me enternecen. No lo habría sospechado... Vaya, Castana, queda con Dios, y no te aflijas; ya mudarás de opinión con el tiempo.
 
-No mudaré, Aznar. ¿Qué diría si tal supiera mi Señora?...
 
Estas palabras sacaron a doña Inés de un género de letargo en que estaba su espíritu, oyendo, como si no oyese, y tal vez comparando confusamente lo que oía con lo que sentía, aquellas palabras de amor, con los dolorosos latidos de su pecho.
 
-¡Pobres muchachos! -dijo sólo.
 
Y a paso lento se encaminó a su estancia.
 
Acercábanse ya las altas horas de la noche; esas horas terribles para las mujeres y para los niños, y para todas las fantasías, o vírgenes o acaloradas.
 
La reina se encaminó maquinalmente a su alcoba.
 
Había en ella una gran cama de madera de roble con figuras de animales fantásticos; dos anchas plumazas o colchones de pluma levantaban el lecho muy alto, y lo cubrían una gran colcha de seda y dos pieles magníficas de zorro.
 
Incierta, temerosa, despechada, sin saber siquiera qué esperar ni qué temer de funesto, se reclinó la reina en el lecho vestida; hallábase en uno de aquellos instantes en que el espíritu apenas se siente dentro del cuerpo, y los ojos, preñados de llanto, no lloran, y el corazón, lleno de suspiros, recoge apenas el aliento necesario para la vida.
 
¡Pobre reina, tan infeliz entonces como el más infeliz de sus vasallos! ¡Pobre esposa, que comenzaba a hallar desierto el tálamo donde juzgó hallar siempre eterna ventura! ¡Pobre mujer!
 
Y en verdad que nunca había estado más bella. Su crencha destocada dejaba ondular mil y mil hebras de oro, que, esparcidas de una en una, se confundían por lo leves con el ambiente, y juntas casi casi parecían un rayo de sol.
 
¡Qué blanca era la tez! ¡Qué palidez tan dulce había en ella! Pudiera decirse que era la propia palidez del alba, que deja entrever apenas la púrpura del día; pero más propiamente podía compararse aún a la de una rosa blanca puesta por largas horas en un vaso sin agua.
 
De los ojos da lástima hablar; porque, turbios como el dolor los tenía, había en ellos, con todo, una cierta expresión tan tierna y orgullosa que a la par infundían compasión, amor y respeto.
 
Era, en fin, hermosa, muy hermosa, de alta estatura, delgada sin ser cenceña, alta y flexible; y lo bien concertado del talle, el contorno aéreo de las manos, y lo menudo del pie, acababan el conjunto perfectísimo de su persona.
 
¡Raro hechizo! ¡Atractivo incomparable el de aquella reina dolorida!, exclama al llegar aquí el cronista mozárabe, que, aunque viejo, no debía de ser de roca, según el calor que acude a su mente y enciende su pluma, siempre que trata de la hermosura.
 
Pasada sería ya la primera hora de la segunda medianoche, hora adelantadísima para aquellos tiempos en que era costumbre destinar al descanso las sombras, y al placer y trabajo la claridad del día, cuando se sintió crujir una portezuela escondida en la pared de la alcoba.
 
Cedió el resorte, abriose de par en par, y apareció al umbral don Ramiro. Un ¡ay! de placer y de sorpresa se escapó de los labios de doña Inés al verle. Levantose precipitada, y al ponerse en pie tendiéronse los cabellos en su espalda, repusiéronse los descompuestos pliegues de su gola y vestidos, y así como instintivamente sus galas se ordenaron y apareció con ellas, no sólo más hermosa, sino en más esplendor que nunca.
 
Pero si la pluma del cronista emplea algunos instantes en describir tales efectos, la reina doña Inés no tardó uno solo en ver a don Ramiro y alzarse, y venir a él y estrecharlo en sus brazos.
 
-¿Cómo tan tarde, bien mío? ¿Dónde habéis estado, mi señor, que en tanta inquietud pusisteis a vuestra esposa y sierva? ¿No me habláis? ¿No me amáis ya como el día de nuestras bodas?
 
Todo esto dijo doña Inés en un punto; pero don Ramiro no le contestó, sino que desasiéndose de sus brazos fue a sentarse con faz torva y cogitabunda en uno de los cojines orientales que prestaban voluptuosa comodidad a aquella estancia. Doña Inés, más sorprendida que nunca, se mantuvo inmóvil por algún espacio, de hito en hito, contemplando la extraña expresión que en el semblante del esposo se advertía.
 
-¡Estáis quejoso de mí! ¿Os he ofendido sin querer en algo? -dijo, al fin, con tierno acento.
 
Levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho don Ramiro, y murmuró entre dientes:
 
-¡Desventurada!
 
No habló tan por lo bajo que no lo oyese la reina, y acercándose más al esposo, le dijo:
 
-¡Desventurada yo, don Ramiro! ¡Desventurada yo cuando soy vuestra esposa!
 
-¿Mi esposa?... No, no sois mi esposa -exclamó el rey; y levantándose al propio tiempo, asió fuertemente con una de sus manos el brazo derecho de doña Inés-. No sois mi esposa..., ¿lo oís?... Nuestro matrimonio es nulo, nulo ante Dios y ante los hombres; y vos y yo hace diez meses, los mismos de nuestro matrimonio, que estamos poseídos del infierno.
 
Temblaba ya doña Inés a punto que tenerse en pie no podía; saltaban a raudales las lágrimas de sus ojos sin acertar a decir palabra, y don Ramiro, arrastrado por una especie de preocupación inconcebible, repetía:
 
-¡Oh, no! ¡No digáis ya más que sois mi esposa! ¡No lo sois! ¡Y pluguiera al cielo que nunca tal os apellidaran los hombres!
 
Doña Inés pensó por un instante que estaba loca; don Ramiro continuó:
 
-Mirad: desde este día no podemos más vivir juntos; mañana mismo pienso divorciarme de vos y renunciar el cetro en don García de Navarra, en don Alonso de Castilla, en cualquiera de mis competidores. Yo no he debido empuñar nunca el cetro, ni jamás he debido ser casado; ahora sé ya de cierto que la cólera de Dios está sobre mí, sobre vos, sobre toda nuestra casa.
 
-¿Habláis de veras, don Ramiro? -dijo, al fin, doña Inés-. ¡Apartaros de mí, que os amo tanto! ¡Privar, privar del trono a nuestro hijo! ¿Qué decís, esposo mío?
 
-¡Mi hijo! ¿Qué habláis de hijo? ¿Quién es mi hijo? ¿Qué decís vos ahora, doña Inés? -preguntó el rey, asombrado.
 
-Digo que hace tres meses que llevo el fruto de nuestro amor en mis entrañas. Esta noche misma tenía determinado decíroslo para que el júbilo del día fuera completo, y no pensé, en verdad, que tanto os entristeciera el saberlo. Pero ¿estáis en vos, don Ramiro? ¿Qué propósitos son esos tan extraños? ¿Qué palabras son esas que ahora escucho, y que ni fueron oídas ni fueron jamás esperadas de mí?
 
La sorpresa de don Ramiro no hay cómo encarecerla: confuso, aturdido, dio tres o cuatro vueltas alrededor de la sala, lanzose a la puerta y salió precipitadamente gritando:
 
-¿Eso más, Dios mío? ¿Eso más envías sobre vuestro descarriado siervo?
 
Justo será, puesto que el rey se fue, que aquí cerremos el capítulo y volvamos atrás un tanto por ver si hallamos las causas del extraño propósito y de las incomprensibles palabras de don Ramiro.
 
A bien que adónde fuera este cuando salió de la alcoba de doña Inés, ni se sabe ahora ni parece que importa saberlo; y cómo quedaría doña Inés después de la singular entrevista que tuvo con su marido, cada cual puede por sí adivinarlo.
 
Que puesto que el cronista mozárabe se pare aquí más tiempo, refiriendo por menor las exclamaciones y llantos de doña Inés, copiarlo también en esto sería ofender la gran penetración que por lo común alcanzan los lectores de tales crónicas como la presente.
 
Sólo es de añadir, pues, que al punto mismo en que salió el rey de la estancia, Castana se asomó en ella tímidamente, como quien sabe que ha llegado tarde y desea que algún casual incidente haya encubierto su tardanza.
 
 
 
== Capítulo VI ==
 
<center> '''Donde se da cuenta de cierta expedición que hizo un monje benito a un monasterio para acallar escrúpulos de conciencia '''</center>
 
 
 
<div align="right"
Cae; los campos gimen <br>
con los rotos escombros y, entre tanto, <br>
es escarnio y baldón de la comarca <br>
lo que era ya su escándalo y su espanto.
 
 
(Oda no antigua) </div>
 
 
¡Qué otro estás, Mont-Aragón, de como fuiste un tiempo!
 
¿Quién conociera en ti aquel recinto que fue asiento de prelados, y ciudadela de guerreros, y Corte de magníficos reyes? ¿Quién diría al verte que en ti anduvo cifrada la esperanza y la fortuna de una gente heroica que salió de allí a plantar sus cruces por toda la tierra de España hasta más allá de las orillas del Guadalaviar, y conquistó luego a Sicilia y Atenas, dando pavor con sus armas, a los más altos príncipes de la tierra?
 
Hubo en ti abad que contase ciento cuatro iglesias debajo de su jurisdicción espiritual, y veintiocho villas y aldeas debajo de su jurisdicción temporal, y mero y mixto imperio. No te igualaba cabeza alguna de obispado, puesto que, con el territorio que tú sola regías, hubo para formar dos de ellos los años adelante. Ni se hallaba Corte de rey más rica y poderosa que tú; cuando tú propia armabas hueste, y ganabas pueblos de moros, y alzabas por tu cuenta fortalezas. Reyes y príncipes envidiaron la mitra de tus prelados, y la pusieron por honra en sus sienes. Poseíste ríos donde sólo a tus señores era permitido pescar y montañas donde sólo de ellos era el perseguir y matar las fieras. Contose en el mundo por Era el año de tu fundación.
 
¡Ah, muy otro estás, Mont-Aragón, de como te vieron esos siglos pasados!
 
Que no hay ya en ti ni corte, ni templo, ni fortaleza. Tus diez torres, no menos que ciento y sesenta palmos levantadas sobre la alta montaña, hoy en ruinas, y rebajadas, o rotas, o carcomidas, no son sino pregoneros de tu mengua. En tus muros, de doce palmos de espesor con ciento veinte de altura, ni quedan almenas ni matacanes, ni se ven ya más que portillos y escombros. Del adarve donde Sancho Ramírez plantó sus pendones por reto y afrenta del Ebn-Hud de Huesca, cuelga sólo viciosa y lozana la Higuera del Diablo. Y las enormes piedras que en hombros subieron los cristianos a lo alto, rodando de la cima, sirven para acrecentar únicamente la fragosidad de la montaña.
 
Tan sólo abrigan tus bóvedas altares deshechos y tumbas abiertas, y cenizas mezcladas con el polvo de las ruinas: cenizas tal vez de conquistadores y de santos. Y quien busque en ti a don Alonso el Batallador, no hallará más que el hundido pavimento donde acaso yació por largos siglos, y viles fragmentos de la urna donde diz que guardaron sus restos nuestros padres.
 
Santos y héroes, tumbas y altares, todo te lo ha arrancado la ciudad vecina. Porque hubo un día en que se dijo: «Es preciso destruir aquel nido»3, que nido eras de fe y de recuerdos de gloria, y la codiciosa mano del mercader cayó sobre ti. Y se vendieron a precio vil tus maderas cortadas ocho siglos antes en el Pirineo, y conducidas en hombros de mártires.
 
Verdad es que cuando el despojo infame estaba reunido y la mezquina ganancia más halagaba el corazón de los especuladores, cayó ignorada llama, fuego quizá del cielo, que todo lo redujo a pavesas. Y fue noche de horror para Huesca aquella en que miró coronada tu frente majestuosa de rojos cabellos, hogueras inmensas del incendio; tanto, que acaso no lo sintiera igual desde el día en que por primera vez vio alzada la cruz sobre la más alta de sus torres, anunciando la perdición de su gente mora. Pero tú, en tanto, quedaste en ruina, y no volverás a ser lo que fuiste.
 
¡Ay, al recordarte, los ojos que te han visto se llenan de llanto, y el corazón, que ha respirado el aire misterioso de tus ruinas, se avergüenza de esta edad tan celebrada y tan triste en que vivimos! ¡Quién retrocediera a los tiempos en que tú eras rey de los Pirineos y de la llanura! ¡Quién peleara cual tú peleaste por aquella raza de monarcas que habían costumbre de morir en lides contra moros y en defensa y prez de sus vasallos! ¡Quién, como tú, los conociera y oyera sus altas voces de fe y de valor y de gloria!
 
Los que vivimos en esta edad de cristiana indiferencia, teníamos mucho que aprender en aquellas piedras, levantadas por hombres que sabían hacer guerras de ocho siglos y edificar catedrales y descubrir mundos.
 
Ahora que apenas queda piedra sobre piedra, ¿quién traerá la resignación a los menesterosos y la fe a los desvalidos? ¿Quién enseñará la lealtad antigua? ¿Quién resucitará el antiguo amor de la patria? Eso lo aprendían nuestros padres en las piedras que heredaron de lo pasado; y todos los discursos humanos no lograrán lo que lograba una sola de las tradiciones, uno solo de los monumentos, uno solo de los nidos que hemos arrancado de la montaña.
 
Tales exclamaciones se me vinieron, sin querer, a las mientes, y de las mientes a los labios, viendo que en el viejo manuscrito, cuyo relato seguimos, y al margen de uno de los capítulos, se ostentaba en primorosas letras de colores, con figuras y ringorrangos, el nombre de Mont-Aragón. Mas siguiendo adelante, se notaba que al cronista no le satisfacía de todo punto la grandeza que ahora se echa de menos en el monasterio. Lejos de eso, al principio del capítulo muy amargamente lamentaba que para entrar en aquella casa fuese preciso emplear tantas formalidades como solían emplearse al visitar las más almenadas fortalezas; y que los abades se diesen trato de príncipes y decoro de reyes, entendiendo más que convenía en las cosas temporales, y mostrándose más entre soldados que entre monjes, y más en cortes y campamentos que no en coros y altares.
 
Grandemente llamó mi atención el comienzo, y sin pararme a contemplar cuán diversamente juzgan las cosas aquellos que las ven y las tocan, de los que las aprenden o examinan al trasluz de los siglos, pasé adelante con el relato del buen mozárabe, seguro de encontrar en él cosas de provecho para el conocimiento de esta historia verdadera.
 
Ello fue, decía el cronista, que al caer una tarde de diciembre, que podría ser la misma de la jura y coro, nación del rey don Ramiro, se presentó delante de la barbacana, de más de trescientos pasos de circuito, que cerraba la entrada del Real Monasterio de Mont-Aragón, uno de los que se llamaban entonces monjes negros, es decir, un humilde fraile benito, con la vellosa cogulla negra de mangas largas y grandes, que traían los de España, y sayas debajo leonadas de buriel, calzas y zapatos; todo al modo que se llevaba en Sahagún y San Zoíl de Carrión por los propios tiempos. Aquel monje iba en demanda del santo abad de la casa.
 
Éralo a la sazón Fortuño, hombre de calidad en el mundo, y que dentro de la regla, si no santo, era de los prelados más reputados que tuviese Aragón, tanto por su ciencia como por sus virtudes. Y bien debía de serlo, cuando de toda la tierra de Aragón y Navarra, y aun de la parte de Castilla y de la parte de Francia, solían acudir a consultar con él los monjes y legos, guiándose por sus consejos y pidiéndole absolución de sus culpas.
 
Así fue que la aparición de aquel fraile benito en tal ocasión no pareció a nadie extraña, ni otros obstáculos se pusieron a su entrada que aquellos que eran de costumbre y regla general, y a que no se faltaba en caso alguno.
 
Dos hombres de armas que salieron al divisar el monje por el postigo de la ancha barbacana, cuidadosamente le reconocieron. Cerciorados de que venía solo y no traía armas consigo, le condujeron por dentro de la barbacana hasta la espaciosa plaza que había delante de la puerta mayor del convento o castillo; y desde allí, cruzando una bóveda que podría tener hasta seis pies de altura, cerrada por dobles puertas, de grandes cadenas y cerraduras provistas, entraron todos tres en la fortaleza. Pasado el zaguán, sintió ya el monje que el frío, de la primera hora de la noche le azotaba el rostro, y se halló en un gran patio con claustro y sobreclaustro, en el cual estaban las puertas del palacio abacial. Dejáronle allí solo los dos hombres de armas contemplando a la luz de dos lamparillas que acababan de encenderse a cierta devota imagen de Jesús Nazareno, colocada en un nicho del mismo, la boca del grande aljibe que ocupaba el centro del patio. Pocos instantes después se oyó el paso lento de un portero tonsurado que, a decir verdad, antes parecía tener semejanza con Nemrod que con padre alguno de la Iglesia; hombre de mediana catadura y membruda persona, más propia para empleada en armas y aventuras, que no para consumida allí en vigilias y penitencias.
 
-¿Quién sois? -preguntó el portero al monje con acento duro y desdeñoso.
 
-Soy, señor, ya lo veis, un hermano benito del..., del..., del convento de San Pons de Tomeras. Sí -añadió luego el monje para su coleto-, que de lo de Sahagún tampoco estoy satisfecha en mi conciencia. Por de Tomeras podéis anunciarme a mí señor, vuestro prelado -continuó en voz alta.
 
-¿San Pons de Tomeras? -respondió el portero-; mal viento viene de allá, hermano. ¿Sabéis que os pudiera traer desdicha por acá el venir de tales partes?
 
-Soy un monje, no más que un triste monje, señor, y no entiendo un punto de estas cosas que habláis.
 
-Abriéraos yo los sentidos, si en mí estuviera, buen fraile; ¿qué es decir que no sabéis del viento que viene de Tomeras?
 
-De allí no ha venido, que yo sepa, sino el rey don Ramiro, a quien Dios ayude -dijo a esto el monje suspirando.
 
-¿Rogáis por él, hermano? Hacéis bien, que lobo sois de la misma camada. Mas entended que mala la ha de haber antes de mucho como no se remedie. ¿No sabéis que tiene ofrecidos a esta santa casa más de tres molinos y más de seis iglesias, y más de veinte yuntas con otras muchas riquezas, y que ahora nos viene dilatando el pago? Mala la ha de haber el de Tomeras, hermano, si es avaro de bienes con la casa de Dios.
 
-Razón tenéis, hermano; y don Ramiro pagará según yo creo, o de no, deberá ser castigado. Mas os advierto que traigo un caso de conciencia que consultar con el abad. ¿Podré verle ahora mismo?
 
-Difícil sería si yo le dijese que erais de Tomeras; porque con los malos hechos de ese monje rey, y el decirse que fueron aconsejados por vuestro prelado, no quiere oír hablar siquiera de tal monasterio. Repítoos, triste monje, que son muchas las cosas que nos tiene ofrecidas el don Ramiro y hasta ahora no nos ha dado más que una sola viña y un mal molino, y aun eso con obligación de encender una lámpara a su hermano don Alonso y de mantener a un pobre, que ya se llevan en aceite la lámpara y en comida el pobre más que producen viña y molino.
 
-Vuelvo a decir que tenéis razón que os sobra -replicó el monje-; ¿pero no podré ver ahora mismo al abad de esta casa? No le digáis, si os parece, que soy de Tomeras; mas despachaos, por amor de Dios, hermano. Mirad que esto de verle no poco me urge.
 
-Este monje trae irregularidades consigo, y ¿quién sabe aún si andará concuso en anatemas? -dijo entre dientes el portero.
 
-Conque vamos, hermano -tornó a decir el fraile benito.
 
-¿Con prisas andáis? No, pues contad que no vais a entrar en vísperas, sino que vais a comparecer ante el santo abad, que es implacable con los pecadores.
 
Y al decir esto, el portero echó a andar delante del monje.
 
-¿Es muy severo el abad? -dijo este al montar la última grada de la escalera que subía al palacio abacial.
 
-Eslo tanto, que más de cuatro que entraron a hablarle muy erguidos y valerosos, salieron de su presencia temblando.
 
-Dios le dé piedad para mí -murmuró el monje.
 
Mas sin dejarle tiempo para pensar mucho, alzó el portero una espesa cortina, y empujándole con bien poco miramiento, le dijo:
 
-Entrad en ese aposento, que no tardará en salir el reverendo abad.
 
Obedeció el monje, y entrando se halló en un salón, ni bien largo, ni bien corto, ricamente decorado, con muebles de pino y de roble y con telas de lana. En la cabecera del salón se miraba una mesa de ancho tablero con labores incrustadas de hueso y de ébano, y encima alzábase un gran crucifijo de plata, al cual daban luz y compañía dos velas de cera amarilla. Detrás de la mesa se mostraba un sillón de ancho buque, como si el artífice hubiera sospechado que todos los abades fueran de obesa persona; y al lado del sillón se levantaba un atril, que mantenía abierto un libro, muy primorosamente pintado.
 
Nuestro fraile benito reparó poco en estas galas, o por serle harto familiares, o porque tales fuesen de grandes sus pensamientos que no pudiera apartarse de ellos.
 
Pasado un largo cuarto de hora, crujió cierta puerta escondida en el muro, y, por ella, el reverendo abad Fortuño salió a la estancia.
 
Tendría este a la sazón como unos sesenta años; los ojos fríos, rugosa la frente, ralo el cabello, antes sobrada que escasa la estatura, y era más bien severo que benigno su semblante.
 
Entró con grave paso, sentose silenciosamente en el sillón, e hizo seña al monje de que se acercase.
 
Pero contra nuestro intento se ha dilatado tanto este capítulo, que es fuerza dejar para otro la conversación de los dos personajes, abad y monje, que tenemos ya frente por frente. Culpas son tales dilaciones del cronista mozárabe, el cual intercala tantos pormenores y minuciosidades en el texto, que la pluma no basta a borrarlos, ni es parte nuestro buen deseo a excusarlos en todas ocasiones.
 
 
 
 
== Capítulo VII ==
 
<center> '''Que no hace más sino proseguir la materia del anterior '''</center>
 
 
 
<div align="right">
Tú viniste a derramar, <br>
ángel puro, en el altar <br>
las lágrimas del pecado.
 
(El Rey Monje, drama nuevo.) </div>
 
 
 
-Hablad, hermano -dijo el abad, después de contemplar por breve espacio al monje-. Hablad, y decidme en qué puedo favoreceros o ayudaros; no hayáis temor, que delante estáis de quien es pecador como vos.
 
-¡Padre mío! -dijo con voz contrita el monje-. Yo siento sobre mí la ira de Dios.
 
-Pecador: Dios es misericordioso, como tremendo en su ira.
 
-Es que su ira comienza a cumplirse en mí.
 
-Haced penitencia, cuanta baste a desarmarla.
 
-Sí haré, sí haré -continuó el monje-. Sabré cumplir cuanta penitencia me impongáis, y no habrá una que me espante, ni dar la boca al polvo, ni exponer los miembros al cilicio y al fuego. Mas, absolvedme, padre mío, absolvedme y que no vea yo tan sobre mí a la celeste cólera.
 
-Decid, hermano, decid qué habéis hecho, antes de todo, y yo os diré lo que importe -replicó el abad, con la pausa y la indiferencia de quien se ve forzado a repetir una misma fórmula muchas veces al día.
 
-Yo profesé, como veis, en la regla de San Benito.
 
-Santa regla, formada en el propio espíritu de los sagrados cánones; no hay otra que más que esta recomiende la Iglesia -dijo el abad.
 
-Santa regla, padre mío, santa regla. Mas yo soy dentro de ella la oveja perdida de que hablaba el glorioso San Benito. ¿No es cierto que puede contagiar a las otras, y que por eso debe ser echada del redil? ¿No es cierto que Dios, para arrojarla de él, la aniquila?
 
-Dios es misericordioso, os digo.
 
-¿Aun con pecados tan grandes como los míos?
 
-Con todos, hermano; mas decid, decid los vuestros.
 
-Mis padres, reverendo abad, me ofrecieron de niño a Dios en la oblación de la misa, y cierto que no contaron con mi voluntad; mas harto sé que los ofrecimientos de los padres valen como si uno propio los hiciera. ¿No es verdad que eso no pudo nunca excusarme de cumplir la regla?
 
-Así es, como decís, pecador; esa doctrina, aunque dudosa en la Iglesia, quedó claramente resuelta por el canon cuarenta y ocho o cuarenta y nueve del cuarto Concilio de Toledo. No me acuerdo bien del número del canon, pero estoy cierto de que bien lo declara.
 
-Pues según eso, padre, hice los votos de mi regla: primero, de obediencia; después, de pobreza, y de castidad luego.
 
-Votos perfectísimos todos ellos, y agradabilísimos a Dios y al glorioso San Benito que los instituyó. Mas despachemos, que aún he de hacer mis oraciones. ¿A cuál de ellos faltasteis?
 
-A todos, padre mío, a todos.
 
-¿A todos? Largo pecar fue.
 
-Falté -prosiguió el monje- al de obediencia, dejando el claustro por el mundo, y tomando sobre mis hombres grave autoridad temporal; falté al de pobreza, con adquirir riquezas sin número y vasallos sin cuento; y por último, falté al de castidad, contrayendo...
 
-¿Qué decís, hermano monje? -exclamó el abad, sorprendido.
 
-Digo, padre, aunque horror me cueste el decirlo, que contraje matrimonio.
 
-¡Cuántos pecados juntos! -exclamó el abad-. No oveja perdida, sino muerta, debierais llamaros, a no ser tanta la misericordia de Dios.
 
El monje, que involuntariamente se había ido acercando más a la mesa, conforme declaraba sus pecados, se arrodilló ya en aquel punto; y penitenciario y penitente guardaron silencio por algunos instantes.
 
El abad fue el primero que lo rompió, y dirigiéndose al monje, le habló de esta suerte:
 
-Ya te he dicho, pecador, que la misericordia de Dios es infinita. ¿No dices que estás muy arrepentido de todo lo hecho?
 
-Mucho lo estoy, padre.
 
-Habraste preparado sin duda para la penitencia que yo te imponga.
 
-No, padre; aún no me he preparado como debiera; aún subsiste en mí la materia del pecado.
 
-¿Conque, es decir, que no has abandonado aún esos bienes terrenos que recibiste en tanto menosprecio de tus votos y daño de tu alma?
 
-No los he dejado, padre.
 
-¿Ni te has separado del lecho nupcial, donde entraste con tanta ofensa de Dios y del glorioso San Benito?
 
-Tampoco.
 
-¿En qué piensas, pues? -prorrumpió el abad con voz de trueno-. ¿En qué piensas que, sintiendo la carga del pecado, no la arrojas de ti; que, reconociendo el yerro, no comienzas por enmendarlo? ¿Cómo has de volver de esa suerte a la obediencia de tus votos y a la gracia de Dios?
 
El abad se había puesto en pie; sus ojos ardían en indignación y celo cristiano; con las manos golpeaba fuertemente el tablero de la mesa por dar más expresión a sus palabras.
 
El monje parecía aterrado.
 
-Yo haré, padre, cuanto me ordenéis -dijo, al fin, con acento compungido.
 
-Haberlo hecho fuera mejor; que entre tanto, no has de hallar en mí ni absolución ni gracia alguna.
 
Y al decir esto, hizo seña al monje de que se retirara.
 
-No es por excusar mi culpa, reverendo abad -exclamó este-; mas dignaos oírme aún algunas palabras. Yo dejé el claustro y tomé bienes, y contraje nupcias, porque era el último de mi raza, y sin eso se perdía.
 
-Perdiérase tu raza cien veces con tal que se evitara un solo pecado.
 
-Hubo también prelados que me lo aconsejaron, y aun en nombre de Dios me lo ordenasen.
 
-Malos prelados fueron ellos, monje; en verdad os digo que no hay poder en la tierra que pueda desatar los lazos que con Dios tenéis vos contraídos. Mas abreviemos aún, que el tiempo pasa en vano y no deja de ser ofensa de Dios el desperdiciarlo. Dígoos que no volváis más a mi presencia sin haber dejado mujer y bienes, y vuelto a la obediencia de vuestros votos.
 
-Así lo haré, padre, así lo haré -replicó el monje sollozando; y dio algunos pasos como para marcharse; pero antes de llegar a la puerta, volviose de pronto y dijo:
 
-¿Sabéis, padre, que temo que, mientras me absolvéis o no, venga sobre mí el castigo del cielo?
 
-Dios es justo y sabe lo que merecen sus hijos inobedientes.
 
-Es, padre -continuó el monje temblando-, que yo he visto claras señales de mi muerte y de mi castigo, y temo que muriendo ahora sea condenado al infierno.
 
-Rogad a Dios que se apiade de vuestras culpas.
 
-¡Oh! ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Yo estoy arrepentido de mis culpas; yo quiero hacer penitencia! Mas decidme, ¿qué podría yo hacer desde ahora mismo para librarme de la cólera del Eterno?
 
-Dejar a esa mujer con quien tan malamente os unisteis, y renunciar a esos bienes que adquiristeis con tan gran pecado. Cada instante que aquí pasáis lo perdéis en vuestra salvación: si el rayo del cielo os hiriese en este instante, no la habría para vos.
 
Y diciendo esto el abad, señaló imperiosamente ya al monje con el dedo la puerta de la estancia.
 
-Los dejaré, los dejaré -respondió el monje, y en seguida salió precipitadamente, bajó las escaleras de un salto, como quien se juzgaba perseguido por la celeste cólera, y entró en el claustro, donde a la venida le habían dejado solo los hombres de armas.
 
Allí oyó de lejos el precipitado andar de dos personas, alguna de las cuales debía de ser un guerrero, según el son de armas que se sentía.
 
Y, al revolver de una de las esquinas del estrecho y abovedado pasadizo que conducía a la puerta, se halló frente por frente con el bueno del portero, a quien ya conocen nuestros lectores, que venía acompañando a cierto caballero vestido de todas armas, la visera calada y con pomposo penacho en la cimera.
 
El monje hizo un movimiento para taparse más el rostro, como recelando de ser conocido; pero el desalmado del portero no le dio tiempo; antes, lanzándose a él, le quitó la capucha de un tirón y le plantó un despiadado pescozón en la coronilla, que resonó en largo especie.
 
Al ver al monje con la cabeza descubierta, notose en el caballero una exclamación mal reprimida. El monje, por su parte, no pudo contener un grito de dolor y rabia.
 
-Villano -le dijo al portero-, ¿quién te manda tratar de tal suerte a los huéspedes de la casa de Dios? ¿Es así, mal portero y follón impío, cómo respetas mis sagrados hábitos?
 
El portero prorrumpió en recias carcajadas al oír estos improperios.
 
-Dé gracias, don monjecillo -le dijo- que de aquí se va sin los azotes que suelen darse a los malos huéspedes; y mire la palma que para hombre como él, y aun mejores, tenemos colgada en esa pared, que bien conocerá al mirarla cuánta haya sido su fortuna en no trabar conocimiento con ella.
 
El monje ahogó dificultosamente en su pecho algunas palabras; pero no replicó más; y precipitando el paso, volvió a salir del muro del monasterio con no menos dificultades que había entrado.
 
Subían entre tanto las escaleras del palacio abacial el caballero de que hemos hablado y el portero, y aquel dijo a este con mal disimulado acento de sorpresa:
 
-Sin duda no has conocido a ese monje.
 
-No, buen señor, que, puesto que para eso le haya descubierto la cabeza, no lo he logrado, y bien sé que no le he visto en mi vida si no es ahora.
 
-¿Pues cómo te atreviste a tanto?
 
-Es, señor, que viene del monasterio de Tomeras, del cual ha recibido tantos daños todo el reino y más esta santa casa. Y así Dios me ayude, que no juzgué que nuestro abad le soltara sin una mano de azotes, dados por estas mías que se pintan solas para mullir carne de pícaros.
 
-¿Le conocerías si otra vez le vieses?
 
-Precisamente para eso le descubrí también la cabeza; porque si otra vez le encuentro fuera del convento, no ha de írseme sin mayor ración de cordelazos y puñadas.
 
El caballero se sonrió.
 
-Mira, Gaufrido -le dijo al portero-, no pienses tal; antes olvida, si puedes, que le has visto en tu vida.
 
-¿Y por qué eso, señor?
 
El caballero no le contestó, sino que alzándose la visera, entró derechamente en el aposento donde dejamos al abad.
 
-¡Roldán! -exclamó el abad al verle-: ¿Qué os trae por acá a estas horas? ¿Por ventura viene con vos la escritura de cesión de las haciendas que debe el rey a esta santa casa? ¿Ha tocado al fin el cielo el corazón del señor rey para que nos haga justicia? ¿Qué nuevas traéis de la Corte?
 
-Esas iba yo a pediros ahora -respondió Roldán-. ¿Quién más enterado que vos de lo que piensa el rey?
 
-¡Yo! -exclamó el abad-. ¡Pues si no he asistido a la coronación siquiera, por causa de mis achaques, ni he visto al rey, sino de paso cuando desde Monzón, donde le aclamasteis por tal, vino a Huesca en vuestra compañía!
 
-¡Que eso digáis, abad! ¿No fuisteis vos por vuestras letras de los que opinaron que se eligiese a don Ramiro, en lugar de elegir a don Pedro de Atares, a don Alonso o don García? ¿Y no obrasteis de tal suerte con el propio intento que nosotros, a saber: que hubiese rey que no nos oprimiera ni cercenara nuestros privilegios, antes bien nos devolviera los castillos y lugares que ganamos por nuestras personas o por nuestras gentes, malamente guardados para sí por los otros reyes?
 
-Sí opiné y sí obré, Roldán; mas ¿qué tiene que ver nada de lo que decís con lo que yo pregunto?
 
-¿Que nada tiene que ver? Pues ¿cómo me venís ahora con fingimientos, negándome que en este propio aposento habéis estado platicando con don Ramiro no ha un instante?
 
-¿Qué decís, Roldán? ¿Yo hablar con don Ramiro?
 
-¿Pensáis que no le haya yo conocido debajo de sus viejos hábitos de fraile benito?
 
-¿Conque era ese el rey? -prorrumpió el abad, espantado-. ¿Conque ha sido el rey a quien he tenido a mis pies en penitencia?
 
-Comienzo a creer que no le habéis conocido, abad.
 
-Podéis creerlo, Roldán, y ¡oh, si supierais lo que ha pasado entre nosotros!
 
-¿Qué?
 
-Básteos saber que le he mandado, en nombre de Dios, que deje el reino, que olvide a su mujer y vuelva al claustro.
 
-¿Y creéis que lo haga?
 
-Lo hará de seguro. No podéis figuraros lo contrito que está; daba consuelo de oír sus últimas palabras.
 
-¡Consuelo! ¡Consuelo! ¿Estáis loco? ¿Cuándo ha de poner en práctica vuestros disparatados consejos?
 
-Al momento; no le he concedido dilación alguna.
 
Roldán no pudo contener su ira; dio una patada en el suelo y exclamó:
 
-Habéis perdido el fruto de nuestros afanes y peligros; nos habéis hecho un daño inmenso, abad.
 
-Lo he hecho, sí; pero al fin he salvado su alma, y no me arrepiento de lo que he hecho -dijo entonces el abad gravemente.
 
-¿Eso más? -prorrumpió ciego de cólera Roldán-. ¡Oh, y con cuánta razón desconfiaba de vos el viejo Lizana! Toma tus armas, me dijo; toma tus armas y corre la hoya en busca del rey, mientras yo hago dentro de la ciudad mis averiguaciones; y no te olvides de llegar a Mont-Aragón, porque desconfío de que el abad esté ya con nosotros. ¡Oh, y cuánta razón tenía el viejo Lizana!
 
-Roldán -dijo el abad-, ¿osaríais acusarme de traición?
 
-No lo permita Dios, padre; pero cuando yo venía a consultar con vos los medios de conservar nuestra obra y me encuentro con que de vos ha sido destruida toda ella, ¿haréis gala aún de tal hecho? Si ese hombre amara la corona como nosotros pensamos que la amara, y como debiera amarla, podrían con él nuestras amenazas, valdría con él la intimidación para que nos entregara cuantas tierras y castillos le pidiéramos, y aun para que nos concediera cuantos privilegios nos estuvieran bien. Pero si vos habéis hecho nacer en su alma el remordimiento; si desprecia el poder, la corona; si renuncia a uno y a otra, ¿con qué le haremos fuerza en adelante? Más cuenta nos traería que hubiera pretendido poner en ejecución el consejo del abad de Tomeras, que no el vuestro. Aquello no habría podido llevarlo a término y esto sí; porque como no dé con él el sabio Lizana, no sé yo que haya modo de evitarlo. Ni tengo más esperanzas si no es que se le olviden vuestras amonestaciones. ¡Es tan seductora al cabo la corona! Si eso pudiéramos esperar...
 
-Inútil esperanza, Roldán: está resuelto a dejarla y la dejará; yo defenderé en cuanto pueda los derechos temporales de mi casa, y haré cuanto sea lícito en vuestro bien; mas no he de faltar por eso a las obligaciones de mi espiritual ministerio. Si otra vez acude a mí, le diré hasta qué punto las circunstancias pueden excusar el hecho; pero no le negaré que hay pecados y grandes en su conducta. Recordad que no aprobé yo lo del matrimonio.
 
-Mal hayan vuestros escrúpulos, padre; que yo sé que, a conocer quién era, no le hablarais con el santo celo con que sin duda le habéis hablado. Mas no hay tiempo que perder; si a vos os place, salíos de la liga, y abandonad vuestras pretensiones. De mí sé decir que ahora mismo parto para Huesca a concertarme con mis nobles amigos, y a remediar en algo el mal que habéis hecho: que si este se obstina en ser monje, será preciso elegir otro rey que bien nos cumpla, en lugar suyo.
 
Y de como esto dijo Roldán, calose de nuevo la visera y salió de la sala.
 
-No hagáis de modo que se pierda su alma; mirad que es gran pecador; mirad que, bien mirado, es justa y forzosa su penitencia -le gritó el abad.
 
Pero el caballero ya no le oía.
 
Bajó rápidamente, cruzó el claustro y los pasadizos, montó a caballo en la barbacana, y en compañía de dos escuderos que allí le estaban aguardando, tomó a toda rienda el camino de Huesca, salvando primero la empinada y revuelta senda que bajaba del monasterio a la llanura, y luego los vados de la Isuela, que con sus aguas cerraban el camino.