Diferencia entre revisiones de «El capitán Montoya»

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== VI : El novio ==
<div class="verse">
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Todos los ojos clavados
en la puerta del salón,
toda la gente del baile
agolpada en derredor,
en impaciente y atenta
duda un instante quedó,
esperando la llegada
del venturoso amador.
Don Fadrique, Diana y todos
los parientes que juntó
en su fiesta el noble Duque,
de sus huéspedes en pos,
están al dintel parados,
que el danzar se interrumpió,
y ahogaron los instrumentos
su ya no escuchado son.
Todos inciertos callaban,
y allá en confuso rumor,
del novio por la escalera
se percibía la voz,
como si alguno a su paso,
demandándole atención,
recibiera una respuesta
de superior a inferior.
-¿Comprendiste? dijo al fin
en voz clara.-Sí, Señor,
repuso otra voz humilde;
y él a replicar volvió:
-La hora, las dos en punto;
la gente, nosotros dos.-
Y de sus anchas espuelas
áspero compás se oyó.
Cundió general murmullo
de gente por el montón,
la masa de mil cabezas
adelantándose hirvió,
moviéndose a un tiempo todas
para ver y oír mejor;
y a tal punto, por la sala
con paso resuelto entró
el buen capitán don César,
cual siempre fascinador.
Echó los brazos al cuello
de don Fadrique, tomó
la mano a Diana, y besóla
con acendrada pasión,
y por la estancia avanzando,
en tal guisa les habló:
-Señor Duque, hermosa Diana,
si tardé, mirad que estoy
pronto desde este momento
a demandaros perdón.
-Capitán, en vuestra casa
nadie exige sino vos.
Id, venid cuando os pluguiere,
sin pena y sin restricción,
que en todo lo que gustareis
nos daréis gusto y honor.
-Pues cuando os venga en agrado,
señor Duque, la ocasión
del notario aprovechemos,
con la ley cumplamos hoy;
y atendiendo a ambos mandatos
de justicia y religión,
hoy nos casarán las leyes,
mañana temprano, Dios.
¿Os place?
-¡Sí, por mi vida!
-¿Y a vos, Diana?
-¿Tengo yo
más voluntad que la vuestra,
mi esposo y libertador?
-Pues de ese modo, abreviemos,
que aunque por ello aflicción
siento en el alma, esta noche
aun mi ausencia no acabó.-
Volvióse a tales palabras
el Duque, y conversación
siguieron de esta manera
por lo bajo ambos a dos:
-Don César, ¿lleváis espada?
-Solamente a precaución.
-Sabéis, Capitán, que os debo.....
-Gracias, Duque; aunque de honor,
no es asunto de estocadas,
sino de tiempo.
-¡Por Dios,
que tomara por agravio
que en caso de exposición
reclamarais el auxilio
de otro que no fuera yo!
-Dormid sin cuidado, Duque,
que en todo evento hombre soy,
y os despertaré mañana.
Volved esta noche vos
al baile desde la mesa;
danzad, Duque, sin temor,
y no os acordéis de mí
hasta que despunte el sol.
Y así el Capitán diciendo,
la mano de Diana asió,
y a otro aposento pasaron
con toda la gente en pos.
 
Firmáronse alegremente
los contratos en unión,
volvióse a la danza luego
y a la mesa se volvió.
El Duque estuvo gozoso,
el Capitán decidor,
y Diana hermosa y radiante
y hechicera como el sol.
Y aunque no faltó un misántropo
que admirado se mostró
y auguró mal de esta boda,
cenando como un león,
desde la cena, la danza
tercera vez empezó,
Más que nunca bullicioso
y pacífico el salón.
mas justo será añadir
como fiel historiador,
que mientras seguía el baile
y de los brindis el son,
el Capitán y Ginés
salían al dar las dos,
de la empinada Toledo
por las puertas del Cambrón.
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== VII : Doña Inés ==
<div class="verse">
<pre>
Cerraron en un convento
a doña Inés de Alvarado,
y obraron con poco tiento,
porque jamás fue su intento
tomar tan bendito estado.
Niña alegre y bulliciosa,
de noble estirpe nacida,
pensó, libre mariposa,
de volar de rosa en rosa
por el jardín de la vida.
Con dos ojos que hallan poca
la luz del brillante sol,
y una mente inquieta y loca,
¿quién puso bajo una toca
corazón tan español?
¿Qué valen las. celosías
que la aprisionan el ver,
si en sus bellas fantasías
adora todos los días
sus delirios de mujer?
¿Qué importa ¡pese a su estrella!
que algunos doctores viejos
nieguen el mundo para ella,
si presintiéndose bella,
se encuentra con los espejos?
Y ¿qué la importan los sones
del salterio sacrosanto,
si las lindas tentaciones
de otro dios y otras canciones
se la acuerdan entretanto?
¿Cómo abrazar las espinas
del ayuno y la oración
como exigencias divinas,
si hay otras que están ladinas
punzándola el corazón?
¿Para qué son sus sentidos
si de nada han de gozar?
¿Qué fue para los nacidos
el mundo a que son venidos,
si en venir han de pecar?
¿Qué sirven de sus cabellos
los mal mutilados rizos,
si no ha de prender en ellos
una flor, que hará más bellos
sus ojos antojadizos?
Doquier que su sombra alcanza,
curiosa va tras su sombra
con afanosa esperanza,
y el pie se ensaya en la danza
doquiera que halla una alfombra.
Doquier que hablan de virtud,
la causa secreta estudia
de su secreta inquietud;
doquier que encuentra un laúd,
un himno de amor preludia.
Tal vez a solas mirando
de su mansión los cerrojos,
las horas pasó soñando,
y se encontró, despertando,
con lágrimas en los ojos.
Tal vez desde una ventana
al ver la inmensa campiña
donde cruza una aldeana,
trocar su sayal de lana
quiso por una basquiña.
Tal vez al tomar su aguja
y al bordar un santo nombre,
la santa labor estruja;
que audaz tentación la empuja
a delinear el de un hombre.
Y así se la van los días
en suspirar y gemir,
por las bóvedas sombrías
de las largas galerías
que la habrán de ver morir.
Y sus ojos se marchitan,
y sus labios palidecen,
y sus pies se debilitan,
y sus delirios la irritan,
y sus pesadumbres crecen.
¡Oh, que al abrir un convento
a doña Inés de Alvarado,
obraron con poco tiento,
que bien se ve que su intento
no la llamaba a su estado!
 
Pero ¿qué han visto sus ojos,
que serenos y radiantes,
ha días que sin enojos
moderaron los antojos
tras de que corrieron antes?
Ella, que ayer esquivaba.
del templo el cantar sonoro
la oración la cansaba,
hoy de rodillas se clava
ante las rejas del coro.
Ella, que ayer distraída
asistía al gran misterio
del Redentor de la vida,
hoy no quita, embebecida,
los ojos del presbiterio.
Ella, que ayer con el son
del importuno esquilón
dejaba el lecho tardía,
hoy madruga con el día
y adora la creación.
Ella, que ayer descuidada
olvidaba sus labores,
hoy, noche y día afanada,
multiplica delicada
sus bordados y sus flores.
Y salen de su aposento
ofrendas del sentimiento
bajo formas infinitas,
sus labores exquisitas,
que orgullo son del convento.
Mutación inesperada
que a sus hermanas admira;
y la oveja descarriada,
dicen, del pastor llamada,
ya a su redil se retira.
Ya vuelve al dulce reclamo
de la dulce compañía,
y a los cuidados de su amo,
la blanca oveja que huía
tan salvaje como el gamo
nacido en la selva umbría.
Y en secretas reuniones
dándose la enhorabuena,
doblaban las oraciones,
pidiendo a estas intenciones
perseverancia serena.
¡Impertinencia importuna!
¡Oh necias, sin duda alguna,
las pobres siervas de Dios,
si no alcanzasteis ninguna
lo que va de Inés a vos!
Tras recogimiento tanto,
su tez la color recobra,
sus ojos brillo y encanto.....
Y ¿pensáis que el fuego santo
tales maravillas obra?
¿Pensáis que el alma prensada
en la seca soledad
vuelve a una niña apenada
la pura tez sonrosada
y el contento y la humildad?
¡Oh necias, que sin recelos
cubrís el mundo y los ojos
con vuestros benditos velos,
cuando a la luz de los cielos
se ven muy mal sus abrojos!
¡Necias! La blanca ovejuela
que se vuelve a su pastor,
y cuya vuelta os consuela,
es tórtola que se vuela
al reclamo de su amor.
Cuando sus ojos estaban
clavados en el altar,
el altar no contemplaban,
que otros ojos no cesaban
sus ojos de reclamar.
Huir las rejas impiden,
pero, pese a los cerrojos,
lenguas en ojos residen,
y los espacios se miden
con las lenguas de los ojos.
Un hombre la contemplaba,
y un hombre la devoraba
con sus ardientes pupilas,
y doña Inés se abrasaba,
y vosotras.... tan tranquilas.
Ni sorprendisteis su exceso,
ni de la reja a una esquina
visteis que, perdido el seso,
tendió la mano, y que un beso
crujió en la mansión divina.
Ni visteis que, en vez de andar
al toque de los maitines
desde su celda al altar,
solía más tarde entrar
al atrio de los jardines.
Ni hubo de vosotras una
que, del paseo celosa,
abriese ventana alguna,
y viese huir con la luna
una sombra sospechosa.
Ni hubo ningún jardinero
que, al primer canto del gallo,
viese acercarse rastrero
un rondador caballero,
que atrás dejaba un caballo.
Ni os ocurrió que sus flores,
sus vistosos ramilletes
que encontraban compradores,
pudieron de sus amores
guardar ocultos billetes.
Ni la visteis espiando
el sueño de la tornera,
las llaves manoseando,
abierta afición mostrando
del manojo a la tercera.
¡Oh! Que al abrir un convento
a doña Inés de Alvarado,
obraron con poco tiento,
pues ni han mirado su intento,
ni en el Capitán pensado.
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== VIII : Aventura inexplicable ==
<div class="verse">
<pre>
Tras grave asunto, a juzgar
por lo que van espoleando,
corren dos hombres, cruzando
a caballo un olivar.
No está la noche muy clara,
más bien se ve al pie de un cerro
una cruz grande de hierro
que dos caminos separa.
Y de advertir fácil es,
aun a los ojos peores,
que son dos los corredores,
y los caballos son tres.
Echó pie a tierra el primero,
y al dar la brida al de atrás,
le dijo: «Aquí esperarás»;
y el otro dijo: «Aquí espero.»
Y hacia el convento avanzando,
del caballero en la obscura
sombra se fue la figura,
hasta perderse, menguando.
Y aquí, ¡oh mi lector amigo!
fuerza será que convengas
en que es preciso que vengas
hacia el convento conmigo.
Sigue mi camino, pues,
y de una verja detrás,
un atrio acaso hallarás
a pocos pasos que des.
Sube tres gradas, si puedes,
da un paso más, y con él
tocarás en el cancel,
donde es fuerza que te quedes.
¿Ves un hombre que, embozado,
encorvando la figura,
por la estrecha cerradura
en mirar está ocupado?
Acércate sin temor,
que lo que alcanza por dentro,
no haca temible el encuentro
del Capitán reñidor.
Tú, lector, preguntarás:
-¿Conque el Capitán es ése?
El mismo, mas que te pese;
pero hazte un poquito atrás,
porque levantando el brazo,
empuja a espacio la puerta.
Entró, y dejándola incierta,
sopló el aire y dió un portazo.
Mas veo, lector, que dices,
sin que pueda replicarte,
que esto es, llamándote, darte
con la puerta en las narices.
Mas tu impaciencia sosiega,
todo lo presenciarás,
que del poeta, a eso y más
el poder mágico llega.
Está el Capitán en pie
en medio de la ancha nave,
y a la verdad que no sabe
ni qué pasa, ni qué ve.
El templo mira enlutado
con lúgubre terciopelo,
mucha gente haciendo duelo,
y un féretro en medio alzado.
Vense en el paño del túmulo
entrelazados blasones,
y a la luz de los blandones
un cadáver en su cúmulo.
Monjes le rezan en coro
tristísimos funerales,
y le alumbran con ciriales
pajes de libreas de oro.
La muchedumbre que asiste,
y que la tumba rodea,
dado que bien no se vea,
se ve que de noble viste.
Y parece que al bajar
el que ha finado a su nicho,
memoria tuvo capricho
de su opulencia en dejar.
Y al par que su eterna calma
las oraciones consuman,
mirras y esencias perfuman
la despedida del alma.
Música triste le aduerme,
salmodias le santifican,
e hisopos le purifican
el cuerpo, que yace inerme.
Mas aquellas oraciones
y responsorios precisos,
llevan de anatema visos
y planta de maldiciones.
A veces son sus compases
hondos, siniestros, horribles,
murmurando incomprensibles,
negras e incógnitas frases.
En son lento, ronco y quedo
se hacen oir otras veces,
y entonces aquellas preces
hiela los huesos de miedo.
Otras semejan aullidos
discordes, desesperados,
lamentos de condenados
de los infiernos salidos.
Otras lejanos rumores,
cual de tormentas, se escuchan,
o de ejércitos que luchan,
los espantosos clamores.
Y siempre siendo los mismos
los sones que se levantan,
responsos a un tiempo cantan
y murmuran exorcismos.
Atónito de la escena
extraña y aterradora
que encuentra tan a deshora
y le asombra y enajena,
don César, con paso lento,
entre la turba mezclado,
dirigióse A un enlutado
que oraba en aquel momento,
-¿Quién es el muerto, sabéis,
dijo, a quien rezando están?
Y él respondió: -El capitán
Montoya: ¿le conocéis?-
Mudo quedó de sorpresa
don César oyendo tal,
mas no lo tomó tan mal
como tal vez le interesa.
Volviólo la espalda, pues,
diciendo:-Me ha conocidoy burlárseme ha querido;
mas luego veré quién es.-
Siguió la iglesia adelante,
y una capilla al cruzar,
vio un sepulcro preparar,
entre otros varios vacante;
y a un personaje que halló
de luto, y que parecía
que el trabajo dirigía,
el Capitán se acercó.
-¿Para quién abren la hoya?
le dijo; y el enlutado
le contestó de contado:
-Para el capitán Montoya.-
Mudósele la color
a don César; mas repuesta
su calma, al de la respuesta
volvió entre risa y furor.
Miróle de arriba abajo,
pero no le conoció;
segunda vez le miró,
pero fue inútil trabajo.
Ni recordó que quizás
le hubiese visto la cara,
ni imaginó que la hallara
tan repugnante jamás,
que encontró en ella tal gesto
de aterradora hediondez,
que por no verla otra vez,
dejó caviloso el puesto.
Fuése a otro punto a situar,
diciendo:-¡Ese hombre estremece!
De aquel sepulcro parece
que le acaban de sacar-
Uno tras otro se puso,
a contemplar los que vía,
mas a nadie conocía,
de lo que andaba confuso.
Tenían todos las caras
descoloridas y secas,
y dijeran que eran huecas,
a más de antiguas y raras.
Cansado de fiesta tal,
y a impulso de una aprensión,
llegóse a un noble varón
que oraba con un cirial.
Cabe él la rodilla apoya,
y dícele ya con miedo:
-¿Quién es el muerto? -y muy quedo
contestó el otro: -Montoya.-
Del catafalco a los pies
llegó entonces decidido,
de aquella duda impelido,
a ver el muerto quién es.,
Por los monjes atropella,
trepa al túmulo, la caja
descubre, ase la mortaja,
y él mismo se encuentra en ella.
Miró y remiró, y palpó
con afán hondo y prolijo,
y al fin consternado dijo:
-¡Cielo santo, y quién soy yo!
 
Miró la visión horrenda
una y otra y otra vez,
y nunca más que a sí mismo
en aquel féretro ve.
Aquel es su mismo entierro,
su mismo semblante aquel:
no puede quedarle duda,
su mismo cadáver es.
En vano se tienta ansioso;
los ojos cierra, por ver
si la ilusión se deshace,
si obra de sus ojos fue.
Ase su doble figura,
la agita, ansiando creer
que es máscara puesta en otro
que se le parece a él.
Vuelve y revuelve el cadáver
y le torna a revolver;
cree que sueña, y se sacude
porque despertarse cree,
y tiende el triste los ojos
desencajados, doquier.
Mas ¡nuevo prodigio! Mira
a las puertas, y al dintel
ve que despiden el duelo,
de duelo henchidos también,
don Fadrique y doña Diana,
que arrastran luto por él.
Baja, les tiende los brazos,
les nombra, cae a sus pies.
-Miradme, les dice atónito,
Montoya soy, vedme bien.
Y ellos le miran estúpidos
sin poderle conocer,
e inclinando las cabezas,
replican: -Montoya fue.-
Entonces, desesperado
con angustia tan cruel,
vase otra vez hacia el muerto
demandándole quién es.
-¿No hay quien sepa aquí quién soy?
¿No hay a salvarme poder?-
Y allá desde el presbiterio,
de las rejas al través,
oyó una voz que decía:
-Sí, te conozco, mi bien:
abre; ¿qué tardas? Partamos:
yo soy tu amor, soy tu Inés.
Y los brazos le tendía
la de Alvarado también,
de la reja tentadora
tras el cuádruple cancel.
Mas viéndola cual espectro
que le persigue a su vez,
gritaba él:-Aparta, aparta;
¿que soy cadáver no ves?
Y apenas palabras tales
pronunció, cuando tras él
vio llegarse aquel fantasma
cuyo gesto de hediondez
le hizo miedo, y no le pudo
recordar ni conocer.
Contemplóle de hito en hito,
le asió del brazo después,
y así con voz espantosa
vio que le dijo: -¡Pardiez!
Tú eres quien cambia conmigo;
a mi sepultura ven.-
Y a esta horrorosa sentencia,
ya sin poderse valer,
cayó en el suelo Montoya,
falto de aliento y de pies.
 
-¿Dónde estoy? ¿Qué es de mi vida?
¿Respiro aún? exclamó
Montoya abriendo los ojos,
con desfallecida voz.
-Señor, estáis en mis brazos.
-¿Eres tú, Ginés?
-Yo soy.
-¿Dónde estamos?
-En la cruz.
-¿Del olivar?
-Sí, señor.
-¿No estuve yo en el convento?
Pues ¿quién de allí me sacó?
-Yo fui, señor.
-¡Tú, Ginés!
-Perdonad; temí por vos,
y viendo que el tiempo andaba
y ni seña ni rumor
esperanza me infundían,
tras vos eché.
-¡Santo Dios!
¿Y llegastes.....
-A la iglesia.
-¿Atraído por el son,
-Señor, no he oído nada.
¿No os lo dije?
-¿Cómo no?
¿Dentro la iglesia no vistes
los enlutados en pos
de mi cadáver? -Miróle
absorto de admiración
el mozo, y dijo:-Soñamos,
o vos, don César, o yo.
Ni vi, ni oí cosa alguna.
-¿Conque es mía esa visión?
¡A mis ojos solamente
horrenda se presentó!
¿No vistes conmigo a nadie?
-Os juro a mi salvación,
que solo os hallé tendido
al pie del altar mayor;
y viendo el peligro doble
del sitio y la situación,
ni me detuve a pensar
si estabais herido o no;
cargué con vos y me vine;
ni oí ni vi más, señor.
Calló Ginés, y don César,
a estas palabras quedó
distraído y abismado
en honda meditación.
Mirábale de hito en hito
Ginés, que aterrado vio
de la faz del Capitán
la extraña transformación.
Desencajados los ojos,
palidecido el color,
torvo el mirar, parecía,
más que vivo, aparición.
Sentado en el pedestal
de la cruz, do él le posó,
inmóvil permanecía
sin fuerza y sin intención,
amarrado a un pensamiento
que bullía en su interior,
y que se vía que todas
las potencias le absorbió,
como quien mira aterrado
negra y horrible visión
que le borra de los ojos
cuanto existe en derredor.
Temeroso el buen criado
por su juicio y su razón,
dirigióle atentas frases
con afán consolador.
Mas él ni tornó los ojos
ni a sus voces respondió,
ni agradeció sus cuidados,
que en nada puso atención;
y al cabo de largo trecho,
con repentino vigor
levantándose en silencio,
en su corcel cabalgó.
Hincóle los acicates,
y el poderoso bridón,
tras un poderoso brinco,
á todo escape salió.
Santiguóse el buen Ginés,
y en su ruin superstición,
dijo: -¿Si tendrá los malos?
Y a escape tras él echó.
</pre>
</div>
 
 
== IX ==
<div class="verse">
<pre>
Por una puerta secreta
que de los salones sale
a un secreto gabinete,
puede a estas horas mirarse
a don Fadrique y don César,
que, pálidos los semblantes,
plática tienen trabada
de asunto en verdad muy grave.
Demanda con vehemencia
don Fadrique, y contestarle
resiste el otro, en su empeño
ambos por demás tenaces.
El Capitán, asentado
en un sillón, torvo yace,
guardando, pósele al otro,
un silencio inalterable;
y don Fadrique, colérico,
en pie a su lado, las frases
la dirige más violentas
que halló para provocarle.
Dejábale el Capitán
que la ira desahogase,
como si con él no hablara
ni pudieran escucharles.
Y al fin, de calma en su cólera
aprovechando un instante,
dirigióle la palabra
con razones semejantes:
-Todo es inútil, denuestos,
súplicas, amagos, ayes;
el mundo entero no puede
a que os lo diga obligarme.
Un secreto es que conmigo
quiero que al sepulcro baje,
y no ha de saberlo nunca,
desde el sol abajo, nadie.
Si es sueño o delirio mío,
quiero de él aprovecharme;
si es un aviso del cielo,
es imposible excusarle.
Tornó al silencio don César,
y el Duque, que aunque no alcance
la razón, sospecha alguna,
díjole sin ira casi:
-Don César, noble he nacido,
y por mucho que yo os ame,
llevar no puedo en paciencia
sin una excusa un desaire.
Por misterioso o fatal,
por precioso o repugnante
que el secreto sea, ¿creéis
que no sabré yo guardarle?
-Sabéis quién soy, don Fadrique,
y por excusa esto baste,
que no hablaré más en ello
si santos me lo rogasen.
Y aquí, ya de don Fadrique
la cólera desbordándose,
dijo al capitán Montoya
con voz resuelta y pujante:
-¡Vive Dios, señor don César,
que esto no es más que un ultraje
que hacer queréis a mi casa,
y que está pidiendo saiigrel
Si no podéis el motivo
descubrirme que deshace
vuestra boda, satisfecho
de un modo o de otro dejadme.
-Señor Duque, ya está dicho.
Si lo dejo de cobarde,
pues que me debéis la vida,
nadie como vos lo sabe;
pero os juro que, aunque osado
lleguéis hasta abofetearme,
no haréis que por causa alguna
la espada más desenvaine,
ni más me la he de ceñir,
ni más me harán que la saque
cuantas honras y razones
en el universo caben:
mirad, señor don Fadrique,
si el secreto será grande;
y pues veis a lo que obliga,
si hidalgo sois, réspetadle.
Callaron ambos a dos
y continuaron mirándose
como hombres en sus propósitos
igualmente imperturbable.
Al fin dijo don Fadrique
por la estancia paseándose,
como quien duda si debe
satisfacerse o vengarse:
-Señor capitán Montoya,
vida y honor me salvasteis
una noche, y aunque en ésta
me los habéis vuelto tales
que no será mucho tiempo
a restablecerlos fácil,
váyase lo uno por lo otro,
de nada quiero acordarme.
Estamos en paz, don César.
Y continuó paseándose,
y atarazándose un labio
hasta revocar la sangre.
Entonces el Capitán,
con paso medido y grave,
en mitad del aposento
fue decidido a encontrarle;
tendióle la mano, y dijo:
-Pensad, Duque, si es bastante
a dejaros satisfecho
de este misterioso ultraje
mi resolución postrera:
tomad, señor, esas llaves;
de mis inmensos tesoros
haced con justicia partes:
una a Ginés por servirme,
con cuantos muebles hallare;
un hospital o convento
fundad con otra, si os place,
y otra a don Luis de Alvarado,
que gana la apuesta infame
que hice de robar a Dios
la mejor prenda al casarme.
¿Me comprendéis, señor Duque?
Obedecedme y dejadme.
Entregad al de Alvarado
lo que hoy de perder me place;
pero cuidad, don Fadrique,
que no sepa el miserable
que era Inés, su propia hermana,
la prenda que iba a jugarse.-
Y así el Capitán diciendo,
un pliego sin letras ase,
escribe algunas palabras,
lo firma, lo sella y parte.
Quedó don Fadrique atónito,
Ginés rompió en voces y ayes
y en llanto amargo, que al punto
cambió en lágrimas el baile.
Cundió la noticia rápida,
y el escándalo fue grande,
aunque al culpar los efectos,
no acierta la causa nadie.
</pre>
</div>
 
 
== X : Hechos y conjeturas ==
<div class="verse">
<pre>
Todo era hablillas Toledo,
y todo interpretaciones,
cada cual forjó un enredo,
y hablaron todos con miedo
de espectros y apariciones.
Y como en vano buscaron
por Toledo al Capitán,
mil fábulas le colgaron,
y los que las inventaron,
por hechos las creen y dan.
Quién dijo, que anocheciendo,
le vio desde un corredor
allá en los aires cerniendo
un cuerpo alado y horrendo
cual fue bello el anterior.
Quién dijo que un día oraba
ante un devoto retablo,
y vio al Capitán que daba
ayuda y defensa brava,
contra San Miguel, al diablo.
El hecho es que don Fadrique
a su escribano mandó
que en su nombre ratifique,
firme, selle y testifique
lo que don César firmó.
Que se partió su tesoro
algunos días después,
que se dio a los pobres oro,
y que, rico como un moro,
partió a la corte Ginés.
Ni más descubrirse pudo,
ni puede decirse más,
y este es el hecho desnudo,
pábulo, origen y escudo
de las mentiras de atrás.
Mas hay entre todas una
que, fábula o tradición,
en escritura oportuna
encontrarla fue fortuna
separada del montón.
El vulgo a su vez la cuenta
como innegable verdad,
y de quien dudarla intenta,
dice que de Dios atenta
al poder y majestad.
Yo, trovador vagabundo,
la oí contar en Toledo,
y de aquel pueblo me fundo
en la razón, y así al mundo
contarla a mi turno puedo.
Ni quitaré ni pondrá;
como a mí me la contaron
fielmente la contaré,
y a ser falso, juro a fe
que en Toledo me engañaron.
Diz que pasaron diez años,
cada cual lleno a su vez
de azares y clesengaños;
mas a nuestro cuento extraños,
no hacen al caso los diez.
Las fabulillas cesaron
de hervir en la muchedumbre;
Diana y otras se casaron;
y en fin, según es costumbre,
al que murió lo enterraron.
Y del mar de su destino
ya pronto a romper el dique,
diz que al linde del camino
de la vida, don Fadrique
pidió aprisa un capuchino.
Y severo y respetable,
con la faz descolorida,
vino un varón venerable,
al Duque a hacer tolerable
la tremenda despedida.
Tras sí la puerta entornó,
y cuando a solas quedó
con el noble moribundo,
la religión con el mundo
así plática entabló:
MONJE ¿Don Fadrique?
DON FADRIQUE Bien venido,
padre; concluyendo estoy.
MONJE A ayudaros he venido
a ir en paz; prestad oído
a lo que deciros voy.
Ha diez años que, arrastrado
por intención criminal,
hollé de un templo el sagrado,
y a Dios me sentí llamado
de una visión infernal.
Los muertos vi que salían
de las urnas sepulcrales
y blandones me encendían,
y con gran pompa me hacían
en vida los funerales.
Visión de los cielos fue;
mas ¿quién creyera mi historia?
A contarla me negué,
y haberla determiné
encerrada en mi memoria.
Tan sólo existía un hombre
a saberla con derecho;
porfió, porfié; y no os asombre,
no me la arrancó del pecho:
don Fadrique era su nombre.
Mas lo que excusar no pude
al noble a quien ofendía,
vengo; ¡y así Dios me ayude!
a que mi razón escude
la fe de vuestra agonía.-
Y esto el buen monje diciendo,
cayó ante el lecho de hinojos,
las manos del Duque asiendo,
quien, sus palabras oyendo,
al monje tornó los ojos.
Contemplóle de hito en hito
con acongojado afán,
y exclamó al fin con un grito:
-¡Sois vos! ¡Dios santo y bendito!
Abrazadme, Capitán.-
Y los brazos enlazaron,
y a solas ambos a dos
por largo tiempo quedaron,
y largo tiempo lloraron
ante la imagen de Dios.
Y al fin de la confesión,
henchido el Duque de fe,
díjole: -A aquella visión
debéis vuestra salvación,
que aviso del cielo fue.-
En cuyo punto, sintiendo
llegar el trance fatal
del paso duro y tremendo,
-ADIÓS, DON CÉSAR,- diciendo,
lanzó el aliento vital.
Y aquí del todo acabada
del buen monje la misión,
y el ánima encomendada,
con voz exclamó mudada
al darle la absolución:
-¡Ve en paz! Y, si como espero,
el llanto ante Dios se apoya
de un corazón verdadero,
-ruega a , Dios, buen caballero,
por el capitán Montoya!-
Y dando al mundo un momento,
al muerto besó en la frente,
y a paso medido y lento,
triste volvió a su convento
el Capitán penitente.
Y ha poco había en sepultura humilde,
de la maleza oculta entre las hojas,
una inscripción borrada por los años,
que todo al fin sin compasión lo borran.
Único resto de opulenta estirpe,
único fin de la mundana pompa,
montón de polvo, en soledad yacía
quien hizo al mundo con su audacia sombra.
Y apenas pueden los avaros ojos
leer en medio de la antigua losa:
Aquí yace fray Diego de Simancas,
que fué en el siglo el capitón Montoya.
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== Nota de conclusión ==
<div class="verse">
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Y por si alguno pregunta
curioso por doña Inés
y opina que queda el cuento
incompleto, le diré:
que doña Inés murió monja
cuando la tocó su vez,
sin su amor, si pudo ahogarle,
y si no pudo, con él.
Porque destino de todos,
vivir de esperanzas es:
quien las logra, muere en ellas;
quien no las logra, también.
Conque ya sabe el curioso
de mis héroes lo que fue,
y sólo añadir me resta
dos palabras de Ginés:
Hizo en la corte fortuna,
casóse al cabo muy bien
con una dama muy rica
y hermosa como un clavel;.
y aunque dieron malas lenguas
en alzarla no sé qué,
ella no alzó las pestañas
para al vulgo responder.
Dió a Ginés un hijo zurdo,
y dijo su padre de él
que había nacido en casa,
y en esto sólo habló bien.
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